CAPÍTULO LVII
La puesta de sol era tenebrosa, el cielo estaba prácticamente cubierto de nubes, densas y oscuras.
—Por la mañana estará todo encapotado, Scrag —dijo Ed Vossi, el piloto americano, agitado el oscuro cabello por el viento que soplaba desde Ormuz a través del Golfo, en dirección a Abadán—. ¡Maldito viento!
—Nosotros andaremos bien, amigo. Pero, ¿y Rudi, Duke y los demás? Si esto sigue así o empeora, van a verse con el agua al cuello.
—¡Maldito viento! ¿Por qué había de ser precisamente hoy cuando cambiara de dirección? Es casi como si los dioses se estuvieran riendo de nosotros.
Los dos hombres se encontraban de pie, en el promontorio que daba al Golfo, debajo del asta de la bandera. Más allá, el estrecho coronado de espuma. Detrás de ellos se hallaba la base y el aeropuerto, todavía mojados por el aguacero pasajero de aquella mañana. Debajo y a la derecha tenían su playa y la balsa desde la que nadaban. A partir del día del tiburón, nadie había vuelto a aventurarse por allí, permaneciendo en aguas poco profundas por si acaso otro les estaba esperando.
—Me sentiré condenadamente contento cuando todo esto haya acabado —farfulló Vossi.
Scragger asintió con aire ausente, todos sus pensamientos centrados en las previsiones meteorológicas, intentando averiguar qué pasaría durante las próximas doce horas, siempre difícil en esa estación en la que el Golfo, habitualmente tranquilo, solía estallar con súbita y monstruosa violencia. Durante 363 ó 364 días del año, el viento del noroeste prevalecía. En aquellos momentos, no.
La base aparecía tranquila, sólo quedaban Vossi, Willi Neuchtreiter y dos de los mecánicos. Todos los demás pilotos y su gerente de oficinas británicos se habían ido, hacía dos días ya, el martes, mientras él se encontraba en ruta de regreso desde Bandar Delam, con Kasigi.
Willi les había llevado a todos a Al Shargaz por mar.
—Por las barbas de Satanás, no tuvimos dificultad alguna, Scrag —le había dicho Willi encantado, al tomar él tierra—. Tu plan salió perfecto. Enviarles por barco fue muy inteligente, mucho mejor que por helicópteros. Y más barato. El Comité se limitó a encogerse de hombros y a instalarse en uno de los remolques.
—¿Duermen en la base ahora?
—Algunos de ellos, Scrag. Tres o cuatro. Me he asegurado de que se les proporcione arroz y horisht en grandes proporciones. En un grupo bastante aceptable. Masoud está intentando también merecer de ellos buenas notas.
Masoud era su gerente de «IranOil».
—¿Por qué te has quedado, Willi? Sé la opinión que esta aventura te merece. Y, además, te dije que te fueras en el barco. No te necesitamos.
—Claro que no, pero, ¡voto a tal!, como diría aquél, que vas a necesitar un buen piloto a tu lado..., podrías perderte.
«El bueno de Willi», se dijo Scragger. Se alegraba de que se hubiese quedado. Y lo sentía también.
Desde que el martes regresara de Bandar Delam, estaba profundamente inquieto, por nada que pudiera definir, sólo tenía la sensación de que unos elementos sobre los que no tenía control amenazaban con descargarse en cualquier momento. El dolor en el bajo vientre había remitido, pero, de vez en cuando, aparecía algo de sangre en la orina. El no haber puesto al corriente a Kasigi sobre Torbellino contribuía a aumentar su malestar. «Diablos —se dijo—, no podía arriesgarme a divulgar la operación Torbellino. Lo hice lo mejor que pude diciendo a Kasigi que hablara con Gavallan.»
El día anterior, miércoles, Vossi había llevado a Kasigi a través del Golfo. Scragger entregó una carta confidencial a Vossi para Gavallan explicándole lo sucedido en Bandar Delam y su dilema frente a Kasigi, dejando que Gavallan decidiera lo que debía hacerse. En la carta también le daba detalles de su reunión con Georges de Plessey, profundamente preocupado de que las dificultades comenzaran de nuevo en el complejo de Siri.
Los daños en el bombeo y las conducciones en Siri son peores de lo que se pensó en un principio, y no creo que se pueda bombear este mes. Kasigi anda como loco debido a que espera la llegada a Siri de tres petroleros durante las tres próximas semanas para cargar, de acuerdo con el trato que hiciera con Georges. Es un desastre, Andy. Y no hay nada que nosotros podamos hacer. Existen escasas posibilidades de que puedan evitar el sabotaje si los terroristas deciden atacar. Desde luego, no he dicho nada a Georges sobre todo ello. Haz lo que puedas por Kisigi. Nos veremos pronto, Scrag.
En la llamada rutinaria de aquella misma mañana desde Al Shargaz, Gavallan se limitó a decir que había recibido su informe y que se ocupaba de ello. Y, en general, se había mostrado bastante evasivo.
Scragger no había mencionado a McIver y tampoco Gavallan. «¡Apuesto mi vida a que Dirty Duncan ha pilotado el "206"! Antes, nunca hubiera apostado nada a que el viejo McIver, cumplidor a rajatabla de las reglas, hubiera sido capaz de hacer algo semejante. A pesar de todo, estoy seguro de que no cabría en su pellejo ante semejante oportunidad, y no me extraña. Yo hubiera hecho lo mismo...»
Miró en derredor. Sólo con ver la cara de Willi Neuchtreiter fue suficiente.
—Y ahora, ¿qué pasa?
—Acabo de descubrir que Masoud ha entregado todos nuestros pasaportes a los gendarmes. ¡Hasta el último!
Vossi y Scragger le miraron boquiabiertos.
—¿Por qué demonios ha hecho eso? —dijo Vossi.
Scragger mostró una contundencia mucho más vulgar.
—Fue el martes, Scrag, cuando los otros se iban en el barco. Naturalmente, aquí se encontraba un gendarme para verles partir. Los contaba a medida que iban subiendo a bordo. Y fue entonces cuando le pidió nuestros pasaportes a Masoud. Así que él se los entregó. De haber sido yo, hubiera hecho lo mismo.
—¿Para qué diablos los quería?
—Para firmar de nuevo nuestros permisos de residencia en nombre de Jomeiny, Scrag —explicó Willi pacientemente—. Quería que nos hallásemos dentros de la legalidad. Tú se lo habías pedido muchas veces, ¿verdad?
Scragger estuvo jurando durante todo un minuto y, ni por un momento, se repitió.
—Por todos los santos, Scrag, tenemos que lograr que nos los devuelvan —dijo Vossi trémulo—. Hemos de conseguirlo... o Torbellino se va al diablo.
—Lo sé, amigo —murmuró Scragger, meditabundo, mientras barajaba las posibilidades.
—Tal vez podamos obtener unos nuevos en Al Shargaz o Dubai, podemos decir que los hemos perdido —sugirió Willi.
—¡Por todos los santos, Willi! —explotó Vossi—. ¡Por todos los santos!, nos darían el portazo con tal rapidez que ni siquiera sabríamos por dónde habíamos entrado. ¿Te acuerdas de Masterson?
Hacía un par de años, uno de sus mecánicos olvidó renovar su permiso en Al Shargaz y había intentado pasar con el por Inmigración. Aun cuando sólo hacía cuatro días que el visado había caducado y, aparte de ello, su pasaporte estaba en regla, Inmigración lo había conducido directamente a la cárcel, donde se eternizó, muy incómodo por cierto, durante seis semanas, siendo puesto al fin en libertad, pero con la tajante prohibición de permitirle la entrada para siempre. «Maldición —había dicho el funcionario británico permanente—. Ha tenido una condenada suerte de salir tan bien parado. Ya conoce la Ley. Hemos tenido que insistir hasta quedarnos afónicos.»
—¡Maldito si voy a irme sin el mío! —exclamó Vossi—. No puedo. El mío está repleto de condenados visados de todos los Estados del Golfo, Nigeria, el Reino Unido y Dios sabrá cuántos más. Me costaría meses obtener otros nuevos, meses, y eso, suponiendo que lo consiguiera. ¿Y qué me decís de Al Shargaz, eh? Es un lugar formidable, pero sin un condenado pasaporte y el visado en regla..., a la cárcel.
—Tienes toda la razón, Ed. Y mañana es el Día Santo en el que todo está cerrado a cal y canto. ¿Recuerdas quién era el gendarme, Willi? ¿Era uno de los habituales o un Green Band?
—No era un Green Band, Scrag —dijo Willi al cabo de un momento—. Era uno de los habituales. El de más edad, ese del cabello canoso. —¿Qeshemi? ¿El sargento?
—Sí, Scrag, sí. El mismo.
Scrag soltó un taco.
—Si el viejo Qeshemi dice que hemos de esperar hasta el sábado, o hasta el sábado de la otra semana, no hay nada que hacer.
En esa área, los gendarmes seguían operando como siempre lo habían hecho, como parte del cuerpo militar, sin que los Green Bands los hostigaran, salvo por el hecho de haberles obligado a quitarse las chapas del Sha, sustituyéndolas por brazaletes con el nombre de Jorneiny garrapateados en ellos.
—No me esperéis a cenar.
Scragger salió de estampía a la luz crepuscular.
El cabo bostezó sacudiendo cortésmente la cabeza, hablando en farsi al operador de radio de la base, Alí Pash, del que se había hecho acompañar Scragger para que le sirviera de intérprete. Scragger esperaba, paciente, demasiado acostumbrado a las maneras iraníes para interrumpirles. Hacía ya media hora que estaban en ello.
—Ah, ¿querías preguntar por los pasaportes de los extranjeros? Tenemos los pasaportes en la caja fuerte, donde deben estar —decía el gendarme—, Los pasaportes son valiosos y los guardamos bajo llave.
—Absolutamente correcto, Excelencia, pero el capitán de los Extranjeros querría que le fuesen devueltos, por favor. Dice que los necesita para un cambio de personal.
—Claro que podemos devolvérselos. ¿Acaso no son de su propiedad? ¿Es que él y sus hombres no han volado muchas veces a lo largo de los años en misiones caritativas para nuestro pueblo? Ciertamente, Excelencia, tan pronto como la caja fuerte sea abierta.
—¿Es que no la puede abrir ahora, por favor? El extranjero apreciaría muchísimo su amabilidad. —Alí Pash se mostraba igualmente cortés y tranquilo, esperando que el gendarme le facilitara la información que buscaba. Era un teheraní de aspecto atractivo, rondando los treinta años, que había estudiado y hecho el aprendizaje en la «Radio School Americana» de Esfahan y hacía ya tres años que trabajaba con IHC, en Lengeh—. Sería un gesto muy amable.
—Ciertamente, pero no se le pueden devolver hasta que la llave aparezca.
—¡Ah! ¿Y sería muy atrevido por mi parte preguntarle dónde está la llave, Excelencia?
El cabo señaló con la mano la enorme y anticuada caja fuerte que dominaba la habitación.
—Mira, Excelencia, tú mismo puedes verlo, la llave no está en su colgadero. Lo más probable es que el sargento la guarde en su caja de caudales.
—Una decisión muy prudente y correcta, Excelencia. ¿Su Excelencia el sargento estará ahora en su casa?
—Su Excelencia vendrá aquí por la mañana.
—¿En el Día Santo? ¿Puedo expresar mi opinión de que somos muy afortunados al tener una gendarmería con tan alto sentido del deber que trabaja con semejante diligencia? Me imagino que no vendrá temprano.
—El sargento es el sargento, pero la oficina se abre a las siete y media de la mañana, aunque, desde luego, la comisaría está abierta día y noche. Volved por la mañana.
El gendarme apagó su cigarrillo.
—Muchísimas gracias, Excelencia. ¿Te gustaría fumarte otro cigarrillo mientras yo se lo explico al capitán?
—Gracias, Excelencia, no es corriente poder fumar tabaco extranjero. Gracias.
Los cigarrillos eran americanos y sumamente apreciados, pero nadie lo mencionaba.
—¿Puedo ofrecerte fuego, Excelencia?
Alí Pash encendió su propio cigarrillo y tradujo a Scragger lo que el cabo le acababa de decir.
—Pregúntale si el sargento se encuentra ahora en su casa.
—Ya lo he hecho, capitán. Ha dicho que Su Excelencia estará aquí por la mañana. —Alí Pash disimuló su cansancio, demasiado cortés para decir a Scragger que, desde los primeros segundos se había dado cuenta de que aquel hombre no sabía nada, no diría nada y que toda aquella conversación y la visita serían una absoluta pérdida de tiempo. Y que, desde luego, los gendarmes preferían que no se les molestara por la noche con un asunto tan insignificante. ¿Qué podía importar? ¿Acaso habían perdido ellos alguna vez un pasaporte? ¡Pues claro que no! ¿Y qué era eso de cambio de personal?—. Si me permite un consejo, Agha, por la mañana.
Scragger suspiró. Por la mañana quería decir al día siguiente, o al otro. «Es inútil seguir intentándolo», se dijo irritado.
—Dale las gracias en mi nombre y dile que mañana temprano estaré aquí.
Alí Pash obedeció. «Es la Voluntad de Dios —se dijo el gendarme fatigado, hambriento y preocupado porque ya había pasado otra semana y seguía sin recibir su paga, hacía meses que no la recibía, y los mercaderes prestamistas le presionaban continuamente para que les pagara los préstamos—. Y mi amada familia casi muriéndose de hambre.»
—Shab be khayr, Agha [5] —dijo a Scragger.
—Shab be khayr, Agha —respondió él, sabiendo que su partida sería tan cortésmente prolongada como la entrevista.
Una vez fuera, en la pequeña calle que era la principal del barrio del puerto, se sintió mejor. Transeúntes curiosos, todos ellos hombres, rodeaban la baqueteada «rubia» con el símbolo «S-G» en la portezuela.
—Salaam —dijo con aire jovial, y algunos de ellos contestaron a su saludo.
Los pilotos de la base eran populares, y la propia base así como las plataformas petrolíferas, pues eran fuente principal de un trabajo muy provechoso, y bien conocidas sus misiones caritativas en todo tiempo y Scragger era fácilmente reconocible.
—Es el jefe de los pilotos —musitó un viejo con suficiencia al que tenía al lado—. Él llevó al joven Abdollah Turik al hospital de Bandar Abbas donde habitualmente sólo atienden a los linajudos. Hasta fue a visitar su aldea, en las afueras de Lengeh, ¡y hasta fue a su funeral!
—¿Turik?
—Abdollah Turik, ¡el hijo del hijo de mi hermana! El muchacho se cayó de una plataforma petrolífera y los tiburones le atacaron.
—Ah, sí, ya recuerdo, el joven que algunos decían que los izquierdistas habían asesinado.
—No tan alto, no tan alto, uno nunca sabe quién está escuchando. La paz sea contigo, piloto. Saludos, piloto.
Scragger les saludó alegremente con la mano y arrancó.
—Pero la base está al otro lado, capitán. ¿Adónde vamos? —preguntó Alí Pash.
—A visitar al sargento, por supuesto. —Scragger silbó entre dientes, sin hacer caso de la evidente desaprobación de Ali Pash.
La casa del sargento se hallaba en la esquina de una calle oscura y sucia, todavía encharcada por el aguacero de aquella mañana, una puerta más en los altos muros, del otro lado del joub. Ya estaba oscureciendo de manera que Scragger dejó los faros encendidos y bajó del coche. Ni la menor señal de vida en toda la calle. Sólo algunas de las altas ventanas tenuamente iluminadas.
—Quédate en el coche. No hay problema, ya he estado aquí antes —dijo, al darse cuenta del nerviosismo de Alí Pash.
Hizo sonar con fuerza la aldaba, sintiéndose observado desde todas partes.
Había estado allí por primera vez haría más o menos un año, cuando llevó un inmenso cesto de comida, con dos ovejas muertas, varios sacos y cajas de fruta, como obsequio de la base para celebrar el que a «su» sargento se le hubiera concedido la Medalla Sepah de bronce del Sha en premio a su bravura en la la lucha contra los piratas y los contrabandistas que eran un mal endémico en aquellas aguas. La última vez, hacía unas semanas, acompañando a un preocupado gendarme que quería de él que informara inmediatamente sobre la tragedia ocurrida en el Siri Uno, al sacar a Abdollah Turik de las aguas infestadas de tiburones. Ninguna de las dos veces había sido invitado a entrar a la casa, sino que permaneció en el pequeño patio, más allá de la alta puerta de madera, y en ambas ocasiones era pleno día.
La puerta se abrió chirriante. Scragger no se esperaba la repentina iluminación que lo cegó momentáneamente. El círculo de luz se detuvo un instante en él para dirigirse luego hacia el coche, centrándose en Alí Pash que casi saltó de él, con una semiinclinación al tiempo que decía:
—Saludos, Excelencia Oficial Jefe, la paz sea contigo, te pido excusas de que el extranjero interrumpa tu intimidad y se atreva a ven...
—Saludos —le cortó tajante Qeshemi. Apagó la luz y volvió su atención a Scragger.
—Salaam, Agha Qeshemi —dijo Scragger, acostumbrándosele ya la vista. Así pudo ver, mirándole con fijeza, al hombre de rasgos vigorosos, con la guerrera desabrochada y el revólver pronto en su funda.
—Salaam, capitán.
—Siento venir aquí de noche, Agha —siguió Scragger hablando muy lentamente y con extrema vocalización, sabedor de que el inglés de Qeshemi era tan limitado como casi inexistente su propio farsi—. El sargento gruñó, sorprendido. Luego, con un ademán de su mano, callosa y dura, señaló hacia la ciudad.
—Pasaportes en comisaría, capitán.
—Sí, pero lo siento, no hay llave —Scragger parodió el gesto de abrir una cerradura con una llave—. No llave —repitió.
—Ah, sí, comprendo. Sí, no llave. Mañana. Mañana usted tener.
—¿Es posible esta noche? Por favor. ¿Ahora? —Scragger sintió sobre él el escrutinio.
—¿Por qué esta noche?
—Humm, un cambio en el personal. Hombres para Shiraz... —¿Cuándo?
Scragger sabía que tenía que jugársela.
—El sábado. Si tengo llave voy comisaría y vuelvo inmediatamente. Qeshemi sacudió la cabeza.
—Mañana —luego se dirigió con energía a Alí Pash, quien al punto hizo una reverencia dándole profusamente gracias y excusándose de nuevo por haberle molestado.
—Su Excelencia dice que podrá tenerlos mañana —tradujo Alí—. Mas vale que, humm, más vale que nos vayamos, capitán.
Scragger esbozó una sonrisa forzada.
—Mamnoon am, Agha [6]. Mamnoon am, Agha Qeshemi. —Hubiera pedido a Ali Pash que preguntara al sargento si podría tener los pasaportes tan pronto como abriera, pero prefirió no excitar al sargento sin necesidad—. Vendré después de la primera oración, Maninoon sin, ALaha.
Scragger extendió la mano y Qeshemi se la estrechó. Ambos hombres sintieron la fuerza del otro. Después, subió al coche v se alejó.
Qeshemi cerró la puerta, pensativo, y echó el cerrojo.
En verano, el pequeño patio con sus altos muros, el emparrado y la pequeña fuente era fresco y tentador. En aquellos momentos aparecía triste y gris. Lo cruzó y abrió la puerta que tenía enfrente, la cual daba acceso a la sala de estar, y volvió a echar el cerrojo. Se oyó a una criatura toser arriba, en alguna parte. Un fuego de leña templaba algo el ambiente aunque por toda la casa había corrientes de aire debido a que ninguna de las puertas y ventanas ajustaba convenientemente.
—¿Quién era? —le preguntó su mujer desde arriba.
—Nada, nada importante. Un extranjero de la base aérea. El más viejo. Quería sus pasaportes.
—¿A esta hora de la noche? ¡Que Dios nos asista! A estas horas de la noche siempre me espero lo peor..., odiosos Green Bands o malditos izquierdistas.
Qeshemi asintió con aire ausente, pero no dijo palabra, mientras se calentaba las manos al fuego, sin apenas prestar atención a la charla femenina.
—¿Por qué ha venido aquí? Los extranjeros tienen tan malos modales... ¿Para qué querría los pasaportes a esta hora de la noche? ¿Se los has dado?
—Están guardados en la caja fuerte. Habitualmente me traigo la llave, pero se ha perdido.
La niña volvió a toser.
—¿Cómo está la pequeña Sousan?
—Aún tiene fiebre. Súbeme algo de agua caliente. Eso le hará bien. Y ponle un poco de miel.
El sargento puso la tetera al fuego y suspiró, escuchándole farfullar.
—¡Pasaportes a estas horas de la noche! ¿Por qué no podían esperar al sábado? Tienen muy malos modales y son muy desconsiderados. ¿Dices que la llave se ha perdido?
—Sí, posiblemente ese cabeza dura que se llama a sí mismo policía, Laifti, la cogió y olvidó volver a ponerla en su sitio. Es la voluntad de Dios.
—¿Para qué querría el extranjero los pasaportes a esta hora de la noche, Mohammed?
—No lo sé. Curioso, muy curioso.