CAPÍTULO LXIX
En la glacial oscuridad, Sharazad permanecía junto a la falange de Green Bands, protegiendo el frente de la gran muchedumbre de islámicos vociferantes. Iban muy juntos, salmodiando al unísono «Allahhhh-u Akbarrrr». Era una barrera viviente frente a los dos o tres mil aulladores estudiantes y agitadores izquierdistas que avanzaban por la calle. Linternas y antorchas encendidas, algunos coches incendiados, armas, garrotes, porras de madera. Sus dedos se aferraron a la automática que llevaba en el bolsillo, mientras que en el otro tenía preparada la granada.
—¡Dios es grande! —gritó con fuerza.
El enemigo se acercaba rápidamente. Sharazad pudo ver sus puños cerrados, al tiempo que el tumulto aumentaba en ambos lados, los gritos eran más roncos, los nervios más exacerbados, disparadas ya las esperanzas.
—No hay más Dios que Dios...
Sus enemigos estaban tan cerca que podía verles las caras. De repente, se dio cuenta de que no eran una multitud de revolucionarios satánicos, al menos no todos ellos, sino estudiantes en su gran mayoría, hombres y mujeres de su misma edad; ellas, desafiantes y valientes, sin chador, reclamaban a voces los derechos de la mujer, el voto y todas aquellas cosas concedidas por Dios, por las que tanto habían luchado y a las que no estaban dispuestas a renunciar.
Sharazad se sintió transportada de nuevo a la embriagadora excitación de la «Marcha de las Mujeres», todas vestidas con sus mejores atuendos, el cabello suelto, ellas tan libres como su cabello, con libertad y justicia para todo el mundo en su nueva República islámica donde ella, el hijo que esperaba y Tommy pudieran vivir felices por siempre. Pero también, frente a ella, se encontraba el fanático que enarbolaba un cuchillo y se disponía a desgarrar el futuro, mas eso carecía de importancia porque su Ibrahim lo había evitado, Ibrahim, el líder estudiante, se encontraba allí para salvarla. «¡Oh, Ibrahim!, ¿estás aquí esta noche, dirigiéndoles ahora como hiciste con nosotros? ¿Te encuentras aquí, luchando una vez más por la libertad, la justicia, los derechos de la mujer..., o fuiste martirizado en Kowiss como anhelabas? ¿Mataste a tu demonio, a ese mollah hipócrita que asesinó a tu padre, como el mío, que también fue asesinado?»
«Pero..., pero mi padre fue asesinado por islámicos, no por izquierdistas —se dijo, perpleja—. Y el Imán sigue mostrándose implacable en todo momento como ocurría en tiempos del Profeta... Y Meshang... Y Tommy, obligado a irse. Y el divorcio obligado. Y el matrimonio obligado con ese repugnante viejo. ¡Y sin derechos!
—¿Qué estoy haciendo aquí? —jadeó entre todo aquel pandemónium—. Debería estar ahí enfrente, con ellos, debería estar ahí con ellos, no aquí..., no, no, ¡eso tampoco! ¿Y qué pasará con mi niño, con el hijo que espero? Es peligroso para él y...
En alguna parte, alguien disparó una pistola, luego otras y la matanza se hizo general. Los que iban en cabeza intentaron retirarse, pero los de atrás trataban de tomar parte en la lucha. En derredor de Sharazad se produjo una descabellada oleada. Sintió que la estrujaban y la arrastraban, sin que sus pies apenas tocaran el suelo. A su lado, una mujer chilló, y cayó a tierra bajo todos aquellos pies. Un viejo se tambaleó y desapareció al caer, murmurando el Chahada, y casi arrastrándola a ella. El codo de alguien se hundió en el estómago de Sharazad que gritó de dolor, y su miedo se convirtió en terror.
—¡Tommyyyyy! ¡Ayúdameeeee! —chilló.
Delante, a unos cien metros más o menos, Tom Lochart se encontraba estrujado contra el escaparate de una tienda por los estudiantes que se manifestaban. Llevaba el abrigo desgarrado, la gorra de visera le había desaparecido y se sentía más desesperado de lo que jamás en su vida había estado. Llevaba horas de búsqueda entre los grupos de estudiantes; esperaba, contra toda esperanza, encontrarla, seguro de que Sharazad se encontraba en alguna parte entre ellos. ¿A qué otro sitio podría haberse dirigido? Seguro que no habría sido al apartamento de de ese estudiante, el que Shari dijo que ella había conocido, aquel Ibrahim o como quiera que se llamase y que no significaba nada para Sharazad. «Más valdría que estuviera allí y no aquí —se dijo desesperado—. ¡Haz que la encuentre, Dios mío!
Pasaban mujeres entonando salmodias, en su mayoría vestidas al estilo occidental, jeans, chaquetas. Y en ese momento la vio. Luchó por acercarse pero pudo comprobar que, una vez más, se había equivocado. Se excusó y se abrió camino hacia un lado, seguido de algunas maldiciones. Entonces creyó verla en el lado más alejado de la calle, fue hacia allá mas era un nuevo error. La joven llevaba una indumentaria para esquiar semejante a la de Sharazad, casi el mismo peinado y era más o menos, de su misma edad. Pero enarbolaba un estandarte islámico-marxista. Tom aguijoneado por su decepción, la maldijo, y la aborreció por su estupidez. Los gritos de una y otra parte, le llegaban de tal manera enloquecidos que le excitaban y hubiera querido coger una porra y comenzar a aplastar toda la maldad que había en ellos.
«¡Ayúdame a encontrarla, Dios mío!»
—Dios es grande —musitó, y aunque estaba frenético de preocupación por Sharazad, sintió al mismo tiempo, que su corazón se remontaba. «Si me convierto en musulmán, eso lo cambiará todo. Me aceptarán, seré uno de ellos; podré ir en el Hajj a La Meca, y adorar a Dios en cualquier mezquita, el color o la raza no significa nada para Él. Sólo las creencias. Creo en Dios y que Mahoma fue el Profeta de Dios, no seré fundamentalista, o chiíta. Seré sunnita ortodoxo. Buscaré un profesor y estudiaré y aprenderé árabe. Y volaré para "IranOil" y el nuevo régimen, y seremos felices Sharazad y yo...»
Una pistola disparó cerca de él, las llamas de una barricada de neumáticos ardiendo se alzaron al cielo. Mientras pequeños grupos de estudiantes se arrojaban chillando contra las filas de los Green Bands, empezaron a oírse más disparos y ya toda la calle se había convertido en un hervidero de gritos y cuerpos que caían siendo pateados los más débiles. Una falange de jóvenes enloquecidos lo arrastró a la lucha con ellos.
A ochenta metros de distancia, Sharazad gritaba, luchaba por su vida y a puntapiés, empujones y codazos intentaba abrirse camino hacia el borde de la manifestación donde podría encontrar una cierta seguridad. Alguien le había desgarrado el chador y ya no tenía el turbante. Estaba llena de contusiones y sentía un fuerte dolor en el estómago. Cuantos la rodeaban se habían convertido en una muchedumbre aulladora y enloquecida, que avasallaba a quienes ofrecían alguna resistencia, todos por cuenta propia pero amparados en la bestialidad general. La cruenta batalla proseguía sin saber nadie quién era amigo o enemigo, salvo los mollahs y los Green Bands que gritaban en un inútil intento de controlar a las masas. Con un rugido ensordecedor, la muchedumbre islámica vaciló un momento, luego avanzó. Los débiles cayeron y fueron aplastados. Hombres y mujeres. Chillidos, alaridos, gritos y pandemónium, todos invocando a su propia versión de Dios.
Los estudiantes luchaban desesperadamente pero fueron avasallados. Sin dar tregua. Muchos cayeron y fueron pisoteados. Los que quedaban se dividieron, y la fuga desordenada empezó, y, entonces, ambas partes se entremezclaron.
Lochart recurrió a su mayor altura y fuerza para abrirse camino hasta un lateral y en aquellos momentos se encontraba entre dos coches, protegido de todos ellos por el momento. A pocos metros de allí vio una callejuela, pequeña y medio oculta, que conducía a una mezquita medio derruida donde habría santuario. Una enorme explosión se produjo más adelante cuando el tanque de un coche estalló, lanzando llamas en todas las direcciones. Los más afortunados resultaron muertos en ese mismo instante, los heridos empezaron a gritar desesperadamente. Le pareció ver a Sharazad a la luz del incendio, pero un grupo de muchachos que huía chocó contra él como un enjambre, y descargaron un puñetazo sobre su espalda... otros lo apartaron a la fuerza de su camino, y cayó bajo las botas de los que corrían.
Sharazad, a sólo treinta metros de él, con el cabello alborotado y la ropa desgarrada seguía aprisionada por la multitud, arrastrada por ese monstruo en el que las masas se convierten, mientras gritaba pidiendo ayuda, sin que nadie la oyera o le hiciera caso.
—¡Tommyyyyy..., ayúdame...!
Por un instante, se hizo un claro entre la multitud. Sharazad se lanzó hacia aquel hueco, y se abrió paso a duras penas en dirección a las tiendas cerradas y a los coches aparcados. El tumulto decrecía. Los brazos se extendían haciendo espacio para respirar, se limpiaban las manos del sudor y la suciedad y los hombres podían ver a quienes tenían al lado.
—Tú, ramera comunista, maldita de Dios —le gritó el hombre que se encontraba en su camino, con los ojos desorbitados por la rabia que lo dominaba.
—No lo soy, no lo soy. Soy musulmana —jadeó Sharazad.
Mas las manos del hombre la habían sujetado por la chaqueta de esquiar que tenía la cremallera rota. Por la abertura, le cogió un seno.
—¡Ramera! Las mujeres musulmanas no se pavonean, las mujeres musulmanas llevan chador...
—Lo he perdido..., me lo arrancaron —chilló Sharazad.
—¡Ramera! ¡Que Dios te maldiga! Nuestras mujeres llevan chador.
—¡Lo he perdido! ¡Me lo arrancaron! —volvió a gritar mientras trataba de soltarse—. No hay más...
—¡Ramera! ¡Puta! ¡Satánica! —vociferó el hombre muy cerca de ella. Estaba enloquecido y su deseo se inflamó más al tacto de su seno a través de la blusa de seda y de la combinación. Sus dedos se engarfiaron en la seda y la desgarraron; ahora, ya tenía su redondo seno en la mano mientras que con la otra la arrastraba hacia sí para someterla y estrangularla después mientras ella le daba puntapiés y gritaba en el colmo del terror. Los que estaban cerca se mofaban de ellos y otros se quitaban de en medio, pues resultaba difícil ver en la oscuridad, rasgada por el resplandor de los incendios, sin saber lo que ocurría, sólo que algún hombre había cogido a una ramera izquierdista en las filas de los Creyentes.
—Por Dios que no es una izquierdista, la he oído clamar por el Imán... —dijo alguien, pero los gritos en derredor acallaron su voz.
Hubo otro foco de lucha y los hombres avanzaron para ayudar o se abrieron paso a codazos para alejarse, y allí se quedaron él y ella, juntos.
Sharazad luchó con uñas, pies y voz, atragantada por el aliento de él y sus obscenidades. Con un esfuerzo supremo, llamó a Dios en su ayuda, trató de retroceder, mas le fue imposible y, en ese instante, se acordó de su pistola. La agarró con una mano, apretó el cañón contra el hombre y tiró del gatillo. El hombre aulló, con el bajo vientre desgarrado y los genitales fuera, para acabar desplomándose al suelo sin dejar de gritar. Alrededor de ella se hizo un repentino silencio. Y espacio. Sharazad sacó la mano de su bolsillo empuñando el arma todavía. Un hombre, cerca de ella, se la quitó.
Con mirada atónita se quedó mirando a su atacante, que se retorcía y profería lamentos en el suelo.
—Dios es grande —tartamudeó. Entonces se dio cuenta del estado en que se encontraba y se ciñó la chaqueta al cuerpo al tiempo que alzaba la mirada, viendo todo el odio que la rodeaba—. Me estaba atacando... Dios es grande, Dios es grande...
—Lo dice por decir, es una izquierdista... —dijo una mujer con acento de odio.
—Mirad su ropa, no es una de las nuestras...
A sólo unos metros de distancia, Lochart lograba ponerse en pie. Le dolía espantosamente la cabeza, los oídos le silbaban y apenas era capaz de ver o de oír nada. Se irguió con un gran esfuerzo, y fue abriéndose camino con dificultad hacia la oscura entrada de la callejuela, buscando la seguridad. Otros habían tenido la misma idea y la entrada estaba atascada. Entonces fue cuando distinguió la voz de ella entre todos aquellos gritos. Dio media vuelta.
La vio acorralada, contra un muro, rodeada por una agresiva muchedumbre, las ropas desgarradas, una de las mangas de su chaqueta colgando, con la mirada muy fija y una granada en la mano. En aquel momento, un hombre iniciaba un movimiento en su dirección, Sharazad quitó el seguro y el hombre se quedó inmóvil. Todo el gentío empezó a retroceder. Lochart rompió el cordón que la rodeaba hasta llegar a ella. Le cogió la granada y mantuvo baja la palanca.
—¡Alejaos de ella! —rugió en farsi, poniéndose delante de Sharazad para protegerla—. Es musulmana, hijos de perro. Es musulmana y es mi mujer. También yo soy musulmán.
—¡Por Dios que tú eres un extranjero y ella una izquierdista! Lochart se abalanzó sobre el hombre y descargó el puño armado con la granada contra su boca, el golpe le rompió la mandíbula.
—¡Dios es grande! —vociferó Lochart.
Algunos se hicieron eco de su grito, quienes no le creían no dijeron nada, temerosos de él pero mucho más de su granada. Manteniéndola fuertemente abrazada con el brazo libre, Lochart la condujo, prácticamente arrastrándola, hasta llegar a la primera fila del círculo. Él seguía con la granada preparada.
—Dejadnos pasar, por favor, Dios es grande. La paz sea con vosotros. —La primera fila se le abrió, y luego la siguiente y, poco a poco, la gente le fue abriendo paso mientras él murmuraba—: Dios es grande... la paz sea con vosotros —hasta que hubo roto el cordón.
Se encontraron ante la atestada callejuela, y entraron en ella tropezando con la suciedad y los baches, empujando aquí y allá a la gente en la oscuridad. En el exterior de la mezquita que tenía enfrente había algunas luces encendidas. Lochart se detuvo junto a la fuente, rompió el hielo y se echó agua al rostro con el cuenco de la mano. En su cabeza reinaba la confusión.
—¡Cristo! —musitó. Y se echó más agua.
—¡Ah, Tommyyyyy! —exclamó Sharazad, su voz muy lejana y extraña. Estaba a punto de derrumbarse—. ¿De dónde has venido, de dónde...? ¡Estaba tan..., estaba tan asustada, tan asustada!
—Y yo también —balbuceó él resultándole difícil emitir las palabras—. Hace horas que te busco, cariño. —La mantuvo apretada contra él—. ¿Estás bien?
—Sí, sí. —Sus brazos lo abrazaron con fuerza, con el rostro apretado contra su hombro.
Sonaron disparos. Más gritos procedentes de la calle. De manera instintiva, la apretó aún más contra él, aunque tenía la impresión de que allí no corrían peligro. Entre las sombras apenas se veía al gentío que iba pasando, casi a oscuras. Los disparos fueron alejándose y el clamor de la muchedumbre disminuyó.
«Por fin estamos a salvo. No, todavía no. Todavía tenemos la granada.» Carecía de seguro, no había forma de neutralizarla, de volverla inofensiva. Por encima de la cabeza de Sharazad y de las de los transeúntes, vio un edificio semiderruido por el fuego, junto a la mezquita que había al otro lado de la pequeña plaza. «Puedo librarme de ella sin peligro alguno», trató de convencerse a sí mismo, aunque no era capaz todavía de pensar con claridad. Seguía con Sharazad fuertemente abrazada a él y él hacía acopio de fuerzas con aquel abrazo. El gentío iba aumentando y ya la callejuela estaba abarrotada. Hasta que aquello se aclarara un poco sería difícil y peligroso librarse de la granada a través de la plaza, de manera que se acercó más a la fuente donde la oscuridad era más densa.
—No te preocupes. Esperaremos un segundo y luego seguiremos adelante —le habló en inglés, en voz queda..., tenían tanto que decirse, tantas preguntas que hacer...—. ¿Estás segura de que te encuentras bien?
—Sí, sí, claro que sí. ¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo? ¿Cuándo has vuelto? ¿Cómo me has encontrado?
—Volé..., volé anoche de regreso y fui directamente a la casa, pero te habías ido. —No pudo contenerse por más tiempo—. Me he hecho musulmán, Sharazad.
Ella lo miró boquiabierta.
—Pero..., pero eso fue sólo una treta, una treta para alejarte de ellos.
—No, lo juro. De veras me he convertido. Lo juro. Dije el Chahada delante de tres testigos, Meshang, Zarah y Jari. Y creo. De veras creo. Ahora, todo irá bien.
Se desvaneció la incredulidad de Sharazad al ver el gozo de él, su voz contándole una y otra vez lo ocurrido.
—Es realmente maravilloso, Tommy —dijo fuera de sí por la felicidad aun cuando, al mismo tiempo, absolutamente segura de que, para ellos nada cambiaría. «Nada hará cambiar a Meshang —se dijo—. Él encontrará siempre alguna forma de destruirnos, sea o no Creyente mi Tommy. Nada cambiará, seguirá el divorcio, seguirá el matrimonio. A menos...»
Sus temores se desvanecieron.
—¿Podemos irnos de Teherán esta noche, Tommy? ¿Podemos huir esta noche, cariño?
—No es necesario, ahora ya no. Tengo planes maravillosos. Me despediré de «S-G». Ahora que ya soy musulmán me puedo quedar y pilotaré para «IranOil», ¿no lo comprendes?
Ambos se habían olvidado del gentío, aunque aquello se hallaba tan atestado ya que apenas podían moverse. Estaban ansiosos por encontrarse en casa.
—No tienes de qué preocuparte, Sharazad.
Alguien tropezó con ellos y los increpó, luego otro, empezaban a invadir su pequeño santuario. Sharazad le vio empujar a un hombre para apartarle y otros empezaron a maldecir. Rápidamente le cogió de la mano y tiró de él en dirección al río de gente.
—Vámonos a casa, marido —dijo en voz alta en farsi y con voz tosca, alertándole, sujetándole con fuerza—. Habla en farsi —musitó. Luego en tono algo más alto—: Aquí no estamos seguros y hablaremos mejor en casa.
—Sí, sí, mujer. Será mejor que nos vayamos a casa.
Era mejor y más seguro caminar, y Sharazad estaba allí y mañana se resolverían los problemas de mañana. Esa noche tomarían un baño y dormirían y comerían y volverían a dormir sin ensoñaciones, o tan sólo las felices.
—Si quisiéramos irnos esta noche en secreto, ¿podríamos, Tommy? Dime, Tommy, ¿podríamos?
—Sí, sí, supongo que sí —respondió él, exhausto. Y le dijo cómo, deteniéndose y poniéndose de nuevo en marcha con el resto de los peatones mientras la calleja se hacía cada vez más angosta, más claustrofóbica a cada momento que pasaba.
Sharazad rebosaba de contento, completamente segura de poder convencerle. Mañana se irían. «Mañana por la mañana recogeré mis joyas. Le diremos a Meshang que nos reuniremos con él en el bazar a la hora del almuerzo, pero para entonces estaremos volando hacia el Sur en el aparato de Tommy. Puede trabajar en los Estados del Golfo o en Canadá o en cualquier otra parte. Ser musulmana y canadiense no tiene importancia, nadie se entromete, me dijeron cuando fui a la Embajada. Y pronto, dentro de un mes o así, regresaremos a casa en Irán y viviremos aquí para siempre.»
Satisfecha, se apretó más contra él, ocultos entre la multitud y por la oscuridad, sin sentir ya temor alguno, segura de que su futuro sería maravilloso. «Ahora que Tommy es Creyente irá al Paraíso, Dios es grande, Dios es grande, y yo también iré y detrás de nosotros dejaremos hijos e hijas. Y luego, cuando seamos viejos, si él muere antes, el cuadragésimo día, me aseguraré de que su espíritu sea perfectamente recordado y después maldeciré a su mujer más joven o a sus mujeres e hijos, pondré mis asuntos en orden y esperaré tranquilamente a reunirme con él... cuando Dios quiera.»
—Te amo tanto, Tommy, y no sabes cuánto siento que hayas tenido todas estas preocupaciones... por mi culpa...
Estaban desembocando de la calleja a la calle. La muchedumbre era todavía densa, desbordándose por la carretera y entre la circulación. Todos caminaban ligeros, hombres, mollahs, mujeres, Green Bands, jóvenes y viejos, bien aprovechada la noche haciendo el trabajo de Dios.
—Allah-u Akbar —gritó alguien, siendo coreadas las palabras una y mil veces por millares de gargantas.
Delante de ellos, un conductor impaciente patinó, empujando con el coche a algunos peatones, que dieron contra otros, los cuales, a su vez, hicieron caer a otros, y sonaron maldiciones y risas. Entre ellos se encontraban Sharazad y Lochart, pero ninguno resultó herido. Lochart amortiguó la caída de ella y ambos permanecieron un momento en el suelo riendo, todavía con la granada apretada con fuerza en la mano. No oyeron el siseo de alerta. Sin darse cuenta, Lochart había aflojado por un instante la espoleta al caer ambos, pero fue más que suficiente. Durante un lapso infinito de tiempo él le sonrió a ella y ella le sonrió a él.
—Dios es grande —dijo ella y él se hizo eco con la misma confianza. Y en ese mismo instante, murieron.