VIII.
EL DRAGÓN ESENCIAL

Estaba muy oscuro en el estado en que habían entrado; oscuro y lleno de rumores. Suzanna no podía ver nada delante, ni siquiera alcanzaba a verse la punta de los dedos, pero oía suaves susurros que un viento cálido y lleno de aroma de pinos transportaba hasta ella. Y ambos le acariciaban la cara, los susurros y el viento; ambos la excitaban. La gente que habitaba en los cuentos del libro de Mimi sabía que ella se encontraba allí: porque era allí, en el libro, donde ella y Hobart existían ahora.

De alguna extraña manera mientras tenía lugar el forcejeo ambos se habían transformado, o por lo menos se habían transformado sus pensamientos. Y habían entrado en la vida común de las palabras.

De pie en la oscuridad y escuchando los susurros que había a su alrededor, Suzanna no encontraba que aquella noción fuese tan difícil de comprender. Al fin y al cabo, ¿no había convertido el autor de aquel libro sus pensamientos en palabras, en el acto de escribirlo, sabedor de que sus lectores las descifrarían al leerlas, volviendo así a convertirlas en pensamientos? Aún más, había creado una vida imaginada. Así que allí estaba ella ahora, viviendo aquella vida. Perdida en Geschichten der Geheimen Orte; o hallada.

Había atisbos de luz moviéndose arcada uno de los lados de ella misma, según se percató Suzanna en aquel momento. ¿O era ella quien se movía, corriendo acaso, o quizá volando? Cualquier cosa era posible allí: aquél era el país de las hadas. Se concentró para tratar de comprender mejor lo que aquellos destellos de luz y oscuridad significaban, y de pronto se dio cuenta de que iba viajando velozmente por avenidas de árboles, enormes y primitivos árboles, y de que la luz entre ellos se iba haciendo más brillante.

En algún lugar más adelante, Hobart la estaba esperando, a ella o a aquello en lo que ella se había convertido al volar entre las páginas.

Porque en aquel lugar ella ya no era Suzanna; o mejor dicho, ya no era simplemente Suzanna. No podía ser ella misma allí, del mismo modo que el policía no podía ser simplemente Hobart. Ambos se habían convertido ahora en seres míticos en aquel bosque absoluto. Habían atraído hacia ellos los sueños que aquel estado celebraba: los deseos y fes que llenaban los cuentos de parvulario y que después conformaban todos los siguientes sueños y fes.

Había innumerables personajes entre los que elegir vagando por los Bosques Salvajes; antes o después todos los cuentos tenían una escena que ocurría allí. Aquél era el lugar donde se abandonaba a los niños huérfanos para que encontrasen la muerte o su destino; donde las vírgenes caminaban temerosas de los lobos, y los amantes temerosos de sus corazones. Allí los pájaros hablaban y las ranas aspiraban al trono, y todas las arboledas tenían una puerta que daba al Mundo Inferior.

¿Y qué era ella, en medio de todo aquello? La Doncella, naturalmente. Desde niña ella había sido la Doncella. Ante aquel pensamiento notó que los Bosques Salvajes se iluminaban más, como si ella hubiera incendiado el aire.

—Yo soy la Doncella… —murmuró—, y él es el Dragón.

Oh, sí. Eso era, naturalmente que era eso.

La velocidad del vuelo aumentó; las páginas fueron pasando velozmente. Y ahora, algo más adelante, distinguió un brillo metálico entre los árboles, y allí estaba el Gran Gusano con sus anillos resplandecientes enrollados en torno a las raíces de un árbol Nohaic y la enorme cabeza de morro plano reposando en un lecho de amapolas rojas como la sangre aguardando su terrible momento.

Sin embargo, perfecto como era aquello en cada uno de sus escamosos detalles, vio que Hobart también se encontraba allí. Estaba tejido con el dibujo de luz y sombra, y así —algo que resultaba de lo más extraordinario— formaba la palabra DRAGÓN. Las tres cosas ocupaban el mismo espacio en la cabeza de la muchacha: un texto viviente que era un hombre, una palabra y un monstruo.

El Gran Gusano Hobart abrió el único ojo bueno que tenía. Una flecha rota le sobresalía del otro, obra de cualquier héroe, sin duda, que luego habría continuado su camino brillante y lleno de borlas convencido de haber liquidado a la bestia. Pero no era tan fácil de destruir. Seguía viva; aquellos anillos no resultaban menos tremendos por las cicatrices que llevaba, sino que su encanto no había perdido nada de lustre. ¿Y el ojo viviente? Contenía malicia suficiente para toda una tribu de dragones.

La bestia la vio y levantó un poco la cabeza. Piedra derretida le salió hirviendo de entre los labios y asesinó a las amapolas.

El vuelo de Suzanna hacia la bestia se fue haciendo titubeante. Ella notó que aquella mirada la perforaba. En consecuencia, todo el cuerpo empezó a temblarle. Cayó de bruces sobre aquella tierra oscura como una polilla aplastada. El suelo bajo ella estaba sembrado de palabras. ¿O eran huesos? Fuera lo que fuesen, la muchacha fue a caer allí, levantando con los brazos al hacerlo fragmentos sin significado en todas direcciones.

Se puso en pie y miró a su alrededor. Las columnas estaban vacías en cualquier dirección: no había héroe alguno a quien llamar, ni madre en quien buscar consuelo. Estaba sola con el Gusano.

Éste levantó la cabeza unos cuantos palmos más, causando con aquel movimiento casi imperceptible una lenta avalancha de anillos.

Era un gusano hermoso, eso no se podía negar, con aquellas relucientes escamas iridiscentes y la encantadora elegancia de su malicia. Mirándolo, Suzanna experimentó aquella misma combinación de deseo y ansiedad que recordaba tan bien de su niñez. La presencia del monstruo la excitaba, no había otra palabra para expresar lo que sentía. Como respuesta a aquella confesión, el Dragón lanzó un rugido. El sonido que emitió fue bajo y cálido, como si empezara en las entrañas y le recorriera todo aquel tortuoso cuerpo para salir finalmente por entre las incontables agujas de los dientes con la promesa de un calor mayor que vendría luego.

Toda la luz había desaparecido de entre los árboles.

Ningún pájaro cantaba ni ningún animal, si es que alguno vivía tan cerca del Dragón, se atrevía a mover un pelo entre la maleza. Hasta las palabras-hueso y las mariposas habían desaparecido de allí, dejando que aquellos dos elementos, Doncella y Monstruo, representasen la leyenda.

Aquí se acaba —dijo Hobart con la lengua de lava del dragón. Cada sílaba que formaba era un pequeño incendio que quemaba las motas de polvo flotantes alrededor de la cabeza de Suzanna.

La muchacha no tenía miedo de todo esto; más bien sentía regocijo. Siempre había sido solamente observadora de estos ritos; ahora por fin actuaba en ellos.

—¿No tienes nada más que decirme? —le exigió el dragón escupiendo las palabras por entre los dientes apretados—. ¿Ninguna bendición? ¿Ninguna explicación?

—Nada —repuso Suzanna en tono desafiante.

¿Para qué hablar, cuando ambos eran tan perfectamente transparentes el uno para el otro? Ya sabían quiénes eran, ¿no? Los dos sabían lo que significaban el uno para el otro. En la confrontación final de todos los grandes cuentos el diálogo estaba de más. Y como no había nada más que decir, sólo quedaba la acción: o un asesinato o una boda.

—Muy bien —dijo el Dragón; y comenzó a avanzar hacia ella arrastrando toda su longitud por encima de la tierra baldía que los separaba y ayudándose para ello de unas rudimentarias patas delanteras.

«Tiene la intención de matarme —pensó Suzanna—; tengo que actuar de prisa». ¿Qué hacía la Doncella para protegerse en tales circunstancias? ¿Salía huyendo o intentaba dormir a la bestia contándole algo?

El Dragón se alzaba ya por encima de la muchacha. Pero no la atacó. Por el contrario, echó la cabeza hacia atrás dejando al descubierto la pálida y tierna carne de la garganta.

—Por favor, date prisa —gruñó.

Suzanna se quedó perpleja al oír aquello.

—¿Que me dé prisa? —repitió.

—Mátame y acaba de una vez —le recomendó el Dragón.

Aunque la mente de Suzanna no acababa de comprender bien aquella volte face, el cuerpo que la albergaba sí que lo hizo. La muchacha notó que el cuerpo empezaba a cambiarle en respuesta a aquella invitación; notó en él una nueva madurez. Había pensado vivir en aquel mundo como una inocente; pero no podía serlo. Era una mujer adulta; una mujer que había cambiado mucho en los últimos meses, que se había sacudido de encima años de prejuicios; había encontrado magia dentro de sí; y había sufrido pérdidas. El papel de Doncella —toda leche y suspiros suaves— no le iba.

Hobart sabía eso mejor que ella. No había entrado en aquellas páginas siendo un niño, sino cuando ya era hombre, y por ello había encontrado allí un papel que encajaba con sus más secretos y profundos sueños. Aquél no era un lugar para fingimientos. Suzanna no era la virgen y él no era el generoso devorador. El, en sus imaginaciones íntimas, era el poder asediado, seducido y, finalmente —dolorosamente—, martirizado. Aquél era el motivo por el que el Dragón le ofrecía a Suzanna su lechosa garganta.

«Mátame y acaba de una vez», le había dicho él inclinando un poco la cabeza para mirar a Suzanna. En aquel único ojo que le quedaba al dragón, la muchacha vio por primera vez cómo estaba herido por la obsesión de ella; cómo había llegado a ser su esclavo, olisqueando su rastro como un perro extraviado, odiándola más cada día que pasaba por el poder que Suzanna ejercía sobre él.

En la otra realidad, en la habitación de la que los dos procedían, que a su vez se hallaba oculta en un Reino más grande (mundos dentro de otros mundos), Hobart se comportaría de manera brutal con Suzanna. Si tenía oportunidad, la mataría por temor a esa verdad que él sólo podía admitir en el sagrado bosque de sus sueños.

Pero aquí no había otra habitación que contar más que la verdadera. Por eso le ofrecía aquella garganta palpitante, y abría y cerraba aquel ojo con pesado párpado. Él era la virgen, asustada y sola, dispuesta a morir antes que a sacrificar su andrajosa virtud.

¿Y en qué convertía eso a Suzanna? En la bestia, naturalmente. Ella era la bestia.

No bien lo hubo pensado cuando ya empezó a experimentarlo.

Notó que el cuerpo se le agrandaba cada vez más. La sangre le corría fría como la de un cocodrilo. Y un horno le ardía en el vientre.

Y ante ella Hobart se iba encogiendo. La piel de dragón se empezó a caer en pliegues sedosos y él se mostró tal como era, desnudo y blanco; un macho humano y cubierto de heridas. Un casto caballero al final de un cansado camino, despojado de fuerza y de certeza.

Suzanna había reclamado la piel que él había perdido; y ahora la sintió solidificarse en torno a ella como una armadura resplandeciente. El tamaño que adquiría su cuerpo era un gozo para la muchacha. Se regocijaba con la sensación que experimentaba al ser tan peligrosa y tan imposible. Así era como realmente soñaba consigo misma; aquélla era la verdadera Suzanna. Era un Dragón.

Con aquella lección aprendida, ¿qué había que hacer? ¿Terminar el cuento como deseaba el hombre que tenía ante ella? ¿Quemarlo? ¿Tragárselo?

Mirando la insipidez de Hobart desde aquella altura encabritante, oliendo la suciedad de aquel hombre, el sudor que exhalaba, Suzanna podía fácilmente encontrar el valor necesario para cumplir con su deber de Dragón y devorarlo.

Resultaría muy fácil.

Avanzó hacia él tragándolo con su sombra. Hobart estaba llorando y le sonreía con gratitud, Suzanna abrió las enormes mandíbulas. Le chamuscó el cabello a Hobart con el aliento. Lo cocería y se lo tragaría en un veloz movimiento. Pero no fue lo suficientemente rápala. Cuando estaba a punto de devorarlo, una voz cercana la distrajo. ¿Habría alguien más en el bosque? Los sonidos ciertamente procedían de aquellas páginas. Distaban mucho de ser humanos, aunque se adivinaban palabras intentando aflorar entre aquellos ladridos y gruñidos. Cerdo; perro; hombre; una combinación de las tres cosas, y todas aterrorizadas.

El Caballero Hobart abrió los ojos, y en ellos había algo nuevo, algo más que lágrimas y fatigas. Él también oía aquellas voces; y al oírlas recordó el lugar que yacía más allá de aquellos Bosques Salvajes.

El momento de triunfo del Dragón estaba escapándosele de las manos. Suzanna rugió a causa de la frustración que sentía, pero no había nada que hacer. Notó que estaba empezando a despojarse de las escamas, que iba bajando desde lo místico hasta lo particular mientras el cuerpo lleno de cicatrices de Hobart parpadeaba como una llama movida por la brisa hasta que finalmente se apagó.

Aquellos instantes de dudas seguramente iban a costarle caro. Al fracasar en poner fin al cuento, en satisfacer el deseo de muerte de la víctima, Suzanna le había proporcionado a Hobart un nuevo motivo de odio. ¿Qué cambio debía de haberse producido en Hobart para soñarse a sí mismo siendo devorado? ¿Para haber construido una segunda matriz en el vientre del gusano hasta nacer de nuevo al mundo?

Demasiado tarde, maldición; ya era demasiado tarde, y con mucho. Aquellas páginas ya no los podían contener durante más tiempo. Dejando la inacabada confrontación ambos irrumpieron de entre las palabras en un estallido de puntuación. Pero no dejaron atrás el estruendo de los animales; éste se hizo más fuerte a medida que la oscuridad de los Bosques Salvajes se iba elevando.

El único pensamiento de Suzanna fue para el libro. Lo notó una vez más entre las manos, y lo sujetó con más furia. Pero Hobart tuvo la misma idea. Al aparecer de nuevo la habitación alrededor de ellos en toda su solidez la muchacha notó que el policía le estaba clavando los dedos en los suyos, desgarrándole la piel de tan grande como era su avidez por conseguir el premio.

—Debiste matarme —le oyó murmurar.

Suzanna miró el rostro de aquel hombre. Hobart parecía aún más enfermizo que el caballero de un rato antes; el sudor le corría por las huecas mejillas, la mirada era de desesperación. Luego pareció tomar conciencia de sí mismo y la mirada se le heló.

Alguien golpeaba el otro lado de la puerta, desde donde aún les llegaba la dolorosa cacofonía de los animales.

—¡Esperad! —les gritó Hobart a los visitantes, fueran quienes fuesen. Y al mismo tiempo que gritaba quitó una mano del libro y sacó una pistola del interior de la chaqueta, clavándole el cañón de la misma a Suzanna en el abdomen—. Suelta el libro o te mato.

La muchacha no tuvo más remedio que obedecer. El menstruum no sería lo suficientemente rápido para incapacitar al policía antes de que apretase el gatillo.

Sin embargo, mientras Suzanna apartaba las manos del volumen, la puerta se abrió violentamente, y cualquier pensamiento acerca del libro fue eclipsado por lo que había en el umbral.

En otro tiempo aquel cuarteto había sido el orgullo de la Brigada de Hobart: los más listos, los más duros. Pero aquella noche de borrachera y seducción les había desabrochado algo más que los pantalones. También les había destrozado la mente. Era como si los esplendores que Suzanna había visto por primera vez en la calle Lord, aquellos halos que santificaban por igual a Humanos y Videntes, hubieran sido de algún modo arrastrados hasta el interior de aquellos hombres, porque la piel de sus extremidades y de sus rostros estaba hinchada y raspada, y burbujas de oscuridad les correteaban por la anatomía como ratas debajo de sábanas.

Presas del pánico ante aquella enfermedad, se habían hecho jirones la ropa con las manos; les brillaba el torso a causa del sudor y de la sangre. Y de la garganta les brotaba aquella cacofonía que había hecho salir del libro al Dragón y al Caballero; una bestialidad que encontraba eco en una docena de horripilantes detalles. Como el rostro de uno de ellos, que se había hinchado hasta adquirir forma de hocico; o como las manos de otro, que habían engordado hasta adquirir el aspecto de pezuñas.

Así era, supuso Suzanna, cómo los Videntes ofrecían insistencia a la ocupación de su patria. Habían fingido pasividad para seducir al Ejército invasor y hacerlo caer en sus encantamientos, y aquella colección de fieras de pesadilla era el resultado. Aun siendo conveniente como era, la muchacha estaba horrorizada.

Un miembro de aquel grupo avanzaba ahora tambaleante por la habitación, con los labios y la frente tan hinchados que estaban a punto de estallar. Resultaba evidente que intentaba decirle algo a Hobart, pero lo único que aquel embrujado paladar suyo pudo emitir fue un quejido semejante al de un gato al que le estuvieran retorciendo el pescuezo.

Hobart no tenía la menor intención de ponerse a descifrar aquellos maullidos, sino que se apresuró a levantar la pistola apuntando hacia aquel montón de despojos que se le venía encima tambaleándose.

—No te acerques más —le advirtió.

El hombre, con la baba saliéndole de la boca abierta, hizo un incoherente esfuerzo por ser atendido.

—¡Fuera de aquí! —fue la respuesta de Hobart. Avanzó un pasa hacia el cuarteto.

El líder del grupo retrocedió, y lo mismo hicieron los que estaban junto a la puerta. No por la pistola, pensó Suzanna, sino porque Hobart era su amo. Aquellas nuevas anatomías no hacían más que confirmar lo que el entrenamiento a que se habían sometido les había enseñado torcía mucho tiempo: que eran animales irracionales, esclavos de la Ley.

¡Fuera! —repitió Hobart.

Ahora iban reculando por el pasillo, y el estruendo que producían era algo más apagado por temor a Hobart.

En cuestión de segundos la atención de Hobart ya no se vería desviada, Suzanna lo sabía. Se volvería contra ella de nuevo, y la pequeña ventaja ganada con aquella interrupción se habría desperdiciado.

Tenía que dejar prevalecer el instinto; quizá no tuviera otra oportunidad.

Aprovechando la ocasión, corrió hacia Hobart y le arrebató el libro de la mano. El policía gritó y miró hacia la muchacha sin dejar de apuntar al cuarteto con la pistola. En cuanto les quitó la vista de encima, las criaturas emprendieron de nuevo al alboroto.

—No hay salida… —le dijo Hobart a Suzanna—, excepto esa puerta. ¿Acaso te gustaría salir por ahí…?

Estaba claro que aquellas criaturas presentían que había algo en el aire, y redoblaron el estruendo. Era igual que la hora de dar de comer a los animales en el zoo. Suzanna no conseguiría dar dos pasos por el pasillo sin que ellos se le echasen encima. Hobart la tenía atrapada.

Al darse cuenta de ello, sintió que el menstruum empezaba a elevarse en su interior, y que acudía a ella con una brusquedad sobrecogedora.

Hobart supo al instante que Suzanna estaba cobrando fuerzas. Se acercó de dos zancadas a la puerta y la cerró de golpe dejando fuera a aquellos ululantes engendros; luego se volvió otra vez hacia la muchacha.

—Hemos visto muchas cosas, ¿verdad? —le dijo—. Pero es una historia que no vivirás para contarla.

La apuntó con la pistola a la cara.

No fue posible analizar lo que ocurrió a continuación. Quizá Hobart disparara y errase el tiro milagrosamente, haciendo pedazos la ventana que había detrás de Suzanna. Fuera como fuese, la muchacha sintió que el aire nocturno invadía la habitación, y un instante después el menstruum la estaba bañando de la cabeza a los pies, la obligaba a girarse sobre sus talones y a correr en dirección a la ventana; no tuvo tiempo para considerar qué sentido tenía aquella huida, sino que de pronto se encontró sobre el alféizar de la ventana y se arrojó al exterior.

La ventana se hallaba a tres pisos de altura. Pero era demasiado tarde para tomar en cuenta aquellas cuestiones prácticas. No tenía más alternativa que saltar, o caer, o… ¡volar!

El menstruum la sostuvo, lanzando su fuerza contra la pared de la casa de enfrente y dejando que Suzanna se deslizase desde la ventana hasta el tejado sobre aquel frío lomo suyo. No fue un verdadero vuelo, pero pareció auténtico.

La calle se tambaleó bajo ella mientras Suzanna caía sobre aire sólido para ir a parar al alero de la otra casa; una vez allí el menstruum la recogió de nuevo y la transportó hasta el tejado, al tiempo que los gritos de Hobart iban apagándose al quedar atrás.

Desde luego no podía quedar sostenida en alto mucho tiempo; pero fue un paseo regocijante mientras duró. Suzanna se deslizó atropelladamente por otro tejado, y justo en aquel momento percibió una franja de luz del alba entre las colinas; luego pasó por encima de aguilones y chimeneas y bajó en picado hasta una plaza donde los pájaros ya empezaban a cantar sintonizando el nuevo día.

Cuando Suzanna bajó volando los pájaros se dispersaron, sobresaltados por el giro que la evolución había dado para producir un pájaro como aquél. El aterrizaje de Suzanna debió de confirmarles que aún quedaba mucho trabajo de diseño por hacer. La muchacha patinó por las losas del suelo; el menstruum le sirvió para amortiguar lo peor del impacto, y se detuvo a sólo unos centímetros de una pared cubierta de mosaico.

Tiritando, y presa de débiles náuseas, Suzanna se puso en pie. El vuelo entero probablemente no había durado más de veinte segundos, pero ya se oían voces dando la alarma en una calle adyacente.

Apretando con fuerza el regalo de Mimi, se deslizó fuera de la plaza y del poblado por un camino que le hizo describir un círculo, y en dos ocasiones estuvo a punto de caer en manos de sus perseguidores. A cada paso descubría una magulladura nueva, pero por lo menos estaba viva, y más sabia por las aventuras de aquella noche.

Vida y sabiduría. ¿Qué más se puede pedir?

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