CAPÍTULO VII
En las montañas nevadas, bien al Norte, no lejos de la frontera soviética, el «206» de Pettikin sobrevoló rápido las cimas y, dejando atrás el desfiladero, continuó ascendiendo, casi a ras de los árboles, siguiendo la carretera.
—Tabriz Uno, HFC de Teherán. ¿Me reciben?
No hubo respuesta. Empezaba a oscurecer, el sol de últimas horas de la tarde estaba oculto bajo una densa capa de nubes, a sólo unos metros sobre él, gris y cargada de nieve. De nuevo, intentó conectar con la base, ya muy cansado, con el rostro tumefacto y todavía dolorido por la paliza que le dieran. Los guantes, junto con los nudillos despellejados, le hacían difícil pulsar el botón transmisor.
—Tabriz Uno. HFC de Teherán. ¿Me reciben?
Tampoco esta vez hubo respuesta, pero no le preocupó. En las montañas, las comunicaciones siempre eran malas, no le esperaban y no había motivo para que Erikki Yokkonen o el gerente de la base montaran una vigilancia permanente por radio. A medida que la carretera ascendía, la masa nubosa se le acercaba más pero observó, satisfecho, que la cima que tenía ante él aún estaba despejada y una vez la hubiera sobrevolado, la carretera empezaría a descender y después, un kilómetro más allá, se hallaba la base.
Aquella mañana le había costado mucho más de lo que esperaba el llegar hasta la pequeña base aérea militar de Galeg Morghi, no lejos del aeropuerto internacional de Teherán, y aun cuando dejó el apartamento antes de que amaneciera no había llegado allí hasta que un sol tristón se encontraba ya bien alto en los cielos contaminados y llenos de humos. Pero hubo de dar muchos rodeos. Aún continuaban las luchas callejeras, y varias carreteras estaban cortadas, algunas de forma deliberada, con barricadas, y la mayor parte de ellas con coches o autobuses ardiendo. Cuerpos caídos en las aceras o en las cunetas, muchos heridos, y, por dos veces, una Policía encorajinada le había hecho dar la vuelta. Pero perseveró en su camino e incluso tomó una ruta en que el rodeo era mucho mayor. Al llegar comprobó, sorprendido, que la puerta de la sección de la base donde mantenían una escuela de entrenamiento aparecía abierta y sin centinelas. Habitualmente, allí montaban guardia centinelas de las Fuerzas Aéreas. Siguió conduciendo y aparcó, finalmente, en la seguridad del hangar «S-G», pero no encontró a ninguno del reducido número de mecánicos de servicio de día, como tampoco a miembro alguno del personal de tierra.
Era un día frío y seco y vestía su equipo invernal de vuelo. La nieve cubría el campo y la mayor parte de la pista. Mientras esperaba, inspeccionó el «206» con el que iba a volar. Todo se encontraba en regla. En el compartimiento de equipajes se hallaban los repuestos que Tabriz necesitaba: el rotor de cola y las dos bombas hidráulicas. Los tanques estaban llenos, lo que le daba de dos y media a tres horas de autonomía, unos trescientos a cuatrocientos kilómetros. Todo dependía del viento, de la altitud y del ajuste de la potencia. De todas formas, tendría que repostar en ruta. En su plan de vuelo se establecía que lo hiciera en Bandare Pahlevi, un puerto del Caspio. Sin esfuerzo, condujo la aeronave hasta la pista. Entonces, aquello se convirtió en un infierno y él se encontró en medio de la batalla.
Camiones llenos de soldados atravesaron vertiginosamente la entrada y avanzaron por el campo para ser recibidos con una lluvia de balas procedente de la zona principal de la base con sus hangares, barracones y edificios de la administración. Otros camiones desfilaban veloces por la carretera periférica disparando mientras circulaban; después, un vehículo de rastreo «Bren» se incorporó a los otros disparando sus ametralladoras sin cesar. Pettikin reconoció, aterrado, las insignias en las hombreras y los distintivos cascos de los Inmortales. Detrás de ellos, llegaron autobuses blindados llenos de Policía paramilitar y otros hombres, los cuales se desperdigaron por todo el lado de la base donde Pettikin se encontraba, apoderándose de él. Antes de saber siquiera lo que estaba ocurriendo, cuatro de ellos lo agarraron y lo arrastraron hasta uno de los autobuses mientras le gritaban algo en farsi.
—Por todos los cielos, yo no hablo farsi —gritó él a su vez, forcejeando por soltarse. Entonces, uno de ellos le dio un puñetazo en el estómago haciéndole vomitar. Logró soltarse y golpeó el rostro de su atacante. Al punto, otro de los hombres sacó una pistola y disparó. La bala atravesó el cuello de abrigo de capucha y rebotó violentamente contra el autobús, dejando una estela de salpicaduras de pólvora quemada. Se quedó de piedra. Alguien le golpeó con fuerza en la boca y otros empezaron a darle puntapiés y puñetazos en el estómago. En aquel momento, un oficial de Policía se le acercó.
—¿Americano? Tú, americano —chapurreó, furioso, en inglés.
—Soy británico —jadeó Pettikin con la boca ensangrentada y tratando de librarse de los hombres que lo aprisionaban contra el capó del autobús.
—¡Americano! ¡Saboteador! —El individuo apuntó su arma al rostro de Pettikin y éste vio su dedo curvado en el gatillo—. Nosotros SAVAK conocemos vosotros americanos culpables todos nuestros problemas.
En ese momento, entre las brumas de su terror, escuchó una voz que gritaba algo en farsi y sintió que aquellas manos férreas lo soltaban. No podía creer lo que veía. El joven capitán paracaidista británico, enfundado en un mono de camuflaje y con una boina roja, flanqueado por dos pequeños soldados de rasgos orientales, con granadas de mano en los cinturones y mochilas a la espalda, se encontraba ante ellos. El capitán llevaba en la mano izquierda una granada con la que jugaba, indiferente, como si se tratara de una naranja, con el seguro puesto. Tenía un revólver en el cinturón y en la pistolera un cuchillo de extraña forma. Bruscamente se detuvo, señalando a Pettikin y luego al «206», mientras gritaba, iracundo, al policía en farsi. Después, tras un ademán enérgico con la mano, saludó a Pettikin.
—Por Dios bendito, hágase el importante, capitán Pettikin —murmuró rápidamente con su agradable acento escocés. Luego, apartó bruscamente la mano que el policía tenía sobre el brazo de Pettikin. Uno de aquellos facinerosos hizo ademán de apuntar con su arma pero se detuvo al levantar el capitán la anilla de la granada, aunque manteniendo sujeta la palanca. Al propio tiempo, sus hombres amartillaron los rifles automáticos, sosteniéndolos con indiferencia aunque apuntando bien. El de más edad sonrió de oreja a oreja y aflojó su cuchillo en la funda.
—¿Está preparado su helicóptero para despegar?
—Sí..., sí que lo está —farfulló Pettikin.
—Póngalo en marcha con tanta rapidez como pueda. Deje las portezuelas abiertas y, cuando esté dispuesto para despegar, déme luz verde y subiremos. Hemos de salir de aquí en seguida. ¡Vamos! Acompáñalo, Tenzing. —El oficial indicó con el pulgar el helicóptero que se encontraba a unos cincuenta metros y dio media vuelta, hablando en farsi de nuevo, maldiciendo a los iraníes, ordenándoles que se retiraran hacia el otro lado donde la lucha había decaído un poco. El soldado llamado Tenzing se alejó con Pettikin que lo seguía aturdido.
—Por favor, apresúrese, sahib —pidió Tenzing colocándose junto a una de las portezuelas con el arma preparada. Pettikin no necesitaba que lo alentaran.
Más vehículos blindados pasaron cerca de ellos, mas no les prestaron atención como tampoco lo hicieron grupos de policías y militares que intentaban desesperadamente defender la base contra las turbas a las que ya podían oír acercarse. Detrás de ellos, el oficial de Policía discutía furioso con el paracaidista, mientras los otros miraban nerviosos por encima del hombro al grito que avanzaba:
—Allah-uuuu Akbarrr!
Mezclado con todo aquello se oyeron más disparos y algunas explosiones. A doscientos metros de distancia de la carretera que circundaba la base, la vanguardia del populacho prendía fuego a un coche aparcado que explotó rápidamente.
Los jets del helicóptero cobraron vida y el ruido enfureció al oficial de Policía, pero, en aquel momento, una falange de jóvenes civiles armados atravesó la puerta cargando, desde la otra dirección. Alguien gritó:
—¡Mujadin!
Al punto cuantos se encontraban en aquel lado de la base se agruparon y empezaron a disparar. Aprovechando esos instantes de confusión, el capitán y el otro soldado corrieron al helicóptero, subieron de un salto en él y Pettikin le dio toda la potencia. Voló algunos centímetros por encima de la hierba, se desvió bruscamente para evitar un camión que ardía y luego, como ebrio, ascendió hacia el cielo. El capitán se tambaleó y estuvo a punto de dejar caer la granada, a la que no había podido poner el seguro de nuevo a causa de la violenta acción evasiva de Pettikin. Él se encontraba en el asiento delantero y, aferrándose con fuerza, mantuvo la portezuela abierta y arrojó la granada cuidadosamente, observando cómo trazaba una parábola y caía al suelo.
Explotó sin consecuencias.
—Formidable —murmuró. Cerró la portezuela, se ajustó el cinturón de seguridad, se volvió a comprobar que los dos soldados estaban bien y mostró los pulgares en alto a Pettikin.
Éste apenas se dio cuenta. Una vez lejos de Teherán, tomó tierra en una zona de monte bajo, bien alejada de cualquier carretera y aldea, y examinó a fondo el aparato para comprobar si había recibido algún impacto. Al ver que no era así, empezó a respirar con más tranquilidad. —No sé cómo darle las gracias, capitán —dijo alargando la mano. La cabeza le dolía de una forma terrible—. Al principio pensé que era un condenado milagro, capitán...
—Ross. Éstos son el sargento Tenzing y el cabo Gueng.
Pettikin les estrechó la mano dándole las gracias también. Eran unos hombres pequeños y sonrientes, aunque duros y ágiles. Tenzing, el de más edad, rondaría la cincuentena.
—Todos ustedes son enviados del cielo.
Ross sonrió. Sus dientes, muy blancos, destacaban en su atezado rostro.
—En realidad no sabía cómo íbamos a salir de ésta. No hubiera sido muy cortés sacudir al policía, ni a nadie en realidad..., ni siquiera a SAVAK.
—Desde luego. —Pettikin jamás había visto antes unos ojos tan azules en una persona. Pensó que andaría por los veintitantos años—. ¿Qué diablos está pasando allí?
—Algunos militares de las Fuerzas Aéreas se han sublevado y han llegado algunos oficiales y legitimistas para acabar con ese estado de cosas. Hemos oído decir que acudían los izquierdistas y los partidarios de Jomeiny en ayuda de los sublevados.
—¡Qué desastre! Nunca se lo agradeceré bastante. ¿Cómo sabía mi nombre?
—Nos llegaron noticias, humm, de la aprobación de su plan de vuelo a Tabriz, vía Bandare Pahlevi, y queríamos hacer helistop. Llegamos muy tarde y creímos que lo habíamos perdido..., nos encontramos en aquel infierno y pensamos que todo se iba al diablo. Sin embargo, aquí estamos.
—Gracias a Dios por ello. ¿Son gurkhas? —Exactamente, humm, cuerpo especial, por así decirlo.
Pettikin asintió pensativo. Se había dado cuenta de que ninguno de ellos llevaba distintivos o insignias..., salvo las estrellas de capitán de Ross y las boinas rojas.
—¿Cómo se enteró el «cuerpo especial» de los planes de vuelo?
—En realidad no lo sé —respondió Ross sin darle importancia—. Me limito a obedecer órdenes. —Miró a su alrededor. El terreno era llano, pedregoso y abierto. Además, hacía frío debido a la nieve depositada en tierra—. ¿No cree que deberíamos ponernos en marcha? Parece que aquí estemos algo expuestos.
Pettikin subió a la carlinga de nuevo.
—¿Qué ocurre en Tabriz?
—En realidad nos gustaría que nos dejara a este lado de Bandare Pahlevi exactamente. Si usted no tiene inconveniente.
—Claro. —Pettikin volvió de manera automática a sus preguntas—.
¿Qué pasa allí?
—Digamos que hemos de ver a un hombre al respecto de un perro.
Pettikin se echó a reír. Le resultaba simpático.
—Por allí hay muchísimos perros. Entonces, a Bandare Pahlevi y dejaré de hacer preguntas.
—Lo siento, pero ya sabe cómo son estas cosas. También le agradecería que se olvidara de mi nombre y de que estuvimos a bordo.
—¿Y si me preguntan... quiénes están autorizados a hacerlo? Nuestra partida fue más bien pública.
—Yo no le di mi nombre a usted. Me limité a ordenarle. —Ross hizo una sonriente mueca—, con terribles amenazas.
—Muy bien. Pero yo no olvidaré su nombre.
Pettikin tomó tierra a unos kilómetros, en las afueras del puerto de Bandare Pahlevi. Ross había elegido el lugar previa consulta de un mapa que llevaba consigo. Era una playa de dunas, muy alejada de cualquier aldea, plácidas las azules aguas del Caspio. Éste aparecía salpicado de barcas de pesca y grandes cúmulos navegaban en el soleado cielo. Allí, la vegetación era tropical, y el húmedo aire estaba plagado de insectos, sin el menor atisbo de nieve aun cuando las montañas Alborz, detrás de Teherán, estuvieran cubiertas de ella. Era altamente irregular tomar tierra sin permiso previo, pero Pettikin había llamado por dos veces al aeropuerto de Bandare Pahlevi, donde tenía que repostar, sin recibir respuesta alguna, de manera que creyó bastante seguro hacerlo... Siempre podría alegar una emergencia.
—Buena suerte y gracias de nuevo —dijo estrechándoles la mano—. Si alguna vez necesitan algo..., lo que sea..., lo tienen de antemano.
Bajaron rápidamente y, poniéndose las mochilas, se encaminaron hacia las dunas. Aquella fue la última vez que los vio.
—Tabriz uno, ¿me reciben?
Se mantenía trazando incómodos círculos a la altura reglamentaria de doscientos metros. Luego, voló más bajo. Ni la menor señal de vida..., tampoco se veían luces. Presa de extraña inquietud, tomó tierra junto al hangar. Después esperó, preparado para un despegue de emergencia, sin saber qué esperaba... Las noticias de la sublevación de los militares en Teherán, sobre todo la de las Fuerzas Aéreas de élite, le habían perturbado en gran manera. Pero nadie apareció. Nada ocurrió. Reacio, bloqueó los mandos con gran cuidado y bajó, dejando los motores en marcha. Resultaba muy peligroso e iba en contra de las ordenanzas..., muy peligroso porque si el bloqueo de los mandos saltaba era posible que el helicóptero empezara a serpentear por tierra y quedarse fuera de control.
«Pero no estoy dispuesto a que me cojan desprevenido», se dijo sombrío. Comprobó el bloqueo de nuevo y después se encaminó rápidamente hacia las oficinas, con la nieve crujiendo bajo sus botas. No había persona alguna. Los hangares también estaban vacíos, salvo por los «212» desmontados; los remolques, sin el menor rastro de gente..., como tampoco de lucha. Algo más tranquilizado, atravesó el campamento lo más de prisa posible. En la cabina de Erikki Yokkonen, había una botella de vodka vacía sobre la mesa. En el frigorífico, otra llena. Hubiera dado cualquier cosa por una copa, pero los vuelos y el alcohol no hacían buena mezcla. También había una botella de agua, algo de pan iraní y jamón seco. Bebió con gusto agua. «Comeré después de que haya recorrido todo esto», pensó.
En el dormitorio, la cama estaba hecha, pero había un zapato por un lado y el compañero por otro. Su mirada fue descubriendo de forma gradual señales de una partida apresurada. En los otros remolques aparecieron nuevos indicios. No había medios de transporte en la base y el «Range Rover» rojo de Erikki también había desaparecido. Resultaba evidente que la base había sido abandonada de manera más bien apresurada. Pero, ¿por qué?
Elevó la mirada escrutando el cielo. Se había levantado viento y lo escuchaba gemir a través del bosque cubierto de nieve y sobre el gruñido sordo de los jets en marcha. Sintió el frío helado a través de su chaquetón de vuelo, sus gruesos pantalones y las botas de vuelo. Su cuerpo ansiaba una ducha caliente, todavía mejor, una de las saunas de Erikki... y también comida, cama, un grog caliente y ocho horas de sueño. «El viento no es un problema todavía —se dijo—, pero me queda una hora de luz todo lo más para repostar y atravesar de nuevo el desfiladero hasta alcanzar las llanuras. 0 puedo quedarme aquí esta noche.»
Pettikin no era hombre de bosques, ni de montañas. Conocía el desierto, la manigua, la selva, el veld y la Tierra Muerta Saudí. Las vastas extensiones de las llanuras jamás le desconcertaron. Pero el frío sí. Y la nieve. «Primero he de repostar», pensó.
Mas en aquel condenado lugar no había combustible. En absoluto. Muchos bidones de ciento cincuenta litros, pero todos vacíos. «No importa —se dijo, dominando el pánico—. Tengo suficiente combustible en mis tanques para cubrir los doscientos cincuenta kilómetros de regreso a Bandare Pahlevi. Podría ir al aeropuerto de Tabriz, o tratar de sacar algo del depósito "ExTex" en Ardabil, aunque está condenadamente cerca de la frontera soviética.»
Escudriñó el cielo de nuevo. «¡Maldición! Puedo aparcar aquí o en alguna otra parte en ruta. ¿Qué hacer? Aquí. Es más seguro.»
Metió el «206» en el hangar y cerró la portezuela con el seguro. El silencio era ya demoledor. Vaciló unos instantes, después siguió adelante cerrando la puerta del hangar tras de sí. La nieve crujía bajo sus botas. El viento lo zarandeaba mientras se dirigía hacia el remolque de Erikki. Se detuvo a medio camino, con un vacío en el estómago. Tenía la sensación de que alguien lo vigilaba. Miró en derredor, registrando el bosque y toda la base con la vista y el oído. La manga de viento danzaba al impulso de los remolinos que agitaban las cimas de los árboles, silbando a través del bosque. Bruscamente, recordó a Tom Lochart, cuando, sentados alrededor de una fogata en el Zagros, durante una de sus excursiones de esquí, les contaba la leyenda canadiense del Wendigo, el espíritu demoníaco del bosque, nacido del viento salvaje, que espera en la copa de los árboles, gimiendo, aguardando cogerte desprevenido, para arremeter de súbito contra ti y entonces te sientes aterrado y empiezas a correr pero no puedes alejarte y sientes su aliento helado en tu espalda y corres y corres con zancadas cada vez más largas hasta que tus pies se convierten en muñones ensangrentados, y es entonces cuando el Wendigo te sube a las copas de los árboles y mueres.
Se estremeció, fastidiado de encontrarse allí solo. «Es curioso, jamás se me ocurrió pensar en ello antes quizá porque casi siempre hay alguien conmigo, mecánicos, pilotos, amigos, Genny o Marc o Clare, en los viejos tiempos.»
Aún seguía intentando penetrar con la mirada el bosque. Unos perros empezaron a ladrar en alguna parte, a lo lejos. La sensación de que alguien lo vigilaba seguía siendo muy fuerte. Dominó su inquietud con un esfuerzo, volvió junto al helicóptero y cogió la pistola Very light. Mientras regresaba al remolque de Erikki llevaba bien a la vista el arma chata, de gran calibre, y se sentía contento de tenerla con él. Y todavía estuvo mucho más satisfecho cuando hubo echado el cerrojo a la puerta y corrido las cortinas.
La noche llegó con rapidez. Y con la oscuridad, los animales empezaron a cazar.
McIver caminaba por el desierto bulevar residencial, bordeado de árboles, cansado y hambriento. Todas las farolas estaban apagadas y él seguía su camino con extremo cuidado en la semioscuridad, debido a la nieve acumulada junto a los muros de las hermosas casas, a ambos lados de la calle. Ruido de armas lejanas y, llevados, por el viento helado, los Allahhh-u Akbar. Al volver la esquina, casi se dio de bruces con el tanque «Centurión» aparcado a medias sobre la acera. Quedó momentáneamente cegado por la luz de una linterna. Unos soldados salieron de su escondrijo.
—¿Quién eres, Agha? —le preguntó un joven oficial en un inglés excelente—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Soy el capitán... soy el capitán McIver, Duncan... Duncan McIver. Vuelvo a casa de mi oficina y... y mi piso está al otro lado del parque, a la vuelta de la próxima esquina.
—Identifíquese, por favor.
Mclver buscó cauteloso en su bolsillo interior. Tocó las dos pequeñas fotos que llevaba junto al carnet de identidad, una del Sha, la otra de Jomeiny, pero con los rumores que habían corrido durante todo el día de sublevaciones, no podía decidir cuál sería la correcta, por lo que se abstuvo de sacar ninguna. El oficial examinó la identificación a la luz de su linterna. Al acostumbrarse los ojos de McIver a la oscuridad, pudo observar el aspecto cansado del hombre, su barba de varios días y su arrugado uniforme. Otro de los soldados miraba en silencio. Ninguno de ellos fumaba, lo que a McIver le pareció curioso. El «Centurión» los dominaba a todos, malévolo, casi como esperando atacar.
—Gracias —dijo el oficial devolviéndole el manoseado carnet. Nuevos disparos, esta vez más cerca. Los soldados esperaban, acechando a la noche—. Es preferible que no salga después de oscurecido, Agha. Buenas noches.
—Sí, gracias. Buenas noches.
McIver se alejó agradecido, preguntándose si serían leales o sublevados. «Santo Cielo, si unas unidades se sublevaban y otras no, se va a organizar una buena.» Otra esquina. Aquella calle y el parque también estaban a oscuras y desiertos cuando, todavía no hacía mucho tiempo, siempre estaban concurridos y brillantemente iluminados y todavía más con la luz que salía de las ventanas. Los sirvientes, la gente y los niños parecían todos felices y reían sin parar entre ellos corriendo de un lado a otro. «Eso es lo que más noto a faltar —pensó—. Las risas. Me pregunto si volveremos a disfrutar de nuevo de aquellos momentos.»
Aquel día había resultado decepcionante, nada de teléfonos, muy mala la comunicación por radio con Kowiss y, además, le había resultado imposible ponerse en contacto con ninguna de sus otras bases. Tampoco los empleados que constituían su personal habían acudido, lo que le hizo irritarse aún más. Varias veces había intentado enviar télex a Gavallan mas no fue posible obtener la comunicación.
«Mañana será otro día, esperemos que mejor», se dijo, mientras apretaba el paso. La soledad de las calles le resultaba desagradable.
El bloque de apartamentos tenía cinco plantas y ellos ocupaban uno de los áticos. La escalera permanecía casi en penumbra ya que de nuevo habían reducido la potencia de la electricidad a la mitad y el ascensor hacía meses que estaba fuera de servicio. Subió, con paso cansino, las escaleras, haciendo más pesado el ascenso la escasez de luz. Pero una vez dentro del apartamento, las velas ya estaban encendidas y aquello le levantó el ánimo.
—Hola, Genny —llamó cerrando la puerta y echando el seguro de nuevo. Colgó la cálida pelliza—. ¡Hora del whisky!
—Estoy en el comedor, Duncan. Ven aquí un momento.
Recorrió rápido el pasillo y, al llegar a la puerta, se detuvo con la boca abierta. Sobre la mesa del comedor había una docena de platos de la cocina iraní, boles rebosantes de fruta y velas por doquier. Genny le sonreía encantada y también Sharazad.
—¡Dios me bendiga! ¿Esto es obra tuya, Sharazad? Qué gusto da verte des...
—Yo también estoy encantada de verte, Mac, cada día estás más joven. Los dos lo estáis. Siento molestaros —Sharazad hablaba rápidamente, con voz gorgojeante y alegre—, pero recordé que ayer fue vuestro aniversario de boda porque dentro de cinco días es mi cumpleaños, y sé cómo os gusta el cordero horisht y polo, y todo lo demás, así que os lo trajimos Hassan, Dewa y yo, y también velas. —Medía apenas metro sesenta de estatura, el tipo de belleza persa que Ornar Khayyam inmortalizara. Se levantó—. Y ahora que has llegado, yo me voy.
—Espera un segundo. ¿Por qué no te quedas a cenar con nosotros y...?
—Me gustaría mucho pero no puedo. Esta noche mi padre da una fiesta y he de estar allí para recibir a los invitados. Esto es un pequeño regalo, nada más. Os dejo a Hassan para que sirva y lo limpie todo. ¡Espero que lo paséis maravillosamente! ¡Hassan! ¡Dewa! —llamó. Luego abrazó a Genny, abrazó a McIver y corrió hacia la puerta donde ya la esperaban los dos sirvientes. Uno de ellos le presentó el abrigo de piel. Sharazad se lo puso y luego se envolvió en la oscura nube de su chador. Envió un beso a Genny y salió presurosa acompañada de la otra sirvienta. Hassan, un hombre alto de treinta años, con una túnica blanca, pantalones oscuros y una amplia sonrisa, echó el seguro de la puerta.
—¿Les sirvo la cena, madam? —preguntó a Genny en farsi.
—Sí, dentro de diez minutos, por favor —contestó ella feliz—. Primero el señor tornará un whisky.
Al punto, Hassan se acercó al aparador, escanció la bebida y la sirvió junto con agua. Luego, después de hacer una inclinación salió.
—Por todos los santos, Gen, es como en los viejos tiempos —exclamó McIver rebosante de satisfacción.
—Sí. Y sólo hace unos cuantos meses. Resulta estúpido, ¿verdad? —Hasta entonces, habían tenido con ellos a un simpático matrimonio que vivía en la casa, la mujer, una cocinera ejemplar de platos europeos e iraníes, compensaba el despreocupado quehacer del marido al que McIver había identificado con Alí Babá. Los dos se habían esfumado de súbito, al igual que casi todos los sirvientes extranjeros. Sin una explicación, sin previo aviso—. Me preguntó si estarán bien, Duncan.
—Seguro que sí. Alí Babá es un impenitente chanchullero y habrá acumulado el dinero suficiente para mantenerse ambos durante largo tiempo. ¿Ha salido Paula?
—No, tiene servicio de noche otra vez... Nogger no. Fueron a cenar con algunos de sus compañeros de «Alitalia». —Enarcó las cejas—. Nuestro Nogger asegura que ya está madura para él. Yo espero que se equivoque. Me gusta Paula. —Desde allí podían oír a Hassan en la cocina—. Es el ruido más maravilloso que existe.
McIver le devolvió la sonrisa al tiempo que levantaba la copa.
—Gracias a Dios por Sharazad, ¡y por no tener que fregar los platos!
—Lo mejor de todo —suspiró Genny—. Sharazad es una criatura encantadora, tan considerada. Tom ha tenido mucha suerte. Ella dice que lo espera mañana.
—Ojalá sea así. Nos traerá correo.
—¿Lograste localizar a Andy?
—No, no. Aún no. —McIver decidió no mencionar el asunto del tanque—. ¿Crees que podrías lograr que te prestara a Hassan o a alguno de sus otros sirvientes un par de días a la semana? Sería una ayuda tremenda.
—No creo que deba pedírselo..., ya sabes cómo andan las cosas. —Supongo que tienes razón. Todo esto resulta irritante.
Por aquellos días, era prácticamente imposible que los extranjeros encontraran ayuda doméstica, cualquiera que fuese la cantidad que estuviesen dispuestos a pagar. Hasta sólo unos meses antes, era fácil encontrar estupendos y esmerados sirvientes y con su ayuda, y algunas palabras de farsi, se podía disfrutar de un hogar feliz.
—Esa era una de las mejores cosas de Irán —dijo Genny—. Influye tanto..., disipa toda la angustia de vivir en un país tan extraño. —¿Sigue pareciéndote extraño al cabo de tanto tiempo?
—Ahora más que nunca. Siempre he tenido la sensación de que toda la amabilidad, toda la cortesía de los pocos iraníes que conocimos era sólo fachada..., que sus, verdaderos sentimientos eran los que hoy día han salido a la superficie... Por supuesto, no me refiero a todos, desde luego, no a nuestros amigos. Annoush, por ejemplo, es la persona más amable y simpática del mundo.
Annoush, la esposa del general Valik, el más antiguo de sus socios iraníes.
—La mayoría de las esposas se dan cuenta de ello, Duncan —musitó perdida en sus reflexiones—. Tal vez ése sea el motivo de que los extranjeros se unan tan estrechamente. Todos aquellos partidos de tenis, de excursiones de esquí, de navegación, de fines de semana en el Caspio..., con los sirvientes llevando las cestas de la merienda y ocupándose de retirarlo todo... Creo que teníamos una vida maravillosa, pero eso pasó a la historia.
—Puede que todo vuelva a la normalidad... Espero fervientemente que así sea, tanto por ellos como por nosotros. Mientras regresaba a casa me di cuenta, de repente, de lo que más echaba en falta: las risas. Ahora ya nadie parece reír. Me refiero en las calles, ni siquiera los niños.
Mclver bebía su whisky despacio.
—Sí, echo de menos las risas. Y también al Sha. Siento que haya tenido que irse... En lo que a nosotros se refiere, todo estaba perfectamente ordenado hasta hace poco tiempo. Pobre hombre, qué trato tan inicuo le hemos dado ahora, a él y a su encantadora esposa, después de la gran amistad que siempre nos demostró. Me siento avergonzado por completo. Además, hizo lo mejor que pudo por su pueblo.
—Por desgracia, a la mayoría de los iraníes no les parece que fuera suficiente, Genny.
—Lo sé. Es triste. La vida resulta muy triste a veces. Bien, ahora ya es inútil lamentarse. ¿Tienes apetito?
—Ni te lo imaginas.
Las velas daban un aspecto acogedor y cálido al comedor, disipando la frialdad del apartamento. Las cortinas estaban corridas protegiéndoles de la noche. Hassan sirvió en punto los humeantes boles de diversos horisht, lo que, literalmente, significa sopa pero que, en realidad, es un espeso guisado de cordero o pollo con hortalizas, pasas y especias de todo tipo... y polo, el delicioso arroz iraní, previamente sancochado y luego terminado de hacer al horno en una fuente untada de mantequilla hasta que se forma una costra dorada. Era uno de los platos favoritos de ambos.
—Dios bendiga a Sharazad. Realmente, es un regalo para la vista. Genny le sonrió.
—Sí, desde luego. Y también Paula.
—Tú tampoco estás tan mal, Gen.
—Déjate de zalamerías. De todas maneras, eso te ha valido un copa antes de dormir. Pero Jean-Luc diría: Bon appétit!
Comieron con agrado todos aquellos exquisitos manjares, recordándoles lo que solían comer en casa de sus amigos.
—Gen, a la hora de almorzar me encontré con el joven Christian Tollonen. ¿Te acuerdas del amigo de Erikki, el de la Embajada finlandesa? Me dijo que el pasaporte de Azadeh estaba ya listo. Eso es estupendo. Pero lo que me sobresaltó fue lo que me comentó de que ocho de cada diez de nuestros amigos o conocidos iraníes ya no se encuentran en Irán y que si prosigue este éxodo, muy pronto sólo quedarán aquí los mollahs y sus rebaños. Después empecé a calcular y me salió la misma proporción poco más o menos..., aquellos que llamaríamos la clase media y alta.
—No me extraña que abandonen esto. Yo haría lo mismo —dijo, añadiendo de manera involuntaria—: No creo que Sharazad se vaya.
A Mclver le pareció observar alguna intención en sus palabras y se le quedó mirando.
—¿Te parece?
Genny jugueteó con unas migas de su plato y, cambiando de opinión, decidió contárselo.
—Por el amor de Dios, no le digas nada a Tom porque le daría un ataque... y además no sé hasta qué punto es realidad o sólo se trata de imaginaciones idealistas de una joven. Pero me susurró, feliz, que había pasado la mayor parte del día en Doshan Tappeh donde, según ella, ha habido una auténtica insurrección con metralletas, granadas..., el completo, todo ello...
—¡Santo Cielo!
—... militando del lado de lo que ella ha llamado «nuestros Gloriosos Luchadores por la Libertad», los cuales resulta que están incitando a la sublevación a los soldados de las Fuerzas Aéreas, a algunos oficiales, y las Green Bands, ayudados por millares de civiles..., contra la Policía, las Fuerzas leales y los Inmortales...