XI.
CAL, VIAJANDO HACIA EL NORTE
1
Cal estuvo viajando hacia el Norte a través de la noche en medio de grandes dificultades. Quizá fuese la fruta lo que le mantenía los sentidos despejados de una manera tan sobrenatural; o eso, o un recién hallado sentimiento de determinación que le empujaba con fuerza hacia delante. El caso es que mantenía alerta sus facultades analíticas, tomando instintivamente cualquier clase de decisión en lo referente a la dirección que debía seguir.
¿Era quizá el mismo instinto que ya habían poseído los palomos el que ahora lo orientaba a él? Una extraña sensación de estar soñando que iba más allá del alcance del intelecto o de la razón: ¿ganas de volver a casa? Así era como Cal se sentía. Notaba que se había convertido en pájaro, y que se orientaba no por las estrellas (que estaban cubiertas de nubes) ni por el polo magnético, sino movido por la urgente necesidad de volver a casa; de volver al huerto en el que, en medio de un círculo de caras amorosas, él, de pie, había pronunciado los versos de Mooney el Loco.
Mientras conducía rebuscó en la cabeza más fragmentos de aquellos versos para tener algo nuevo que ofrecer la próxima vez. Y pequeñas rimas le acudieron desde la niñez, versos extraños que había aprendido más por la musicalidad que por el significado que tenían.
El cielo desnudo va y viene,
escupe mares y tiñe la rosa,
se pone abrigos de viento y de lluvia,
y luego, sencillamente, vuelve a quitárselos.
No se sentía más seguro ahora de lo que aquello quería decir de lo que lo había estado cuando era niño, pero los versos le acudieron a los labios como recién acuñados, seguro del ritmo y de la rima.
Algunos tenían un aguijón amargo:
La pestilencia de familias
no es una enfermedad congénita
sino unos pies que siguen allá donde el pie
que las ha precedido fue puesto.
Otros eran fragmentos de poemas que Cal, o bien había olvidado, o nunca se los habían enseñado completos. Uno en particular le venía a la cabeza una y otra vez.
¡Cómo me encantan los caballos pintos!
¡Los que más, los caballos pintos!
Éstos debían de ser los versos finales de algo, suponía Cal, pero no conseguía recordar de qué.
Había montones de fragmentos más. Estuvo recitando los versos una y otra vez mientras conducía, puliendo la manera de decirlos, poniéndoles un nuevo énfasis aquí, un nuevo ritmo allá.
No tenía ningún apuntador en el fondo de la cabeza; el poeta se había callado por completo. ¿O sería que él y Mooney el Loco por fin hablaban con una sola voz?
2
Cruzó el límite con Escocia hacia las dos y media de la madrugada, y continuó conduciendo hacia el Norte mientras el paisaje se iba haciendo más montañoso y menos poblado a medida que avanzaba. Le estaba entrando hambre, y los músculos empezaban a dolerle después de tantas horas de conducir sin descanso, pero nada fuera de Armagedón le hubiera obligado a aminorar la marcha o a detenerse. A cada kilómetro se acercaba más al País de las Maravillas, en el cual una vida demasiado tiempo aplazada esperaba ser vivida.