CAPÍTULO X
Manuela atravesaba presurosa el recinto cercado «S-G» en dirección al edificio de oficinas de una sola planta, que aparecía en orden bajo el sol de media tarde, la torre de la radio erguida como una segunda planta. Vestía un mono de vuelo con el emblema «S-G» en la espalda y llevaba el pelo caoba recogido bajo una gorra de vuelo de visera larga, pero su manera de andar revelaba su feminidad.
En la oficina exterior se encontraban tres de los empleados iraníes.
Corteses, se levantaron sonriendo y la observaron por entre sus pesados párpados.
—Buenas tardes, Excelencia Pavoud... —dijo ella en farsi—. ¿Quería verme el capitán Ayre?
—Sí, Madam Lady. Su Excelencia está en la torre —replicó el jefe de los empleados—. ¿Puedo tener el honor de acompañarla?
Manuela declinó el ofrecimiento dándole las gracias y, una vez que hubo atravesado el corredor y subido la escalera de caracol, Pavoud dijo despreciativo:
—Es una vergüenza cómo se pavonea ante nosotros... Lo hace para burlarse.
—Es más puta que una mujer pública del Barrio Viejo, Excelencia —asintió otro, igualmente despectivo—. Por Dios que de todos los infieles, los americanos son los peores y aún más sus mujeres. Y ésta, ésta lo está pidiendo, está buscando jarana...
—Está buscando una buena polla iraní —dijo un hombre pequeño al tiempo que se rascaba la entrepierna.
—Debería llevar un chador, y cubrirse con el velo y andar con más modestia —alegó Pavoud—. Aquí todos somos hombres. Todos hemos engendrado hijos. ¿Acaso cree que somos eunucos?
—Deberían azotarla por provocarnos.
Pavoud se hurgó la nariz delicadamente.
—Con la ayuda de Dios, pronto lo será..., y en público. Todo el mundo estará sometido a la ley islámica y a sus castigos.
—Dicen que las mujeres americanas no tienen vello.
—Sí lo tienen pero se afeitan esas partes.
—Vello o no, Empleado Jefe Excelencia, me gustaría metérsela hasta hacerla chillar..., de gusto —exclamó el hombrecillo y todos se echaron a reír.
—Ese gran cacho de marido que tiene, lo ha hecho todas las noches desde que ella está aquí —dijo el jefe de empleados brillándole los ojos—. Les he oído gemir en la noche.
Encendió el cigarrillo con la colilla del otro y luego, levantándose, miró por la ventana. Llevaba gafas y escudriñó el cielo hasta que vio al distante helicóptero acercándose a la terminal. «Muerte a todos los extranjeros —pensó, y luego, el deseo más recóndito en su corazón—: Y muerte para Jomeiny y sus parásitos. Viva por siempre el Tudeh y la Revolución de las Masas.»
La torre era pequeña, con ventanas de cristales a ambos lados y bien equipada. Aquélla había sido la base permanente de «S-G» durante muchos años, de manera que habían tenido tiempo de ponerla al día con algunos dispositivos modernos de seguridad aérea y ayudas para el aterrizaje en cualesquier condición atmosférica. Freddy Ayre, el piloto más antiguo, que sustituía a Starke durante sus ausencias, esperaba a Manuela.
—HXB está en línea —dijo al acabar de subir Manuela las escaleras—. Él...
—Maravilloso —le interrumpió ella, feliz. Habían estado intentando comunicar con Starke durante todo el día sin éxito.
—No te preocupes —le había dicho Ayre—. A veces, su radio no funciona igual que la nuestra.
Desde la noche anterior, poco después de oscurecer, la única comunicación había sido el conciso informe de Starke de que iba a pasar la noche en Bandar Delam y que al día siguiente se pondría en contacto con ellos.
—Lo siento, Manuela, pero Duke no se encuentra a bordo. Es Marc Dubois quien lo pilota.
—¿Ha habido algún accidente? —le interrumpió ella con palabras entrecortadas—. ¿Está herido?
—No, nada de eso. Cuando Marc informó hace unos minutos comunicó que Duke se había quedado en Bandar Delam y que le había dicho que llevara consigo al mollah y a su equipo en el vuelo de regreso.
—¿Es eso todo? ¿Estás seguro?
—Sí, mira —dijo Ayres señalando a través de la ventana—. Ahí está.
El «206» llegaba tranquilo bajo el sol. Detrás de él, las montañas Zagros alzaban sus cimas hacia el cielo. Abajo, podían verse las hileras de chimeneas de la inmensa refinería, ardiendo la llama perpetua de los gases superfluos. Tomó tierra en el centro exacto de la plataforma de aterrizaje número uno.
—HXB cerrando —dijo Marc Dubois por la radio.
—Roger, HXB —contestó Massil Tugul, el operador de servicio en la torre de «S-G», un palestino empleado allí desde hacía mucho tiempo. Cambió a la frecuencia principal de la base.
—Aquí base. Ahora no tenemos pájaros en el sistema. Confirmo que HVU y HCF volverán antes del ocaso.
—Muy bien, «S-G».
Hubo un momento de silencio. Luego, a través del canal principal de la base, oyeron una voz que irrumpía brutalmente en farsi, transmitiendo desde el «206». Se mantuvo durante medio minuto. Luego calló. —lnsha'Allah! —farfulló Massil.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Ayre.
—El mollah Hussain.
—¿Y qué diablos ha dicho? —preguntó Ayre olvidándose de que Manuela sabía farsi.
Massil vaciló. Manuela contestó por él, con la cara blanca como el papel.
—El mollah ha dicho: «¡En el Nombre de Dios y en el Nombre del Torbellino de Dios, atacad!» Una y otra vez, sólo ha rep... —calló.
Desde el otro extremo del aeropuerto, les llegó el ruido en sordina de disparos. Ayre cogió el micrófono al punto.
—Marc, á la tour, vite, inmédiatament —ordenó con un acento excelente. Entonces escudriñó la base que se encontraba a un kilómetro de distancia. Los hombres salían corriendo de sus barracones. Algunos llevaban armas. Varios cayeron al enfrentarse con otros hombres. Ayre abrió una de las ventanas para enterarse mejor. Se oían débiles gritos de «Allah-u Akbarr!», mezclados con el áspero fragor de los fusiles automáticos.
—¿Qué es aquello? Cerca de la puerta, de la entrada principal —dijo Manuela.
Massil se encontraba de pie, a su lado, igualmente sobresaltado y no poco asustado.
Ayres cogió los prismáticos y enfocó hacia aquel punto.
—Dios Todopoderoso, los soldados están disparando hacia la base y... y unos camiones han derribado la puerta..., media docena de ellos...
Green Bands están saltando de los camiones, mollahs y soldados...
A través del canal de la base, llegó una voz excitada gritando en farsi. Bruscamente, la comunicación se cortó.
—«En el Nombre de Dios, matad a todos los oficiales que ofrezcan resistencia al Imán Jomeiny y tomad posesión...» —tradujo Manuela—.
¡Es la revolución!
Abajo, vieron al mollah Hussain y sus dos Green Bands bajar del «206», con las armas en las manos. El mollah hizo una seña a Dubois indicándole que saliera de la carlinga, pero el piloto se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza al tiempo que indicaba las palas en movimiento y siguió adelante con el procedimiento de cierre. Hussain vaciló.
El trabajo se había suspendido en todo el recinto «S-G». La gente se asomaba a las ventanas o salía afuera, formando pequeños grupos silenciosos y mirando a través del campo. Aumentó el sonido de disparos. Cerca de allí, el jeep y el camión cisterna que habían de atender al «206», se detuvieron bruscamente en el preciso momento en que los disparos empezaron. Hussain se dirigió hacia el jeep, habiendo dejado a un hombre de guardia junto al helicóptero. El conductor, cuando lo vio acercarse, saltó del vehículo y puso pies en polvorosa. El mollah empezó a maldecirle, pero se instaló en el asiento del conductor junto al Green Band que lo acompañaba y, abandonando la carretera, enfiló hacia los barracones más alejados.
Dubois subió los escalones de tres en tres. Tenía treinta y seis años, era alto y delgado, de cabello oscuro y sonrisa burlona. Alargó al punto la mano estrechando la de Ayre.
—¡Madonna! Qué día, Freddy... Manuela. —La besó cariñosamente en ambas mejillas—. El Duke está muy bien, chérie. Sólo tuvo una disputa con el mollah el cual le aseguró que no volvería a volar con él. Bandar Delam no está... —se detuvo al darse cuenta por primera vez de la presencia de Massil, y no confiaba en él—. Necesito una copa, caramba.
Vayamos a la residencia de oficiales, ¿os parece?
No fueron allá, Marc les hizo atravesar el asfalto, conduciéndoles al abrigo de un edificio desde donde podían ver y no ser oídos.
—No hay forma de saber del lado de quién está Massil, ¿verdad?
Ni siquiera la mayoría de nuestros empleados. Si al menos ellos mismos lo supieran, pobre gente.
Se escuchó una fuerte explosión procedente del otro extremo del campo. De uno de los cobertizos empezaron a salir llamas y el humo lo invadió todo.
—Mon Dieu! ¿No es ése el depósito de combustible?
—No, pero bastante cerca. —Ayre se sentía inquieto. Otra explosión atrajo su atención. Después, mezclada con disparos esporádicos, se produjo la sorda y fuerte detonación de un gran cañón de tanque.
El jeep conducido por el mollah había desaparecido detrás de los barracones. Cerca de la puerta principal, los camiones del Ejército se habían detenido a la buena de Dios; Sus soldados atacantes y los Green Bands desaparecieron dentro de los hangares y barracones. Algunos cuerpos yacían sobre el polvo. Varios soldados del tanque guardaban el bloque donde se encontraba la oficina del comandante del campo, Peshadi, agazapados cerca de la puerta, con las armas preparadas. Otros esperaban apostados en las ventanas del segundo piso. Uno de los hombres disparó una ráfaga con un arma contra media docena de soldados que se precipitaban chillando a través de la plaza para atacar. Otra descarga y todos cayeron muertos, moribundos o gravemente heridos. Uno de estos últimos, medio arrastrándose y a gatas, intentó ponerse a salvo. Los guardias le dejaron alcanzar casi el refugio. Y luego le llenaron el cuerpo de balas.
Manuela gimió y entre los dos la hicieron internarse más al abrigo del edificio.
—Estoy bien —les dijo—. Oye, Marc, ¿cuándo volverá Duke?
—Rudi o Duke llamarán esta noche o mañana, os lo aseguro. Pas probléme! El Grand Duke está perfectamente. Mon Dieu, ahora sí que necesito una copa.
Esperaron un momento. Los disparos decrecieron.
—Vamos —dijo Ayre—. Estaremos más seguros en los barracones.
Se deslizaron a través del recinto hasta uno de ellos, rodeados de cercas blancas y jardines cuidados. En Kowiss no había barracones para matrimonios. Por lo general, dos pilotos compartían los dos dormitorios del barracón.
Manuela les dejó que se sirvieran las copas.
—Y ahora, dime, ¿qué ha ocurrido en realidad? —preguntó Ayre en voz queda.
El francés le informó rápidamente sobre Zataki y el ataque y también sobre la actitud valiente de Rudi.
—El viejo kraut se merece de veras una medalla —dijo con tono admirativo—. Pero oíd, la noche pasada, los revolucionarios mataron a uno de nuestros trabajadores diurnos. Lo juzgaron y asesinaron en cuestión de cuatro minutos por ser fedayín. Esta mañana, otros canallas han matado a Kyabi.
Ayre estaba horrorizado. —Pero, ¿por qué?
Dubois le refirió el sabotaje en el oleoducto.
—Al regresar Rudi y el mollah —siguió diciendo—. Zataki nos puso en fila a todos y nos dijo que, en efecto, se había fusilado a Kyabi por ser «partidario del Sha y de los satánicos americanos y británicos que durante años habían despojado a Irán y que, por tanto, era enemigo de Dios».
—Pobre Jefe. Dios mío, me resultaba muy simpático, era un buen tipo.
—Sí, y abiertamente contrario a Jomeiny. Y ahora, esos bastardos tienen armas..., jamás he visto tantas armas juntas y todos son ellos estúpidos, están locos. —El tono de Dubois se hizo más duro—. El viejo
Duke empezó a imprecarles en farsi. Ya había tenido un enfrentamiento con Zataki y el mollah la noche anterior. Ignoramos lo que dijo, pero aquello tomó un cariz muy feo, los bastardos cayeron sobre él y empezaron a darle puntapiés, gritándole cosas. Como era lógico, todos nos lanzamos a la carga, pero entonces se oyó una descarga de metralleta. Nos quedamos inmóviles. También ellos, porque quien disparaba era Rudi. No se sabe cómo, se había apoderado del arma de uno de ellos e hizo nuevos disparos al aire. «Dejadle en paz si no queréis que os mate a todos», gritó apuntando con el arma a Zataki y al grupo que sujetaba a Duke. Lo soltaron. Duke, después de maldecirles profusamente..., ma foi, quel homme, hizo un trato: ellos nos dejaban en paz y nosotros los dejábamos con su revolución, yo volaría hasta aquí con el mollah, Duke se quedaría allí y Rudi conservaría el arma en su poder. Hizo que el mollah y Zataki juraran por Alá que no quebrantarían el contrato, pero aún así, yo no me fiaría de ellos. Merde, todos ellos son merde, mon ami. Pero Rudi... Rudi estuvo formidable. Ese tipo debería ser francés. Me he pasado todo el día intentando comunicar con ellos sin obtener resultados.
Desde el otro extremo del campo, un tanque «Centurion» avanzabaa la carga por una de las calles del complejo de barracones más alejado, luego, giró y enfiló por la calle mayor, frente a la base del cuartel general y la residencia de oficiales. Allí se detuvo con los motores en marcha, grande, achaparrado y mortífero. El largo cañón giró a su vez en busca de un blanco. También las orugas giraron de súbito, el tanque hizo un movimiento de rotación sobre su eje y disparó, diezmando a quienes se encontraban en la segunda planta, donde el coronel Peshadi tenía su despacho. Los defensores retrocedieron ante aquel inesperado ataque. El tanque disparó de nuevo. Grandes bloques de cemento se desplomaron y la mitad del tejado se vino abajo. El edificio empezó a arder.
Pero entonces, desde la planta baja y parte del segundo piso llegó una descarga cerrada contra el tanque. Al punto, dos de los leales salieron por la puerta principal con granadas, las lanzaron a través de las hendiduras del tanque y corrieron a refugiarse. Ambos hombres cayeron bajo una descarga cerrada de metralletas, disparadas desde el otro lado de la calle pero, casi al punto, una terrible explosión se produjo dentro del tanque y éste quedó envuelto en llamas y humo. La tapa metálica se abrió y un hombre medio abrasado intentó salir de él. Su cuerpo fue casi arrancado del tanque por otra descarga de metralletas procedente del edificio medio derruido. El viento que soplaba en la base llevaba olor a cordita, fuego y carne abrasada.
La lucha continuó durante más de una hora. Después terminó. El sol poniente enviaba una luz ensangrentada y había muertos y moribundos por toda la base, pero la insurrección había fracasado al no haber podido matar al coronel Peshadi o a sus primeros oficiales durante el ataque en la primera incursión, porque no bastaron los soldados y fuerzas aéreas que se pusieron de su lado y tan sólo una de las tripulaciones de los tres tanques.
Peshadi estuvo en el tanque que iba en cabeza, ocupándose de la torreta y de todas las comunicaciones radiadas. Reunió a las fuerzas leales, poniéndose al frente del impecable ataque que había desalojado a los revolucionarios de los hangares y de los barracones. Y una vez que los cautelosos, que formaban la mayoría, sentados en la cerca, dubitativos..., en este caso los soldados y las fuerzas aéreas, se dieron cuenta de que la batalla estaba perdida, no vacilaron un solo momento. Al punto, y con el mayor de los celos, afirmaron su indestructible e histórica lealtad a Peshadi y al Sha, cogieron de nuevo las armas que habían arrojado y, con igual celo, empezaron a disparar en Nombre de Dios, contra el «enemigo». Pero eran pocos los que disparaban a matar y aun cuando Peshadi lo sabía, dejó una salida libre y permitió que algunos de los atacantes huyeran. La única orden secreta a sus hombres de confianza había sido, «Muerte al mollah Hussain».
Pero, como quiera que fuese, Hussain había logrado escapar.
—Habla el coronel Peshadi —se escuchó a través de la frecuencia principal de la base y de todos los altavoces—. Gracias sean dadas a Dios, el enemigo ha muerto, está moribundo o ha sido capturado. Doy gracias a nuestras tropas leales. Todos los oficiales y soldados recogerán a nuestros gloriosos muertos que cayeron haciendo el trabajo de Dios, e informarán sobre su número como también del número de enemigos caídos. ¡Doctores y médicos! Que se atienda a todos los heridos sin distinciones. Dios es Grande... ¡Dios es grande! Es la hora de la oración de la tarde. Ahora yo soy mollah y la dirigiré. ¡Todos atenderán para dar gracias a Dios!
En el barracón de Strake, se hallaban Manuela, Ayre y Dubois escuchando a través del intercomunicador de la base. Manuela terminó la traducción de Peshadi en farsi. Ya sólo se oía la estática. El humo se cernía sobre la base y el ambiente estaba saturado con su hedor. Los hombres saboreaban vodka con juego de naranja en lata, mientras que Manuela bebía agua mineral. Una bombona portátil de gas butano caldeaba agradablemente la habitación.
—Es curioso —dijo pensativa, intentado no pensar en todas aquellas muertes o en Starke, quien aún seguía en Bandar Delam—. Es curioso que Peshadi no haya acabado con un: «Larga vida al Sha.» Resulta evidente que ha logrado una victoria. Debe de estar muerto de miedo.
—Yo también lo estaría —dijo Ayre—. Es... —Todos se sobresaltaron al sonar el teléfono intercomunicador de la base. Lo descolgó—. ¿Hola?
—Al habla el comandante Changiz. Humm, capitán Ayre, ¿llegaron hasta su sector de la base? ¿Cómo se encuentran ustedes?
—Bien. Los sublevados no vinieron aquí.
—Gracias a Dios. Todos estábamos muy preocupados. ¿Está seguro de que no hay muertos ni heridos?
—No..., que yo sepa.
—Alabado sea Dios. Nosotros tenemos muchos. Por fortuna, no hay enemigos heridos.
—¿Ninguno?
—Ninguno. Supongo que no le importará si le digo que no deberá informar o hablar de este incidente a nadie por la radio..., a nadie, capitán. Alta seguridad. ¿Me comprende?
—Perfectamente, comandante.
—Bien. Por favor, no escuchen la frecuencia de nuestra base..., aunque para su mayor seguridad nosotros controlaremos la de ustedes. Por favor, no utilicen su radio sin antes consultar con nosotros durante la emergencia —Ayre sintió que la sangre se le subía a la cabeza, pero no dijo palabra—. Por favor, manténgase atentos a un breve comunicado del coronel Peshadi a las ocho de la tarde. Y ahora envíe a Esvandiary y a todos sus Creyentes para las oraciones de la tarde..., de inmediato.
—De acuerdo, pero Excelencia... Esvandiary está de permiso por una semana.
Esvandiary era el gerente de «IranOil» en su base.
—Muy bien. Envíe al resto con Pavoud en cabeza.
—En seguida.
La comunicación fue cortada. Les dijo lo que le habían comunicado y luego se dirigió a hacer correr la voz.
En la torre, Massail se mostró muy inquieto.
—Pero capitán, Excelencia. Estoy de permiso hasta la puesta del sol. Aún han de llegar nuestros dos «212» y el...
—Dijo todos los Creyentes. Inmediatamente. Tus documentos están en orden, vives en Irán desde hace muchos años. El coronel sabe que estás aquí, así que será mejor que vayas..., a menos que tengas algo que temer.
—No. No, nada en absoluto.
Ayre vio el sudor en la frente del hombre.
—No te preocupes, Massil —dijo—. Yo no me ocuparé de que nuestros muchachos lleguen sanos y salvos. No te preocupes. Y seguiré aquí hasta que estés de vuelta. No tardarás mucho tiempo.
Se ocupó de acomodar a los «212» a su llegada, esperando luego con creciente impaciencia. Hacía rato que Massil debiera estar de vuelta. Para que el tiempo pasara más de prisa, intentó ocuparse de algún papeleo mas pronto renunció. Tenía la mente confusa. El único pensamiento que le animaba era el de que su mujer y su hijito se encontraban a salvo en Inglaterra..., a pesar del detestable tiempo que hacía allí, y los vendavales, ventiscas y lluvias, y el detestable frío, las detestables huelgas y el detestable Gobierno.
La radio cobró vida. Ya había oscurecido.
—Hola, Kowiss, aquí McIver, en Teherán...