IV.
LEALTADES
1
Hacía ochenta años, media década arriba o abajo, que las tres hermanas no habían puesto el pie en la tierra de la Fuga. Ochenta años de exilio en el Reino del Cuco, unas veces veneradas y otras vilipendiadas, a punto siempre de perder la cordura ante los adamitas, pero obligadas a soportar mortificaciones incontrolables a causa de su afán por tener el Tejido entre sus vengadoras manos.
Ahora las tres se encontraban suspendidas en el aire, flotando por encima de aquella tierra fantástica —tierra cuyo contacto era tan antitético que caminar sobre ella se convertía en una verdadera prueba—, y se pusieron a examinar la Fuga de cabo a rabo.
—Huele demasiado a vida —dijo la Magdalena alzando al viento la cabeza.
—Danos tiempo —le pidió Immacolata.
—¿Y Shadwell? —quiso saber la Bruja—. ¿Sabéis dónde está Shadwell?
—Probablemente allá fuera, buscando a sus clientes —repuso la Hechicera—. Tendríamos que encontrarlo. No me gusta la idea de que ande vagando por aquí sin compañía. Es un hombre impredecible.
—Entonces, ¿qué?
—Dejaremos que ocurra lo inevitable —dijo Immacolata al tiempo que se daba suavemente la vuelta para poder apreciar hasta el último sagrado rincón de aquel lugar—. Dejaremos que los Cucos hagan pedazos la Fuga.
—¿Y la Venta?
—No habrá Venta. Ya es demasiado tarde.
—Entonces Shadwell se dará cuenta de que lo has estado utilizando.
—No más de lo que me ha utilizado él a mí. O de lo que le habría gustado hacerlo.
Un temblor recorrió toda la incierta sustancia de la Magdalena.
—¿No te gustaría entregarte a él aunque sólo fuera una vez? —inquirió con suavidad—. Sólo una vez.
—No. Jamás.
—Entonces déjamelo a mí. A mí me sirve. Imagínate cómo serían sus hijos.
Immacolata extendió la mano y agarró a su hermana por el frágil cuello.
—Nunca le pondrás una mano encima —le dijo—. Ni tan sólo un dedo.
La cara de la hermana fantasma se alargó absurdamente en un gesto que era una parodia de remordimiento.
—Ya lo sé —convino—. Es tuyo. En cuerpo y alma.
La Bruja se echó a reír.
—Ese hombre no tiene alma —dijo.
Immacolata soltó a la Magdalena, y al hacerlo unos filamentos de la materia de su hermana se desmoronaron entre ambas en el aire putrefacto.
—Oh, sí que tiene alma —les aseguró mientras se dejaba atraer por la fuerza de la gravedad hacia la tierra que tenían debajo—. Pero yo no quiero nada de ella. —Tocó el suelo con los pies—. Cuando todo esto haya terminado, cuando los Videntes hayan caído en poder de los Cucos, le dejaré que siga su camino. Sano y salvo.
—¿Y nosotras? —le preguntó la Bruja—. ¿Qué será de nosotras entonces? ¿Seremos libres?
—Eso es lo que acordamos.
—¿Podremos extinguirnos?
—Si ése es vuestro deseo.
—Más que cualquier otra cosa —aseguró la Bruja—. Más que cualquier otra cosa.
—Hay cosas bastante peores que la existencia —le indicó Immacolata.
—¿Ah, sí? —dijo la Bruja—. ¿Puedes nombrarme aunque sólo sea una?
Immacolata se quedó pensando sobre ello durante unos breves instantes.
—No —admitió profiriendo un suave suspiro de cansancio—. Puede que tengas razón, hermana.
2
Shadwell había tenido que huir precipitadamente de la casa, que se estaba desplomando, momentos después de que Cal y Nimrod escapasen por la ventana, y a duras penas había conseguido evitar quedarse atrapado en la misma nube que había engullido a Deveraux. El Vendedor había terminado boca abajo, con los labios llenos de polvo y con el agrio sabor de la derrota. Después de tantos años esperándola, el hecho de que la Subasta hubiera acabado en desastre y humillación era suficiente para hacerlo llorar.
Pero no lloró. Por una parte, Shadwell era un hombre optimista por naturaleza: en el rechazo de hoy yacían las semillas de la venta de mañana. Por otra parte, el espectáculo que proporcionaba la Fuga solidificándose a su alrededor resultó ser una distracción estupenda para olvidarse de las penas. Y, en tercer lugar, se había encontrado con alguien en peores condiciones que él.
—¿Qué cojones está pasando?
Era Norris, el Rey de la Hamburguesa. Sangre y polvo de yeso se disputaban el derecho a tiznarle la cara, y en algún lugar en medio de aquel remolino había perdido la espalda de la chaqueta y la mayor parte de los pantalones; también había perdido uno de aquellos finos zapatos italianos suyos. El otro lo llevaba en la mano.
—¡Lo llevaré a los tribunales hasta que consiga dejarlo sin trasero! —le chilló a Shadwell—. Gilipollas de mierda. ¡Míreme! ¡Gilipollas de mierda!
Empezó a aporrear a Shadwell con el zapato, pero el Vendedor no estaba de humor para dejar que le hicieran magulladuras. Le propinó un fuerte bofetón a aquel hombre. En cuestión de segundos los dos estaban peleándose como borrachos, indiferentes a las extraordinarias escenas que iban cobrando vida en torno a ellos. La pelea los dejó aún más sin aliento y ensangrentados que cuando empezaron, y no sirvió para solucionar las diferencias entre ellos.
—¡Debería usted haber tomado precauciones! —le escupió Norris.
—Ahora ya es demasiado tarde para hacer acusaciones —repuso Shadwell—. La Fuga ha despertado, nos guste o no.
—Yo mismo la habría despertado —le indicó Norris— si hubiera tenido oportunidad de poseerla. Pero en ese caso habría estado preparado para ello, esperando. Y habría dispuesto asimismo de algunas fuerzas para que entrasen en juego y se hicieran con el control. Pero ¿esto? ¡Esto es el caos! Ni siquiera sé por dónde salir.
—Por cualquier sitio. No es muy grande. Si lo que usted quiere es salir, sólo tiene que echar a andar en una dirección cualquiera.
Al parecer aquella solución tan sencilla tuvo la virtud de apaciguar un tanto a Norris. Volvió la mirada hacia el retoñante paisaje.
—Sin embargo, no sé… —dijo—. Puede que sea mejor así. Por lo menos consigo ver lo que hubiera comprado.
—¿Y qué impresión le produce?
—No es exactamente como pensé que sería. Me esperaba algo más… apacible. Francamente, no estoy seguro de que me hubiese gustado poseer este lugar.
Al tiempo que la voz le vacilaba, un animal que con toda seguridad no podía contarse entre ninguna clase de fieras conocida saltó de entre aquel flujo de hebras y lanzó un gruñido a modo de saludo de bienvenida al mundo antes de alejarse dando nuevos saltos.
—¿Ha visto? —le preguntó Norris—. ¿Qué es eso?
Shadwell se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Hay cosas aquí que probablemente se extinguieron antes de que nosotros naciéramos.
—¿Eso? —inquirió Norris mirando fijamente en la dirección en la que se alejaba la bestia híbrida—. Nunca había visto una cosa parecida antes, ni siquiera en los libros. Le digo a usted que no quiero nada de este jodido lugar. Lo único que deseo es que me saque usted de aquí.
—Tendrá que encontrar el camino usted solo —le indicó Shadwell—. Yo tengo otras cosas que hacer aquí.
—Oh no, nada de eso —le aseguró Norris a Shadwell apuntándole con el zapato—. Necesito un guardaespaldas. Y usted va a serlo.
Ver al Rey de la Hamburguesa reducido a un manojo de nervios era algo que le hacía gracia a Shadwell. Más que eso, le hacía sentirse —quizá de un modo perverso— seguro.
—Mire —continuó, suavizando los modales—. Los dos estamos aquí metidos en la misma mierda.
—Maldita sea si lo estamos.
—Tengo algo que podría servir de ayuda —le explicó Shadwell al tiempo que se abría la chaqueta—. Algo con que endulzar la píldora.
Norris pareció receloso.
—¿Ah, sí?
—Eche una ojeada —le pidió Shadwell enseñándole a aquel hombre el forro de la chaqueta. Norris se limpió la sangre que se le estaba metiendo en el ojo izquierdo y miró al interior de los pliegues—. ¿Qué es lo que ve?
Hubo unos momentos de titubeo durante los cuales Shadwell se preguntó si aún seguiría funcionando la chaqueta. Después una lenta sonrisa se fue abriendo paso en el rostro de Norris, y le asomó a los ojos una expresión que el Vendedor, a fuerza de presenciar innumerables seducciones como aquélla, le resultaba ya familiar.
—¿Ve algo que le guste? —le preguntó Shadwell.
—Ya lo creo que sí.
—Pues cójalo usted. Es suyo. Libre, gratis, y a cambio de nada.
Norris sonrió con cierta timidez.
—¿Dónde lo ha encontrado? —le preguntó al tiempo que extendía una mano temblorosa hacia la chaqueta—. Después de todos estos años…
Con ternura, sacó su tentación de entre los pliegues del forro. Era un pequeño juguete de cuerda: un soldado que tocaba el tambor, recordado por su dueño con tanto cariño y tan fielmente que la ilusión que ahora sostenía entre las manos había sido recreada con los mismos arañazos y abolladuras en el sitio exacto.
—Mi tamborilero —dijo Norris llorando de alegría, como si hubiera tomado posesión de la octava maravilla del mundo—. Oh, mi tamborilero. —Le dio la vuelta—. Pero no está la llave —dijo—. ¿La tiene usted?
—Puede que consiga encontrársela más tarde —respondió Shadwell.
—Tiene roto un brazo —comentó Norris acariciando la cabeza del tamborilero—. Pero todavía puede tocar.
—¿Está usted contento?
—Oh, sí. Muchas gracias.
—Entonces métaselo en el bolsillo para que pueda usted llevarme un rato —le dijo Shadwell.
—¿Llevarlo a usted?
—Estoy muy cansado. Necesito un caballo.
Norris no mostró la menor señal de resistencia ante aquel capricho de Shadwell, a pesar de que éste era un hombre corpulento y muy pesado que constituiría una carga considerable. El regalo lo había ganado por completo, y mientras Shadwell lo tuviera sometido con aquella esclavitud, Norris estaría dispuesto a que se le rompiera la espalda antes que desobedecer al donante de aquel regalo.
Riéndose para sus adentros, Shadwell se encaramó a la espalda de Norris. Puede que aquella noche sus planes se hubieran echado a perder, pero mientras quedara la gente que tuviese sueños por los que llorar, él podría poseer sus pequeñas almas durante un rato.
—¿Dónde quiere que lo lleve? —le preguntó el caballo.
—A un lugar alto —le indicó él—. Lléveme a algún lugar alto.