CAPÍTULO IX

En las afueras de Bandar Delam: 6.55 de la mañana.

Hacía poco que había amanecido. Rudi había tomado tierra alejado de la alcantarilla y, en aquellos momentos, los cuatro se encontraban en pie, junto al borde. El sol matutino resultaba muy agradable y hasta el momento no habían surgido problemas. El petróleo todavía seguía manando de la tubería, pero sin presión.

—Ya es sólo lo que queda —dijo Kyabi—. Dentro de una hora, deberá dejar de salir definitivamente.

Era un hombre de rasgos enérgicos, en la cincuentena, perfectamente rasurado y con gafas. Vestía de caqui y llevaba un casco protector. Furioso, miró en derredor. La tierra estaba empapada de petróleo y los gases resultaban casi insoportables.

—Todo el área es letal.

Se encaminó hacia el coche volcado. Junto a él o en los alrededores había tres cuerpos contorsionados que ya empezaban a oler.

—¿Aficionados? —preguntó Rudi espantando las moscas—. ¿Explosión prematura?

Kyabi no contestó. Bajó a la alcantarilla. Era difícil respirar pero examinó la zona cuidadosamente. Luego, subió de nuevo a la carretera.

—Diría que estás en lo cierto, Rudi. —Miró a Hussain con gesto impenetrable—. ¿Obra suya?

El mollah apartó los ojos del coche.

—Las órdenes del Imán no son las de sabotear los oleoductos. Ése es el trabajo de los enemigos del Islam.

—Hay muchos enemigos del Islam que afirman ser seguidores del Profeta y que se han adueñado de sus palabras deformándolas —dijo Kyabi con amargura—, Traicionándole a Él y traicionando al Islam.

—Estoy de acuerdo, y Dios los buscará y los castigará. Cuando Irán esté gobernado de acuerdo con la ley islámica, los buscaremos y los castigaremos en Su Nombre.

Los ojos oscuros de Hussain tenían una mirada dura también. —¿Qué se puede hacer con el petróleo derramado?

Habían sido necesarias dos horas para conseguir localizar la rotura. Estuvieron volando en círculos a un treintena de metros, aterrados ante la amplitud del derramamiento del crudo que había inundado el pequeño río y sus marismas y que, arrastrado por la corriente, se hallaba ya a unos kilómetros río abajo. Una densa espuma negra cubría la superficie del agua de orilla a orilla. Hasta el momento, sólo había encontrado una aldea en su camino. A algunos kilómetros, hacia el Sur, había muchas otras. El río suministraba el agua para beber, lavar y las letrinas.

—Quemarlo. Lo más pronto posible. —Kyabi miró a su ingeniero—. ¿No?

—Sí, sí. Claro. Pero, ¿qué me dice de la aldea, Excelencia?

El ingeniero era un iraní nervioso, de mediana edad, que observaba inquieto, al mollah.

—Hay que evacuar a los aldeanos..., decirles que se vayan hasta que el lugar vuelva a ser seguro.

—¿Y si se incendia la aldea? —preguntó Rudi.

—Se habrá incendiado. Voluntad de Dios.

—Sí —dijo Hussain—. ¿Cómo lo quemarán?

—Casi bastaría con una cerilla. Pero, en ese caso, también ardería quien la lanzara. —Kyabi reflexionó un instante—. ¿Llevas a bordo tu «Very pistol», Rudi?

—Sí. —Rudi había insistido en llevar el arma consigo alegando que resultaría imprescindible en caso de emergencia. Todos los pilotos le habían respaldado, aunque también todos sabían que eso no era cierto—. Con cuatro bengalas. ¿Piensa.?

Todos miraron al cielo al escuchar el sonido producido por dos jets que se acercaban. Dos cazas, volando bajo y muy veloces, azotaron el terreno dirigiéndose hacia el Golfo. Rudi calculó por la ruta que seguían que se dirigían directamente a Khark. Eran cazas de ataque y había visto que iban armados con misiles aire-tierra. «¿Van destinados los misiles a la isla de Khark? —se preguntó, sintiendo una contracción en la garganta—. ¿También allí ha llegado la revolución? ¿O sólo se trata de un vuelo rutinario?»

—¿Qué te parece, Rudi? ¿Khark? —preguntó Kyabi.

—Khark se encuentra por ese lado, jefe —dijo Rudi, no queriendo verse implicado—. Así que debe tratarse de un vuelo rutinario. Cuando estábamos allí, teníamos los despegues y aterrizajes diarios por docenas. ¿Quieres utilizar las bengalas para prender fuego?

Kyabi apenas lo oyó. Sus ropas estaban manchadas por el sudor y sus botas de andar por el desierto, negras por el petróleo. Pensaba en el levantamiento de las Fuerzas Aéreas en Doshan Tappeh. «Si esos dos pilotos son de los sublevados y atacan Khark, saboteando nuestras instalaciones allí, Irán retrocederá veinte años», se dijo casi ahogándose de ira y frustración.

Cuando Rudi acudió a recogerle aquella mañana, Kyabi se mostró asombrado al ver al mollah. Había pedido una explicación. Al decirle, iracundo, el mollah que Kyabi debería cerrar todas las instalaciones y declararse inmediatamente a favor de Jomeiny, Kyabi casi quedó mudo por el asombro.

—Pero eso es la Revolución. Significa la guerra civil.

—Es la Voluntad de Dios —había respondido Hussain—. Tú eres iraní, no un lacayo extranjero. El Imán ha ordenado el enfrentamiento con las Fuerzas Armadas para someterlas. Con la ayuda de Dios, dentro de unos días empieza la primera república auténticamente islámica sobre la Tierra desde los tiempos del Profeta, las Bendiciones de Dios caigan sobre Él.

Kyabi hubiese querido decir lo que tantas veces había asegurado en privado.

—Es el sueño de un demente y tu Jomeiny es un viejo senil y perverso nada más, impulsado por una venganza personal contra los Pahlevi... Cree que la Policía de Reza Sha asesinó a su padre y también que el SAVAK de Mohammed Sha asesinó a su hijo en Irak hace unos años. No es más que un fanático de estrechas miras, que quiere conducirnos a nosotros, al pueblo, y en especial a las mujeres, de vuelta a la Edad de las Tinieblas...

Pero nada dijo de eso al mollah en aquellos momentos. En lugar de ello, volvió a centrarse en el problema de la aldea.

—Si se incendia, les será fácil reconstruirla. Sus posesiones es lo que importa —dijo, disimulando su aborrecimiento—. Usted puede ayudar si así lo desea, Excelencia. Yo se lo agradecería. Puede hablarles.

Los aldeanos se negaron a irse. Kyabi les explicó por tercera vez que el fuego era la única manera de salvar su agua y también a los otros aldeanos. Después, Hussain les dirigió la palabra también, pero siguieron negándose a abandonar aquello. Había llegado la hora de las oraciones de mediodía y el mollah dirigió sus rezos, volviendo luego a insistir en que abandonaran los ribazos del río.

Los ancianos se consultaron entre sí.

—Es la Voluntad de Dios —dijeron—. No nos iremos.

—Es la Voluntad de Dios —se mostró de acuerdo Hussain. Luego, dando media vuelta, abrió la marcha en dirección al helicóptero.

Una vez más, tomaron tierra cerca de la alcantarilla. Ahora, sólo salía un hilillo de la tubería.

—Rudi, colócate bien arriba, lo más lejos que puedas, y dispara una bengala a la alcantarilla —dijo Kyabi—. Luego, lanza otra en el centro del río. ¿Podrás hacerlo?

—Puedo intentarlo. Nunca he disparado antes una pistola de señales. Rudi avanzó penosamente entre la maleza del desierto. Los demás regresaron al helicóptero que él aparcara a una distancia prudencial. Cuando estuvo en posición, metió el gran cartucho en la pistola, apuntó, y apretó el gatillo. El arma retrocedió más de lo que él esperaba. La fosforescente bengala de señales se arqueó baja a ras del suelo, rebotó casi al tocarlo y volvió a elevarse en el aire para ir a caer directamente en la alcantarilla. Por un instante todo siguió igual, después, la tierra explotó y el fuego ascendió, extendiéndose, convirtiendo el coche volcado en una pira funeraria. La onda de choque recalentada lo envolvió, pero pasó sin afectarle. Un humo negro y acre ascendió hacia el cielo. El fuego empezó a extenderse, dirigiéndose, veloz, hacia el río.

La segunda bengala roja, trazando un elevado arco, cayó al río, cuya superficie se prendió de inmediato. Lo supieron más por el ruido que por la vista, pero cuando se encontraron una vez más en el aire, bordeando el río hacia su nacimiento, pudieron observar cómo el fuego se propagaba con enorme rapidez corriente abajo. Inmensas nubes de humo negro iban marcando su paso. Cerca de la aldea, trazó un círculo. Hombres, mujeres y niños huían con lo que habían podido coger. Mientras ellos miraban, la aldea quedó consumida por el fuego.

Los cuatro hombres volaron hacia casa.

Para Kyabi, su casa era la zona del cuartel general de «IranOil», exactamente a las fueras del Ahwaz, un ordenado complejo de blancos edificios de cemento, con céspedes bien regados y una plataforma para los hélicópteros rodeada de una cerca alta.

—Gracias, Rudi —dijo presa de desesperación.

El aparato se encontraba rodeado de hombres armados que habían salido rápidamente de su escondrijo tan pronto como aterrizaron, gritando y apuntándoles con sus armas. Detrás de Kyabi, el mollah jugueteaba con su sarta de cuentas para la oración.

Kyabi se desabrochó el cinturón de vuelo. «Es la Voluntad de Dios —pensó—. He hecho lo que he podido, he rezado bien y sé que no hay más Dios que Dios y que Mahoma es su Profeta. Cuando muera, lo haré maldiciendo a los enemigos de Dios, Jomeiny el primero de ellos, falso profeta y asesino, así como a todos sus seguidores.»

Dio media vuelta. Su ingeniero permanecía en su asiento, lívido y rígido junto a Hussain.

—Te encomiendo a la venganza de Dios, mollah.

Seguidamente, Kyabi bajó.

Dispararon contra Kyabi y arrastraron al ingeniero lejos.

Luego, a instancias del mollah, dejaron que el helicóptero despegara,

Torbellino
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