CAPÍTULO LIX
La noche estaba hermosa y tranquila, perfumada con los aromas densos de las flores. Gavallan y Pettikin se encontraban sentados en la terraza del «Oasis Hotel», en la linde del aeropuerto, al borde mismo del desierto. Estaban tomando una cerveza antes de la cena. Gavallan fumaba un delgado cigarro y miraba hacia la lejanía, allá, donde el cielo, de un negro púrpura y tachonado de estrellas, se encontraba con la tierra más oscura todavía. El humo ascendía, perezoso. Pettikin se agitó en su confortable sillón.
—Quisiera de veras que hubiera algo más que yo pudiera hacer.
—Y yo quisiera que el viejo Mac estuviera aquí, le retorcería su condenado cuello —dijo Gavallan y Pettikin se echó a reír.
Detrás de ellos, ya había algunos comensales en el comedor. El «Oasis» era viejo y ruinoso, Imperio barroco, la residencia del ministro residente británico cuando el poder de Gran Bretaña era el único poder en el Golfo y que, hasta el setenta y uno, mantuvo la paz y a raya a la piratería. A través de las altas puertas llegaban las notas de una música tan antigua como el trío de vejestorios que la interpretaban: piano, violín y contrabajo. Dos damas maduras y un caballero de cabello blanco al piano.
—Dios mío, ¿no es Chu Chin Chow?
—Me has pescado, Andy. —Pettikin se volvió a mirarles, y vio a Jean-Luc entre los comensales, charlando con Nogger Lane, Rodrigues y algunos de los otros mecánicos. Saboreó su cerveza, dándose cuenta de que el vaso de Gavallan estaba vacío—. ¿Quieres otra?
—No, gracias. —Gavallan seguía al humo con la mirada—. Creo que voy a darme una vuelta por el servicio meteorológico y luego echaré un vistazo por la oficina.
—Te acompaño.
—Gracias, Charlie, pero, ¿por qué no te quedas aquí, por si alguien telefonea?
—Muy bien, como prefieras.
—No me esperes para cenar, me reuniré contigo para el café. De regreso, me pasaré por el hospital para ver a Duke. —Gavallan se levantó, cruzó el comedor saludando a aquellos de sus hombres que se encontraban en él y salió al vestíbulo que también había conocido tiempos mejores.
—Mr. Gavallan, perdóneme, Effendi, pero hay una llamada telefónica para usted.
La recepcionista le señaló la cabina telefónica instalada a un lado. El interior estaba revestido de felpa roja, sin aire acondicionado y tampoco una posible intimidad.
—¿Diga? Al habla Gavallan... —dijo.
—Hola, jefe, Liz Chen. Sólo para informarle que hemos recibido una llamada referente a los dos envíos desde Luxemburgo y que llegarán tarde.
«Envíos desde Luxemburgo» era la frase clave para los dos «747» de carga cuyos vuelos charter había contratado.
—No podrán llegar el viernes..., sólo garantizan el domingo a las cuatro de la tarde.
Gavallan se quedó consternado. Ya le habían advertido los de la compañía que tenían un programa en exceso ajustado y que podía haber un retraso de veinticuatro horas. Le había resultado en extremo difícil arreglar lo de los aparatos. Era evidente que no podía dirigirse a ninguna de las líneas aéreas regulares que prestaban servicio en el Golfo o en Irán y hubo de mostrarse en extremo vago respecto al motivo de aquellos vuelos charter y a su cargamento.
—Vuelve a comunicarte con ellos y adelante la fecha. Sería más seguro si llegaran el sábado, mucho más seguro. ¿Qué más?
—«Imperial Air» ha ofrecido ocupar nuestra posición con referencia a nuestros nuevos «X63».
—Diles que se vayan al diablo. ¿Qué otra cosa?
—«ExTex» ha revisado su oferta respecto a los contratos con Arabia Saudita, Singapur y Nigeria, bajando un diez por ciento.
—Acepta la oferta por télex. Organízame un almuerzo con los jefazos en Nueva York para el martes. ¿Algo más?
—Tengo una lista de los números que quería.
—Formidable. Espera un momento. —Gavallan sacó la libreta de notas que siempre llevaba consigo y localizó la hoja que buscaba. En ella había una lista de las matrículas iraníes registradas de sus diez restantes «212», todas ellas empezando por «EP», por Irán; «H», por helicóptero y las dos letras finales—. Preparado. Adelante.
—AB, RV, KI...
A medida que ella iba leyendo las letras, Gavallan las escribía en la otra columna. Para mayor seguridad no anotaba la nueva matrícula completa, «G» referida a Gran Bretaña, «H» por helicóptero, limitándose a apuntar las dos letras nuevas. Releyó la lista que coincidía con los ya facilitados—. Gracias, ya están comprobados. Gracias, te llamaré esta noche a última hora, Liz. Da un telefonazo a Maureen y dile que todo va bien.
—Muy bien, jefe. Sir lan ha llamado hace media hora para desearle buena suerte.
—¡Formidable! —Gavallan había estado intentando localizarle, sin éxito, durante todo el tiempo que estuvo en Aberdeen y en Londres—. ¿Dónde está? ¿Dejó algún número?
—Sí. Está en Tokio: 73 73 84. Dijo que permanecería allí algún tiempo, y que si no lograba hablar con él, llamaría mañana. También dijo que estará de regreso en un par de semanas y que le gustaría verle.
—Aún mejor. ¿Te dijo para qué?
—Aceite para las lámparas de China —contestó, enigmática, su secretaria.
El interés de Gavallan se acrecentó.
—Estupendo. Fija una fecha a su comodidad. Te llamaré más tarde, Liz. He de irme corriendo.
—Muy bien. Sólo quiero recordarle que mañana es el cumpleaños de Scot.
—¡Santo cielo, lo había olvidado! Gracias, Liz. Hablaremos más tarde. Colgó, satisfecho de haber tenido noticias de lan Dunross, bendiciendo el sistema telefónico de Al Shargaz y la comunicación directa de larga distancia. Marcó el número. La diferencia horaria con Tokio era de cinco horas de adelanto. Algo más de la una de la madrugada.
—Hai? —respondió, somnolienta, una voz de mujer japonesa. —Buenas noches. Siento llamar tan tarde, pero acaban de darme un mensaje para que telefoneara a Sir Jan Dunross. Soy Andrew Gavallan.
—Ah, sí. En ese momento lan no está aquí, no regresará antes de la mañana, lo siento. Tal vez a las diez. Por favor, ¿me puede dar su número, Mr. Gavallan?
Gavallan se lo dio, decepcionado.
—¿Tiene algún otro número en el que pudiera encontrarle? ¿Por favor?
—Ah, lo siento mucho, no.
—Por favor, dígale que me llame. A cualquier hora.
Le dio las gracias de nuevo y colgó el auricular, pensativo.
Afuera se encontraba el coche que había alquilado. Subió a él y se dirigió a la entrada principal del aeropuerto. Sobre sus cabezas un «707» se acercaba hacia las luces de baliza para el aterrizaje, parpadeantes las luces de las alas y la cola.
—Buenas noches, Mr. Gavallan —le saludó Sibbles, el oficial meteorólogo. Era británico, un hombre pequeño, delgado, deshidratado, con diez años en el Golfo—. Aquí la tiene —le entregó la larga fotocopia de las previsiones del tiempo—. El tiempo estará cambiable aquí durante los próximos días. —Le alargó otras tres hojas—. Langeh, Kowiss y Bandar Delam.
—¿Y la línea más baja?
—En todos es más o menos la misma, con diez nudos por arriba o por abajo, algunos centenares de pies de techo..., lo siento, no acabo de acostumbrarme al métrico..., más o menos un centenar de metros de techo. El tiempo está mejorando gradualmente. En los próximos días, el viento volverá a soplar como es habitual aquí, agradable del Noroeste. A partir de medianoche, esperarnos lluvia ligera, muchas nubes bajas y brumas sobre la mayor parte del Golfo, viento del Sureste de unos veinte nudos en su totalidad, con tormentas eléctricas y pequeñas turbulencias ocasionales —levantó la vista sonriendo—, y torbellinos.
Gavallan sintió un nudo en el estómago aun cuando la palabra había sido dicha con toda naturalidad y Sibbles no estaba en el secreto. «Al menos, creo que no lo está —se dijo—. Ésta ha sido la segunda coincidencia curiosa hoy.» La otra había sido la del americano almorzando en una mesa próximo a la suya con un shargazi cuyo nombre no había captado.
—Le deseo buena suerte mañana —le había dicho aquel hombre con amable sonrisa, rebosante de cordialidad, en el momento de irse. —¿Perdón?
—Glen Wesson, de «Wesson Oil Marketing». Usted es Andrew Gavallan, ¿no? Nos hemos enterado de que usted y sus muchachos están organizando un..., «una carrera de camellos», en el oasis de Dez-al, ¿no es así?
—Nosotros no, Mr. Wesson. No estamos interesados en los camellos. —¿De veras? Pues deberían probarlo. Sí, señor, es la mar de divertido. Buena suerte de todas maneras.
Pudo haber sido una coincidencia. Las carreras de camellos constituían allí una diversión para los expatriados, y el Dez-al un lugar favorito para los fines de semana islámicos.
—Gracias, Mr. Sibbles. Lo veré mañana.
Se metió las previsiones meteorológicas en el bolsillo y bajó las escaleras hasta el vestíbulo de la terminal, encaminándose hacia su oficina que se encontraba a un lado, en la parte más alejada. «Nada de un sí tajante, pero tampoco un no tajante —estaba pensando—. El sábado más seguro que mañana. Pagas tu dinero y corres el riesgo. No puedo retrasarlo por mucho más tiempo.»
—¿Cuándo vas a decidirte? —le había preguntado Maureen, su esposa, al despedirse de él, de madrugada, hacía dos días, Aberdeen casi sumergido bajo la lluvia, que seguía cayendo, implacable.
—No lo sé, pequeña. Mac tiene buen olfato, será de mucha ayuda.
Y ahora, ni sombra de Mac! Mac había perdido la chaveta. Mac volando sin previa revisión médica. Mac convenientemente atascado en Kowiss sin otra forma de salir de allí que Torbellino. Por otra parte, sólo Dios sabía dónde se encontraría Erikki, y el pobre Duke a punto de que lo frieran y saliendo muy mal parado, suerte de que lo trajeron aquí. El doctor Nutt había estado en lo cierto. Los rayos X habían revelado que el pulmón izquierdo había resultado perforado por varias esquirlas del hueso y que otra media docena de estas ponían en peligro una arteria. Consultó el reloj del vestíbulo. Las ocho y veintisiete de la tarde. Ya debería haber salido de la anestesia.
Hay que decidirlo pronto. «De acuerdo con Charlie Pettikin he de decidirlo pronto.»
Atravesó la puerta en la que podía leerse PROHIBIDA LA ENTRADA SALVO PARA ASUNTOS OFICIALES, y siguió por el corredor con ventanales dobles lustrados a todo lo largo. En la pista, un vehículo ME conducía al «707» hacia su reservado de descarga, el letrero en inglés y farsi. Aparcados ordenadamente había varios «Fokkerwolf» de propulsión a chorro para cuarenta pasajeros, un jumbo de la «Pam Am» que formaba parte de la flota para la evacuación en Teherán y media docena de jets particulares, sus «125» entre ellos. «Quisiera que ya fuera sábado —se dijo—. No, tal vez no lo quiera.»
En la puerta de su suite de oficinas podía leerse: «S-G HELICOPTERS, SHEIK AVIATION.»
—Hola, Scot.
—Hola, papá —dijo Scot con una mueca sonriente. Se encontraba solo, oficial de guardia, y estaba sentado frente a la HF instalada sobre una consola, con un libro sobre las rodillas y el brazo derecho en cabestrillo—. Nada nuevo, salvo un mensaje para que llames a Roger Newbury a su casa. ¿Lo llamo?
—Gracias. Dentro de un momento.
Gavallan le alargó los informes del Servicio Meteorológico que Scot recorrió rápidamente con la vista. Sonó el teléfono. Sin dejar de leer, descolgó el auricular.
—«S-G» —escuchó durante un momento—. ¿Quién? Ah, sí, no está aquí, lo siento. Sí, se lo diré. Adiós. —Colgó de nuevo el auricular—. Alexandra, el nuevo amor de Johnny Hogg, «el tamal caliente» como la llama Manuela, porque está segura de que Johnny se va a quemar el pico.
Gavallan rió. Scot levantó la vista de los informes.
—Ni una cosa ni otra. Puede ser formidable con toda esa cobertura. Pero si se levanta el viento, podría ser fatal. El sábado mejor que el viernes.
Sus ojos azules observaron a su padre, que miraba por la ventana la circulación en las pistas y a los pasajeros desembarcando del jet.
—Estoy de acuerdo —dijo Gavallan sin llegar a una decisión—. Hay algo.
Calló al cobrar vida la HF.
—Al Shargaz. Habla la Oficina Central en Teherán, ¿me reciben? —Aquí Al Shargaz Oficina Central, están cuatro por cinco. Adelante —respondió Scot.
—El director. Siamaki quiere hablar inmediatamente con Mr. Gavallan.
Gavallan sacudió la cabeza negativamente.
—No estoy aquí —musitó.
—¿Puede darme el mensaje, Oficina Central? —dijo Scot al micrófono—Es algo tarde pero me pondré en contacto con él lo antes posible.
Espera. Muchos ruidos. Finalmente, la voz arrogante que Gavallan detestaba tanto.
—Soy el director gerente Siamaki. Dígale a Gavallan que me llame esta noche. Estaré aquí hasta las diez y media o mañana por la mañana a cualquier hora, a partir de las nueve. Sin falta. ¿Entendido?
—Cinco por cinco, Oficina Central —respondió Scot con irónica amabilidad—. ¡Corto y fuera!
—Condenado idiota —farfulló Gavallan. Luego, añadió en tono cortante— ¿Qué demonios estará haciendo en la oficina a estas horas de la noche?
—Tiene que estar fisgando, y si piensa «trabajar» durante el Día Santo... Esto resulta muy sospechoso, ¿no te parece?
—Mac dijo que sacaría todos los documentos importantes de la caja fuerte y que arrojaría su llave y el duplicado al joub. Pero esos granujas tienen también llaves —dijo Gavallan malhumorado—. Habré de esperar hasta mañana para tener el placer de hablar con él. ¿Hay alguna forma de poder impedirle que escuche nuestras llamadas, Scot?
—No. No hay forma si utilizamos las frecuencias de nuestra compañía que son las únicas que tenemos.
Su padre asintió.
—Cuando llegue Johnny, recuérdale que tal vez mañana necesite que vuele sin previo aviso. De las siete en adelante.
Formaba parte de la operación Torbellino el utilizar un «125» a la manera de receptor/transmisor VHF a gran altitud para cubrir a aquellos helicópteros que sólo iban equipados con VHF.
—Entonces, ¿has decidido que sea mañana?
—Todavía no —respondió Gavallan descolgando el teléfono y marcando un número—. Buenas noches. Por favor, quisiera hablar con Mr. Newbury, Mr. Gavallan contestando a su llamada.
Roger Newbury era uno de los funcionarios del Consulado británico que les había sido de gran ayuda, facilitándoles permisos.
—Hola, Roger, ¿querías hablar conmigo? Lo siento, ¿no estarías cenando, verdad?
—No, me alegro de que hayas llamado. Tengo un par de cosas para ti. Primero las malas noticias: acabamos de enterarnos que han asesinado a George Talbot.
—¡Santo Dios! ¿Qué ha ocurrido?
—Me temo que es algo más bien extraño. Se encontraba en un restaurante donde había varios ayatollahs, parece ser que de alto rango. Un coche-bomba manipulado por terroristas hizo saltar el restaurante en pedazos y a Talbot con él. Esto ocurrió ayer, durante la hora del almuerzo.
—¡Es espantoso!
—Sí. Le acompañaba un tal capitán Ross, que también resultó herido. Creo que le conocías, ¿verdad?
—Sí, sí, le conozco. Ayudó a la mujer de uno de nuestros pilotos a salir de una horrible situación en Tabriz. Un muchacho muy simpático. ¿Son graves sus heridas?
—No lo sabemos, todo está algo confuso todavía, pero nuestra Embajada en Teherán lo trasladó ayer al Hospital Internacional de Kuwait. Mañana me darán un informe completo y ya te lo comunicaré. Y ahora a otra cosa. Me pediste que tratáramos de averiguar el paradero de tu capitán Erikki Yokkonen. —Se produjo una pausa, y Gavallan oyó el crujir de papeles, mientras mantenía la esperanza—. Esta tarde he recibido un télex de Tabriz, poco antes de salir de la oficina, que dice: En respuesta a su solicitud de información sobre el capitán Erikki Yokkonen hemos de informarle que se cree escapó a sus secuestradores y que se cree ahora se encuentra con su mujer en el palacio del Khan Hakim. Mañana seguirá un informe más completo sobre todo ello una vez lo hayamos confirmado.
—Querrás decir el Khan Abdollah, Roger —exclamó Gavallan tapando excitado el auricular con la mano y dirigiéndose a Scot—. ¡Erikki está sano y salvo!
—¡Formidable! —exclamó Scot, preguntándose cuáles habrían sido las malas noticias.
—En el télex se dice exactamente el Khan Hakim —estaba diciendo Newbury.
—No importa, gracias a Dios está a salvo. —Y gracias a Dios que ha desaparecido otro importante obstáculo en la marcha de Torbellino—. ¿Podrías enviarle un mensaje en mi nombre?
—Lo puedo intentar. Ven mañana. Aunque no puedo garantizarte que le llegue, la situación en Azerbaiján es muy cambiante. Aunque lo intentaremos, desde luego.
—No sé cómo agradecértelo, Roger. Muy amable de tu parte por hacérmelo saber. Siento enormemente lo de Talbot y el joven Ross. Si hubiera algo que yo pudiese hacer para ayudar a Ross, no dejes de decírmelo, por favor.
—Sí, sí, lo haré. Y a propósito, la palabra está en la calle. —El tono era categórico.
—¿A qué te refieres?
—Digamos que a Turbulencias —dijo Newbury con delicadeza. Gavallan quedó mudo por un instante. Finalmente, se recuperó.
—¡Ah!
—Al parecer, un cierto Mr. Kasigi quiso que ayer prestaseis servicio a «Iran-Toda» y tú le dijiste que no estarías en condiciones de darle una respuesta hasta dentro de treinta días. Así que, humm, sumamos dos y dos y el resultado, junto con todos los rumores que hay nos obligó a hacer nuestra composición de lugar..., la palabra está en la calle.
Gavallan intentó mantenerse frío.
—El no estar en condiciones de dar servicio a «Iran-Toda», sólo es una decisión de negocios, Roger, nada más. Ahora, operar en cualquier parte de Irán ya es condenadamente difícil y tú lo sabes. No podría ocuparme de operaciones extra, como la de Kasigi.
—¿De veras? —preguntó con tono mordaz Newbury. Luego, dijo con sequedad—: Bien, si lo que hemos oído es verdad, lo desaconsejamos, lo desaconsejamos muy seriamente.
—Seguramente no me estarás aconsejando que apoye a «Iran-Toda» cuando todo Irán se está viniendo abajo, ¿verdad? —insistió tenaz Gavallan.
Otra pausa. Una respiración profunda. Y luego...
—Bien, no quiero entretenerte, Andy. Tal vez podamos almorzar juntos. El sábado.
—Sí, gracias. Me gustaría —Gavallan colgó el auricular. —¿Cuáles eran las malas noticias? —preguntó Scot.
Gavallan le dijo lo de Talbot y Ross, y después lo de las turbulencias. —Es algo que se acerca demasiado a Torbellino, para que resulte divertido.
—¿Y qué es eso de Kasigi?
—Quería de inmediato dos «212» de Bandar Delam para que dieran servicio a «Iran-Toda». Hube de andar con evasivas.
La entrevista había sido breve y directa.
—Lo siento, Mr. Kasigi, no es posible darle servicio durante esta semana o la próxima. No puedo, humm, considerarlo hasta dentro de treinta días.
—Mi presidente se lo agradecería mucho. Creo que usted lo conoce.
—Sí, lo conocí y si pudiera ayudarles, créame que lo haría. Sólo que en este momento no me es posible, lo siento.
—Pero..., ¿no me puede sugerir alguna alternativa? Necesito apoyo de helicópteros.
—¿Qué me dice de una compañía japonesa?
—No existe ninguna. ¿Hay alguien..., hay alguien más que puede cubrir nuestras necesidades?
—Que yo sepa no. «Guerney» jamás volverá aquí, pero tal vez sepan de alguien.
—Le había dado el número del teléfono y el inquieto japonés se había ido presuroso.
Miró a su hijo.
—Es una condenada lástima, pero no pude hacer nada para ayudarle.
—Si la palabra está en la calle... —murmuró Scot ajustándose el cabestrillo para mayor comodidad—. Si la palabra está en la calle pues ahí está. Otro motivo más para apresurar el salto.
—O para cancelarlo. Creo que me pasaré a ver a Duke. Si alguien llama, búscame allí. ¿Te relevará Nogger?
—Sí. A medianoche. Jean-Luc aún tiene reserva para el vuelo de madrugada a Bahrein, Pettikin a Kuwait. He confirmado sus asientos. Scot observó a su padre.
Gavallan no contestó a la pregunta implícita.
—Dejémoslo así por el momento.
Vio a su hijo asentir sonriente y, de repente, se sintió embargado de sentimientos encontrados por él, cariño, preocupación, orgullo y temor, entremezclados con sus propias esperanzas de un futuro que dependía de su capacidad para sacar a todos ellos del pantano iraní. Quedó sorprendido al oírse decir:
—¿Has considerado alguna vez la posibilidad de dejar de volar, muchacho?
—¿Eh?
Gavallan había sonreído ante el asombro de su hijo. Pero habiéndolo ya dicho, decidió continuar.
—Es parte de un plan a largo plazo. Para ti y la familia. De hecho tengo dos. Que esto quede entre nosotros. Desde luego, ambos dependen de que sigamos o no en el negocio. El primero consiste en que dejes de volar y te vayas a Hong Kong por un par de años, para que te pongas al corriente en las actividades de «Struan's»; más tarde, vuelves a Aberdeen durante un año más o menos, y otra vez a Hong Kong donde estableces tu base. El segundo consiste en que vayas para un curso de conversión a los «X63», pases seis meses más o menos en los Estados Unidos, tal vez un año, para aprender esa especialidad del negocio y luego una temporada al mar del Norte. Finalmente, a Hong Kong.
—Siempre recalando en Hong Kong?
—Sí. Llegará un momento en que China se abrirá a la explotación del petróleo, por lo que Jan y yo querernos que «Stuan's» esté preparada para una operación completa, helicópteros de apoyo, instalaciones... en suma, todo el negocio. —Esbozó una sonrisa extraña. «Aceite para las lámparas de China» era la clave del plan secreto de Ian Dunross, para el que, en gran parte, se prescindía de Linbar Struan—. La nueva compañía será «Air Struan» y su área de responsabilidad y operaciones, China, sus mares y toda su cuenca. Nuestro plan final es que tú estés al frente de todo ello.
—No hay mucho potencial ahí —dijo Scot con simulada timidez—. ¿Crees que «Air Struan» tendría futuro? —Ahora ya sonrió abiertamente.
—Vuelvo a decirte que esto debe quedar entre nosotros... A Linbar no le han presentado todavía todo el planteamiento.
Scot frunció el entrecejo.
—¿Aprobará que yo vaya allí, me incorpore a «Struan's» y haga todo eso?
—Me aborrece a mí, no a ti. ¿Acaso se ha opuesto a que tengas relaciones con su sobrina?
—No, todavía no. En efecto no lo ha hecho..., aún. El momento es perfecto y hemos de tener un plan futuro, para la familia. Tienes la edad adecuada, creo que puedes hacerlo. —A Gavallan se le iluminaron los ojos—. Eres Dunross a medias, descendiente directo de Dirk Struan y, por tanto, hay responsabilidades que no puedes soslayar. Tú y tu hermana heredasteis la participación de vuestra madre, puedes aspirar a la «Inner Office» si eres lo bastante bueno. Algún día, ese zoquete de Linbar habrá de retirarse, y ni siquiera él podría destruir la «Noble House» por completo. ¿Qué dices de mi plan?
—Me gustaría pensarlo.
«¿Qué es lo que tienes que pensar, muchacho?», se dijo Gavallan.
—Buenas noches, Scot. Tal vez me deje caer por aquí más tarde. —Le dio una cariñosa palmada en el hombro izquierdo y salió. «Scot no me fallará», se dijo orgulloso.
En el espacioso vestíbulo de Aduanas a Inmigración, unos pasajeros iban saliendo de Inmigración, otros esperaban su equipaje. En la pizarra de llegadas se anunciaba que el Vuelo 52 de la «Gulf Air», procedente de Muscat, capital de Omán, había llegado a la hora y despegaría dentro de quince minutos para Abu Dhabi, Bahrein y Kuwait. El quiosco de periódicos estaba abierto todavía, de manera que se acercó a ver qué encontraba. Se disponía a coger el Times londinense cuando leyó el titular, EL PRIMER MINISTRO CALLAGHAN CITA LOS EXPERTOS LABORISTAS, y cambió de idea. «¿Para qué necesito eso?», se dijo. Entonces, vio a Genny McIver.
Se encontraba sola, sentada cerca de la puerta de embarque con una maleta pequeña junto a ella.
—Hola, Genny. ¿Qué haces aquí?
—Me voy a Kuwait —dijo ella sonriendo con dulzura.
Él le devolvió la sonrisa con igual dulzura.
—¿Para qué diablos vas allí?
—Porque necesito unas vacaciones.
—No seas ridícula. Todavía no se ha pulsado el botón y, de cualquier manera, no hay nada que puedas hacer allí. Nada. Lo único que conseguirás será estorbar. Es mucho mejor que esperes aquí, Genny. Por el amor de Dios, sé razonable.
Ella seguía sonriendo sin mover un músculo.
—¿Has terminado?
—Sí.
—Soy razonable, soy la persona más razonable que conoces. Duncan McIver no. Es el majadero más desorientado y malaconsejado que conozco desde el mismo día de mi nacimiento, y me voy a Kuwait. —Todo ello dicho con una olímpica calma.
Gavallan, prudente, cambió de táctica.
—¿Por qué no me has dicho que ibas a ir en lugar de largarte con tanto sigilo. Si yo hubiese creído que habías desaparecido, me hubieras proporcionado una grave preocupación.
—Si te lo hubiera dicho, me lo habrías impedido. Le dije a Manuela que te informara una vez que me hubiese marchado para darte la hora del vuelo, el hotel y el número de teléfono. Pero me alegro de que estés aquí, Andy. Así me despedirás. Me hubiera gustado que alguien me dijera adiós..., aborrezco despedirme yo misma..., bueno, ¡ya sabes lo que quiero decir!
Fue entonces cuando Gavallan se dio cuenta de lo frágil que parecía.
—¿Estás bien, Genny?
—Sí, claro. Sólo que..., bueno, sencillamente, he de estar allí. Tengo que estar allí. No puedo quedarme sentada aquí, y, de cualquier manera, parte de todo esto fue idea mía. Yo también soy responsable de ello, y no quiero que nada..., que nada... vaya mal.
—Eso no ocurrirá —aseguró él y ambos tocaron a un tiempo la madera del asiento. Luego, pasó el brazo por el de ella—. Todo saldrá a la perfección. Oye, tengo una buena noticia... —Y le dijo lo de Erikki.
—Eso es maravilloso. ¿El Khan Hakim? —Genny rebuscó en su memoria—. ¿No era ése el hermano de Azadeh, el que vivía en...? Caramba, lo he olvidado, en algún sitio, cerca de Turquía. ¿No se llamaba Hakim?
—Entonces, quizás el télex fuera correcto y se trata del Khan Hakim. De ser así, han tenido una gran suerte.
—Sí. Al parecer su padre era un viejo horrible. —Lo miró—. ¿Te has decidido ya? Me refiero a si será mañana.
—No, todavía no. No definitivamente.
—¿Qué hay del tiempo?
Gavallan le dio la información.
—De uno u otro modo, no influirá mucho —dijo ella.
—Quisiera que Mac estuviera aquí. Él sabe qué hacer en una situación semejante.
—No más que tú, Andy. —Miraron hacia la pizarra de Salidas al oír llamar por el altavoz a los pasajeros del Vuelo 52. Se pusieron en pie—Por lo que pueda valer, y dadas las circunstancias, Andy, Mac decide que sea mañana.
—¿Eh? ¿Cómo lo sabes?
—Conozco a Duncan. Adiós, querido Andy.
Lo besó rápidamente y echó a andar sin mirar atrás.
Gavallan esperó hasta que hubo desaparecido. Luego, salió al exterior, tan ensimismado con sus pensamientos que no se dio cuenta de que Wesson, cerca del quiosco de periódicos, guardaba su estilográfica.