V.
LAS HORAS PASAN
1
Y él seguía sin volver.
Eran las tres y media de la madrugada. Suzanna había permanecido de pie junto a la ventana mientras se iba haciendo tarde; estuvo mirando a los borrachos que pasaban alborotando y a dos putas inverosímiles que ejercían aquel desesperado comercio suyo hasta que un vehículo de la Policía pasó por allí y, o bien las arrestaron, o las contrataron. Ahora la calle se hallaba desierta, y lo único que ella podía mirar eran los semáforos que cambiaban en los cruces de las calles —verde, ámbar, rojo, verde— sin que pasase vehículo alguno en ninguna de las dos direcciones. Y él seguía sin volver.
Suzanna estuvo barajando una gran variedad de explicaciones. Que la reunión no hubiese terminado aún y que Jerichau no pudiera escabullirse sin levantar sospechas; que hubiera encontrado a algunos amigos suyos entre el público y estuviese charlando con ellos de los viejos tiempos. Que esto; que aquello. Pero ninguna de las excusas que se le ocurrían acababan de convencerla. Algo andaba mal. Ella y el menstruum lo sabían.
No habían trazado ningún plan para el caso de que surgieran imprevistos, lo cual había sido una tontería. Suzanna se preguntaba una y otra vez cómo era posible que hubiesen sido tan estúpidos. Ahora se había quedado sola, paseándose por aquella estrecha habitación sin saber qué hacer, qué sería lo mejor; sin querer marcharse por si acaso Jerichau regresaba y descubría que ella acababa de marcharse, pero al mismo tiempo temiendo quedarse por si a él lo hubiesen capturado y en aquel preciso momento le estuvieran dando una paliza para obligarlo a decir dónde podían encontrarla a ella.
Hubo un tiempo en que, en cualquier ocasión como aquélla, Suzanna habría esperado lo mejor. Un tiempo en que se hubiera contentado con la idea de que él regresaría al cabo de un rato, y se hubiera quedado esperándolo pacientemente. Pero la experiencia le había hecho cambiar el modo de ver las cosas. La vida no era así.
A las cuatro y cuarto empezó a hacer el equipaje. El mero hecho de aceptar que las cosas habían salido mal, que ella y el tejido estuvieran en peligro, hizo que la adrenalina le afluyera en abundancia. A las cuatro y media empezó a trasladar la alfombra hasta el piso de abajo. Fue una tarea larga y molesta, pero en aquellos últimos meses Suzanna había perdido cualquier vestigio de grasa, y haciendo aquel trabajo descubrió que tenía muchos músculos que nunca hubiese creído poseer. Y de nuevo el menstruum estaba con ella, un cuerpo de voluntad y luz que hacía posible solamente en minutos lo que de otro modo le hubiese costado horas.
Aun así, ya había un atisbo del alba en el cielo cuando Suzanna echó las maletas (había hecho también la de Jerichau) en la parte de atrás del coche. Él ya no iba a regresar, se dijo a sí misma. Algo lo había detenido, y si no se daba prisa la detendría también a ella.
Se esforzó por reprimir las lágrimas y se marchó en el coche, dejando tras sí otra cuenta de hotel sin pagar.
2
Quizá le hubiera producido a Suzanna cierta satisfacción el ver la cara de Hobart cuando, menos de veinte minutos después de que ella se hubiera marchado, el policía llegó al hotel que el prisionero había citado.
Jerichau había dejado caer muchas cosas mientras aquellas bestias se las veían con él; sangre y palabras en igual medida. Pero las palabras resultaban incoherentes; no más que un balbuceo del cual Hobart se esforzó por sacar algún sentido. El prisionero estuvo hablando de la Fuga, naturalmente, entre sollozos y quejidos; y también de Suzanna. «Oh, mi señora —no hacía más que decir—, oh, mi señora». Y luego vuelta a sollozar, Hobart lo dejó llorar, y sangrar, y llorar un poco más, hasta que aquel hombre estuvo cerca de la muerte. Luego le hizo una sencilla pregunta: «¿Dónde está tu señora?». Y el loco contestó, aunque su mente ya no supiera quién le hacía la pregunta o ni siquiera si la había contestado.
Y allí, en el lugar del que el prisionero había hablado, se encontraba ahora Hobart, de pie. Pero, ¿dónde estaba la mujer de sus sueños? ¿Dónde estaba Suzanna? Otra vez había conseguido marcharse; se había ido de allí a la chita callando; el picaporte de la puerta todavía estaba caliente y el umbral aún lloraba por su sombra.
Sin embargo esta vez había estado muy cerca. Casi la había atrapado. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar aún antes de poder coger la red, de una vez por todas, el misterio de la muchacha y tener entre los dedos la luz plateada de ella? Horas. Días a lo sumo.
—Casi mía —se dijo Hobart. Apretó el libro de cuentos de hadas contra el pecho, para que ninguna de las palabras allí contenidas pudiera escaparse, luego dejó la cámara de su dama para volver a emprender la cacería.