VII.
SHADWELL EN LAS ALTURAS
—Bájame —le dijo el Vendedor a su montura, que tenía la espalda destrozada. Habían trepado por la inclinada ladera de una colina, la más alta que Shadwell había podido encontrar. La vista que se veía desde la cima era impresionante.
Norris no obstante, no tenía mucho interés en las vistas. Se sentó, respirando con dificultad, y apretó contra el pecho el tamborilero manco, dejando que Shadwell se alzase sobre un promontorio y admirase la panorámica iluminada por la luna que se extendía a sus pies.
El viaje hasta allí había proporcionado una hueste de vistas extraordinarias; los habitantes de aquella provincia, aunque estaban evidentemente emparentados con las especies del exterior de la Fuga, de algún modo habían conseguido cobrar nuevas formas gracias a la magia. ¿Cómo, si no, explicar la existencia de polillas de tamaño cinco veces mayor que una mano, que aullaban como gatos en celo desde las copas de los árboles? ¿O de las relucientes serpientes que había visto, colocadas como llamas en el nicho de una roca? ¿O del arbusto cuyos espinos sangraban sobre sus propias flores?
Tales novedades se encontraban por doquier. La exageración que Shadwell había ofrecido a sus clientes para tentarlos con la Subasta había resultado bastante pintoresca, pero a duras penas había conseguido acercarse a la realidad. La Fuga era, con mucho, más extraña de lo que cualquiera de sus palabras hubiese logrado sugerir; más rara, y más angustiosa.
Eso era lo que Shadwell sentía al mirar hacia abajo desde lo alto de la colina: angustia. Lo había ido invadiendo poco a poco durante el recorrido hacia aquel lugar, empezando como dispepsia y aumentando hasta el punto de hacerle sentir una especie de terror. Al principio había intentado no confesarse a sí mismo cuál era la causa que lo producía, pero era tal la fuerza de aquel sentimiento que ya no lo podía negar.
Era codicia lo que le había nacido en el vientre; la única sensación que ningún auténtico Vendedor podía permitirse nunca. Trató de sacar el mejor partido del dolor contemplando el paisaje y lo que contenía en términos estrictamente comerciales. ¿Cuánto podría pedir por aquel huerto? ¿Y por las islas de aquel lago? ¿Y por las polillas? Pero por una vez aquella técnica le falló. Miro hacia la Fuga y cualquier tipo de pensamiento comercial se evaporó.
De nada servía esforzarse. Tenía que admitir el hecho amargo: había cometido un terrible error al tratar de vender aquel lugar.
Nunca se le podría poner precio a aquella profusión enloquecedora; ningún postor, por muy acaudalado que fuera, tenía recursos para adquirirla.
Y allí estaba él, contemplando a sus pies la más grande colección de milagros que el mundo hubiese visto nunca, con todas las ambiciones de mandar despóticamente sobre príncipes evaporadas.
Una nueva ambición había venido a sustituir a aquélla. Él mismo sería un príncipe. Más que un príncipe.
He ahí un país extendido ante él. ¿Por qué no había de ser el Rey?