CAPÍTULO XLIV

En la Base Aérea de Kowiss: 5.20 de la tarde.

Starke cogió la carta que habían servido y la miró. As de espadas. Gruñó, supersticioso como la mayoría de los pilotos, pero se limitó a introducirla entre las que tenía en la mano con gesto satisfecho. Los cinco se encontraban en su bungalow jugando al poker: Freddy Ayre, Doc Nutt, Pop Kelly y Tom Lochart que llegara el día anterior procedente de Zagros Tres con otro cargamento de repuestos, prosiguiendo con la evacuación, pero demasiado tarde para regresar. A causa de la orden por la que se prohibía volar durante ese día, el Día Santo, se encontraba anclado allí hasta la siguiente madrugada. Habían encendido un fuego en el hogar porque la tarde estaba fría. Delante de todos ellos había montones de rials, el más grande delante de Kelly y el más pequeño el del doctor Nutt.

—¿Cuántas cartas, Pop? —preguntó Ayre.

—Una —pidió Kelly sin vacilar, se descartó y puso las cuatro que conservaba boca abajo sobre la mesa, delante de él. Era un hombre alto y flaco de rostro arrguado, cabello rubio, y en la cuarentena, antiguo piloto de la RAF. Le llamaban Pop porque tenía siete hijos y otro en camino.

Ayre le entregó la carta con un floreo. Kelly se limitó a mirarla según había caído sobre la mesa y luego, sin siquiera echarle un vistazo, la mezcló cuidadosamente con las otras cuatro. Después, con mucha lentitud y ademán rebuscado cogió la mano, dio una leve ojeada a la más mínima expresión de la esquina superior derecha de cada carta y suspiró satisfecho.

—¡Fantasma! —dijo Ayres.

Todos se echaron a reír. Salvo Lochart que miraba sus cartas malhumorado. Starke frunció el ceño, preocupado por él, pero muy contento de que estuviera allí ese día. Tenían que hablar de la carta secreta de Gavallan que John Hogg le llevara con el «125».

—Abro con mil rials —dijo el doctor Nutt y todo el mundo se le quedó mirando. Lo habitual en él era apostar hasta cien rials como máximo.

Lochart estudió su mano con gesto ausente. No estaba interesado lo más mínimo en la partida ya que su mente se hallaba en Zagros, y en Sharazad. La noche anterior, la «BBC» había informado sobre nuevos enfrentamientos durante las «Marchas de Protesta de la Mujer» en Teherán, Esfahan y Meshed y anunció nuevas marchas programadas para ese mismo día y el siguiente.

—Demasiado dinero para mí —dijo y tiró sus cartas.

—Te veo, Doc y subo dos mil más —dijo Starke y la confianza del doctor Nutt se esfumó.

Éste había pedido dos cartas, Starke una y Ayre tres.

Kelly miró su escalera, 4-5-6-7-8.

—Tus dos mil, Duke, y tres mil más.

—No voy —dijo al punto Ayres, tirando dos parejas de reyes y dieces.

—Yo tampoco. —Suspiró, aliviado, Nutt, escandalizado consigo mismo por haberse mostrado tan temerario en un principio y tiró el trío de reinas que le habían tocado en suerte, seguro de que Starke llevaba escalera, escalera de color o «full».

—Tus tres mil, Pop, y subo a treinta... mil —dijo amablemente Starke, sintiéndose a gusto en su fuero interno. Había apartado una pareja de seises para conservar cuatro corazones en busca de una escalera de color. El as de picas la había convertido en una escalera de color que no tenía color pero que podía ser mano ganadora si pudiera marcarse un «farol» y que Kelly se retirara.

Todas las miradas estaban fijas en este último. En la habitación reinaba el más absoluto silencio. Incluso Lochart, de repente, se sintió interesado.

Starke esperó paciente, controlando su expresión y sus manos, incómodo ante el aura de confianza que envolvía a Kelly y preguntándose qué haría si Kelly volvía a subir la apuesta, consciente de lo que Manuela diría si llegara a averiguar que estuvo dispuesto a arriesgar el sueldo de una semana en una escalera de color que no lo era.

Para empezar, le estallaría el sujetador, se dijo. Y sonrió.

Kelly estaba sudando. Había visto la sonrisa repentina de Starke. En una ocasión le había pescado faroleando pero eso fue hacía ya semanas y no por treinta mil sino por cuatro mil. «No puedo permitirme perder el sueldo de una semana, pero, por otra parte, ese granuja puede estar marcándose un farol. Algo me dice que el viejo Duke está faroleando y a mí me vendría muy bien una semana de sueldo extra.» Kelly volvió a mirar sus cartas para asegurarse de que su escalera era una escalera... «¡Pues claro que es una condenada escalera y Duke está faroleando!» Se dio cuenta de que empezaba a decir «Veo tus treinta mil» pero se detuvo y en su lugar dijo:

—Ya puedes enseñarlas, Duke —al tiempo que tiraba su mano y todo el mundo rió. Salvo Starke. Recogió las fichas y metió las cinco cartas en el mazo, barajándolas después para asegurarse de que no pudieran verlas.

—Apostaría a que te has marcado un farol, Duke —dijo Lochart con una sonriente mueca.

—¿Yo? ¿Yo, con una escalera de color? —dijo Starke con expresión de inocencia ante las burlas. Echó un vistazo al reloj—. Tengo que hacer la ronda. Dejémoslo ahora y sigamos después de cenar, ¿de acuerdo? ¿Quieres acompañarme, Tom?

—Claro.

Lochart se puso su parka y siguió a Starke afuera.

En época normal, aquélla era la mejor hora del día para ellos: poco antes de ocultarse el sol, terminados los vuelos, lavados y repostados todos los helicópteros y preparados para el día siguiente, el momento de tomar una copa, tiempo para leer, escribir algunas cartas, oír un poco de música, comer, llamar a casa y, por último, irse a la cama.

En la base reinaba la tranquilidad.

—Vamos a dar un paseo, Tom —dijo Starke—. ¿Cuándo regresas a Teherán?

—¿Qué me dices de esta noche?

—La cosa anda mal, ¿eh?

—Peor que mal. Sé que Sharazad habrá tomado parte en la «Marcha de las Mujeres» aunque le pedí que no lo hiciera. Luego está todo lo demás.

La noche anterior, Lochart le había referido lo ocurrido al padre de ella y todo lo referente a la pérdida de «HBC». Starke se había quedado aterrado, aún lo estaba, y de nuevo bendijo su suerte por no haber estado enterado de ello cuando Hussain y los Green Bands se lo llevaron para interrogarle.

—Mac se habrá ocupado ya de Sharazad, Tom. Se preocupará de que esté bien.

Al llegar Lochart, se habían puesto en contacto con Mclver a través de la HF. Para cambiar, la recepción había sido buena y ellos le habían pedido que se ocupara de la seguridad de Sharazad. Al cabo de unos minutos, dispondrían de nuevo del contacto diario por radio que les había sido permitido con el cuartel general en Teherán...

—Sólo sufrirán estas restricciones hasta que volvamos a la normalidad y entonces podrán hacer todas las llamadas que deseen..., eso será cualquier día de éstos —había dicho el comandante Changiz, jefe de la base.

Y aún cuando desde la torre principal se mantenían a la escucha a través de la base aérea, aquella comunicación les permitía conservar la cordura al tiempo que les daba una cierta sensación de normalidad.

—Después de que el domingo quede desalojado el Zagros Tres y todos vosotros estéis aquí, ¿por qué no coger el lunes, el «206» como primera providencia? Lo arreglaré con Mac.

—Gracias, eso sería formidable. —Ahora que su propia base estaba cerrada, Lochart se encontraba, nominalmente, bajo el mando de Starke.

—¿Has pensado en largarte de aquí pilotando el «212» en lugar de Scot? Una vez fuera de Zagros, estarás perfectamente. 0 mejor aún, podíais iros los dos. Hablaré con Mac.

—Gracias pero no es posible. Sharazad no puede dejar a su familia precisamente en estos momentos.

Caminaron durante un rato. La noche llegaba rápidamente, fría pero vigorizante, el aire olía a la gasolina de la inmensa refinería cercana, ahora ya casi totalmente cerrada y en su gran parte a oscuras, salvo por las altas chimeneas quemando gases de petróleo. En la base, las luces estaban encendidas en la mayoría de los bungalows, hangares y en la cocina... Disponían de sus propios generadores de emergencia para subsanar posibles cortes de energía eléctrica. El comandante Changiz le había comunicado a Starke que ahora ya no existía el peligro de que el sistema de generadores de la base pudiera ser manipulado.

—La revolución ha terminado, capitán. Ahora, el Imán está al mando.

—¿Y qué me dice de los izquierdistas?

—El Imán ha ordenado que sean eliminados, a menos que acepten nuestro Estado islámico —había respondido el comandante Changiz en tono duro y ominoso—. Izquierdistas, kurdos, extranjeros..., cualquier enemigo. El Imán sabe lo que hay que hacer.

Imán. Era lo mismo que le había ocurrido a él durante el interrogatorio a que le sometieron ante el Comité de Hussain. Casi como si Jomeiny fuera divino, se había dicho Starke. Hussain había sido el juez principal y el acusador, en una sala que formaba parte de su mezquita, desbordante de hombres hostiles de todas las edades, todos ellos Green Bands..., no había público.

—¿Qué sabes de la fuga de los enemigos del Irán desde Esfahan en un helicóptero?

—Nada.

Al punto, uno de los otros cuatro jueces, todos chicos jóvenes, tosco y casi analfabeto exclamó.

—Es culpable de crímenes contra Dios y de crímenes contra Irán como explotador para los Satánicos Americanos. ¡Culpable!

—No —dijo Hussain—. Éste es un tribunal de leyes, de la ley coránica. Está aquí para contestar preguntas, no porque haya cometido delito alguno. No se le acusa de ningún crimen. Cuéntanos cuanto hayas oído sobre el crimen de Esfahan.

La atmósfera era fétida en aquella habitación. Starke no encontró un rostro cordial entre aquella muchedumbre; sin embargo, todos sabían quién era él, todos estaban enterados de la batalla librada contra los fedayines en Bandar Delam. Su temor era como un dolor sordo, consciente de que estaba solo, a merced de ellos.

Aspiró profundamente y empezó a hablar, eligiendo sus palabras con sumo cuidado.

—En el Nombre de Dios el Compasivo, el Misericordioso —dijo, comenzando como comienzan todas las suras del Corán. Un murmullo de asombro se extendió por la habitación—. Yo no sé nada, no he sido testigo de nada referente a ello ni tomado parte de forma alguna en la acción. Por aquel entonces, yo estaba en Bandar Delam. Que yo sepa nadie de mi gente ha tenido nada que ver con ello. Sólo sé lo que Zataki de Abadán me refirió a su regreso de Esfahan. Dijo exactamente: «Nos hemos enterado de que el martes algunos partidarios del Sha, todos ellos oficiales, volaron hacia el Sur en un helicóptero pilotado por un americano. ¡Dios maldiga a todos los satánicos!» Eso es cuanto dijo. Y eso es todo lo que yo sé.

—Tú eres un satánico —le interrumpió triunfante otro de los jueces—. Eres americano. Eres culpable.

—Soy una persona del Libro y ya he demostrado que no soy satánico. De no haber sido por mí, muchos de vosotros estaríais muertos ahora.

—Si hubiéramos muerto en la base, ahora estaríamos en el Paraíso —dijo furioso un Green Band desde el fondo de la sala—. Estábamos haciendo el Trabajo de Dios. No tenía nada que ver contigo, Infiel.

Gritos de aprobación. De repente, Starke emitió un aullido de ira.

—¡Por Dios y el Profeta de Dios! —vociferó—. Soy una persona del Libro y el Profeta nos concedió privilegios y protecciones especiales. —Estaba temblando de furia, desvanecido todo temor, sintiendo un odio profundo hacia aquel tribunal fingido y su ceguera, su estupidez, su ignorancia y su fanatismo—. El Corán dice: «Oh, Pueblo del Libro, no traspases en tu religión los límites de la verdad; tampoco sigas los deseos de quienes han seguido el mal camino y han sido causa de que muchos otros se hayan apartado de la lisura del sendero.» Yo no lo he hecho —dijo con aspereza apretando los puños—y que Dios maldiga a quien afirme lo contrario.

Todos se le quedaron mirando asombrados, incluso Hussain. Uno de los jueces rompió el silencio.

—Tú..., ¿tú citas el Corán? ¿Lees el árabe tan bien como hablas el farsi?

—No, no. No lo conozco pero yo...

—¿Entonces has tenido un maestro, un mollah?

—No, no. Lo he leí...

—¡Entonces, eres un brujo! —vociferó otro—. ¿Cómo puedes conocer el Corán si no has tenido un maestro ni lees el árabe, la lengua sagrada del Corán?

—Lo leo en inglés, mi propia lengua.

De nuevo, asombro e incredulidad aún mayores hasta que Hussain habló.

—Lo que dice es verdad. El Corán está traducido a muchas lenguas extranjeras.

Nuevas muestras de asombro. Un joven le dirigió una mirada de miope a través de unos gruesos lentes rajados. Tenía el rostro picado de viruelas.

—Si está traducido a otras lenguas, Excelencia, entonces, ¿por qué no está traducido al farsi para que nosotros podamos leerlo..., si es que podemos leer?

—La lengua del Sagrado Corán es el árabe —dijo Hussain—. Para conocer bien el Libro, el Creyente debe de leerlo en árabe. Ésa es la razón por la que mollahs de todos los países aprendan el árabe. El Profeta, cuyo Nombre sea alabado, era árabe. Dios le habló en esa lengua para que otros lo escribieran. Para conocer de verdad el Libro Sagrado ha de leerse en la lengua en la que fue escrito. —Hussain volvió sus ojos negros hacia Starke—. Una traducción siempre es inferior al original, ¿no es verdad?

Starke observó la curiosa expresión.

—Sí —dijo. Su intuición le decía que asintiera—. Sí, sí, así es. Me gustaría ser capaz de leer el original.

Un nuevo silencio.

—Si conoces el Corán tan bien que puedes hacer citas de él ante nosotros como un mollah, ¿por qué no eres musulmán, por qué no eres Creyente?

Se escuchó un murmullo general, Starke vaciló, casi al borde del pánico, sin saber cómo contestar aunque seguro de que una respuesta errónea lo colgaría. El silencio se hizo más profundo.

—Porque Dios todavía no ha retirado la piel que cubre mis oídos y tampoco, tampoco ha abierto aún mi espíritu —se oyó a sí mismo decir—. No me resisto y espero. Espero con paciencia —añadió de manera involuntaria.

Un cambio de talante se observó en la habitación. El silencio se había tornado amable. Compasivo.

—Ve al Imán y tu espera terminará —dijo Hussain blandamente—. El Imán abrirá tu espíritu a la gloria de Dios. El Imán abrirá tu espíritu, lo sé. Yo he estado sentado a los pies del Imán. Le he oído predicando la Palabra, dando la Ley, propagando la Calma de Dios.

Un suspiro salió de todas las gargantas y todos se concentraron en el mollah, observaban sus ojos y la luz que los iluminaba, escuchaban la novedad de su voz y el éxtasis creciente en ella... incluso Starke sintió un escalofrío y regocijo al propio tiempo.

—¿Acaso no ha venido el Imán para abrir el espíritu del mundo? —continuó el mollah—. ¿No ha aparecido el Imán entre nosotros para purificar al Islam del Maligno y para propagar el Islam por todo el mundo, para ser portador del mensaje de Dios..., como ha sido prometido? El Imán lo es.

La palabra quedó suspendida en la sala. Todos la entendieron. Y también Starke. «¡Mandi!», pensó, ocultando su sobresalto. Hussain estaba significando que Jomeiny era, en realidad, Mandi, el duodécimo Imán legendario que desapareciera siglos antes y que los chiítas creen que sólo está oculto a la mirada de los humanos... El Inmortal cuya reaparición, algún día, prometiera Dios para gobernar sobre un mundo en paz.

Vio a todos con los ojos fijos en el mollah. Unos asintiendo, otros con lágrimas rodándoles por las mejillas, todos ellos extasiados y satisfechos y ni un solo incrédulo. «¡Santo Dios! —se dijo atónito—, si los iraníes cubren a Jomeiny con semejante manto, su poder será infinito, habrá veinte, treinta millones de hombres, mujeres y niños desesperados por cumplir su mandato, y correrán felices a la muerte ante su más leve capricho..., ¿y por qué no? Mandi les garantizará un lugar en el cielo, ¡se lo garantizará!

—¡Dios es grande! —dijo alguien.

Y todos los repitieron como un solo eco y empezaron a hablar entre ellos dirigidos por Hussain, todos olvidados de Starke. Finalmente, recordaron su presencia y le dejaron ir, diciéndole:

—Ve a ver al Imán, ve a verle y cree...

Mientras regresaba al campamento, había sentido los pies extrañamente ligeros y ahora recordaba que jamás le había parecido tan formidable la caricia del aire, que nunca había sentido tan intensamente la alegría de vivir. «Acaso se debía a que había estado tan cerca de la muerte —se dijo—. Era hombre muerto y, como quiera que sea, me acababan de devolver la vida. ¿Por qué? ¿Y por qué Tom había logrado escapar de Esfahan, de Dez Dam o, incluso del propio "HBC"? ¿Existe alguna razón? ¿O acaso sólo sea que hemos tenido suerte?»

Entre dos luces, observaba a Lochart sintiendo una grave preocupación por él. Había sido terrible lo del «HBC», terrible lo del padre de Sharazad, terrible que Tom y Sharazad se encontraran en un laberinto sin posibilidad de escape. Pronto los dos habrían de elegir: el exilio juntos, con la probabilidad de no poder regresar, o la separación, quizá para siempre.

—He de decirte algo especial, Tom, calificado como alto secreto, sólo entre nosotros. Johnny Hogg trajo una carta de Andy Gavallan.

Se encontraban a buen seguro, lejos de la base, paseando por la carretera limítrofe, junto a la gruesa alambrada de espino, sin temor a que nadie pudiera oírles. Aun así, Starke bajó la voz.

—En líneas generales, Andy tiene grandes dudas sobre nuestro futuro aquí y dice que está considerando la posibilidad de evacuar a fin de contener sus pérdidas.

—No es necesario —se apresuró a decir Lochart, con tono súbitamente cortante—. Las cosas volverán a la normalidad. Andy tiene que sudarlo. Si nosotros lo estamos sudando, él también puede hacerlo.

—Lo está sudando, y a modo, Tom. Sólo se trata de una cuestión económica, tú lo sabes igual que yo. Hace meses que no cobramos los trabajos realizados; ahora, ni siquiera tenemos trabajo suficiente para los aparatos y pilotos que estamos aquí y a los que está pagando desde Aberdeen; en Irán reina el más absoluto de los desórdenes y en todas partes tropezamos con graves dificultades.

—¿Quieres decir que el cierre de Zagros Tres representa una pérdida total en los libros? Maldito si tengo la culpa que...

—Cálmate, Tom. Extraoficialmente, pero por fuentes dignas de crédito, Andy se ha enterado de que todas las compañías aéreas extranjeras, las asociadas en Irán y Dios sabe cuántas más, las de helicópteros en especial, van a ser nacionalizadas.

Lochart, de repente, sintió grandes esperanzas. «De ser así, tendré una excusa perfecta para quedarme. Si roban..., si nacionalizan nuestros aparatos, seguirán necesitando pilotos con experiencia, hablo farsi, puedo entrenar a los iraníes que, con toda seguridad, es su objetivo final. ¿Y qué hay del "HBC"? Siempre el "HBC" —se dijo impotente—. No me libraré del "HBC".»

—¿Cómo se ha enterado, Duke?

—Andy dice que se trata de una fuente «irreprochable». Lo que nos pregunta a nosotros..., a ti, a Scrag, a Rudi y a mí..., es esto: en el caso de que él y Mac logren concebir un plan factible, ¿estaríamos dispuestos, nosotros y cualesquiera otros pilotos a los que les interese, a volar con todos nuestros pájaros hasta Wild Blue a través del Golfo?

Lochart se le quedó mirando con la boca abierta.

—¡Dios mío! ¿Quieres decir largarnos, sin autorización ni nada?

—Claro..., pero habla bajo.

—¡Está loco! ¿Cómo podríamos coordinar Lengeh, Bandar Delam, Kowiss y Teherán...? Todo el mundo habría de salir al mismo tiempo y las distancias no se compaginan.

—De una u otra manera habrán de hacerlo, Tom. Andy dice que ésa es la única solución, o cerrar.

—No lo creo. La compañía está operando en todas las partes del mundo.

—Dice que si perdemos Irán, estamos acabados.

—Para él es fácil —repuso Lochart con amargura—. Sólo es cuestión de dinero. Resulta muy cómodo apretarnos las clavijas cuando se encuentra a salvo, muy tranquilo, y lo único que arriesga es dinero. ¿Nos está diciendo que si sólo saca al personal y deja todo lo demás, la «S-G» va a irse al diablo?

—Sí. Eso es exactamente lo que dice.

—No puedo creerlo.

Starke se encogió de hombros. Hasta ellos llegó el leve lamento banshee. Volviéndose, pudieron ver, más allá de la base, hacia el lado más alejado de su zona del campo, bajo la luz vespertina, a Freddy Ayre con su gaita en el lugar en el que, todos de común acuerdo, le habían permitido ensayar.

—Maldición —exclamó Starke con aspereza—. Ese ruido me vuelve loco.

Lochart no le prestó atención.

—No irás tú a tomar parte en ese condenado secuestro, ¿verdad?, porque, en definitiva, de eso se trata. Yo, desde luego, no pienso hacerlo. De ninguna manera. —Vio a Burke encogerse de hombros—. ¿Qué dicen los otros?

—Aún no lo saben y, por el momento, no se les consultará. Como ya te he dicho, esto queda entre nosotros por ahora. —Starke consultó su reloj—. Casi es la hora de llamar a Mac. —Vio que Lochart se estremecía. De nuevo, el viento arrastró el lamento de la gaita—. Maldito si sé cómo nadie pueda asegurar que eso es música —dijo—. La idea de Andy merece ser estudiada, Tom. Como último recurso.

Lochart no le contestó. Se sentía mal, el crepúsculo era deprimente, todo estaba mal. Incluso el aire olía mal, contaminado por la cercana refinería, y anheló encontrarse de nuevo en Zagros, arriba, cerca de las estrellas, donde ni el aire ni la tierra estaban contaminados. Pero, por otra parte, se sentía desesperado por hallarse otra vez en Teherán donde, si cabía, había una mayor contaminación. Pero ella estaba allí.

—No contéis conmigo —dijo.

—Piénsalo bien, Tom.

—Ya está pensado. Olvida que has hablado conmigo. Toda la idea en sí es una locura. Cuando reflexiones a fondo sobre ello, te darás cuenta de que es un proyecto descabellado.

—Claro, viejo amigo.

Starke se preguntó cuándo caería su amigo en la cuenta de que, de todos ellos, él, Lochart, era con el que más habría que contar..., de una manera u otra.

Torbellino
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