CAPÍTULO XIV

En Tabriz Uno: 7.12 de la mañana.

Charlie Pettikin dormía inquieto, encogido sobre un colchón en el suelo, bajo una sola manta, con las manos atadas delante de él. Acababa de amanecer y hacía mucho frío. Los guardias no le habían dejado tener una estufa de gas portátil, encerrándole en la cabina de Erikki Yokkonen, en la parte destinada habitualmente a almacén. El hielo brillaba en la parte interior de los cristales de la pequeña ventana enrejada. La nieve cubría el alféizar.

Abrió los ojos y se incorporó rígido, sobresaltado, sin saber de momento dónde se encontraba. Luego, el recuerdo acudió a su mente y se puso en cuclillas, apoyando la espalda contra el muro. Le dolía todo el cuerpo.

—¡Qué condenado embrollo! —farfulló, tratando de relajar los hombros. Con ambas manos, intentó ahuyentar el sueño de sus ojos, y se frotó el rostro, sintiéndose sucio. La maraña de su incipiente barba estaba salpicada de gris. «Me fastidia estar sin afeitar», pensó. «Hoy es lunes. Llegué aquí el sábado, al ponerse el sol, y me pescaron ayer por la mañana. ¡Bastardos!»

El sábado ya anochecido, se habían oído muchos ruidos alrededor del remolque, lo que había contribuido a su inquietud. Hubo un momento en que estuvo seguro de haber oído un susurro de voces por lo que apagó las luces, descorrió el cerrojo y permaneció de pie en los escalones de la entrada, con la pistola de señales en la mano. Escudriñó atentamente la oscuridad. Y, de repente, vio, o le pareció ver, a unos treinta metros, un movimiento. Y luego otro, algo más lejos.

—¿Quién anda ahí? —gritó, produciendo su voz un eco extraño—. ¿Qué queréis?

No hubo respuesta. Otro movimiento. ¿Dónde? A unos treinta o cuarenta metros..., de noche era difícil calcular las distancias. Alto, allí volvió a moverse algo. ¿Era un hombre? Tal vez sólo se tratara de un animal o de la sombra de una rama. Acaso..., ¿qué era eso? Hacia allá, junto al pino grande.

—¡Eh, tú! ¡El que anda por ahí! ¿Qué quieres?

Nadie contestó. Le resultaba imposible distinguir si se trataba de un hombre. Furioso, e incluso algo atemorizado, apuntó y apretó el gatillo. El banggg retumbó como un trueno, escuchándose su eco por todas las montañas al tiempo que la roja llamarada enfilaba el árbol, rebotaba en él, con una lluvia de chispas que rociaron otro árbol y, finalmente, se hundía chisporroteando en la nieve. Pettikin esperó.

Nada. Rumores en el bosque, el crujido del tejado del hangar, las copas de los árboles agitadas por el viento, a veces, la nieve acumulada en una rama cayendo al suelo y liberándola. Realmente irritado, pateó un instante tratando de sacudirse el frío. Encendió la luz, cargó la pistola de nuevo y echó otra vez el cerrojo.

—Con los años empiezas a parecerte a una vieja —dijo en voz alta—. Mierda. Aborrezco el silencio, aborrezco estar solo, aborrezco la nieve, aborrezco el frío, aborrezco sentir miedo, y lo de esta mañana en Galeg Morghi me ha trastornado, maldita sea... Y estoy convencido que, de no haber sido por el joven Ross, ese bastardo SAVAK me hubiera matado.

Comprobó que la puerta y las ventanas estaban perfectamente atrancadas, corrió las cortinas para protegerse de la noche, se sirvió una medida larga de vodka, mezclada con algo de zumo de naranja helado que encontró en el congelador y, sentándose frente al fuego, se sumió en sus pensamientos. Había huevos para el desayuno y él iba armado. El gas funcionaba bien. Estaba confortable. Al cabo de un rato se sintió mejor, más seguro. Antes de irse a la cama, en el cuarto de invitados, comprobó ventanas y puerta una vez más. Ya tranquilizado al respecto se quitó las botas de vuelo y se tumbó en la cama. No tardó mucho en dormirse.

Por la mañana, su temor nocturno había desaparecido. Después de desayunar huevos fritos y pan, como le gustaba a él, ordenó la habitación, se endosó su indumentaria de vuelo, quitó el cerrojo de la puerta, la abrió y se encontró con una metralleta que le apuntaba a la cara. Seis de los revolucionarios invadieron la habitación y el interrogatorio comenzó. Éste se prolongó durante horas.

—No soy un espía. Y tampoco americano. Les aseguro que soy británico —repetía una y otra vez.

—Embustero. En su documentación dice que es sudafricano. Por Alá, ¿son falsos también?

El líder, el hombre que se llamaba a sí mismo Fedor Rakoczy, tenía un aspecto duro. Era más alto y de más edad que los otros, con ojos castaños de mirada inflexible, y acento inglés. Y hacía las mismas preguntas una y otra vez.

—¿De dónde es usted? ¿Por qué está aquí? ¿Quién es su jefe en la CIA? ¿Quién es su contacto aquí? ¿Dónde está Erikki Yokkonen? —No lo sé. Se lo he repetido cincuenta veces, no lo sé. Cuando ayer tarde aterricé aquí a la puesta de sol, no había nadie. Me enviaron a recogerles, a él y a su mujer. Tienen asuntos en Teherán.

—¡Embustero! Huyeron hace dos noches amparándose en las sombras. ¿Por qué habrían de huir si usted venía a recogerles?

—Ya se lo he dicho. No me esperaban. ¿Por qué habrían de huir? ¿Dónde están nuestros mecánicos, Dibble y Arberry? ¿Dónde está nuestro gerente Dayati y dón...?

—¿Quién es su contacto de la CIA en Tabriz?

—No tengo contacto alguno. Somos una compañía británica y exijo ver a nuestro cónsul en Tabriz. Exi...

—Los enemigos del Pueblo no están en condiciones de exigir nada. Ni siquiera clemencia. Es la Voluntad de Dios que estemos en guerra. ¡Y en guerra se fusila a la gente!

El interrogatorio se había prolongado durante toda la mañana. Pese a sus protestas, le quitaron toda la documentación, su pasaporte, con los vitales permisos de salida y de residencia. Después, lo ataron y lo arrojaron allí con terribles amenazas si intentaba huir. Más tarde, Rakoczy volvió acompañado de los dos guardias.

—¿Por qué no me dijo que había traído los repuestos para el «212»?

—¡Usted no me lo preguntó! —repuso Pettikin furioso—. ¿Quién diablos es usted? Devuélvame mi documentación. Y exijo ver al cónsul británico. Desáteme las manos, ¡maldita sea!

—Dios lo castigará si blasfema. Arrodíllese y pida perdón a Dios. ¡Pida perdón! —Le obligaron a ponerse de rodillas.

Obedeció, odiándolos con toda su alma.

—¿Puede pilotar un «212» igual que el «206»?

—No —contestó poniéndose desmañadamente en pie.

—Miente de nuevo. Lo dice en su licencia —repuso Rakoczv que la había tirado sobre la mesa—. ¿Por qué miente?

—¿Y qué importa eso? Usted no cree nada de lo que yo le digo. No distinguiría la verdad aunque la tuviera ante sus propios ojos. Claro que sé que lo pone en mi licencia. ¿Acaso no vi que me la cogía? Claro que puedo pilotar un «212» si me clasifican.

—El Comité lo juzgará y dictará sentencia —dijo Rakoczy.

Su tono fue tan terminante que Pettikin sintió un escalofrío a lo largo de su espina dorsal. Luego, lo dejaron solo.

Al ponerse el sol, le llevaron algo de arroz y volvieron a dejarle allí solo. Apenas pudo dormir y, ya de madrugada, se dio cuenta de lo indefenso que se encontraba. De nuevo empezó a sentirse dominado por el miedo. En cierta ocasión, en Vietnam, los vietcong le habían derribado, apresado y condenado a muerte, pero su escuadrilla volvió a buscarle con cañoneras y Boinas Verdes, arrasando la aldea, y a los vietcong con ella. Hubo otra vez en que escapó de milagro.

—Nunca pienses que vas a morir hasta que no estés muerto —le había dicho su joven comandante—. De esa forma dormirás por las noches, amigo.

Su comandante era Conroe Starke. Su escuadrilla de vuelo estaba formada por americanos, británicos y algún que otro canadiense, y tenían su base en Da Nang. ¡Vaya terrible zafarrancho que fue también aquello!

«Me pregunto qué estará haciendo Duke ahora —se dijo—. Afortunado bastardo. Afortunado por encontrarse a salvo en Kowiss y más afortunado aún por tener junto a él a Manuela. Ésa sí que es una mujer.

Mimosa. Con la constitución de una koala..., ojos castaños, inmensos, y con las curvas justas.

Dejó vagar la mente, preguntándose sobre ella y Starke, también sobre dónde estarían Arikki y Azadeh, sobre aquella aldea vietnamita..., y sobre el joven capitán Ross y sus hombres. De no haber sido por él..., Ross era otro salvador. En esta vida hay que tener salvadores para poder sobrevivir. Esa gente extraña que, milagrosamente, aparece en tu vida, sin motivo aparente, para darte la oportunidad que con tanta desesperación necesitas, o para sacarte del desastre, de un peligro o de los males que te acechan. ¿Aparecen acaso porque hayas rezado pidiendo ayuda?

Cuando se está al borde del peligro, uno reza siempre, de alguna forma, aunque no sea a Dios. Pero es que Dios tiene tantos nombres...

Recordaba al viejo Soames en la Embajada con su: «No olvides nunca, Charlie, que Mahoma, el Profeta, proclamó que Alá, Dios, tiene tres mil nombres. De ellos, los ángeles conocen sólo mil, los profetas otro millar, trescientos figuran en la Torá, el Antiguo Testamento, otros trescientos en el Zabur, esto es, los Salmos de David, trescientos más en el Nuevo Testamento y noventa y nueve en el Corán. Sólo un nombre ha ocultado Dios. En árabe se llama: Ism Allah ala'zam: el Nombre Más Excelso de Dios. Aquellos que leen el Corán lo habrán leído sin saberlo. Dios es prudente al ocultar Su Más Excelso Nombre, ¿eh?»

«Sí, suponiendo que haya un Dios», se dijo Pettikin, con todos los miembros doloridos y muerto de frío.

Poco antes del mediodía, Rakoczy volvió acompañado de sus dos hombres. Ante el asombro de Pettikin, le ayudó cortésmente a ponerse en pie, librándole acto seguido de las ligaduras.

—Buenos días, capitán Pettikin. Lamento mucho el error. Le ruego que me siga. —Lo condujo hasta la habitación principal. Sobre la mesa había café—. ¿Toma el café solo o al estilo inglés, con leche y azúcar?

Pettikin se frotaba las doloridas muñecas, intentando poner su mente en funcionamiento.

—¿Qué es esto? ¿Se ofrece un desayuno reconfortante al prisionero? —Perdone, pero no le entiendo.

—Nada —dijo Pettikin y se le quedó mirando, sin estar seguro todavía—. Con leche y azúcar. —El café era excelente y le hizo revivir. Se sirvió más—. ¿De manera que ha sido un error, todo un error?

—Sí, comprobé..., comprobé su historia y era correcta, gracias sean dadas a Dios. Saldrá de inmediato. Con dirección a Teherán.

Pettikin sintió contraída la garganta ante aquel súbito alivio... «Un alivio aparente», se dijo suspicaz.

—Necesito combustible. Nos han robado todo el nuestro. El depósito está vacío.

—Su avión ha sido abastecido de combustible. Yo mismo me he ocupado de ello.

—¿Entiende usted de helicópteros? —Pettikin se preguntaba por qué aquel hombre estaría tan nervioso.

—Algo.

—Lo siento pero no sé su nombre.

—Smith. Mister Srnith. —Fedor Rakoczy sonrió—. Y ahora, haga el favor de irse. Inmediatamente.

Pettikin buscó sus botas de vuelo y se las calzó. Los otros hombres lo observaban en silencio. Observó que llevaban metralletas soviéticas. Su maletín estaba sobre la mesa que había en un lado de la puerta. Junto a él habían dejado toda su documentación: pasaporte, visado, permiso de trabajo y la licencia de vuelo de la CAA iraní. Disimulando su asombro, lo recogió todo y se lo guardó en el bolsillo. Al dirigirse hacia el refrigerador, uno de los hombres se interpuso en su camino y le indicó que se alejara.

—Tengo hambre —alegó Pettikin, todavía suspicaz.

—En su helicóptero tiene algo de comer. Sígame, por favor.

Afuera, el aire le olió muy bien. Hacía un hermoso y fragante día con un cielo despejado y muy azul. Hacia el Oeste se estaban formando más nubes anunciadoras de nieve. Por el Este, el cielo sobre el puerto aparecía despejado. Alrededor suyo toda la floresta centelleaba por efecto del reflejo de la luz sobre la nieve. El «206», con las ventanillas y el parabrisas bien limpios, se encontraba en el centro del hangar. En su interior no parecía que hubieran tocado nada, salvo que el estuche de mapas se encontraba en una bolsa lateral, y no en el asiento junto a él, donde lo llevaba habitualmente. Inició una revisión previa al vuelo cori extrema minuciosidad.

—Apresúrese, por favor —dijo Rakoczy.

—Desde luego. —Pettikin hizo una gran exhibición de apresuramiento, aun cuando, en realidad, seguía con su examen, concentrados todos sus sentidos en intentar descubrir un sabotaje sutil o, incluso, alguno burdo. Comprobó la gasolina, el aceite, todo. Era consciente, e incluso casi podía palpar el nerviosismo de los otros. Seguía sin haber nadie más en la base. Pudo ver el «212» en el hangar, con las partes del motor todavía sin instalar. Los repuestos que él llevara aparecían colocados ordenadamente sobre un banco cercano.

—Ahora, ya está listo —dijo Rakoczy a modo de orden—. Suba, repostará en Bandare Pahlevi como lo hiciera antes. —Se volvió hacia los otros, los abrazó y se instaló en el asiento de la derecha—. Póngase en marcha y vayámonos pronto. Viajaré con usted hasta Teherán.

Sujetó la metralleta con fuerza entre las rodillas, se abrochó el cinturón, cerró la portezuela con cuidado y después, cogiendo los auriculares que tenía a su espalda se los encasquetó. Resultaba evidente que estaba familiarizado con el interior de una carlinga.

Pettikin se dio cuenta de que los otros dos se habían colocado en posición de defensa, vueltos hacia la carretera. Presionó el botón para poner en marcha el motor. Pronto, su ruido normal y el hecho de que Smith se encontrara a bordo, lo que descartaba toda posibilidad de sabotaje, le despejó la cabeza.

—Allá vamos —dijo a través del «micro». Se elevó con un rápido deslizamiento, se ladeó suavemente y siguió ascendiendo en dirección al puerto de montaña.

—Formidable —dijo Rakoczy—. Realmente formidable. Pilota muybien.

Como por casualidad, se colocó la metralleta sobre las rodillas, con la boca del cañón apuntando a Pettikin.

—Ponga el seguro..., o no volaré.

Rakoczy vaciló. Finalmente, hizo lo que el otro exigía. —Reconozco que es peligroso cuando se vuela.

A ciento ochenta metros, Pettikin niveló el aparato. Después, bruscamente, bajó en picado y voló de nuevo en dirección al campo.

—¿Qué hace?

—Me estoy orientando.

Confiaba en la circunstancia de que aunque Smith se encontraba en la carlinga como en su casa, no fuese capaz de pilotar un «206» ya que, de lo contrario, él se hubiera hecho cargo del helicóptero. Pettikin miraba hacia abajo, escudriñando en busca de algo que justificara el nerviosismo del hombre y su apresuramiento por salir de allí. El campo no parecía haber sufrido variación alguna. Cerca de la intersección de la angosta carretera que salía de la base con la general, que se prolongaba al Noroeste en dirección a Tabriz, había dos camiones. Ambos se dirigían a la base. Desde aquella altura pudo comprobar fácilmente que se trataba de camiones del Ejército.

—Voy a tomar tierra para ver lo que quieren —dijo.

—Si lo hace tendrá muchos sufrimientos y mutilación permanente —dijo Rakoczy sin inmutarse—. Diríjase a Teherán, por favor, pero antes vayamos a Bandare Pahlevi.

—¿Cuál es su verdadero nombre? —Smith.

Pettikin no insistió más. Dio la vuelta y siguió la carretera hacia el Sureste en dirección a Teherán, sobrevolando el puerto y haciendo tiempo..., confiando en que en algún punto de la ruta le llegaría su momento a él.

Torbellino
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