V.
NADAPARECIDO
1
Al adentrarse en las calles, De Bono les advirtió que el poblado había sido construido con una prisa considerable y que no debían esperarse un paradigma de planificación civil. Pero la advertencia de poco sirvió a fin de prepararlos para la experiencia que tenían por delante. Al parecer no había el menor rastro de orden en aquel lugar. Las casas habían sido encajadas unas entre otras en desventurada confusión, separadas por túneles —el término calles les hubiese resultado halagador— tan estrechos y tan atestados de ciudadanos que dondequiera que uno ponía el ojo se encontraba con caras y fachadas que iban de lo primitivo a lo barroco.
Pero no estaba oscuro, sin embargo. Había cierta luminiscencia reverberante en la piedra y en el pavimento que iluminaba los pasajes y convertía la pared más humilde en una accidental obra maestra de mortero brillante y ladrillo aún más brillante.
Pero cualquier tipo de esplendor que la ciudad pudiera poseer era más que igualado por sus habitantes. La ropa que vestían poseía aquella misma amalgama constituida por lo severo y lo deslumbrante que los visitantes ya reconocían como la quintaesencia de los Videntes; pero allí, en lo más parecido que había en la Fuga a un entorno urbano, aquel estilo se había llevado hasta extremos inusitados. Por todas partes se veían prendas y equipos extraordinarios. Un chaleco formal que sonaba con las incontables y diminutas campanillas que colgaban de él. Una mujer cuya ropa, aunque abrochada hasta la garganta, era tan similar al color de su piel que a pesar de ir vestida daba la misma impresión que si estuviese desnuda. En el alféizar de una ventana se encontraba sentada una joven con las piernas cruzadas que tenía alrededor del rostro cintas de todos los colores, las cuales flotaban en el aire a pesar de que no se notaba ninguna brisa apreciable. Más abajo, en el mismo callejón, un hombre, cuyo sombrero de fieltro parecía haber sido tejido con su propio pelo, estaba hablando con sus hijas, mientras en una puerta adyacente otro hombre que llevaba un traje hecho de cuerda le cantaba a su perro. Y aquel estilo, naturalmente, producía el estilo opuesto, como el de la negra y la mujer blanca que pasaron silbando desnudas por completo excepto por unos pantalones sujetos con un cordón.
Aunque todos hallaban placer en su apariencia, aquello no constituía un objetivo en sí mismo. Tenían otras cosas en qué ocuparse aquella nueva mañana; no había tiempo para adoptar posturas.
Lo único que al parecer llamaba algo la atención eran unos cuantos curiosos artículos de finales del siglo XX con los que jugaban algunos ciudadanos. Más regalos de la Élite del Profeta, sin duda alguna. Juguetes que se verían deslucidos en cuestión de días, lo mismo que sucedería con las promesas de Shadwell. No había tiempo para intentar convencer a los poseedores de aquellas brillantes tonterías de que era mejor que se deshicieran de ellas; a no tardar ellos mismos descubrirían cuán frágil era cualquier regalo que procediera de aquella fuente.
—Os llevaré a «Los Mentirosos» —le dijo De Bono mientras se abrían paso entre la multitud—. Comeremos allí y luego seguiremos nuestro camino.
Por todas partes había panoramas y sonidos que atraían la atención de los Cucos. Retazos de conversación les llegaban desde umbrales y ventanas; y también canciones (algunas procedentes de aparatos de radio); y risas. Un bebé lloraba a pleno pulmón en brazos de su madre; algo ladró por encima de ellos: Cal miró hacia arriba y vio un pavo real desfilando en un balcón.
—¿Dónde se habrá metido, por amor de Dios? —exclamó Suzanna cuando De Bono desapareció entre la multitud por tercera o cuarta vez—. Es puñeteramente rápido.
—Pero no nos queda más remedio que fiarnos de él. Necesitamos un guía —dijo Cal. Entonces divisó la rubia cabeza de De Bono—. Allí…
Doblaron una esquina. Al hacerlo se elevó un grito en algún lugar más adelante del abarrotado callejón, tan penetrante y tan impregnado de dolor que daba la impresión de que en él debía de haberse cometido un asesinato. El sonido no silenció a la multitud, pero la acallo lo suficiente para que Cal y Suzanna captasen las palabras que siguieron, mientras moría el eco del alarido.
—¡Han quemado la Casa de Capra!
—No puede ser —dijo alguien; y aquella negación encontró eco en todas partes, al correrse la voz. Pero el portador de la noticia no iba a dejar que le gritasen.
—¡La han quemado! —insistía—. Y han matado al Consejo.
Cal se abrió camino entre aquel apretado gentío hasta que logró ver al hombre, que desde luego parecía haber presenciado alguna catástrofe. Iba sucio de humo y barro, y entre aquellas suciedades le corrían las lágrimas mientras repetía la historia, o lo poco que había que contar en esencia. Las negativas poco a poco iban cesando: no cabía la menor duda de que decía la verdad.
Fue Suzanna quien hizo la sencilla pregunta:
—¿Quién ha sido?
El hombre la miró.
—El Profeta… —respondió casi sin aliento—. Ha sido el Profeta.
Al oír aquello la multitud entró en erupción y el aire se llenó de maldiciones e imprecaciones.
Suzanna se volvió hacia Cal.
—No nos hemos dado la suficiente prisa —le confió con lágrimas en los ojos—. Por Dios, Cal, teníamos que haber estado allí.
—No lo hubiéramos logrado —comentó una voz al lado de ellos. De Bono había reaparecido—. No os echéis la culpa de nada —dijo. Y luego añadió—: Ni me la echéis a mí.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Cal.
—Encontraremos a ese hijo de puta y lo mataremos —le aseguró Suzanna. Cogió a De Bono por un hombro—. ¿Nos enseñarás la salida?
—Claro.
De Bono dio media vuelta y los sacó de la aglomeración de ciudadanos que rodeaban al hombre que lloraba. A medida que avanzaban era evidente que la noticia había llegado ya a todos los oídos y callejones. Las canciones y las risas se habían desvanecido por completo. Unas cuantas personas estaban contemplando la franja de cielo que se veía por entre los tejados como si esperasen un relámpago. La expresión de aquellos rostros le recordó a Cal el aspecto que habían mostrado los habitantes de la calle Chariot el día del remolino: estaban llenos de preguntas sin expresar.
A juzgar por los retazos de conversación que captaban al pasar andando, había alguna discrepancia respecto a lo que había ocurrido exactamente. Unos decían que todos los que se encontraban en la Casa de Capra habían sido asesinados; otros aseguraban que aún quedaban supervivientes. Pero fueran cuales fuesen las discrepancias existentes, los puntos más importantes quedaban fuera de toda discusión: el Profeta había declarado la guerra a todo aquel que se atreviese a desafiar su supremacía; y a tal fin sus seguidores ya estaban arrasando la Fuga en busca de incrédulos.
—Tenemos que salir a campo abierto —les dijo Suzanna—. Antes de que lleguen aquí.
Es un mundo pequeño —observó De Bono—. No tardarán mucho en purgarlo, si son eficientes.
—Y lo serán —observó Cal.
No había señales de pánico entre los habitantes; ningún intento de hacer las maletas y escapar. Aquel tipo de persecución, o algunos sucesos parecidos, ya habían tenido lugar otras veces, o al menos eso parecían decir los rostros fruncidos, y lo más probable era que todo volviera a ocurrir. ¿Tenían acaso que sorprenderse?
Al trío les llevó unos cuantos minutos salir por aquellos tortuosos callejones del poblado hasta encontrarse en campo abierto.
—Siento mucho que tengamos que separarnos tan pronto —le dijo Suzanna a De Bono una vez que hubieron alcanzado las afueras.
—¿Y por qué tendríamos que separarnos?
—Porque nosotros hemos venido aquí para detener al Profeta —le indicó Suzanna—, y eso precisamente es lo que vamos a hacer ahora.
—Entonces os llevaré adonde creo que está.
—¿Dónde? —le preguntó Cal.
—En el Firmamento —repuso De Bono con confianza—. El antiguo palacio. Eso era lo que decían en la calle. ¿No lo habéis oído? Y tiene bastante sentido. Seguro que se apoderará del Firmamento si quiere ser Rey.
2
No se habían alejado mucho de Nadaparecido cuando De Bono se detuvo y les señaló al otro lado del valle, hacia un penacho de humo.
—Algo está ardiendo —dijo.
—Esperemos que sea Shadwell —rogó Cal.
—Me parece que yo debería saber algo de ese hijo de puta —les indicó De Bono—. Si es que vamos a matarlo con las botas puestas.
Le contaron lo que sabían, que era, una vez hubieron hecho el resumen, una insignificancia.
—Qué raro —observó Cal—. Me parece como si lo conociera de toda la vida. Pero ni siquiera hace un año que le puse los ojos encima por primera vez, ¿sabes?
—Las sombras pueden proyectarse en todas direcciones —dijo De Bono—. Eso es lo que creo. Starbrook decía siempre que incluso hay lugares cerca del Torbellino en los que el pasado y el futuro se superponen.
—Me parece que yo tuve oportunidad de visitar uno de ellos la última vez que estuve aquí —comentó Cal.
—¿Y cómo era?
Cal movió la cabeza de un lado a otro.
—Pregúntamelo mañana —respondió.
El camino que seguían los había llevado hasta un territorio pantanoso. Se adelantaron en el barro saltando de piedra en piedra, y toda esperanza de conversación se vio acallada por el clamor de ranas que se alzaba de entre los juncos. A medio camino llegó a sus oídos el ruido de motores de coche. Dejando a un lado toda precaución, cruzaron hasta tierra firme por la ruta más directa, hundiéndose hasta los tobillos en aquella tierra empapada de agua mientras las ranas —tan pequeñas como la uña de un dedo pulgar y de color rojo amapola— saltaban ante ellos a centenares.
Al llegar al otro lado Cal se encaramó a un árbol para desde allí poder obtener una mejor panorámica. Aquel ventajoso punto le permitió divisar un convoy de coches que se dirigía hacia el poblado. No necesitaba carreteras para nada. El convoy se abría paso a fuerza de volante y potencia en caballos de vapor. Bandadas de pájaros alzaban el vuelo a su paso; los animales —aquellos que eran lo suficientemente rápidos— salían de estampía.
Suzanna lo llamó desde abajo.
—¿Qué ves?
—Es la chusma de Hobart, supongo.
—¿Hobart?
En cuestión de segundos la muchacha estaba subida al árbol junto a Cal, avanzando poco a poco por una rama para que no le estorbasen las hojas.
—Es él —la oyó decir casi para sus adentros—. Dios mío, es él.
Se volvió hacia Cal, y éste vio en los ojos de Suzanna una fiereza que no le gustó mucho.
—Vas a tener que irte sin mí —le dijo ella.
Bajaron del árbol y, una vez en el suelo, empezaron a discutir.
—Tengo asuntos pendientes con Hobart. Tú sigue adelante, que yo ya te encontraré cuando haya terminado.
—¿No puede esperarse? —le preguntó Cal.
—No —le dijo la muchacha con firmeza—. No puede. Tiene el libro que me dio Mimi y quiero que me lo devuelva.
Suzanna notó la expresión de perplejidad que se reflejaba en el rostro de Cal, y antes de que éste comenzase a expresarlos en voz alta pudo oír todos los argumentos que él tenía en contra de que se separasen. Shadwell era el único objetivo verdadero, le diría Cal; no era aquél el momento de distraerse con otras cosas. Y además, un libro no era más que un libro, ¿no era cierto? Al día siguiente seguiría en el mismo sitio. Todo lo cual, desde luego, era totalmente cierto. Pero en algún lugar de su vientre Suzanna presentía que aquel apego de Hobart hacia el libro encerraba alguna lógica perversa. Quizá las páginas contuvieran un tipo de conocimiento que ella podría utilizar en el conflicto que se avecinaba, codificado en aquellos «Érase una vez». Ese, exactamente, era el convencimiento de Hobart, y lo que el enemigo cree de uno suele ser cierto. O si no, y para empezar, ¿por qué son enemigos de uno?
—Tengo que volver —le aseguró Suzanna—. Y no hay nada más que discutir.
—Entonces iré contigo.
—Puedo vérmelas con él yo sola, Cal —le indicó la muchacha—. Vosotros dos tenéis que seguir hacia el Firmamento. Yo ya sabré cómo llegar hasta donde estéis una vez que tenga en mi poder el libro.
Hablaba con una convicción inagotable; Cal comprendió que sería inútil discutir con ella.
—Entonces ve con cuidado —le dijo al tiempo que la rodeaba con los brazos—. No corras riesgos.
—Y tú igual, Cal. Hazlo por mí.
Dicho eso, se alejó.
De Bono, que hasta entonces había permanecido todo el tiempo al margen de aquella conversación jugueteando con la radio, preguntó ahora:
—¿No vamos con ella?
—No —dijo Cal—. Quiere ir sola.
De Bono puso cara de sorpresa.
—¿Un asunto amoroso? —preguntó.
—Algo parecido.
3
Suzanna volvió sobre sus pasos hacia el poblado con urgencia, incluso con un entusiasmo, que no lograba comprender del todo. ¿Era solamente porque deseaba que el enfrentamiento acabase de una vez por todas? ¿O acaso podría ser que realmente estuviese ansiosa de ver otra vez a Hobart, que éste se hubiera convertido en una especie de espejo en el cual pudiera conocerse mejor a sí misma?
Al volver a adentrarse por las calles —que los dudada nos, habiéndose retirado detrás de las puertas, habían ahora dejado más o menos desiertas—. Suzanna confiaba en que Hobart supiese que ella andaba cerca. Esperaba que el corazón de aquel hombre latiera un poco más de prisa al aproximarse ella, y que le sudasen las palmas de las manos.
Si no era así; ya le enseñaría ella lo que era bueno.