CAPÍTULO LXIII
Jean-Luc y Mathias Delarne se encontraban en pie junto a una «rubia», cerca del helipuerto esperando al «212» que llegaba. Se protegían los ojos contra el sol, y no habían podido reconocer aún al piloto. Mathias era un hombre bajo, fornido, de cabello oscuro y ondulado, con solo medio rostro, la otra mitad, una pura cicatriz al haber tenido que aterrizar en llamas no lejos de Argel.
—Es Dubois —dijo.
—No, te equivocas, es Sandor. —Jean-Luc saludó con la mano, haciéndole señas de que aterrizara con el viento de costado.
Tan pronto como los patines tocaron el suelo, Mathias se precipitó por debajo de los motores hacia la portezuela izquierda de la carlinga, sin prestar atención a Sandor que gritaba en su dirección. Llevaba una enorme brocha y una lata de pintura de secado rápido y estampó la pintura blanca sobre la matrícula iraní, exactamente debajo de la ventanilla de la portezuela. Jean-Luc utilizó la plantilla que habían preparado, aplicando luego con su brocha la pintura negra. Seguidamente separó con cuidado la plantilla. La matrícula era ya G-HXXI, y legal.
Entretanto, Mathias se había trasladado junto al botalón de cola cubriendo las letras IHC, pasando luego bajo el botalón para hacer lo mismo al otro lado. Sandor tuvo el tiempo justo para apartar el brazo de la portezuela antes de que Jean-Luc estampara con enorme entusiasmo la segunda G-HXXI.
—Voilá! —Jean-Luc devolvió el material a Mathias que fue a dejarlo en la «rubia», cubierto con una lona, mientras Jean-Luc arrancaba prácticamente la mano a Sandor, al tiempo que le informaba sobre lo de
Rudy y Kelly y le preguntaba por Dubois.
—No lo sé, amigo —dijo Sandor—. Después del incidente con el superpetrolero, Rudi nos indicó que voláramos hacia aquí cada uno por nuestro lado. Después, ya no he vuelto a ver a ninguno de ellos. Por mi parte, lo puse en consumo mínimo, me aferré a las olas y recé. Hace tal vez diez condenados minutos que se ha quedado vacío y voy con las luces de emergencia y cagándome durante veinte. ¿Qué hay de los demás?
—Rudi y Kelly tomaron tierra en la playa de Abu Sabh, Rod Rodrigues ya se está ocupando de ellos. No se sabe nada todavía de Scrag, Willi o Vossi, pero Mac sigue aún en Kowiss.
—¡Jesússss!
—Oui. Y también Freddy y Tom Lochart. Al menos lo estaban hace diez o quince minutos. —Jean-Luc se volvió hacia Mathias que se acercaba a ellos—. ¿Sigues sintonizando con la torre?
—Sí, no hay problema.
—Mathias Delarne, Sandor Petrofi. Y Johnson, nuestro mecánico. Se saludaron, estrechándose la mano.
—¿Qué tal la excursión? Merde, más vale que no me lo digas —añadió Mathias al ver acercarse un coche—. Dificultades a la vista.
—Quédate en la carlinga, Sandor —le ordenó Jean-Luc—. Y tú, Johnson, vuelve a subir a la cabina.
El coche llevaba el letrero de OFICIAL y se detuvo de costado a veinte metros del «212». De él bajaron dos bahreiníes, un capitán uniformado de Inmigración y un oficial de la torre. Éste último llevaba una larga y flotante dishdadha blanca y un turbante sujeto con un retorcido rollo negro. Mathias se acercó a saludarles.
—Buenos días, Sayyid Yusuf, Sayyid Bin Ahmed. Les presento al capitán Sessone.
—Buenos días —contestaron ambos cortésmente y siguieron examinando el «212»—. ¿Y el piloto?
—Capitán Petrofi. El mecánico, Mr. Johnson está en la cabina. —Jean-Luc se sentía angustiado. El sol centelleaba sobre la nueva pintura, aunque no sobre la anterior y la parte baja de la que tenía una gota negra a cada lado. Esperaba la inevitable observación y a renglón seguido la pregunta inevitable: «¿Cuál ha sido su último punto de partida?», a la que él respondería con tono ligero «Basra, Iraq», como el más cerca posible. Pero resultaba en extremo fácil comprobarlo. Aunque no había necesidad de ello, sólo con avanzar unos pasos y pasar un dedo por la pintura nueva, descubriendo debajo las letras fijas. Mathias estaba igualmente perturbado. «Para Jean-Luc es fácil —se decía—, él no vive ni trabaja aquí.»
—¿Cuánto tiempo permanecerá aquí el G-HXXI, capitán? —preguntó el oficial de Inmigración. Era un hombre perfectamente afeitado, de mirada triste.
Jean-Luc y Mathias se estremecieron en su fuero interno al escuchar el tono incisivo al pronunciar las letras.
—Despegará de inmediato con dirección a Al Shargaz, Sayyid —dijo
Mathias—. Con destino a Al Shargaz inmediatamente..., tan pronto como haya repostado. Y los otros que, humm, se quedaron sin combustible. Bin Ahmed, el oficial de la torre, suspiró:
—Muy mal planificado, quedarse sin combustible. Me pregunto qué habrá sido de los treinta minutos legales de reserva.
—Supongo que... que el, humm, que se haya debido al viento en contra, Sayyid.
—Sí, hoy sopla fuerte. Eso es seguro. —Bin Ahmed dirigió la mirada hacia el Golfo, alcanzando la visibilidad alrededor de dos kilómetros—. Un «212» aquí, dos en nuestra playa y un cuarto..., el cuarto en alguna parte. —Sus ojos oscuros se clavaron de nuevo en Jean-Luc—. Acaso haya regresado..., a su punto de partida.
Jean-Luc sonrió de oreja a oreja.
—Lo ignoro, Sayyid Bin Ahmed —contestó cauteloso, queriendo poner fin a aquel juego del perro y el gato. Lo único que quería era repostar y retrasar la búsqueda durante una media hora.
Una vez más, ambos hombres concentraron su atención en el helicóptero. Las palas se agitaban levemente con el viento. Como quien no quiere la cosa, Bin Ahmed sacó un télex.
—Acabamos de recibir esto de Teherán, Mathias. Tiene relación con algunos helicópteros que han desaparecido —dijo cortésmente—: Son del Control del Tráfico Aéreo de Teherán. Dice: Por favor, manténganse atentos en relación con algunos de nuestros helicópteros que han sido exportados ilegalmente desde Bandar Delam. Embárguenlos, por favor, arresten a las personas que se encuentren a bordo, informen a nuestra Embajada más próxima que se ocupará de la deportación inmediata de los criminales y de la repatriación de nuestro equipo. —Sonriendo de nuevo se lo alargó—. Resulta curioso, ¿verdad?
—Mucho —respondió Mathias. Lo leyó, se mantuvo impertérrito, y se lo devolvió.
—¿Ha estado usted en Irán, capitán Sessone?
—Sí, sí. Claro que he estado.
—Terribles todas esas muertes, todas esas detenciones, todas esas matanzas. Musulmanes matando a musulmanes. Persia siempre ha sido diferente, siempre causando problemas a los demás países del Golfo. Alegando que nuestro Golfo es el Golfo Pérsico, como si nosotros, los que estamos a este otro lado, no existiéramos —comentó Bin Ahmed flemático—. ¿Acaso el Sha no clamaba continuamente que nuestra isla era iraní sólo porque hace tres siglos los persas la conquistaron conservándola algunos años, a nosotros, que siempre fuimos independientes?
—Sí, pero él, humm, renunció finalmente a esa reclamación.
—Ah, sí, sí, eso es cierto..., y ocuparon las islas petrolíferas de Tums y Abu Musa. Los gobernantes persas practican la hegemonía en grado sumo, sean quienes fueren, son muy extraños, vengan de donde vengan. Un verdadero sacrilegio plantar mollahs y ayatollahs entre el hombre y Dios. ¿No?
—Ellos, humm, bueno, ellos tienen su estilo de vida —asintió Jean-Luc—. Y otros tienen el suyo.
Bin Ahmed miró en dirección de la «rubia». Jean-Luc se dio cuenta de que una parte del mango de la brocha sobresalía por debajo de la lona. —Vivimos días peligrosos en el Golfo, muy peligrosos. Y ésos, los soviéticos sin Dios, cada vez avanzan más desde el Norte; y los marxistas sin Dios del Yemen, armándose día a día, todas las miradas puestas en nosotros y en nuestras riquezas..., y en el Islam. Sólo el Islam se interpone entre ellos y el dominio del mundo.
Mathias sentía ganas de preguntar: «¿Y qué hay de Francia, y, ni qué decir tiene, de América?»
—El Islam jamás fracasará —dijo en vez de eso—. Y tampoco los Estados del Golfo, si se mantienen alerta.
—Con la Ayuda de Dios. Estoy de acuerdo. —Bin Ahmed asintió y sonrió a Jean-Luc—. Aquí, en nuestra isla, hemos de mantenernos muy vigilante frente a quienes quieren causarnos problemas. ¿Eh?
Jean-Luc asintió. Le resultaba difícil apartar la mirada del télex que el hombre llevaba en la mano. Si Bahrein tenía uno, seguramente tambión lo habrían enviado a todas las torres en aquel lado del Golfo.
—Con la Ayuda de Dios, triunfaremos.
El oficial de Inmigración asintió, afable.
—Quisiera ver la documentación del piloto, capitán. Y también la del mecánico. Y a ellos. Por favor.
—Claro. De inmediato. —Jean-Luc se lo transmitió en voz queda a Sandor que se puso pálido—. No te dejes dominar por el pánico, mon, vieux. Limítate a enseñar tu pasaporte al oficial de Inmigración sin decir nada de tu cosecha. Y tú también, Johnson. Y no olvidéis que viajáis en un G-HXXI, procedente de Basra.
—Pero, por Dios Santo —exclamó Sandor con voz ronca—. Tendrían que habérnoslo sellado al salir de Basra, Iraq, y casi todas las hojas del mío están llenas de sellos iraníes.
—Quiere decirse que has estado en Irán. ¿Y qué? Empieza a rezar, mon brave. ¡Vamos!
El oficial de Inmigración cogió el pasaporte americano. Examinó, puntilloso, la fotografía y la comparó con el propio Sandor que, incómodo, se quitó las gafas. Después se lo devolvió sin mirar las otras páginas.
—Gracias —dijo al tiempo que cogía el pasaporte británico de Johnson. De nuevo el atento estudio, únicamente de la fotografía. Bin Ahmed dio un paso más hacia el helicóptero. Johnson había dejado abierta la portezuela de la cabina.
—¿Qué llevan a bordo?
—Repuestos —dijeron al unísono Sandor, Johnson y Jean-Luc. —Habrán de pasar por la Aduana.
—Claro que está en tránsito, Sayyid Yusuf, y despegará tan pronto como haya repostado —dijo Mathias con extrema cortesía—. Tal vez fuera posible permitirle que firme el impreso de tránsito garantizando que no ha desembarcado nada, y que no transporta armas, drogas o municiones. —Vaciló por un instante—. Yo también lo garantizaría si ello sirviera de algo.
—Su presencia siempre es de gran valor, Sayyid Mathias —dijo Yusuf. Hacía calor sobre el asfalto y además estaba sumamente polvoriento. Estornudó. Sacó un pañuelo de su bolsillo, y se sonó, y después se acercó a Bin Ahmed, que todavía tenía en la mano el pasaporte de Johnson—. Supongo que todo está en regla, tratándose de un aparato británico en tránsito, incluso en lo referente a los otros dos de la playa. ¿No?
El hombre de la torre se volvió de espaldas al helicóptero.
—¿Por qué no? Cuando ésos dos lleguen, haremos que tomen tierra aquí, Sayyid capitán Sessone. Usted los recibirá con el camión cisterna y les daremos la salida para Al Shargaz tan pronto como hayan repostado. —De nuevo miró hacia la mar y en sus ojos oscuros se reflejó la preocupación—. ¿Y cuándo llegará el cuarto? ¿Qué hay de él? Supongo que también llevará matrícula británica.
—Sí, sí, en efecto —se oyó decir Jean-Luc, dándole a continuación la nueva matrícula—. Con..., con su permiso, los tres permanecerán aquí una media hora y luego se dirigirán a Al Shargaz. «Vale la pena intentarlo», se dijo saludando a los dos hombres con su atractivo galo mientras se alejaban, apenas capaz de creer en el milagro de aquel respiro temporal.
«¿Se debe a que están ciegos o a que no quieren ver? No lo sé, no lo sé, pero bendita sea la Madonna por protegernos una vez más.»
—Más vale que telefonees a Gavallan y le digas lo del télex —dijo Mathias.
Cerca de la costa de Al Shargaz: Scragger y Benson tenían la mirada fija en las válvulas del combustible y la presión del motor número uno. Se habían encendido las luces de alerta, la aguja de la válvula de temperatura había alcanzado el máximo, hasta el tope del rojo, y la aguja de la presión del combustible había caído prácticamente a cero. En aquel momento volaban a doscientos metros, con buen tiempo aunque brumoso, y acababan de dejar tras ellos las fronteras internacionales con Siri y Abu Musa y teniendo directamente delante de ellos Al Shargaz. En sus cascos, la torre se escuchaba tres por cinco, guiando el tráfico.
—Voy a cerrarlo, Benson.
—Sí, no conviene que se agarrote.
El ruido se redujo y el helicóptero descendió unos treinta metros, pero una vez que Scragger hubo aumentado la potencia del número dos y llevado a cabo los ajustes, el helicóptero mantuvo su altitud. Pese a todo, los dos hombres se sentían inquietos sin el otro motor.
—No hay motivo para que se comporte así, Scrag. En modo alguno. Lo repasé yo mismo hace unos días. ¿Qué tal vamos?
—Bien. Ya no estamos demasiado lejos de casa.
Benson se mostraba muy inquieto.
—¿Hay por aquí algún sitio donde podamos aterrizar en caso de emergencia? ¿Bancos de arena? ¿Alguna instalación petrolífera?
—Claro, claro que los hay. Una infinidad —mintió Scragger, tratando de descubrir algún peligro con los ojos y los oídos. Pero no detectó ninguno—. ¿Oyes algo?
—No..., no, nada. Maldición, puedo oír cada una de las condenadas ruedas resecas.
Scragger se echó a reír.
—Y yo también.
Willi—¿No deberíamos llamar a Al Shargaz?
—Tenemos tiempo de sobra, hijo mío. Estoy esperando a Vossi o a Willi.
Siguieron volando y el más mínimo atisbo de turbulencia, de decibelio en el cambio de ritmo del motor o de oscilación de cualquier aguja les hacía temblar.
—¿Hasta dónde hemos de ir, Scrag? —A Benson le encantaban los motores pero aborrecía volar, sobre todo en helicópteros. Tenía la camisa pegajosa y helada.
En ese momento, a través de los cascos, escucharon la voz de Willi.
—Al Shargaz, habla EP-HBB dirigiéndose hacia ahí con EP-HGF a doscientos, rumbo 140 grados, ETA doce minutos —Scragger maldijo conteniendo el aliento: Willi había dado, de forma automática y completa, sus señales de llamada iraníes, cuando todos habían quedado de acuerdo en tratar de salir adelante con las últimas tres letras tan sólo.
Se escuchó, enérgica y fuerte, la voz inglesa del controlador:
—Helicóptero llamando a Al Shargaz entendemos que está en tránsito, hacia el interior a 140 y, humm su transmisión ha sido confusa. Confirme por favor que son, humm, G-HYYR y G-HFEE. Repito GOLFO HOTEL YANKEE YANKEE ROMEO y GOLFO HOTEL FELIZ ECO ECO.
Embargado por la excitación, Scragger lanzó un hurra.
—¡Nos están esperando!
La voz de Willi era vacilante y la temperatura de Scragger subió veinte puntos.
—Al Shargaz, aquí... aquí G-HY... YR...
Pero la excitada voz de Vossi lo interrumpió.
—Al Shargaz, aquí GolfHotelFoxtrotEcoEco y GolfHotelYankeeYankeeRodio os escuchamos fuerte y claro, estaremos con vosotros dentro de diez minutos y solicitamos permiso aterrizaje en el helipuerto del norte, por favor infosrmad «S-G».
—Ciertamente, G-HFEE —dijo el controlador y Scragger pudo casi ver el alivio del hombre—. Estáis autorizados a aterrizar en el helipuerto norte y, por favor, llamad a «S-G» por 117.7. ¡Bienvenidos! Bienvenidos a Al Shargaz, mantened rumbo y altitud.
—Sí, señor. Sííííí, señorrrr, entedid0000, 117.7 —dijo Vossi. Al punto Scragger cambió al mismo canal y de nuevo Vossi. —Sierra Uno, aquí HFEE HYYR, ¿me recibís?
—Fuerte y maravillosamente claro. Bienvenidos todos..., pero, ¿dónde está GolfHotelSierraVictorTango?
—Viene detrás de nosotros, Sierra Uno —decía Vossi.
Gavallan, Scot, Nogger y Starke escuchaban a través del altavoz en la frecuencia de su compañía, estando también vigilada la de la torre, ya que todos tenían el convencimiento de que Siamaki en Teherán y Numir en Bandar Delam podían estar escuchando cualquier transmisión, en especial la HF de ellos.
—Va unos minutos detrás de nosotros ya que, humm, nos ha ordenado que cada uno vaya por su cuenta. —Vossi se mostraba en extremo cauteloso—. No sabemos, humm, no sabemos qué puede haber ocurrido.
Entonces la voz de Scragger le interrumpió y todos se dieron cuenta del tono de regocijo.
—Aquí G-HSVT en vuestras colas, de manera que despejad la cubierta...
En la habitación resonó un repentino vítor, Gavallan se limpió la frente.
—¡Gracias a Dios! —musitó, sintiéndose casi angustiado por el alivio, luego, levantó el pulgar en dirección a Nogger—. ¡En marcha, Nogger!
El joven salió jubiloso y estuvo en un tris de derribar a Manuela que, con gesto impávido, se acercaba por el corredor con una bandeja.
—Scrag, Willi y Ed están a punto de aterrizar —gritó mientras corría, ya desde el otro lado del corredor.
—¡Es maravilloso! —dijo entrando presurosa en la habitación—. ¿No es...? —Calló. Scragger estaba diciendo sólo me funciona un motor así que solicito una recta o mejor todavía que tengan preparado un coche contra incendios por si acaso.
De inmediato se oyó la voz de Willi.
—Haz un 180, Ed, y reúnete con Scrag, tráele aquí. ¿Cómo andas de combustible?
—Cantidad. Estoy en camino.
—Scrag, soy Willi. Me ocuparé de la petición de aterrizaje y de la recta. ¿Cómo estás de gasolina?
—Cantidad, HSVT, ¿eh? ¡Eso es mucho mejor que HASVD! Le oyeron reír y Manuela se sintió mejor.
Para ella había sido terrible toda la tensión de aquella mañana, mientras intentaba dominar sus temores, escuchaba las voces incorpóreas, tan lejanas y sin embargo tan cerca, todas ellas de personas por las que sentía cariño, hacia las que sentía simpatía o a las que aborrecía..., las voces del enemigo.
—Eso es lo que son —había afirmado apasionadamente hacía unos minutos, a punto casi de romper a llorar porque aquel maravilloso amigo de ellos, Marc Dubois y el viejo Fowler se encontraban en paradero desconocido, desaparecidos. «¡Desaparecidos!, y, ¡Dios mío!, lo mismo le hubiera podido ocurrir a Conroe y acaso haya todavía otros! ¡Jahan es un enemigo! Y Siamaki, Numir, todos lo son. ¡Todos ellos!»
—No, no lo son, Manuela —le había dicho cariñosamente Gavallan—. En realidad no lo son. Sólo cumplen con su trabajo...
Pero el tono cariñoso había contribuido a excitarla más, la enfureció y aumentó su preocupación por el hecho de que Starke se encontraba allí y no en la cama del hospital, ya que la operación se la habían practicado la noche anterior.
—¡Es un juego, eso es Torbellino para todos vosotros! ¡Sólo un maldito juego! —les había increpado, perdido el control—. ¡Sois un hatajo de buscadores de aventuras gloriosas y sois..., sois...!
Luego se había ido corriendo, metiéndose en el tocador de señoras para llorar. Una vez pasada la tormenta, se echó una buena reprimenda por haber perdido el dominio de sí misma, obligándose a recordar que los hombres eran estúpidos e infantiles y que jamás cambiarían. Se sonó, se arregló el maquillaje y el cabello y fue en busca de las bebidas.
Ahora, tranquila, Manuela depositó la bandeja en silencio. Nadie notó su presencia.
Starke estaba al teléfono explicando lo que era necesario a Control de Tierra. Scot estaba en la VHF.
—Nos ocuparemos de todo, Scrag —estaba diciendo Scot.
—Sierra Uno. ¿Qué tal las triquiñuelas? —preguntaba Scragger—. ¿Vuestros Deltas y Kilos?
Scot miró a Gavallan. Éste, inclinándose, dijo con tono monótono: —Delta Tres está perfectamente... Kilo Dos... Kilo Dos sigue sin mo verse, más o menos.
Se hizo el silencio en los altavoces. Por la frecuencia de la torre oyeron al controlador inglés dando paso a varios aparatos que llegaban, Un barullo de ruidos. La voz de Scragger sonó diferente.
—Confirmad Delta Tres.
—Confirmado Delta Tres —dijo Gavallan, aún conmocionado por las noticias sobre Dubois y también por el télex de Bahrein que Jean-Luc le había comunicado por teléfono hacía tan sólo unos minutos, esperando una explosión inminente desde su propia torre y ahora desde Kuwait.
—¿Rescate aire-mar? —había preguntado a Jean-Luc—. Más vale que pidamos un. «Mayday».
—Nosotros somos el rescate aire-mar, Andy —repuso Jean-Luc—No hay ningún otro. Sandor ha despegado ya en su busca. Tan pronto como Rudi y Pop hayan repostado irán también... He organizado una búsqueda en bloque de ellos... Luego todos irán directamente a Al Shargaz, como Sandor. No podemos quedarnos mucho tiempo por aquí, Mon Dieu, no puedes imaginarte lo cerca que hemos estado del desastre. Si está a flote, lo encontrarán. Hay docenas de bancos de arena sobre los que aterrizar.
—¿No prolongará eso demasiado su campo, Jean-Luc?
—Estarán bien, Andy. Si él no ha lanzado un «Mayday» significa que debe de haber sido repentino o tal vez les fallara la radio. Aunque lo más probable es que se haya posado en alguna parte. Hay una docena de posibilidades excelentes... Puede haber aterrizado en alguna instalación en busca de combustible. Si ha caído al mar quizá lo hayan recogido, las posibilidades son infinitas... No te olvides del silencio en la radio, una de las principales. No te preocupes, mon cher ami.
—Me preocupo y mucho.
—¿Alguna noticia sobre los otros?
—Todavía no.
«Todavía no», se dijo de nuevo y sintió un escalofrío.
—¿Quién es Delta Cuatro? —Era Willi quien preguntaba.
—Nuestro amigo francés y Fowler —respondió Gavallan sin rodeos, sin saber quién podía estar escuchando—. Quiero un informe completo cuando aterrices.
—Entendido. —Interferencias. Y luego—: ¿Cómo estás, Ed? —Flamante, Willi. Subiendo a tresceintos y portándose perfectamente. ¿Cuáles son tu dirección y altitud, Scrag?
—142, a setecientos. Y si abrieras los ojos y te quitaras las telarañas me verías porque yo te estoy viendo.
Se hizo por un momento el silencio.
—!Lo has vuelto a hacer, Scrag!
Gavallan se levantó para desperezarse y vio a Manuela.—Hola, querida.
Manuela inició una tímida sonrisa.
—Toma —le dijo alargándole una botella—, te mereces una cerveza. y he de decirte que lo siento.
—Nada de lamentaciones, nada. Tenías razón. —Le dio un apretón cariñoso y bebió agradecido—. Está estupenda. Gracias, Manuela. —¿Y qué hay de mí, cariño? —preguntó Starke.
—Todo lo que recibirás de mí, Conroe Starke, es agua y un buen castañazo en la cabeza si no la tuvieras como la piedra —dijo con el ceño fruncido. Luego, abrió la botella de agua mineral y se la dio, pero sonreía con los ojos y apoyó ligeramente la mano sobre el hombro de él, expresándole todo su cariño.
—Gracias, encanto —suspiró él, profundamente aliviado de que ella se encontrara allí a salvo, y que otros estuvieran ya también a salvo, aun cuando Dubois y Fowler fueran todavía unos interrogantes y otros tuvieran aún que salir. El hombro y el pecho le dolían mucho y empezaba a sentir náuseas. La cabeza le daba golpes. Doc Nutt le había administrado un calmante diciéndole que sus efectos durarían un par de horas.
—Te mantendrá tranquilo hasta mediodía, Duke, no mucho más tiempo y acaso menos. Más te vale convertirte en la «Cenicienta» de la medianoche, de lo contrario te aseguro que lo sentirás. Y mucho.
Miró el reloj que había detrás de Manuela. 12.04 de la noche.
—Conroe, querido, ¿quieres hacerme el favor de volver a la cama? Por favor.
Cambió la mirada de él.
—¿Qué te parece dentro de cuatro minutos? —preguntó él con calma.
Ella enrojeció bajo su mirada, y luego se echó a reír, clavándole ligeramente las uñas en el cuello semejante a un gato cuando se dispone a ronronear.
—En serio, querido, ¿no crees.,.?
—Lo digo en serio.
Se abrió la puerta entrando el doctor Nutt.
—Hora de irse a la camita, Duke. Da las buenas noches como un buen chico.
—Hola, doc. —Starke, obediente, inició un gesto para levantarse pero falló en su primer intento, sólo que logró disimular su debilidad y se mantuvo erguido, maldiciendo para sus adentros—. ¿Tenemos un «walkie-talkie» o una radio con las frecuencias de la torre, Scot?
—Sí, claro que lo tenemos. —Scot echó mano a un cajón lateral y le dio un pequeño aparato portátil—. Nos mantendremos en contacto. ¿Tienes teléfono junto a la cama?
—Sí. Te veré luego, cariño. No..., me encuentro bien, puedes quedarte por si se habla farsi. Gracias. ¡Eh, mirad eso!
Por un instante quedaron olvidadas todas sus preocupaciones. El «Concorde» Londres-Bahrein se deslizaba por la pista preparándose al despegue, recto, impecable, con el morro preparado para despegar. Velocidad de crucero, dos mil quinientos kilómetros a la hora, veinte mil metros, cubriendo el vuelo de siete mil kilómetros en tres horas y dieciséis minutos.
—Va a ser el pájaro más bello que haya existido jamás —pronosticó Starke al salir.
—Me gustaría volar en él una vez, sólo una —suspiró Manuela. —La única manera de viajar —dijo Scot fastidiado—. He oído decir que el año próximo suspenden este vuelo, ¿no?
Tenía concentrada prácticamente su atención en la escucha de Willi, Scragger y Vossi que hablaban continuamente entre sí. Todavía no había problemas allí. Desde donde se encontraba podía ver el camión con Nogger, los mecánicos, pintura y plantillas, dirigiéndose veloces al helipuerto, cerca del extremo más alejado de la pista, ya preparado allí un camión contra incendios.
—Son unos condenados idiotas —dijo Gavallan intentando ocultar su agobiante inquietud, escudriñando con la mirada a los que llegaban—. El maldito Gobierno no sabe dónde tiene la mano derecha y lo mismo le ocurre al francés. Debían limitarse a deducir los costos de investigación y desarrollo, de hecho ya están deducidos, y el «Concorde» sería una oferta de negocio perfectamente viable para algunas líneas, y de un valor inestimable. De Los Ángeles a Japón, éxito seguro, a Australia, también a Buenos Aires. ¿Alguien ha visto ya a nuestros pájaros?
—La torre está en mejor posición. —Scot dio paso a la frecuencia de la torre. «"Concorde 001", es el siguiente en despegar. Bon voyage —estaba diciendo el controlador—. Cuando esté en el aire llame a Bagdad por la 119.9.»
—Gracias, 119.9. —El «Concorde» se deslizaba majestuoso, absolutamente seguro de que todas las miradas convergían en él.
—Por Dios, que es un espectáculo digno de contemplar.
—Torre, aquí el «Concorde 001». ¿Para qué es el camión de incendios?
—Esperamos la llegada de tres helicópteros en el helipuerto norte, uno de ellos con un solo motor.
En la torre de control:
—¿Quiere que los desviemos hasta que despeguéis? —preguntó el controlador. Se llamaba Sinclair y era inglés, antiguo oficial de la RAF como tantos otros controladores empleados en el Golfo.
—No, gracias. Simple curiosidad.
Sinclair era un hombre bajo, fornido y calvo y se encontraba sentado en un sillón giratorio, delante de una mesa de escritorio baja, y una vista panorámica ante él. Del cuello le colgaban un par de potentes prismáticos. Se los llevó a los ojos y los graduó. Ahora podía ver a los tres helicópteros en formación V. Ya antes había situado al que volaba con un solo motor en cabeza de la V. Sabía que se trataba de Scragger, pero simuló ignorarlo. En derredor suyo, en la torre, había abundancia de radares de primera clase y equipos de comunicación, buen número de télex con tres practicantes y un controlador shargazíes. El controlador estaba ocupado con su pantalla de radar, situando a los otros seis aviones presentes en el sistema.
Sin perder de vista a los helicópteros en sus prismáticos, Sinclair accionó el transmisor.
—«HSVT», aquí la torre, ¿qué tal vais?
—Torre, «HSVT». —Se escuchó la voz de Scragger, clara y concisa—, Sin problemas. Todo está en «Verde». Veo al «Concorde» aproximándose para el despegue. ¿Quieres que nos mantengamos o que nos apresuremos ?
—«HSVT», prosigue tu aproximación directa con el máximo de seguridad. «Concorde», colócate en posición y manténte. —Sinclair llamó a uno de los que hacían prácticas en Control de Tierra—. Tan pronto como el helicóptero aterrice, te lo paso a ti, Mohammed. ¿De acuerdo?
—Sí, Sayyid.
—¿Estás en contacto con el camión contra incendios?
—No, Sayyid.
—Entonces hazlo rápidamente. Es responsabilidad tuya —dijo, pero cambió de tono cuando el joven empezó a excusarse—. No te preocupes, has cometido un error pero ya ha pasado. ¡En marcha!
Sinclair ajustó un pelo los prismáticos. Scragger se encontraba a quince metros, aproximación perfecta.
—Di a los del camión de incendios que se apresuren, Mohammed. ¡Vamos, por Dios santo, esos bribones deberían tener preparadas ya las mangueras de espuma!
Escuchó al joven controlador maldiciendo una vez más a los cinco bomberos, y los vio saltar a todos con las mangueras dispuestas. De nuevo enfocó con los prismáticos al «Concorde» que esperaba, situado perfectamente en el centro de la pista, preparado para despegar, apartado de todo peligro, incluso si los tres helicópteros saltaran por los aires. Retener al «Concorde» durante treinta segundos frente a una posibilidad de uno contra un millón de que la turbulencia de su estela pudiera ser causa de un torbellino anormal para el helicóptero en apuros, era un bajo precio. Torbellino. ¡Dios Todopoderoso!
Hacía ya dos días que por todo el campo había corrido el rumor de que «S-G» preparaba una estampía ilegal de Irán. Sus prismáticos pasaron del «Concorde» al helicóptero de Scragger. Sus patines tocaron tierra. Los bomberos se acercaron. No hubo incendio.
—«Concorde 001», está autorizado a despegar —dijo con calma—. «HFEE» y «HYYR» aterricen cuando sea conveniente, «Pan Am 116» paso libre para aterrizar, pista 32, viento veinte nudos a 160.
Detrás de él castañeteó un télex. Se detuvo un instante contemplando despegar al «Concorde», maravillado por su potencia y por el ángulo de ascensión. Después, se concentró de nuevo en Scragger ignorando de forma deliberada las diminutas figuras que se escurrían por debajo de los rotores armados de plantillas y pintura. Otro hombre, Nogger Lane, quien, de acuerdo con las instrucciones que Gavallan le diera, le había informado por anticipado y privadamente de lo que iba a tener lugar, aun cuando mucho después de que él estuviera ya al corriente, hacía ademanes indicando al coche de bomberos que ya podía irse. Scragger se había apartado a un lado y vomitaba, mientras que el otro hombre que Sinclair supuso que era el segundo piloto, orinaba cantidades monstruosas. Los otros dos helicópteros se posaron en sus puntos de aterrizaje. Los pintores acudieron a ellos en enjambre «Y ahora, ¿qué diablos están haciendo?»
—Bien —musitó—. No ha habido incendio. Tampoco se ha producido conmoción alguna. No hay motivo de alboroto.
—Tal vez debería leer este télex, Sayyid Sinclair.
—¿Humor? —Con gesto ausente miró al joven, que intentaba enfocar torpemente otros de los prismáticos sobre los helicópteros. Una ojeada al télex fue más que suficiente—. ¿Has utilizado alguna vez los prismáticos al revés, Mohammed? —le preguntó.
—¿Sayyid? —El muchacho estaba perplejo.
Sinclair le cogió los prismáticos, les cambió la graduación y se los dio al revés.
—Dirígelos a los helicópteros y dime qué ves.
Al muchacho le costó un momento centrar la imagen.
—Están tan lejos que apenas puedo ver a ninguno de los tres.
—Muy interesante. Ven, siéntate en mi sillón un momento. —Hinchado como un pavo de orgullo el muchacho obedeció—. Y ahora, llama al «Concorde» y pídeles un informe de posición.
Los otros tres principiantes lo miraban con envidia, olvidado todo lo demás. A Mohammed le temblaban los dedos por la emoción mientras mantenía abierto el transmisor.
—«Concorde», aquí... aquí la Torre de Bahrein, por favor, su informe de posición, por favor.
—Torre, 001, volando a diez mil doscientos metros hacia dieciocho mil, Mach 1.3 hacia Mach 2 —dos mil quinientos kilómetros por hora—dirección 290, abandonando ahora su área.
—Gracias, «Concorde», buenos días... ¡Ah! Llama Bagdad 119.9, buenos días —dijo satisfecho, sonriendo de oreja a oreja.
Y una vez que Sinclair consideró llegado el momento, cogió de manera enfática el télex y frunció el ceño.
—¿Helicópteros iraníes? —Alargó al joven los otros prismáticos disponibles—. ¿Tú ves ahí algún helicóptero iraní?
Después de examinar con extrema atención a los extranjeros que acababan de llegar, el joven movió negativamente la cabeza.
—No, Sayyid, son británicos. Los otros que están aquí y que conocemos son shargazi.
—Estoy completamente de acuerdo contigo. —El gesto de Sinclair era de preocupación. Había observado que Scragger se encontraba caído en el suelo, rodeado por Lane y algunos de los otros. «No es propio de Scragger», se dijo—, Envía un médico y una ambulancia a esos helicópteros británicos ¡Y a todo gas! —Luego, cogió el teléfono y marcó—Sus pájaros han aterrizado sanos y salvos, Mr. Gavallan. ¿Podría pasarse por la torre cuando tenga un momento?
Lo había dicho con ese peculiar tono inglés, indiferente y casual que sólo otro inglés sería capaz de captar y que quería decir «¡Urgentemente!»,
En la oficina de «S-G».
—Iré de inmediato, Mr. Sinclair. Gracias —dijo Gavallan al teléfono. Scot observó su gesto.
—¿Más dificultades, padre?
—No lo sé. Llámame si ocurre algo. —Ya en la puerta Gavallan se detuvo—. Maldición, me olvidé de Newbury. Llámale y pregúntale si estará disponible esta tarde. Iré a su casa, a cualquier parte..., ponte de acuerdo en el sitio, si puedes. Si quisiera saber lo que está ocurriendo, limítate a decir: «Hasta el momento seis de siete, uno en standby y dos todavía por salir.» —Se alejó precipitadamente diciendo—: Adiós, Manuela. Intenta otra vez comunicarte con Charlie, Scot, y averigua dónde diablos está.
—De acuerdo.
Scot y Manuela quedaron solos. A él le dolía y le fastidiaba el hombro cada vez más. Aun así se había dado cuenta de la depresión de Manuela.
—Dubois aparecerá de un momento a otro. Ya verás —le dijo intentando parecer convincente y disimular su propio temor de que se hubieran perdido—. Y no hay nada capaz de matar al viejo Fowler.
—Lo espero de todo corazón —dijo ella a punto de prorrumpir en llanto. Había visto vacilar a su marido y se sentía profundamente consciente de la intensidad de su dolor. «Pronto no podré evitar el irme al hospital y al diablo con el farsi»—. Es la espera.
—Sólo unas cuantas horas más, Manuela, y tendremos dos pájaros más y cinco tíos. Y entonces podremos celebrarlo —añadió Scot esperando contra toda esperanza. «Y, entonces, también el Viejo se habrá librado del peso que lo agobia, sonreirá de nuevo y vivirá mil años.»
«Dios mío, ¿dejar de volar? Me gusta volar y no quiero un trabajo de oficina. Hong Kong está bien para pasar allí parte del año. Pero, ¿y Linbar? Yo no sabría cómo tratar con Linbar. Tendría que ser el Viejo quien tratase con él..., yo estaría perdido.»
Volvió a su mente el viejo y abrumador interrogante. ¿Qué haría yo si no tuviera cerca al Viejo, Sintió un escalofrío. No debo decir si sino cuando. Alguna vez ocurrirá..., puede suceder cualquier día. Ahí está Jordon y Talbot, o Duke, o yo mismo. La mínima fracción de un milímetro y estás muerto... o vivo. ¿La Voluntad de Dios? ¿Karma? ¿Joss? ¡No lo sé y poco importa! De lo único que estoy seguro es de que desde que me hirieron me siento diferente, toda mi vida es diferente, mi certeza de que a mí nada me alcanzaría se ha esfumado para siempre y lo único que me queda es la certidumbre glacial, terrible, de ser absolutamente vulnerable. ¡Dios Todopoderoso! ¿Es que siempre ha de ocurrir eso? Me pregunto si Duke sentirá de la misma manera.»
Miró a Manuela. Y vio que ella le estaba mirando a él.
—Lo siento, no te escuchaba —dijo y empezó a marcar el número de Newbury.
—Sólo estaba diciendo «¿No serán tres pájaros y ocho personas?». Te olvidaste de Erikki y Azadeh..., nueve, si cuentas a Sharazad.
Teherán, en la casa Bakravan: 1.14 de la tarde. Sharazad se encon traba delante del largo espejo de su cuarto de baño, desnuda, examinando el perfil de su estómago, comprobando si ya tenía una mayor redondez. Aquella mañana se había dado cuenta de que sus pezones eran más sensibles y tenía los senos más duros.
—No vale la pena que te preocupes —le había dicho riendo Zarah, la mujer de Meshang—. Pronto estarás como un globo y sumida en llanto, te estarás lamentando de que jamás podrás volver a ponerte tus vestidos y del aspecto tan espantoso que tienes. No te preocupes, podrás volver a ponerte tus vestidos y no estarás espantosa.
Aquel día, Sharazad se sentía muy feliz, pasando el tiempo, y contempló su imagen de más cerca para ver si tenía alguna arruga, mirándose de un lado y del otro, subiéndose el cabello o dejándoselo suelto, recogido o todo a un lado, contenta y satisfecha de lo que veía.
De repente, Jari irrumpió en la habitación.
—¡Ah, Princesa! ¿No estás todavía preparada? Se espera en cualquier momento a Su Eminencia, tu hermano, para el almuerzo, y todos en la casa están aterrados ante la posibilidad que tenga otro de sus ataques de furia. Por favor, apresúrate, no querremos excitarle ahora, ¿verdad...?
Con gesto automático, quitó el tapón del baño, empezó a ordenarlo todo, sin parar de moverse, mientras murmuraba e incitaba a Sharazad para que se diese prisa. En un abrir y cerrar de ojos, Sharazad estuvo vestida. Medias, hacía meses que no se encontraba en las tiendas mallas, ni siquiera en el mercado negro. Prescindió del sujetador. Un cálido vestido de cachemira azul, modelo de París con un chal haciendo juego. Un rápido cepillado y su cabello, ondulado natural, quedó perfecto, un levísimo toque de lápiz de labios y una línea de kohl alrededor de los ojos.
—Pero, Princesa, ya sabes que a tu hermano no le gusta el maquillaje.
—Sí, bueno, pero no voy a salir a la calle y, además, Meshang no es...
Sharazad iba a decir «mi padre», pero calló, no queriendo que volviera, desde el fondo de su mente, el recuerdo de aquella tragedia. «Padre está en el Paraíso —se dijo con firmeza—. Para su Día de Duelo, el cuadragésimo después de su muerte, aún faltan veinticinco días y hasta entonces hemos de seguir viviendo.»
¿Y amando?
Sharazad no preguntó a Jari lo ocurrido en la cafetería, el día que le enviara para decirle a él que su marido había regresado, y que había terminado lo que jamás empezó. «¿Me pregunto dónde estará, si continuará visitándome en mis sueños?»
De abajo les llegó una conmoción y supieron al instante que Meshang había llegado.
Se examinó por última vez en el espejo y bajó para reunirse con él. Desde la noche de su enfrentamiento con Lochart, Meshang se había instalado en la casa con su familia. La casa era inmensa, Sharazad tenía sus propias habitaciones y estaba encantada de que Zarah y sus tres hijos rompieran con sus ruidos el abrumador silencio y la tristeza que hasta entonces la invadiera. Su madre se había convertido en una reclusa, viviendo en su propia ala de la mansión, incluso comiendo en ella, servida tan sólo por su doncella, rezando y llorando la mayor parte del día. Nunca salía y tampoco invitaba a ninguno de ellos. «¡Dejadme sola! ¡Dejadme sola!», era lo único que gimoteaba detrás de la puerta cerrada.
Durante las horas que Meshang pasaba en la casa, Sharazad, Zarah y los demás de la familia, tenían buen cuidado de mimarle y halagarle.
—No te preocupes —había dicho Zarah a Sharazad—. Pronto volverá a la buena senda. Cree que he olvidado que me insultó y me golpeó, y se atreve a pavonearse con la joven prostituta con la que le tentó ese despreciable hijo de perro de Kia. No te preocupes, querida Sharazad, me tomaré venganza... Te ha tratado con unos modales imperdonables a ti y... a tu marido. Pronto podremos viajar de nuevo, París, Londres, Nueva York incluso... Dudo que disponga de tiempo para acompañaros y entonces, ¡ah!, nosotras vamos a sacudirnos el polvo de aquí de los zapatos, nos vestiremos con transparencias y tendremos cada una cincuenta pretendientes.
—No estoy muy de acuerdo con lo de Nueva York..., ponernos a merced de tantos peligros de Satanás —había dicho Sharazad, pero en el fondo de su corazón había temblado ante tan excitante idea. «Iré a Nueva York con mi hijo», se prometió a sí misma. Tommy estará allí. Todo volverá a ser pronto normal, se romperá el poder de los mollahs sobre Jomeiny, Dios haga que abra los ojos, se aniquilará su control a través de los Green Bands, y el Comité Revolucionario se disolverá. Entonces, tendremos un auténtico Gobierno islámico democrático, elegido libremente, con el Primer Ministro Bazargan de líder bajo el mandato de Dios, no volverán a vulnerarse los derechos de la mujer, los tudeh ya no estarán fuera de la ley, sino todos trabajando y la paz reinará sobre todo el país... Tal como él dijo que ocurriría.
«Estoy contenta de ser quien soy», se dijo Sharazad.
—Hola, querido Meshang, hoy tienes muy buen aspecto, pero tan cansado... No debes trabajar tanto por todos nosotros. Permíteme que te sirva un poco más de limón helado y agua, como a ti te gusta.
—Gracias. —Meshang se encontraba tumbado sobre las alfombras, medio incorporado sobre cojines, con los zapatos quitados y ya comiendo. Había un pequeño brasero dispuesto para asar el kehabs y se encontraban a su alcance veinte o treinta fuentes de horisht, arroz y hortalizas, y dulces, y frutas. Zarah estaba cerca de él e hizo señas a Sharazad de que se sentara en la alfombra, junto a ella.
—¿Cómo te encuentras hoy?
—Maravillosamente. No tengo el más mínimo malestar.
Meshang hizo un gesto agrio.
—Zarah estaba enferma todo el tiempo, y quejándose, melancólica, no como cualquier mujer normal. Espero que tú seas normal, pero estás tan delgada... Insha'Allah.
Las dos mujeres sonrieron, ocultando su aversión hacia él, se comprendían entre sí a la perfección.
—Pobre Zarah —dijo Sharazad—. ¿Cómo has pasado la mañana, Meshang? Debe de ser terriblemente difícil para ti con tantas cosas que hacer, y tantos de nosotros de quienes ocuparte.
—Es difícil porque estoy rodeado de locos, mi querida Hermana. Si tuviera personal eficiente, bien preparado como yo, resultaría fácil. Y mucho más fácil si tú no hubieras embrujado a mi padre, cambiando su manera de pensar, si no hubieras fallado a tu primer marido y no nos hubieras deshonrado con la elección del segundo. Me has causado demasiada angustia, querida Hermana, tú, con tu cara y tu cuerpo de tísica y con tu estupidez... ¡A mí, que he trabajado en todo momento para librarte de ti misma! ¡Alabado sea Dios por los frutos logrados con mis esfuerzos!
—Debe de haber sido terriblemente duro para ti, Meshang. Yo no habría sabido por dónde empezar —estaba diciendo Zarah mientras pensaba: «Resulta muy fácil dirigir un negocio siempre que se sepa dónde están las llaves, las cuentas corrientes, los documentos de los deudores..., y todos los secretos. No queréis darnos igualdad de derechos y el voto, porque nos resultaría muy fácil arrojaros al joub y obtener los mejores trabajos.»
El sabroso horisht de cordero y el arroz dorado y crujiente estaban deliciosos, con las especias como a él le gustaba y disfrutaba comiendo. «No debo comer demasiado —se dijo—, no quiero estar demasiado fatigado esta tarde junto a la pequeña Yasmin. Jamás soñé lo suculento que puede ser un zinaat o la codicia de unos labios. Si se queda embarazada, me casaré con ella y Zarah puede pudrirse.»
Miró a su mujer. Ella dejó al punto de comer, le sonrió y le dio una servilleta para que se quitara la grasa y las gotas de sopa de la barba.
—Gracias —le dijo cortésmente y una vez más se concentró en su plato. «Después de que haya gozado con Yasmin —pensaba—, después de ella, puedo dormir una hora y luego volver al trabajo. Quisiera que ese perro de Kia hubiera regresado ya, tenemos mucho de que hablar, mucho que planear. Y Sharazad tendrá que...»
—Meshang, queridísimo, ¿te ha llegado el rumor de que los generales han decidido dar un golpe de Estado? —le preguntó Zarah—, ¿Y que el Ejército está preparado para tomar el poder?
—Claro, ha corrido por todo el bazar. —Meshang sintió una punzada de ansiedad. Había tomado las mejores medidas compensatorias para el caso en que se hiciera realidad—. El hijo de Mohammed, el orfebre, jura que su primo que es operador de la centralita de teléfonos en el cuartel general del Ejército oyó a uno de los generales decir que esperaban dar tiempo a una unidad de combate americana para que se situara y que sería apoyada por paracaidistas.
Las mujeres parecieron sobresaltarse.
—¡Paracaidistas! Entonces debemos irnos de inmediato, Meshang. En Teherán no habrá seguridad. Más vale que nos vayamos a nuestra casa en el Caspio y esperemos allí a que termine la guerra. ¿Cuándo podrás irte? Empezaré a hacer el equipaje inmedia...
—¿Qué casa en el Caspio? ¡No tenemos casa alguna en el Caspio! —exclamó Meshang con tono irritado—. ¿Acaso no nos la confiscaron con todas nuestras otras propiedades para cuya adquisición trabajamos generaciones durante tantos años? ¡Dios maldiga a todos los ladrones después de todo lo que hemos hecho por la revolución y los mollahs durante tantas generaciones! —Tenía el rostro congestionado. Le cayeron por la barba unas gotas de horisht—. Y ahora...
—Perdóname, tienes razón, queridísimo Meshang, tienes razón como siempre. Perdóname, hablé sin pensar. Tienes razón, como de costumbre, pero, si te complace, podemos ir junto a mi tío Agha Madri y quedarnos con él, tiene una villa libre en la costa, podemos ocuparla, irnos mañ...
—¿Mañana? ¡No seas ridícula! ¿Crees acaso que no me avisarán con antelación? —Meshang se limpió la barba, calmado hasta cierto punto por la abyecta excusa de ella, y Sharazad pensó en lo afortunada que había sido con sus dos maridos que jamás la maltrataron o le gritaron. «Me pregunto cómo le irá a Tommy en Kowiss o dondequiera que esté. ¡Pobre Tommy!, como si yo pudiera abandonar mi casa y a mi familia e irme al exilio para siempre.»
—Claro que a nosotros los mercaderes se nos comunicará de antemano —volvió a decir Meshang—. No somos unos locos de cabeza hueca.
—Sí, sí, claro, querido Meshang —dijo Zarah con tono sedante—. Lo siento, pero es que estoy preocupada por tu seguridad y quería estar preparada. —«Por asqueroso que sea —se dijo, sintiendo un gran vacío en el estómago—, es nuestra única defensa frente a los mollahs y a esos asesinos de Green Bands, igualmente repugnantes»—. ¿Crees que darán el golpe?
—Insha'Allah —dijo él, y eructó. Comoquiera que fuese, él, con la ayuda de Dios, estaría preparado. «Comoquiera que sea, quienquiera que gane, seguirán necesitando de nosotros, los mercaderes, nos necesitan y siempre nos necesitarán. Podemos ser tan modernos como cualquier extranjero y más listos, algunos lo somos y yo, por cierto. ¡Ojalá que ese hijo de perro de Paknouri arda en los infiernos y sus padres con él, por ponernos en peligro!»
«¡El Caspio! Una buena idea lo del tío de Zarah, Madri. Una idea perfecta. Se me habría ocurrido a mí en cualquier momento. Puede que Zarah esté muy usada y su zinaat más seco que el polvo del verano, pero es una buena madre y su consejo siempre es prudente, si se da de lado su insoportable humor.»
—Otro de los rumores es que nuestro glorioso ex primer ministro Bajtiar, se encuentra todavía oculto en Teherán, bajo la protección y el techo de su viejo amigo y colega el Primer Ministro Bazargan.
Zarah jadeó sorprendida.
—Si los Green Bands llegaran a descubrirle allí...
—Bazargan no sirve de nada. Es una lástima. Ya nadie le obedece, ni siquiera lo escuchan. El Comité Revolucionario ejecutaría a los dos si llegaran a cogerles.
Sharazad estaba temblando.
—Jari dice que esta mañana corría el rumor por el mercado de que Su Excelencia Bazargan había dimitido ya.
—Eso no es verdad —dijo Meshang con tono cortante, pasando de un rumor a otro como si estuviera al tanto, privadamente, de todos ellos—Mi amigo, próximo a Bazargan, me ha dicho que éste había presentado su dimisión a Jomeiny pero que el Imán la había rechazado, diciéndole que siguiera en su puesto. —Alargó su plato a Zarah para que le sirviera más—. Ya tengo bastante horisht, un poco más de arroz.
Zarah le sirvió la parte más crujiente y Meshang empezó a comer de nuevo, ya casi lleno. El rumor más interesante de ese día, susurrado con inmenso secreto de un oído a otro, era que prácticamente, el Imán se encontraba en su lecho de muerte, bien por causas naturales o envenenado por los agitadores tudeh comunistas, o por los mujadines, o por la CIA y lo que era aún peor, que las legiones soviéticas se encontraban esperando en la frontera para avanzar de nuevo sobre Azerbaiján y sobre Teherán tan pronto como el Ayatollah Jomeiny hubiese muerto.
«Si eso es verdad —se dijo—, en el horizonte sólo se vislumbra muerte y desastre. Los americanos jamás dejarán que los soviéticos nos conquisten, no pueden permitirles que se hagan con el control de Ormuz..., ¡incluso Carter puede verlo! No. Esperemos que la primera parte sea verdad, que el Imán vaya rápidamente camino del Paraíso.»
—¡Hágase la Voluntad de Dios! —dijo con tono piadoso. Hizo ademán con la mano a los sirvientes de que se fueran y, una vez solos, dirigió toda su atención a su hermana.
—Tu divorcio ya está preparado, Sharazad, salvo por las formalidades.
—¡Ah! —exclamó ella, poniéndose en guardia al instante. En ese momento, sintió el más profundo aborrecimiento hacia su hermano por interrumpir su calma, haciendo trabajar desesperadamente a su cerebro. «No quiero divorciarme, Meshang pudo habernos dado dinero de todas esas cuentas en Suiza y no haberse mostrado tan desagradable con mi Tommy y entonces podríamos habernos ido... No seas tonta, no habrías podido irte sin documentos, ¡y exiliarte!, además, Tommy te ha dejado, fue decisión suya. Sí, pero Tommy dijo que sería por un mes. ¿Acaso no lo dijo? ¿No dijo que esperaría un mes? ¡En un mes pueden pasar tantas cosas!»
—Tu divorcio no presenta problema alguno. Como tampoco tu nuevo matrimonio.
Sharazad lanzó una exclamación y se le quedó mirando, boquiabierta.
—Sí, he aceptado entregar una dote, mucho más de lo que yo esperaba por... —Había estado a punto de decir por una mujer divorciada dos veces y que llevaba en su seno el hijo de un Infiel, pero era su hermana y se trataba de un gran matrimonio, así que no lo dijo—. El matrimonio se celebrará la semana próxima. Hace años que siente por ti una gran admiración. Su Excelencia Farazan.
Por un instante, las dos mujeres no pudieron dar crédito a lo que oían. Sharazad se sintió enrojecer de pronto, más desorientada aún. Keyvan Farazan pertenecía a la familia de un acaudalado mercader, tenía veintiocho años, era guapo, había regresado recientemente de la Universidad de Cambridge y les unía una amistad de toda la vida.
—Pero..., creí que Keyvan iba a ca...
—No se trata de Keyvan —dijo Meshang irritado por la estupidez de ella—. Todo el mundo sabe que Keyvan está a punto de contraer matrimonio. ¡Daranoush! Su Excelencia Daranoust Farazan.
Sharazad se quedó de piedra. Zarah lanzó una exclamación que intentó luego disimular. Daranoush era el padre. Viudo reciente de su segunda mujer, que había muerto de parto, al igual que la primera, un hombre muy rico que tenía la exclusiva de la recogida de basuras en toda el área del bazar.
—No..., no es posible —murmuró.
—¡Sí, vaya que lo es! —dijo Meshang, casi desbordante de placer, interpretando equivocadamente el sentido de las palabras de ella—. Yo mismo no podía creerlo cuando él apuntó la idea después de enterarse de tu divorcio. Con su dinero y relaciones, podemos formar juntos el grupo más poderoso del bazar, podemos juntar....
Sharazad lo interrumpió.
—Pero es pequeño, y asqueroso, y viejo, viejo, calvo como un huevo, y feo. Y además le gustan los muchachos y todo el mundo sabe que es un ped...
—Y todo el mundo sabe también que tú estás divorciada dos veces, usada, que esperas un hijo de un extranjero —estalló Meshang—, que participas en marchas y desobedeces, que tienes la cabeza llena de tonterías occidentales y que eres estúpida. —En su furia hizo saltar varios platos—. ¿Es que no comprendes lo que he hecho por ti? Es uno de los hombres más ricos del bazar, le he convencido para que te acepte..., estás redimida y ahora tú...
—Pero, Meshang, ten...
—¿Es que no lo entiendes, perra ingrata? —aulló él—. ¡Ha aceptado incluso adoptar a tu hijo! Por todos los Nombres de Dios, ¿qué más quieres?
Meshang tenía el rostro casi purpúreo, se estremecía de furia y agitaba el puño cerrado ante Sharazad. Zarah miraba a uno y otra, aterrada ante la ira de Meshang que seguía despotricando.
Sharazad no oía nada, no veía nada, salvo lo que Meshang había decidido para ella. Pasar el resto de su vida unida a aquel hombrecillo, blanco de miles de chistes del bazar, que hedía continuamente a orines, que la fertilizaría una vez al año para dar a luz y seguir viviendo hasta volver a dar a luz y morir finalmente de parto o a causa de él, igual que sus otras dos mujeres. Nueve hijos de la primera, siete de la segunda. Estaba condenada, nada podía hacer. Princesa del Fértil Suelo Nocturno hasta que muriera.
Nada.
«Nada, salvo que puedo morir ahora, no por suicidio, porque entonces me estaría prohibido el Paraíso y me vería condenada al infierno.
Nada de suicidio. Jamás. Nunca el suicidio, aunque sí la muerte haciendo el trabajo de Dios, la muerte con el nombre de Dios en los labios.» ¿Cómo?