IV.
CONTACTO

Al cruzar la extensión de acera, almagrada por el calor, que separaba los peldaños de entrada del hotel y el sombreado interior del «Mercedes» de Shadwell, Immacolata dejó escapar un grito. Se llevó una mano a la cabeza, y las gafas de sol que siempre llevaba puestas en público cuando estaba en el Reino se le cayeron de la cara.

Shadwell salió del coche rápidamente y se dispuso a abrirle la portezuela, pero la pasajera hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Demasiado deslumbrante —murmuró; y después, tambaleándose, volvió a cruzar las puertas giratorias y entró en el vestíbulo del hotel.

Se encontraba desierto. Shadwell fue corriendo tras ella en una rápida persecución, y halló a Immacolata de pie y tan lejos de la puerta como habían podido llevarla las piernas. Las hermanas-fantasmas la estaban esperando —perturbando con su presencia el aire viciado—, pero él no pudo evitar la tentación de coger al vuelo la oportunidad, disfrazada de legítima preocupación, y extender la mano hasta tocar a la mujer. Un contacto como aquél era un verdadero anatema para Immacolata, pero para Shadwell constituía un gozo muy potente porque ella se lo tenía prohibido. Por lo tanto se veía obligado a aprovechar cualquier ocasión en que pudiera hacer pasar aquellos contactos como accidentales.

Las fantasmas le helaron la piel a Shadwell con aquella evidente desaprobación, pero Immacolata era perfectamente capaz de proteger su inviolabilidad. Se dio la vuelta, con los ojos llenos de rabia por el atrevimiento del hombre. Éste le quitó inmediatamente la mano del brazo; los dedos le hormigueaban. Contaría los minutos hasta que dispusiera de un momento de intimidad para llevárselos a los labios.

—Lo siento —dijo—. Estaba preocupado.

Una voz intervino entonces. El recepcionista había salido de detrás del mostrador con un ejemplar del Sporting Life en la mano.

—¿Puedo serles de alguna ayuda? —se ofreció.

—No, no… —repuso Shadwell.

Sin embargo, los ojos del recepcionista no estaban puestos en él, sino en Immacolata.

—Un poco de insolación, ¿no es eso? —quiso saber el empleado.

—Es posible —dijo Shadwell. Immacolata se había movido hasta conseguir situarse al pie de las escaleras, fuera del alcance de la inquisidora mirada del recepcionista—. Gracias por el interés…

El recepcionista hizo una mueca y volvió a sentarse en el sillón, Shadwell se acercó a Immacolata. La mujer había encontrado a las sombras; o las sombras la habían encontrado a ella.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Shadwell—. ¿Ha sido sólo el sol?

Ella no lo miró, pero se dignó hablar.

—Sentí la Fuga… —dijo con tanta suavidad que él tuvo que contener la respiración para poder captar aquellas palabras—. Y luego…, algo más.

Shadwell esperaba más información, pero no hubo nada más. Luego, cuando él estaba a punto de romper el silencio, Immacolata dijo:

—En la parte de atrás de la garganta… —Tragó saliva, como si quisiera librarse del recuerdo de cierta amargura—. El Azote…

¿El Azote? ¿Lo había oído bien Shadwell?

O Immacolata notó que el hombre dudaba, o compartía también aquella duda, porque dijo:

—Estaba allí, Shadwell.

Y cuando habló ni siquiera el extraordinario autocontrol que era habitual en ella pudo dominar por completo la agitación que se le reflejaba en la voz.

—Seguro que te equivocas.

Ella dio una pequeña sacudida de cabeza en señal de negación.

—Está muerto y ha desaparecido para siempre —insistió el hombre.

La cara de Immacolata habría podido estar esculpida en piedra. Sólo se le movían los labios, y Shadwell sintió que se moría de deseo por ellos, a pesar de los pensamientos que expresaban.

—Un poder como ése no muere nunca —le dijo ella—. No puede morir nunca. Duerme. Espera.

—¿Para qué? ¿Por qué?

—A que despierte la Fuga, quizás —apuntó Immacolata.

Los ojos de la mujer habían perdido el color dorado y se habían vuelto plateados. Motas de menstruum, que se movían como el polvo en un rayo de sol, se desprendían de las pestañas y se evaporaban a unos pocos centímetros del rostro. Shadwell nunca la había visto antes de aquel modo, tan próxima a confiarle sus sentimientos. El espectáculo de la vulnerabilidad de Immacolata le excitaba hasta más allá de lo que se puede expresar con palabras. Tenía el pene tan erecto que le dolía. Sin embargo Immacolata, por lo visto, era notablemente insensible ante la excitación de él; o bien prefería ignorar el hecho. La Magdalena, la hermana ciega, no se mostraba tan indiferente. Ella, eso Shadwell lo sabía muy bien, tenía apetitos por aquello que un hombre puede derramar, y una horrible intención para utilizarlos. Incluso ahora Shadwell vio la silueta de la hermana tomando forma en un hueco de la pared, la misma y única hembra desde la cabeza hasta los pies.

—He visto un lugar yermo —dijo Immacolata desviando la atención de Shadwell de las tentativas de la Magdalena—. Con un sol muy brillante. Un sol terrible. El lugar más vacío de la tierra.

—¿Y allí es donde está ahora el Azote?

Ella asintió con la cabeza.

—Está durmiendo. Creo…, se ha olvidado de sí mismo.

—Entonces permanecerá así, ¿no te parece? —inquirió Shadwell—. ¿Quién demonios va a despertarlo? —Aquellas palabras ni siquiera lograron convencerle a él mismo—. Mira —dijo—, encontraremos a la Fuga y la venderemos antes de que el Azote tenga tiempo siquiera de darse la vuelta. No hemos llegado tan lejos para detenernos ahora.

Immacolata no dijo nada. Todavía tenía los ojos fijos en aquella nada que había divisado o saboreado —o ambas cosas a la vez— unos instantes antes.

Shadwell a duras penas alcanzaba a comprender qué fuerzas eran las que actuaban allí. En último término, él era solamente un Cuco —un ser humano—, y aquello le limitaba el campo de visión; hecho por el que, como sucedía ahora, a veces se sentía agradecido.

Una cosa que comprendía: la Fuga había dado lugar a numerosas leyendas. En los años de búsqueda que llevaban, él la había oído reflejada de numerosas maneras, desde canciones de cuna hasta confesiones en el lecho de muerte, y hacía mucho tiempo que había renunciado a intentar separar lo real de lo ficticio. Lo único que importaba era que las masas y los poderosos suspiraban por aquel lugar, hablaban de él en sus plegarias, sin saber —la mayoría de ellos— que era real; o que lo había sido. Y qué provecho sacaría él cuando tuviera aquel sueño en cartera; nunca había existido posibilidad de hacer una venta semejante, ni volvería a haberla otra vez. Ahora no podían abandonar. No por miedo a algo perdido en el tiempo y en el sueño.

—El lo sabe, Shadwell —dijo Immacolata—. Incluso en sueños, lo sabe.

Aunque él hubiera encontrado las palabras necesarias para convencerla de que no tuviera miedo, Immacolata se habría mostrado despectiva hacia ellas. En lugar de eso, Shadwell decidió hacerse el pragmático.

—Cuanto antes encontremos la alfombra y nos deshagamos de ella, más felices seremos todos —le dijo.

La respuesta pareció agitar a la mujer hasta sacarla del yermo desierto en que se hallaba.

—Puede que dentro de un rato —repuso parpadeando en dirección a Shadwell por primera vez desde que habían entrado de la calle—. Puede que entonces nos pongamos a buscar.

Todo rastro se había evaporado de repente. El momento de duda había pasado, y había vuelto la antigua certidumbre. Immacolata perseguiría a la Fuga hasta el fin, él lo sabía, tal como habían planeado siempre. Ningún rumor —ni siquiera del Azote— la desviaría de su malicia.

—Es posible que perdamos el rastro si no nos damos prisa.

—Eso lo dudo —repuso ella—. Esperaremos. Hasta que el calor se atenúe.

Ah, de modo que aquél era su castigo por el desconsiderado contacto. Era el calor de un hombre a lo que ella burlonamente se refería, no al de la ciudad, allí fuera. Se vería obligado a satisfacer el capricho de ella, como había hecho otras muchas veces antes, y a soportar los azotes del silencio. No únicamente porque sólo Immacolata pudiera seguirle el rastro a la Fuga a causa del ritmo de la vida tejida de ésta, sino porque esperar durante otra hora en compañía de la mujer, bañado por el aroma de su aliento, era una agonía que Shadwell estaba dispuesto a soportar con gusto.

Para él, aquello era un ritual de crimen y castigo que lo mantendría en erección durante el resto del día.

Para ella, el poder que el deseo de aquel hombre le prestaba seguiría siendo nada más una curiosidad divertida. Los hornos, al fin y al cabo, se enfrían si no se alimentan. Incluso las estrellas se apagan después de algunos milenios. Pero la lujuria de los Cucos, como tantas otras cosas características de esa especie, desafía todas las reglas. Cuanto menos se alimenta más se enciende.

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