CAPÍTULO III
Erikki Yokkonen estaba desnudo, tumbado en la sauna que construyera con sus propias manos, a una temperatura de más de 40C, corriéndole el sudor por todo el cuerpo; cerca de él, Azadeh, su mujer, también adormecida por el calor, había sido una noche formidable con gran cantidad de comida y dos botellas del mejor vodka ruso que había comprado en el mercado negro de Tabriz, compartiéndolas con sus dos mecánicos ingleses y el gerente de su sección, Ali Dayati.
—Y ahora, a la sauna —les dijo poco antes de medianoche.
Pero, como era habitual, declinaron la invitación, sin apenas fuerzas para llegar a sus propias cabinas.
—¡Ven, Azadeh!
—Esta noche no. Por favor, Erikki —había pedido ella.
Mas él se limitó a reír y, levantándola en sus fuertes brazos, la envolvió bien con el abrigo de pieles, salió con ella de la cabina y dejó atrás los pinos cargados de nieve, la temperatura justamente por debajo de cero. Azadeh era fácil de transportar y Erikki entró con ella en la pequeña cabaña adosada a la parte trasera de su cabina, y, al calor de la zona cambiante se desnudó en la propia sauna. Y allí se encontraban los dos tumbados, Erikki perfectamente a sus anchas, Azadeh no acostumbrada todavía a aquel ritual nocturno, a pesar del año transcurrido desde su matrimonio.
Apoyándose sobre un brazo, la miró. Se encontraba tumbada sobre una gruesa toalla en el banco de enfrente. Tenía los ojos cerrados y Erikki observó cómo sus senos subían y bajaban con la respiración y también toda su belleza, el cabello como ala de cuervo, las cinceladas facciones arias, el precioso cuerpo, la tez nacarada..., y, como siempre, se sintió maravillado ante ella, tan pequeña frente a su metro noventa y cinco de altura.
«Dioses de mis antepasados —pensó—, gracias por haberme dado semejante mujer.» Por un instante, no pudo recordar en qué idioma estaba pensando. Dominaba cuatro: finés, sueco, ruso e inglés. «¿Qué importa eso?», se dijo, volviendo a sumirse en el calor y dejando que su mente vagara junto con el vapor que ascendía de las piedras que con tanto cuidado colocara. Le producía una gran satisfacción el haber construido la sauna por sí mismo, tal como un hombre debe hacer, aserrando los troncos igual que sus antepasados habían ido haciendo a lo largo de siglos.
Eso fue lo primero que empezó a realizar cuando fue destinado allí, hacía ya cuatro años: seleccionar y cortar los árboles. Los otros le consideraron un demente. El se limitó a encogerse de hombros, bonachón.
—La vida no es nada sin una sauna. Primero construyes ésta, y la casa después. Una casi sin sauna no es casa. Vosotros, los ingleses, no sabéis nada..., nada sobre la vida.
Estuvo tentado de decirles que como muchos otros finlandeses, había nacido en una sauna..., ¿y por qué no? Pensandolo bien, es el lugar más cálido de la casa, el más limpio, el más tranquilo, el más reverenciado. Jamás se lo contó a ellos, sólo a Azadeh. Ella lo había entendido. « ¡Ah!, sí —pensó inmensamente contento—, ella lo entiende todo.»
Afuera, la entrada del bosque permanecía en silencio; el cielo, limpio de nubes y cuajado de estrellas muy brillantes; la nieve, amortiguando todos los sonidos. A un kilómetro se encontraba el único camino que cruzaba las montañas, serpenteando hacia el Noroeste, dirigiéndose a Tabriz, a quince kilómetros de distancia, y, luego, se desviaba al Norte, hacia la frontera soviética, situada a pocos kilómetros. Al Sureste, zigzagueaba de nuevo a través de las montañas en dirección a Teherán, a unos quinientos sesenta y cinco kilómetros.
La base, Tabriz Uno, albergaba a dos pilotos, el otro se encontraba de permiso en Inglaterra, y dos mecánicos ingleses; los demás eran iraníes: dos cocineros, ocho trabajadores diurnos, el operador de radio y el gerente de la estación. Su aldea, Abu Mard, se hallaba enclavada en la cima de la colina y abajo, en el valle, estaba la fábrica de pulpa de madera perteneciente al monopolio forestal «Iran-Timber», con la que tenían firmado un contrato. Los «212» transportaban a los leñadores, al bosque, junto con el equipo, les ayudaban a levantar los campamentos y a proyectar los pocos caminos que podían trazarse; también prestaban servicios a los campamentos con las cuadrillas de reemplazo y el equipo, y se llevaban a los heridos. Para muchos de los campamentos aislados, los «212» constituían el único lazo con el exterior y los pilotos eran venerados. Erikki amaba la vida y la tierra tanto como a Finlandia, soñando en ocasiones que se encontraba de nuevo en casa.
Su sauna contribuyó a hacerlo perfecto. La pequeña cabaña de dos habitaciones detrás de su cabina se encontraba oculta a las otras cabinas, construida a la manera tradicional con liquen entre los troncos para favorecer el aislamiento, bien ventilado el fuego de leña que calentaba las piedras. Algunas de éstas, las de la capa superior, habían sido llevadas desde Finlandia. Su abuelo las había sacado del fondo de un lago, lugar del que se obtenían las mejores piedras de sauna, y se las regaló durante su último permiso en casa, hacía ya dieciocho meses.
—Llévatelas, hijo mío, y con ellas seguramente irá un buen tonto de sauna finlandés, el duendecillo moreno que es el espíritu de la sauna, aunque, en realidad, no comprendo cómo deseas casarte con una de esas extranjeras y no con una de tu propia tierra.
—Cuando la veas, también tú la adorarás, abuelo. Tiene ojos azul verdoso, cabello muy, muy oscuro y...
—Si te da muchos hijos... Bien, ya veremos. Es cierto que hace ya mucho tiempo que deberías estar casado, un hombre tan formidable como tú pero..., ¿una extranjera? ¿Dices que es maestra?
—Miembro del Cuerpo de Enseñanza de Irán. Son personas jóvenes, hombres y mujeres, voluntarios al servicio del Estado, que van a las aldeas y enseñan a los lugareños y a los niños a leer y escribir. Sobre todo a los niños. El Sha y la emperatriz crearon el Cuerpo hace algunos años, y Azadeh se incorporó a él cuando tenía veintiuno. Es de Tabriz, donde yo trabajo, enseña en nuestra aldea en una escuela provisional; la conocí hace siete meses y tres días. Ella tenía veinticuatro años entonces y...
Erikki, gozoso recordó la primera vez que la viera, con su pulcro uniforme, el cabello suelto cayéndole por los hombros, sentada en un claro del bosque rodeada de niños, y luego sonriéndole a él, viendo luego como lo miraba, asombrada por su tamaño. Al punto descubrió que aquélla era la mujer a la que había estado esperando encontrar durante toda su vida. Él tenía treinta y seis años. «¡Ah! —pensaba mientras la contemplaba arrobado, bendiciendo una vez más al tonto del bosque que le había conducido hacia aquella parte de la floresta. Sólo quedaban tres meses más, y luego dos enteros de permiso—, Será maravilloso poder enseñarle Suomi... Finlandia.»
—Ya es hora, Azadeh, cariño —le dijo.
—No, Erikki, aún no, aún no —pidió ella medio dormida, embriagada por el calor, y no por el alcohol porque nunca bebía—. Por favor, Erikki, todavía no he...
—Demasiado calor no es bueno para ti —aseguró él con firmeza.
Entre ellos siempre hablaban en inglés, aunque Azadeh dominaba también el ruso, ya que su madre era medio georgiana, originaria de la zona fronteriza, donde resultaba muy útil, y prudente, ser bilingüe. También hablaba turco, el lenguaje más utilizado en aquella parte de Irán, Azerbaiján y, desde luego, farsi. Salvo algunas palabras, Erikki no hablaba farsi ni turco. Se sentó y se limpió el sudor, en paz con el mundo. Luego, se inclinó hacia ella, besándola. Azadeh le devolvió el beso y tembló al sentir la mano de él buscándola y la suya buscándole a él a su vez.
—Eres un hombre malo, Erikki —dijo al mismo tiempo que se desperezaba.
—¿Preparada?
—Si.
Se colgó de él mientras Erikki la levantaba en brazos con gran facilidad. Luego, salieron de la sauna a la habitación intermedia, abriendo seguidamente la puerta y se encontraron afuera, bajo el viento helado. Azadeh jadeó al recibir el impacto frío y se aferró a él con más fuerza mientras Erikki cogía puñados de nieve frotándola con ellos, lo cual hizo que sintiera un hormigueo y un ardor, aunque no desagradables, en la piel. En cuestión de segundos, ella se sintió maravillosamente tanto interior como exteriormente. Le había costado todo un año acostumbrarse al baño de nieve después del calor. Ahora, sin él, la sauna le parecía incompleta. Rápidamente, Azadeh hizo lo mismo con su marido, luego, se precipitó de nuevo feliz hacia el calor, dejándole durante unos segundos tumbarse en la nieve y rodar por ella Erikki no se había dado cuenta de los hombres que, junto con el mollah, se encontraban en pie, escandalizados, en la subida, medio ocultos bajo los árboles, junto al sendero, a unos cincuenta metros de distancia. Los descubrió mientras cerraba la puerta. Se sintió invadido por la furia. Dio un fuerte portazo.
—Ahí fuera hay algunos lugareños. Han estado mirándonos. ¡Todos saben que ésta es una zona prohibida!
Ella se sentía furiosa también y se vistieron presurosos. Erikki se calzó las botas de piel y después de endosarse el grueso suéter y los pantalones, cogió un hacha enorme y se precipitó afuera. Los hombres seguían allí. Se lanzó hacia ellos, enarbolando el hacha con un grito amenazador. Al abalanzarse contra ellos, se desperdigaron y uno levantó la metralleta disparando una ráfaga al aire, que el eco propagó por toda la montaña. Erikki se detuvo en seco, dominando su ira. Nunca antes le habían amenazado con armas de fuego, ni apuntado una contra su estómago.
—Baja el hacha o te mataré —dijo el hombre en un inglés vacilante.
Erikki vaciló un instante. En aquel momento, Azadeh se interpuso entre ellos y apartando el arma de un manotazo, empezó a gritar en turco.
—¿Cómo os atrevéis a venir aquí? ¿Cómo os atrevéis a llevar armas...? ¿Qué sois? ¿Bandidos? ¡Ésta es nuestra tierra! Abandonad este lugar o haré que os encarcelen.
Se ciñó el grueso abrigo de piel, pero temblaba de furia.
—Ésta es la tierra del pueblo —repuso el mollah hosco, aunque manteniéndose alejado—. Cubre tu pelo, mujer, cubre tu...
—¿Quién eres tú, mollah? No perteneces a mi aldea. ¿Quién eres? —Mahmud, mollah de la mezquita Hajsta, de Tabriz. No soy uno de tus lacayos —dijo enfadado, apartándose de un salto al lanzarse Erikki hacia él.
El hombre de la metralleta había perdido el equilibrio, pero otro de ellos, situado a prudente distancia amartilló su arma.
—¡Por Dios y el Profeta, detén a ese cerdo extranjero u os enviaré a los dos al infierno que os merecéis!
—¡Espera, Erikki! ¡Deja estos perros para mí! —le dijo Azadeh en inglés, y luego se encaró con ellos, imprecándoles—. ¿Qué queréis vosotros aquí? Ésta es nuestra tierra, la tierra de mi padre, Abdollah Khan, Khan de los Gorgons, familia de los Qajars los cuales gobernaron aquí durante siglos—. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y se los quedó mirando. Eran en total diez, todos jóvenes, todos forasteros salvo uno, el kalandar, el jefe de su aldea—. ¿Cómo te atreves a venir aquí, kalandar?
—Lo siento, Alteza —dijo éste excusándose—, pero el mollah dijo que tenía que traerle aquí por este sendero y no por el camino principal de manera que...
—Y tú, parásito, ¿qué quieres? —preguntó ella volviéndose hacia el mollah.
—Ten más respeto, mujer —repuso el mollah todavía más furioso que ella—. Pronto mandaremos nosotros aquí. Y en el Corán hay leyes contra la desnudez y las costumbres livianas: lapidación y látigo.
—El Corán también tiene leyes contra los intrusos, los bandidos, contra quienes amenazan a las gentes pacíficas y también por la rebelión contra sus jefes y sus señores. ¡Yo no soy uno de vuestros asustados analfabetos! Sé bien lo que siempre habéis sido: los parásitos de las aldeas y del pueblo. ¿Qué queréis?
Desde la base, la gente acudía presurosa con linternas. Los dos mecánicos iban al frente, con los ojos todavía somnolientos, y Ali Dayati cautelosamente a remolque. Todos ellos entumecidos de sueño, apresuradamente vestidos y ansiosos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Dayati, atisbando a través de unos gruesos lentes que cabalgaban sobre su nariz.
Su familia había estado durante años bajo le protección de los Gorgon Khan y a su servicio.
—Estos perros —empezó a decir Azadeh acalorada—han aparecido en plena noche y...
—Contén tu lengua, mujer —ordenó el mollah enfadado. Luego, se volvió hacia Dayati—. ¿Quién eres tú? —preguntó.
Cuando Dayati vio que se trataba de un mollah, cambió de actitud mostrándose deferente al punto.
—Soy... Yo soy el gerente de «Iran-Timber» aquí, Excelencia. ¿Qué pasa? Por favor, ¿qué puedo hacer por usted?
—El helicóptero. Lo quiero dispuesto para esta madrugada. Voy a hacer un vuelo sobre los campamentos.
—Lo siento, Excelencia. El aparato se encuentra desmontado para un repaso. Es la política de los extranjeros y...
Azadeh lo interrumpió, furiosa.
—Mollah, ¿con qué derecho viene aquí en plena noche para...? —El Imán Jomeiny ha dado ord...
—¿Imán? —repitió ella escandalizada—. ¿Con qué derecho llamas así al Ayatollah Jomeiny?
—Él es el Imán. Ha dado órdenes y...
—¿Dónde dice en el Corán o en el Sharia que un ayatollah pueda proclamarse Imán, que pueda ordenar a uno de los Creyentes? ¿Dónde dice que...?
—¿No eres chiíta? —le preguntó rabioso el mollah, consciente de que sus seguidores estaban escuchando atentamente.
—Sí. Lo soy, pero no una estúpida analfabeta, ¡mollah! —El tono con que pronunció la palabra era insultante—. ¡Contesta!
—Por favor, Alteza —le suplicó Dayai—. Deje esto para mí, por favor. Se lo suplico.
Pero ella empezó a hablar, encrespada de furia y el mollah a contestarle en el mismo tono. Luego, los otros intervinieron también y la cosa parecía estar poniéndose fea hasta que Erikki levantó el hacha y lanzó un estentóreo grito de ira, furioso de no entender lo que estaban diciendo. Se hizo un silencio súbito y, luego, otro hombre volvió a amartillar su metralleta.
—¿Qué quiere este bastardo, Azadeh? —preguntó Erikki. Ella se lo dijo.
—Dayati, dile que no puede coger mi «212» y que abandone nuestras tierras de inmediato o enviaré a buscar a la Policía.
—Por favor, capitán. Por favor, deje que yo me ocupe de esto, capitán —pidió Dayati, sudando por la ansiedad. Y, antes de que Azadeh pudiera interrumpir, suplicó—: Por favor, Alteza, por favor, déjeme ahora. —Luego, volvióse hacia los dos mecánicos—. Todo está bien. Podéis regresar a la cama, yo me ocuparé de todo.
Fue entonces cuando Erikki se dio cuenta de que Azadeh iba descalza y la cogió en brazos.
—Dayati, dile a ese matyeryebvets y a todos los demás que si vuelven aquí de noche, les partiré la cabeza...; y que si él o cualquiera toca un solo cabello de la cabeza de mi mujer, lo perseguiré hasta el infierno si fuera preciso.
Se alejó, imponente en su ira, seguido por los dos mecánicos. Una voz, hablando en ruso, lo detuvo.
—Tal vez pueda charlar con usted dentro de unos momentos, capitán Yokkonen.
Erikki miró hacia atrás. Azadeh, a la que todavía llevaba en brazos, se puso tensa. El hombre que acababa de hablar se encontraba en la parte de atrás del grupo, casi oculto a su vista, al parecer no muy diferente de los demás y vistiendo un parka anodino.
—Muy bien —contestó Erikki en ruso—. Pero no traiga a mi casa un arma de fuego ni un cuchillo.
Dicho lo cual, se alejó.
El mollah se acercó mis a Dayati, con la mirada dura.
—¿Qué ha dicho el diablo extranjero? ¿Eh?
—Fue descortés, todos los extranjeros lo son. Y su AIt.... también la mujer fue descortés.
El mollah escupió en la nieve.
—El Profeta dicto leyes y castigos contra tales comportamientos, el pueblo tiene leyes contra las riquezas hereditarias y el robo de tierras, porque las tierras pertenecen al pueblo. Pronto, leyes justas y castigos correctos nos gobernarán a todos nosotros. Al fin. El Irán estará en paz. —Se volvió hacia los otros—. ¡Desnuda en la nieve! ¡Exhibiéndose abiertamente contra todas las leyes del pudor! ¡Ramera! ¿Qué son los Gorgon sino lacayos del traidor Sha, y de su perro Bajtiar, ¿eh? —Volvió de nuevo los ojos a Dayai—. ¿Qué mentiras estás diciendo sobre el helicóptero?
Tratando de disimular su miedo Dayati respondió al punto que las regulaciones extranjeras le imponían una revisión cada mil quinientas horas a él y al aparato, órdenes ratificadas por el Sha y el Gobierno.
—Un Gobierno ilegal —le interrumpió el mollah.
—Claro, claro, ilegal —asintió Dayai al punto y, presa de nerviosismo, lo condujo hasta el hangar y encendió las luces..., la base tenía su pequeño sistema generador que se valía por sí solo. Los motores del «212» estaban alineados cuidadosamente, pieza a pieza, a la manera de soldados—. Yo nada puedo hacer, Excelencia, los extranjeros lo manejan todo. —Luego, se apresuró a añadir—: Y a pesar de que sabemos que «Iran Timber» pertenece al pueblo, el Sha se llevó todo el dinero. Yo no tengo autoridad sobre ellos, esos diablos extranjeros o sus reglamentos, No hay nada que yo pueda hacer.
¿Cuándo estará preparado para volar? —preguntó el que hablara en ruso, esta vez haeiéndolo en perfecto turco.
Los mecánicos prometieron que dentro de dos días —respondió Dayai mientras rezaba para sus adentros, con mucho miedo aunque tratando desesperadamente de disimularlo. Ahora, para él, ya estaba claro que aquellos hombres eran mujhadin izquierdistas, convencidos de la teoría fomentada por los soviéticos de que el Islam y Marx eran compatibles—, está en Manos de Dios. Dos días; los mecánicos extranjeros están a la espera de repuestos que ya debieran haber llegado.
¿Cuál es son?
Nervioso, se lo dijo. Algunos repuestos corrientes y una pala del rotor de cola.
¿Cuántas horas tiene la pala del rotor? Dayani comprobó el registro con dedos temblorosos.
—Mil setenta y tres.
—Dios está con nosotros repuso el hombre, volviéndose hacia el mollah—Podemos utilizar con seguridad la antigua, durante cincuenta horas al menos.
—Pero ]la duración de la pala..., el certificado de vuelo está invalidado —adujo Dayai sin pensarlo—. El piloto no querrá volar porque las regulaciones aéreas exig......
—Regulaciones de Satanás—le interrumpió el que hablaba ruso—. Algunas de ellas.
Pero las normas de seguridad son importantes para el Pueblo, e incluso las más importantes. En el Corán. Dios establece reglas para camellos y caballos y cómo hay que: cuidarlos. Y esas reglas pueden aplicarse igualmente a los aeroplanos que también son un don de Dios y nos transportan para realizar su trabajo. Por lo tanto, hemos de cuidar de ellos correctamente. ¿No estás de acuerdo, Mahmud?
—Desde luego —respondió impaciente el mollah, clavando la mirada en Dayai que se echó a temblar—. Volveré dentro de dos días, con el alba. Ten preparado el helicóptero y también al piloto para hacer el trabajo de Dios por el Pueblo. Visitaré todos los campamentos de las montañas. ¿Hay otras mujeres aquí?
—Solo.... sólo dos mujeres de los trabajadores... y la mía.
—¿Llevan caftán y velo?
—Pues claro —mintió Dayai al punto.
LLevar velo estaba prohibido por las leyes en Irán. El Sha Reza había proscrito el velo en 1936, dejando que el caftán lo llevara la que quisieran.
Y el Sha Mohammed había emancipado aún más a la mujer en 1964
—Muy bien. Recuérdales que Dios y el Pueblo las vigilan, incluso en el terreno vil del extranjero. —Mahmud dio media vuelta y salió de estampía seguido por los demás.
Una vez solo, Dayai se enjugó la frente, agradecido por ser uno de los creyentes y porque ahora su mujer llevaría el caftán, sería obediente y obraría como su madre lo hiciera, con modestia y sin ponerse jeans como Su Alteza. ¿Qué era lo que el mollah la había llamado en su propia cara? «Que Dios le proteja si Abdollah Khan llega a enterarse..., aunque, desde luego, el mollah tiene razón y también Jomeiny la tiene, que Dios le proteja.»
En la cabaña de Erikki: 11.23 de la noche. Los dos hombres se sentaron a la mesa, uno frente a otro, en la habitación principal de la cabaña. Cuando el hombre llamó a la puerta, Erikki le dijo a Azadeh que se fuera al dormitorio, pero dejó la puerta interior abierta para que pudiera escuchar. También le dio la escopeta que él utilizaba para cazar.
—Utilízala sin miedo. Si entra en el dormitorio es que yo he muerto —le había dicho, metiendo el cuchillo pukoh dentro de su vaina y poniéndoselo bajo el cinturón, en el centro de la espalda.
El pukoh, un cuchillo con mango, era el arma de los finlandeses. Se consideraba nefasto, y peligroso, el que un hombre no lo llevara consigo. En Finlandia, iba contra la ley mostrarlo abiertamente..., pues tal actitud podía ser considerada como de desafío. Pero todos llevaban uno, y siempre en las montañas. El de Erikki Yokkonen era equiparable a su propia envergadura.
—Verá, capitán, le pido excusas por la intrusión —dijo el hombre. No llegaba al metro ochenta de estatura, y se hallaba en la treintena; tenía el cabello oscuro, rostro curtido, y sangre eslava..., mongólica, merced a alguno de sus antepasados—. Me llamo Fedor Rakoczy.
—Rakoczy era un revolucionario húngaro —afirmó Erikki sin preámbulos—. Y, por su acento, usted es georgiano. Rakoczy no lo era. ¿Cuál es su verdadero nombre..., y su rango en la KGB?
El hombre se echó a reír.
—Lo de mi acento es cierto, y que soy un ruso de Georgia, de Tbilisi. Mi abuelo era originario de Hungría, pero no tenía parentesco alguno con el revolucionario que, en los viejos tiempos, se convirtió en príncipe de Transilvania. Tampoco era musulmán como mi padre y yo. Así que, ya ve, ambos conocemos algo de nuestra historia, gracias a Dios —dijo con tono placentero—. Soy un ingeniero del gasoducto de gas natural iraní-soviético, con base justo en la frontera de Astara, en el Caspio, y pro-Irán, pro-Jomeiny, que las bendiciones caigan sobre él, anti-Sha y antiamericano.
Se sentía satisfecho de que le hubieran puesto al corriente sobre Erikki Yakkonen. Parte de la historia que había contado se ajustaba la verdad. Desde luego procedía de Georgia, de Tbilisi, pero no era musulmán ni se llamaba Rakoczy. En realidad, su nombre era Igor Mzytryk, un capitán de la KGB, especialista agregado a la 116 División aerotransportada que estaba desplegada al otro lado de la frontera exactamente, al norte de Tabriz, uno de los centenares de agentes clandestinos que durante meses habían estado infiltrándose por el norte de Irán y que ya actuaban casi con absoluta libertad. Tenía treinta y cuatro años, oficial de carrera de la KGB como su padre, había estado en Azerbaiján hacía seis meses. Su inglés era bueno, hablaba el farsi y el turco con fluidez y, aun cuando no sabía volar, estaba muy bien enterado sobre los helicópteros de émbolo impulsado del Ejército soviético, que servían de apoyo a su División.
—En cuanto a mi grado —añadió con su tono de voz más amable—, es el de amigo. Nosotros los rusos somos buenos amigos de los finlandeses, ¿no?
—Sí, sí, eso es cierto. Los rusos son miembros del Partido. La Santa Rusia fue una amiga en el pasado, sí, en la época en que nosotros éramos un Gran Ducado de Rusia. La Rusia soviética se mostró amistosa después de 1917, cuando nos convertimos en independientes. La Rusia soviética lo es ahora. Sí, ahora. Pero no en 1939. No en la Guerra del Invierno. No, entonces no.
—Tampoco lo fuisteis vosotros en el 41 —repuso Rakoczy con energía—. Ese año luchasteis contra nosotros con los asquerosos nazis; os pusisteis de su lado en contra nuestra.
—Así fue, pero sólo para recuperar nuestra tierra, nuestra Carelia, nuestra provincia que vosotros nos habíais arrebatado. ¡No avanzamos hacia Leningrado como podíamos haber hecho! —Erikki sentía su cuchillo en el centro de la espalda y eso le hacía sentirse satisfecho—. ¿Llevas armas?
—No. Me dijiste que no viniera armado. Mi arma está afuera. Tampoco llevo cuchillo ptikoh, no lo necesito. Soy un amigo, por Alá. —Muy bien. Un hombre tiene necesidad de amigos.
Erikki lo vigilaba, repugnándole cuanto él representaba: la Rusia soviética que, sin la menor provocación, invadiera Finlandia en 1939, tan pronto como Stalin hubo firmado el pacto de no agresión soviético-germano. El pequeño Ejército finlandés luchó solo contra ella. Mantuvieron a las hordas soviéticas a raya durante cien días, en la Guerra del Invierno, para acabar siendo desbordados. El padre de Erikki fue muerto defendiendo Carelia, la provincia suroriental donde los Yokkonen habían vivido durante siglos. Rápidamente, la Rusia soviética se anexionó la provincia. Tras lo cual, los finlandeses la abandonaron. Todos. Ninguno de ellos quiso permanecer bajo bandera soviética de tal manera que la tierra se volvió árida para los finlandeses. Erikki tenía diez meses por entonces y durante aquel éxodo murieron a millares. Su madre había muerto. Fue el peor invierno que podía recordar.
«Y en 1945 —pensó Erikki, ardiendo de ira—, en 1945, América e Inglaterra nos traicionaron y entregaron nuestras tierras al agresor. Pero no hemos olvidado, como tampoco lo han hecho los estonios, letones, lituanos, alemanes orientales, checos, húngaros, búlgaros, eslavos, rumanos..., la lista es interminable. Un día llegará en que se pasará cuentas a la Unión Soviética, oh, sí, seguramente algún día se ajustarán las cuentas a los soviéticos..., muchas de ellas por parte de los propios rusos que son los que más sufren su látigo.»
—Para ser georgiano, usted sabe mucho sobre Finlandia —dijo con calma.
—Finlandia es importante para Rusia. La détente entre nosotros da resultados y seguridad y demuestra al mundo que la propaganda antisoviética por parte de los imperialistas americanos es un mito,
Erikki sonrió.
—No es momento de hablar de política, ¿eh? A estas horas... ¿Qué quiere de mí?
—Su amistad.
—¡Ah! Eso se pide en seguida pero, como usted debería saber, un finlandés no la da con facilidad. —Erikki cogió del aparador una botella de vodka medio vacía y dos vasos—. ¿Es usted chiíta?
—Sí, pero no muy bueno. Dios me perdone. Bebo vodka a veces, si es eso lo que desea saber.
Erikki sirvió dos vasos.
—Salud —brindó, bebiendo ambos—. Ahora, por favor, vayamos al asunto.
—Muy pronto, Bajtiar y sus lacayos americanos serán expulsados de Irán. Muy pronto, Azerbaiján se convertirá en un hervidero, pero usted no tiene nada que temer. Aquí se piensa bien de usted, también de su mujer y de la familia de ésta y nos gustaría su... su cooperación para el restablecimiento de la paz en estas montañas.
—Sólo soy un piloto de helicóptero que trabaja para una compañía británica contratada por «Iran-Timber» y soy absolutamente apolítico. Nosotros, los finlandeses, somos apolíticos, ¿no lo recuerda usted?
—Somos amigos, sí. Nuestros intereses por la paz mundial son los mismos.
Erikki descargó su gran puño derecho sobre la mesa. La súbita violencia hizo que el ruso se sobresaltara, mientras la botella rodaba por la mesa y caía al suelo.
—Por dos veces le he pedido con toda cortesía que vaya al grano —dijo con la misma voz tranquila—. Le doy diez segundos.
—Muy bien —repuso el hombre entre dientes—. Requerimos sus servicios para trasladar equipos a los campamentos durante los próximos días. Nos...
—¿Qué equipos?
—Los mollahs de Tabriz y sus seguidores. Neces...
—Yo recibo mis órdenes de la compañía, no de mollahs, de revolucionarios o de hombres que llegan armados por la noche. ¿Me ha comprendido bien?
—Descubrirá que es mejor entendernos a nosotros, capitán Yokkonen. Y lo mismo digo de los Gorgon. Todos ellos —dijo Rakoczy con tono enfático.
Erikki sintió que se ponía pálido.
—Ya nos hemos ocupado de «Iran-Timber» —prosiguió el otro—, y está de nuestro lado. Le darán a usted las órdenes necesarias.
—Muy bien. En ese caso, esperaré a ver cuáles son —repuso Erikki levantándose, dominador con su gran estatura—. Buenas noches. El ruso se puso en pie a su vez y lo miró iracundo.
—Usted y su mujer son demasiado inteligentes para no comprender que sin los americanos y su estúpida CIA, Bajtiar está perdido. Ese condenado demente de Carter ha enviado a la Infantería de Marina y a los helicópteros a Turquía, una escuadra de guerra americana se encuentra en el Golfo, una fuerza estratégica con un portaaviones nuclear y navíos de apoyo, junto con infantes de marina y aviones equipados con armamento nuclear..., una flota de guerra y...
—¡No lo creo!
—Puede creerlo. Por Dios, están intentando desencadenar una guerra y, naturalmente, nosotros tenemos que reaccionar, debemos afrontar un juego de estrategia con otro juego de estrategia ya que, por supuesto, utilizarán Irán contra nosotros... Todo es una locura... No queremos una guerra nuclear... —decía Rakoczy de corazón. Su boca lo descubría. Sólo unas horas antes, su superior le había advertido, a través de mensaje de radio cifrado, que todas las fuerzas soviéticas destacadas en la frontera estaban en Alerta Amarilla, a sólo un paso de la Roja, a causa de la flota de portaaviones que se acercaba, al igual que todos los misiles nucleares. Y lo peor de todo era que se habían recibido informes de amplios movimientos de tropas chinas a todo lo largo de los ocho mil kilómetros de la frontera con China.
—Ese bastardo de Carter con su bastardo «Pacto de Amistad» con China va a enviarnos a todos al infierno por poco que pueda.
—Lo que ha de suceder, sucede —repuso Erikki.
—Insha'Allah, así es. Pero, ¿por qué convertirse en un perro faldero de los americanos, o de sus aliados británicos, igualmente asquerosos? El Pueblo va a ganar, nosotros vamos a ganar. Ayúdenos, capitán, y no lo lamentará. Sólo necesitamos de su pericia durante unos días...
De repente, se interrumpió. Alguien llegaba corriendo. Al punto, el cuchillo apareció en la mano de Erikki quien, con movimiento felino, se colocó entre la puerta de entrada y la del dormitorio, al tiempo que la primera se abría bruscamente.
—¡SAVAK! —dijo con voz entrecortada un hombre al que apenas se vio. Luego, desapareció corriendo.
Rakoczy se plantó en la puerta de un salto, y cogió su metralleta. —Requerimos su ayuda, capitán. ¡No lo olvide! —Y desapareció en la noche.
Azadeh salió al cuarto de estar, con el rostro pálido y el arma preparada.
—¿Qué era eso de un portaaviones? No le he entendido. Erikki se lo explicó. La alarma de Azadeh fue evidente.
—Eso significa la guerra, Erikki.
—Claro, si es cierto. —Se puso su parka—. Quédate aquí.
Cerró la puerta tras de sí. Ahora, ya podía ver los faros de los vehículos que se acercaban a gran velocidad por el escabroso y sucio camino que unía a la base con la carretera principal Tabriz-Teherán. A medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, pudo distinguir dos coches y un camión del Ejército. Al cabo de un momento, el vehículo en cabeza se detuvo y policías y soldados empezaron a desperdigarse en la noche. El oficial que los mandaba saludó.
—Buenas noches, capitán Yokkonen. Hemos oído que algunos revolucionarios estuvieron aquí, o comunistas..., se escucharon disparos —dijo, en un inglés perfecto—. ¿Se encuentra bien Su Alteza? ¿No hay problemas?
—No, ahora ya no, gracias, coronel Mazardi. —Erikki lo conocía muy bien. Aquel hombre era primo de Azadeh, y jefe de Policía en la zona de Tabriz. Pero, ¿SAVAK? «Eso es algo distinto —pensó incomodo—. Si lo es, lo es y yo no quiero saberlo»—. Entre.
Azadeh se mostró complacida de ver a su primo y le dio las gracias por acudir. Luego, le contaron lo ocurrido.
—El ruso dijo que se llamaba Rakoczy, ¿Fedor Rakoczy? —preguntó.
—Sí, pero, evidentemente, era mentira —dijo Erikki—.Y Tiene que ser de la KGB.
—¿Y no le dijo en absoluto por qué querían visitar los campamentos?
—No.
El coronel reflexionó un instante. Luego, suspiró.
—De manera que el mollah Mahmud desea volar, ¿eh? Es una locura por parte de un supuesto hombre de Dios el querer hacerlo. Muy peligroso, sobre todo si se trata de un islámico-marxista..., ¡qué sacrilegio!
Me han dicho que es muy fácil caer cuando se vuela en helicóptero. Tal vez deberíamos darle gusto. —Era alto y muy apuesto. Su uniforme se veía impecable—. No os preocupéis. Esos agitadores volverán a sus piojosos cuchitriles muy pronto. Bajtiar nos ordenará que aplastemos a esos perros. Y ese agitador de Jomeiny..., deberíamos hacer callar a ese traidor lo antes posible. Los franceses tenían que haberlo hecho en el mismo momento en que llegó allí. Esos débiles locos. ¡Estúpidos! Pero siempre lo han sido, entremetiéndose en todo, y contra nosotros.
Los franceses nunca han dejado de envidiar a Irán. —Se puso en pie—. Infórmeme cuando su aparato se encuentre en condiciones de volar. De cualquier forma, dentro de dos días nos tendrá aquí poco antes de la madrugada. Esperemos que vuelvan el mollah y sus amigos, en especial el ruso.
Dicho lo cual, se fue. Erikki puso agua a calentar para hacer café. —Prepara un maletín de mano, Azadeh —dijo pensativo. Ella se le quedó mirando.
—¿Qué?
—Cogeremos el coche e iremos a Teherán. Saldremos dentro de cinco minutos.
—No hay necesidad de que nos vayamos, Erikki.
—Si el helicóptero estuviera en condiciones de volar, lo utilizaríamos, pero no podemos.
—No hay motivo para preocuparse, cariño. Los rusos siempre han codiciado Azerbaiján y seguirán haciéndolo. Zaristas, soviéticos, da igual, han querido adueñarse de Irán. Y siempre los hemos mantenido fuera de aquí, y seguiremos haciéndolo. No debemos preocuparnos por un puñado de fanáticos y un ruso solitario, Erikki.
Él la miró.
—Me preocupa la Infantería de Marina americana en Turquía, la fuerza estratégica americana, por qué la KGB cree que «usted y su esposa son demasiado inteligentes», por qué ése estaba tan nervioso, por qué saben tanto sobre ti y sobre mí y por qué «requieren» mis servicios. Ve y haz la maleta, cariño mío, ahora que todavía es tiempo.