CAPÍTULO V
El «212», con dos pilotos y el pasaje completo de trece personas, hacía un vuelo de rutina, con rumbo al estrecho de Ormuz, desde su base S-G en Lengeh, sobre las plácidas aguas del Golfo, hacia el campo de petróleo Siri, explotado por los franceses. El sol apuntaba por el horizonte prometiendo otro hermoso día con el cielo completamente despejado aun cuando la bruma, habitual en el golfo, reducía la visibilidad a unos cuantos kilómetros.
—Helicóptero «EP-HST», aquí control de radar Kish, gire a 260 grados.
El helicóptero obedeció, tomando la nueva dirección.
—260 a trescientos —contestó Ed Vossi.
—Mantengan altitud. Informen sobrevolando Siri.
A diferencia de lo que ocurría en la mayor parte de Irán, allí el radar era bueno, con estaciones en las islas Kish y Lavan, manejadas por excelentes operadores de las Fuerzas Aéreas Iraníes entrenados por USAF. Ambos extremos del Golfo eran igualmente estratégicos y los dos con excelente servicio.
—«HST». —Ed Vossi era americano, antiguo piloto USAF, de treinta y dos años y con la complexión de un defensa de rugby—. El radar anda hoy al nervioso, ¿verdad, Scrag? —preguntó al otro piloto.
—Nunca mejor dicho. Deben de ser sus pilas.
Delante de ellos estaba ya la pequeña isla de Siri. Aparecía estéril, desolada, llana, con una pequeña y sucia pista de aterrizaje, unos cuantos barracones para el personal petrolero y un conjunto de inmensos tanques de almacenamiento alimentados por oleoductos instalados en el fondo marino desde las plataformas hacia el Oeste. La isla se encontraba a unos cien kilómetros de la costa iraní, exactamente en el interior del límite internacional que, como una bisectriz del estrecho de Ormuz, separaba las aguas iraníes de las de Omán y los Emiratos Árabes Unidos.
Sobrevolando los tanques de petróleo, el helicóptero se ladeó suavemente y se dirigió hacia el Oeste habiendo de hacer su primera parada en la plataforma llamada Siri Tres, a sólo unos kilómetros de distancia. En ese tiempo, había seis plataformas en acción en el campo, operando en todas ellas EPF, el consorcio semigubernamental francés que había puesto en marcha el campo por «IranOil» a cambio de futuros embarques de petróleo.
—Control de radar Kish, HST sobre Siri, a trescientos metros —dijo Ed Vossi por el micrófono.
—Roger HST. Manténte a trescientos —le respondieron al punto—. Informa antes de aterrizar. Ante vosotros hay circulación saliendo, a las diez. Subiendo.
—Lo tenemos a la vista.
Los dos pilotos vigilaron el vuelo de cuatro jets cazas, volando muy juntos, remontándose a las alturas, dejándolos atrás en dirección a la boca del estrecho.
—Parece que llevan mucha prisa —dijo el hombre mayor, acomodándose en su asiento.
—Puedes apostar que sí. ¡Mira! ¡Santo Cielo, son «F15», de USAF —exclamó Vossi asombrado—. ¡Mierda! No sabía que los hubiera en esta área. ¿Los has visto tú anteriomente, Scrag?
—No, amigo —respondió Scrag Scragger preocupado también, mientras ajustaba ligeramente el volumen de sus auriculares.
Con sus sesenta y tres años, era el piloto más viejo de «S-G», veterano en Lengeh, un hombrecillo apergaminado, muy delgado, muy duro, de rizoso cabello gris y ojos hundidos de un azul claro australiano que parecían estar escudriñando el horizonte. Su acento resultaba interesante.
—Me gustaría saber qué diablos ocurre. El radar parece más nervioso que un flan y ésta es la tercera escuadrilla que vemos desde que despegamos, aunque la primera yanqui.
—Deben de estar en misión especial, Scrag. O tal vez sean cazas de escolta que los EE.UU. han enviado a Arabia Saudita con los «AWAC».
Scragger se hallaba instalado en el asiento izquierdo, actuando como capitán de instrucción. Habitualmente, el «212» correspondía a una configuración de piloto único, instalado éste en el asiento derecho. Pero Scragger había preparado aquel avión con dualidad de controles a efectos de entrenamiento.
—Bien —dijo riendo—, siempre que no divisemos unos cuantos «MIG», nos encontraremos a salvo.
—Los rojos no enviarán equipos aquí, por mucho que ambicionen el estrecho. —Vossi era muy confiado. Tenía apenas la mitad de años de Scragger y casi el doble de estatura—. Y seguirán sin enviarlos mientras continuemos diciéndoles que más vale con mil diablos que no lo hagan..., y siempre que dispongamos de aviones y fuerzas de choque y la voluntad de hacer uso de ellos. —Escudriñó a través de la bruma—. Eh, Scrag. Mira ahí.
El inmenso superpetrolero iba muy cargado, bastante hundido en el agua, avanzando, ponderoso, en dirección a Ormuz.
—Apuesto a que carga quinientas mil toneladas o más.
Lo observaron durante un momento. El sesenta por ciento del petróleo del mundo libre atravesaba aquella vía de agua angosta y de poco fondo, entre Irán y Omán, de la que apenas veinticinco kilómetros eran navegables. Veinte millones de barriles al día. Cada día.
—¿Crees que algún día llegarán a construir un petrolero de un millón de toneladas, Scrag?
—Desde luego. Lo conseguirán si así lo desean, Ed —repuso mientras el buque pasaba por debajo de ellos—. Navega con bandera liberiana —afirmó Scragger con aire ausente.
—Tienes vista de águila.
—Mi sana vida, muchacho.
Scragger recorrió la cabina con la mirada. Todos los pasajeros estaban en sus asientos, con los cinturones de seguridad puestos, también llevaban las chaquetas salvavidas reglamentarias Mae West, y los protectores de oídos, y se distraían leyendo o mirando por las ventanillas. «Todo normal —pensó—Sí. Los instrumentos están normales y los sonidos son normales. Yo estoy normal y también Ed lo está. Entonces, ¿por qué siento esa comezón?», se preguntó, volviéndose de nuevo.
«Por las fuerzas de choque, por el radar Kish, por los pasajeros, porque hoy es tu cumpleaños y, ante todo, porque estás volando y la única forma de que sigas vivo volando es sintiendo esa comezón. Amén.» Rompió a reír con fuerza.
—¿Qué encuentras tan divertido, Scrag?
—Tú, eso es lo que encuentro tan divertido. De manera que te crees un piloto, ¿verdad?
—Pues claro, Scrag —repuso Vossi precavido.
—De acuerdo. ¿Has localizado Siri Tres?
Vossi, sonriendo, señaló hacia la lejana plataforma, apenas visible a través de la bruma, ligeramente al este del conjunto.
Scragger se mostró encantado.
—Ahora, cierra los ojos.
—Venga, Scrag. Ya sé que éste es un vuelo de comprobación pero cómo...
—Tengo el control —dijo Scragger satisfecho.
Instantáneamente, Vossi soltó los mandos.
—Ahora, cierra los ojos porque «estás en período de entrenamiento». Con seguridad en sí mismo, el joven echó una última y atenta mirada al objetivo de la plataforma, se ajustó los auriculares, se quitó las gafas oscuras y obedeció.
Scragger entregó a Vossi el par de anteojos oscuros especiales que él mismo había hecho.
—Póntelos y no abras los ojos hasta que yo te lo diga —le advirtió—. Prepárate para coger los mandos.
Vossi se puso los anteojos y con suavidad, sin abrir los ojos ni un segundo, alargó las manos y los pies, rozando los mandos apenas, como sabía que le gustaba a Scragger.
—Muy bien. Preparado, Scrag.
—Es todo tuyo.
Al punto, Vossi asió los mandos, ligera y firmemente, y le satisfizo comprobar que el intercambio de piloto se llevaba a cabo de una manera fluida, manteniendo el helicóptero en línea y nivelado. En aquellos momentos, volaba guiándose tan sólo por los oídos, intentando anticipar la más leve variación en el zumbido del motor aminorando en las bajadas y acelerando en las que pudiera indicar si el aparato ascendía o descendía. Ahora, un pequeño cambio. Lo había previsto perfectamente sintiéndolo casi antes de que se produjera: el tono iba subiendo, por lo tanto, los motores estaban adquiriendo velocidad y, en consecuencia, el helicóptero bajaba en picado. Hizo la corrección, nivelándolo de nuevo.
—Bien por ti, muchacho —dijo Scragger con tono aprobador—. Ahora, abre los ojos.
Vossi pensaba que llevaba los anteojos de entrenamiento usuales que impedían la visibilidad exterior pero que permitían ver los instrumentos. Pero se encontró con la oscuridad más absoluta. Un súbito pánico le dominó haciendo que su concentración se esfumase, y la coordinación con ella. Durante una fracción de segundo se encontró desorientado por completo, dándole vueltas el estómago de la misma forma que sabía que el helicóptero estaría haciendo. Pero no era así: los mandos seguían firmes en las manos de Scragger, detalle que él no había podido observar.
—¡Jeeesúss! —suspiró Vossi con voz entrecortada, levantando automáticamente las manos para arrancarse los anteojos.
—Manténlos puestos. Esto es una emergencia, y tú, el piloto, el único que hay a bordo y tropiezas con dificultades... No ves. ¿Qué puedes hacer? ¡Coge los mandos! ¡Vamos! ¡Emergencia!
A Vossi le subió la bilis a la boca y la escupió. Sentía los nervios en las manos y los pies. Cogió los mandos, se excedió en la corrección y estuvo a punto de gritar, presa de pánico, cuando el aparato empezó a dar tumbos, porque él había pensado que Scragger seguía manejándolos. Mas no era así. De nuevo Vossi se excedió en la corrección, absolutamente desorientado. En esa ocasión, Scragger quitó importancia al error.
—Nivela, Ed —ordenó—. ¡Escucha el condenado motor! Templa las manos y los pies. —Añadiendo con tono más tranquilo—: Ahora manténte firme, lo estás haciendo muy bien, manténte firme. Después podrás vomitar. Te encuentras en una situación de emergencia, tienes que tomar tierra y llevas trece pasajeros. Yo me encuentro aquí a tu lado, pero no soy un condenado piloto. Entonces, ¿qué vas a hacer?
Vossi había logrado dominar las manos y los pies y escuchaba el motor atentamente.
—¿Yo no puedo ver, pero tú sí?
—Eso es.
—Entonces, ¿puedes darme referencias?
—¡Exactamente! —el tono de Scragger se había vuelto apremiante—. Por supuesto, tendrás que hacer las preguntas acertadas. Control Kish HST despegando a trescientos hacia Siri Tres.
—Roger, HST.
La voz de Scragger sonó distinta.
—De ahora en adelante me llamo Burt. Soy un trabajador en una de las plataformas. No sé nada de volar, pero puedo leer las esferas..., si me dicen con exactitud lo que he de buscar.
Vossi, feliz, se entregó al juego e hizo las preguntas pertinentes, mientras Burt le obligaba a apurar sus conocimientos sobre control de vuelo y de carlinga, donde se encontraban los relojes indicadores, haciéndole preguntar lo que sólo un aficionado podría comprender y contestar. De vez en cuando, en las ocasiones en que Vossi no se mostraba bastante exacto, Burt empezaba a lamentarse dominado por una creciente histeria.
—¡Santo Cielo, no puedo encontrar el reloj! ¿Qué esfera es, por los Clavos de Cristo? ¡Todos son condenadamente iguales! Explíquemelo de nuevo, explíquemelo más despacio. ¡Dios mío, vamos a morir todos...!
Para Vossi, la oscuridad alimentaba la oscuridad. El tiempo se estiraba indefinidamente, no tenía relojes ni diales que pudieran tranquilizarle, sólo aquella voz obligándole a alcanzar los límites máximos.
Cuando se encontraban a cincuenta metros de su destino, avisando Burt que debían prepararse a tomar tierra, Vossi sintió náuseas, aterrado por la oscuridad, sabedor de que el diminuto círculo de aterrizaje en la plataforma petrolífera iba a su encuentro. «Aún tienes tiempo para evitar el aterrizaje, para acelerar el motor, salir con mil diablos de aquí y esperar en el aire, pero..., ¿por cuánto tiempo?»
—Ahora te encuentras a treinta metros de altura y dieciséis kilómetros de distancia, tal como querías.
Al punto, Vossi quedó inmóvil en el aire, corriéndole un sudor frío por el cuerpo.
—Tu posición es perfecta. Exactamente sobre el mismo centro, como querías.
La oscuridad jamás había sido más intensa. Como tampoco su miedo. Vossi musitó una plegaria. Redujo la potencia con suavidad. Pareció transcurrir toda una vida, y otra, y otra, antes de que los patines tocaran tierra. Habían llegado. Por un instante, le resultó imposible creerlo. Su alivio fue tan intenso que casi lloró de alegría. Luego, muy lejana, escuchó la voz de Scragger y sintió que le cogía los mandos.
—¡Lo lograste, amigo! Ha sido condenadamentes estupendo, Ed. Diez de diez. Ahora yo me ocuparé de él.
Ed Vossi se quitó los anteojos. Estaba empapado, con la cara lívida, y se derrumbó en su asiento, sin darse apenas cuenta de la actividad que reinaba en la plataforma, ni de la densa red de cuerda extendida sobre el punto de aterrizaje que apenas tenía treinta metros de diámetro.«Dios mío, estoy en tierra, todos estamos en tierra y a salvo.»
Scragger dejó el motor al ralentí. No era necesario pararlo ya que se trataba de una escala corta. Tarareaba Waltzing Matilda lo que sólo hacía cuando se sentía muy satisfecho. «El chico lo ha hecho muy bien —pensó—, ha volado a lo bonzo. ¿Cuánto le costará recuperarse? Siempre es bueno saberlo..., y también si tiene cojones, cuando vuelas con alguien.»
Volviéndose, hizo una señal con los pulgares en alto al hombre que ocupaba el asiento delantero en la cabina, uno de los ingenieros franceses que había de comprobar el equipo eléctrico de bombeo que acababa de ser instalado en aquella plataforma. El resto de los pasajeros esperaban pacientemente. Cuatro de ellos eran japoneses, invitados de los funcionarios e ingenieros franceses de EPF. Scragger se había sentido incómodo por tener que llevar japoneses..., evocando los recuerdos de sus tiempos de guerra, recuerdos de las pérdidas australianas durante la guerra en el Pacífico y de los miles de muertos en los campos de concentración japoneses y en el ferrocarril birmano.. «Más bien fueron asesinados», se dijo con gesto torvo. Luego, de nuevo dirigió su atención a la descarga.
El ingeniero había abierto la portezuela y estaba ayudando a los descargadores iraníes a sacar las cajas de la escotilla de carga. En el muelle hacía calor y humedad, el ambiente resultaba agobiante y el aire apestaba a vapores de petróleo. En la carlinga también la atmósfera era bochornosa y húmeda, pero Scragger se encontraba cómodo. Los motores seguían al ralentí y su sordina no le desagradaba, todo lo contrario. Echó una ojeada a Vossi que seguía derrumbado en su asiento, con las manos cruzadas en la nuca, recobrándose.
«Es un buen muchacho —pensó Scragger. Una voz dominadora en la cabina atrajo su atención. Era Georges de Plessey, jefe de los funcionarios franceses y gerente del área EPF. Se había sentado en el brazo de uno de los asientos y estaba pronunciando una de sus interminables disertaciones, a los japoneses en esta ocasión—. Mejor a ellos que a mí», se dijo Scragger divertido. Hacía ya tres años que conocía a De Plessey y le resultaba simpático..., por la comida francesa que ofrecía y la calidad de su bridge con el que ambos disfrutaban, aunque no por su conversación. «Todos los petroleros son iguales, de lo único que entienden y quieren entender es de petróleo y, por lo que a ellos se refiere, los demás estamos en la tierra para consumir su mejunje, pagar precios astronómicos por él hasta la muerte..., e incluso entonces, ya que la mayoría de los crematorios funcionan con petróleo. ¡Condenación! El petróleo se ha disparado a 14,80 dólares el barril cuando hace un par de años su precio era de 4,80 y todavía algunos años antes a 1,80. ¡Todo el maldito grupo no son más que unos condenados salteadores de caminos, la OPEP, las Siete Hermanas e incluso el petróleo del mar del Norte!»
—Todas estas plataformas, cuyas patas se hunden en los fondos marinos —estaba diciendo De Plessey—, han sido construidas y son operadas por franceses, sirviendo cada una de ellas un pozo...
Vestía de caqui. Su escaso cabello era pajizo y tenía la cara atezada. Los demás franceses charlaban y discutían entre ellos..., «y eso es todo lo que hacen —pensó Scragger—, salvo comer, beber vino y acostarse con cualquier sheila lo que dure un permiso. Como ese viejo bribón de Jean-Luc, ¡el cocinero rey de todos ellos!» Aún así eran individualistas, cada uno de ellos... no como esos otros granujas. Todos los japoneses eran bajos de estatura, ágiles, de aspecto impecable, con idéntica vestimenta: camisa blanca de manga corta, corbata, pantalones y zapatos oscuros, los mismos relojes digitales y gafas oscuras. Lo único que los diferenciaba era la edad. «Como sardinas en lata», pensó Scragger.
—... Las aguas aquí, al igual que en el resto del Golfo, son poco profundas, Monsieur Kasigi —estaba diciendo De Plessey—. Aquí será de unos treinta metros... El petróleo puede ser encontrado con facilidad a unos trescientos metros. En esta parte del campo que llamamos Siri Tres tenemos seis pozos, todos ellos en funcionamiento, o sea conectados por oleoductos y bombeando petróleo en nuestros tanques de almacenaje en Siri... La capacidad de cada tanque es de tres millones de barriles y ahora todos ellos están completamente llenos.
—¿Y el embarque en Siri, Monsieur De Plessey? —preguntó Kasigi, el canoso japonés portavoz del grupo, en un inglés claro y medido—. Cuando estuvimos en la isla no vi muelles.
—Por ahora lo cargamos a escasa distancia de la costa. Tenemos proyectados unos muelles para el próximo año, Monsieur Kasigi. De momento no habrá problemas para cargar sus petroleros de carga media. Les garantizamos un excelente servicio, un embarque rápido. Después de todo, somos franceses. Mañana verá. ¿No se está demorando su Rikomaru?
—No. A mediodía se hallará aquí. ¿Cuál es la capacidad última del campo?
—Ilimitada —respondió el francés riendo—. Por el momento, sólo estamos bombeando 75.000 barriles diarios pero, mon Dieu, aquí hay un lago de petróleo debajo del fondo marino.
—Excelencia capitán. —En la ventanilla del lado de Scragger había aparecido el rostro todo sonrisas del joven Abdollah Turik, un miembro del equipo de bomberos—. Yo muy bien, mu muy bien. ¿Usted?
—De primera, jovencito. ¿Cómo van las cosas?
—Yo contento verle, Excelencia capitán.
Hacía alrededor de un año que en la base de Scragger, en Lengeh, se había recibido un aviso urgente por radio de que en esa plataforma había un CASEVAC. Era plena noche, con un tiempo infernal, y el gerente iraní les dijo que acaso el bombero sufriese un ataque de apendicitis. ¿Podrían sacarle de allí lo más pronto posible, en cuanto hubiera amanecido? En Irán estaba prohibido volar de noche excepto en un caso de emergencia. Scragger estaba de guardia aquella noche y había salido de inmediato..., ya que la política de la compañía era acudir al punto, incluso en condiciones mínimas y eso formaba parte de su servicio especial. Había recogido al muchacho trasladándole al Hospital Naval iraní, en Bandar Abbas, consiguiendo que fuese hospitalizado. De no haber sido por él, aquel joven hubiera muerto.
Desde entonces, el muchacho acudía siempre allí a darle la bienvenida y, una vez al mes, se recibía en la base una pierna fresca de cabra, apesar de que Scragger intentaba evitarlo debido al gasto que eso suponía. En cierta ocasión había visitado la aldea de donde era originario el muchacho en el interior de Lengeh. Y encontró lo de siempre: condiciones de sanidad nulas, ausencia de agua y electricidad, suelos sucios, construcciones de barro. Irán era muy primitivo, fuera de las ciudades; aun así, mejor que la mayor parte de los Estados del Golfo, excepto las ciudades. La familia de Abdollah era como todas las demás, ni mejor ni peor. Muchos hijos, enjambres de moscas, algunas cabras y gallinas, unos pocos metros cuadrados de monte bajo, y, pronto, le había dicho el padre. «tendremos nuestra propia escuela, Excelencia, piloto, y nuestro propio suministro de agua y, algún día, electricidad, y sí, es verdad que estamos mucho mejor con el trabajo de nuestros pozos de petróleo que explotan los extranjeros..., gracias sean dadas a Dios por el petróleo que nos concedió. Gracias sean dadas a Dios por conservar la vida de mi hijo Abdollah. Era la voluntad de Dios que Abdollah viviera, la voluntad de Dios la que persuadió a su Excelencia piloto para que se tomara tantas molestias. ¡Gracias sean dadas a Dios!».
—¿Qué tal van las cosas, Abdollah? —repitió Scragger, que simpatizaba con el muchacho porque era moderno. No como su padre.
—Bien —Abdollah se acercó más, metiendo casi la cabeza por la ventanilla—. Capitán —dijo entrecortadamente, ya sin sonreír, y en voz tan baja que Scragger hubo de inclinarse para oír—. Pronto mucho jaleo... Tudeh comunistas, mujhadines, acaso fedayines. Armas y explosivos..., tal vez un barco en Siri. Peligro. Por favor, por favor, no hable nada de persona lo dice, ¿sí? —Luego, sonriendo de nuevo ampliamente, exclamó en voz alta—: Felices aterrizajes y vuelva pronto, Agha.
Saludó de nuevo con la mano y, disimulando su nerviosismo, se reunió con los otros.
—Claro, claro, Abdollah —musitó Scragger. Había algunos iraníes mirando, pero eso era habitual. Se apreciaba a los pilotos porque eran el único eslabón en un CASEVAC. Vio al jefe de aterrizaje darle la salida con los pulgares en alto. Se volvió automáticamente y comprobó que todo estaba en orden y que cada uno ocupaba su asiento de nuevo—. ¿Lo llevo yo, Ed?
—Sí, claro, Scrag.
Sacragger, subiendo hasta trescientos metros, lo niveló con destino a Siri Uno donde habían de desembarcar el resto de los pasajeros. Se sentía realmente conturbado. «Ahuyenta a los pajarracos», se dijo. Una bomba podría hacer desaparecer la isla de Siri en el Golfo. Ésa era la primera vez que había un atisbo de dificultades. El campo de Siri jamás había sufrido ninguna de aquellas huelgas que habían cerrado todos los demás campos, y los extranjeros opinaban que era debido en gran parte al hecho de que los franceses hubieran dado asilo a Jomeiny.
¿Sabotaje? ¿No había dicho el japonés que esperaba un petrolero al día siguiente? Sí, lo había dicho. ¿Qué hacer? Por el momento, nada, dejar a Abdollah a un lado, hasta más tarde..., «ahora no es el momento, no, mientras estás volando».
Miró a Vossi de reojo. Ed lo había hecho bien, muy bien, mejor que..., ¿mejor que quién? Su mente dio un repaso a todos los pilotos que había ayudado a entrenar a lo largo de los años. Centenares. Llevaba volando desde los quince años. En mil novecientos treinta y tres, en la Royal Australian Air Force; «Spitfires» en el treinta y nueve y teniente piloto, para pasarse luego, en el cuarenta y cinco, a los helicópteros. Corea en el cuarenta y nueve, y licenciado al cabo de veinte años de servicio, siendo todavía teniente piloto, siempre terco y con sólo treinta y siete años. Se echó a reír. En las Fuerzas Aéreas siempre había estado metido en líos.
—Por Dios bendito, Scragger, ¿por qué habías de elegir a un vicealmirante del aire? Esta vez la has hecho buena...
—Pero Wingco, fue ese Limey quien lo empezó, el hijo de puta dijo que todos nosotros, los Aussies somos ladrones, que todavía tenemos las marcas de las cadenas en las muñecas y que descendemos de convictos.
—¿De verdad? Los jodidos Limey son todos iguales, Scrag, aún cuando en tu caso, probablemente, tenía razón ya que tu familia siempre ha estado en las antípodas. Pero, aún así, has vuelto a sacudir a un jefe superior y si no te comportas en adelante, hará que te quedes en tierra para siempre.
Pero nunca ocurrió eso. ¿Acaso hubieran podido hacerlo? DFC y Medalla, AFC y Medalla, dieciséis derribos y el triple de misiones que cualquier otro piloto en toda la RAAF. Y seguía volando, lo único que ansiaba en el mundo, aún intentando ser el mejor y más seguro y todavía queriendo salir airoso de una situación difícil, con todos los pasajeros a salvo. «Si vuelas con helicópteros no puedes tener fallos de equipo —pensó, consciente de que había tenido mucha, muchísima suerte, No como algunos otros pilotos, igualmente buenos, a quienes aquélla les falló—. Para ser un buen piloto has de tener suerte.»
De nuevo lanzó una ojeada a Vossi, contento de que no hubiera una guerra, la prueba suprema para un piloto. «No me gustaría perder al joven Ed, es uno de los mejores de «S-G». Pero de todos con los que has volado, ¿a quién prefieres? Por supuesto, Charlie Pettikin, y es lógico además. Ha sido piloto de monte y ha pasado también por el escurridor. Y lo mismo puede decirse de Tom Lochart. Y el condenado Duncan McIver, que aún sigue siendo el mejor de todos aunque se haya quedado definitivamente en tierra, al diablo con sus condenados tres meses de medicación..., a pesar de que yo me hubiera mostrado igualmente fastidiado y cauteloso si fuese yo quien se hubiese quedado en tierra mientras él volaba a sesenta y tres como un jovenzuelo hombre pájaro. Pobre tipo.»
Scragger se estremeció. «Si los ordenanzas ponen en vigor las nuevas regulaciones respecto a la edad y la jubilización forzosa, se me habrá caído el pelo. El día que me quede en tierra definitivamente ya podré ir pensando en las puertas del cielo. Sobre eso no hay la menor duda.»
Siri Uno todavía se encontraba bastante lejos. Durante un año o más había estado aterrizando allí tres veces por semana. Aún así, se hallaba planeando el acercamiento como si se tratara de la primera vez. «La seguridad no es algo accidental, hay que prepararla. Hoy haremos un acercamiento bajo y suave y...»
—Scrag.
—¿Sí, hijo?
—Me has hecho pasar un pánico tremendo.
Scrag rió entre dientes.
—Tú mismo eres quien lo ha hecho. Lección primera. ¿Qué más has aprendido?
—Supongo que lo condenadamente fácil que es verte dominado por el pánico, hasta qué punto te sientes solitario, indefenso y a dar gracias a Dios por mis ojos —Vossi prácticamente explotó—. Supongo que también hasta qué punto soy mortal. Maldición. Por todos los cielos, Scrag, estaba muerto de miedo, casi a punto de cagarme.
—Cuando me ocurrió a mí, me lo hice en los pantalones. —Huumm.
—Salía de Kuwait en un «47G2» de los viejos tiempos, de los sesenta. El «47G2» era un aparato pequeño, de tres asientos, en forma de burbuja, con motor a pistón «Bell», hoy día el caballo de batalla de las fuerzas policíacas y del control de la circulación. Se trataba de un vuelo chárter para un médico y un ingeniero de «ExTex». Querían desplazarse a un oasis, más allá de Wafrah, donde tenían un CAVESAC... Un pobre diablo se había dejado coger la pierna por una perforadora. Bien, volábamos con las portezuelas abiertas como era habitual en verano, alrededor de ciento veinte grados, un tiempo tan seco y desagradable, tanto para el hombre como para el helicóptero, como sólo puede serlo el desierto..., mucho peor que nuestro «Outback» sin duda alguna. Pero habían prometido un chárter doble y una prima, así que mi viejo amigo Forsyth me presentó voluntario. No era un mal día para los que transcurren en el desierto, Ed, pero el viento soplaba ardiente y racheado, jugando malas pasadas. Ya sabes, lo normal: remolinos súbitos que arrastran la arena formando nubes, las usuales trombas en los remolinos. Estaba alrededor de cien metros en el acercamiento cuando nos topamos con una nube de arena, una arena tan fina que no podía verse. Sólo Dios sabe cómo pudo introducirse en mis anteojos, pero un momento antes volábamos perfectamente y en menos que canta un gallo estábamos tosiendo, escupiendo, y yo más ciego que un viejo Pegleg Pete.
—¡Me estás tomando el pelo!
—No, es la pura verdad. Te lo juro. Maldito si podía ver, me resultaba imposible abrir los ojos y yo era el único piloto con dos pasajeros a bordo.
—¡Santo Cielo, Scrag! ¿Los dos ojos?
—Los dos ojos. Y empezarnos a dar tumbos por todo el cielo hasta que logré nivelar el aparato más o menos y a sentir de nuevo el corazón en el pecho. El doctor no podía librarse de la arena y cada vez que él o yo lo intentarnos estuvimos casi a punto de poner al helicóptero panza arriba. Ya sabes lo nervioso que es el «G2». Ellos estaban tan aterrados como yo por lo que maldito si podían ayudar. Entonces fue cuando se me ocurrió que la única posibilidad que teníamos era la de tomar tierra a ciegas. Dijiste que te cagabas de miedo, bueno, pues cuando los patines tocaron la arena, yo había depuesto cuanto había dentro de mí, hasta la última partícula.
—Santo Cielo, Scrag, ¿tomaste tierra de veras? ¿Igual que hoy, pero de verdad? ¿No te estás riendo de mí?
—Les hice que fueran dándome indicaciones, igual que te he obligado a ti hoy... Al menos, el doctor me ayudó, el otro pobre diablo perdió el conocimiento. —La mirada de Scragger no se había apartado ni por un instante de su lugar de aterrizaje—. ¿Cómo lo ves?
—Sin dificultades.
Siri Uno estaba delante mismo de ellos, la plataforma en que debían aterrizar extendida sobre el agua. Junto a ella, podían ver al jefe de aterrizaje y a su equipo de bomberos obligatorio. La manga de viento aparecía medio llena y estable.
Por lo general, Scragger se guiaba por el radar y comenzaba su descenso gradual. En lugar de hacerlo así, dijo:
—Hoy nos mantendremos altos, amigo, un acercamiento en ángulo y dejaremos que toque tierra.
—¿Por qué, Scrag?
—Para cambiar.
Vossi frunció el entrecejo, pero no dijo nada. Volvió a escudriñar las esferas del tablero, tratando de descubrir algo que se le hubiera pasado por alto. Nada. Salvo algo ligeramente extraño en Scrag.
Cuando estuvieron en posición, altos, sobre la plataforma Scragger pulsó el transmisor.
—Radar Kish, HST, a trescientos, preparados a bajar a Siri Uno. —Okay, HST. Informad cuando estéis preparados para el descenso. —HST.
Estaban preparados para un acercamiento en fuerte ángulo utilizado, por lo general, cuando el punto para la toma de tierra se encontraba rodeado de edificios, árboles o postes. Scragger redujo la cantidad exacta de potencia. El helicóptero empezó a nivelarse con suavidad, perfectamente controlado. Ocho, siete, seis, cinco..., cuatro..., tres... Los dos sintieron la vibración en los mandos al mismo tiempo.
—Dios mío —jadeó Vossi, pero Scragger ya había bajado el morro del aparato en el momento oportuno así como la palanca de piando. De inmediato, el helicóptero empezó a descender muy rápido. Sesenta metros, cuarenta y cinco, treinta, y las vibraciones iban en aumento. La mirada de Vossi saltaba de esfera en esfera y luego pasaba al punto de aterrizaje, y vuelta a empezar de nuevo. Se mantenía rígido en su asiento, su mente trabajando a todo ritmo. Habían perdido el rotor de cola o la caja de cambios del rotor de cola...
La plataforma de aterrizaje ascendía, veloz, hacia ellos; el equipo de tierra se dispersaba, presa de pánico; los pasajeros se aferraban a sus asientos, súbitamente aterrados ante aquel fatal descenso; Vossi, sobre un costado, intentaba mantenerse firme en su asiento. Ahora, ya todo el panel de instrumentos vibraba, el ruido del motor era diferente. Temía que, en cualquier momento, el rotor de cola se desprendiera por completo y entonces estarían perdidos. El altímetro marcaba dieciocho metros..., quince..., doce..., nueve..., seis, y alargó las manos para coger los mandos y empezar a señalizar, pero Scragger se le anticipó por una fracción de segundo, aplicó toda la potencia y señalizó perfectamente. Durante un segundo, el helicóptero pareció quedar suspendido e inmóvil a un metro de altura, los motores chirriaban de forma estridente; luego, tomó tierra con fuerza, aunque no excesiva, casi al borde del círculo, patinó hacia delante hasta quedarse inmóvil a dos metros del centro.
—Joder —farfulló Scragger.
—Dios mío, Scrag —murmuró Vossi a quien apenas le salían las palabras—. Ha sido perfecto.
—No, no lo ha sido. Me he quedado a dos metros —Scragger soltó los mandos con esfuerzo—. ¡Páralo, Ed, lo más aprisa que puedas! —Luego, abriendo la portezuela salió rápido, azotado por el viento de las palas, y se acercó a la puerta de la cabina, abriéndola—. Permanezcan un momento donde están —gritó dominando el chirrido que ya empezaba a extinguirse de los jets, aliviado al comprobar que todos los ocupantes seguían con los cinturones puestos y que no había ningún herido. Siguiendo sus instrucciones, permanecieron quietos, dos de ellos, con el rostro denudado y ceniciento. Los cuatro japoneses lo miraron impasibles. «Siempre con su condenada sangre fría», pensó.
— Mon Dieu, Scragg —dijo Georges de Plessy—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé, creo que se trata del rotor de cola... tan pronto como se paren los motores comprob...
—¿A qué diablos está jugando, Vossi? —Era Ghafari, el gerente de aterrizaje iraní, que asomaba la cara por la ventanilla del piloto, lívida de furia—. ¿Cómo se atreve a realizar prácticas de motor en esta plataforma? ¡Lo denunciaré por vuelo peligroso!
Scragger se volvió rápido hacia él.
—Era yo quien volaba, no el capitán Vossi —repuso, y, bruscamente, el inmenso alivio que sentía por haber aterrizado sin novedad, unido al aborrecimiento que aquel hombre le producía desde siempre, le hizo dar rienda suelta a su genio—. ¡Vete al cuerno, Ghafari, vete a la mierda o te largaré yo de una vez por todas! —Cerrando los puños se dispuso a hacer buenas sus palabras—. ¡VETE AL CUERNO!
Los demás observaban aterrados. Vossi palideció. Ghafari, más grande y pesado que Scragger, vaciló un instante y luego agitó el puño ante la cara de éste último, maldiciendo en farsi. Después, se puso a vociferar en inglés con la intención de provocarle.
—¡Cerdo extranjero! ¿Cómo te atreves a maldecirme, a amenazarme? Haré que te dejen en tierra permanentemente por vuelo peligroso y que te expulsen de Irán. Vosotros, perros, creéis que sois los dueños de nuestros cielos...
Scragger se precipitó hacia delante pero Vossi, de súbito, se interpuso entre ambos, bloqueando el ataque con su inmenso torso.
—¿Qué te ocurre, amigo? Lo siento, Scrag —dijo con tono tranquilo—, pero más vale que echemos un vistazo al rotor de cola. Scrag, Scrag, el rotor de cola, ¿eh?
Bastaron unos segundos para que la mirada de Scragger se aclarara. Con un esfuerzo titánico dominó su ira.
—Tienes... tienes razón, Ed. Sí —murmuró, luego, se volvió hacia Ghafari—. Hemos sufrido una emergencia.
Ghafari adoptó una actitud de mofa haciendo renacer la furia de Scrag, pero en esa ocasión logró dominarse.
Se dirigieron a popa. Muchos de los trabajadores petroleros, tanto europeos como iraníes, se agolpaban en derredor. El rotor de cola se estaba parando. Unos díez centímetros de una de las palas habían desaparecido, la parte restante presentaba una agresiva punta. Al manipular Vossi el cojinete principal, lo encontró completamente suelto. El enorme impulso rotativo causado por el desequilibrio de las palas lo había roto. Detrás de él, uno de los pasajeros se acercó al borde de la plataforma y vomitó violentamente.
—¡Santo Cielo! —farfulló Vossi—. Podría romperlo con sólo dos dedos.
Ghafari quebró el silencio lanzando una de sus fanfarronadas. —Evidentemente, un pésimo mantenimiento, poniendo en peligro las vi...
—Cállese, Ghafari —dijo De Plessey enfadado—. Todos estamos vivos y eso se lo debemos al capitán Scragger. Nadie hubiera podido prever esto y el nivel de «S-G» es el más alto de Irán.
—Se informará sobre el asunto. De Plessey, y...
—Sí, hágalo, por favor. Y recuerde que yo lo alabaré por su pericia.
Su ira resultaba imponente. De Plessey aborrecía a Ghafari, ya que le consideraba un agitador: en un momento dado, abiertamente pro Jomeiny, incitando a los trabajadores a la huelga, siempre, por supuesto, que los militares y la Policía pro-Sha no se encontrasen cerca; y, de súbito, al momento siguiente, servilmente pro-Sha, sancionando a los petroleros por la más mínima infracción. «Conque cerdo extranjero, ¿eh?»
—Y recuerde, además, que éste es un convenio franco-iraní, y que Francia se ha mostrado..., ¿cómo lo diría...? Francia se ha mostrado más bien amistosa con Irán en los momentos difíciles de este país.
—¡Entonces, usted debería insistir en que Siri fuese servido sólo por franceses y no por hombres viejos! Informaré al punto sobre este incidente.
Dicho lo cual, Ghafari se alejó.
Antes de que Scragger pudiera hacer o decir nada, De Plessey, poniéndole las manos sobre los hombros lo besó en ambas mejillas, estrechándole luego la mano con la misma calurosa cordialidad.
—¡Gracias, ¡non cher ami!
Hubo sonoros vítores en francés mientras se felicitaban así mismos y rodeaban a Scragger abrazándole con fuerza. Luego, Kasigi dio un paso adelante.
—Domo —dijo con toda seriedad. Y ante la incomodidad de Scragger, los cuatro japoneses le hicieron una profunda reverencia mientras los vítores franceses y las palmadas en la espalda se iban sucediendo.
—Gracias, capitán —dijo Kasigi con tono oficial—. Sí, comprendemos y se lo agradecernos —añadió sonriendo al tiempo que le alargaba su tarjeta con ambas manos y le hacía una leve inclinación—. Yoshi Kasigi. «Toda Shipping Industries». Gracias.
—No estuvo mal, Mr... humm, Mr. Kasigee —dijo Scragger, intentando dominar su incomodidad..., seguro de sí mismo de nuevo a pesar de que en su fuero interno se prometiera que pronto llegaría el día en que se encontrara a solas con Ghafari en tierra firme—. Tenemos, hummm, tenemos equipo de flotación, disponíamos de mucho espacio y hubiésemos podido posarnos en el agua. Es nuestro trabajo, a nosotros nos corresponde hacer que el helicóptero baje con seguridad. Ed, el capitán Vossi, hubiera hecho lo mismo, con facilidad. —Sonrió genial a Vossi consciente de que al interponerse, el joven le había evitado una confrontación en la que no hubiera ganado—. No fue tan grave... sólo quería evitar que se mojaran, aunque el agua está agradable y cálida, pero con los tiburones nunca se sabe...
La tensión se relajó y todos rieron aunque con un cierto nerviosismo ya que gran parte del Golfo y las desembocaduras de los ríos estaban plagados de tiburones. Las aguas cálidas, la abundancia de restos de comida y las aguas residuales sin tratamiento previo que durante milenios las naciones ribereñas del Golfo vertían en él, habían atraído a todo tipo de peces. En especial, tiburones. Y como casi todos los desperdicios de comida y también restos humanos de las plataformas se lanzaban al agua, los tiburones siempre solían encontrarse por allí.
—¿Ha visto alguna vez uno grande, capitán?
—Vaya que sí. Hay un pez martillo que merodea por la isla de Khark. Estuve destinado allí un par de años y solía vislumbrarlo, una o dos veces cada pocos meses. Mide más o menos siete metros y medio. Acaso nueve o diez. He visto muchas rayas gigantes, pero el único verdaderamente grande es él.
De Plessey se estremeció.
—Merde para todos los tiburones. En cierta ocasión, casi me alcanzó uno en Siri y yo estaba..., ¿cómo dicen ustedes...? Ah, sí, chapoteando en el agua, pero el tiburón se dirigió veloz hacia mí en los bajíos y tan de prisa que casi recaló en la playa. Tendría unos tres metros de largo. Le disparamos seis veces, pero seguía debatiéndose, tratando de alcanzarnos, y le costó horas morir. E incluso entonces, ninguno de nosotros quería acercarse a él. ¡Vaya con los tiburones! —Volvióse a mirar la pala rota—. Yo me siento muy feliz de encontrarme en la plataforma.
Todos se mostraron de acuerdo. Los franceses empezaron a charlar entre ellos, gesticulando, dos fueron a descargar algunas cajas y otro se acercó a auxiliar al hombre que se había sentido enfermo. Los trabajadores se dispersaron. Los japoneses esperaban y observaban.
Vossi, supersticioso, tocó la pala.
—Sólo suerte, ¿eh, Scrag?
—¿Por qué no? Mientras tú y los pasajeros hayáis podido bajar... Ha sido un buen aterrizaje.
—¿Qué pudo causar esto? —preguntó De Plessey.
—No lo sé, amigo —respondió Scragger—. En Siri Tres, había una bandada de pequeñas aves marinas, creo que eran golondrinas de mar. Una de ellas pudo haberse metido en el rotor provocando un punto de presión... Yo no me di cuenta de ello, pero en ocasiones ocurre. Sé que esta mañana el rotor se encontraba en perfectas condiciones porque los dos lo comprobamos. Es prácticamente una rutina. —Se encogió de hombros—. Un caso fortuito.
—Oui! Espéce de con! A mí no me gusta encontrarme en uno de esos casos fortuitos —repuso, mirando la plataforma de aterrizaje con el ceño fruncido—. ¿Podrías trasladarnos por etapas un «206» o un «Alouette»?
—Enviaremos a por otro «212» y aparcaremos a nuestro pájaro por allí —dijo Scragger, y señaló al interior de la plataforma de aterrizaje, cerca del alto fuste de la torre de perforación—. Llevamos ruedas en el compartimiento de equipajes, así que no habrá dificultades ni aplazamientos para vosotros.
—Bien, bien. Entonces, lo dejaremos en tus manos. Vamos todos —dijo De Plessey con aires de importancia—. Creo que necesitamos algo de café y luego un buen vaso de «Chablis» helado.
—Creía que todas las plataformas eran abstemias —observó Kasigi. De Plessey enarcó las cejas.
—Lo son, Monsieur. Por supuesto. Para los iraníes y quienes no son franceses desde luego. Pero nuestras plataformas son francesas y se rigen por el Código de Napoleón —añadió pomposamente—. Debemos de celebrar el haber llegado sanos y salvos y hoy ustedes son huéspedes de la bella Francia así que podemos mostrarnos civilizados e infringir las leyes... ¿Para qué están éstas, si no es para infringirlas? Naturalmente. Vengan, luego empezaremos el recorrido y las órdenes.
Le siguieron todos, salvo Kasigi.
—Y usted, capitán, ¿qué hará? —le preguntó.
—Esperar. El helicóptero nos traerá recambios y mecánicos —dijo Scragger que se encontraba realmente a disgusto teniendo a un japonés tan cerca, incapaz de apartar de su mente a tantos amigos, tan jóvenes, caídos en la guerra mientras él seguía vivo y el interrogante, constante e inoportuno: ¿por qué ellos y no yo?—. Esperaremos hasta que esté reparado y luego volveremos a casa. ¿Por qué?
—¿Cuándo lo estará?
—Antes de que el sol se ponga. ¿Por qué?
Kasigi volvió a mirar la pala.
—Con su permiso, me gustaría volar de regreso con usted. —Eso... Eso depende del capitán Vossi. Él es, oficialmente, el capitán de este vuelo.
Kasigi dirigió su atención a Vossi. El joven piloto estaba al corriente del desagrado que Scragger sentía hacia los japoneses aunque no lo entendía. Precisamente, poco antes del despegue le había dicho:
—Diablos, Scrag. La Segunda Guerra Mundial tuvo lugar hace un millón de años. Ahora, Japón es nuestro aliado..., el único grande que tenemos en Asia.
—Déjalo estar, Ed —se había limitado a decir Scragger. Así que él lo había dejado estar.
—Más le valdría, humm, volver con los otros, Mr. Kasigi. Ignoramos cuánto tiempo tardaremos.
—Los helicópteros me ponen nervioso. Preferiría volar con usted si no le importa —Kasigi volvió a mirar a Scragger con ojos escudriñadores—. Fue un mal momento. Casi no tenía tiempo y, sin embargo, se mantuvo a apenas noventa metros para hacer un aterrizaje perfecto en un espacio tan reducido. Voló de forma increíble. Increíble. Hay algo que no entiendo: ¿por qué se mantenía en ángulo amplio, en un acercamiento de ángulo amplio? —Se percató de que también Vossi observaba a Scragger—. «¡Ajá! —pensó—, también tú te lo estás preguntando.» No había motivo en un día como el de hoy, ¿verdad?
Scragger se le quedó mirando, aún más incómodo.
—¿Vuela con helicópteros?
—No, pero he subido en ellos lo suficiente para saber cuándo hay dificultades. Mi negocio está en los petroleros, así como en los campos de petróleo, aquí, en el Golfo, en Iraq, Libia, Alaska, en cualquier parte..., incluso en Australia —Kisigi había dado de lado al aborrecimiento que presentía. Estaba acostumbrado a ello. Y sabía el motivo porque ahora tenía muchos negocios en Australia. «Parte de ese odio está justificado —pensó—. Parte. Poco importa ya. Los australianos cambiarán, tienen que hacerlo. Después de todo, somos propietarios de un sector considerable de sus materias primas desde hace ya años y pronto ese sector será más amplio. Es curioso que podamos obtener con tanta facilidad, a través de la economía, lo que no logramos por las armas»—. Dígame, por favor, ¿por qué se decidió hoy por un acercamiento en ángulo amplio? Si hubiera procedido a un acercamiento normal, ahora, todos nos encontraríamos en el fondo del mar. ¿Por qué?
Scragger se encogió de hombros, queriendo poner punto final a todo aquello.
—¿Por qué lo hiciste, Skipper? —quiso saber Vossi a su vez. —Suerte.
Kasigi esbozó una media sonrisa.
—Si me lo permite, me gustaría volar de regreso con ustedes. Una vida por otra, capitán. Le ruego, por favor, que acepte mi tarjeta. Quizás algún día yo pueda resultarle útil a usted.
Hizo una cortés inclinación, y se alejó.
—¿Explosivos en Siri, Scrag? —preguntó De Plessey sobresaltado. —Puede haberlos —repuso Scragger sin alterarse.
Se encontraban en la sección más alejada de la plataforma, lejos de oídos extraños, y acababa de decirle lo que Abdollah le susurrara.
El segundo «212» hacía tiempo que se encontraba allí, a la espera de que De Plessey diera la salida para conducirles a él y a su grupo hasta Siri donde les esperaban para un almuerzo. Los mecánicos habían quitado ya la mayor parte de la sección de cola del «212» de Scragger y las reparaciones iban ya muy adelantadas seguidas atentamente por Vossi. Ya habían colocado el nuevo rotor y la caja de cambios.
Al cabo de un momento, De Plessey asintió con gesto de impotencia. —Los explosivos pueden estar en cualquier parte, en cualquier parte. Incluso uno pequeño puede dar al traste con todo nuestro sistema de bombeo. Madonna!, sería una estratagema perfecta para empeorar aún más las posibilidades de Bajtiar..., o las de Jomeiny. O para volver a la normalidad.
—Sí, pero anda con cuidado en cómo utilizas esta información... Y, por Dios Santo, no la divulgues. ¿Ese hombre estaba en Siri Tres? —En Lengeh.
—¿Eh? ¿Y por qué no me lo has dicho esta mañana?
—No había tiempo —Scragger miró en derredor, asegurándose de que nadie pudiera oírles—. Hagas lo que hagas, ten cuidado. A estos fanáticos maldito lo que les importa nada ni nadie y si piensan que ha habido una filtración, que alguien se ha ido de la lengua... habrá cuerpos flotando de aquí a Ormuz.
—De acuerdo. —De Plessey estaba muy preocupado—. ¿Se lo has dicho a alguien más?
—No, amigo.
—Mon Dieu! ¿Qué puedo hacer? La seguridad está... ¿Qué seguridad puedes tener en Irán? Querámoslo o no nos hallamos en su poder. Gracias otra vez —añadió luego—. He de decirte que yo esperaba algún sabotaje de importancia en Kharg o en Abadán. A los izquierdistas les interesaría agravar el caos allí. Pero jamás se me ocurrió que pudieran venir aquí.
Malhumorado, se apoyó en la barandilla mirando hacia abajo, al mar que, perezoso, batía las patas de la plataforma. Los tiburones giraban en círculos y comían. «Y ahora tenemos la amenaza de los terroristas. Los tanques y bombas petrolíferas de Siri son un buen blanco para el sabotaje. Y si interfieren aquí, perderemos años de planificación, años del petróleo que Francia necesita con tanta urgencia. Tendremos que comprar, posiblemente, petróleo a esos apestosos ingleses y de sus apestotosos campos de petróleo del mar del Norte. Es increíble la suerte que tienen con sus 1,3 millones de barriles diarios, y en aumento.»
«¿Por qué no habrá petróleo en nuestras costas o en los alrededores de Córcega? Malditos sean los ingleses por su doblez en la vida. De Gaulle tuvo razón al mantenerlos apartados de Europa y ahora que nosotros, por pura bondad de corazón, los hemos aceptado, aún a sabiendas de que son unos bastardos embusteros, no piensan, ni por un momento, en compartir su inesperado golpe de suerte con nosotros, sus asociados. Sólo pretenden permanecer con nosotros en la CEE... Siempre han estado contra nosotros y siempre lo estarán. El Gran Charles tenía razón en lo que a ellos se refiere pero se equivocó increíblemente respecto a Argelia. Si todavía tuviéramos nuestra Argelia, nuestro suelo y, por lo tanto, nuestro petróleo, seríamos ricos, estaríamos contentos, mientras que Gran Bretaña y Alemania y todo el resto besarían el suelo que pisamos.»
«Entretanto, ¿qué hacer?»
«irte a Siri y almorzar. Después del almuerzo, tendrás la mente más clara.» Gracias a Dios, aún se podían recibir suministros de los amables y civilizados Dubai, Sharjah y Al Shargaz: «Brie», «Camembert», «Boursin», y diariamente de Francia ajos y mantequilla frescos y vino auténtico sin el que, posiblemente, más valdría estar muerto. «Bueno, casi», añadió cauteloso. Se dio cuenta de que Scragger se le había quedado mirando.
—¿Sí, mon brave?
—He dicho que qué piensas hacer.
—Ordenar un ejercicio de seguridad —respondió con tono majestuoso—. Al parecer he olvidado la cláusula 56/976 de nuestro contrato franco-iraní original según la cual cada seis meses, y por un periodo de varios días, debe comprobarse la seguridad frente a cualquiera y a todos los intrusos por... por la gran gloria de Francia y de, humm, y de Irán. —Los atractivos ojos de De Plessey se iluminaron por su bien pergeñada astucia—. Sí. Claro que mis subordinados olvidaron recordármelo, pero ahora vamos a lanzarnos a practicar el ejercicio previsto con perfecto entusiasmo francés. ¡En todas partes, en Siri, en las plataformas, en tierra, incluso en Lengeh! Les crétins! ¿Cómo se atreven a suponer que puedan sabotear el trabajo de años? —Miró alrededor. No había nadie cerca. El resto del grupo se hallaba reunido junto al segundo «212»—. Habré de decírselo a Kasigi a causa de su petróleo. —Luego añadió con calma—: Es posible que ése sea el blanco.
—¿Puedes confiar en él? Me refiero a llevarlo todo en secreto.
—Sí. Debemos hacerlo, mon ami. Tenemos que advertirle, sí, no hay más remedio —dijo De Plessev, sintiendo que se le revolvía el estómago. «Dios mío —pensó muy preocupado—, espero que sólo sea hambre y que no se me avecine un ataque de bilis, aunque no me extrañaría con todo lo que está ocurriendo hoy. Primero, casi tenemos un accidente; después, nuestro primer piloto casi se enzarza en una pelea con ese barril lleno de mierda de Ghafari, y ahora acaso se nos venga encima la Revolución»—. Kasigi ha preguntado si podría volver contigo. ¿Cuándo estarás preparado?
—Antes de la puesta de sol, pero no será necesario que nos espere, Puede ir contigo.
De Plessey frunció el ceño.
—Comprendo que no te gusten los japoneses..., yo todavía no puedo soportar a los alemanes. Pero tenemos que ser prácticos. Es un buen cliente y ya que lo ha pedido te agradecería que tú, que tú, humor, pidieras a Vossi que lo llevara consigo, mon cher ami. Sí, ahora somos amigos íntimos. Salvaste nuestras vidas y compartimos contigo la voluntad de Dios. Y él es uno de nuestros mejores clientes —añadió con firmeza—. Muy bien. Gracias, mon ami. Lo dejaré en Siri. Cuando estés preparado, recógelo allí. Dile cuanto me has dicho a mi. Excelente, Entonces, está decidido y ten la seguridad de que te recomendaré a las autoridades y al propio Laird Gavallan. —Sonrió de nuevo ampliamente—.Nos vamos, te veré mañana.
Scragger le vio alejarse, maldiciendo en su fuero interno. De Plessey era el jefe superior así que no había nada que él pudiera hacer. Y aquella tarde, de camino hacia Siri, se sentó atrás, en la cabina, sudando y maldiciendo.
—¡Santo Cielo, Scrag! —exclamó Vossi desconcertado cuando le dijo que iría atrás—. ¿Tú de pasajero? ¿Te encuentras bien? Estás seguro de que tú...
—Sólo quiero saber qué se siente aquí —repuso Scragger irritado—. Coloca tus posaderas en el asiento del capitán, recoge a ese tipo en Siri y haz que aterrice como una maldita pluma en Lengeh o figurará en tu condenado informe.
Kasigi se encontraba esperando en la plataforma para helicópteros, a pleno sol, ya que no había sombra alguna. Tenía un calor tremendo, estaba lleno de polvo y sudando. Las dunas se extendían hasta el complejo de los oleoductos y los tanques, todos ellos cubiertos de suciedad marrón a causa del polvo. Scragger contempló a los diablos de polvo, torbellinos diminutos, danzar sobre el suelo, y agradeció la suerte de poder volar, sin tener que trabajar en semejante lugar. «De acuerdo, los helicópteros son ruidosos y siempre están vibrando y se muestran muy independientes —se dijo—, y, de acuerdo también, echo de menos volar por las alturas, con alas fijas, yo solo por las alturas, y lanzarme en picado haciendo giros y caer semejante a un águila para remontarme de nuevo... Pero volar es volar aunque sigue fastidiándome estar sentado en la maldita cabina de un helicóptero. ¡Por todos los santos! Esto es incluso peor que volar en líneas regulares.» Él aborrecía ir en un aparato sin llevar él los mandos, jamás se sentía seguro, lo que contribuía a aumentar su incomodidad mientras indicaba a Kasigi que se sentara junto a él y cerraba la portezuela de golpe. Los dos mecánicos dormitaban en los asientos opuestos con los monos blancos manchados por el sudor. Kasigi se ajustó su Mae West y cerró con un chasquido la hebilla de su cinturón de seguridad.
Una vez en el aire, Scragger se acercó más a él.
—No puedo extenderme en explicaciones pero, en pocas palabras, la situación es la siguiente: puede que tenga lugar un ataque terrorista en Siri, contra una de las plataformas, tal vez incluso contra el buque de usted. De Plessey me ha pedido que se lo advierta.
Kasigi hizo un ruido sibilante con la boca.
—¿Cuándo? —preguntó por encima del fuerte ruido que había en la cabina.
—No lo sé. Y tampoco De Plessey. Pero es más que posible.
—¿Cómo? ¿Cómo llevarán a cabo el sabotaje?
—Ni idea. Armas o explosivos, acaso una bomba de relojería, así que más vale que refuerce la seguridad.
—Ya es casi óptima —contestó Kasigi al punto y observó la ira en la mirada de Scragger. Por un segundo, fue incapaz de imaginarse el motivo, pero luego recordó lo que acababa de decir—. Humm, lo siento, capitán, no era mi intención mostrarme jactancioso. Sólo que siempre nos guiamos por normas muy estrictas y en estas aguas mis barcos están... —estuvo a punto de decir «en pie de guerra», pero se detuvo a tiempo, dominando su irritación ante la sensibilidad del otro—. En estas aguas, todo el mundo se muestra más que cuidadoso. Le ruego que me excuse.
—De Plessey quería que usted estuviese informado. Y también que lo mantuviera en secreto..., que se lo guardara para sí y no permitiese que ningún iraní tenga conocimiento de ello.
—Comprendo. La información está segura conmigo. Y gracias de nuevo.
Kasigi vio el leve movimiento de cabeza de Scragger y luego cómo se arrellanaba de nuevo en su asiento. En el fondo de su corazón, también sentía la necesidad de devolver el breve saludo y poner así punto final a la cuestión pero, teniendo en cuenta que el australiano había salvado la vida de sus compañeros así como la suya permitiéndoles, en consecuencia, seguir prestando servicio a la compañía y a su líder, Hiro Toda, consideró que era su deber intentar un entendimiento definitivo.
—Capitán —dijo con la voz más tranquila que le fue posible para dominar el estruendo de los jets—, comprendo por qué los australianos nos odian a nosotros, los japoneses, y me excuso por todos los Changi, los Burma Road y las atrocidades cometidas. Sólo puedo decirle la verdad: esos hechos son bien enseñados en nuestras escuelas y nunca olvidados. Que esas acciones se llevasen a cabo es nuestra vergüenza nacional.
«Es verdad —pensó furioso—. Cometer aquellas atrocidades fue estúpido, incluso aunque aquellos locos no supieran que estaban cometiéndolas. Después de todo, el enemigo era cobarde, la mayoría de ellos y se rindieron mansamente por miles perdiendo, de esa manera, todos sus derechos como seres humanos de acuerdo con nuestro Bushido, nuestro código, que estipula que la rendición de un soldado es el peor de los deshonores. Algunos errores cometidos por unos pocos sádicos, algunos campesinos carentes de educación como guardianes de prisiones, la mayoría de ellos eran comedores de ajo, coreanos..., y todos los japoneses hemos de sufrir eternamente. Es una de las vergüenzas del Japón. Y otra, la peor de todas, el que nuestro líder supremo de la guerra fracasara en el cumplimiento de su deber obligando así al emperador a soportar el deshonor de terminar la guerra.»
—Le ruego que acepte mis excusas en nombre de todos nosotros. Scragger se le quedó mirando.
—Lo siento, pero no puedo —dijo al cabo de un momento—. En primer lugar, mi antiguo socio, Forsyth, fue el primer hombre que entró en Changi; jamás logró recuperarse de lo que allí encontró. Y, por otra parte, lo sufrieron demasiados de mis camaradas, no sólo prisioneros de guerra. Demasiados. No puedo olvidarlo. Y lo que es más, no lo deseo. Los hemos traicionado en la paz..., ¿qué paz? Les hemos traicionado, a todos ellos, eso es lo que creo. Lo siento, pero así es.
—Lo comprendo. A pesar de todo, podemos sellar la paz, usted y yo, ¿no?
—Quizás. Acaso con el tiempo.
«Ah, el tiempo —reflexionó Kasigi confundido—. Hoy he estado de nuevo al borde de la muerte. ¿De cuánto tiempo disponemos usted y yo? ¿Acaso no es el tiempo una ilusión y toda la vida sólo ilusiones dentro de ilusiones? ¿Y la muerte?» Su reverenciado antepasado satirurai lo había resumido perfectamente en su poema de muerte: ¿Qué son las nubes, / sino una excusa para el cielo? / ¿Qué es la vida, / sino una evasión de la Muerte?
Aquel antepasado era Yabu Kasigi, daimvo de Izu y Baka y partidario de Yosi Toronaga, el primero y más grande de los shoguns Toronaga que, de padres a hijos, gobernaran Japón desde 1603 hasta 1871 cuando el emperador Meiji, finalmente, arrasó el shogunado y declaró fuera de ley a toda la clase samurai. Pero Yabu Kasigi no era recordado por su lealtad a su señor feudal o por su valor en la batalla... como lo fuera su famoso sobrino Omi Kasigi, quien luchó por Toronaga en la gran batalla de Sekigahara, el cual, pese a haberle volado la mano, siguió dirigiendo el ataque que aniquiló al enemigo.
No, nada de eso. Yabu traicionó a Toronaga, o intentó hacerlo, y el propio Toronaga le ordenó que cometiera seppuku..., la muerte ritual por desentrañamiento. Yabu era reverenciado por la caligrafía de su poema de muerte, y por su valor al cometer seppuku. Aquel día, arrodillado ante los samurai allí reunidos, desdeñoso, hizo retirarse al segundo samurai que había de permanecer detrás de él con una larga espada preparada para poner rápido fin a su agonía, cortándole la cabeza y evitándole así la vergüenza de los gritos. Cogió el cuchillo corto y lo hundió profundamente en su estómago. Luego, con calma, procedio a los cuatro cortes, el seppuku más difícil de todos...: a través y hacia abajo, de nuevo a través y hacia arriba..., sacándose luego sus propias entrañas para morir lentamente, sin haber lanzado un solo grito.
Kasigi se estremeció ante la idea de tener que hacer lo mismo, consciente de que le hubiera faltado el valor. «Actualmente, en la guerra moderna, no puede obligarse a morir a nadie así por el capricho de tu señor feudal...»
Se dio cuenta de que Scragger le observaba.
—Yo también estuve en la guerra —dijo sin darse cuenta—. Aviones. Volé con los «Zeros» en China, Malaca e Indonesia. Y en Nueva Guinea, El valor en la guerra es diferente del... del valor en sí. Quiero decir, no en la guerra. ¿Verdad?
—No comprendo.
«Durante años, no había pensado en mi guerra —reflexionó Kasigi, sintiéndose inmerso en una repentina oleada de miedo, recordando su constante terror a morir o a quedar mutilado, terror que le había consumido..., al igual que hoy cuando tuvo la seguridad de que todos iban a morir y él y sus compañeros se habían quedado yertos de miedo—. Sí, y hoy todos hemos hecho lo mismo que en los años de guerra: recordar nuestra herencia en la Tierra de los Dioses, tragarnos nuestro terror como se nos ha enseñado desde la infancia, simular calma, simular armonía a fin de no avergonzarnos ante los demás, volar con misiones de nuestro emperador contra el enemigo lo mejor que pudiéramos y luego, cuando nos dijo que depusiéramos las armas, le obedecimos, agradecidos, por mucha que fuera la vergüenza.»
«Algunos pocos sintieron tan insoportable esa vergüenza que se mataron al antiguo estilo, con honor. ¿Perdí yo el honor al no hacerlo? Jamás. Obedecí al emperador que nos ordenó soportar lo insoportable; después, me incorporé a la firma de mi primo como se me ordenó y le he servido con lealtad para la mayor gloria de Japón. Desde las ruinas de Yokohama ayudé a la reconstrucción de "Toda Shipping Industries" y a que se convirtiera en una de las firmas más importantes de mi país, construyendo grandes buques, inventando los superpetroleros, más grandes cada año que pasa..., pronto se alcanzará un calado de un millón de toneladas. Ahora, nuestros barcos navegan por todas partes, transportando cantidades inmensas de materias primas a Japón y exportando productos acabados. Con razón somos nosotros, los japoneses, el asombro del mundo. Sin embargo resultamos... tan vulnerables. Hemos de tener petróleo o pereceremos.»
A través de la ventanilla vio un petrolero navegando Golfo arriba mientras otro se dirigía a Ormuz. «El puente continúa —se dijo—. Necesitamos un petrolero al menos cada doscientos kilómetros a todo lo largo de la ruta hasta Japón, día sí dia no, para alimentar nuestras fábricas, sin lo cual, moriríamos de inanición. Y toda la OPEP lo sabe, nos están sacando las entrañas y regocijándose con ello. Como hoy. He tenido que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad pasa simular calma exterior al tratar con ese... con ese odioso francés, oliendo a ajo y ante ese repugnante, apestoso y cremoso vomitivo llamado Brie, mientras me exigía, con todo descaro, 2,80 dólares sobre el ya ultrajante precio de 14,80 y yo, descendiente de antiguo linaje samurai, teniendo que regatear con él como un chino de Hong Kong.»
—Pero, Monsieur De Plessey, indudablemente, usted comprenderá que a ese precio más los fletes y...
—Lo siento, pero tengo mis instrucciones. Tal como se acordó, los tres millones de barriles de Siri son una oferta para ustedes en primer lugar. «ExTex» ha pedido un cupo también y otras cuatro de las principales compañías. Si quiere cambiar de idea...
—No, pero en el contrato se especifica «el precio en curso de la OPEP» y nos...
—Sí, pero usted debe saber que todos los suministradores de la OPEP están cargando una prima. No olvide el plan saudita de reducir la producción este mes, algo que también Libia ha hecho, y la semana pasada todos los principales proveedores ordenaron otra oleada de reducciones de force majeure, una reducción a un 45 por ciento...
Kasigi hubiese querido poder aullar de furia al recordar que, cuando finalmente aceptó el precio a condición de que pudiera disponer de los tres millones de barriles sin que aquél sufriera variación, el francés había sonreído con expresión amable al tiempo que decía:
—Ciertamente, siempre que los cargue en el plazo de siete días.
Ambos eran conscientes de que aquello sería imposible.
Sabedores también de que una delegación estatal rumana se encontraba en aquellos momentos en Kuwait en busca de tres millones de toneladas de crudo, por no hablar de tres millones de barriles a fin de compensar la reducción de sus propios suministros iraníes que les llegaban a través de los oleoductos irano-soviéticos. Y que había otros compradores, docenas de ellos, esperando quedarse con su opción de Siri y todas sus demás opciones... de petróleo, gas natural líquido, gasolina y otros productos petroquímicos.
—Muy bien, a 17,60 dólares el barril —había dicho Kasigi tranquilamente, aunque, en su fuero interno, se juró tomarse la revancha. —Para este único petrolero, Monsieur.
—Claro, para este petrolero —repitió con mayor amabilidad.
«Y ahora, este piloto australiano viene a decirme al oído que ni siquiera ese petrolero está, quizás, a salvo. Este hombre extraño y vetusto, demasiado viejo para volar aunque en extremo hábil, tan entendido, tan franco y tan imprudente..., imprudente por mostrarse tan franco, porque entonces uno se pone a merced de otros.»
Volvió a mirar a Scragger.
—Ha dicho que tal vez con el tiempo podamos hacer la paz. Hoy, ambos nos hubiésemos quedado sin tiempo... de no haber sido por su destreza, y la suerte, aunque nosotros, a eso, lo llamamos karma. Realmente, ignoro de cuánto tiempo disponemos. Tal vez mi barco vuele en pedazos mañana. Yo estaré a bordo. —Se encogió de hombros—. Karma. Pero permita que seamos amigos, sólo usted y yo. No creo que con ello traicionemos a nuestros mutuos camaradas de la guerra. Por favor. —Y alargó la mano.
Scragger la miró. Kasigi se forzó a esperar. Finalmente, Scragger accedió y, al tiempo que hacía un leve gesto de asentimiento, le estrechó firmemente la mano.
—De acuerdo, amigo. Intentémoslo.
En aquel momento vio a Vossi que se volvía y le hacía gestos de que se acercara. Al punto Scragger fue a la cabina.
—¿Qué pasa, Ed?
—En Siri Tres hay un CASEVAC, Scrag. Uno de los trabajadores del muelle ha caído al mar...
Se dirigieron allí inmediatamente. El cuerpo flotaba cerca de las patas de la plataforma. Los tiburones habían dado ya cuenta de las extremidades inferiores y le faltaba un brazo. La cabeza y la cara mostraban graves heridas y estaba curiosamente desfigurado. En vida había sido Abdollah Tarik.