CAPÍTULO XLIX

Zagros-Rig Bellissima: 11.05 de la mañana.

Bajo aquel frío mordiente, Tom Lochart miraba a Jesper Almqvist, el técnico en perforaciones; la inmensa clavija suspendida en aquel momento de un cable sobre el agujero de perforación al descubierto. A todo su alrededor sólo se veían los restos calcinados del yacimiento y de los remolques resultantes del ataque terrorista con bombas, ahora ya enterrados a medias por la nieve que después volvió a caer.

—Bájalo más —gritó el joven sueco.

De inmediato, su ayudante, instalado en la pequeña cabina, puso el torno en marcha. Con gran dificultad, y en lucha contra el viento, Jesper guió la clavija hacia abajo; dentro del revestimiento metálico del pozo. La clavija consistía en una carga explosiva sobre dos cuencos metálicos alrededor de un aro recubierto con caucho. Lochart se dio cuenta de lo agotados que ambos estaban. Era el cuarto pozo que habían cubierto durante los tres últimos días, y todavía les faltaban cinco más, cuando sólo les quedaban siete horas para el momento límite de la puesta de sol, y necesitaban de dos a tres horas de trabajo para cada pozo, en buenas condiciones..., una vez alcanzado el emplazamiento.

—Jodidas condiciones —farfulló Lochart, tan fatigado como los otros.

Demasiadas horas de vuelo desde que los Green Bands del comité decretaran la hora límite, demasiados problemas: ir de un lugar a otro para cerrar todo el campo con sus once emplazamientos, trasladarse precipitadamente a Shiraz para recoger a Jesper, trasladar equipos de hombres a Shiraz, repuestos a Kowiss, decidiendo qué llevarse y qué dejar; así desde el alba hasta el crepúsculo. Imposible hacerlo todo en tan poco tiempo. Y, además, la muerte de Jordon, y Scot herido.

—¡Ya está, manténla ahí! —gritó Jesper.

Volvió presuroso a la cabina, a través de la nieve. Lochart le vio comprobar la válvula de profundidad y, luego, apretar un botón. Hubo una explosión ahogada. Del agujero salió una pequeña nube de humo. Al punto, el ayudante retiró los restos del cable con el torno mientras Jesper se dirigía al pozo de nuevo, forzaba a la manga a cerrarse sobre el agujero perforado y lo dejaba todo listo.

—La carga explosiva une los dos cuencos —había explicado Jesper con anterioridad—, ello fuerza la cubierta de caucho contra el revestimiento metálico y queda cerrado. La cubierta dura un par de años. Cuando queráis abrirla de nuevo, volvemos, perforamos el tapón con otra herramienta especial, y queda como nuevo. Posiblemente.

Se limpió la cara con la manga.

—Larguémonos de aquí, Tom.

Caminó trabajosamente hasta la cabina. Hizo girar el principal interruptor eléctrico, metió todos los gráficos de la computadora en una cartera y luego cerró la puerta con llave.

—¿Y qué pasa con el equipo?

—Lo dejamos aquí. La cabina es segura. Subamos a bordo. Me estoy quedando hecho un carámbano. —Jesper se dirigió hacia el «206» aparcado en la plataforma—. Tan pronto como regresemos a Shiraz iré a ver a los de «IranOil» y les pediré autorización para regresar y recoger la cabina, junto con las otras. Once cabinas son una inversión demasiado alta para dejarlas abandonadas por ahí y sin trabajar. A la intemperie, bien cerradas, resisten un año. Están concebidas para soportar bien el mal tiempo, pero no los actos vandálicos. —Contempló los destrozos a su alrededor—. ¡Estúpido!

—Desde luego.

—¡Estúpido! Tenías que haber visto, Tom, a los ejecutivos de «Iran-Oil» cuando les dije que te habían ordenado salir y que Mr. Sera estaba cerrando el campo —murmuró Jesper entre sonrisas burlonas. Era rubio, de ojos azules—. Empezaron a chillar como cerdos durante la matanza, jurando y perjurando que no habían recibido órdenes del comité de que la producción fuera interrumpida.

—Todavía sigo sin comprender por qué no vinieron contigo y descalificaron a estos bastardos de aquí.

—Les invité a hacerlo y me dijeron que la semana próxima. Esto es Irán, jamás vendrán —dijo y miró hacia las instalaciones—. Sólo este pozo produce dieciséis mil barriles diarios. —Se instaló en el asiento a la izquierda de Lochart, al tiempo que su ayudante, un bretón taciturno, subía atrás y cerraba la portezuela. Lochart se puso en marcha, con la calefacción al máximo.

—El próximo, Rig Maria, ¿no?

Jesper reflexionó un instante.

—Más valdrá dejarlo para el final. Rig Rosa es más importante. —Ahogó otro bostezo—. Allí tenemos que tapar dos y otro lo están perforando todavía. Los pobres infelices no han tenido tiempo para sacar los dos mil metros de tubería, de manera que habremos de cerrarlo con ella dentro. Un jodido despilfarro.

Se abrochó el cinturón, acercándose más a la fuente de calor.

—¿Y qué pasa entonces?

—Pura rutina —rió el joven—. Cuando quieras volver a abrirlo, se perfora el tapón y se empieza a pescar la tubería trozo a trozo. Lento, aburrido y costoso.

Otro inmenso bostezo Cerró los ojos y, casi al instante, se quedo dormido.

Mimmo Sera recibió al «206» en Rig Rosa. El «212» se encontraba también en la plataforma con el motor en marcha, con Jean-Luc en los controles y los hombres cargando equipaje y subiendo a bordo. —Buon giorno, Tom.

—Hola, Mimmo, ¿qué tal? —preguntó Lochart al tiempo que saludaba con la mano a Jean-Luc.

—Ahí van los últimos de mis hombres, excepto uno de ellos, para ayudar a Jesper. —Mimmo tenía los ojos lacrimosos por el cansancio—. No hubo tiempo de sacar la tubería del Tres.

—No hay problema..., lo taparemos con ella dentro.

—Sí —sonrió con aire cansado—. Imagínate todo el dinero que estás sepultando.

Jesper rompió a reír.

—A dos mil trescientos noventa metros..., tal vez te hagamos un precio especial.

Bonachón, el hombre de más edad hizo un expresivo gesto italiano. —Os dejaré a los dos en ellos —dijo Lochart—. ¿Cuando quieres que regrese a buscaros?

Jesper consultó su reloj. Era cerca del mediodía.

—Vuelve a por nosotros a las cuatro y media.

Lochart se dirigió hacia el «212».

Jean-Luc estaba prácticamente envuelto en prendas de abrigo y, a pesar de ello, lograba parecer elegante.

—Llevaré a este grupo directamente a Shiraz, son los últimos, salvo Mimmo y tu equipo.

—Bien. ¿Qué tal van las cosas abajo?

—Un caos. —Jean-Luc maldijo con tono apasionado—. Huelo el desastre, aún más desastre.

—Tú eres capaz de predecir desastres a todas horas..., salvo cuando estás en la cama. No hay de qué preocuparse, Jean-Luc.

—Claro que hay de qué preocuparse. —Jean-Luc vigiló por un instante la carga, ya casi terminada. Maletas, mochilas, dos perros, dos gatos y un cargamento completo de hombres, esperando impacientes. Luego, se volvió hacia Lochart, bajó la voz, y dijo con toda seriedad:

—Cuanto antes nos larguemos de Irán, será mejor, Tom.

—No, Zagros es sólo un caso aislado. De cualquier manera, todavía sigo confiando en que Irán saldrá adelante. —En la mente de Lochart se barajaba el «HBC», Sharazad y Torbellino. No había hablado con nadie de allí sobre Torbellino ni de su charla con Starke.

—Lo dejo en tus manos, Duke —le había dicho antes de irse—. Tú puedes exponer el caso mejor que yo, que soy absolutamente contrario a él.

—Claro. Estás en tu derecho. Mac dio el visto bueno a tu viaje a Teherán el lunes.

—Gracias. ¿Ha visto ya a Sharazad?

—No, Tom. Aún no.

«¿Dónde demonios estará?», se dijo, con un estremecimiento. —Te veré en la base, Jean-Luc. Que tengas buen viaje.

—Asegúrate de que Scot y Rodrigues estén preparados para cuando yo regrese. Habré de hacer un recorrido rápido si quiero llegar a Al Shargaz esta noche.

La portezuela de la cabina se cerró de golpe. Jean-Luc miró en derredor y alzó los pulgares. Hizo un gesto de asentimiento.

—Me largo. Asegúrate de que Scot mantiene la boca cerrada, ¿eh? No quiero que nos echen del cielo con disparos. Aún sigo afirmando que el blanco era Scot. Nadie más.

Lochart asintió con gesto torvo, encaminándose luego hacia su «206».

El día anterior volaba de regreso desde Kowiss cuando, de madrugada, se produjo el desastre. En aquel momento, Jean-Luc se estaba levantando y miró, por pura casualidad, a través de la ventana.

—Jordon y Scot estaban muy cerca el uno del otro, transportaban repuestos entre los dos para cargar el «HIW» —había dicho a Lochart tan pronto como éste tomó tierra—. No vi los primeros disparos, sólo los oí, pero sí que vi a Jordon tambalearse y gritar, alcanzado en la cabeza, y a Scot mirar hacia los árboles, detrás del hangar. Luego, Scot se inclinó tratando de ayudar a Jordon... He visto demasiados hombres caer bajo los disparos para no saber que el pobre Effer estaba muerto antes de llegar al suelo. Entonces hubo más disparos, tres o cuatro, pero no eran de metralleta, más bien parecían de un «M16» automático. Esa vez, Scot recibió un impacto en el hombro que le hizo girar y caer sobre la nieve junto a Jordon, cuyo cuerpo le cubrió a medias, quedando Jordon entre él y los árboles. Después, los disparos empezaron de nuevo, dirigidos contra Scot, Tom, ¡estoy seguro!

—¿Cómo puedes estarlo, Jean-Luc?

—Tengo la absoluta certeza. Effer se encontraba directamente en la línea de fuego, ¡directamente!, y recibió todos los impactos. Los atacantes no disparaban contra la base, su único blanco era Scot. Agarré mi pistola «Very» y salí corriendo. No vi a nadie pero, así y todo, empecé a disparar en dirección a los árboles. Cuando llegué junto a Scot, éste temblaba de pies a cabeza y Jordon estaba hecho una lástima, había recibido alrededor de ocho impactos. Llevamos a Scot al médico. Se encuentra bien, Tom. Una herida en el hombro. Estuve viendo cómo lo curaban. La herida es limpia y la bala atravesó la parte carnosa.

Lochart había ido inmediatamente a ver a Scot en la sala del remolque al que llamaban la enfermería.

—Está bien, capitán —había dicho Kevin O'Sweeney, el médico. —Sí —afirmó Scot, con la cara pálida y todavía conmocionado—. De verdad que estoy bien, Tom.

—Déjame hablar con Scot un momento, Kevin. Una vez que estuvieron solos habló con calma.

—¿Qué sucedió mientras estuve fuera, Scot? ¿Viste al Khan Nitchak? ¿A alguien de la aldea?

—No. A nadie.

—¿Y no has hablado con nadie de lo ocurrido en la plaza? —No, no, en absoluto. ¿Por qué? ¿A qué viene todo esto, Tom? —Jean-Luc piensa que el blanco eras tú. No Jordon ni la base.

Sólo tú.

—¡Dios mío! ¿Entonces, el viejo Effer se la ha cargado por mi culpa?

Lochart recordaba lo desolado que se había mostrado Scot. Sobre la base se cernía la inquietud, mientras todos seguían trabajando a un ritmo frenético, embalando los repuestos en cajas, cargando los dos «212», el «206» y el «Alouette» para ese mismo día, el último en Zagros. El único momento animado fue la cena del día anterior, con una barbacoa de pierna de cabra salvaje fresca que Jean-Luc cocinara con ingentes cantidades de delicioso arroz iraní y horisht.

—Una barbacoa estupenda, Jean-Luc —le había dicho.

—Sin el ajo francés y mi habilidad, esto hubiera sabido a viejo cordero inglés, ¿verdad?

—¿La compró el cocinero en la aldea?

—No, fue un regalo. El joven Darius, el que habla inglés, nos trajo el animal entero el viernes, como un regalo de la mujer de Nitchak.

De repente, la carne que Lochart tenía en la boca le había sabido a rayos.

—¿Su mujer?

—Oui. El joven Darius dijo que ella la había matado esta misma mañana. Mon Dieu, ignoraba que fuera cazadora. ¿Lo sabías tú? ¿Qué pasa, Tom?

—¿Para quién era el regalo?

Jean-Luc había fruncido el entrecejo.

—Para mí y para la base... En realidad Darius dijo: «Esto es de la kalandaran para la base y en agradecimiento por la ayuda de Francia al Imán, que Dios la proteja.» ¿Por qué?

—Por nada —había dicho Lochart, pero, más tarde, hizo un aparte con Scot—. ¿Estabas aquí cuando Darius entregó la cabra?

—Sí, en efecto, estaba. Me encontraba en la oficina y le di las gracias y... Ahora que pienso en ello, Darius, cuando ya se iba, dijo: «Es una suerte que la kalandaran sea tan excelente tiradora, ¿verdad?» Yo le contesté: «Sí, es fantástico.» Me habré descubierto, ¿no? —La palidez se extendía por su rostro.

—Sí..., y si a eso le añades mi desliz, que ahora, ahora estoy seguro se trataba de una deliberada encerrona, porque yo caí en la trampa también... sí, ahora Nitchak sabe que somos dos los posibles testigos contra la aldea.

La noche anterior y durante todo ese día Lochart se había estado preguntando qué podría hacer, cómo abandonarían la base Scot y él, y seguía sin encontrar solución.

Subió al «206» con aire ausente, esperó a que Jean-Luc diera la salida y despegó. En aquellos momentos, sobrevolava la Ravine de los Broken Camels. La carretera que conducía a la aldea se encontraba todavía sepultada bajo las toneladas de nieve arrastradas por la avalancha. «Jamás podrán quitarla», se dijo. En la ondulada meseta pudo ver rebaños de ovejas y cabras con sus pastores. Delante de él se alzaba la aldea Yazdek. La rodeó. La escuela era una cicatriz en la tierra, negra entre la blancura. En la plaza había algunos aldeanos que levantaron la vista por un instante para seguir luego con sus asuntos. «No sentiré irme —pensó—. Sobre todo después de que Jordon fuera asesinado aquí... Zagros Tres jamás volverá a ser el mismo.»

En la base reinaba el caos, por todas partes pululaban hombres, los últimos llevados allí desde otros yacimientos y preparados para ir a Shiraz y luego salir de Irán. Unos mecánicos exhaustos, que maldecían sin parar, seguían embalando repuestos, amontonando cajas y equipajes para su trasbordo a Kowiss. Antes de que pudiera bajar de la carlinga, llegó el ténder para repostar con Freddy Ayre alegremente sentado en el capó. A sugerencia de Starke, Lochart había llevado el día anterior a Ayre y a otro piloto, Claus Schwartenegger, para remplazar a Scot.

—Ahora me ocuparé yo, Tom —dijo Ayre—. Ve a comer. —Gracias, Freddy. ¿Qué tal están las cosas?

—Desastrosas. Claus puede llevarse otro cargamento de repuestos a Kowiss y estará de regreso a tiempo para el último. Con la puesta de sol yo cogeré el «Alouette», está cargado a tope, y aún más. ¿En cuál quieres volar tú?

—El «212». Llevaré a Jordon a bordo. Claus puede coger el «206». ¿Te diriges a Shiraz?

—Sí, todavía tenemos que recoger allí a diez individuos. Estaba pensando, humm, en coger cinco pasajeros en lugar de cuatro en los dos vuelos. ¿Qué te parece?

—Si son lo bastante pequeños, sin equipaje y siempre que yo no te vea. ¿De acuerdo?

Ayre se echó a reír. El frío hacía resaltar más las huellas de los golpes.

—Están todos tan ansiosos que no creo que les preocupe mucho el equipaje..., uno de los muchachos dijo que había oído disparos cerca. —Quizás alguno de los aldeanos estaba de caza.

Sus temores resurgieron ante el espectro de la cazadora con su potente rifle o el de cualquiera de los kash'kai, todos ellos expertos tiradores. «Nos encontramos tan condenadamente impotentes», se dijo. Pero evitó tenazmente que su rostro lo reflejara.

—Que tengas un buen viaje, Freddy.

Luego se fue a la cocina a tomar algo de horisht caliente.

—Agha —le dijo el cocinero, nervioso, rodeado de sus cuatro ayudantes—. Tenemos pendiente la paga de dos meses..., ¿qué va a pasar con nuestra paga y con nosotros?

—Ya te lo he dicho, Alí. Os volveremos a llevar a Shiraz, que es de donde vinisteis. Os pagaremos allí y, tan pronto como me sea posible, os enviaré la correspondiente mensualidad de indemnización. Seguid en contacto a través de «IranOil» como de costumbre. Cuando volvamos aquí, os daremos de nuevo vuestro trabajo.

—Gracias, Agha. No quiero seguir entre estos bárbaros —dijo nervioso—. ¿Cuándo esta tarde? —Hacía un año que el cocinero estaba con ellos. Era un hombre delgado, pálido, con úlcera de estómago.

—Antes de ponerse el sol. A las cuatro en punto empezaréis a limpiarlo todo y a dejarlo ordenado y listo.

—Pero, ¿para qué todo esto, Agha? Tan pronto como nos vayamos, esos piojosos de yazdehs vendrán y lo robarán todo.

—Lo sé —dijo cansado Lochart—. Pero vosotros lo dejaréis todo limpio y ordenado y yo cerraré la puerta con llave. Tal vez no vengan.

—Hágase la Voluntad de Dios, Agha. Pero vendrán.

Lochart terminó de comer y se fue a la oficina. Scot Gavallan estaba allí, con expresión cansada y el brazo dolorido y en cabestrillo. La puerta se abrió y entró Rodrigues, con grandes ojeras oscuras y la tez cenicienta.

—Hola, Tom. No te habrás olvidado, ¿verdad? —preguntó ansioso—, Yo no figuro en el manifiesto.

—No hay problema, Scot. Rod irá con el «HJX». Haré el viaje contigo y Jean-Luc a Al Shargaz.

—Estupendo. Pero yo estoy bien, Tom. Creo que prefiero ir a Kowiss. —¡Por todos los santos! Irás a Al Shargaz y no hay más que hablar, Tom enrojeció ante aquella explosión.

—Sí. Muy bien, Tom. —A renglón seguido salió de la habitación. —¿Qué quieres que enviemos con el «HJX», Tom? —preguntó Rodrigues rompiendo el silencio.

—¿Cómo diablos voy a saberlo, por Cr...? —Lochart calló—. Lo siento. Debe de ser el cansancio. Lo siento.

—No tiene importancia, Tom. A todos nos pasa lo mismo. Tal vez debamos enviarlo vacío, ¿eh?

Lochart hizo un esfuerzo para dominar su fatiga.

—No, haz que suban a bordo el motor de recambio y algunos otros repuestos del «212» para completar el cargamento.

—Desde luego. Así irá bien. Tal vez te...

La puerta se abrió v volvió a entrar rápidamente Scot,

—¡El Khan Nitchak! ¡Mira por la ventana!

Veinte o más hombres subían por el sendero desde la aldea, Todos iban armados. Otros se habían desplegado ya por la base. El Khan Nitchak caminaba en dirección al remolque de la oficina. Lochart se acercó a la ventana de atrás, abriéndola.

—Vete a mi cabaña, Scot y manténte alejado de las ventanas, no dejes que nadie te vea, ¡y no te muevas hasta que yo vaya! ¡De prisa!

Scot saltó desmañadamente por la ventana y se alejó presuroso, Lochart cerró de nuevo.

La puerta se abrió. Lochart se puso en pie.

—Salaam, Kalandar.

—Salaam. Por los bosques cercanos han sido vistos forasteros. Los terroristas deben de haber vuelto, así que he venido para protegeros —explicó el Khan Nitchak aunque su mirada era dura—. Hágase la Voluntad de Dios, pero lamentaría que hubiera más muertes antes de que os fueseis. Permaneceremos aquí hasta la puesta de sol.

Luego se alejó.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Rodrigues que no entendía farsi.

Lochart se lo dijo y vio cómo temblaba.

—No pasará nada, Rod —le animó, disimulando sus propios temores.

No había forma de que pudieran despegar o tomar tierra sin sobrevolar el bosque, bajo, despacio y presentando un blanco perfecto. «¡Terroristas! ¡Mierda! Nitchak sabe lo de Scot, está enterado de que yo lo sé también y apostaría mi vida a que tiene tiradores de primera apostados por todas partes. Si permanece aquí hasta la puesta de sol no habrá manera de escurrirse, sabrá en qué helicóptero vamos. Insha'Allah, Insha'Allah, pero, entretanto, ¿qué diablos voy a hacer?

—El Khan Nitchak conoce el terreno —dijo tranquilamente a Rod, no queriendo asustarle. Bastante pánico había ya en la base sin necesidad de aumentarlo—. Nos protegerá, Rod, si es que están ahí. ¿Está embalado el motor de repuesto?

—¿Cómo? Sí, desde luego, Tom. Ya está embalado.

—Ocúpate tú de que lo carguen. Te veré luego. No te preocupes.

Durante largo tiempo, Lochart permaneció con la mirada clavada en la pared. Cuando llegó el momento de regresar a Rig Rosa, Lochart fue en busca del Khan Nitchak.

—Supongo que querrás comprobar que hemos cerrado Rig Rosa convenientemente, Kalandar. ¿Acaso no está en tus tierras? —le dijo, y aun cuando el viejo se mostrase reacio, finalmente, y con gran alivio, le convenció con halagos de que le acompañara. Con el Khan a bordo, Lochart sabía que estaría a salvo por el momento.

«De momento, todo va bien —se dijo—. Tendré que ser el último en irme. Hasta que Scot y yo estemos bien lejos, he de andar con mucho tiento y astucia. Ahora hay demasiado en juego: Scot, los muchachos, Sharazad, todo.»

En Rig Rosa: 5.00 de la tarde.

Por entre los pinos, Jesper conducía su camión a buena velocidad por el sendero que conducía hasta el último pozo que había de cerrarse. A su lado iba sentado Mimmo Sera; su ayudante y el peón iban en la parte de atrás. Tarareaba quedo, sobre todo para mantenerse despierto. La meseta era grande, un kilómetro casi entre los pozos, y el paisaje era hermoso y silvestres.

—Vamos retrasados —murmuró Mimmo con voz cansada, viendo cómo el sol se iba retirando—. Stronzo!

—Le daremos un empujón —dijo Jesper. En el bolsillo llevaba la última tableta de chocolate energético que compartió con Mimmo—. Esto se parece mucho a Suecia —dijo Jesper, deslizándose por una curva, y emborrachándose con la velocidad.

—Nunca he estado en Suecia. Ahí lo tenemos —dijo Mimmo.

El pozo se encontraba en un calvero, ya en funcionamiento y produciendo doce mil barriles diarios. Todo el campo era inmensamente rico en petróleo. Sobre el pozo había una columna gigante de válvulas y tuberías, a la que llamaban «Árbol de Navidad», que conectaba con el oleoducto principal.

—Éste fue el primero que perforamos —dijo con aire ausente—. Antes de que tú vinieras.

Cuando Jesper paró el motor, se hizo un silencio misterioso. Allí se necesitaban bombas para subirlo a la superficie: una abundante presión de gas aprisionada por la bóveda de petróleo a una profundidad de miles de metros, hacía el trabajo de ellos y seguiría haciéndolo durante años.

—No tenemos tiempo para cerrarlo bien, Mr. Sera, a menos que quiera retrasar nuestra bienvenida.

Mimmo sacudió la cabeza al tiempo que se encasquetaba su gorra de lana hasta las orejas.

—¿Cuánto tiempo resistirán las válvulas?

Jesper se encogió de hombros.

—Deberían durar todo el tiempo que fuera necesario, pero sin que se ocupen de ellas ni las inspeccionen de vez en cuando... No lo sé. Por tiempo indefinido a menos que tengamos una oleada de gas o una de las válvulas o cierres sean defectuosos.

—Stronzo!

—Stronzo —repitió amablemente Jesper, al tiempo que hacía una señal a su ayudante y al peón para que lo siguieran—. Nos limitaremos a cerrarlo, sin taponarlo.

La nieve crujía bajo sus pies. El viento agitaba las copas de los árboles. Entonces, oyeron el ruido del motor del helicoptero que volvía de la base.

—Pongamos manos a la obra.

Se encontraban a menos de un kilómetro del helipuerto y ocultos a la vista del edificio principal. Mimmo, irritado, encendió un cigarrillo y, apoyado en el capó, observó a los tres hombres trabajar con diligencia. Estaban luchando con las válvulas, pues algunas de ellas se habían atascado. Entonces, cogieron una enorme llave inglesa para desprenderlas, luego la bala rebotó en el «Árbol de Navidad» seguida del craccccc, cuyo eco resonó por todo el bosque. Todos ellos se quedaron inmóviles. Esperaron. Nada.

—¿Vieron de dónde venía? —musitó Jesper. Nadie le contestó. Esperaron. Nada—. ¡Vamos a terminar! —dijo y de nuevo descargó todo su peso sobre la llave inglesa.

Los otros se adelantaron para ayudarle. De inmediato, hubo otro disparo y la bala atravesó el parabrisas del camión, hizo un orificio en la pared de la cabina, reventó la pantalla de una computadora, y destrozó parte del equipo eléctrico antes de salir por el otro lado. Silencio.

No había movimiento por parte alguna. Sólo el viento y algunos copos de nieve que caían, agitados por él. Los jets del helicóptero, aullaban ahora en la zona de aterrizaje.

—Sólo estamos cerrando el pozo, Excelencias, para mayor seguridad —gritó Mimmo Sera en farsi—. En cuanto lo hayamos cerrado, nos iremos. —Esperaron de nuevo. No hubo respuesta. Y otra vez—: Sólo estamos asegurando el pozo. Haciéndolo seguro para Irán..., no para nosotros. Para Irán y el Imán... ¡Es vuestro petróleo, no el nuestro!

Esperaron de nuevo pero ni un solo ruido, sólo los normales del bosque. En alguna parte, muy lejos, un animal gritó.

—Mamma mia! —dijo Mimmo con la voz ronca de tanto gritar. Luego, se adelantó y cogió la llave inglesa.., la bala le pasó silbando junto a la cara, tan cerca que sintió el aire que desplazaba. Su sobresalto fue repentino y hondo. La llave inglesa se le escapó de las manos. —Todo el mundo al camión. Nos vamos.

Dio media vuelta y subió al asiento delantero, seguido por los otros. Salvo Jesper. Éste recogió la llave inglesa y cuando vio el desastre que la bala perdida había causado en su cabina, en su equipo, su gesto se hizo torvo, estalló su ira y arrojó la llave inglesa hacia el bosque con una maldición. Permaneció allí, en pie, durante un momento, con las piernas algo separadas, sabiendo que era un blanco fácil aunque, de repente, sin importarle en absoluto.

—Fórbannades shitdjkvlarrrrr!

—¡Sube al coche! —le conminó Mimmo.

—Fórbannades shitdjdvlar! —farfulló Jesper, infinitamente complacido con su obscenidad sueca. Luego, subió y se instaló en el asiento del conductor. El camión volvió por el mismo camino que llegara y cuando ya hubieron desaparecido de la vista, una ráfaga de disparos estalló desde ambos lados del bosque estrellándose las balas contra el «Árbol de Navidad», abollando el metal y desapareciendo sibilantes en la nieve o en el cielo. Después, silencio. Y entonces, alguien rió al tiempo que gritaba: «Allahhhh-u Akbarrrr...»

Contestó el eco. Luego, se extinguió.

En Zagros Tres: 6.38 de la tarde.

El sol tocaba el horizonte. Los últimos repuestos y el equipaje habían sido subidos a bordo. Los cuatro helicópteros se encontraban alineados, dos «212», el «206» y el «Alouette». Los pilotos, preparados. Jean-Luc yendo de arriba a abajo realmente irritado, debido a que las salidas habían sido retrasadas por el Khan Nitchak quien, horas antes, y de forma arbitraria, había ordenado que todos los aparatos despegaran juntos, lo que imposibilitó a Jean-Luc llegar a Al Shargaz, sólo pudo ir a Shiraz para pernoctar allí, ya que estaba prohibido surcar de noche el cielo iraní.

—Explícaselo otra vez, Tom —pidió Jean-Luc furioso.

—Te ha dicho a ti que no, me ha dicho a mí que no, así que es no. Y de cualquier manera, ya es condenadamente tarde. ¿Preparados, Freddy?

—Sí —contestó Ayre irritado—. Estamos esperando hace una hora o más.

Lochart se dirigió con rostro adusto en busca del Khan Nitchak que había captado toda la ira e irritación y veía el desconcierto de los extranjeros con íntima satisfacción. En pie, junto a Nitchak, se encontraba el Green Band, que Lochart presumía perteneciese al comité, y algunos aldeanos. El resto se había ido yendo a lo largo de la tarde. «Para adentrarse en el bosque», se dijo con la boca seca.

—Ya casi hemos terminado, Kalandar.

—Hágase la Voluntad de Dios.

—El último cargamento, Freddy. ¡Ahora!

Se quitó la gorra de visera y los demás le imitaron mientras Ayre, Rodrigues y dos mecánicos sacaban del hangar a hombros el ataúd de factura artesana y lo llevaban a través de la nieve hasta el helicóptero «212» de Jean-Luc, subiéndolo a bordo con sumo cuidado. Una vez que hubieron terminado, Lochart se hizo a un lado.

—A bordo el grupo de Shiraz.

Estrechó las manos de Mimmo, Jesper, el peón y el ayudante de Jesper a medida que todos ellos iban subiendo a bordo, instalándose entre el equipaje, los repuestos y el ataúd. Mimmo y su trabajador italiano se santiguaron, inquietos, y luego se abrocharon los cinturones.

Jean-Luc se sentó en el asiento del piloto y Rodrigues lo hizo junto a él. Lochart se volvió hacia el resto de los hombres.

—¡Todos a bordo!

Vigilados cuidadosamente por el Khan Nitchak y el Green Band, los demás hombres subieron a los aparatos. Avre pilotaba el «Alouette», Claus Schwartenegger el «206». Los asientos iban repletos, los tanques llenos al igual que la zona de carga, y, sujetas con correas a los portapatines exteriores, palas de repuesto de rotor. El «212» de Lochart estaba atestado y por encima del máximo.

—Para cuando lleguemos a Kowiss, habremos consumido mucho combustible, de manera que seremos legales; de cualquier manera, todo el recorrido es hacia abajo —había dicho a todos los pilotos cuando, horas antes, les pusiera al corriente.

Ahora, se encontraba solo, en pie sobre la nieve, todo el mundo con los cinturones abrochados y las portezuelas ya cerradas.

—¡En marcha! —ordenó, sintiendo que su tensión crecía. Había informado al Khan Nitchak que había decidido actuar como jefe de los despegues.

Nitchak v el Green Band se acercaron a Lochart.

—El joven piloto, el que estaba herido, ¿dónde se encuentra?

—¿Quién? Ah, Scot. Aquí no, está en Shiraz, Kalandar —dijo Lochart y vio al viejo enrojecer de furia y al Green Band mirarle boquiabierto—. ¿Por qué?

—¡Eso no es posible! —exclamó el Green Band.

—No le he visto subir a bordo, así que debe de haberse ido en un vuelo anterior... —Lochart hubo de levantar la voz ahogada por el creciente rugido de los jets, todos los motores acelerando ya—..., en un vuelo anterior, mientras estábamos en Rig Rosa y Maria, Kalandar. ¿Por qué?

—Eso no es posible, Kalandar —repitió asustado el Green Band al volverse el anciano hacia él—. ¡He vigilado con todo cuidado!

Lochart pasó inclinado por debajo de las palas giratorias y se acercó a la ventanilla correspondiente al asiento del piloto del «212», el de Jean-Luc, sacando un grueso sobre blanco.

—Torna esto, Jean-Luc, y, ¡bonne chance! —le dijo al tiempo que se lo entregaba—. ¡Despega ya!

Por un instante, pudo ver la sombra de una sonrisa, mientras se apartaba para ponerse a buen recaudo mientras Jean-Luc daba el máximo de potencia para un despegue rápido. El helicóptero se alzó y comenzó a alejarse mientras el viento de sus palas le agitaba la ropa y las de los aldeanos y los jets ahogaban lo que el Khan Nitchak estaba gritando.

De manera simultánea, y también por acuerdo previo anterior, Ayre y Schwartenegger aceleraron sus motores, apartándose uno del otro antes de ascender, lenta y trabajosamente por encima de los árboles. Lochart los siguió con la mirada, esperanzado, cuando el Green Band, furioso, lo cogió por la manga y le obligó a dar media vuelta.

—¡Has mentido! —vociferó el hombre—. ¡Has mentido al kalandar! ¡El joven piloto no se fue antes! Yo le hubiera visto, he estado vigilando con todo cuidado. ¡Dile al kalandar que has mentido!

Lochart se soltó violentamente de la tenaza de aquel hombre, consciente de que cada segundo significaba unos cuantos metros más de altura, unos cuantos metros más hacia la seguridad.

—¿Por qué habría de mentir? Si el joven piloto no está en Shiraz entonces, estará aquí. Registren el campamento, registren mi avión. ¡Vamos, registren primero mi avión! —Se acercó a su «212» permaneciendo junto a él con la portezuela abierta, viendo por el rabillo del ojo el «212» de Jean-Luc sobrevolando ya los árboles; Ayre, excesivamente cargado, lográndolo apenas; y el «206» todavía ascendiendo penosamente—. ¡Por todos los Nombres de Dios, registrémolo! —gritó, atrayendo la atención hacia sí para apartarla de los helicópteros que se alejaban pesadamente, en la confianza de que Nitchak y el Green Band no registraran su aparato sino todo el campamento—. ¿Cómo podría un hombre esconderse aquí? ¡Imposible! ¿Qué me dicen de la oficina o de los remolques? Acaso se esté ocultando...

El Green Band sacó el arma de su funda y le apuntó con ella.

—Dile al kalandar que mentiste o morirás.

Sin apenas esfuerzo, el Khan Nitchak, irritado, arrebató el arma de las manos del joven y la arrojó a la nieve.

—¡Yo soy la ley en Zagros, no tú! ¡Vuelve a la aldea!

El Green Band obedeció al instante, aterrado.

Los aldeanos esperaban y vigilaban. La expresión del Khan Nitchak era inmutable, y sus ojillos iban de un helicóptero a otro. Ahora ya se habían alejado aunque no lo suficiente para quedar fuera del alcance de los tiradores que apostara alrededor de la base al llegar, para disparar tan sólo a una señal suya, sólo suya. Uno de los helicópteros más pequeños se ladeaba, sin dejar de subir lo más veloz que podía, girando en derredor en un amplio círculo. «Para vigilarnos —se dijo el Khan Nitchak—, para ver lo que pasa ahora. Hágase la Volunta de Dios.»

—Es peligroso derribar las máquinas del cielo —le había dicho su mujer—. Eso descargaría la ira sobre nosotros.

—Lo harán los terroristas, no nosotros. El joven piloto nos vio y el piloto kalandar que habla farsi está enterado. No deben escapar. Los terroristas no tienen piedad, nada les importa la ley y el orden y, ¿cómo desaprobar su existencia? ¿Acaso estas montañas no son de antiguo refugio de bandidos? ¿Es que no hemos expulsado a los terroristas dentro de los límites de nuestra fuerza? ¿Qué podemos hacer para evitar la tragedia...? Nada.

Y ahora, ante él, se encontraba el último de los Infieles, su principal enemigo, el que le había engañado, mentido y hecho desaparecer al otro diablo. «Al menos éste no escapará —se dijo—. Sólo una punta de sol quedaba en el horizonte. Mientras la miraba, desapareció.»

—La paz sea contigo, piloto.

—Y contigo, kalandar, Dios te vigila —dijo Lochart lacónico—. Ese sobre que di a mi piloto francés... ¿Me viste dárselo?

—Sí, sí, lo vi.

—Es una carta dirigida al Comité Revolucionario de Shiraz, con una copia para el kalandar iraní en Dubai, del otro lado del Gran Mar, firmado por el joven piloto y por mí como testigo, contando con todo detalle los pormenores de lo ocurrido en la plaza de la aldea: qué se hizo, quién lo hizo, a quién, quién murió a causa de los disparos, el número de hombres atados en el camión de los Green Bands antes de que fuera despeñado por la Ravine de los Broken Camels, la forma en que Nasiri fue asesinado, tus terr...

—¡Mentiras, todo mentiras! Por el Profeta, ¿qué es esa palabra de asesinato! ¿Asesinato? Eso se queda para los bandidos. El hombre murió por..., la Voluntad de Dios —exclamó el viejo, hosco, consciente de que los aldeanos miraban a Lochart boquiabiertos—. Era partidario del satánico Sha, con el que seguramente pronto te encontrarás tú en el infierno.

—Tal vez sí o tal vez no. Acaso mi leal servidor que fuera asesinado aquí por unos cobardes hijos de perro se lo haya contado ya al Único Dios y el único Dios sabe quién dice la verdad.

—No era musulmán, no servía al Islam y...

—Pero era cristiano y los cristianos sirven al Único Dios y el hombre de mi tribu fue asesinado por cobardes en una emboscada, hijos de perro sin valor que sólo saben disparar emboscados..., comedores de mierda seguramente, hombres de la Mano Izquierda y malditos. Es verdad que fue asesinado como el otro cristiano en el yacimiento. ¡Y por Dios y el Profeta de Dios que sus muertes serán vengadas!

El Khan Nitchak se encogió de hombros.

—Terroristas —afirmó bravucón aunque muy asustado—. Los terroristas lo hicieron. Claro que fueron los terroristas. En cuanto a la carta, todo son mentiras y más mentiras, el piloto es un mentiroso, todos sabemos lo que ocurrió en la aldea. Todo lo que dijo es mentira.

—Razón de más para que la carta no sea entregada —dijo Lochart, eligiendo sus palabras con suma cautela—. Por lo tanto, haz el favor de protegerme de los «terroristas» mientras me voy con el helicóptero. Sólo yo puedo evitar que sea entregada.

El corazón la latía con fuerza mientras observaba al anciano sacar un cigarrillo, sopesando los pros y los contras, y encenderlo con el mechero de Jordon, y volvía a preguntarse cómo podría vengar el asesinato de Jordon, todavía una parte sin resolver del plan que hasta el momento se había desarrollado a la perfección: el haber sacado de la base al Khan Nitchak, excesivamente vigilante; el meter a Scot Gavallan en el ataúd para ser llevado a bordo del «212» de Jean-Luc, mientras que el cuerpo de Jordon, envuelto en un sudario, había sido colocado en la larga caja que una vez contuviera los rotores de cola, para ser cargada en su «212»; el que los tres helicópteros, la carta, despegasen juntos. Todo perfectamente, como lo tenían planeado.

Y ahora había llegado ya el momento de poner fin. Ayre, con su «Alouette», sobrevolaba en círculos, fuera ya del alcance de los tiradores.

—Salaam, kalandar. La justicia de Dios sea contigo —dijo al tiempo que se encaminaba hacia el helicóptero.

—Yo no tengo poder sobre los terroristas —dijo, y al ver que Lochart no se detenía, el Khan Nitchak gritó más fuerte—. ¿Por qué habría de detener la entrega de mentiras, eh?

Lochart subió a la carlinga, ansiando encontrarse ya lejos, ahora, aquel lugar y el viejo le resultaban aborrecibles.

—Porque, ante Dios, lamento las mentiras.

—Ante Dios, ¿detendrías la entrega de esas mentiras?

—Ante Dios, haré que esa carta sea destruida por el fuego. La justicia de Dios sea contigo, kalandar, y con Yazdeh.

Accionó la puesta en marcha. El primer jet funcionó. Las palas empezaron a girar por encima de su cabeza. Nuevas palancas. El segundo motor se puso en marcha y, durante todo ese tiempo, Lochart no perdió al viejo de vista. «Ojalá te pudras en el infierno —se dijo—, que la sangre de Jordon caiga sobre tu cabeza, y también la de Gianni, estoy seguro de que fuiste tú, aunque jamás podré probarlo. Y acaso también la mía.»

Esperaba. «Todas las agujas en verde. Levanta el vuelo.»

El Khan Nitchak vio al helicóptero ascender renqueante, vacilar, luego girar lentamente y empezar a alejarse. «Sería tan fácil alzar la mano —se dijo—, y de inmediato, el Infiel y su monstruo aullador se convertirían en una pira funeraria cayendo del cielo. Y en cuanto a la carta, mentiras, todo mentiras.

»¿Dos hombres muertos? Todo el mundo sabe que murieron por su propia culpa. ¿Acaso les invitamos a que vinieran aquí? No, lo hicieron por su cuenta, para explotar nuestras tierras. Si no hubieran venido aquí, todavía estarían vivos y esperando ir al infierno que, inevitablemente, se merecían.»

Sus ojos no se apartaron por un instante de la máquina aérea. Todavía quedaba mucho tiempo. Fumaba despacio, disfrutando intensamente del cigarrillo, disfrutando con el conocimiento que tenía de poder acabar con aquella enorme máquina con sólo alzar la mano. Pero no lo hizo. Recordó el consejo de la kalandar y encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior, esperando paciente. Pronto se escuchó, lejano, el aborrecido ruido de los motores, desvaneciéndose rápidamente y entonces, sobre su cabeza, vio cómo la otra máquina del aire más pequeña dejaba de trazar círculos y se alejaba también en dirección Suroeste.

Una vez que todo ruido Infiel se hubo desvanecido por completo, consideró que la paz había vuelto de nuevo a su Zagros.

—¡Prended fuego a la base! —ordenó a los otros.

Las llamas se alzaron pronto hacia el cielo. Arrojó el encendedor al fuego, sin sentir pena en absoluto por desprenderse de él y, satisfecho, regresó paseando a casa.

Torbellino
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