IV.
SHADWELL

El Vendedor había salido huyendo del Torbellino al comenzar la primera disolución de la Fuga en el exterior.

Por eso su huida no sólo no había sido obstaculizada, sino que tampoco había sido vista. Con la patria haciéndoseles pedazos por todas partes, nadie prestó la menor atención a aquella figura mugrienta y manchada de sangre que se alejaba dando tumbos en medio de la total confusión.

Sólo en una ocasión se vio obligado a detenerse y a buscar un lugar en medio de aquel caos donde poder dar rienda suelta a sus náuseas. El vómito le salpicó los zapatos, en otro tiempo de primera calidad, y empleó unos momentos más en limpiárselos con un puñado de hojas, que empezaron a evaporársele en las manos nada más empezar.

¡Magia! ¡Cómo le repugnaba ahora! La Fuga le había seducido mañosamente con sus promesas. Se había pavoneado delante de Shadwell con aquellos presuntos encantamientos suyos hasta que él —que no era más que un pobre Cuco— se había visto cegado por completo. Luego le había hecho bailar a un alegre son. Le había hecho cubrirse con una piel prestada; le había obligado a engañar y a manipular. Y todo por amor a aquellas mentiras. Pues mentiras es lo que eran, ahora lo comprendía. En el momento en que él había tendido los brazos para abrazar el premio, éste se había evaporado, denegándole la posesión y dejándolo aparecer como culpable ante los demás.

El hecho de que hubiera tardado tanto en darse cuente de cómo había sido utilizado, era una prueba positiva de su inocencia en todo aquel asunto. No había pretendido hacer ningún mal a seres vivos; sólo había querido llevar la verdad y la estabilidad a un lugar dolorosamente deficiente en ambas cosas. Y a cambio de tales esfuerzos le habían engañado y se habían confabulado en su contra. ¿De qué podía pues, acusarlo a él la Historia, aparte de ingenuidad, un pecado perdonable? No, los verdaderos villanos de aquella tragedia eran los Videntes, los que manejaban encantamientos y sinrazón. Éstos eran quienes habían tergiversado la benigna ambición que lo movía a él, y así habían invitado a aquellos horrores a caer sobre todos ellos. Una funesta espiral de destrucción que había acabado, en el Torbellino, con él como víctima de las circunstancias empujado al asesinato.

Recorrió todo el camino de salida a través de la Fuga en descomposición, y comenzó a escalar alejándose del valle. El viento era más limpio en las laderas, y ello lo avergonzó. Él hedía a miedo y a frustración mientras que el viento olía a mar. Inhalando, comprendió que en tal limpieza yacía su única esperanza de cordura.

Asqueado por la condición en que se hallaba se despojó de la chaqueta ensangrentada. Era un excremento: corrupto y corruptor. Al aceptarla de manos de la Hechicera había cometido su primer error, pues de allí habían brotado todos los subsiguientes malos manejos. Lleno de repugnancia, intentó rasgar el forro, pero éste se resistió, así que se limitó a hacer un envoltorio con la chaqueta y luego la lanzó al aire bien alto. La prenda se elevó un poco para luego volver a caer, dando vueltas por una ladera rocosa y levantando a su paso una pequeña avalancha de guijarros. Cuando se detuvo quedó extendida como un suicida sin piernas. Por fin estaba donde le correspondía al principio: en medio del polvo.

Pensó que los Videntes también deberían estar en el mismo lugar. Pero ellos eran supervivientes. Llevaban el engaño en la sangre. Aunque su territorio había sido destruido, a Shadwell no le extrañaría que todavía les quedaran uno o dos trucos más guardados en la manga. Mientras vivieran aquellos profanadores, él no descansaría tranquilo en la cama. Habían conseguido hacer de él un tonto y un carnicero, y no gozaría de paz hasta que el último de ellos cayese abatido.

De pie sobre la colina, mirando hacia el valle que se extendía allá abajo, sintió una nueva racha de determinación. Había sido engañado y humillado, pero por lo menos estaba vivo. La batalla aun no había terminado.

Aquellos monstruos tenían un enemigo. Immacolata había soñado a menudo con él, y había hablado del desierto donde residía.

El Azote, lo llamaba ella.

Si Shadwell pensaba destruir a todos los Videntes iba a necesitar un aliado. ¿Y qué mejor aliado que aquel poder sin nombre del que se habían estado escondiendo desde hacía un montón de tiempo?

Ya no podrían volver a esconderse nunca más. No tenían tierra donde ocultarse. Si él lograba encontrar al Azote —y despertarlo, y hacerle salir del desierto—, los barrerían de la existencia de un golpe.

El Azote, Le gustaba poderosamente el sonido de aquella palabra.

Pero todavía le gustaba más el silencio que vendría cuando sus enemigos se vieran convertidos en cenizas.

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