XIII.
UNA MIRADA FUGAZ

1

Shadwell no había dormido bien; pero ya suponía que los aspirantes a deidad rara vez consiguen dormir bien. Con la divinidad a todos les llega una gran carga de responsabilidad. ¿Había, pues, de sorprenderse de que sus sueños fueran intranquilos?

Sin embargo estaba seguro, desde que estuvo en la torre de vigilancia estudiando el Manto del Torbellino, de que no tenía nada que temer. Podía sentir el poder oculto detrás de aquella nube llamándolo por su nombre, invitándole a entrar en su abrazo y transformarse.

No obstante, un poco antes del amanecer, cuando se disponía a dejar el Firmamento, Shadwell recibió inquietantes noticias: las fuerzas de Hobart instaladas en Nadaparecido habían sido diezmadas por ciertos encantamientos que habían hecho de la mayor parte de los hombres unos lunáticos. Ni siquiera Hobart se veía completamente libre de aquella infección. Cuando el inspector llegó, una hora después del mensajero, tenía el aire de un hombre que ya no estaba muy seguro de poder confiar en si mismo.

Las noticias que llegaban desde otros lugares eran mejores. Dondequiera que las fuerzas del Profeta se habían enfrentado a la población nativa en combate natural, habían logrado el triunfo. Sólo cuando los soldados habían fracasado en su intento de actuar con rapidez, los Videntes habían podido encontrar una ventana a través de la cual lanzar sus encantamientos, y cuando habían tenido oportunidad de hacerlo los resultados habían sido los mismos que en Nadaparecido: los hombres o bien habían perdido la cabeza, o bien se habían despertado de su celo evangélico y se habían unido al enemigo.

Ahora ese enemigo se estaba congregando en el Brillo Estrecho, avisado por los rumores o por encantamientos de que el Profeta intentaba abrir brecha en el Torbellino, y se disponía a defender la integridad del mismo hasta la muerte. Había varios centenares de personas, pero no lograban constituir un ejército. Según todos los informes no eran más que una colección de ancianos, mujeres y niños desarmados y desorganizados. El único problema que presentaban para diezmarlos era el ético. Pero Shadwell había decidido, al abandonar su séquito el Firmamento para dirigirse al Torbellino, que aquella clase de nimiedades morales estaban ahora muy por debajo de él. El mayor crimen, con gran diferencia, sería ignorar la llamada que había oído desde más allá del Manto.

Cuando llegase el momento, que no estaba muy lejano, el Profeta convocaría a los ilegítimos y les permitiría devorar al enemigo, niños incluidos. No faltaría a su deber.

La Divinidad lo llamaba, y él acudía con pies ligeros a adorar ante su propio altar.

2

La sensación de bienestar físico y espiritual que Cal había experimentado al despertar en la Montaña de Venus no disminuyó cuando él y De Bono se dirigieron pendiente abajo hacia el Firmamento. Pero el buen humor se vio pronto echado a perder por la agitación que flotaba en el paisaje a su alrededor; una angustiosa pero indefinida ansiedad que estaba presente en cada hoja y en cada brizna de hierba. Cualquier retazo de trino de pájaros que pudiera haber allí sonaba estridente; era más alarma que música. Hasta el aire zumbaba alrededor de la cabeza de Cal, como si por primera vez estuviera vivo para las noticias que el aire transportaba.

Malas noticias sin duda. Aunque no había demasiadas cosas nuevas que ver. Algún que otro rescoldo de incendio, y hasta estos signos de lucha desaparecieron a medida que se iban acercando al propio Firmamento.

—¿Esto es? —quiso saber Cal cuando De Bono lo condujo por entre los árboles hacia un alto, aunque en verdad nada excepcional, edificio.

—Esto es.

Todas las puertas estaban abiertas; no se percibía ruido ni movimiento alguno en el interior. Rápidamente examinaron el exterior buscando alguna señal de la ocupación de Shadwell; pero no había ninguna visible.

Tras dar un rodeo al edificio. De Bono expresó en voz alta lo que Cal había estado pensando.

—Es inútil que nos esperemos aquí fuera. Tenemos que entrar.

Con el corazón martilleándoles, subieron los peldaños y entraron.

Cal había sido advertido de que esperase algún milagro, y no quedó decepcionado. Cada habitación por la que asomó la cabeza le mostró nueva gloria en baldosas, ladrillos y pintura. Pero eso era todo; sólo milagros.

—Aquí no hay nadie —le aseguró De Bono cuando hubieron terminado un completo registro del piso inferior—. Shadwell se ha marchado.

—Voy a mirar arriba —le dijo Cal.

Salvaron el tramo de escaleras y se separaron para hacer el trabajo con mayor rapidez. Al final de un pasillo Cal descubrió una habitación cuyas paredes estaban astutamente cubiertas con fragmentos de espejos que reflejaban al visitante de tal modo que parecía verse a sí mismo detrás de las paredes, en un lugar lleno de bruma y sombra, atisbando hacia el exterior entre los ladrillos. Aquello resultaba ya bastante extraño; pero por algún otro dispositivo —cuyo mecanismo Cal no alcanzaba a comprender— le daba la impresión de no encontrarse solo en aquel otro mundo sino de estarlo compartiendo con un gran surtido de animales —gatos, monos y peces voladores— a todos los cuales por lo visto había engendrado su propio reflejo, porque todos tenían la misma cara que él. Se echó a reír al ver aquello, y todos, incluidos los peces, se echaron a reír también.

Naturalmente, no oyó a De Bono, que lo estaba llamando, hasta que las risas se apagaron; lo llamaba con gritos impacientes. De mala gana Cal abandonó aquella habitación y se fue en busca del equilibrista.

La llamada procedía de la parte superior de otro tramo de escaleras.

—Ya te oigo —le gritó a De Bono, y empezó a subir. El ascenso resultó largo, pues las escaleras estaban muy pendientes, pero fue a dar al interior de una habitación en lo alto de una torre de vigilancia. La luz se derramaba por las ventanas que había por todas partes, pero el brillo no pudo quitarle de la cabeza la idea de que aquella habitación había conocido horrores; y no hacía mucho tiempo. Fuera lo que fuese aquello que la habitación había presenciado, De Bono tenía algo aún peor que mostrarle.

—He encontrado a Shadwell —anunció haciéndole un gesto con la cabeza a Cal para que se acercase.

—¿Dónde?

—En el Brillo Estrecho.

Cal atisbo por la ventana contigua a la de De Bono.

—Por ésa no —le dijo el otro—. Ésta te lo enseña más de cerca.

Una ventana telescópica; y a través de ella, una escena que le aceleró el pulso a Cal. El telón de fondo: la hirviente nube del Manto; el tema: una masacre.

—Va a abrir brecha en el Torbellino —le dijo De Bono.

Estaba claro que no había sido sólo el conflicto lo que había hecho palidecer al joven; era también la idea de un acto como aquél.

—¿Por qué querría hacer una cosa así?

—Es un Cuco, ¿no? —fue la respuesta de De Bono—. ¿Qué otra razón necesita?

—Entonces tenemos que detenerlo —dijo Cal aparrando la mirada de la ventana y encaminándose otra vez hacia las escaleras.

—La batalla ya está perdida —le informó De Bono.

—No voy a quedarme aquí parado mirando cómo Shadwell ocupa hasta el último centímetro de la Fuga. Iré tras él, si hace falta.

De Bono miró a Cal con una mezcla de enojo y desesperación en el rostro.

—No puedes —le dijo—. El Torbellino es territorio prohibido hasta para nosotros. Allí hay misterios sobre los que ni siquiera los Videntes pueden poner los ojos.

—Pero Shadwell va a entrar.

Exacto —convino De Bono—. Shadwell va a entrar. ¿Y sabes qué ocurrirá? El Torbellino se revolverá. Se destruirá a sí mismo.

—Dios mío…

—Y si lo hace, la Fuga se romperá por las costuras.

—Entonces, o lo detenemos o moriremos.

—¿Por qué los Cucos siempre lo reducen todo a elecciones tan simples?

—No lo sé. Ahí me has pescado. Pero mientras tu lo piensas, ahí tienes otra elección simple: ¿vienes o te quedas?

—Maldito seas, Mooney.

—¿Entonces vienes?

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