V.
UNA PAZ FRÁGIL

1

Cal se alegró de poder dormir un rato; de encontrarse a gusto en el abrazo de manos amables y palabras amables. Las enfermeras iban y venían; un médico también le sonreía y le decía que todo iría bien, mientras De Bono, al lado de aquel hombre, asentía y sonreía a su vez.

Una noche más tarde se despertó y encontró que Suzanna estaba con él en la habitación pronunciando palabras que Cal no alcanzaba a oír, pues se sentía demasiado débil. Se durmió, feliz de que la muchacha estuviera cerca, pero cuando volvió a despertar, Suzanna ya no estaba. Preguntó por ella, y también por De Bono, y le dijeron que ya volverían, y que no tenía que preocuparse. «Duerma —le dijo la enfermera—. Duerma, y cuando se despierte, todo estará bien». Cal se daba cuenta vagamente de que aquel mismo consejo había fallado con alguien que él conocía y amaba, pero su mente drogada no recordaba bien de quién se trataba. Así que hizo lo que le decían.

Fue un dormir cargado de sueños, en muchos de los cuales Cal tenía un papel protagonista, aunque no siempre dentro de su propia piel. A veces era un pájaro; a veces un árbol, con las ramas cargadas de frutos cada uno de los cuales era un pequeño mundo. Otras veces era el viento, o algo como viento, y recorría, invisible pero fuerte, paisajes formados por rostros vueltos hacia arriba —rostros de roca, rostros de flores— y torrentes en los cuales conocía por su nombre a cada uno de los peces plateados que había en ellos.

Y en ocasiones soñaba que estaba muerto; flotaba en un océano infinito de leche negra, en tanto que presencias invisibles, aunque poderosas, inquietaban a las estrellas en lo alto y las lanzaban describiendo largos arcos que cantaban al caer.

Siendo aquella muerte cómoda como era, Cal sabía que sólo estaba soñando, complaciendo la fatiga. Pronto llegaría el momento en que tendría que volver a despertarse.

Cuando lo hizo, Nimrod se encontraba al lado de la cama.

—No tienes que preocuparte —le dijo a Cal—. No te harán ninguna pregunta.

Cal tenía la lengua estropajosa, pero consiguió decir:

—¿Cómo lo has logrado?

—Un pequeño encantamiento —le indicó sin sonreír—. Todavía consigo engañar de vez en cuando.

—¿Cómo va todo?

—Mal —fue la respuesta de Nimrod—. Todos están lamentándose. A mí no me gusta lamentarme en público, así que no soy popular.

—¿Y Suzanna?

Nimrod puso una expresión equívoca.

—A mí me cae bien esa mujer —dijo—. Pero está teniendo problemas con las Familias. Cuando no están lamentándose, discuten unos con otros. Me pone malo el ruido que hacen. A veces pienso en irme a buscar a Marguerite. Y olvidarme de que alguna vez fui un Vidente.

—No puedes hacerlo.

—Mírame. No sirve de nada ponerse sentimental, Cal. La Fuga ha desaparecido; de una vez y para siempre. Bien podríamos sacar el mejor provecho de todo ello. Unirnos a los Cucos; lo pasado, pasado. Buen Dios, ni siquiera notarán nuestra presencia. En estos tiempos que corren hay cosas mucho más raras que nosotros en el Reino. —Señaló hacia el televisor que había en un rincón de la habitación—. Cada vez que lo enciendo hay algo nuevo. Algo diferente. A lo mejor hasta me voy a América. —Se quitó las gafas de sol. Cal se había olvidado de lo extraordinarios que eran los ojos de aquel hombre—. A Hollywood bien podría interesarle un hombre con mis atributos —concluyó.

A pesar de la callada desesperación de Nimrod, Cal no pudo por menos que sonreír al oír aquello. Y, desde luego quizá el hombre estuviera en lo cierto; quizá a los Videntes no les quedase ya otra elección que entrar en el Reino y hacer las paces en la medida de lo posible.

—Tengo que irme —le estaba diciendo Nimrod—. Esta noche hay una gran asamblea. Todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión. Lo más probable es que estemos hablando toda la noche. —Se encaminó hacia la puerta—. Pero no me iré a California sin despedirme —comentó. Y dejó solo al paciente.

2

Pasaron dos días y no vino nadie. Cal mejoraba con rapidez; y por lo visto el encantamiento que Nimrod había puesto en el personal, fuera cual fuese, los había distraído de llevar a la Policía informe alguno acerca de la naturaleza de la herida del paciente.

La tarde del tercer día Cal se dio cuenta de que se encontraba mucho mejor, porque se estaba poniendo inquieto. La televisión —el nuevo amor de Nimrod— no emitía más que seriales de ínfima categoría y una película muy mala. Esta última, la menor de las dos vulgaridades, es la que estaba sintonizada cuando se abrió la puerta y una mujer vestida de negro entró en la habitación. A Cal le costó unos momentos reconocer a su visitante como Apolline.

Antes de que pudiera darle la bienvenida, ella dijo:

—No hay tiempo para hablar, Calhoun… —Y acercándose a la cama le entregó un paquete a Cal—. ¡Cógelo!

Él así lo hizo.

—Tengo que marcharme en seguida —continuó Apolline; la expresión del rostro se le suavizó al mirarle—. Pareces cansado, hijo mío —le dijo—. ¡Tómate unas vacaciones!

Y con aquel consejo se retiró hacia la puerta.

—¡Espera! —la llamó Cal.

—¡No hay tiempo! ¡No hay tiempo! —exclamó Apolline; y se marchó.

Cal le quitó el cordel y el papel marrón al regalo, y descubrió dentro el libro de cuentos de hadas que Suzanna había encontrado en la calle Rue. Junto con el mismo, había una nota garabateada. La leyó.

Cal:

Guárdame esto, ¿quieres? No lo pierdas nunca de vista. Nuestros enemigos siguen aún entre nosotros. Cuando los tiempos sean más seguros iré a reunirme contigo.

Haz esto por nosotros.

Un beso,

SUZANNA

Cal leyó la nota una y otra vez, conmovido mas allá de lo expresable con palabras por el modo en que ella se despedía: «Un beso».

Pero lo que le confundían eran las instrucciones que Suzanna le daba: el libro parecía un volumen normal y corriente, con la encuadernación rota y las páginas amarillentas. El texto estaba escrito en alemán, idioma del cual él no tenía ni la más mínima noción. Incluso las ilustraciones eran oscuras y estaban llenas de nombres, y Cal ya tenía sombras suficientes para que le hicieran daño toda la vida. Pero si Suzanna quería que guardase el libro a salvo, así lo haría. Ella era sabia, y Cal sabía bien que no tenía que tomarse las instrucciones de la muchacha a la ligera.

3

Tras la visita de Apolline no vino nadie más. Cal no se sorprendió por ello. La mujer se había comportado ton gran impaciencia, y aún más impaciencia se notaba en la carta de Suzanna. «Nuestros enemigos siguen aún entre nosotros», había escrito. Y si ella escribía eso, es que era cierto.

Lo dieron de alta al cabo de una semana, y Cal regresó otra vez a Liverpool. Pocas cosas habían cambiado. La hierba seguía negándose a crecer en la tierra chamuscada donde Lilia Pellicia había muerto; los trenes seguían corriendo hacia el Norte y hacia el Sur; los perros de porcelana china del comedor seguían buscando a su amo, y aquella atenta vigilancia sólo se veía recompensada por el polvo.

También había polvo en la nota que Geraldine le había dejado sobre la mesa de la cocina, una breve misiva en la que decía que hasta que Cal aprendiera a comportarse como un ser humano responsable, no esperase volver a verla.

Había varias cartas más aguardándole: una del jefe de la sección de su empresa, preguntándole dónde demonios estaba y afirmando que, si deseaba conservar el empleo, sería mejor que diera alguna explicación de su ausencia a vuelta de correo. La carta estaba fechada el día 11. Ahora ya estaban a 25. Cal supuso que se había quedado sin empleo.

Pero en el fondo no se encontraba demasiado preocupado por estar en paro; ni, desde luego, por la ausencia de Geraldine. Quería estar solo; deseaba tener tiempo para pensar en todo lo que había ocurrido. Y además, lo que era muy significativo, le resultaba difícil experimentar sentimientos acerca de cualquier cosa. A medida que pasaban los días e intentaba reanudar su vida normal, se dio cuenta rápidamente de que el tiempo que había pasado dentro del Torbellino le había dejado herido en más de un aspecto. Era como si las fuerzas desatadas en el Templo se hubieran abierto camino dentro de él y hubiesen dejado un pequeño yermo allí donde antes habían tenido cabida las lágrimas y el pesar.

Hasta el poeta permanecía en silencio. Aunque Cal todavía podía recordar los versos de Mooney el Loco de memoria, ahora eran sólo sonidos para él; no lograban conmoverlo.

Sólo había un consuelo en todo eso: que quizá su recién descubierto estoicismo fuera más apropiado para la función de bibliotecario solitario. Permanecería vigilante, pero no preveía nada, ni desastre ni revelación.

Todo esto no quería decir que fuese a dejar de mirar el futuro. Cierto, no era más que un Cuco: asustado, cansado y solo. Pero así, al fin y al cabo, estaban la mayoría de los miembros de su tribu; ello no significaba que todo estuviera perdido. Mientras aún fueran capaces de conmoverse por un acorde menor, o de sufrir una crisis de lágrimas por alguna escena de amantes reunidos; mientras hubiera lugar en sus cautos corazones para los juegos de azar y para reírse en la cara de Dios, seguramente ello sería suficiente para salvarlos en el último momento.

Si no, no habría esperanza alguna para ningún ser vivo.

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