III.
VENDIENDO CIELO
—¿El señor Mooney? ¿El señor Brendan Mooney?
—El mismo.
—¿Tiene usted por casualidad un hijo llamado Calhoun?
—¿Y a usted qué le importa? —quiso saber Brendan. Luego, antes de que el otro pudiera contestar, añadió—: ¿No le habrá pasado nada?
El desconocido movió la cabeza negativamente, se apoderó de la mano de Brendan y se la estrechó moviéndola arriba y abajo vigorosamente.
—Es usted un hombre muy afortunado, señor Mooney, si me permite que se lo diga así de claro.
Aquello, Brendan lo sabía muy bien, era mentira.
—¿Qué quiere usted? —le preguntó—. ¿Vende algo? —Retiró la mano que el otro hombre continuaba estrechándole—. Sea lo que sea, no lo quiero.
—¿Vender? —dijo Shadwell—. Deseche esa idea. Yo doy, señor Mooney. Su hijo es un muchacho prudente. Me proporcionó el nombre de usted…, y ¡oh maravilla!, ha sido usted seleccionado por ordenador como destinatario de…
—Ya le he dicho que no lo quiero —le interrumpió Brendan, e intentó cerrar la puerta; pero el hombre ya había puesto el pie para impedirle cerrarla—. Por favor… —suspiró Brendan—, ¿quiere usted dejarme en paz? No quiero sus premios. No quiero nada.
—Pues eso hace de usted un hombre muy extraordinario —le dijo el Vendedor volviendo a abrir la puerta de par en par—. Puede que incluso único. ¿De veras no hay nada en el mundo que usted desee? Eso es extraordinario.
Desde la parte de atrás de la casa llegaban retazos de música, de una grabación de los «Grandes éxitos» de Puccini que le habían regalado a Eileen hacia varios años. Ella apenas la había escuchado, pero desde la muerte de su esposa Brendan —que en su vida había puesto el pie en un teatro de ópera y además se enorgullecía de ello— se había vuelto adicto al «Love Duet» de Madame Butterfly. Lo había puesto una y cien veces y siempre que lo oía le brotaban las lágrimas. Ahora lo único que deseaba hacer era volver a la música antes de que acabase. Pero el Vendedor seguía intentando convencerle.
—Brendan —le decía—. ¿Puedo llamarle Brendan…?
—No me llame nada.
El Vendedor se desabrochó la chaqueta.
—En serio, Brendan, usted y yo tenemos mucho de que hablar. De su premio, para empezar.
El forro de la chaqueta empezó a centellear, atrayendo la mirada de Brendan. Nunca en su vida había visto un tejido semejante a aquél.
—¿Está seguro de que no hay nada que usted quiera? —le preguntó el Vendedor—. ¿Absolutamente seguro?
El «Love Duet» había llegado a un pasaje distinto, en el que las voces de Butterfly y Pinkerton se urgían la una a la otra sobre nuevas confesiones de dolor. Brendan las oía aún, pero cada vez centraba más la atención en aquella chaqueta. Y sí, había algo que él quería.
Shadwell observó los ojos del hombre y vio la llama del deseo encendida. Nunca fallaba.
—Usted realmente está viendo algo, señor Mooney.
—Sí —admitió suavemente Brendan. Veía algo, y el gozo que experimentaba ante lo que veía le volvía más ligero el apesadumbrado corazón.
Eileen le había dicho una vez (cuando eran jóvenes y la mortalidad era solamente un modo de expresar la devoción que sentían el uno por el otro): «Si yo muero antes que tú, Brendan, encontraré algún modo de decirte cómo es el cielo. Te juro que lo haré». Entonces Brendan la había hecho callar a base de besos, y le había dicho que si ella moría, él también se moriría de pena.
Pero Brendan no había muerto, ¿no era cierto? Había vivido tres largos y vacíos meses, y más de una vez durante ese tiempo había recordado aquella frívola promesa de su esposa. Y ahora, justo cuando sentía que la desesperación lo iba a deshacer por completo, allí, en el umbral de su casa, se encontraba a aquel mensajero celestial. Una rara elección, quizá, la de aparecer bajo la forma de un vendedor, pero sin duda el Serafín tendría sus motivos.
—¿Quiere usted lo que ve, Brendan? —le preguntó el visitante.
—¿Quién es usted? —dijo Brendan jadeando, presa de un temor reverencial.
—Me llamo Shadwell.
—¿Y ha traído esto para mí?
—Naturalmente. Pero si usted decide aceptarlo, Brendan, debe usted comprender que se le cobrará un pequeño precio por los servicios.
—Lo que usted diga —repuso Brendan.
—Puede que solicitemos su ayuda, por ejemplo, y usted estará obligado a proporcionárnosla.
—¿Necesitan ayuda los ángeles?
—De vez en cuando.
—Entonces cuente con ella —repuso Brendan—. Me sentiré muy honrado de hacerlo.
—Muy bien. —El Vendedor sonrió—. En ese caso, por favor —se abrió más la chaqueta—, sírvase usted mismo.
Brendan sabía cómo olería la carta de Eileen, así como el tacto que tendría, antes de tenerla en las manos. No le decepcionó. Era cálida, como esperaba, y un perfume de flores persistía en ella, envolviéndola. La había escrito en un jardín, sin duda; en el jardín del Edén.
—Bueno, señor Mooney. Tenemos un trato, ¿de acuerdo?
El «Love Duet» había terminado, y la casa, detrás de Brendan, se hallaba silenciosa. Apretó la carta contra el pecho, temeroso aún de que todo aquello fuera un sueño y despertarse de él con las manos vacías.
—Lo que usted quiera —dijo, desesperado ante la idea de que le arrebataran aquella salvación.
—Dulzura y luz —fue la sonriente respuesta de Shadwell—. Eso es todo lo que desea un hombre prudente, ¿no es así? Dulzura y luz.
Brendan lo escuchaba sólo a medias. Recorrió con los dedos la carta de un extremo al otro. En la parte delantera el sobre llevaba puesto su nombre, que estaba escrito con la cauta letra de Eileen.
—Así que, señor Mooney… —dijo el Serafín—, hábleme de Cal.
—¿De Cal?
—¿Puede decirme dónde encontrarlo?
—Está en una boda.
—Una boda. Ya. ¿Podría usted, quizá, proporcionarme la dirección?
—Sí. Desde luego.
—Tenemos también un regalito para Cal. Es un hombre con suerte.