CAPÍTULO IV

En la base aérea de Kowiss: 3.32 de la madrugada.

Encabezadas por el mollah Hussain Kowissi, el vociferante gentío hacía presión contra la puerta principal, cerrada a cal y canto y profusamente iluminada, y contra la valla de alambre de espino que rodeaba la inmensa base. La noche era oscura, muy fría y la nieve se esparcía por doquier. Allí había de tres a cuatro mil personas, jóvenes en su mayoría, algunos de ellos armados y, bien delante, varias mujeres jóvenes con chadors, incorporando sus gritos al tumulto.

—Dios es Grande... Dios es Grande...

Tras de la verja, y de cara al populacho, pelotones de nerviosos soldados estaban situados, todos alerta, con los fusiles preparados, mientras otras secciones se mantenían en reserva. Todos los oficiales con revólveres. Dos tanques «Centurion», dispuestos para el combate, esperaban en el centro de la calzada, los motores rugiendo, con el comandante del campo y un grupo de oficiales al lado. Detrás de ellos, había camiones con más soldados, los focos dirigidos hacia la puerta y la verja... Los soldados superados en número..., veinte o treinta por cada uno de ellos. Más allá de los camiones se encontraban los hangares, los edificios de la base, los barracones, el imperio de los oficiales y, por todas partes, grupos de militares inquietos, todos ellos vestidos apresuradamente porque la turba se había presentado allí apenas media hora, antes, exigiendo que les fuera entregada la base en nombre del Ayatollah Jomeiny.

De nuevo, la voz del comandante del campo llegó a través de los altavoces.—¡Dispersaos inmediatamente!

El tono fue duro y amenazador pero los cánticos salmodiados por muchedumbre ahogaron su voz.

—Allah-u Akbarrr...

La noche estaba como boca de lobo, oscurecido incluso el pie de las colinas sur de las nevadas montañas Zagros que se alzaban detrás de la base. Éste era el principal cuartel general de «S-G» en el sur de Irán; también servía de acuartelamiento de dos escuadrillas F-4 de las Fuerzas Aéreas iraníes y, desde la entrada en vigor de la ley marcial, de un destacamento de tanques «Centurion» y los soldados. Fuera ya de la verja, hacia el Este, la gigantesca refinería de petróleo se extendía por centenares de áreas con sus largos cañones de chimenea escupiendo humo, muchos de ellos lanzando una llama en la noche al quemarse el exceso de gas. Aun cuando toda la planta estaba paralizada y cerradas sus puertas, algunos sectores aparecían brillantemente iluminados. Un reducido equipo de europeos e iraníes estaban autorizados por el comité de huelga para intentar mantener la seguridad de la refinería, así como sus oleoductos de alimentación y los tanques de almacenaje.

—Dios es Grande... —volvió a gritar Hussain.

Al punto, la multitud reanudó su letanía y ésta llegó a las cabezas y los corazones de los soldados. Uno de ellos, en la primera fila, era Alí. Bewedan, un recluta como todos los demás, joven como el resto de ellos y un aldeano, no hacía mucho, como sus compañeros y como los que se encontraban del otro lado de la verja. «Sí —pensó con la cabeza dolorida y latiéndole el corazón con fuerza—, estoy del lado de Dios y dispuesto a sufrir martirio por la Fe y por el Profeta, ¡alabado sea su Nombre! ¡Oh Dios, déjame ser un mártir e ir derecho al Paraíso prometido al Creyente! ¡Déjame verter mi sangre por el Islam y Jomeiny, pero no por proteger a los diabólicos servidores del Sha!»

En sus oídos, las palabras enérgicas de Jomeinv seguían resonando, palabras emitidas por la cassette que su mollah conectara en la mezquita dos días antes: «... Soldados, uníos a vuestros hermanos y hermanas para hacer la obra de Dios, salid de vuestros cuarteles con vuestras armas, desobedeced las ilegales órdenes de los generales derribad al ilegal Gobierno. Haced la obra de Dios, Dios es Grande...»

Su corazón palpitaba rítmicamente mientras volvía a oír la voz, profunda y sonora, del jefe de los jefes que hacía ver claro todo. «Dios es Grande, Dios es Grande...»

El joven soldado no se dio cuenta de que en esos momentos estaba gritando con la multitud, manteniendo los ojos clavados en su mollah que se encontraba al otro lado de la verja, en el lado de Dios, fuera. Agarrado a la verja, dirigiendo a sus hermanos y hermanas, intentando entrar. Sus soldados hermanos cercanos a él, se agitaban aún más nerviosos mirándole, sin atreverse a decir nada, los aullidos penetrándoles la cabeza v el corazón por igual. Muchos de los que se encontraban en el interior de la verja deseaban abrirla. La mayoría lo hubiera hecho a no ser por sus oficiales y sargentos, además de los inevitables castigos, o incluso la muerte, que todos sabían que era la pena por amotinarse:

—¡Del lado de Dios, fuera...!

El cerebro del joven soldado pareció explotar con aquellas palabras y no oyó los gritos del sargento avisándole, como tampoco lo vio. Sólo la puerta que permanecía cerrada al Creyente. Tiró su fusil y corrió hacia aquélla, a unos cincuenta metros. Por un instante, se hizo un inmenso silencio, todas las miradas, dentro y fuera, clavadas en él que parecía transfigurado.

El coronel Mohammed Peshadi, comandante del campo, se encontraba junto a su tanque insignia. Era un hombre ágil, de pelo canoso, vistiendo un impecable uniforme. Observó al joven que gritaba Allahhhhu Akkbarrr. Ya era la única voz.

Cuando el soldado se encontraba a cinco metros de la verja, el coronel hizo una seña al sargento mayor que se encontraba junto a él. —Mátele —ordenó sin perder la calma.

El grito de guerra del joven que en aquellos momentos estaba intentando correr los cerrojos retumbaba en los oídos del sargento. Con ademán rápido, cogió el fusil al soldado que se encontraba más cerca de él, lo amartilló, se apoyó ligeramente en el costado del tanque, apuntó a la cabeza del joven y apretó el gatillo. Vio volar el rostro hacia fuera, cayendo sobre los que se encontraban al otro lado de la verja. Luego, el soldado se derrumbó y quedó patéticamente colgado de la alambrada de espino.

Por un momento, el silencio se hizo aún más denso. Luego, como un solo hombre, con Hussain como guía, la muchedumbre se lanzó hacia delante, rugiente, irracional, sin sentido. Los que iban en cabeza intentaron destrozar las alambradas, sin sentir el espino que les destrozaba las manos. Empujados por los que marchaban detrás, empezaron a trepar por la alambrada. Una metralleta comenzó a tabletear entre ellos. En aquel preciso momento, el coronel hizo una señal con un dedo al oficial que mandaba el tanque.

Al punto, una carga de fogueo hizo que una lengua de fuego saliese del cañón de veinte centímetros, pasando ligeramente por encima de las cabezas de la multitud, pero lo súbito de la explosión hizo que los atacantes, presos del pánico, se retirasen de la verja. Media docena de soldados, igualmente sobresaltados, dejaron caer los fusiles, algunos huyeron y muchos de los que miraban desarmados también se dispersaron asustados. El segundo tanque disparó, su cañón más cerca del suelo y la llamarada salió más baja.

La muchedumbre se dividió. Hombres y mujeres corrieron alocadamente, apartándose de la puerta, y de la verja, pisoteándose unos a otros en su apresuramiento. De nuevo el tanque insignia disparó y otra vez surgió la llamarada acompañada de la ensordecedora detonación. Las turbas redoblaron sus esfuerzos por alejarse. Sólo el mollah Hussain permanecía junto a la verja. Se tambaleaba como si estuviera embriagado, momentáneamente cegado y ensordecido. Entonces, sus manos se aferraron al montante de la puerta y allí permaneció colgado. Inmediatamente, y de forma instintiva, muchos se adelantaron a ayudarle, soldados, sargentos y un oficial.

—¡Permanezcan donde están! —rugió el coronel Peshadi. Luego, cogió el micrófono y le dio todo el volumen. Su voz resonó estentórea en la noche—: ¡Que todos los soldados permanezcan donde están! ¡Pongan el seguro! ¡PONGAN EL SEGURO! ¡Que todos los oficiales y sargentos se hagan cargo de sus hombres! ¡Sargento, venga conmigo!

Todavía conmocionado, el sargento tomó el paso al lado de su jefe, quien se adelantó en dirección a la puerta. Desperdigados frente a ella, había treinta o cuarenta cuerpos pisoteados. La masa de los perturbadores se había detenido a unos cien metros y empezaba a reagruparse. Algunos de los más levantiscos comenzaron a cargar. La tensión creció.

—¡DETENEOS! ¡Que todo el mundo PERMANEZCA QUIETO!

Esa vez, el coronel fue obedecido. Al punto. Él notaba cómo el sudor le corría por la espalda y los desbocados latidos del corazón. Echó una rápida mirada al cuerpo del recluta ensartado en los espinos, contento por él... ¿Acaso no había sido martirizado el joven con el Nombre de Dios en sus labios? Y por tanto..., ¿no se hallaba ya en el Paraíso? Luego, habló con aspereza a través del micrófono:

—Vosotros tres... Sí, vosotros tres, ayudad al mollah. ¡INMEDIATAMENTE!

De manera instantánea, los hombres que se encontraban fuera de la verja, a los que el coronel señalara, se precipitaron a cumplir sus órdenes. Señaló enérgicamente a varios soldados.

—¡Vosotros, abrid la puerta! ¡Retirad el cuerpo!

De nuevo, fue obedecido al punto. Detrás de él, algunos de los hombres empezaron a moverse y entonces bramó:

—¡He dicho, PERMANECED FIRMES! ¡EL PRIMER HOMBRE QUE SE MUEVA SIN QUE YO SE LO ORDENE ES HOMBRE MUERTO! Todo el mundo se quedó inmóvil. Todo el mundo.

Peshadi esperó un momento, casi como desafiando a que alguien se moviera. Nadie lo hizo. Luego, volvió a mirar a Hussain a quien conocía bien.

—¿Estás bien, mollah? —preguntó con calma.

Aquél estaba de pie a su lado, y la puerta había sido abierta. A algunos metros de distancia, los tres aldeanos esperaban petrificados.

A Hussain le dolía la cabeza de una forma monstruosa y también terriblemente los oídos. Pero podía oír y ver bien y, aunque tenía las manos ensangrentadas por el espino, sabía que no sufría daño alguno y que todavía no era el mártir que había esperado y rezado llegar a ser.

—Exijo... —dijo con voz débil—exijo la entrega de esta... de esta base en nombre de Jomeiny.

—Vendrás a mi despacho de inmediato —le interrumpió el coronel, con voz y gesto severos—. Y vosotros tres también, como testigos. Hablaremos, mollah. Yo te escucharé y luego tú me escucharás. —Volviéndose hacia el altavoz, explicó lo que iba a pasar, con voz aún más severa, el eco de sus palabras cortando la noche—. Él y yo hablaremos. Lo haremos pacíficamente, y luego el mollah volverá a la mezquita y todos vosotros os iréis a vuestras casas a rezar. La puerta permanecerá abierta, mas estará guardada por mis soldados y mis tanques pero, por Dios y el Profeta, en cuyo nombre seáis alabados, si uno de vosotros pone un pie dentro del recinto o atraviesa la verja sin ser invitado, mis soldados lo matarán. Si veinte o más de vosotros arremete contra mi base, llevaré mis tanques hasta vuestra aldea y le prenderé fuego con vosotros dentro. ¡Larga vida al Sha!

Dando media vuelta, se alejó seguido lentamente por el mollah y los tres asustados aldeanos. Nadie más se movió.

En la terraza de la residencia de oficiales, el capitán Conroe Starke, jefe del contingente «S-G», lanzó un hondo suspiro.

—¡Santo Cielo! —farfulló con profunda admiración sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Qué cojones!

5.21 de la madrugada. Starke permanecía en pie, junto a la ventana de la residencia de oficiales, vigilando el edificio del cuartel general de Peshadi. El mollah no había salido todavía. Allí, en la sala principal de la residencia de oficiales hacía mucho frío. Freddy Ayre se hundió más en su sillón, ciñéndose el chaquetón de vuelo y miró al alto tejano que se balanceaba lentamente sobre sus talones.

—Creo que dentro de una hora, más o menos, amanecerá, amigo —dijo Starke con aire ausente. También llevaba un chaquetón de vuelo y las calientes botas del equipo.

Los dos pilotos se encontraban delante de una ventana de chaflán de la habitación del segundo piso desde la que se dominaba la mayor parte de la base. Disgregados por la habitación había una docena de oficiales iraníes de alta graduación a quienes también se les había dicho que permanecieran de guardia. La mayoría de ellos dormían en sillones, bien abrigados con sus chaquetones de vuelo o los capotes del Ejército, ya que la calefacción de la base hacía semanas que no funcionaba para ahorrar combustible. Algunos cansados ordenanzas, asimismo bien abrigados, estaban terminando de limpiar los restos de la fiesta que la avalancha de gente había interrumpido.

—Estoy hecho polvo. ¿Y tú?

—Todavía no. Pero, ¿qué será que siempre estoy de servicio en los momentos difíciles y durante las fiestas, Freddy?

—Es el privilegio del Líder Intrépido, viejo amigo —contestó Freddy. Era el segundo en el mando del contingente «S-G», antiguo piloto de la RAF. Un joven atractivo de veintiocho años, ojos negros azulados, y acento de Oxford—. Es buen ejemplo para la tropa.

Starke miró hacia la abierta puerta principal. No había habido cambio alguno. Seguía bien vigilada. Afuera, unos quinientos aldeanos seguían esperando, acurrucados juntos para darse calor. Volvió de nuevo la vista hacia el edificio del cuartel general. Tampoco allí había cambios. Las luces del piso superior donde Peshadi tenía sus oficinas permanecían encendidas.

—Daría el sueldo de un mes por escuchar a ésos, Freddy. —¿Qué? ¿A qué te refieres?

—Por oír lo que Peshadi y el mollah están diciendo.

—¡Ah! —Ayre miró a su vez hacia las oficinas—. ¿Sabes una cosa? Creí que iba a organizarse el gran zafarrancho cuando esas miserables sabandijas empezaron a trepar por las alambradas. ¡Condenación! Ya estaba preparado para poner pies en polvorosa en busca de la vieja Nellie, darle a la palanca y poner tierra por medio entre Kublai Khan y sus hordas mongolas. —Rió entre dientes al imaginarse corriendo a por su «212»—. Claro que te habría esperado, Duke —añadió con irónico sentido del humor. Llamaba a Starke, que era tejano, como John Wayne y también de contextura semejante y además tan apuesto como él, por su sobrenombre.

Starke se echó a reír.

—Gracias, amigo. Pensándolo bien, si hubieran llegado a invadir esto, yo te habría tomado la delantera.

Sus azules ojos casi se perdieron en la profundidad de su amplia sonrisa, mientras hablaba en tono ligero. Luego, volvióse de nuevo hacia la ventana intentando disimular su preocupación. Era el tercer enfrentamiento de la base con las hordas, siempre con el mollah en cabeza, cada uno de ellos más grave que el anterior. Y en esa ocasión, la primera muerte deliberada. Y ahora, ¿qué? Aquella muerte conduciría a otra y luego a otra. De no haber sido por el coronel Peshadi, alguien más hubiese corrido hacia la verja y le habrían disparado y todo estaría cubierto de cuerpos. «Sí, claro, Peshadi se ha impuesto..., esta vez. Pero pronto le resultará imposible a menos que doblegue al mollah. Y para doblegar a Hussain tendría que matarle. No puede encarcelarlo, la muchedumbre se desbordaría; si lo mata, se desbordará, y si lo envía al exilio, se desbordará. Así que de cualquier manera no ganará. ¿Y qué hago yo?»

«No lo sé.»

Miró en derredor suyo. Los oficiales iraníes no parecían preocupados. Conocían de vista a la mayoría de ellos, pero a ninguno íntimamente. Aun cuando «S-G» había compartido la base desde que se construyera hacía ya unos ocho años, habían mantenido escaso contacto con el personal militar o de las Fuerzas Aéreas. Desde que Starke se hiciera cargo de ella el año anterior como piloto jefe, había intentado ampliar los contactos de «S-G» con el resto del personal de la base, aunque sin éxito. Los iraníes preferían la compañía de sus propios compatriotas.

«Eso también está bien —pensó—. Es su país. Pero ellos, por su parte, lo están destrozando y nosotros nos encontramos en el medio. Y ahora Manuela está aquí.» Se había vuelto loco de contento al ver llegar a su mujer en helicóptero cinco días antes, ya que Mclver había pensado que resultaría más seguro que la carretera, aunque también algo enfadado de que ella le hubiese convencido para que la dejara ir en un vuelo solitario «BA» que al punto había regresado a Teherán.

—¡Maldición, Manuela! Aquí estás en peligro.

—No más que en Teherán, Conroe, cariño. Insha'Allah —dijo con una sonrisa que le iluminó todo el rostro.

—¿Cómo has logrado convencer a Mac de que te dejara venir?

—No hice más que sonreírle y prometerle que regresaría a Inglaterra en el primer vuelo disponible. Entretanto, cariño, vayamos a la cama.

Starke sonrió para sus adentros y dejó vagar sus pensamientos. Aquél era su tercer viaje de dos años a Irán y hacía once años que estaba en la «S-G». «Unos once años excelentes», se dijo. Primero Aberdeen y el mar del Norte; luego, Irán, Dubai y Al Shargaz, al otro lado del Golfo, y después Irán de nuevo, donde había pensado quedarse. Los mejores años. Pero ya no. Irán cambió desde que el Sha, en 1973, cuadruplicó el precio del petróleo: de un dólar a cuatro. Parecía como si fuesen las eras de a. de C. y d. de C. en Irán. Antes, se mostraban cordiales y cooperadores, gente con la que daba gusto convivir y trabajar. Después, cada vez más arrogantes y más y más engolados por el constante mensaje del Sha sobre la «inherente superioridad de los iraníes» merced a sus tres mil años de civilización y cómo dentro de veinte años Irán se habría convertido en un líder mundial por derecho divino... sería la quinta potencia industrial del mundo, el único guardián de la encrucijada entre Oriente y Occidente, con el mejor Ejército, la mejor Armada, las mejores Fuerzas Aéreas, con más tanques, helicópteros, refrigeradores, fábricas, teléfonos, carreteras, escuelas, Bancos y empresas que nadie, convirtiéndose en el centro del mundo. Y en base a todo ello, con el oído atento del resto del mundo, Irán sería, bajo su liderato, el auténtico árbitro entre Oriente y Occidente y la verdadera fuente de toda sabiduría..., su sabiduría.

Starke respiró hondo. En el transcurso de los años, había llegado a entender el mensaje con toda claridad, pero se sentía agradecido a Manuela por haberse mostrado de acuerdo en que se lanzaran a vivir con intensidad el estilo de vida iraní, aprendiendo farsi, yendo a todas partes y observándolo todo: nuevos panoramas, sabores y olores; aprendiéndolo todo sobre las alfombras, el caviar, los vinos y las leyendas persas, haciendo amigos y no viviendo como tantos otros pilotos e ingenieros que trabajaban en Irán, pero que preferían dejar a sus familias en casa, ahorrando dinero y esperando los permisos en el hogar, dondequiera que éste se encontrara.

—De ahora en adelante, nuestro hogar se encuentra aquí —había asegurado Manuela—. Aquí es donde estaremos, los niños y yo —había añadido con un movimiento altivo de cabeza que él tanto admiraba, así como la negrura de su cabello, vestigio de su herencia española.

—¿Qué niños? No tenemos ninguno y tampoco podemos permitirnos ese lujo con lo que yo gano.

Starke sonrió. Aquello lo dijo hacía ya diez años, exactamente cuando acababan de contraer matrimonio. Había regresado a Texas para casarse con ella, tan pronto como su trabajo estuvo asegurado en firme en «S-G». Ahora, ya tenían tres hijos, dos chicos y una chica y podían permitírselo. Con largueza. Y ahora, ¿qué iba a pasar? «Mi trabajo está amenazado, la mayoría de nuestros amigos iraníes se han ido, hay tiendas vacías donde existía un emporio..., y miedo donde sólo había risas.»

«Maldito sea Jomeiny y esos malditos mollahs. Él ha echado a perder un gran estilo de vida y a un gran país. Yo desearía que Manuela y los niños dejaran Londres y regresaran a casa, en Lubbock, hasta que la situación en Irán se estabilice.» Lubbock estaba cerca de Panhandle de Texas donde su padre todavía regentaba el rancho de la familia. Tres mil doscientas hectáreas, algo de ganado, caballos y el cultivo de la tierra, lo suficiente para que la familia viviese confortablemente. «Me gustaría que Manuela estuviera ya allí, pero, por otra parte, lleva semanas que no hay correo y es seguro que el teléfono estará cortado. Maldito sea Jomeiny por asustarla con sus arengas... Me preguntó qué le dirá a Dios y qué le dirá Dios a él cuando se encuentren, como indudablemente ocurrirá.»

Se desperezó y volvió a sentarse en el sillón. Se dio cuenta de que Ayre lo miraba con ojos somnolientos.

—Hay que reconocer que aguantas.

—Era mi día libre. Mis dos días libres, de hecho, y las hordas no entraban en mis planes. A decir verdad, he intentado beber hasta olvidar, echo de menos a mi Mejor Mitad, Dios la bendiga, y además es importante para nosotros los escoceses y...

—Hogmany fue la víspera de año nuevo y hoy es diez de febrero. Además, eres tan escocés como yo.

—Has de saber, Duke, que los Ayre son un clan muy antiguo y que puedo tocar la gaita, muchacho —repuso Ayre, con un descomunal bostezo—. ¡Dios mío, qué cansado estoy! —Se hundió aún más en el sillón, intentando instalarse con más comodidad y luego miró hacia la ventana. Al punto, todo indicio de cansancio se desvaneció. Un oficial iraní salía presuroso del cuartel general, atravesaba la calle y se dirigía hacia ellos. Era el comandante Changriz, ayudante del jefe de la base.

Cuando entró, su gesto era tenso.

—Todos los oficiales deberán presentarse al comandante en jefe a las siete en punto —comunicó en farsi—. Todos los oficiales. A las ocho en punto de la noche, en la plaza, habrá revista de todo el personal militar y de las Fuerzas Aéreas. Quienquiera que esté ausente, quienquiera —añadió con gesto torvo—, salvo por motivo de enfermedad que ha de ser previamente aprobado por mí, será castigado de inmediato con todo rigor. —Recorrió con la vista la habitación, hasta detenerse en Starke—. Haga el favor de seguirme, capitán.

A Starke, el corazón le dio un vuelco.

—¿Por qué comandante? —preguntó en farsi.

—El comandante en jefe quiere verle.

—¿Para qué?

El militar se encogió de hombros y echó a andar.

—Más vale que alertes a todos los muchachos. Y a Manuela, ¿eh? —dijo Starke en voz baja a Ayre.

—De acuerdo —asintió Ayre—. ¡Santo cielo! —farfulló.

Mientras Starke cruzaba la calle y subía las escaleras, sentía los ojos sobre él semejantes a un peso físico. «Gracias a Dios que ahora soy civil y trabajo para una compañía británica y no para el Ejército de los Estados Unidos», pensó, satisfecho hasta cierto punto.

—¡Maldición! —farfulló recordando el horrible año que pasara en Vietnam, en los primeros tiempos, cuando allí no había fuerzas militares de los Estados Unidos, «sólo algunos consejeros». «¡Mierda! Y aquel hijo de puta, entremetido cabezota capitán Ritman ordenando que todos los helicópteros de la base fueran pintados de rojo resplandeciente y blanco con barras y estrellas azules. En nuestra base de la selva, a un millón de kilómetros de distancia de cualquier lugar. ¡Por los clavos de Cristo! "Sí, todos pintados. Que sepan esos salvajes quiénes somos y pondrán pies en polvorosa hasta la condenada Rusia." El Vietcong podía vernos llegar desde cien kilómetros y a mí me sacudieron de firme y perdimos tres "Hueys" con sus respectivas tripulaciones completas antes de que aquel hijo de puta fuera ascendido y destinado a Saigón. No es de extrañar que perdiéramos esa maldita guerra.»

Entró en el edificio y subió las escaleras pasando por delante de tres aldeanos petrificados, a quienes habían hecho salir a la oficina exterior, hasta la guarida del comandante del campamento.

—Buenos días, coronel —dijo cauteloso en inglés.

—Buenos días, capitán Starke —repuso Peshadi cambiando al farsi—. Me gustaría que conociera al mollah Hussain Kowissi.

—La paz sea contigo —replicó Starke en farsi, plenamente consciente de las salpicaduras de sangre del soldado muerto en el turbante blanco y la túnica negra del mollah.

—La paz sea contigo.

Starke alargó la mano para estrechar la del mollah como solía ser costumbre. Justo a tiempo se dio cuenta de las profundas heridas que el hombre tenía en las palmas de las manos, debidas a la alambrada de espino. Se la estrechó con suavidad pese a lo cual vio pasar un ramalazo de dolor por su rostro.

—Lo siento —dijo en inglés.

El hombre se le quedó mirando y Starke sintió con fuerza el impacto de su odio.

—¿Quería verme, coronel?

—Sí. Siéntese, por favor.

Peshadi indicó la silla vacía que había frente al escritorio. El despacho era espartano y estaba meticulosamente ordenado. La única decoración era una fotografía del Sha y de Farah, su mujer con traje de corte en la pared. El mollah se encontraba sentado dándoles la espalda. Starke ocupó la silla que había frente a los dos hombres.

Peshadi se dispuso a fumar de nuevo y vio la mirada desaprobadora de Hussain clavada en el cigarrillo y la que, iracundo, le dirigió al rostro. Peshadi se la devolvió. El Corán prohibía fumar..., según ciertas interpretaciones. Habían debatido ese punto durante más de una hora. Finalmente, él había puesto término a la discusión de manera tajante.

—En Irán no está prohibido fumar, todavía no. Soy un soldado. He jurado obedecer las órdenes. Ir...

—¿Incluso las órdenes ileg...?

—Repito: las órdenes de Su Majestad Imperial Shainsha Mohammed Pahlevi o de su representante, Primer Ministro Bajtiar, siguen siendo legales de acuerdo con la ley del Irán. Y éste no es un Estado islámico. Todavía no. Cuando lo sea, obedeceré las órdenes de quienes gobiernen ese Estado islámico.

—¿Obedecerás las órdenes del Imán Jomeiny?

—Si el Ayatollah Jomeiny se convirtiera en el gobernante... —El coronel hizo un amable gesto de asentimiento mientras pensaba que antes de que ese día llegara iba a correr mucha sangre—. Y a mí, si me eligieran líder de ese hipotético Estado islámico, ¿me obedecerías tú?

Hussein no sonrió.

—El líder del Estado islámico será el Imán, el Torbellino de Dios, y otro después de él, y otro después.

De nuevo, aquellos implacables ojos, fríos e inflexibles, se quedaron mirándole. Peshadi hubiese querido poder aplastar al mollah contra el suelo, coger sus tanques y pasar sobre quienes no obedecieran las órdenes del Shainsha, su gobernante por designio divino. «Sí —pensó—, nuestro líder por designio divino que, al igual que su padre, os hizo frente a vosotros, los mollahs, y a vuestra ansia de poder, que doblegó vuestro arcaico dogmatismo y sacó a Irán de la Edad de las Tinieblas conduciéndolo a la grandeza que le es propia, que, sin ayuda alguna, catapultó a la OPEP obligándola a mantenerse firme ante el inmenso poder de las compañías petrolíferas extranjeras, que expulsó a los rusos de Azerbaiján después de la Segunda Guerra Mundial y que incluso sigue manteniéndolos a raya, haciendo que laman sus manos como perros falderos.»

«Por Dios y el Profeta —se dijo furioso, desafiando a su vez a Hussain con la mirada—, no puedo comprender por qué estos condenados mollahs no son capaces de aceptar la verdad sobre Jomeiny, ese viejo senil que preconiza embustes desde su lecho de muerte, no se dan cuenta de que los soviéticos son quienes lo patrocinan, lo alimentan, lo protegen y le inducen a incitar a los campesinos a que destruyan Irán y convertirlo así en una provincia soviética.»

«Sólo esperamos una orden. ¡Aplastad la rebelión hasta sus raíces!»

«Con esa orden, por Dios que en tres días yo convertiría a Kowiss, y cien leguas a la redonda, en un lugar tranquilo, pacífico, y próspero, con los mollahs felizmente en las mezquitas que es donde deben estar, con los Creyentes rezando cinco veces al día. Al cabo de un mes, las Fuerzas Armadas harían que Irán volviese a estar como hace un año y Jomeiny acabado de forma permanente. Sólo minutos después de dada esa orden, lo detendría, le afeitaría públicamente la mitad de la barba, le haría recorrer desnudo las calles en un carro de basura y dejaría que la gente lo viera tal como es, un viejo acabado y vencido. Si se le convirtiese en un perdedor, toda la gente apartaría la cara y los oídos de él. Y luego acudirían los acusadores de entre los ayatollahs que adoran la vida, el amor, el poder, la tierra y el diálogo, llegarían acusaciones de los mollahs y bazaaris y del pueblo, y todos juntos acabarían con él.»

«Es tan sencillo reducir a Jomeiny o a cualquier mollah... Si yo hubiera estado al frente, por Dios que hace meses que lo hubiera sacado de Francia.» Siguió fumando su cigarrillo poniendo sumo cuidado de que su rostro y sus ojos no reflejaran sus sentimientos.

—Bien, mollah, aquí está el capitán Starke —dijo, añadiendo después, como sin darle importancia—: Puede hablarle en farsi o en inglés, como prefiera. Habla el farsi como tú el inglés. Perfectamente.

El mollah se volvió hacia Starke.

—Así que usted es de la CIA —afirmó en inglés con acento americano.

—No —repuso Starke, poniéndose inmediatamente en guardia—. ¿Ha estudiado usted en los Estados?

—Sí, fui estudiante allí —dijo Hussain. Luego, debido probablemente al dolor y al cansancio que sentía, saltó su genio. Siguió hablando en farsi y el tono de su voz se hizo más duro—. ¿Para qué aprendió farsi si no era para espiarnos a nosotros por cuenta de la CIA o de sus compañías petrolíferas? ¿Eh?

—Por mí mismo, sólo por mí —repuso Starke con cortesía en farsi. Sus conocimientos de la lengua y su acento eran excelentes—. Soy huésped de su país, invitado por su Gobierno a trabajar para su Gobierno en asociación con iraníes. Es cuestión de cortesía el que los huéspedes conozcan los tabúes y costumbres de sus anfitriones, que aprendan su lengua, de manera especial si les gusta el país y esperan vivir en él muchos años. —Su tono se hizo algo cortante—. Y no son mis compañías.

—Son americanas. Usted es americano. La CIA es americana. Todos nuestros problemas vienen de América. El Sha es tan codicioso como los americanos. Todos nuestros problemas vienen de América. Durante años, los americanos han escupido a Irán.

—Tonterías —exclamó Starke en inglés, ahora ya igualmente furioso, sabiendo que la única manera de habérselas con un bravucón era arrollándolo. De inmediato, vio al hombre enrojecer. Le devolvió la mirada, sin miedo, dejando que el silencio adquiriera vida. Los segundos transcurrían. Su mirada sostenía la del mollah, mas no pudo dominarle. Desconcertado, aunque intentando mantener la calma, miró a Peshadi que observaba y esperaba fumando tranquilamente su cigarrillo.

—¿De qué se trata, coronel?

—El mollah ha pedido uno de sus helicópteros para visitar todas las instalaciones petrolíferas de nuestra área. Como usted bien sabe, nosotros no planificamos sus rutas ni participarnos en sus operaciones. Dé las órdenes oportunas para que uno de sus mejores pilotos se ocupe de esto. Hoy, a mediodía.

Starke se volvió hacia el mollah.

—Lo siento, pero sólo recibo órdenes de «IranOil», a través del gerente de nuestra base y su representante en el área, Esvandiary. Tenemos un contrato con ellos y exclu...

—Los aparatos con los que ustedes vuelan son iraníes —le interrumpió el mollah tajante, agobiado de nuevo por el cansancio y el dolor y queriendo terminar de una vez—. Usted pondrá uno a nuestra disposición como se le ha pedido.

—Están matriculados en Irán pero son propiedad de «S-G Helicopters Ltd.», de Aberdeen.

—Matrícula iraní, cielos iraníes, cargados con gasolina iraní, utilizados por los iraníes, suministrando a plataformas iraníes que extraen petróleo iraní. ¡Por Dios, son iraníes! —Hussain contrajo los finos labios—. A mediodía, Esvandiary le dará las oportunas órdenes de vuelo. ¿Cuánto tiempo se necesitará para visitar todos sus emplazamientos?

—Tiempo de vuelo, acaso seis horas —dijo Starke al cabo de una pausa—. ¿Cuánto tiempo piensa estar en cada aterrizaje?

El mollah se limitó a mirarle.

—Después de eso, quiero seguir a lo largo del oleoducto hasta Abadán y aterrizar donde yo desee.

Starke abrió los ojos, asombrado. Miró al coronel pero el hombre parecía seguir ensimismado contemplando las espirales de humo de su cigarrillo.

—Eso va a ser más difícil, mollah. Necesitamos que nos den permiso de vuelo. El radar no funciona, la mayor parte del espacio aéreo está controlado por «Kish Air Traffic Control», y se trata..., humm, de Fuerzas Aéreas controladas.

—Se le darán todos los permisos que necesite —aseguró Hussain con tono concluyente. Luego, se volvió hacia Peshadi con mirada inflexible—. En el nombre de Dios, volveré a mediodía: si usted se cruza en mi camino, las armas hablarán.

Starke sentía latirle descompasadamente el corazón y lo mismo les ocurría a Peshadi y al mollah. Pero sólo este último estaba contento..., ya no tenía necesidad de preocuparse, él se hallaba en manos de Dios, realizando el trabajo de Dios, obedeciendo órdenes: «Presiona al enemigo de todas las maneras posibles. Sé como el agua que fluye vertiente abajo hacia el embalse. Fuerza la presa del usurpador Sha, de sus lacayos y de las Fuerzas Armadas. Tenemos que ganarles con valor y sangre. Presiónales de todas las maneras posibles, haz el trabajo de Dios...»

El viento hizo traquetear la ventana e involuntariamente los tres miraron hacia ella y a la noche. Ésta aún seguía oscura, brillando las estrellas, pero ya el alba apuntaba hacia el Este, el sol exactamente en el borde del cielo.

—Volveré a mediodía, coronel Peshadi, solo o acompañado de muchos. En sus manos queda la elección —dijo Hussain con calma y Starke sintió hasta el fondo de su ser la amenaza..., o la promesa—. Pero ahora..., ahora es el momento de la oración.

Se obligó a ponerse en pie, con las manos ardiéndole todavía de dolor, martilleándole la espalda, la cabeza y los oídos de manera monstruosa. Por un instante, se sintió como si fuera a perder el conocimiento, pero se sobrepuso al vértigo y al dolor.

Peshadi se puso en pie.

—Haga lo que él le ha dicho. Por favor —añadió como una gran concesión—. Se trata de una tregua temporal, de una transigencia temporal. Hasta que recibamos órdenes definitivas del Gobierno legal de Su Majestad Imperial y entonces pondremos fin a toda esta farsa. —Con mano temblorosa, encendió el cigarrillo con la colilla del anterior—. Usted no tendrá problemas. Él le facilitará los permisos necesarios de manera que sea un vuelo rutinario. Rutina. Por supuesto, usted tiene que aceptar porque está claro que yo no puedo permitir que uno de mis aviones militares preste servicio a un mollah, y en particular a Hussain que goza de gran renombra como sedicioso. ¡De ninguna manera! Ha sido idea genial mía que usted no hará fracasar. —Apagó furioso el cigarrillo. El cenicero desbordaba de colillas y la atmósfera estaba cargada de nicotina. Añadió casi gritando—: ¡Ya ha oído lo que él ha dicho! ¡A mediodía! Solo o con muchos. ¿Quiere que se derrame más sangre todavía?

—Por supuesto que no.

—Muy bien. Entonces, ¡haga lo que le ha pedido! —Peshadi salió de estampía de la habitación.

Sombrío, Starke se acercó a la ventana. El mollah había ocupado su sitio cerca de la verja alzando los brazos y, al igual que todo almuecín en cada minarete a cada amanecida en el Islam, convocó al Creyente a la primera oración, en árabe tradicional: «Acude a la oración, acude al progreso, la oración es mejor que el sueño. No hay otro Dios sino Dios..»

Y mientras Starke observaba, Peshadi, en actitud devota, ocupó su lugar al frente de los hombres de la base de toda graduación que, obedientes y con gran contento, habían ido saliendo de sus cuarteles, los soldados dejando sus fusiles en el suelo junto a ellos. Del otro lado de la verja, los aldeanos se mostraban igualmente devotos. Entonces, siguiendo las orientaciones del mollah, se volvieron hacia La Meca y comenzaron los movimientos y postraciones obligatorios, así como la letanía Shahada: «Doy fe de que no hay otro Dios sino Dios y que Mahoma es el Profeta de Dios...»

Una vez acabada la oración, se hizo un gran silencio. Todos esperaban. Luego, el mollah dijo con grandes voces:

—Dios, el Corán y Jomeiny.

Seguidamente, atravesó la puerta en dirección a Kowiss. Los aldeanos le siguieron con docilidad.

Starke se estremeció a pesar suyo. «Ese mollah está tan lleno de odio que éste le sale por cada poro de su cuerpo. Y tanto odio enviará a alguien o algo al mismísimo infierno. Si vuelo con él tal vez empeore las cosas. Si envío a otro o pido voluntarios estaré eludiendo lo que, en definitiva, es responsabilidad mía.»

—Tengo que volar con él —musitó—. He de hacerlo

Torbellino
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