IX.
QUIEN LO ENCUENTRE SE LO QUEDA

1

El almacén de muebles de ocasión de Gilchrist había sido un cine en otro tiempo, en los años en los que los cines eran todavía locuras suntuosas. Y una locura todavía seguía siéndolo, con aquella fachada de estilo rococó de imitación y una inverosímil cúpula colocada sobre el tejado; pero ahora ya no quedaba en él nada que pudiera ser remotamente suntuoso. El local se alzaba a sólo un tiro de piedra de Dock Road, y era la única propiedad de toda la manzana que permanecía aún en uso, el resto de ellas, o bien estaban tapadas con tablones, o se habían quemado.

De pie en la esquina de la calle Jamaica, y con la vista clavada en aquel abandono que tenía enfrente, Cal se preguntó si el difunto señor Gilchrist se habría enorgullecido de que su nombre estuviera escrito de modo tan llamativo en la fachada de aquel deteriorado establecimiento. Era indudable que allí los negocios no podían ser florecientes, a menos que se tratase de asuntos de esos que resulta conveniente no hacer a la vista del público.

El horario de apertura del almacén se hallaba en un tablón muy ajado a causa de las inclemencias del tiempo, en el mismo lugar en que en otro tiempo el cine anunciase los precios de las localidades. Los domingos el establecimiento permanecía abierto de nueve y media a doce. Ahora eran las dos menos diez. La doble puerta se encontraba cerrada y con los cerrojos echados, y un par de rejas enormes de hierro, una grotesca adición a la fachada, se hallaban cerradas con un candado delante de las puertas.

—¿Qué tal se te da el allanamiento de morada? —le preguntó Cal a Suzanna.

—Bastante mal —repuso la muchacha—. Pero aprendo con rapidez.

Cruzaron la calle Jamaica para inspeccionar el lugar más de cerca. No hubo necesidad de fingir inocencia; no había pasado ningún peatón por la calle desde que ellos llegaran, y el tráfico era mínimo.

—Tiene que haber alguna forma de entrar ahí —dijo Suzanna—. Tú ve por ese lado hasta la parte de atrás. Yo miraré por este otro.

—Muy bien. Nos encontraremos en la parte de atrás.

Se separaron. Mientras que el camino que había tomado Cal se hallaba envuelto en sombras, el de Suzanna estaba expuesto a la brillante luz del sol. De modo que ella se sorprendió a sí misma anhelando que apareciera alguna nube en el cielo. El calor estaba haciendo que le cantara la sangre, como si estuviera sintonizada con alguna emisora de radio extraterrestre cuyas melodías le silbasen alrededor del cráneo.

Mientras Suzanna escuchaba las melodías, Cal apareció dando la vuelta a la esquina; la sobresaltó.

—He encontrado una entrada —le informó; y condujo a Suzanna hasta lo que en otro tiempo había sido una salida de emergencia del cine. También estaba cerrada con un candado, pero tanto éste como la cadena que lo sujetaba se encontraban muy oxidados. Cal ya se había hecho con un pedazo de ladrillo, y con él se puso ahora a golpear la cerradura. Varios fragmentos de ladrillo salieron volando en todas direcciones, pero al cabo de una docena de golpes la cadena se rindió. Cal apoyó un hombro contra la puerta y empujó. Se produjo un estruendo en la parte de dentro al volcarse un espejo y otros varios objetos que estaban apilados contra la puerta; pero consiguió abrir un hueco que, aunque resultara un poco justo, era lo bastante grande como para poder pasar por él.

2

El interior del edificio era una especie de purgatorio en el que miles de objetos domésticos —sillones, armarios, lámparas grandes y pequeñas, cortinas, alfombras— esperaban el Juicio apiladas unas encima de otras formando una polvorienta desgracia. El lugar apestaba a todos aquellos objetos que contenía; a objetos reclamados por la carcoma, la podredumbre o deteriorados por el puro uso; a cosas que un día habían sido de buena calidad y que ahora estaban tan gastadas a causa del tiempo que ni siquiera los fabricantes les habrían dado cabida en sus propias casas.

Y bajo aquel olor de decrepitud se percibía algo más amargo y más humano. El olor a sudor, quizá, absorbido por los tablones del lecho de un enfermo, o el de la pantalla de una lámpara que hubiese estado encendida toda la noche por alguien que no había llegado a ver la mañana. No era aquél un lugar para entretenerse.

Volvieron a separarse, por mor de la rapidez.

—Si ves algo que te parezca prometedor —le dijo Cal—, dame un grito.

Ahora Cal se encontraba eclipsado entre varios montones de muebles.

El silbido que Suzanna tenía en el interior del cráneo no cesó una vez que se quitó del sol; al contrario, empeoró. Puede que fuera la enormidad de la tarea que tenía delante lo que hacía que la cabeza le diera vueltas, como si aquello fuese una búsqueda imposible procedente de algún cuento de hadas, como si buscase una partícula de magia en medio de la desolación y la decadencia.

Aquel mismo pensamiento, aunque formulado de forma diferente, estaba pasándole a Cal por la cabeza en el mismo instante. Cuanto más buscaba, más dudaba de su memoria. A lo mejor no había sido el almacén de Gilchrist el que los tipos de las mudanzas habían nombrado; o quizá aquellos hombres habían decidido que las ganancias que les reportaría llevar la alfombra hasta allí no merecían la pena hacer el esfuerzo.

Al doblar una esquina oyó un sonido semejante al de unos arañazos que procedía de la parte de atrás de un montón de muebles.

—¿Suzanna? —llamó. La palabra salió y regresó sin respuesta alguna.

El ruido se había desvanecido, pero le había provocado a Cal una oleada de adrenalina que le recorrió el organismo. Cal apresuró el paso y se encaminó a la siguiente montaña de mercancías y enseres. Incluso antes de encontrarse a una distancia de aproximadamente cinco metros de la misma, sus ojos ya se habían fijado en la alfombra enrollada que estaba casi oculta debajo de media docena de sillas de comedor y una cómoda. Todos aquellos objetos carecían de la etiqueta que mostraba el precio, lo cual indicaba que eran recientes adquisiciones todavía sin clasificar.

Se puso de rodillas y tiró del borde de la alfombra, en un intento por ver el dibujo. La cenefa estaba estropeada y el tejido desgastado. Al tirar notó que algunas hebras se soltaban. Pero pudo ver lo bastante para confirmar lo que sus entrañas ya sabían: que aquélla era la alfombra de la calle Rue, la alfombra que Mimi Laschenski había vivido y muerto protegiendo; la alfombra de la Fuga.

Se puso en pie y empezó a deshacer el montón de sillas completamente sordo al ruido de pasos que se le acercaban por la espalda.

3

La primera cosa que Suzanna vio fue una sombra en el suelo. Alzó la mirada.

Un rostro apareció entre dos armarios, pero sólo para desaparecer de nuevo antes de que ella pudiera llamarlo por su nombre.

¡Mimi! Era Mimi.

Suzanna se acercó a los armarios. No había ni rastro de nadie. ¿Estaría empezando a perder la cordura? Primero había sentido aquel estruendo dentro de la cabeza y ahora tenía alucinaciones.

Y sin embargo, ¿por qué estaban allí si no creían en los milagros? La duda de Suzanna se ahogó en una súbita oleada de esperanza; la esperanza de que los muertos de algún modo pudieran romper el sello que cerraba el mundo invisible y volver entre los vivos.

Pronunció en voz baja el nombre de su abuela. Y se le concedió una respuesta. No con palabras, sino en forma de aroma de agua de lavanda. A cierta distancia a su izquierda, por un pasillo formado por cajas de té amontonadas, una bola de pelusa rodó y se quedó quieta. Suzanna se acercó a la bola, o más bien a la fuente de donde procedía la brisa que había hecho rodar a aquélla, y el aroma se fue haciendo más intenso a cada paso que daba.

4

—Eso es de mi propiedad, según creo —dijo la voz a espaldas de Cal. Éste se volvió. Shadwell estaba de pie a un par de metros. Llevaba la chaqueta desabrochada—. A lo mejor sería usted tan amable de apartarse, Mooney, y permitir que me lleve lo que es mío.

Cal deseó haber tenido la presencia de ánimo suficiente para ir armado a aquel lugar. No habría vacilado en apuñalar ahora a Shadwell en el ojo resplandeciente y proclamarse a sí mismo un héroe por haber sido capaz de hacerlo. Pero el hecho era que no disponía más que de sus manos desnudas. Tendría que arreglarse con ellas.

Dio un paso hacia Shadwell, pero al hacerlo el hombre se apartó. Había alguien de pie detrás de él. Una de las hermanas, sin duda; o sus bastardos.

Cal no aguardó para verlo, sino que se dio la vuelta y cogió una de las sillas que había amontonadas sobre la alfombra. Aquella acción provocó una pequeña avalancha de sillas que se esparcieron entre él y su enemigo. Arrojó la que él tenía en la mano hacia la indefinida forma que había tomado el lugar de Shadwell. Luego levantó del suelo una segunda silla y la arrojó hacia el mismo lugar que la primera; pero ahora el blanco había desaparecido entre aquel laberinto de muebles. Lo mismo había sucedido con el Vendedor.

Cal se volvió, con los músculos en tensión, y apoyó la espalda contra la cómoda con intención de moverla. Tuvo éxito; la cómoda se volcó hacia atrás, haciendo caer con ella varias otras piezas. Cal se alegró del estruendo que produjo; quizá atrajera la atención de Suzanna. Alargó los brazos para tomar posesión de la alfombra, pero al hacerlo notó que algo le sujetaba por detrás. Se vio pesadamente arrastrado lejos de su premio; una pequeña porción de alfombra se desgarró y se le quedó en la mano. Luego fue lanzado por los suelos.

Fue a parar contra una pila de cuadros y fotografías cuyos marcos estaban llenos de ornamentos; varios de los cuadros se volcaron y aplastaron. Cal quedó tumbado en medio de numerosos fragmentos de vidrio durante un momento, mientras recuperaba el aliento, pero lo que vio a continuación volvió a dejarle sin aliento. El hijo ilegítimo venía hacia él procedente de las tinieblas.

—¡Levántate! —le ordenó a Cal.

Éste no obedeció el mandato, pues tenía toda la atención puesta en el rostro que se encontraba ante él. No era el vástago de Elroy, aunque esta monstruosidad también poseía los rasgos de su padre. No; este hijo era suyo.

El horror que le había parecido ver surgiendo de la nana que oyera mientras yacía en la inmundicia del vertedero de basura había sido de lo más real. Las hermanas le habían extirpado su semilla, y aquella bestia que tenía la misma cara de Cal era la consecuencia.

No era un buen parecido. El cuerpo desnudo carecía por completo de vello, y tenía varias deformidades horribles —los dedos de una mano tenían dos veces la longitud normal, y los de la otra eran muñones de un centímetro, mientras que de las paletillas le brotaban protuberancias de materia como alas malformadas—, parodias, quizá, de los seres que envidiaba en sueños.

Estaba hecho más a la imagen y semejanza de su padre que las demás bestias; sin embargo, y al verse enfrentado a sí mismo, Cal titubeó.

Aquel titubeo fue suficiente; le dio a la bestia pie para actuar. Saltó contra él, agarrándolo por la garganta con aquella mano de dedos largos, que no poseía el más mínimo calor, al tiempo que le succionaba la boca con la suya como para robarle el aliento de los labios.

Intentaba el parricidio, no había duda de ello; el apretón no perdonaba. Cal notó que las piernas se le empezaban a debilitar; el hijo le permitió caer de rodillas, descendiendo hasta el suelo con él. Rozó con los nudillos los fragmentos de vidrio, e intentó torpemente coger uno, pero entre la mente y la mano el impulso cerebral perdió urgencia. El arma se le cayó de la mano.

En alguna parte, en algún lugar lleno de aliento y luz del que él se veía forzado violentamente a salir, oyó reír a Shadwell. Luego el sonido cesó, y Cal se encontró mirando fijamente su propio rostro, que le devolvía la mirada como si estuviese en un espejo corrupto. Los ojos, que a él siempre le habían gustado por el color pálido que poseían; la boca, que aunque de niño lo había avergonzado porque le parecía que era demasiado femenina, ahora la tenía entrenada para una módica severidad cuando la ocasión lo requería, y era, según le decían, capaz de esbozar una sonrisa vencedora. Las orejas grandes y salientes: orejas de comediante, en un rostro que garantizaba algo más pulcro…

Probablemente la mayoría de personas salían de este mundo con trivialidades por el estilo en la cabeza. Ciertamente así era para Cal.

Pensando en sus orejas, la resaca se apoderó de él y lo arrastró hacia abajo.

Sortilegio
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