CAPÍTULO LXXII
Azadeh se despertó sobresaltada. Por un instante le fue imposible recordar dónde estaba, luego pudo ver bien el cuarto.., pequeño, miserable, con dos ventanas, el duro colchón de paja en la cama, sábanas y mantas limpias aunque ásperas... Y entonces recordó que se trataba del hotel de la aldea y que el día anterior, al ponerse el sol, y pese a sus protestas y deseos de quedarse junto a Erikki, la habían escoltado hasta él el comandante y un policía. El comandante había dado de lado todas sus excusas, insistiendo en que comiera con él en el minúsculo restaurante que se había quedado desierto tan pronto como ellos llegaron.
—Ni que decir tiene que ha de comer algo para conservar las fuerzas. Tome asiento, por favor. Pediré para su marido lo mismo que coma usted y haré que se lo lleven. ¿Le gustaría?
—Sí, por favor —dijo ella hablando también en turco. Luego se sentó, dándose cuenta de la amenaza implícita, y dispuesta a la lucha—. Puedo pagarlo.
Los gruesos labios del comandante se fruncieron apenas con una leve sonrisa.
—Como prefiera.
—Gracias, comandante Effendi. Por favor, ¿cuándo podremos irnos mi marido y yo?
—Eso lo discutiré mañana con usted, no esta noche. —Hizo una seña al policía para que montara guardia junto a la puerta—. Ahora podemos hablar inglés —dijo ofreciéndole un cigarrillo de una pitillera de plata.
—No, gracias, no fumo. Por favor, ¿cuándo me devolverán mis joyas, comandante Effendi?
El comandante cogió un cigarrillo y empezó a darle golpecitos sobre la pitillera mientras la observaba.
—Tan pronto como sea seguro. Me llamo Abdul Ikail, estoy destinado en Van y tengo bajo mi responsabilidad toda esta región, hasta la frontera. —Utilizó su encendedor, exhaló el humo sin apartar los ojos de ella—. ¿Ha estado antes en Van?
—No, nunca.
—Es un pequeño lugar sumido en el sopor. Lo era —se corrigió—, antes de la revolución de ustedes, aunque siempre la frontera ha ofrecido dificultades. —Volvió a inhalar profundamente el humo—. Gente indeseable de ambos lados, queriendo entrar o salir huyendo a través de la frontera. Contrabandistas, traficantes de drogas, traficantes de armas, ladrones, toda la carroña que usted pueda imaginar. —Lo había dicho con tono indiferente, puntuándolo con breves exhalaciones de humo. En la pequeña sala, el ambiente era denso y olía a cocina casera, a humanidad y a tabaco rancio. Azadeh se sentía abrumada por todo tipo de presagios. Jugueteaba con la correa del bolso en bandolera.
—¿Ha estado en Estambul? —le preguntó el comandante.
—Sí. Sí, una vez pasé allí unos cuantos días, cuando era pequeña. Fui con mi padre, tenía negocios allí y a mí me subieron a bordo de un avión para ir a un colegio en Suiza.
—Yo nunca he ido a Suiza. Fui a Roma en una ocasión en vacaciones. Estuve una vez en Bonn, siguiendo un cursillo de policía, y otra en Londres. Pero en Suiza, nunca.
Siguió fumando un momento, pensativo; luego, apagó el cigarrillo en un cenicero desportillado e hizo seña al propietario del hotel, que permanecía en pie, en actitud abyecta, junto a la puerta esperando a que pidiera. La comida era primitiva pero estaba buena, y les fue servida con inmensa y nerviosa humildad lo que contribuyó a que se sintiera más incómoda todavía. Era evidente que la aldea no estaba acostumbrada a tan augusta presencia.
—No tiene nada que temer, Lady Azadeh, no está en peligro —le dijo el comandante como si le hubiera leído el pensamiento—. Por el contrario, me siento muy contento de tener la oportunidad de hablar con usted. Es raro que una persona de su... de su calidad pase por estos lugares. —Durante toda la comida le estuvo preguntando paciente y cortésmente sobre Azerbaiján y el Khan Hakim, sin que por su parte dijera nada sobre el caso, negándose a referirse a Erikki o a lo que iba a pasar—. Lo que sucederá, sucederá. Haga el favor de contarme otra vez la historia.
—Pero si ya..., si ya lo he dicho, comandante Effendi. Es la verdad, no es una historia. Le he dicho la verdad y también lo ha hecho mi marido.
—Desde luego —repuso él comiendo con apetito—. Dígamelo otra vez, por favor.
Así que se lo dijo, temerosa, leyendo en sus ojos el deseo reflejado en ellos, aun cuando en todo momento se mostrara ceremonioso y circunspecto.
—Es la verdad —insistió Azadeh sin apenas tocar la comida que tenía delante, perdido ya el apetito—. No hemos cometido delito alguno, mi marido no ha hecho más que defenderse y defenderme a mí... ¡Lo afirmo ante Dios!
—Infortunadamente, Dios no puede testificar a favor de ustedes. Yo acepto cuanto ha dicho y también todo lo que cree. Por fortuna aquí vivimos más en este mundo, no somos fundamentalistas, aquí hay una separación entre el Islam y el Estado, ningún hombre se designa a sí mismo para intervenir entre nosotros y Dios, y sólo nos mostramos fanáticos cuando se trata de conservar nuestro estilo de vida tal como nosotros lo queremos..., y cuando tratan de imponernos las creencias o las leyes de otras gentes. —Calló, escuchando atentamente. Mientras se dirigía al restaurante con la luz que declinaba, había escuchado tiroteo en la lejanía y algunos morteros pesados. Ahora, en el restaurante en silencio, los oía de nuevo—. Quizá sean los kurdos defendiendo sus casas en las montañas. —Hizo un gesto de aversión—. Hemos oído decir que Jomeiny está enviando su Ejército y a los Green Bands contra ellos.
—Entonces es un nuevo error —dijo ella—. Eso es lo que dice mi hermano.
—Estoy de acuerdo. Mi familia es kurda. —Se puso en pie—. Un policía montará guardia durante toda la noche junto a su puerta, para protegerla —dijo con aquella extraña semisonrisa que tanto la perturbaba—. Para protegerla. Le ruego que permanezca en su habitación hasta que yo..., hasta que yo venga a buscarla o envíe a por usted. Portándose bien, ayudará a su marido. Que descanse.
De manera que se había retirado a la habitación que le destinaran y al ver que no tenía pestillo ni cerradura, colocó una silla debajo del picaporte. La habitación estaba fría, y helada el agua de la jarra. Se lavó y se secó, luego rezó, añadiendo una oración especial por Erikki, y se sentó en la cama.
Con minucioso cuidado sacó una aguja de sombrero de acero de quince centímetros, que llevaba oculta en el forro de su bolso de bandolera, y la contempló durante un segundo. La punta era afilada como la de una aguja y la cabeza pequeña aunque lo bastante grande para poder cogerla si llegara el caso de tener que asestar un golpe con ella. La metió debajo de la almohada como Ross le enseñara a hacerlo.
—No corres peligro alguno —le había dicho con una sonrisa—. Un atacante no la vería y tú puedes sacarla fácilmente. Una joven hermosa como tú siempre debería ir armada.
—Pero, Johnny, jamás sería capaz de utilizarla..., jamás.
—Lo harás cuando..., si..., si alguna vez llega el momento, y deberías estar preparada para hacerlo. Siempre que estés armada, sepas cómo utilizar el arma, cualquiera que sea, y aceptes el hecho de que acaso tengas que matar para protegerte, entonces nunca, absolutamente nunca, volverás a tener miedo. —Durante aquellos hermosos meses en las Tierras Altas le había enseñado a utilizarla—. Sólo tres o cuatro centímetros en el punto adecuado son más que suficiente, lo bastante letal.
Desde entonces siempre la había llevado consigo pero jamás hubo de utilizarla..., ni siquiera en la aldea. La aldea. «Deja la aldea para la noche, no para el día.»
Sus dedos rozaron la cabeza del arma. «Acaso esta noche —se dijo—. Insha'Allah! ¿Y qué pasaría con Erikki? Insha'Allah!» Y entonces recordó a Erikki diciendo: «Insha'Allah está muy bien. Azadeh, y es una gran excusa, pero Dios, cualquiera que sea el nombre que se le dé necesita que de vez en cuando le echemos una mano los de la Tierra.»
«Sí. Te aseguro que estoy preparada, Erikki. Mañana es mañana y ayudaré, cariño. Te sacaré de esto como sea.»
Tranquilizada, apagó la vela, se acurrucó debajo de las sábanas y las mantas sin quitarse el suéter y los pantalones de esquiar. La luz de la luna penetraba por las ventanas. Pronto entró en calor, y eso, añadido a la fatiga y a su juventud, la hizo sumirse en un profundo sueño sin pesadillas.
Se despertó de repente en plena noche. El picaporte giraba suavemente. La mano de Azadeh se cerró sobre la aguja, mientras seguía acostada, vigilando la puerta. El picaporte giró hasta el límite, la puerta se movió una fracción pero no cedió, sujeta fuertemente por la silla que crujió bajo la presión. Al cabo de un momento, el picaporte volvió a su posición primitiva. De nuevo el silencio. Ni pisadas ni respiración. Y el picaporte no se movió ya. Azadeh sonrió para sí. Johnnie también le había enseñado cómo colocar la silla. «Ah, querido, espero que encuentres la felicidad que buscas», se dijo, y volvió a dormirse de cara a la puerta.
Ahora estaba despierta y descansada, y sabía que era mucho más fuerte que el día anterior, que estaba más preparada para la batalla que pronto comenzaría. «Sí, por Dios», se dijo, preguntándose qué sería lo que la había arrancado de su sueño. Los ruidos de la circulación y de los vendedores callejeros. No, ésos no. Y entonces dieron con los nudillos en la puerta.
—¿Quién es, por favor?
—El comandante Ikail.
—Un momento, por favor.
Se calzó las botas, se arregló el suéter y el cabello y, luego apartó hábilmente la silla.
—Buenos días comandante Effendi.
El comandante miró la silla divertido.
—Ha sido muy prudente inmovilizando la puerta. No vuelva a hacerlo..., sin permiso. —Luego la miró escudriñador—. Parece estar descansada. Bien. He pedido café y pan del día para usted. ¿Qué otra cosa desearía?
—Sólo que nos deje ir. A mí y a mi marido.
—¿De verdad? —Entró en la habitación cerrando tras de sí la puerta y cogiendo la silla se sentó, de espaldas a la luz del sol que entraba a raudales por la abierta ventana—. Eso podría arreglarse con su colaboración.
Al entrar el comandante en la habitación Azadeh había retrocedido con naturalidad y, en aquel momento, estaba sentada al borde de la cama, con la mano a sólo unas pulgadas de la almohada.
—¿A qué colaboración se refiere, comandante Effendi?
—Sería prudente no llegar a un enfrentamiento —le dijo tranquilamente—. Si usted colabora..., y regresa a Tabriz por iniciativa propia, su marido permanecerá esta noche custodiado y mañana será enviado a Estambul.
—¿Adónde en Estambul? —se oyó a sí misma decir.
—Primero a la cárcel, por su propia seguridad y donde su embajador podrá verle, para dejarle luego en libertad si es la Voluntad de Dios.
—¿Por qué habrían de enviarle a la cárcel si no ha hecho nada cond...?
—Han puesto precio a su cabeza. Vivo o muerto —dijo el comandante con gravedad—. Necesita protección..., hay docenas de sus compatriotas en la aldea y cerca de aquí, muriéndose de hambre prácticamente. También usted necesita protección. ¿Acaso no es una víctima perfecta para un secuestro? ¿No cree que el Khan pagaría de inmediato y con generosidad un rescate por su única hermana?
—Estaría dispuesta a regresar si eso ayudara a mi marido —dijo ella al punto—. Pero si regreso, qué..., qué garantía tengo de que se le protegerá y de que lo enviarán a Estambul, comandante Effendi?
—Ninguna. —Se puso en pie, dominándola con su estatura—. La alternativa es que si usted no colabora por voluntad propia, será enviada hoy mismo a la frontera y él..., él habrá de correr el riesgo.
Azadeh no se levantó, ni tampoco apartó la mano de la almohada. Ni siquiera levantó la vista hacia él. Estaría dispuesta a hacerlo, se decía, pero una vez que yo me haya ido, Erikkí quedará indefenso. ¿Colaborar? ¿Quiere eso decir acostarme con este hombre libremente?
—¿Cómo habría de colaborar? ¿Qué quiere que haga? —preguntó, dándose cuenta con rabia que su voz parecía más débil que antes.
El comandante rió y dijo sardónico:
—Lo que a todas las mujeres les resulta difícil de hacer: ser obediente y hacer todo lo que se les dice sin protestas y dejar de querer pasarse de listas. —Dio media vuelta—. Permanecerá aquí en el hotel. Volveré más tarde. Espero que para entonces estará ya dispuesta... a darme la respuesta adecuada.
Salió, cerrando la puerta tras de sí.
«Si intenta forzarme le mataré —se dijo Azadeh—. No puedo acostarme con él a modo de trueque..., mi marido jamás me lo perdonaría y yo tampoco podría perdonármelo, porque los dos sabemos que el acto no garantizaría su libertad ni la mía y, aun cuando la obtuviéramos por ello, Erikki no podría vivir sabiéndolo y trataría de vengarse. Y yo tampoco podría vivir conmigo misma.
Azadeh se levantó y se acercó a la ventana. Desde allí contempló la ajetreada aldea, las montañas cubiertas de nieve que la rodeaban, y la frontera, tan cerca.
—La única posibilidad que tiene Erikki es que yo regrese —murmuró—. Pero no puedo, al menos sin la aprobación del comandante. Y aun así...
Bajo los férreos puños de Erikki, la parte inferior del barrote de hierro central de la ventana se soltó, provocando una leve lluvia de cemento. Lo colocó de nuevo apresuradamente en su hueco y atisbó por la puerta, semejante a la de una jaula, hacia los dos extremos del corredor. No se veía carcelero alguno. Rápidamente amontonó pequeños trozos de cemento y de cascotes alrededor de la base enmascarándola... Había estado trabajando durante toda la noche con aquel barrote, semejante a un perro con un hueso. Ahora, ya disponía de un arma y de una palanca para habérselas con los otros barrotes.
«Me costará media hora, no más», se dijo, y volvió a sentarse, satisfecho, en el catre. La noche anterior, una vez el policía le hubo llevado la cena lo dejó solo, confiado en la fortaleza de la jaula. Aquella mañana le habían llevado café que sabía a rayos y un trozo de pan tosco, y se le habían quedado mirando sin entenderle cuando le preguntó por el comandante y por su mujer. Erikki no sabía la palabra turca que correspondía a «comandante» ni tampoco el nombre del oficial, pero había señalado la solapa de su chaqueta queriendo indicar la graduación del hombre y entonces comprendieron, pero se limitaron a encogerse de hombros, volvieron a hablar en turco que él, a su vez, no entendió, y se fueron. El sargento no había vuelto a aparecer.
«Los dos sabemos lo que hemos de hacer —se dijo—, Azadeh y yo, cada uno de nosotros está en peligro, cada uno lo hará lo mejor que sabe. Pero si llegasen a tocarla o a sufrir algún daño, ningún Dios podrá ayudar a quien la toque mientras yo viva. ¡Lo juro!»
Se abrió la puerta al extremo del corredor. El comandante avanzó hacia él.
—Buenos días —dijo, rebelándose su olfato ante aquel imposible hedor.
—Buenos días, comandante. Por favor, ¿dónde está mi mujer y cuándo va a dejarnos ir?
—Su mujer está en la aldea, completamente a salvo y descansada. Yo mismo la he visto. —El comandante le miró pensativo, observó la suciedad de sus manos y recorrió atentamente con la mirada la cerradura de la jaula, los barrotes de la ventana, el suelo y el techo—. Su seguridad y el trato que reciba dependen de usted. ¿Lo comprende?
—Sí, sí, lo comprendo. Y como oficial de más alta graduación aquí le hago responsable de ella.
El comandante rió.
—Bien —dijo sardónico, una vez recuperada la seriedad—. Parece ser que lo mejor sería evitar un enfrentamiento. Si colabora, permanecerá aquí esta noche y mañana le enviaré custodiado a Estambul, donde su embajador podrá verle si así lo desea, para ser juzgado por los delitos de que se le acusa o, en su defecto, proceder a su extradición.
Erikki dio de lado sus propios problemas.
—Traje a mi mujer aquí contra su voluntad. Ella no ha hecho nada, debería volver a casa. ¿Pueden escoltarla hasta allí?
El comandante lo observaba cauteloso.
—Eso depende de su colaboración.
—Le pediré que regrese. Insistiré, si eso es lo que quiere decir.
—Se la puede enviar de nuevo a Irán —dijo el comandante poniéndole a prueba—. Sí, claro. Pero desde luego es posible que, de camino hacia la frontera o incluso en el propio hotel, su mujer sea «secuestrada» de nuevo, pero en esta ocasión por bandidos, por bandidos iraníes, realmente salvajes, para retenerla en las montañas durante uno o dos meses, hasta que el Khan la rescate.
El rostro de Erikki adquirió un color ceniciento.
—¿Qué quiere que haga?
—No lejos de aquí está el ferrocarril. Esta noche podríamos llevarle secretamente hasta él y conducirlo sano y salvo a Estambul. Serían retirados los cargos contra usted. Podríamos darle un buen trabajo, volando, entrenando a nuestros aviadores..., durante dos años. A cambio, usted aceptaría convertirse en agente secreto para nosotros, nos facilitaría información sobre Azerbaiján, en especial sobre ese soviético que ha mencionado Mzytryk, información sobre el Khan Hakim, dónde y cómo vive, cómo se puede entrar en el palacio... y todo cuanto se necesite.
—¿Y qué hay de mi mujer?
—Se quedaría en Van por propia voluntad, como rehén para garantizar su comportamiento... durante uno o dos meses. Después podría reunirse con usted, dondequiera que estuviese.
—Siempre que hoy regrese escoltada, sana y salva junto al Khan Hakim y se me demuestre que en realidad está sana y salva, haré lo que me piden.
—Acepta usted o no acepta —dijo impaciente el comandante—. No estoy aquí para discutir con usted.
—Por favor. Ella no tiene nada que ver con cualquier delito que yo haya podido cometer. Por favor, déjela ir. ¡Por favor!
—¿Nos cree locos? ¿Acepta o no?
—Sí, pero primero quiero que ella esté a salvo. ¡Primero!
—Tal vez le guste verla mancillada. Primero.
Erikki se lanzó contra él detrás de los barrotes y la puerta de la jaula se estremeció bajo el impacto. Pero el comandante permaneció allí en pie, muy cerca de la puerta aunque fuera de su alcance, y rió ante la inmensa mano que, impotente, trataba de llegar a él. Había calculado la distancia exactamente, demasiado práctico para que le pillaran descuidado. Era un investigador demasiado experimentado para no saber cómo incitar, amenazar y tantear, cómo burlarse y exagerar y manipular con el propio miedo y el terror del prisionero. Cómo tergivesar las verdades a través de la cortina de mentiras y verdades a medias inevitables..., a fin de obtener la verdad real.
Sus superiores habían dejado que él decidiera sobre ellos. Ahora ya había tomado su decisión. Sin apresuramiento sacó su revólver y apuntó a la cara de Erikki. Y amartilló el arma. Erikki no retrocedió, siguió aferrado a los barrotes con sus grandes manos, respirando entrecortadamente.
—Bien —dijo el comandante con calma, enfundando de nuevo el arma—. Ya ha sido advertido de que su comportamiento es garantía del trato que reciba su esposa.
Dicho lo cual se alejó por el corredor. Una vez solo, Erikki luchó por arrancar la puerta de sus goznes. Mas todo fue inútil. La puerta crujió, pero se mantuvo firme.
Gavallan observaba desde el asiento de su coche cómo la escotilla de carga de un «747» se cerraba sobre la mitad de uno de sus «212», cajas con repuestos y rotores. Pilotos y mecánicos embarcaban febriles en el segundo jumbo, ya sólo faltaba por subir a bordo otro armazón de «212», una docena de cajas y montones de maletas.
—Vamos exactamente con el horario fijado, Andy —dijo Rudi, el jefe de operaciones, simulando no darse cuenta de la palidez de su amigo—. Media hora.
—Bien. —Gavallan le alargó algunos papeles—. Aquí están las autorizaciones para que todos los mecánicos vayan en él.
—¿Ningún piloto?
—No. Todos los pilotos tienen reserva en el vuelo de la «BA». Pero asegúrate bien de que estén en Inmigración a las seis y diez. «BA» no puede retrasar el vuelo. Asegúrate de que todo el mundo esté allí, Rudi. Todos han de ir en ese vuelo. Lo he prometido.
—No te preocupes. ¿Qué hay de Duke y Manuela?
—Ya se han ido. El doctor Nutt se fue con ellos así que ya no hay de qué preocuparse por ellos. Yo... creo que eso es todo. —A Gavallan le resultaba difícil coordinar las ideas.
—¿Tú y Scrag os iréis como habíais pensado, a Bahrein, en el de las seis treinta y cinco?
—Sí, Jean-Luc irá a recogernos. Nos llevamos a Kasigi para que cierre su operación y se prepare para sus pájaros con destino a «Iran-Toda». Así que os despediré a todos.
—Te veré en Aberdeen. —Rudi le estrechó la mano con fuerza y se alejó rápidamente.
Gavallan pisó el embrague, metió la velocidad y soltando un taco volvió a la oficina.
—¿Alguna novedad, Scrag?
—No, no, todavía nada. Ha llamado Kasigi. Le dije que ya estaba todo arreglado, le di las matrículas de los helicópteros, y los nombres de los pilotos y los mecánicos. Ha dicho que tiene reserva en nuestro vuelo para Kuwait, esta noche y que desde allí irá a Abadán y luego a «Iran-Toda». —Scragger estaba tan inquieto como los demás por el aspecto de Gavallan—. Tienes cubiertas todas las posibilidades, Andy.
—¿De veras? Lo dudo, Scrag. Aún no he logrado sacar a Erikki y a Azadeh.
Durante toda la noche, hasta una hora muy tardía en Londres, Gavallan se había puesto en contacto con todas las personalidades importantes que pudo recordar. El embajador finlandés se había mostrado escandalizado.
—¡Pero eso es imposible! No puede ser que uno de nuestros nacionales esté implicado en semejante asunto. ¡Imposible! ¿Dónde estará usted mañana a esta hora?
Gavallan se lo había dicho y había visto la noche convertirse en aurora. No había forma de ponerse en contacto con el Khan Hakim salvo a través de Newbury, y éste ya había barajado esa posibilidad.
—Es realmente difícil, Scrag, qué se le va a hacer. —Más bien reacio descolgó el teléfono y seguidamente lo colgó de nuevo—. ¿Estáis todos preparados para iros?
—Sí, Kasigi se reunirá con nosotros en la puerta. He enviado todas nuestras maletas a la terminal y he hecho que las registren. Podemos quedarnos aquí hasta el último momento e ir directamente allí.
Gavallan se quedó mirando al aeropuerto. Un día ajetreado, normal, amable.
—No sé qué hacer, Scrag. Ahora ya no sé qué hacer.
—...como usted diga, Effendi. ¿Ordenará las medidas necesarias? —dijo el comandante con tono deferente, por teléfono. Estaba sentado delante de la única mesa de escritorio que había en la pequeña y sucia oficina. Cerca de él el sargento en pie y sobre la mesa, el kookri y el cuchillo de Erikki—. Bien. Sí..., sí, de acuerdo. Salaam. —Colgó el teléfono, encendió un cigarrillo y se levantó—. Estaré en el hotel.
—Sí, Effendi. —El sargento tenía una mirada divertida que procuró disimular. Observó al comandante arreglarse la guerrera y el pelo y ponerse el fez, envidiándole su graduación y poder. Sonó el teléfono.
—Sí, aquí la Policía. ¿Eh?, hola, sargento. —Escuchó con asombro creciente—. Pero... sí... sí, muy bien. —Desconcertado colgó de nuevo el teléfono—. Es... es el sargento Urbil, en la frontera, comandante Effendi. Hay un camión de las Fuerzas Aéreas de Irán con Green Bands y un mollah, que vienen a llevarse al prisionero y a ella de nuevo a Ir...
El comandante gritó furioso.
—En el Nombre de Dios, ¿quién ha permitido que gentes hostiles crucen nuestra frontera? ¿Es que no existen órdenes respecto a mollahs y revolucionarios?
—No lo sé, Effendi —dijo el sargento, asustado ante aquella repentina furia—. Urbil ha dicho que están agitando documentos oficiales e insisten..., todo el mundo sabe lo del helicóptero iraní, así que les dejó pasar.
—¿Van armados?
—No lo ha dicho, Effendi.
—Reúna a sus hombres, a todos ellos, armados con metralletas. —Pero..., ¿qué pasa con el prisionero?
—Olvídese de él —dijo el comandante saliendo como un vendaval y jurando.
El camión de las Fuerzas Aéreas iraníes, un vehículo de cuatro ruedas, en parte cisterna y en parte camión, giró saliendo del camino lateral que era poco más que un sendero de cabras, y se adentró en la nieve, cambió de velocidad y se dirigió hacia el «212». Ya en las proximidades, el centinela de la Policía se adelantó a recibirles.
Saltaron del vehículo una media docena de jóvenes armados, con brazaletes verdes, seguidos de otros tres individuos uniformados pertenecientes a las Fuerzas Aéreas que no llevaban armas, y un mollah. Este último se colgó al hombro su «Kalashnikov».
—Salaam. Estamos aquí para tomar posesión de nuestra propiedad en nombre del Imán y del pueblo —dijo el mollah con tono pomposo—. ¿Dónde se encuentran el secuestrador y la mujer?
—Yo..., yo no sé nada de eso. —El policía estaba aturdido. La orden había sido terminante: que montara la guardia y mantuviera alejado a todo el mundo hasta que le dijeran otra cosa.
—Será mejor que vayan antes a la Comisaría de Policía y se lo digan a ellos. —Vio cómo uno de los de las Fuerzas Aéreas abría la portezuela de la carlinga y hurgaba en el interior. Los otros dos se dedicaban a desenrollar las mangueras de repostar combustible—. Eh, ustedes tres, no les está permitido acercarse al helicóptero sin permiso.
El mollah se interpuso en su camino.
—¡Aquí tiene nuestra autorización! —Empezó a agitar papeles ante la cara del policía lo que contribuyó a irritarle aún más ya que no sabía leer.
—Más vale que vayan antes a la Comisaría... —empezó a decir con voz entrecortada. Y entonces vio con inmenso alivio el coche oficial que se dirigía veloz hacia ellos por la pequeña carretera, procedente de la aldea. Patinó sobre la nieve, avanzó algunos metros más y se detuvo. De él bajaron el comandante, el sargento y dos policías, con armas antidisturbios. El mollah, rodeado de sus Green Bands, se dirigió hacia ellos, impávido.
—¿Quién es usted? —le preguntó el comandante con tono autoritario.
—El mollah Alí Miandiry del comité de Khoi. Hemos venido a tomar posesión de nuestra propiedad, del secuestrador y de la mujer, en nombre del Imán y del pueblo.
—¿Mujer? ¿Se refiere a Su Alteza, la hermana del Khan Hakim?
—Sí. A ella.
—¿Imán? ¿Qué Imán?
—Imán Jomeiny, la paz sea con él.
—Ah, el Ayatollah Jomeiny —dijo el comandante, ofendido por el tratamiento—. ¿Y qué «pueblo»?
Con la misma energía el mollah le alargó algunos papeles. —El pueblo de Irán. Aquí tenemos nuestros poderes.
El comandante cogió los papeles y los recorrió rápidamente. Eran dos, garrapateados apresuradamente en farsi. El sargento y los dos policías se habían separado y rodeaban el camión, empuñando las metralletas. El mollah y los Green Bands les vigilaban despectivos.
—¿Por qué no han sido extendidos en la forma correcta? —preguntó el comandante—. ¿Dónde está el sello de la Policía y la firma del jefe de Policía de Khoi?
—No los necesitamos. Están firmados por el comité.
—¿Qué comité? Yo no sé nada de comités.
—El Comité Revolucionario de Khoi tiene autoridad sobre toda esta área y sobre la Policía.
—¿Esta área? ¡Esta área es Turquía!
—Quiero decir, autoridad sobre el área del otro lado de la frontera. —¿Quién les ha dado autorización? ¿Dónde está su autorización? ¡Enseñémela!
Una corriente de agresividad sacudió a los jóvenes.
—El mollah ya se la ha enseñado —dijo uno de ellos con tono truculento—. El comité firmó el papel.
—¿Quién lo firmó? ¿Usted?
—Yo lo hice —dijo el mollah—. Es legal. Perfectamente legal. El comité es la autoridad. —Vio que el personal de las Fuerzas Aéreas estaban mirándole—. ¿A qué esperáis? ¡Llenad los depósitos de combustible del helicóptero!
Antes de que el comandante pudiera decir palabra, uno de ellos alegó con tono deferente.
—Perdóneme, Excelencia, el panel está hecho un desastre, algunos de los instrumentos rotos. No podemos volar con él, hasta haberlo repasado. Sería más seguro...
—El Infiel voló desde Tabriz sin dificultad, durante el día y la noche, aterrizó sin novedad. ¿Por qué no podéis volar vosotros durante el día?
—Resulta que sería más seguro hacerle una revisión antes de volar, Excelencia.
—¿Más seguro? ¿Por qué más seguro? —dijo violento uno de los Green Bands dirigiéndose hacia él—. Estamos en manos de Dios haciendo el trabajo de Dios. ¿Quieres retrasar el trabajo de Dios y dejar el helicóptero aquí?
—Claro que no, cl...
—Entonces obedece a nuestro mollah y llena los depósitos. ¡De inmediato!
—Sí, sí, claro —se apresuró a decir el piloto—. Como quieras.
Los tres se dedicaron presurosos a cumplir la orden, ante la estupefacción del comandante que veía cómo el piloto, un capitán, permitía, con tanta facilidad, que un joven gamberro le diera órdenes. Ahora aquel tipo le miraba de nuevo a él, desafiante.
—El comité tiene jurisdicción sobre la Policía, Agha —estaba diciendo el mollah—. La Policía sirvió al satánico Sha y es sospechosa. ¿Dónde están el secuestrador y la..., la hermana del Khan?
—¿Dónde está su autoridad para cruzar la frontera y exigir nada? —El comandante sintió que le dominaba una ira glacial.
—En Nombre de Dios, del Imán Jomeiny. ¡Ésa es autoridad suficiente! —El mollah señaló con el dedo los papeles. Uno de los jóvenes amartilló su arma.
—No lo haga —le advirtió el comandante—. Si hacen un solo disparo en nuestro suelo, nuestras fuerzas atravesarán la frontera y pegarán fuego a todo, desde aquí a Tabriz.
—Si es la Voluntad de Dios. —El mollah sostuvo la mirada. Tenía los ojos y el cabello oscuros y parecía igualmente decidido. Despreciaba al comandante y al débil régimen que él y su uniforme representaban. A él le daba igual la guerra en ese mismo momento o más tarde, estaba en las manos de Dios y hacía el trabajo de Dios y la palabra del Imán les haría barrer victoriosos por encima de todas las fronteras. Pero no era éste el momento de la guerra, había demasiado que hacer en Khoi, aplastar a los izquierdistas, dominar las revueltas, destruir a los enemigos del Imán, y para ello, en aquellas montañas, el valor de cada uno de los helicópteros era incalculable.
—Sólo..., sólo pido recuperar nuestra propiedad —dijo con tono más razonable. Señaló la matrícula—. Lleva nuestra matrícula, lo que demuestra que nos pertenece, fue robado de Irán..., usted debe de saber que no tenía permiso para abandonar Irán, legalmente sigue siendo propiedad nuestra. Y la orden de detención —el mollah señaló los papeles que el comandante tenía en la mano—, la orden de detención es legal, el piloto secuestró a la mujer, de manera que nos haremos también cargo de ellos. Por favor.
El comandante se enfrentaba a una situación insostenible. No podía entregar al finlandés y a su mujer a gentes ilegales, con sólo la presentación de un trozo de papel ilegal, ello constituiría una grave negligencia en el cumplimiento del deber y podría costarle la cabeza incluso. Si el mollah le obligaba a tomar una decisión, tendría que ofrecer resistencia y defended la Comisaría de Policía, pero resultaba obvio que para hacerlo contaba con un número insuficiente de hombres, siendo evidente que fracasaría en el intento. Además, estaba igualmente convencido de que el mollah y los Green Bands se hallaban dispuestos a morir en aquel mismo momento y, él, por el contrario, no lo estaba.
Decidió jugar una carta.
—El secuestrador y Lady Azadeh fueron enviados esta mañana a Van. Para lograr su extradición tendrá que dirigirse al Cuartel General del Ejército, no a mí. La... la importancia de la hermana del Khan ha obligado al Ejército a hacerse cargo de los dos.
El rostro del mollah quedó hierático.
—¿Cómo podemos saber que eso no es una mentira? —dijo uno de los Green Bands con gesto torvo.
El comandante giró rápido hacia él, el joven dio un salto atrás. Los Green Bands apostados detrás del camión apuntaron sus armas, los aviadores, que no llevaban armas, se tiraron al suelo irritados, el comandante se llevó la mano al revólver.
—¡Basta! —ordenó el mollah.
Le obedecieron al instante, incluso el comandante, furioso consigo mismo por permitir que el orgullo y los reflejos se hubieran sobrepuesto al dominio de sí mismo. El mollah reflexionó un momento, considerando las posibilidades.
—Presentaremos la solicitud en Van —dijo finalmente—. Sí, eso es lo que haremos. Pero no hoy. Hoy nos haremos cargo de nuestra propiedad y nos iremos. —Permaneció allí, con las piernas ligeramente separadas, el rifle de asalto colgado del hombro, supremamente seguro de sí mismo.
El comandante luchó por disimular su alivio. Para él y sus superiores el helicóptero no tenía valor alguno y sólo representaba algo realmente embarazoso.
—Estoy de acuerdo en que lleva matrícula iraní —dijo con tono cortante—. En cuanto a la propiedad..., no sé. Si firma un recibo dejando pendiente la propiedad, puede llevárselo e irse.
—Le firmaré un recibo por nuestro helicóptero.
Al dorso de la orden de detención el comandante garrapateó un texto que le satisfacía a él y que acaso diera también satisfacción al mollah. Éste se volvió y miró ceñudo a los aviadores que empezaron presurosos a enrollar de nuevo las mangueras de combustible, mientras que el piloto se situaba una vez más junto a la carlinga, limpiándola de nieve.
—¿Estás ya preparado, piloto?
—Cuando quieras, Excelencia.
—Aquí lo tiene —dijo el comandante al mollah, entregándole el papel. Con expresión burlona, apenas disimulada, el mollah lo firmó sin leerlo.
—¿Estás ya preparado, piloto? —repitió.
—Sí, Excelencia, sí. —El joven capitán miró al comandante y éste vio, o creyó ver, la desesperación en sus ojos y la súplica sin palabras de que le ofrecieran un asilo político que él, por su parte, no podía darle—. ¿Puedo ponerlo en marcha?
—¡Ponlo en marcha! —dijo el mollah con tono imperioso—. ¡Naturalmente, ponlo ya en marcha! —En cuestión de segundos, los motores empezaron a ronronear suavemente mientras que los rotores iban adquiriendo velocidad—. Vosotros, Alí y Abrim, regresaréis con el camión a la base.
Los dos jóvenes se instalaron obedientemente junto al conductor del camión. El mollah les hizo seña de que se pusieran en marcha y a los demás de que subieran a bordo del helicóptero. Los rotores cortaban ya el aire y esperó a que todos estuvieran en la cabina. Descolgó el arma de su hombre, se instaló junto al piloto y cerró la portezuela.
La potencia de los motores aumentó, se produjo un despegue dificultoso, y el «212» se elevó bamboleante, alejándose. El sargento, furioso, les apuntó con la metralleta.
—Puedo hacer volar de los cielos a esas repugnantes mierdas, comandante.
—Sí, sí, claro que podemos. —El comandante sacó su pitillera—. Pero se lo dejaremos a Dios. Tal vez Dios lo haga por nosotros. —Hizo funcionar el encendedor con dedos temblorosos, aspiró y siguió con la vista al camión y al helicóptero que se alejaban—. Habría que enseñar modales y dar una lección a esos perros. —Se dirigió al coche y subió a él—. Déjame en el hotel.
En el hotel. Azadeh estaba asomada a la ventana, escudriñando el cielo. Había oído despegar al «212» y elevarse, y alentaba la esperanza imposible de que Erikki, de alguna manera, hubiera podido escapar.
—¡Oh, Dios, permite que lo haya logrado!
También los aldeanos miraban al cielo y Azadeh pudo ver el helicóptero regresando en dirección a la frontera. Se sintió angustiada. ¿Acaso ha cambiado su libertad por la mía? ¡Oh, Erikki!
Entonces vio al coche de policía que entraba en la plaza, se detenía delante del hotel, y el comandante que bajaba de él. Se estiró la guerrera. Se puso pálida. Cerró resuelta la ventana y se sentó en la silla, de cara a la puerta y cerca de la almohada. Esperó. Esperó. Escuchó pisadas. La puerta se abrió.
—Sígame —le dijo el comandante—. Por favor.
Por un instante Azadeh no le entendió.
—¿Qué?
—Sígame, por favor.
—¿Por qué? —preguntó ella suspicaz, esperando una añagaza y no queriendo abandonar la seguridad de su aguja oculta—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Es mi marido quien pilota el helicóptero? ¿Lo ha devuelto usted a Irán? —Sintió que iba perdiendo rápidamente el valor. Su inquietud ante la posibilidad de que Erikki pudiera haberse entregado a cambio de su seguridad, la tenía frenética—. ¿Lo está pilotando?
—No. Su marido está en la Comisaría. Vinieron unos iraníes en busca del helicóptero, de él y de usted. —Ahora que la crisis se había resuelto, el comandante se sentía muy a gusto—. El aparato tenía matrícula iraní, carecía de autorización para salir de Irán y, por lo tanto, aún seguían teniendo derechos sobre él. Y ahora, sígame.
—¿Adónde, por favor?
—Creí que le gustaría ver a su marido. —El comandante disfrutaba mirándola, disfrutaba con el peligro preguntándose dónde llevaría oculta el arma. «Estas mujeres siempre llevan consigo un arma o veneno de algún tipo, alguna suerte de muerte acechando al violador desprevenido, fácil de dominarla si estás preparado, vigilas sus manos y no te encandiles.»—. ¿Bien?
—¿Hay..., hay iraníes en la Comisaría de Policía?
—No. Estamos en Turquía, no en Irán. Y ningún enemigo la está esperando. Venga, no tiene nada que temer.
—Bajaré..., bajaré en seguida.
—Sí, bajará... de inmediato —dijo él—. No necesita el bolso, sólo la chaqueta. Y dese prisa antes de que cambie de idea. —Vio en sus ojos el chispazo de ira y ello le divirtió todavía más.
Pero esta vez, Azadeh obedeció. Echando chispas, se puso la chaqueta y bajó las escaleras, exasperado por su indefensión. Cruzó la plaza andando junto al comandante seguidos por todas las miradas. Entró en la Comisaría y en la misma habitación que había estado anteriormente.
—Espere aquí, por favor.
El comandante cerró la puerta y entró en su despacho. El sargento le alargó el teléfono.
—Está al aparato el capitán Tanazak, oficial de servicio en el puesto de servicio, señor.
—¿Capitán? Comandante Ikail. La frontera queda cerrada para todos los mollahs y Green Bands hasta nueva orden. Arreste al sargento que dejó pasar a algunos hace un par de horas y envíele a Van sin pérdida de tiempo. Va a volver un camión iraní. Ordene que sea retenido durante veinte horas y que detengan a los hombres que vayan en él. En cuanto a usted, será sometido a consejo de guerra por no haber cumplido las instrucciones relativas a hombres armados. —Colgó el teléfono y consultó el reloj—. ¿Está el coche preparado, sargento?
—Sí, Effendi.
—Bien.
El comandante salió de la habitación y se dirigió por el corredor hasta la jaula, seguido del sargento. Erikki no se levantó. Sólo sus ojos se movieron.
—Ahora, Mr. Piloto, si está dispuesto a mantener la calma, a controlarse y a no seguir comportándose de manera estúpida, le traeré a su mujer para que lo vea.
—Si usted o cualquier otro la toca, juro que lo mataré, le haré pedazos —habló Erikki con tono cortante.
—Estoy de acuerdo que debe resutarle muy difícil tener una mujer semejante. Es preferible tener una fea que una como ella..., a menos que la guarde en purdah. Y ahora, ¿quiere verla o no?
—¿Qué tengo que hacer?
—Mantenga la calma, contrólese y no se comporte de manera estúpida —dijo irritado el comandante. Luego, dirigiéndose al sargento—: Ve a buscarla.
Erikki no podía imaginar otra cosa que un desastre o algún truco. Pero, de repente, la vio al final del corredor, sana y salva, y estuvo a punto de llorar de alivio. Y lo mismo le pasó a ella...
—¡Erikki!
—Ahora escúchenme ambos —dijo el comandante, lacónico—. Aunque ustedes dos nos han causado muchas dificultades y provocado situaciones embarazosas, he llegado a la conclusión de que han dicho la verdad, de manera que les enviaré de inmediato, con toda discreción, a Estambul, acompañados de un policía para ser entregados a su embajador, también con discreción..., que sean expulsados, una vez más con discreción.
Se le quedaron mirando, atónitos.
—Entonces, ¿vamos a ser libres? —preguntó Azadeh aferrándose a los barrotes.
—Al momento. Esperamos que se muestren discretos... Eso forma parte del trato. Discreción. Y eso significa que no habrá filtraciones, ni alardes públicos o en privado de cómo han escapado. ¿Están de acuerdo?
—Sí, sí, claro —dijo Azadeh—. Pero sin..., ¿sin trucos?
—En absoluto.
—Pero, pero, ¿por qué? Por qué después..., ¿por qué nos deja en libertad? —Las palabras se le atropellaban a Erikki sin poder creerlo todavía.
—Porque les he puesto a prueba a los dos, han pasado la prueba con éxito, no han cometido delitos que nosotros pudiéramos considerar como tales... Sus juramentos son entre ustedes y Dios y no están sometidos a tribunal alguno y, afortunadamente para ustedes, la orden de detención era ilegal y, por tanto, inaceptable. ¡Comité! —farfulló asqueado. Luego se dio cuenta de la forma en que Azadeh y Erikki se miraban. Por un instante, quedó asombrado. Y les envidió.
También resultaba curioso que el Khan Hakim hubiese permitido que un comité extendiera la orden de detención, y que no lo hiciera la Policía, en cuyo caso, la extradición hubiera sido legal. Hizo un gesto al sargento de que se acercara.
—Déjelos en libertad. Les esperaré a los dos en la oficina. No olvidenque aún tengo en mi poder las joyas que he de devolverles y también los dos cuchillos.
Dia media vuelta y se alejó.
La puerta de la jaula se abrió con gran estruendo. El sargento vaciló un instante, y luego se salió. Ni Erikki ni Azadeh se dieron cuenta de su marcha, ni tampoco del hedor que invadía la celda. Sólo de su mutua presencia, ella fuera de la celda y todavía aferrada a los barrotes; él dentro, cogido también a ellos. No se movieron. Sólo sonrieron.
—Insha'Allah —dijo ella.
—¿Por qué no?
Y entonces Erikki, desorientado todavía por su liberación gracias a un hombre honrado a quien, momentos antes considerara un compendio de maldad, recordó lo que el comandante le dijera sobre el purdah y lo deseable que Azadeh era. Y pese a su deseo de no estropear el milagro que se había producido, se oyó decir a sí mismo:
—Me gustaría dejar aquí todo lo malo, Azadeh. ¿Sería posible? ¿Qué pasó con John Ross?
La sonrisa de ella no se alteró y supo que estaban al borde del abismo. Se lanzó confiada a él, contenta por aquella oportunidad.
—Hace ya mucho tiempo, en nuestros comienzos, te dije que hubo una vez, cuando aún era muy joven, en que le conocí —dijo Azadeh con voz tierna, conteniendo su ansiedad—. En la aldea y en la base, me salvó la vida. Cuando vuelva a encontrarle, si es que eso ocurre, le sonreiré y me sentiré feliz. Te suplico que hagas tú lo mismo. El pasado es el pasado y así debe quedar, en pasado.
«Acéptalo y también a él, Erikki, ahora y para siempre —le suplicaba en silencio—, o nuestro matrimonio se acabará ahora mismo, y no porque yo lo quiera, sino porque tú mismo te habrás acobardado, harás de tu vida un suplicio y no me querrás cerca de ti. Entonces regresaré a Tabriz y empezaré una nueva vida, bien es verdad que embargada de tristeza, pero eso es lo que he decidido hacer. No quiero recordarte la promesa que me hiciste antes de casarme, no quiero humillarte... Pero es horrible, por tu parte, que la hayas olvidado. Aunque te lo perdono porque te amo. Dios mío, los hombres son tan extraños, tan difíciles de comprender... ¡Por favor, recuérdale el juramento que una vez hiciera!»
—Deja que el pasado descanse en el pasado, Erikki —murmuró—. Por favor. —Le suplicaba con la mirada como sólo una mujer enamorada puede hacerlo.
Pero él evitó sus ojos, abrumado por su propia estupidez y celos. «Azadeh tiene razón —se estaba gritando en silencio—. Eso es el pasado. Azadeh me habló de él con toda sinceridad y yo le prometí, libremente, que podría soportarlo. Además, él le salvó la vida. Tiene razón, pero aun así, estoy seguro de que lo ama.»
Atormentado, bajó la vista mirándola al fondo de los ojos. Una puerta se cerró de golpe dentro de su cabeza, y él tiró la llave.
—Estoy de acuerdo, tienes toda la razón. ¡Os amo a ti, y a Finlandia, para toda la vida!
La levantó del suelo y la besó y ella le besó a su vez y luego le abrazó con fuerza, más feliz de lo que jamás se sintiera, mientras él la llevaba en brazos, sin esfuerzo alguno, por el corredor.
—¿Habrá saunas en Estambul? ¿Crees que nos dejarán llamar por teléfono, sólo una llamada? ¿Crees...? Pero Azadeh no lo escuchaba. Sonreía para sí.
En la habitación de Mac sonó el teléfono con sordina y Genny despertó de su agradable ensoñación en la terraza. Mac dormitaba junto a ella en una butaca. Se levantó sin hacer el menor ruido de su asiento pues no quería despertarle y lo cogió.
—Habitación del capitán McIver —dijo en voz queda.
—Siento molestarles. ¿Podría hablar un momento con el capitán McIver? Soy el ayudante de Mr. Newbury en Al Shargaz.
—Lo siento, está durmiendo. Soy Mrs. McIver. ¿Podría darme el mensaje?
—Tal vez sea mejor que le diga que me llame. Bertram Jones —dijo la voz vacilante.
—Si es importante más vale que me lo diga a mí.
De nuevo la vacilación.
—Muy bien. Gracias —dijo finalmente—. Es un télex para él de nuestro cuartel general en Teherán. dice así: Rogamos informen al capitán D. Mclver, director gerente de «IHC», que uno de sus pilotos, Thomas Lochart, y su mujer, resultaron muertos accidentalmente durante una manifestación. —La voz subió un tono—. Lamento las malas noticias, Mrs. Mclver.
—Es... está bien. Muchas gracias. Se lo transmitiré a mi marido. Gracias.
Colgó el teléfono en silencio. Vio su imagen reflejada en el espejo. Había perdido el color y tenía el rostro desencajado por la pena.
«Dios mío. No puedo dejar que Duncan me vea o que lo sepa porque pued...»
—¿Quién era, Gen? —le preguntó desde fuera McIver, que todavía estaba medio dormido.
—Puede..., puede esperar, amor. Vuelve a dormirte.
—Es estupendo lo de las pruebas, ¿eh?
Los resultados habían sido excelentes.
—Maravilloso..., vuelvo dentro de un momento. —Se fue al cuarto de baño y, cerrando la puerta, se echó agua a la cara. «No puedo decírselo, realmente no puedo, tengo que protegerle. ¿Debería llamar a Andy? Miró la hora. No puedo, Andy estará ya en el aeropuerto. Esperaré..., esperaré a que llegue, eso es lo que haré. Iré a recibirle con Jean-Luc y... No puedo hacer nada hasta entonces. ¡Oh, Dios mío, pobre Tom, pobre Sharazad, queridos míos...!
Rompió a llorar y abrió los grifos para acallar el sonido. Cuando volvió a la terraza, Mclver estaba tranquilamente dormido. Genny se sentó y se quedó mirando, sin verla, la puesta de sol.
Rudi Lutz, Scragger y todos los demás estaban esperando junto a la barrera de su salida, mirando ansiosos en dirección al abarrotado vestíbulo, donde los pasajeros que llegaban o que marchaban iban de un lado a otro.
—Última llamada para el vuelo «BA 532», con destino a Roma y Londres. Suban todos a bordo, por favor.
A través de los inmensos ventanales de cristal podían contemplar el sol casi ya en el horizonte. Todos estaban nerviosos.
—Andy debería haber mantenido aquí a Johnny y el «125» por si fuera necesaria una retirada —murmuró malhumorado Rudi, sin dirigirse a nadie en particular.
—Tenía que enviarlo a Nigeria —dijo Scot a la defensiva—. El Viejo no tenía elección, Rudi. —Pero se dio cuenta de que éste no le escuchaba, por lo que encogiéndose a medias de hombros, dijo a Scragger con tono ausente—: ¿De veras vas a dejar de volar, Scragger?
El apergaminado rostro hizo una mueca.
—Durante un año, sólo durante un año... Bahrein es formidable para mí, Kasigi es fantástico y no dejaré de volar del todo, nada de eso. No podría, hijo mío. Me da escalofríos sólo de pensarlo.
—A mí también, Scrag. Si tuvieras mi edad ¿te clec...? —calló al ver a un funcionario de «BA», sumamente irritado, salir de Seguridad y dirigirse rápido hacia Rudi.
—Definitivamente ésta es la última llamada para ustedes, capitán Lutz. Ya lleva cinco minutos de retraso. ¡No podemos detenerlo por más tiempo! Tiene que subir a bordo inmediatamente el resto de su grupo o despegaremos sin ustedes.
—Muy bien —dijo Rudi—. Scrag, dile a Andy que esperamos cuanto nos fue posible. Y si Charlie no lo logra arrójale por el Gottverdammstechen puente. Maldita sea «Alitalia» por llegar pronto. Todo el mundo a bordo. —Entregó su pase a la atractiva ayudante de vuelo y una vez hubo atravesado la barrera, permaneció en pie, a un costado pasando revista mientras desfilaban. Freddy Ayre, Pop Kelly, Willi, Ed Vossi, Sandor, Nogger Lane y, por último, Scot, demorándose cuanto pudo hasta que ya no le fue posible esperar por más tiempo—. Eh, Scrag, saluda al Viejo en mi nombre.
—Claro, amigo. —Scragger seguía saludándoles con la mano mientras desaparecía a través de Seguridad. Luego, dio media vuelta y se dirigió a su propia puerta de salida al otro extremo de la terminal donde Kasigi le estaba esperando. El rostro se le iluminó al ver a Pettikin corriendo entre la multitud, con Paula cogida de la mano y Gavallan a unos veinte pasos detrás. Pettikin la abrazó presuroso y corrió hacia la barrera.
—¡¡¡Por Dios santo, Charlie!!!
—No me des el latazo, Scrag, tenía que esperar a Andy —le dijo Charlie, prácticamente sin aliento. Entregó su pase de embarque, envio un beso a Paula y, atravesando la barrera, desapareció.
—Hola, Paula. ¿Qué diablos pasa?
Paula también estaba sin aliento aunque radiante. Paso el brazo por el de él con un movimiento cariñoso.
—Charlie me ha pedido que pase su permiso con él, caro. En Sudáfrica..., y yo tengo parientes cerca de Ciudad de El Cabo, una hermana y su familia, así que me he dicho, ¿por qué no?
—Claro, ¿por qué no? Eso significa que...
—Lo siento, Scrag —le dijo Gavallan reuniéndose con ellos. Estaba jadeante pero parecía veinte años más joven—. Lo siento. He tenido que estar al teléfono durante media hora, parece que hemos perdido el condenado contrato saudita «ExTex» y en parte el del mar del Norte, pero, al diablo con ellos... ¡Traigo grandes noticias! —Tenía una expresión resplandeciente y había rejuvenecido otros diez años. El sol se escondía ya tras el horizonte—. Cuando ya estaba casi en la puerta telefoneó Erikki. Está a salvo y también Azadeh, los dos se encuentran a salvo en Turquía, y...
—¡Aleluya! —gritó Scragger interrumpiéndole y desde el fondo de la zona de espera, más allá de Seguridad, se escucharon los vítores de los otros a quienes Pettikin había dado ya la noticia.
—Luego he tenido una llamada de un amigo desde Japón. ¿De cuánto tiempo disponemos?
—De mucho, veinte minutos. ¿Por qué? Te has perdido por un pelo a Scot, dijo que te diera un mensaje: «Dile al Viejo que todo está en orden.»
Gavallan sonrió.
—Formidable. Gracias. —Ya había recuperado el aliento—. Te alcanzaré, Scrag. Espérame, Paula, sólo será un momento. —Se dirigió al mostrador de información de JAL—. Buenas tardes. ¿Podría decirme, por favor, cuándo sale su próximo vuelo desde Bahrein para Hong Kong?
El recepcionista pulsó las teclas de su computadora.
—A las once cuarenta y dos de la noche, Sayyid.
—Excelente. —Gavallan sacó sus billetes—. Cancele mi reserva para el vuelo de «BA» de esta noche con destino a Londres y páseme al...
Los altavoces cobraron vida ahogando sus palabras con la llamada general a la oración. De inmediato, un silencio absoluto se hizo en el aeropuerto.
Y allá arriba, en la vasta inmensidad de las montañas Zagros, a ochocientos kilómetros en dirección Norte, Hussain Kowissi descabalgó de su caballo y luego ayudó a su pequeño hijo a hacer que el camello se arrodillara. Llevaba un chaquetón kash'kai en piel de oveja con cinturón sobre su túnica negra, un turbante blanco, y su «Kalashnikov» cruzado sobre su espalda. La actitud de ambos era solemne y el chiquillo tenía la cara hinchada por el llanto. Juntos ataron a los animales, cogieron sus esteras de rezos y se arrodillaron de cara a La Meca comenzando sus oraciones. El sol, casi desaparecido, se filtraba por una estrecha faja de cielo, encapotado con nubes anunciadoras de nuevas tormentas y de nieve. Pronto acabaron sus oraciones.
—Acamparemos aquí esta noche, hijo mío.
—Sí, padre —dijo el niño, obediente. Se puso a ayudarle a descargar, mientras las lágrimas le corrían por las mejillos una vez más. Su madre había muerto el día anterior—. ¿Estará madre en el Paraíso cuando nosotros lleguemos allí, padre?
—No lo sé, hijo mío. Sí, creo que sí.
El rostro de Hussain no revelaba su dolor. El alumbramiento había sido largo y cruel, sin que él hubiese podido hacer nada para ayudarla salvo tenerle cogida la mano, mientras rezaba para que ni ella ni el niño sufrieran y para que la comadrona fuera eficiente. Ésta lo era, pero el niño nació muerto, no fue posible detener la hemorragia y ocurrió lo que había de suceder.
«Es la Voluntad de Dios», había dicho él. Pero, por primera vez en su vida, esas palabras no le sirvieron de ayuda. Les dio sepultura a ella y al recién nacido. Luego, con inmensa tristeza, había ido a ver a su primo, que también era mollah, confiando a él y a su mujer a sus dos hijos pequeños para que los criaran y cediéndole su puesto en la mezquita hasta que la congregación eligiera a su sucesor. Más tarde, había regresado a Kowiss con el mayor de sus hijos.
—Mañana estaremos ya abajo, en las llanuras, hijo mío. Allí hará más calor.
—Tengo mucha hambre, padre —dijo el chiquillo.
—Yo también, hijo mío —repuso él con sumo cariño—. ¿Ha sido alguna vez de otra manera?
—¿Sufriremos pronto martirio?
—Cuando Dios lo quiera.
El niño tenía seis años y le era muy difícil entender muchas cosas, pero no eso. «Cuando Dios quiera iremos al Paraíso, donde se está caliente, todo es verde y hay más comida de la que nunca puedas tomar y agua limpia y clara para beber. Pero, ¿y dónde...?»
—¿Hay joubs en el Paraíso? —preguntó con su vocecilla piadora, apretándose contra su padre en busca de calor.
Hussain le rodeó con su brazo.
—No, hijo mío. No lo creo. No hay joubs y tampoco se necesitan. —Con movimientos desmañados siguió limpiando su arma con un trozo de tela engrasada—. No se necesitan los joubs.
—Será muy extraño, padre, muy extraño. ¿Por qué hemos dejado nuestra casa? ¿Adónde vamos?
—Primero hacia el Noroeste, un camino muy largo, hijo mío. El Imán ha salvado Irán, pero los musulmanes están asediados por los enemigos al Norte, al Sur, al Este y al Oeste. Necesitan la ayuda y guía de la Palabra.
—¿Te ha enviado el Imán, Dios le dé la paz?
—No, hijo mío. Él no ordena nada, sólo guía. Voy a hacer libremente el trabajo de Dios, porque yo lo quiero así, el hombre es libre de elegir lo que tiene que hacer. —Vio el ceño fruncido del chiquillo intentando comprender y lo abrazó, sintiendo un gran amor por él—. Ahora somos soldados de Dios.
—Bueno, seré un buen soldado. ¿Querrás decirme por otra vez por que dejaste ir a aquellos satánicos, los de nuestra base, y porque les dejaste llevarse nuestras máquinas voladoras?
—A causa de su líder, del capitán —respondió pacientemente Hussain—. Creo que él era un instrumento de Dios, me abrió los ojos al mensaje de Dios de que debo buscar la vida y no el martirio, que deje el momento del martirio en las manos de Dios. Y también porque puso en mis manos un arma invencible contra los enemigos del Islam, cristianos y judíos. La de saber que ellos consideran sacrosanta la vida del individuo.
El chiquillo ahogó un bostezo.
—¿Qué quiere decir sacrosanta?
—Creen que la vida de un individuo no tiene precio, la de cualquier individuo. Nosotros sabemos que toda la vida procede de Dios, que pertenece a Dios, que retorna a Dios y que cualquier vida sólo tiene valor mientras haga el trabajo de Dios. ¿Lo entiendes, hijo mío?
—Creo que sí —dijo el niño, ahora ya muy cansado—. Siempre que hagamos el trabajo de Dios iremos al Paraíso, y el Paraíso es para siempre.
—Sí, hijo mío. Haciendo uso del pensamiento del piloto un Creyente puede tener bajo su pie el cuello de diez millones. ¡Divulgaremos esa palabra, ¡tú y yo...! —Hussain se sentía muy contento de tener bien claro su propósito. «Es curioso —se dijo—que el hombre Starke me mostrara el camino.»—. Nosotros no somos ni Oriente ni Occidente, sólo somos Islam. ¿Lo comprendes, hijo mío?
Pero no hubo respuesta. El chiquillo se había quedado profundamente dormido. Hussain lo acunó contemplando morir al sol. Su borde desapareció.
—Dios es grande —dijo a las montañas, y al cielo y a la noche—. No hay más Dios que Dios...