CAPÍTULO LXXI

Al Shargaz —«Hotel International»: 1.55 de la tarde.

Kasigi avanzaba sorteando las concurridas mesas en la implacable terraza que daba a la piscina.

—Mr. Gavallan, capitán Scragger, siento tantísimo llegar tarde. —No se preocupe, Mr. Kasigi. Tome asiento, por favor.

—Gracias. —Kasigi vestía un ligero traje tropical, y parecía estar fresco, aunque en realidad no era así—. Lo siento muchísimo. Realmente aborrezco llegar tarde a una cita pero en el Golfo es prácticamente imposible llegar a tiempo a ningún sitio. He tenido que venir desde Dubai y el tráfico. Creo que las felicitaciones son de rigor. He oído decir que su operación Torbellino ha sido un éxito rotundo.

—Todavía nos falta un helicóptero con dos de los tripulantes pero, en conjunto, hemos sido muy afortunados —dijo Gavallan, aun cuando ni él ni Scragger se sentían felices—. ¿Le apetece almorzar? ¿O una copa?

Su encuentro para almorzar, propuesto por Kasigi, había sido para las doce y media. Por acuerdo previo, Gavallan y Scragger habían almorzado ya, sin esperarle y estaban en el café.

—Un brandy con agua mineral, grande y otro vaso de agua mineral aparte. No quiero almorzar. No tengo apetito —mintió Kasigi cortésmente no queriendo colocarse en una situación incómoda, mientras ellos habían terminado. Sonrió a Scragger—. ¡Caramba! Estoy con tento de verle a salvo con sus aparatos y sus muchachos fuera. ¡Felicitaciones!

—Sentí mucho tener que esquivar sus preguntas pero..., bueno, ahora ya lo comprenderá.

—Tan pronto como me enteré lo comprendí. Claro. ¡Salud! —Kasigi bebió con ansia el agua mineral—. Y ahora que Torbellino se ha consumado, tal vez puedan ayudarme a resolver mis problemas en «Iran-Toda».

—Me gustaría mucho, desde luego, pero es imposible. Lo siento de verdad, pero no podemos. No es posible, sencillamente no es posible. La razón no puede ser más evidente.

—Tal vez pueda hacerse posible. —Kasigi ni había parpadeado—. He oído que tienen un plazo límite en firme hasta la puesta de sol de hoy para sacar sus aviones o de lo contrario les serán confiscados.

Gavallan hizo un ademán cortés con la mano.

—Esperemos que se trate tan sólo de otro rumor.

—Uno de los funcionarios de su Embajada informó a nuestro embajador que es definitivo. Supondría una tragedia que perdieran todos sus aparatos después de semejante éxito.

—¿Definitivo? ¿Está seguro? —Gavallan se sintió vacío.

—Mi embajador lo estaba —aseguró Kasigi esbozando una amable sonrisa—. Digamos que yo puedo lograr que amplíen su plazo límite de la puesta de sol de esta tarde a la de mañana. ¿Solventaría entonces mis problemas en «Iran-Toda»?

Los dos hombres se le quedaron mirando.

—¿Podría hacer que prorrogaran nuestro plazo límite, Mr. Kasigi?

—Yo no, pero nuestro embajador es posible que pueda hacerlo Estoy citado con él para dentro de una hora. Se lo pediré..., tal vez él pueda influir cerca del embajador iraní, o del jeque o de ambos. —Kasigi vio un interés inmediato por parte de Gavallan y lo dejó flotando en el aire, siendo como era un pescador demasiado experimentado en aguas occidentales para no conocer el cebo—. Estoy en deuda con el capitán Scragger. No he olvidado que me salvó la vida, que se apartó de su ruta para llevarme a Bandar Delam. Los amigos no deben olvidarse de los amigos, ¿verdad? Tal vez pueda lograrse a... «Nivel de Embajador».

«¿El embajador japonés? ¡Dios mío!, ¿sería posible...?» El corazón le latía fuertemente a Gavallan ante aquel inesperado camino que se les abría.

—No hay forma de que los nuestros puedan hacer nada, mi contacto se mostró terminante al respecto. Agradecería cualquier ayuda que pudiese obtener. Vaya que sí. ¿Cree que nos ayudaría?

—Si él quisiera, creo que podría. —Kasigi saboreaba su brandy—. Igual que usted puede ayudarnos a nosotros. Mi presidente me pidió que le saludara en su nombre y mencionó a su mutuo amigo Sir lan Dunross. —Observó la reacción en la mirada de Gavallan y añadió—: Hace dos noches comieron juntos.

—Si puedo serle de alguna ayuda... ¿Qué problemas tiene exactamente? «¿Y dónde está el truco y cuál es su precio? —se dijo Gavallan—. ¿Y donde está Jan? He intentado por tres veces localizarle sin lograrlo.»

—Necesito tres «212» y dos «206» en «Iran-Toda» lo antes posible, mediante contrato por un año. Es esencial que quede terminada la planta y el comité local me ha prometido una total colaboración..., siempre que empecemos de inmediato. Si no se hace de inmediato, será desastroso.

La noche anterior, el ingeniero jefe Watanabe, de «Iran-Toda», le había enviado un mensaje cifrado por télex: El jefe del comité, Zataki, está como un tiburón loco con el secuestro de «S-G». Su ultimátum: o reanudamos la construcción de inmediato, para lo cual hemos de disponer de helicópteros, o tomarán posesión de toda la planta sin más demora, la nacionalizarán y todos los extranjeros que estén aquí habrán de afrontar la pena correspondiente por traición. La hora D está fijada para después de las oraciones de la puesta de sol del sábado cuatro, cuando habré de presentarme ante el comité. Espero instrucciones, por favor.

Las llamadas telefónicas urgentes a Osaka y Tokio durante casi toda la noche sólo habían servido para aumentar la furia de Kasigi.

—Yoshi, mi querido amigo —le había dicho con devastadora cortesía su primo y señor Hiro Toda—, he consultado con el Sindicato. Todos coincidimos en lo afortunados que somos al tenerte a ti en el lugar del conflicto. Tú has de solucionarlo. Confiamos plenamente en que resolverás todos esos problemas..., antes de tu marcha.

El mensaje estaba absolutamente claro. «Resuélvelo o no regreses.»

El resto de la noche lo pasó tratando de encontrar una solución al dilema. Y de repente, con el alba, recordó una observación casual que hiciera el embajador japonés referente al nuevo embajador iraní que le proporcionaba los posibles medios para solucionar el plazo límite de Gavallan y su propio problema.

—Para ser absolutamente sincero, y hablándole con toda claridad, Mr. Gavallan —y estuvo a punto de echarse a reír ante lo incongruente de la frasecita..., pero tan necesaria en las negociaciones occidentales—, necesito un plan para mañana antes de la puesta de sol y respuestas para mañana también antes de esa hora.

—¿Por qué para entonces, si me permite preguntarle?

—Porque adquirí compromisos con un amigo que debo cumplir, cosa que usted comprenderá perfectamente —respondió Kasigi—. De manera que los dos nos encontramos ante un callejón sin salida, el mismo. —Entonces juzgó que había llegado el momento exacto y golpeó fuerte para asegurarse de que el anzuelo estaba firme—. Si usted puede ayudarme, se lo agradeceré toda la vida. Naturalmente, y como quiera que sea, haré cuanto esté a mi alcance para persuadir a mi embajador de que le ayude.

—Sería inútil que le ofreciera cualquiera de nuestros pájaros porque serían confiscados de inmediato y tampoco poner a su disposición los «206» que hemos dejado en Irán, porque, con toda seguridad, también se encontrarán hors de combat. «S-G» ha abandonado Irán definitivamente, al igual que « Bell», «Guerney» o cualquiera de las demás compañías. ¿No hay súbditos japoneses que sean pilotos de helicóptero?

—No, no los hay bien entrenados. —«Aún no», se dijo Kasigi, renovándose su furia contra el Sindicato por no haber previsto el entrenamiento para ese trabajo de su propia y leal gente—. El personal habrá de ser extranjero. Mi embajador podría facilitar la cuestión de los visados, y todo lo demás. Por supuesto, ustedes ya conocen el Proyecto Nacional de «Iran-Toda» —añadió, sin preocuparle lo exagerado de sus palabras. «Pronto lo será —se dijo—, cuando toda la información de que dispongo caiga en las manos adecuadas»—. ¿Qué me dice de tribulaciones francesas o alemanas?

Con un esfuerzo Gavallan apartó la mente de todos los problemas que le preocupaban, de cómo, a nivel de embajador, podría poner a salvo a sus propios hombres y helicópteros definitivamente, con lo que se habría librado de la añagaza de Linbar y quedaba en libertad para tratar con «Imperial Helicopters» en el mar del Norte, para ocuparse de la crisis de Hong Kong, del retiro anticipado de Linbar y de situar a Scot para que ocupase su puesto.

—Tantas posibilidades formidables —dijo de manera involuntaria. Luego, dominándose rápidamente se concentró en la solución del problema de «Iran-Toda»—. El problema tiene dos partes. Primero, equipamiento y repuestos. Si usted puede proporcionar una carta de crédito por nuestra tarifa mensual acostumbrada, renovable por todo el tiempo que retenga los aparatos, de no importa qué lugar yo pueda obtenerlos, con la garantía de que si las autoridades iraníes llegaran a confiscarlos, usted asumiría todos los pagos de arriendo en dólares fuera de Irán y rembolsaría a los propietarios de una pérdida total, yo podría llevárselos a «Iran-Toda» en el plazo de..., en el plazo de una semana.

—Nuestros banqueros son los Sumitomo —dijo al instante Kasigi—. Puedo acordar una entrevista con ellos aquí, esta misma noche. Por esa parte no hay problema. ¿De dónde obtendría los aparatos?

—De Alemania o Francia..., británicos o americanos están completamente descartados. Y la situación es la misma con respecto a los pilotos. Quizá fuese preferible Francia, si tenemos en cuenta la ayuda que han prestado a Jomeiny. Podría localizarlos a través de algunos amigos de «Aerospatiale». ¿Qué me dice del seguro? Para mí sería imposible establecer un seguro para usted en Irán.

—Tal vez yo pueda hacerlo desde Japón.

—Estupendo. No me gusta que los pájaros vuelen sin seguro. Y el paso siguiente: Digamos que hemos logrado obtener los aparatos, ¿cuántos pilotos y mecánicos se necesitarían, Scrag?

—Bien, Andy, si logras hacerte con ellos, lo mejor sería que tuvieses de ocho a diez pilotos alistados y de diez a catorce mecánicos destacados fuera de Irán, pero lo suficientemente cerca.

—¿Quién les pagaría, Mr. Kasigi? ¿En qué moneda y dónde?

—En la moneda que prefirieran, donde quisieran y como quisieran. ¿Tarifas corrientes?

—Creo que habría que ofrecerles una «bonificación por peligrosidad», habida cuenta de la situación en Irán.

—¿Qué le parecería si organizase todo el asunto por mí, Mr. Gavallan, tanto la cuestión del equipamiento como del personal, digamos..., por un diez por ciento para usted como porcentaje?

—Olvídese de porcentajes y recuerde que nuestro compromiso ha de mantenerse absolutamente en secreto. Le sugiero lo siguiente: su operación debería ser controlada, logística, repuestos y reparaciones, desde Kuwait o Bahrein.

—Es preferible Bahrein, Andy —advirtió Scragger.

—Pero Kuwait está mucho más cerca —adujo Kasigi.

—Sí —convino Scragger—, por eso mismo, es un país más expuesto a presiones desde Irán o a desórdenes patrocinados por éste. A mi juicio, este lado del Golfo está llamado a recibir golpes. Demasiados chiítas que, por lo general, son pobres, demasiados jeques que son sunnitas. A corto o a largo plazo, siempre estará mejor en Bahrein.

—Entonces, no hay más que hablar, Bahrein —dijo Kasigi—. Mr. Gavallan, ¿podría beneficiarme de los servicios del capitán Scragger durante un año para que dirija la operación, si es que llega a cuajar, con un sueldo doble del actual? —Vio a Scragger entornar los ojos y se preguntó si no habría ido demasiado lejos con excesiva rapidez, por lo que añadió con tono ligero—: Si le pido que renuncie a su primer amor, amigo mío, es justo que reciba una compensación.

—Es una oferta fantástica pero, bueno, no sé. ¿Andy?

Gavallan vaciló.

—Significa que habrás de dejar «S-G», Scrag, y también de volar. No puedes ocuparte de cinco naves y seguir volando... y, de cualquier manera, jamás podrás regresar a Irán. Bajo ningún concepto.

«Eso es verdad. Tendría que dejar de volar. De manera que yo también me encuentro ante una encrucijada», reflexionaba Scragger. No intentes pretender que la mala suerte de Mac no te ha producido sobresalto e inducido a acabar con todos los sobresaltos. ¿Y por qué perdí ayer el conocimiento? Doc Nut dijo que sólo era agotamiento. ¡Cojones! Jamás he perdido antes en mi vida el conocimiento y ¿qué diablos saben, en definitiva, los médicos? ¿Un año en Bahrein? Siempre es mejor que algunos meses en el mar del Norte, pendiente de la próxima revisión médica. ¿Dejar de volar? ¡Dios mío! Un momento, puedo mantenerme al corriente y meter la mano en ello con algunas excursiones locales.

—Tengo que pensarlo pero, de cualquier manera, gracias por el ofrecimiento, Mr. Kasigi.

—Entretanto, Mr. Gavallan, ¿le sería posible organizar el primer mes o así?

—De acuerdo. Con cierta dosis de suerte, en una semana puedo enviar allí aparatos y tripulaciones suficientes para que puedan comenzar. El resto, al cabo de una o dos semanas más con un contrato por tres meses renovable. —Gavallan añadió con la mayor delicadeza que le fue posible—: Siempre que podamos superar nuestro plazo límite.

Kasigi disimuló su satisfacción perfectamente.

—Bien. ¿Podemos reunirnos aquí a las nueve? Traeré conmigo a Mr. Umura, que es el presidente del «Sumitono» para el Golfo, para preparar las cartas de crédito de la forma que usted quiera, Mr. Gavallan.

—Entonces, a las nueve en punto. Acaso debería usted mencionar a su embajador que incluso si se supera el plazo límite de esta noche, mis cargueros no llegarán hasta mañana al mediodía, y que no me sera posible cargarlos y tenerlos a punto de despegar antes de la puesta de sol de mañana.

—Espero que quede solamente entre nosotros lo de «a nivel de embajador».

—Por supuesto, tiene mi palabra de honor. ¿Scrag?

Kasigi escuchó decir lo mismo a Scrag y quedó, como siempre, asom brado ante la ingenuidad de los occidentales que confiaban en la «palabra» de alguien..., ¡palabra de honor! ¿El honor de quién? ¿Qué honor? ¿Acaso no se ha sabido de siempre que un secreto compartido deja de ser secreto y jamás vuelve a serlo? Como la operación Torbellino. Había sido tan sumamente fácil descubrirla...

—Tal vez podríamos planearlo de la siguiente forma. Dejemos solucionada esta noche la cuestión de las finanzas y de las cartas de crédito. Usted empieza a organizar los helicópteros, los repuestos y las tripulaciones, cómo dirigir la operación desde Bahrein, el almacenaje y las cifras, todo ello pendiente de confirmación mañana a la puesta de sol. Si para entonces ha sacado usted sus propios aparatos y hombres, nos garantizará que «Iran-Toda» dispondrá de sus helicópteros en el plazo de una semana.

—Parece muy seguro de poder prorrogar nuestro plazo límite.

—Es muy posible que mi embajador sí que pueda. Le telefonearé y le comunicaré lo que me haya dicho tan pronto como le deje. ¿Le sería posible dirigir un programa de entrenamiento para pilotos japoneses, capitán Scragger?

—Sería fácil siempre que hablaran inglés y tuviesen cien horas de vuelo con helicópteros al menos. Tendría que encontrar un capitán de entrenamiento. —Scragger calló. De repente se le había ocurrido que aquélla era la solución perfecta—. Es una idea magnífica. Puedo ser su examinador,.., contratarlos y, de esa forma, obtener vuelos suficientes en los circuitos precisos. ¡De primera! —Tenía la expresión resplandeciente—. Le diré una cosa, amigo, si Andy puede arreglarlo, cuente conmigo.

Alargó la mano que Kasigi estrechó.

—Gracias. Perfecto. Así que, ¿«lo intentamos», Mr. Gavallan?

—¿Y por qué no? —Gavallan alargó a su vez la mano, sintió la fuerza férrea de Kasigi y, por primera vez, creyó realmente que existía una oportunidad. «Kasigi es listo. Mucho. Ahora ya tiene en marcha y operando in situ a la moderna compañía japonesa standard: contratar a expertos extranjeros para entrenar in situ al personal japonés o para crear el mercado en sus propios países para luego trasladar a los entrenados. Nosotros obtenemos el beneficio a corto plazo y ellos el mercado a largo plazo. Nos están haciendo en el mundo de los negocios lo que no lograron hacernos en la guerra. Con todas las de la ley. ¿Y qué? Es un trueque justo. Y si Kasigi y su embajador logran evitarme el desastre, no ahorraré esfuerzos por ayudarle a mi vez»—. Lo intentaremos.

Kasigi sonrió, sincero por primera vez.

—Muchas gracias. Telefonearé tan pronto como tenga cualquier noticia. —Se alejó después de hacer una media reverencia.

—¿Crees que lo hará, Andy? —preguntó Scragger esperanzado.

—Te aseguro que no lo sé. —Gavallan hizo seña al camarero para que le diera la nota.

—¿Cómo vas a solucionarle su problema a tiempo?

Gavallan empezaba a contestar, pero calló de pronto. Acababa de ver a Pettikin con Paula sentados a una mesa, junto a la piscina, con las cabezas muy juntas.

—Creí que Paula había salido esta mañana para Teherán.

—Debía de haber salido. Tal vez cancelaron el vuelo o se dio por sickie —dijo Scragger en actitud ausente, temeroso de que lo dejaran en tierra.

—¿Qué?

—Es australiano. Si amanece un día hermoso y, de repente, la joven quiere la tarde libre para nadar, hacer el amor o, sencillamente, descansar, telefonea a la oficina durante la hora del almuerzo y dice que se encuentra muy mal. Enferma, sickie. —Scragger enarcó desmesuradamente las cejas—. A veces, las mozas dadas de baja resultan muy complacientes. Paula es ya otra cosa..., y Charlie está perdido.

Gavallan vio el placer reflejado en sus rostros, debajo de la sombrilla, ajenos por completo a cuanto les rodeaba. Aparte de lo preocupado que se sentía por la suerte de Dubois, Erikki y los demás, había leído en la Prensa de la mañana la noticia relativa al repentino hundimiento del mercado de valores de Hong Kong. «Muchas de las principales compañías encabezadas por "Struan's", "Rothwell-Gornt", "Par-con of China», perdieron el treinta por ciento o más de su valor en un solo día, mientras el mercado sigue bajando sin que se vea el fin. La declaración del Taipan, Mr. Linbar Struan, afirmando que sólo se trataba de un tropezón temporal, provocó una fulminante repulsa tanto del Gobierno como de sus rivales. La Prensa más sensacionalista desbordaba de rumores ampliamente difundidos de negociaciones internas entre los "Cuatro Grandes" y también de manipulación para hacer caer los precios desde sus alzas récord. Ése debe de ser el motivo de que no haya podido localizar a Tan. ¿Se habrá ido a Hong Kong? ¡Condenado Linbar! Este año su balance estará en rojo del principio al fin.»

Con un esfuerzo, frenó su mente. Vio a Pettikin cubrir la mano de Paula con la suya. Y a ella que no la apartaba.

—¿Crees que se lo pedirá, Scrag?

—Si no lo hace, resultará que es tonto.

—Estoy de acuerdo. —Gavallan suspiró y se puso en pie—. No voy a esperar, Scrag. Firma la nota y luego ve a buscar a Charlie y dile que lo siento de veras pero que tiene que reunirse conmigo en la oficina durante una hora y que luego tendrá libre el resto del día. Busca también a Rudi y Willi. Yo telefonearé a Jean-Luc y entre todos encontraremos una solución para las necesidades de Kasigi, si es que puede cumplir lo prometido. No les expliques el motivo, sólo diles que es urgente y que mantengan la boca bien cerrada. —Dicho lo cual se alejó.

—Eh, Mr. Gavallan. —Era el americano Wesson que en actitud jovial se levantaba de la mesa a la que estaba sentado y le alargaba la mano—. ¿Tiene tiempo para una copa y para charlar un rato?

—Hola, Mr. Wesson, gracias, pero, humm, ¿podemos dejarlo para otro momento? Tengo algo de prisa.

—Demonios, sí, cuando quiera. —Wesson le sonrió y acercándose algo más se inclinó al tiempo que bajaba la voz hasta convertirle en un amistoso susurro. Por primera vez Gavallan pudo ver el minúsculo audiófono que el hombre llevaba en la oreja izquierda—. Sólo quería felicitarle. Ha enseñado bien a esos estúpidos cómo se sacudía el polvo de los zapatos.

—Sólo, humm, sólo nos ha acompañado la suerte. Lo siento, he de apresurarme. Adiós.

—Claro. Ya nos veremos.

Wesson cogió pensativo su estilográfica y se la metió en el bolsillo. «De manera que Kasigi va a intentar echar un cable a Gavallan. Jamás me lo hubiera imaginado. Mierda, no hay forma de que el nuevo régimen coopere. Kasigi sueña con imposibles. El pobre bastardo debe de estar volviéndose loco, "Iran-Toda" está hecha un desastre y, con mil demonios, aun cuando empezaran ahora pasarán años hasta que la planta empiece a producir y todo el mundo sabe que las espitas de Irán seguirán cerradas, perdiendo Japón el setenta por ciento de su suministro de energía. Ni que decir tiene que los precios mundiales sufrirán un aumento, habrá más inflación... Japón es nuestro único aliado en el Pacífico y a los infelices les van a crucificar.»

«Una vez cerrado el servicio de Gavallan en Lengeh, todo el campo de Siri está en peligro. ¿Cómo va a operar De Plessey en Siri sin el apoyo de helicópteros? Conque el embajador, ¿eh? Interesante. ¿Cómo va a funcionar eso? ¿Quién hace qué a quién? ¿Y hasta dónde informaré al viejo Aaron de todo este asunto? De todo el mundo que conozco, ese viejo bastardo podrá averiguar cómo encaja todo si es que alguien puede hacerlo.»

Atravesó tranquilamente el vestíbulo y se encaminó hacia su coche sin darse cuenta de que Kasigi se encontraba en una de las cabinas de teléfono laterales.

—... Estoy completamente de acuerdo, Ishii-san. —Kasigi estaba hablando en japonés con tono deferente. Tenía la frente sudorosa—. Informe, por favor, a Su Excelencia que tendremos el equipamiento y la tripulación, estoy seguro de ello..., si es que puede arreglar el resto. —Trató de evitar que su voz revelara el nerviosismo.

—¡Ah! ¿De veras? Excelente. —Ishii hablaba desde la Embajada—. Informaré a Su Excelencia de inmediato. Y ahora, ¿qué me dice del embajador iraní? ¿Ha tenido alguna noticia suya?

A Kasigi se le cayó el alma a los pies.

—¿No ha aceptado la invitación?

—No, lo siento. Todavía no, y son casi las tres. Muy penoso. Acuda por favor a la reunión como acordamos. Gracias, Kasigi-san.

—Gracias, Ishii-san —dijo. Tenía ansias de empezar a gritar. Colgó el teléfono con gesto tranquilo.

El aire acondicionado del vestíbulo le hizo sentirse algo mejor y se dirigió a recepción. Allí recogió sus mensajes, dos de Hiro Toda para que telefoneara. Subió a su habitación, cerrando con llave la puerta. Hizo una bola con los mensajes y los tiró a la taza del retrete, empezando luego a orinar sobre ellos.

—Querido y estúpido primo Hiro —dijo en voz alta y en japonés—,si salvo tu estúpido cuello, y he de hacerlo para salvar el mío —entonces intercaló toda una serie de tacos en inglés que no existían en japonés—, tu familia estará en deuda conmigo durante ocho generaciones por todas las dificultades que me estás creando.

Tiró de la cadena, se desnudó, se duchó y se tumbó en la cama desnudo bajo la fresca brisa, queriendo hacer acopio de energías y recobrar la tranquilidad, preparándose para la reunión.

La observación que el embajador japonés hiciera al azar y que diera pie para que el plan que había concebido, le fue hecho a Roger Newbury durante una recepción en la Embajada británica que había tenido lugar hacía dos días. El embajador había mencionado que el nuevo embajador iraní se había estado lamentando por el cierre de «Iran Toda» que hubiera conferido al nuevo Estado islámico una posición formidable de poder económico en toda la región del Golfo.

—Se llama Abadani, ha estudiado en la Universidad, es licenciado en Ciencias Económicas, fundamentalista, por supuesto, aunque no fanático. Muy joven y sin demasiada experiencia, pero es diplomático de carrera, habla bien el inglés y desempeñó la Embajada en Kabul...

En aquel momento, aquellas palabras habían significado muy poco para Kasigi. Y luego se llevó a cabo la operación Torbellino. Los télex de Teherán se habían difundido por todo el Golfo y luego los rumores de la exigencia de Abadani de proceder a una inspección de los helicópteros de Gavallan para aquella misma tarde... Inspección que, evidentemente, demostraría que habían estado matriculados en Irán.

—... y ello, Kasigi-san, dará lugar a un incidente internacional —le había dicho Ishii a última hora de la noche anterior—, porque ahora aparecerán implicados Kuwait, Arabia Saudita y Bahrein. Y puedo asegurarle que es algo que todos, del primero al último, preferirían evitar y, de manera muy especial, nuestro jeque.

De madrugada había ido a ver a Abadani y le había hablado sobre Zataki y la reanudación de la construcción, añadiendo en tono muy confidencial que el Gobierno japonés estaba reimplantando «Iran-Toda» como Proyecto Nacional, cubriendo por lo tanto toda la financiación futura. Y también que con la cooperación de Su Excelencia Abadani, podría poner en marcha de nuevo, y de manera inmediata, el trabajo en Bandar Delam.

—¿El Proyecto Nacional? ¡Gracias sean dadas a Dios! Si su Gobierno lo respalda de manera oficial, ello resolvería todo problema de financiación para siempre. ¡Gracias sean dadas a Dios! ¿Qué puedo hacer? Dígame si puedo hacer algo.

—Para comenzar de inmediato, necesito helicópteros, pilotos y tripulación extranjeros. La única forma de obtenerlos rápidamente es con la ayuda de «S-G Helicopters» y de Mr. Gavall...

Entonces fue cuando Abadani explotó.

Kasigi, después de escuchar, con toda cortesía y en actitud comprensiva al parecer, toda una diatriba sobre piratería aérea y los enemigos de Irán, retornó oblicuamente al ataque.

—Tiene toda la razón, Excelencia —le había dicho—, pero yo he de elegir entre incurrir en su desagrado por exponerle la cuestión con claridad o fracasar en mi deber hacia su Gran País. Nuestra elección es sencilla. Si no dispongo de helicópteros, no puedo empezar de nuevo. Lo he intentado con «Guerney» y otros sin el menor éxito y ahora se que sólo puedo disponer de ellos rápidamente a través de ese despreciable hombre..., sólo por unos meses, desde luego, a modo de recurso provisional hasta que yo haya hecho lo necesario para disponer de personal japonés. Si no reanudo los trabajos de inmediato, ello contribuira que ese hombre, Zataki, cumpla su amenaza y le aseguro que él y su comité de Abadán son una ley por sí mismos y no vacilarán en seguir adelante. Eso causará conmoción en mi Gobierno y le colocará en una situación embarazosa, con el único resultado de un aplazamiento en la ejecución de la financiación total del «Proyecto Nacional» y entonces.

—Se encogió de hombros—. Mi Gobierno ordenará abandonar «Iran-Toda» y que se empiece a construir una nueva planta petroquímica en un área más segura como Arabia Saudita, Kuwait o Irak.

—¿Seguro? ¿Irak? ¿Arabia Saudita o Kuwait? Por Dios, si no son más que los dominios de jeques decadentes a punto de ser derribados por el pueblo. Es peligroso intentar negocios a largo plazo con los jeques, muy peligroso. No obedecen la ley de Dios. Ahora, Irán sí que la obedece. Ahora Irán se encuentra en equilibrio perfecto. El Imán, la paz de Dios sea con él, nos ha rescatado. Ha ordenado que el petróleo fluya. ¡Debe de haber algún otro modo de obtener helicópteros y reclutar tripulaciones! Gavallan y su banda de piratas se han apoderado de lo que es nuestro. Yo no puedo ayudar a los piratas a escapar. ¿Usted quiere que escapen los piratas?

—Jamás se me ocurriría sugerir algo semejante. Claro que no sabemos si son piratas, Excelencia. Ha llegado a mis oídos que sólo se trata de malintencionados rumores difundidos por enemigos que quieren perjudicar a Irán todavía más. Y aun cuando fuese verdad, ¿es que existe comparación entre nueve aparatos usados y 3.1 billones de dólares ya invertidos más 1.1 billón que se puede llegar a persuadir a mi Gobierno que invierta?

—Sí. Pero la piratería es la piratería, la ley es la ley, el jeque ha autorizado la inspección, la verdad es la verdad. Insha'Allalz.

—Estoy totalmente de acuerdo, Excelencia, pero usted bien sabe que la verdad es relativa y que un aplazamiento hasta la puesta de sol de mañana favorecería sus intereses nacionales. —Se había mordido la lengua para no soltar un taco y corrigió rápidamente su desliz—, los intereses del Imán y del Estado islámico.

—La verdad de Dios no es relativa.

—Sí, sí, por supuesto —asintió Kasigi, conservando exteriormente la calma pero rechinando los dientes en su fuero interno. «¿Quién puede ser capaz de tratar con estos lunáticos que recurren a sus creencias a modo de guardapolvo y a "Dios" en cuanto quieren poner fin a un legítimo razonamiento lógico? ¡Todos están locos, llevan anteojeras! No comprenden, como lo hacemos nosotros los japoneses, que hay que ser tolerantes con las creencias de los demás y que la vida es "de la nada a la nada", y que el cielo, el infierno y Dios son tan sólo humo de opio de un cerebro aberrante..., ¡hasta que no se demuestre lo contrario!»

—Desde luego tiene toda la razón, Excelencia, pero no se trata de sus aparatos ni de sus tripulaciones..., sólo quiero conexiones temporales.—Había esperado, halagado y escuchado, y finalmente, jugó su penúltima carta, agotado lo demás.

—Estoy seguro que tanto el jeque como el ministro de Asuntos Exteriores considerarían como un inmenso favor que usted aplazara la inspección hasta mañana, a fin de que pudieran asistir a la recepción especial que mi embajador ofrece esta noche a las ocho.

—¿Recepción, Mr. Kasigi?

—Sí, ha sido repentina pero terriblemente importante..., he podido enterarme de que usted ha sido invitado como la personalidad más relevante. —Kasigi bajó todavía más la voz—. Le suplico que no mencione el conducto por el que esto ha llegado a su conocimiento, pero una vez más, de manera confidencial, puedo decirle que mi Gobierno está intentando establecer contratos de petróleo a largo plazo que resultarían en extremo beneficiosos para ustedes si Irán continúa con sus suministros a Japón. Sería una ocasión perfecta pa...

—¿Contratos a largo plazo? Estoy de acuerdo en que los contratos negociados por el Sha son malos, unilaterales, y deben desaparecer. Pero tenemos en alta estima a Japón como cliente. Japón nunca intentó explotarnos. Estoy seguro de que a su embajador no le importaría aplazar su recepción hasta que se haya llevado a cabo la inspección. El jefe, el ministro de Asuntos Exteriores, Newbury, y yo podemos ir directamente desde el aeropuerto.

Kasigi no estaba seguro de hasta dónde podía llegar. «Pero, Míster Excusas de embajador —se dijo—, si no aplaza su inspección, ciertamente que me vengaré, porque me habrá hecho cometer lo único que los japoneses admitimos como un pecado: el fracaso.»

—Realmente, es una suerte que Irán esté tan bien representado aquí.

—Acudiré a la recepción, Mr. Kasigi. Después de la inspección.

Kasigi presentó su última carta con toda la elegancia debida,

—Tengo la impresión, Excelencia, de que pronto será invitado personalmente a mi país, para conocer a los más importantes, los más importantes líderes de allí. Porque, desde luego, usted comprende perfectamente hasta qué punto es vital su Estado islámico para Japón... Y para inspeccionar todo aquello que pueda resultar valioso para Irán.

—Ciertamente nosotros..., nosotros necesitamos amigos que no sean corruptos —dijo Abadani.

Kasigi le había estado observando con atención sin percibir reacción alguna. Siempre inflexible, con aquella mirada implacable.

—En estos tiempos tan perturbados, es esencial preocuparse por los amigos, ¿verdad? Nunca se sabe cuándo puede producirse un desastre que nos golpee, a quienquiera que sea. ¿No lo cree así?

—Es algo que está en las manos de Dios. Sólo en las suyas. —Se hizo una larga pausa.

—Hágase la Voluntad de Dios. Consideraré lo que usted ha dicho —añadió Abadani por último.

Y en aquellos momentos, en la intimidad de su dormitorio del hotel, Kasigi se sentía atemorizado. «Es absolutamente esencial mirar por uno mismo. Por prudente o cuidadoso que se sea, jamás se sabe cuándo puede producirse el desastre. Si es que los dioses existen, sólo existen para atormentarnos.»

Apenas dentro de Turquía: 4.23 de la tarde. Habían aterrizado justo a las afueras de la aldea, aquella mañana, apenas a kilómetro y medio en el interior de Turquía. Erikki hubiera preferido adentrarse más, con plena seguridad, pero los tanques estaban vacíos. De nuevo había sido interceptado y le habían tendido una emboscada, en esa ocasión por dos cazas y los «Huey», y hubo de soportarlos durante más de un cuarto de hora, antes de poder atravesar la línea fronteriza. Los dos «Huey» no se habían aventurado en su persecución, aunque permanecieron trazando círculos del otro lado de la frontera.

—Olvídate de ellos, Azadeh —dijo gozoso—. Ahora estamos a salvo.

Pero no lo estaban. Los aldeanos les rodearon y llegó la Policía. Cuatro hombres, entre ellos un sargento, y todos uniformados, aunque desaliñados y con las armas enfundadas. El sargento llevaba gafas oscuras para protegerse del resplandor del sol en la nieve. Ninguno de ellos hablaba inglés. Azadeh los había saludado de acuerdo con el plan que ella y Erikki habían pergeñado, explicándoles que Erikki, un ciudadano finlandés, tenía firmado contrato de trabajo con una compañía británica, la «Iran-Timber», que durante los disturbios en Azerbaiján y la lucha que tuvo lugar cerca de Tabriz, su vida se había visto amenazada por los izquierdistas, y que ella, su mujer, estaba igualmente amenazada, lo que les indujo a huir.

—Ah. ¿El Effendi es finlandés pero usted es iraní?

—Finlandeses por matrimonio, sargento Effendi, iraní de nacimiento. Aquí tiene nuestros documentos —le había entregado su pasaporte finlandés en el que no había referencia alguna a su difunto padre, el Khan Abdollah—. ¿Puedo utilizar el teléfono, por favor? Naturalmente podemos pagar. A mi marido le gustaría llamar a nuestra Embajada y también a su jefe en Al Shargaz.

—¡Ah! Al Shargaz. —El sargento asintió amablemente. Era un hombre fornido, perfectamente rasurado aun cuando el negro azulado de su barba apuntara ya en la piel atezada—. ¿Dónde está eso?

Azadeh se lo dijo, plenamente consciente del aspecto que tenían, tanto ella como Erikki. Éste, con el sucio vendaje manchado de sangre del brazo y el tosco adhesivo sobre la oreja herida; ella, con el cabello revuelto y el rostro y la ropa sucios. Detrás de ellos, los dos «Huey» seguían trazando círculos. El sargento los observaba pensativo.

—¿Cómo es que se atreven a enviar cazas y helicópteros para su captura a nuestro espacio aéreo?

—Es la Voluntad de Dios, sargento Effendi. Me temo que ahora están ocurriendo muchas cosas extrañas del otro lado de la frontera.

—¿Cómo están las cosas al otro lado de la frontera? —Indicó a los otros policías el «212» y empezó a escuchar con suma atención. Los tres policías se dirigieron hacia el helicóptero y miraron en la carlinga. Perforaciones de bala, sangre seca e instrumentos destrozados. Uno de ellos abrió la portezuela de la cabina. Muchas armas automáticas. Más agujeros de bala.

—¡Sargento!

El sargento asintió, pero esperó cortés a que Azadeh hubiera terminado de hablar. Los aldeanos escuchaban con los ojos muy abiertos, no se veía entre ellos chador o velo alguno. El sargento señaló hacia una de las toscas cabañas de la aldea.

—Hagan el favor de esperar ahí. Estarán resguardados.

El día era frío, y la tierra aparecía cubierta de nieve. El sol resplandecía sobre la nieve. El sargento examinó la cabina y la carlinga con toda calma. Cogió el kookri, lo sacó a medias de su vaina y lo volvió a meter. Luego, con él, hizo seña a Azadeh y a Erikki de que se acercaran.

—¿Qué explicación tiene para estas armas, Effendi?

Azadeh, inquieta, tradujo la pregunta a Erikki.

—Dile que las dejaron en mi aparato los hombres de la tribu que intentaban secuestrarlo.

—Ah, los hombres de la tribu —dijo el sargento—. Me asombra realmente que los hombres de la tribu dejaran algo tan valioso para que usted se fuera con ello. ¿Puede explicármelo?

—Dile que los gubernamentales los mataron a todos y que yo pude huir aprovechando el tumulto.

—¿Gubernamentales, Effendi? ¿Qué gubernamentales?

—La Policía de Tabriz —dijo Erikki, desagradablemente consciente de que cada pregunta les arrastraba cada vez más hondo en aquellas arenas movedizas—. Pregúntale si puedo llamar por teléfono, Azadeh.

—¿Teléfono? Ciertamente. A su debido tiempo. —El sargento observó por un instante a los «Huey» trazando círculos. Luego volvió sus ojos, castaños y duros, a Erikki—. Me satisface que la Policía fuera leal. La Policía tiene un deber frente al Estado, frente al pueblo y también el de defender la ley. Los contrabandistas de armas van contra la ley. Huir de la Policía que está haciendo cumplir la ley es un delito, ¿no?

—Sí, pero nosotros no somos contrabandistas de armas, sargento Effendi, y tampoco huimos de la Policía que hace cumplir la ley —dijo Azadeh, que a cada instante se sentía más atemorizada. La frontera estaba tan cerca, demasiado cerca. La última parte de la fuga había sido aterradora para ella. Era evidente que Hakim había alertado a la zona de la frontera. Sólo él tenía el poder de hacer que les interceptaran con tanta rapidez, tanto por tierra como por aire.

—¿Va armado? —le preguntó cortésmente el sargento.

—Sólo llevo un cuchillo.

—¿Haría el favor de entregármelo? —el sargento lo cogió—. Y ahora, síganme, por favor.

Les había conducido a la Comisaría de Policía, un pequeño edificio de ladrillo con celdas y algunos despachos y teléfonos cerca de la mezquita, en la plaza de la pequeña aldea.

—Durante los últimos meses han desfilado por nuestra carretera muchos refugiados de todo tipo, iraníes, británicos, europeos, americanos, muchos azerbaijaníes, muchos..., pero ningún soviético. —Rió su propia gracia—. Muchos refugiados, ricos, pobres, buenos, malos y entre ellos muchos criminales. A algunos se los devolvió a Irán, otros siguieron su camino. Insha'Allah, ¿eh? Esperen ahí, por favor.

«Ahí no era una celda sino una habitación con algunas sillas, una mesa y barrotes en las ventanas, muchas moscas y ninguna forma de salir. Pero estaba caliente y relativamente limpia.

—¿Podríamos comprar algo de comer y beber y utilizar el teléfono, por favor? —preguntó Azadeh—. Podemos pagar, sargento Effendi.

—Haré que les traigan algo del hotel. La comida es buena y no muy cara.

—Mi marido pregunta si podría utilizar el teléfono. Por favor. —Ciertamente..., a su debido tiempo.

Eso había ocurrido por la mañana y ahora empezaba a anochecer. Durante todo ese tiempo, había llegado la comida, arroz y guisado de cordero con pan de pueblo, y café turco. Azadeh había pagado en rial y no les habían recargado los precios. El sargento les permitió utilizar el apestoso agujero del retrete común y agua de un aljibe así como una palangana vieja para lavarse. No tenían botiquín médico, sólo yodo. Erikki se había limpiado las heridas lo mejor que pudo, apretando los dientes por el repentino dolor, todavía débil y exhausto. Luego, con Azadeh muy cerca de él, se dejó caer en una silla, y con los pies apoyados en otra se había quedado adormecido. De vez en cuando se abría la puerta y entraba uno u otro de los policías, volviendo luego a salir.

—Matyeryebyets —farfulló Erikki—. ¿Adónde podríamos huir?

Azadeh le había tranquilizado. Se apretó contra él y alzó una barrera de acero frente a su propio miedo. «Debo dirigirle», se repetía una otra vez. Ya se sentía mejor con el cabello peinado y suelto, la cara limpia y aseado su suéter de cachemir. A través de la puerta le llegaba el susurro de una conversación. El teléfono sonaba de vez en cuando. Los coches y camiones circulaban por la carretera procedentes de la frontera o se dirigían a ella. Y también el zumbido de las moscas. El cansancio pudo con ella y se quedó dormida. Su sueño fue inquieto, con horribles pesadillas: ruidos, motores, disparos, y Hakim montado como un cosaco cargando contra ellos, los dos, tanto ella como Erikki hundidos en la tierra hasta el cuello, casi a punto de ser pisoteados por los cascos de los caballos, y, de repente, no sabía cómo, se encontraban en libertad y corrían hacia la frontera que eran kilómetros de alambrada de espino y surgiendo de repente e interponiéndose entre ellos v la frontera el falso mollah Mahmud y el carnicero y el...

Se abrió la puerta. Ambos despertaron sobresaltados. Entró un comandante con un uniforme impecable, ceñudo y flanqueado por el sar gento y otro policía. Era un hombre alto, de rasgos duros.

—Sus documentos, por favor —dijo a Azadeh.

—Ya, ya se los di al sargento, comandante Effendi.

—Le entregó un pasaporte finlandés. Quiero su documentación iraní. —El comandante alargó la mano.

Azadeh se movía con lentitud. Al instante, el sargento se adelantó, le cogió el bolso de bandolera y vació el contenido sobre la mesa. De manera simultánea el otro policía se acercó enérgico a Erikki, la mano en el revólver con la funda abierta y le hizo seña de que se retirara a un rincón, contra la pared. El comandante se sentó en una silla después de sacudirle el polvo, y cogió el documento iraní que Azadeh había entregado al sargento, lo leyó atentamente y luego dirigió su atención a las otras cosas que había sobre la mesa. Abrió la bolsa de las joyas y se quedó mirándolas, asombrado.

—¿De dónde ha sacado esto?

—Son mías. Las heredé de mis padres. —Azadeh estaba muy asustada, desconociendo lo que él sabía o hasta qué punto estaba enterado. Y por la forma en que la miraba se había dado cuenta de que la deseaba. Y tampoco a Erikki le había pasado por alto ese detalle—. ¿Puede mi marido telefonear? Por favor. Desea...

—A su debido tiempo. Se les ha dicho ya muchas veces. A su debido tiempo es a su debido tiempo. —El comandante cerró la cremallera de la bolsa y la dejó sobre la mesa, frente a él. Su mirada se detuvo en los senos de Azadeh—. ¿Su marido no habla turco?

—No. No lo habla, comandante Effendi.

El oficial se volvió hacia Erikki y habló en excelente inglés:

—Nos ha llegado de Tabriz una orden de detención contra usted. Por intento de asesinato y secuestro.

Azadeh palideció y Erikki intentó dominar su pánico lo mejor que pudo.

—¿A quién he secuestrado, señor?

El comandante pareció irritado.

—No intente jugar conmigo. Esta dama, Azadeh, es la hermana de Hakim, el Khan Gorgon.

—Es mi mujer. ¿Cómo es posible que un mar...?

—Sé que es su mujer, y por Dios que más le valdrá decirme la verdad. En la orden se dice que la sacó contra su voluntad y que huyó en un helicóptero iraní.

Azadeh empezó a contestar pero el comandante la cortó enérgico.

—Le he preguntado a él, no a usted. ¿Bien?

—Fue sin su consentimiento y el helicóptero es británico, no iraní. El comandante se le quedó mirando. Luego se volvió hacia Azadeh. —¿Bien?

—Fue..., fue sin mi consentimiento... —dejó sin terminar la frase. —¿Pero qué?

Azadeh sintió angustia. Le dolía la cabeza y estaba desesperada. La Policía turca era famosa por su inflexibilidad, su inmenso poder personal y su dureza.

—Por favor, comandante Effendi. ¿Tal vez podríamos hablar en privado, explicárselo en privado?

—Ahora estamos hablando en privado, Madame —dijo lacónico el comandante. Luego, al darse cuenta de su angustia y en extremo apreciativo de su belleza, añadió—: El inglés es más privado que el turco. Adelante.

De manera titubeante, eligiendo las palabras con todo cuidado, Azadeh le habló de su juramento al Khan Abdollah, de Hakim y del dilema que se le planteaba, imposibilitada de irse y también de quedarse y cómo Erikki, por propia voluntad y prudencia, había roto el nudo gordiano. Las lágrimas le caían por las mejillas.

—Sí, fue sin mi consentimiento pero, en cierto modo, fue con el consentimiento de mi hermano que ayudó a Er...

—Si fue con el consentimiento del Khan Hakim, ¿por qué ofrece una recompensa más que generosa por la cabeza de este hombre, vivo o muerto? —dijo el comandante sin dar crédito a las palabras de ella—.

¿Y por qué la orden de detención ha sido extendida en su nombre, exigiendo la extradición inmediata, caso de ser necesario?

Azadeh sufrió tal conmoción que estuvo a punto de desmayarse. Sin pensarlo, Erikki inició un movimiento para acercarse a ella, pero al punto sintió el cañón del arma en su estómago.

—Sólo iba a ayudarla —dijo con voz entrecortada.

—¡Entonces permanezca donde está! —dijo el oficial y en turco añadió—: No lo mate. —Luego en inglés de nuevo—. Bien, Lady Azadeh. ¿Por qué?

Azadeh era incapaz de hablar. Movió los labios pero sin emitir sonido alguno. Fue Erikki quien contestó por ella.

—¿Qué otra cosa puede hacer un Khan, comandante? El honor del Khan, su persona, están implicados. Públicamente tenía que hacerlo, ¿no cree?, pese a cuanto aprobara en privado.

—Tal vez, pero no había necesidad de tanta rapidez. Y, desde luego, no hubiera hecho falta que alertara cazas y helicópteros..., ¿por qué habría de hacerlo si lo que quería era que huyeran? Es un milagro que no se viera obligado a aterrizar o que no los derribaran con todos esos impactos de bala. Me parecen un montón de mentiras..., aunque acaso ella le tenga tanto miedo a usted que esté dispuesta a decir cualquier cosa. Y ahora, dígame, esa supuesta fuga del palacio, ¿cuándo ocurrió exactamente?

Erikki, impotente, se lo dijo. «Ya no queda nada más por hacer —pensó—. Dile la verdad y espera.» Casi toda su atención estaba centrada en Azadeh, se daba cuenta del sombrío terror que estaba haciendo presa en ella, y, sin embargo, era de esperar que Hakim reaccionara como lo había hecho, desde luego, «vivo o muerto»... ¿Acaso no corría por sus venas la misma sangre que la de su padre?

—¿Y las armas?

Una vez más, Erikki repitió punto por punto lo ocurrido. Lo de haberse visto obligado a volar con la KGB, lo del jeque Bayazid y su secuestro, el rescate y el ataque a palacio, el haberse visto obligado a llevarlos de vuelta en su helicóptero así como, que al haber quebrantado el juramento que hicieron, se viera obligado a matarlos.

—¿Cuántos hombres eran?

—No recuerdo exactamente. Media docena, tal vez más.

—Disfruta matando, ¿eh?

—No, comandante, lo aborrezco pero, por favor, créanos, estamos prendidos en una tela de araña y no porque lo hayamos buscado nosotros. Lo único que queremos es que nos dejen ir, por favor, permítame telefonear a mi Embajada, ellos le confirmarán cuanto digo. No somos una amenaza para nadie.

El comandante se limitó a mirarle.

—No estoy de acuerdo —repuso finalmente—. Su historia es inverosímil. Se le busca por secuestro e intento de asesinato. Por favor, acompañe al sargento —dijo, repitiéndolo luego en turco.

Erikki permaneció inmóvil, con los puños apretados y a punto de explotar. Al instante, el arma apareció en la mano del sargento y los dos policías se acercaron a él en actitud peligrosa.

—En este país es un delito muy grave desobedecer a un policía —le amonestó el comandante con severidad—. Vaya con el sargento. Vaya con él.

Azadeh empezó a decir algo, pero no lo logró. Erikki apartó violentamente la mano del sargento, dominó su impotente furia, que también era pánico, e intentó sonreír para darle ánimos a ella.

—Está bien —farfulló, siguiendo al sargento.

Azadeh se sintió dominada por el terror. Los dedos y las rodillas le temblaban de forma incontrolada, pero ansiaba tanto permanecer allí sentada... Se mantenía erguida a sabiendas de que estaba indefensa, y con el comandante sentado frente a ella, observándola, la habitación vacía salvo por ellos dos. «Insha'Allah», se dijo, y le miró de frente, aborreciéndole con toda su alma.

—No tiene nada que temer —la tranquilizó él mirándola con curiosidad. Luego, alargó la mano y cogió la bolsa de las joyas—. Se guardarán en la caja fuerte —dijo con expresión severa. Luego, salió de la habitación y, cerrando la puerta tras él, avanzó por el pasadizo.

La celda del final era pequeña y sucia, más parecida a una jaula que a una habitación, con un catre, barrotes en una minúscula ventana, cadenas colgando de un inmenso perno en una de las paredes y un apestoso cubo en un rincón. El sargento cerró la puerta de golpe, echó el cerrojo y dejó a Erikki allí.

—Recuerde —le dijo el comandante a través de los barrotes—, el «bienestar» de Lady Azadeh depende de su docilidad.

Dicho lo cual se alejó.

Erikki, una vez solo, empezó a dar vueltas por la jaula. Comenzó a estudiar la puerta, la cerradura, los barrotes, el suelo, el techo, las paredes, las cadenas... Estaba buscando una manera de salir.

Al Shargaz. En el aeropuerto: 5.40 de la tarde.

A mil quinientos kilómetros de distancia, hacia el Sureste, a través del Golfo, Gavallan se encontraba en uno de los despachos del Cuartel General, esperando ansioso junto al teléfono. Ya sólo faltaba una hora para la puesta de sol. Una compañía de París ya le había prometido un «212» y disponía de dos «206» de un amigo de «Aerospatiale», a unas tarifas razonables. Scot estaba en el otro despacho, ocupándose de la HF con Pettikin en el otro teléfono que había allí. Rudi, Willi Neuchtreiter y Scragger se encontraban en el hotel junto a otros teléfonos intentando encontrar posibles tripulaciones, preparando posibles logísticas en Bahrein. Sin embargo, ni una palabra todavía de Kasigi.

Sonó el teléfono y Gavallan lo descolgó rápido, esperando contra toda esperanza noticias de Dubois y Fowler, o que por fin Kasigi llamase.

—¿Hola?

—Soy Rudi, Andy. Tenemos tres pilotos de Lufttransportgesellschaft y nos han prometido también dos mecánicos. Diez por ciento sobre las tarifas, meses alternos. Cuelga, hay una llamada por la otra línea, yo te llamaré. Adiós.

Gavallan hizo una anotación en un bloc, su nerviosismo le provocaba acidez y ello le hizo recordar a McIver. Cuando horas antes había hablado con él sin mencionarle ninguno de los problemas límite, no quería que se preocupara más de lo que ya lo estaba, y le prometió que tan pronto como todos los helicópteros hubieran salido y estuvieran a salvo, tomaría el primer vuelo a Bahrein e iría a verle.

—No tienes de qué preocuparte, Mac. Nunca os estaré bastante agradecido a ti y a Genny por cuanto habéis hecho...

A través de la ventana, contempló cómo descendía el sol. En el aeropuerto había gran ajetreo. Vio aterrizar un jumbo de «Alitalia» que le recordó a Pettikin y a Paula. Todavía no había tenido ocasión de preguntarle cómo andaban las cosas. En el área de los fletes, casi al final de la pista, sus ocho «212» parecían violados y esqueléticos, sin sus rotores y las columnas de los rotores mientras los mecánicos todavía seguían embalando algunos de ellos. «¿Dónde diablos estará Kasigi, por todos los cielos?» Había intentado varias veces comunicarse con él en su hotel, pero nadie sabía adónde había ido ni cuándo podría estar de regreso.

Se abrió la puerta.

—Linbar Struan está al teléfono —le dijo Scot.

—¡Dile que se joda! No, espera —siguió presuroso Gavallan—. Dile tan sólo que todavía no me encuentro aquí, pero que estás seguro de que le llamaré tan pronto como esté de vuelta. —Farfulló toda una serie de obscenidades chinas. Scot salió rápido. El teléfono sonó de nuevo—. Gavallan.

—Soy Roger Newbury, Andrew. ¿Qué tal estás?

Gavallan empezó a sudar.

—Hola, Roger. ¿Qué hay de nuevo?

—La puesta de sol sigue siendo el plazo límite. El iraní insistió en pasar por aquí a recogerme antes, así que estoy esperando... Al parecer vamos a ir juntos a recibir al jeque en el aeropuerto. Llegaremos con unos minutos antes de adelanto y luego los tres iremos a la zona de fletes para esperar Sus Puntazos.

—¿Y qué pasa con la recepción del embajador japonés?

—Se supone que acudiremos a ella después de la inspección. Sólo Dios sabe lo que pasará entonces pero..., bien, no podemos hacer nada. Lo siento, tenemos las manos atadas. Te veré pronto. Adiós.

Gavallan le dio las gracias, colgó el teléfono y se limpió el sudor de la frente.

Otra vez el teléfono. «¿Kasigi?» Lo cogió.

—¿Hola?

—¿Andy? lan.... Ian Duross.

—¡Dios mío, Ian! —Todas las preocupaciones de Gavallan se desvanecieron—. Estoy muy contento de oírte, he estado intentando localizarte un par de veces.

—Sí, siento no haber estado disponible. ¿Qué tal van las cosas? Gavallan se lo dijo cauteloso. Y también lo de Kasigi.

—Disponemos de una hora más o menos hasta la puesta de sol.

—Ése es uno de los motivos por los que te llamo. Mala suerte lo de Dubois, Fowler y McIver. Mantendré los dedos cruzados. Lochart parece que se ha venido abajo, pero cuando interviene el amor... —Gavallan lo oyó suspirar y no supo cómo interpretarlo—. ¿Recuerdas a Hiro Toda, de «Toda Shipping»?

—Desde luego, Tan.

—Hiro me habló de Kasigi y de su problema en «Iran-Toda». Se encuentra en un tremendo embrollo, así que si puedes hacer algo, cualquier cosa que sea, hazlo, por favor.

—Ya lo hago. Me estoy ocupando de ello todo el día. ¿Te habló Toda de la idea de Kasigi respecto a su embajador?

—Sí, Hiro llamó personalmente... Dice que están en extremo ansiosos por ayudarnos, pero que se trata de un problema iraní y que para ser sinceros, no espera gran cosa, ya que los iraníes están en su pleno derecho. —La expresión de Gavallan reflejó la más absoluta consternación—. Ayúdales cuanto te sea posible. Si expropian a «Iran-Toda»..., bien, estrictamente confidencial entre nosotros... —durante un instante Duross empezó a hablar en shangainés—. La parte más sensible de una compañía altamente considerada sufriría un golpe mortal. —Luego volvió al inglés—. Olvídate de que lo he mencionado.

Aun cuando Gavallan había olvidado gran parte de su shangainés, lo entendió bien y casi le hizo bizquear. No tenía la más mínima idea de que «Struan's» tuviera nada que ver... Kasigi no lo había sugerido nunca.

—Kasigi dispondrá de helicópteros y tripulación aun cuando no podamos llevar la operación a cabo antes del plazo límite y nos confisquen los aparatos.

—Esperemos que lo logréis. Y otra cosa, ¿leiste en la Prensa lo del hundimiento del mercado de valores de Hong Kong?

—Sí.

—Es más fuerte de lo que dicen. Alguien ha estado jugando muy fuerte y Linbar está entre la espada y la pared. Si logras sacar los «212» y aún seguimos en el negocio, pese a todo, habrás de cancelar los «X63».

La temperatura de Gavallan subió un grado.

—Pero, Ian, con ésos puedo acabar con el dominio de «Imperial», dando a los clientes mejor servicio y mayor seguridad y...

—Estoy de acuerdo, amigo, pero si no puedes pagarlos no puedes tenerlos. Lo siento, las cosas están así. El mercado de valores se ha vuelto loco, mucho peor que de costumbre, se está desangrando por todo Japón y tampoco podemos permitir que Toda se hunda aquí.

—Tal vez tengamos suerte. No voy a perder mis «X63». Y a propósito, ¿te has enterado de que Linbar ha dado entrada a Profitable en la Oficina Interna?

—Sí. Una idea interesante. —El tono de voz era neutro y Gavallan no pudo adivinar si su actitud era positiva o negativa—. Me he enterado de su postura en la reunión de manera indirecta. Si lo de hoy sale bien, ¿piensas estar el lunes en Londres?

—Sí. Lo sabré con más seguridad a la puesta de sol de hoy. 0 de mañana. Si todo va bien, me pasaré por Bahrein para ver a Mac y luego seguiré viaje a Londres. ¿Por qué?

—Tal vez necesite que canceles el viaje a Londres y te reúnas conmigo en Hong Kong, ha surgido algo condenadamente curioso... sobre

Nobunaga Mori, el otro testigo junto con Profitable Choy cuando David MacStruan murió. Nobunaga murió abrasado hace un par de días en su casa de Kanazawa, está en el campo, en las afueras de Tokio, en circunstancias más bien extrañas. En el correo de hoy he recibido una carta muy curiosa. No podemos discutirlo por teléfono, pero se trata de algo condenadamente interesante.

Gavallan contuvo el aliento.

—¿Entonces lo de David..., no fue accidente?

—Hay que esperar y ver qué pasa con esto, Andy, hasta que nos veamos, en Tokio, o en Londres, lo más pronto posible. Y a propósito, Hiro y yo pensábamos quedarnos en Kanazawa la noche que Nobunaga murió, pero nos fue imposible en el último momento.

—¡Dios mío! A eso sí que puede llamársele suerte.

—Bien. He de irme. Si hay algo que pueda hacer por ti...

—Nada, a menos que puedas darme una prórroga hasta el sábado por la noche.

—Sigo trabajando en ello, no te preocupes. Siento muchísimo lo de Dubois, Fowler y Mclver. Este número de Tokio registrará mensajes hasta el lunes...

Se despidieron. Gavallan se quedó mirando el teléfono. Scot entró con más noticias sobre posibles pilotos y aparatos, pero apenas oyó lo que su hijo decía. ¿Había sido asesinado después de todo? ¡Santo cielo! Maldito Linbar y su espalda contra la pared y las nefastas inversiones. «De una u otra forma, he de tener los "X63". He de tenerlos.»

De nuevo el teléfono. La conexión era mala y el acento del que llamaba muy cerrado.

—Llamada con pago revertido para Effendi Gavallan.

El corazón le dio un vuelco. ¿Erikki?

—Al aparato Effendi Gavallan. Acepto la llamada. ¿Puede hablar más alto, por favor? Apenas le oigo. ¿Quién hace la llamada?

—Un momento, por favor... —Mientras esperaba impaciente miró hacia la puerta situada casi al final de la pista que habrían de utilizar el jeque y los otros si Kasigi fracasaba en su intento y tenía lugar la inspección. Casi se quedó sin aliento al ver acercarse una gran limosina con el banderín de Shargazi en el guardabarros. Pero el coche pasó de largo entre una nube de polvo. Entonces, oyó la voz que le llegaba débilmente desde el otro extremo del hilo telefónico.

—Andy, soy yo, Marc, Marc Dubois...

—¿Marc? ¿Marc Dubois? —preguntó balbuceante y casi se le cayó el teléfono de la mano. Se tapó con la otra el otro oído para escuchar mejor—. ¡Dios Todopoderoso! ¿Marc? ¿Estás bien, dónde diablos estás, está Fowler bien? ¿Dónde diablos estáis? —Le llegó la respuesta en forma de galimatías. Hubo de hacer un gran esfuerzo por entenderle—. ¡Repítelo!

—Estamos en Kor al Amaya...

Kor al Amaya, la inmensa plataforma terminal petrolífera de alta mar, de casi un kilómetro de longitud, perteneciente a Irak, en el extremo más alejado del golfo, en la boca del estuario de Shatt-al-Arab que separaba a Irak e Irán, a unos ochocientos kilómetros hacia el Noroeste.

—¿Puedes oírme, Andy? Kor al Amaya...

En la plataforma Kor al Amaya: También Marc se tapaba un oído con la mano al tiempo que intentaba comportarse con cautela y no gritar al teléfono. Éste se encontraba en la oficina del gerente de la plataforma, y en la oficina contigua había muchos iraquíes y extranjeros que podían oírle.

—Esta línea no es privada..., vous comprenez?

—Ya me doy cuenta. ¡Por Dios santo!, ¿qué diablos ha ocurrido? ¿Os capturaron?

Dubois se aseguró de que nadie le oía.

—Non, mon vieux —dijo midiendo las palabras—. Me estaba quedando sin combustible y, voilá, el petrolero Oceanrider surgió de toda aquella merde, así que aterricé en él, perfectamente, todo hay que decirlo. Los dos estamos bien, Fowler y yo. Pas probléme! ¿Qué hay de todos los demás, Rudi, Sandor y Pop?

—Todos están aquí, en Al Shargaz, todos los de tu grupo, Scrag, Mac, Freddy, aunque Mac en este momento está en Bahrein. Contigo a salvo, Torbellino ha sacado los diez. Erikki está a salvo en Tabriz con Azadeh, aunque... —iba a decir que Tom arriesgaba la vida al quedarse en Irán. Pero ni él ni Dubois podían hacer nada al respecto, así que se limitó a expresar su satisfacción—. Es formidable que estés sano y salvo, Marc. ¿Puedes funcionar?

—Claro. Sólo, humm, sólo necesito combustible e instrucciones.

—Ahora tienes matrícula británica... Espera un segundo, es «GHKVC». Quita la numeración vieja y estampa la nueva. Se ha levantado una polvareda infernal y nuestros antiguos anfitriones han invadido todo el Golfo con télex pidiendo a los Gobiernos que nos embarguen. No te dirijas a ningún punto de la costa.

Se ensombreció la satisfacción de Dubois.

—«Golf Hotel Kilo Victor Charlie», recibido. Le bon Dieu está con nosotros, Andy, porque Oceanrider ondea bandera liberiana y el capitán es británico. Una de las primeras cosas que le pedí fue un bote de pintura, de pintura..., ¿entendido?

—Entendido, realmente formidable. Prosigue.

—Como se dirige a Irak pensé que lo mejor sería no movernos y seguir con él hasta que hablara contigo y éste es el primer mom... —A través de la puerta entreabierta Dubois vio acercarse al gerente iraquí. Ahora ya, en voz más alta y con tono ligeramente diferente, dijo—: Esta misión con el Oceanrider es perfecta, Mr. Gavallan, y tengo la satisfacción de decirle que el capitán está muy contento.

—De acuerdo, Mac, haré yo las preguntas. ¿Cuándo tiene previsto terminar de cargar y cuál es la próxima escala?

—Probablemente mañana. —Saludó con un cortés movimiento de cabeza al iraquí que se había sentado a su escritorio—. Debería ser Amsterdam como estaba programado.

—¿Crees que podrás continuar con él durante toda la ruta? Desde luego nos haremos cargo de los gastos de transporte.

—No veo por qué no. Creo que el resultado de este experimento dará lugar a una misión con carácter permanente. El capitán ha comprendido la conveniencia de permanecer en alta mar y al mismo tiempo poder hacer una rápida visita al puerto, aunque francamente, la compañía naviera cometió un error al pedir un «212». Hubiera sido preferible un «206». Creo que querrán un descuento. —Escuchó la risa de Gavallan y se sintió satisfecho—. Más vale que deje el teléfono, sólo quería presentar el informe. Fowler envía saludos, haré una nueva llamada de barco a costa cuando pasemos por ahí.

—Con un poco de suerte no estaremos aquí. Mañana embarcaremos los pájaros. No te preocupes, seguiré al Oceanrider hasta el punto de destino. Una vez que hayas pasado Ormuz y estés fuera de las aguas del Golfo, pediré al capitán que se ponga en contacto con nosotros por radio o por télex en Aberdeen. ¿De acuerdo? Estoy enviando a todos al mar del Norte hasta que hayamos terminado con esto. Seguro que no tenéis dinero, así que fírmalo todo y yo lo rembolsaré al capitán. ¿Cómo se llama?

—Tavistock, Brian Tavistock.

—Ya lo tengo, Marc. No sabes lo feliz que me siento.

—Y yo. A bientót. —Dubois colgó el teléfono y dio gracias al gerente. —Ha sido un placer, capitán —dijo el hombre pensativo—. ¿Van a ir apoyados todos los grandes petroleros por su propio helicóptero?

—No lo sé, monsieur. Para algunos sería una medida acertada, ¿no cree?

El gerente esbozó una leve sonrisa. Era un hombre alto, de mediana edad, con el acento y el entrenamiento americanos.

—Hay una patrullera iraní, anclada en sus aguas jurisdiccionales, vigilando al Oceanrider. Curioso, ¿no?

—Sí.

—Afortunadamente, ellos están en sus aguas y nosotros en las nuestras. Los iraníes creen que el golfo Arábigo es suyo, como también nosotros, el Shatt y las aguas del Tigris y del Éufrates hasta sus fuentes..., mil seiscientos kilómetros y casi tres mil, respectivamente.

—¿Tan largo es el Éufrates? —preguntó Dubois, acrecentándose su cautela.

—Sí. Nace en Turquía. ¿Ha estado antes en Irak?

—No, monsieur. Lamentablemente. Tal vez durante un próximo viaje.

—Bagdad es inmensa, antigua, moderna..., al igual que el resto de Irak. Bien vale una visita. Tenemos nueve billones de toneladas métricas certificadas de reservas de petróleo y el doble de esa cifra está esperando ser descubierto. Somos mucho más valiosos que Irán. Francia debería apoyarnos en lugar de a Israel.

—Yo no soy más que un piloto, monsieur —dijo Dubois—. La política no es mi fuerte.

—Para nosotros eso no es posible. La vida es política..., lo hemos averiguado a nuestra costa. Incluso en el Jardín del Edén..., ¿sabía que la gente está viviendo por aquí desde hace sesenta mil años? El Jardín del Edén estaba, apenas, a mil quinientos kilómetros de distancia, siguiendo hacia arriba el curso del Shatt, donde se juntan el Tigris y el Éufrates. Nuestro pueblo descubrió el fuego, inventó la rueda, las matemáticas, la escritura, el vino, la jardinería, la horticultura..., los Jardines Colgantes de Babilonia estuvieron aquí, Scheherazade tejió sus cuentos para el califa Harún al-Rashid, a quien sólo igualó su Carlomagno, y aquí se desarrollaron las más poderosas de las civilizaciones antiguas, Babilonia y Asiria. Incluso aquí comenzó el Diluvio. Hemos sobrevivido a sumerios, griegos, romanos, árabes, turcos, británicos y persas —casi escupió la última palabras—. Y seguiremos sobreviviéndoles.

Dubois asintió cauteloso. El capitán Tavistock le había advertido:

—Estamos en aguas iraquíes, la plataforma está en territorio iraquí, muchacho. Tan pronto como abandone mi plancha, tendrá que habérselas por sí solo. Yo no tengo jurisdicción. ¿Lo comprende?

—Sólo quiero hacer una llamada telefónica. Tengo que hacerla.

—¿Y qué me dice de mi comunicación barco-costa cuando de regreso pasemos a la altura de Al Shargaz?

—No habrá problemas —le había asegurado Dubois perfectamente confiado—. ¿Por qué tendría que haberlo? Soy francés.

Cuando se vio obligado al aterrizaje forzoso sobre cubierta, tuvo que informar al capitán sobre la operación Torbellino y los motivos que la impulsaron. El viejo capitán se limitó a gruñir.

—Yo no sé nada de eso, muchacho. No me has dicho nada. Pero más te valdrá borrar la matrícula de Irán y en su lugar poner una G por todas partes..., haré que te ayude el pintor de mi barco. En lo que a mí concierne, si alguien me pregunta, no eres más que uno de tantos experimentos que me impone mi naviera..., subiste a bordo en Ciudad de El Cabo, no me gustas un pelo y apenas nos hablamos. ¿De acuerdo? —El capitán sonrió—. Estoy muy contento de tenerte a bordo; navegué en lanchas patrulleras durante la guerra, operando por todo el canal. Mi mujer es de la isla d'Ouessant, cerca de Best, solíamos perdernos por allí de vez en cuando en busca de vino y brandy como acostumbraban a hacer mis antepasados piratas. Por poco que rasques a un inglés, encontrarás un pirata. Bienvenido a bordo.

En aquellos momentos, Dubois se mantuvo a la espera, observando al gerente iraquí.

—Tal vez necesitaría hacer uso de nuevo del teléfono mañana antes de zarpar. ¿Sería posible?

—Naturalmente. No se olviden de nosotros. Todo empezó aquí..., ¡y aquí terminará todo! Salaam. —El gerente esbozó una sonrisa extraña y alargó la mano—. Buenos aterrizajes.

—Gracias. Volveremos a vernos pronto.

Dubois salió del despacho, bajó las escaleras hasta cubierta, ansioso por encontrarse de nuevo a bordo del Oceanrider. A unos cuantos centenares de metros hacia el Norte, pudo ver la patrullera iraní, una pequeña fragata, balanceándose con las olas

—Espéce de con —farfulló y se puso en marcha, su mente un hervidero.

Dubois necesitó casi quince minutos para regresar de nuevo al petrolero. Encontró a Fowler esperándole y le comunicó las buenas nuevas.

—Maldito si no me alegro por los muchachos, es condenadamente formidable, pero, ¿tenemos que ir hasta Amsterdam en esta vieja bañera? —Fowier, malhumorado, empezó a soltar tacos.

Dubois, haciendo oídos sordos, se encaminó a proa, apoyándose en la borda.

«¡Todo el mundo sano y salvo! Nunca creí que lo lograríamos todos, nunca —se dijo gozoso—. ¡Qué formidable golpe de suerte! Andy y Rudi pensarán que todo estaba planeado, pero no lo estaba. Sólo ha sido cuestión de suerte. 0 de Dios. Dios cronometró perfectamente la llegada del Oceanrider en un período de un par de minutos. Entonces sí que lo tuvimos cerca, mierda, pero ya todo ha pasado y más vale no recordarlo. Y ahora, ¿qué? Con tal de que no se desate un temporal y me entren mareos, o esta vieja bañera se hunda, será estupendo pasar dos o tres semanas sin nada que hacer. Sólo pensar y esperar y dormir y jugar algo al bridge y dormir y pensar y planear. Luego Aberdeen y el mar del Norte y bromear con Jean-Luc, Tom Lochart y Duke y los otros tipos. Y finalmente..., ¿finalmente qué? Ya es hora de que me case. ¡No quiero casarme todavía, mierda! Sólo tengo treinta años, y he podido evitarlo hasta el momento. Ha sido mala suerte que conociese a esa bruja parisiense, disfrazada de ángel que recurrirá a todas sus tretas para entusiasmarme hasta destruir mis defensas y dar al traste con mi decisión. La vida es muy buena, demasiado buena y reserva todavía tantos goces...»

Volviéndose miró hacia el Oeste. El sol, velado por las brumas de la inmensa contaminación, se dirigía ya hacia el horizonte de tierra que se divisaba sombrío, deslustrado y aburrido. Quisiera estar en Al Shargaz con los muchachos.

Al Shargaz —Hospital internacional: 6.01 de la tarde.

Starke se encontraba sentado en la terraza del segundo piso, contemplando también el sol poniente, pero allí, por el contrario era hermoso sobre un mar en calma y en un cielo limpio de nubes, la intensa reverberación le obligaba a guiñar los ojos pese a usar gafas oscuras. Tan sólo tenía puestos los pantalones del pijama y tenía el pecho vendado a pesar de tener casi curada la herida, que cicatrizaba bien. Aun cuando se sentía débil todavía, intentaba pensar y hacer proyectos. «Mucho en que pensar..., tanto si logramos sacar a nuestros pájaros como si no.»

Detrás de él, en la habitación, podía oír a Manuela charlando en una jerigonza de español y tejano con sus padres en el lejano Lubbock... Él ya había hablado con ellos y también con los suyos y con Billyjoe, Conroe el peque y Sarita.

—Caramba, papá, ¿cuándo vuelves a casa? Tengo un nuevo caballo, y la escuela es estupenda y hoy hace más calor que un bol de Chiquita con pimientos chile de los fuertes.

Starke esbozó una media sonrisa aunque sin lograr salir de aquel mar de aprensión. «Tan largo el camino de allí hasta aquí, todo, todo tan ajeno, incluso en Gran Bretaña. ¿Próxima parada Aberdeen y el mar del Norte? No me importaría si fuera un mes o dos pero esto no es para mí, ni para los chicos, ni para Manuela. Resulta evidente que los niños quieren estar en Texas, desean estar en su casa, y Manuela también. Han pasado demasiadas cosas que la han asustado, demasiadas cosas, demasiado de prisa y demasiado pronto. Y tiene razón pero, ¡con mil diablos!, yo no sé adónde quiero ir o qué quiero hacer. Tengo que seguir volando, para eso estoy entrenado, quiero seguir volando. Pero, ¿dónde? Desde luego, no el mar del Norte ni en Nigeria, que ahora son las áreas clave de Andy. ¿Tal vez con algunos de sus pequeños operadores en Sudamérica, Indonesia o Borneo? Me gustaría quedarme con él si fuera posible, pero, ¿qué hay de los chicos, de la escuela y de Manuela?»

«¿Y si me olvidara del extranjero y me quedara en los Estados Unidos? Demasiado tiempo fuera, demasiado tiempo aquí.»

Dirigió la mirada más allá de la vieja ciudad, a la lejanía del desierto. Recordaba las veces en que atravesara el umbral del desierto, en ocasiones con Manuela, otras solo, yendo allí únicamente para escuchar. Escuchar, ¿qué? ¿El silencio, la noche, o las estrellas, llamándose unas a otras? ¿La nada?

—Tú escuchas a Dios. ¿Cómo puede hacer eso un Infiel? Tú escuchas a Dios.

—Ésas son tus palabras, mollah, no las mías.

«Un hombre extraño, que me salvó la vida y yo la suya a él; estuvieron a punto de matarme por su culpa y entonces me salvó de nuevo; luego todos nosotros liberados en Kowiss..., por todos los diablos. Él sabía que nos íbamos de Kowiss definitivamente, estoy seguro. ¿Por qué nos dejó ir, a nosotros, el Gran Satanás? ¿Y por qué seguía insistiendo en decirme que fuera a ver a Jomeiny? Immán no es correcto, no es correcto en absoluto.»

«¿Qué hay en todo esto que ha hecho presa en mí? Es lo que hay ahí fuera, ese algo del desierto que existe en mí. Una paz total. Lo absoluto. Es sólo para mí..., no para los niños o para Manuela, o mis padres o cualquiera otra persona. Sólo para mí... No puedo explicárselo a nadie, y a Manuela menos que a nadie, como no puedo explicar lo ocurrido en la mezquita de Kowiss o durante el interrogatorio. Más vale que me vaya pronto de aquí o estoy perdido. La simplicidad del Islam parece hacerlo todo tan sencillo, tan claro y mejor, y sin embargo...»

«Soy Conroe Starke, tejano, piloto de helicóptero, con una mujer y unos hijos formidables, y eso debería ser suficiente. ¡Por Dios que debería serlo!

Inquieto, dirigió de nuevo la mirada a la vieja ciudad, sus minaretes y muros adquiriendo tintes rojizos con la puesta de sol. Más allá de la ciudad, el desierto; y más allá del desierto, La Meca. Sabía que aquél era el camino hacia La Meca porque había visto al personal del hospital, médicos, enfermeras y todos los demás arrodillándose en aquella dirección para rezar. Manuela salió de nuevo a la terraza, apartándole de los pensamientos que ocupaban su mente y devolviéndole en parte a la realidad.

—Te envían un cariñoso abrazo y han preguntado cuándo volvemos a casa. Sería estupendo hacerles una visita, ¿no te parece, Conroe? —Manuela le vio asentir con aire ausente, no con respecto a ella. Luego miró hacia donde él miraba, sin ver nada especial. Sólo el sol que se ponía. ¡Maldición! Disimuló su preocupación. Se estaba recuperando perfectamente, pero ya no era el mismo.

—No te preocupes, Manuela —le había dicho doc Nutt—. Es probable que se deba a la conmoción sufrida al recibir el balazo, la primera vez siempre es algo traumático. Eso, y también lo de Dubois, Tom.

Erikki, y toda esta espera, y la preocupación, el no saber... Todos nosotros andamos desequilibrados, tú, yo, todo el mundo, aunque todavía no sabemos del todo por qué..., nos está afectando de distinta manera a cada uno.

La preocupación estaba acabando con ella. Para ocultarla, se apoyó en la barandilla y miró hacia el mar y las embarcaciones.

—Mientras dormías he hablado con el doctor Nutt. Dice que dentro de unos días podrás salir, mañana si fuera realmente importante, pero que has de tomártelo con calma durante uno o dos meses. En el desayuno, Nogger me ha dicho que corre el rumor de que todos tendremos al menos un mes de vacaciones con sueldo. ¿Verdad que es formidable? Con ese mes, y el permiso por enfermedad, tenemos montones de tiempo para ir a casa, ¿no?

—Claro. Es una buena idea.

Manuela vaciló un instante. Luego, se volvió hacia él y se le quedó mirando.

—¿Qué es lo que te preocupa, Conroe?

—No estoy seguro, cariño. Me siento bien. No es el pecho. En realidad no lo sé.

—El doctor Nutt ha dicho que te sentirás realmente extraño durante cierto tiempo, querido, y Andy asegura que existen grandes posibilidades de que no haya inspección y que los cargueros estarán aquí, definitivamente, mañana al mediodía. No hay nada que nosotros podamos hacer nada más que tú puedas hacer... —en la habitación sonó el teléfono y Manuela fue a contestarlo sin dejar de hablar—nada que ninguno de nosotros pueda hacer más de lo que estamos haciendo. Si logramos salir, nosotros y los helicópteros, sé que Andy proporcionará a Kasigi helicópteros y tripulaciones y ent... ¿Hola? Ah, sí, querido...

Starke oyó la exclamación entrecortada y luego el silencio. El corazón le dio un vuelvo. Luego la explosión excitada de Manuela y sus palabras.

—Es Andy, Conroe, es Andy. Ha recibido una llamada de Marc Dubois, que se encuentra en Iraq, en algún barco. Él y Fowler se vieron obligados a aterrizar sin consecuencias en un petrolero y están en Iraq y a salvo. ¡Es maravilloso, Andy! ¿Cómo? Ah, sí está bien y yo..., ¿qué pasa con Kasigi...? Espera un mom... Sí, pero... Desde luego. —Colgó el teléfono y volvió presurosa junto a Starke—. Ni palabra todavía de Kasigi. Andy ha dicho que tenía mucha prisa y que volvería a llamar. Dios mío, Conroe... —Se había arrodillado junto a él y le rodeaba el cuello con sus brazos apretándole contra sí, con mucho cuidado, llorando prácticamente de felicidad—. Estaba tan preocupada por Marc y el viejo Fowler. Temía tanto que hubiesen desaparecido.

—Yo también..., yo también. —Starke podía sentir los latidos del corazón de Manuela y también el del suyo. Y parte del peso que abrumaba su espíritu desapareció..., mientras con el brazo sano la abrazaba estrechamente.

—¡Maldición! —farfulló Starke, resultándole difícil hablar a él también—Vamos, Kasigi... Vamos, Kasigi...

En el cuartel general de Al Shargaz: 6.18 de la tarde. Gavallan se encontraba junto a la ventana de la oficina observando cómo el coche oficial de Newbury con la banderola ondeante de «Union Jack» enfilaba por la puerta de la verja. El coche avanzó veloz por la carretera de circunvalación para detenerse delante de su edificio... Chófer uniformado, dos siluetas en los asientos traseros. Hizo para sí una especie de gesto de asentimiento. Se echó a la cara algo de agua fría del grifo del lavabo y, a continuación, se la secó.

Se abrió la puerta y entró Scot con Charlie Pettikin. Los dos estaban pálidos.

—No os preocupéis —les dijo Gavallan—. Pasad. —Volvió junto a la ventana, simulando tranquilidad y permaneció allí, en pie, secándose las manos. El sol descendía casi por el horizonte—. No es preciso que les esperemos aquí, iremos a recibirles. —Abrió la marcha con firmeza por el corredor—. Formidable lo de Marc y Fowler, ¿no os parece?

—Maravilloso —dijo Scot, aunque con tono abatido pese a su decisión—. Diez pájaros de diez. Imposible mejorarlo. Diez de diez. Salieron del corredor y entraron en el vestíbulo.

—¿Qué tal está Paula, Charlie?

—Humm, bueno..., está bien, Andy. —Pettikin se hallaba asombrado ante la sangre fría de Gavallan y no poco envidioso de ella—. Se... salió para Teherán hace una hora. No creo que regrese hasta el lunes, aunque acaso lo haga mañana. —«Maldito sea Torbellino —se dijo desolado—, lo ha estropeado todo. Sé que los corazones débiles jamás conquistaron a una bella dama, más, ¿qué diablos podía hacer? Si llegan a quitarnos nuestros helicópteros «S-G» se hunde, nos quedamos sin trabajo, prácticamente no tengo ahorros, soy mucho mayor que ella y... ¡Todo esto es una cabronada! En cierto modo, aunque reconozco que es estúpido y morboso, me alegro... Ahora ya no puedo arruinar su vida y, de cualquier manera, habría estado loca si me dijera que sí.» Paula está bien, Andy.

—Es una joven estupenda.

El vestíbulo estaba atestado de gente. Lo atravesaron, y, abandonando el frescor del aire acondicionado, salieron a la calina del atardecer, permaneciendo en los escalones de la entrada. Gavallan se detuvo, asombrado. Toda la plana mayor de «S-G» se encontraba allí: Scragger, Vossi, Willi, Rudi, Pop Kelly, Sandor, Freddy Ayre, así como todos los demás, los mecánicos. Todos permanecían inmóviles, viendo acercarse el coche. Se detuvo delante de ellos.

De él bajó Newbury.

—Hola, Andrew —dijo, pero ahora ya todos se habían quedado petrificados porque quien estaba junto a Newbury era Kasigi, no el embajador iraní, y a Kasigi le resplandecía el rostro mientras Newbury decía perplejo—: En realidad no comprendo del todo qué está sucediendo, pero el embajador, el embajador iraní canceló su presencia en el último momento, y también lo hizo el jeque. Y como Mr. Kasigi ha venido a buscarme para asistir a la recepción en la Embajada japonesa, no habrá esta noche inspección...

Gavallan dio un grito y luego todos empezaron a dar palmadas a Kasigi, agradeciéndole su intervención, hablando, riendo, tropezando los unos con los otros, mientras Kasigi decía:

—... y tampoco habrá inspección mañana aunque para ello hayamos de secuestrarle... —Y más risas, y vítores y Scragger bailando un «hornpipe»—. ¡Hurra por Kasigi...!

Gavallan se abrió paso hasta Kasigi y le dio un fuerte abrazo, al tiempo que vociferaba para hacerse oír entre todo aquel guirigay.

—Gracias. Por Dios que no sabe cuánto se lo agradezco. Dentro de tres días tendrá algunos de sus pájaros y el resto durante el fin de semana. —Luego añadió incoherente—: Dios Todopoderoso, dadme un segundo, Dios Todopoderoso, he de decírselo a Mac, a Duke y a los demás... ¡La celebración corre de mi cuenta!

Kasigi le vio alejarse presuroso. Luego, sonrió para sí.

En el hospital: 6.32 de la tarde.

Starke colgó tembloroso el teléfono, rebosante de felicidad y regresó a la terraza.

—Condenación, Manuela, condenación, lo hemos logrado. No habrá inspección. Torbellino salió adelante. Andy no sabe cómo lo ha hecho Kasigi, pero lo ha logrado y... ¡Condenación! —La rodeó con el brazo sano y se apoyó en la balaustrada—. Torbellino ha salido adelante, ahora ya estamos seguros, ahora nos iremos y podremos hacer planes. ¡Condenación! ¡Kasigi, ese hijo de puta, lo ha logrado!

—Allah-u Akbar! —dijo sin pensarlo, con tono triunfante.

El sol tocaba ya el horizonte. De la ciudad llegó la voz de un almuédano, uno solo, una voz sin par, invocadora. Y el sonido desbordó su oído, y desbordó su ser, y escuchó, dando todo al olvido: su alivio y su gozo mezclados con las palabras invocadoras y el Infinito..., y se apartó de ella. Manuela esperaba, impotente, sola. Allí, mientras el sol se ocultaba ella esperaba, temerosa por él, entristecida por él, dándose cuenta de que todo el futuro estaba en la balanza. Esperó como sólo una mujer enamorada sabe esperar.

La invocación cesó. Ya todo estaba muy quieto, muy silencioso. Starke contempló la vieja ciudad en todo su esplendor, más allá el desierto y el infinito más allá del horizonte. Y entonces lo vio tal como era. El ruido de un jet al despegar y los chillidos de las gaviotas. Luego el «putput» de un helicóptero por alguna parte. Y tomó su decisión.

—A ti —dijo a Manuela en farsi—, a ti, te amo a ti.

—A ti, te amaré siempre —murmuró ella a punto de llorar. Luego le oyó suspirar y supo que estaban de nuevo juntos.

—Es hora de volver a casa, cariño —dijo él, mientras la abrazaba con fuerza—. Ya es hora de que todos volvamos al hogar.

—Mi hogar está donde tú estés —repuso Manuela, olvidado ya todo temor.

En el «Hotel Oasis»: 11.52 de la noche. En la oscuridad sonó discordante el timbre del teléfono sacando bruscamente a Gavallan de un profundo sueño. Lo cogió a tientas al tiempo que encendía la luz de la mesilla de noche.

—¿Hola?

—Hola, Andrew. Soy Roger Newbury, siento llamar tan tarde pero ac...

—No tiene importancia, dejé el aviso de que podían llamarme hasta medianoche. ¿Qué tal ha ido? ¿Qué hay de mañana?

Newbury le había prometido telefonear para decirle lo que ocurriera durante el resto de la recepción. Habitualmente, Gavallan siempre estaba despierto a esa hora, pero esa noche se había excusado por abandonar la fiesta de celebración a las diez, y se había quedado dormido apenas transcurridos unos minutos.

—Tengo la satisfacción de informarte que Su Excelencia Abadani ha aceptado una invitación del jeque para pasar el día disfrutando en el oasis de Al Sal, así que es más que probable que permanezca aislado durante todo el día. Personalmente no me fío de él, Andrew, así que te aconsejamos seriamente que saques los aparatos y a todo el personal lo más rápida y discretamente posible y también que cierres aquí durante uno o dos meses hasta que os demos luz verde. ¿De acuerdo?

—Sí. Son unas noticias formidables. Gracias. —Gavallan volvió a tumbarse. Se sentía un hombre nuevo, la cama le atraía inexorablemente y el sueño volvía a dominarle—. Ya tenía pensado cerrar —dijo con un descomunal bostezo—. Todo lo tengo dispuesto para estar fuera de aquí antes de la puesta de sol. —Percibió el nerviosismo en la voz de Newbury, pero lo achacó a la excitación, ahogó otro bostezo y agregó—: Scragger y yo seremos los últimos..., tomaremos el avión con destino a Bahrein junto con Kasigi, para ver a McIver.

—Bien. No sé cómo diablos pudisteis manejar a Abadani..., y tampoco quiero saberlo... Pero nos quitamos colectivamente el sombrero ante ti. Y ahora, humm..., ahora siento traer malas noticias junto con las buenas, pero acabamos de recibir un télex de Henley, en Tabriz.

—¿Dificultades? —Gavallan ya estaba completamente despierto.

—Me temo que sí. Parece extraño pero dice así. —Se oyó un ruido de papeles y luego—: Henley dice: «Ha llegado a nuestros oídos que ayer o anoche, hubo una especie de ataque contra la vida del Khan Hakim. Al parecer está implicado el capitán Yokkonen. Anoche cruzó la frontera turca en su helicóptero, llevándose consigo, contra su voluntad, a su mujer Azadeh. En el nombre del Khan Hakim se ha librado una orden de arresto por intento de asesinato y secuestro. En estos momentos se libra una gran lucha en Tabriz entre facciones rivales lo que dificulta en cierto modo una información correcta. Tan pronto como dispongamos de más detalles los haremos seguir.» Y eso es todo. Asombroso, ¿no? —Silencio—. ¿Andrew? ¿Estás ahí?

—Sí..., sí, lo estoy. Sólo que..., sólo que estoy intentando concentrarme. ¿No hay posibilidad de que se trate de un error?

—Lo dudo. He enviado aviso urgente para que amplíen detalles, es posible que mañana tengamos algo. Te sugiero que te pongas en contacto con el embajador finlandés en Londres y que le pongas sobre aviso. El número de la Embajada es 01-7668888. Siento todo esto.

Gavallan le dio las gracias y colgó, aturdido, el teléfono.

Torbellino
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