CAPÍTULO LI
Mclver conducía a lo largo de la desierta carretera de circunvalación, por el exterior de la verja de alambre de espino del aeropuerto militar. Los guardabarros estaban muy abollados y tenían muchas más muescas que antes. Uno de los faros aparecía resquebrajado y toscamente reparado, y faltaba el cristal rojo de uno de los faros traseros, pero el motor seguía ronroneando suavemente y los neumáticos de nieve rodaban firmes sobre el pavimento. La nieve se amontonaba en ambas lindes de la carretera. Ni un rayo de sol atravesaba el cielo encapotado, muy bajo, apenas cuatrocientos metros salvo al pie de las colinas del Norte. Hacía frío e iba retrasado.
En el interior de su parabrisas llevaba un gran permiso verde y, al verlo, el abigarrado grupo de Green Bands y los policías de las Fuerzas Aéreas apostados cerca de la verja le hicieron señas de que siguiera adelante, luego, volvieron a arracimarse alrededor de la hoguera encendida para calentarse. Enfiló hacia el hangar de «S-G». Antes de llegar a él, Tom Lochart salió por una puerta lateral interceptándolo.
—Hola, Mac —dijo, subiendo rápidamente. Vestía la indumentaria de vuelo y todavía llevaba el maletín porque acababa de llegar de Kowiss. —. ¿Cómo está Sharazad?
—Siento llegar tan tarde, la circulación era terrible.
—¿La has visto?
—No, todavía no —dijo, notando al punto la tensión de Lochart—. He vuelto a ir esta mañana temprano. Abrió la puerta un sirviente pero no pareció entenderme... Te llevaré allí tan pronto como pueda. Giró en dirección a la verja—. ¿Qué tal por Zagros?
—Asqueroso. Te informaré dentro de un momento —respondió Lochart presuroso—. Antes de irnos hemos de presentarnos ante el comandante en jefe de la base.
—¿Sí? ¿Por qué? —Mclver puso el freno.
—Dejaron un mensaje al empleado de que cuando tú llegaras hoy te presentaras ante el comandante en jefe. ¿Algún problema?
—Ninguno que yo sepa —embragó y se dio media vuelta. «¿Y ahora qué?», se dijo, tratando de dominar su ansiedad.
—¿Podría tratarse del «HBC»?
—Esperemos que no.
—¿Qué le ha pasado a Lulú? ¿Te diste un tortazo?
—No, tiene que agradecérselo a unos vándalos callejeros —dijo McIver sin dejar de pensar en el «HBC».
—Cada día que pasa la cosa se pone más fea. ¿Alguna noticia de Erikki?
—Nada. Se ha esfumado, sencillamente. Azadeh se pasa el día sentada junto al teléfono de la oficina.
—¿Sigue viviendo todavía en tu casa?
—No, regresó a su apartamento el sábado —McIver se dirigía hacia los edificios al otro lado de la pista—. Háblame de Zagros. —Escuchó sin hacer el menor comentario hasta que Lochart hubo terminado—. Terrible. ¡Realmente terrible!
—Sí, pero el Khan Nitchak no dio la señal de que nos derribaran. De haberlo hecho, se habría salido con la suya. Hubiera sido condenadamente difícil tirar por tierra su historia de los «terroristas». De cualquier forma, cuando llegamos a Kowiss, nos encontramos que Duke y Andy habían tenido un altercado con Hotshot. —Lochart le contó lo ocurrido—. A pesar de todo, parece que la treta ha dado resultado. Ayer Duke y Pop transportaron el «212» a Rudi y esta mañana Eco Tango Lima Lima volvió por el cuerpo de Jordon.
—Eso sí que ha sido terrible. Me siento responsable de la muerte del viejo Effer.
—Supongo que a todos nos pasa lo mismo —delante de ellos pudieron ver el edificio del cuartel general, con los centinelas apostados junto a la puerta—. Todos nos concentramos y subimos el féretro a bordo, el joven Freddy tocó una elegía con su gaita. No podíamos hacer mucho más. Pero lo realmente curioso del caso fue que el coronel Changiz envió un guardia de honor de las Fuerzas Aéreas y nos proporcionó un ataúd decente. Los iraníes son extraños, muy extraños. Parecían sentirlo de verdad —Lochart hablaba de forma automática, enfermo de ansiedad ante tantos retrasos..., debiendo esperar en Kowiss y el ATC hostigándole, luego, sin disponer de transporte y teniendo que esperar interminablemente a que Mclver llegara y ahora, un nuevo retraso. ¿Qué le habría pasado a Sharazad?
Se encontraban ya cerca del edificio de oficinas que albergaba la suite del comandante en jefe de la base y la residencia de oficiales donde ambos pasaron tan buenos ratos en épocas anteriores. Doshan Tappeh había sido una base de élite, el Sha mantenía allí parte de su flota privada de jets y su «Fokker Friendship». Ahora, los muros del edificio de dos plantas aparecía acribillado a balazos y destrozado aquí y allá por el fuego de Artillería, la mayoría de las ventanas habían desaparecido y algunas aparecían clavadas con tablas. Afuera, varios Green Bands y soldados de las Fuerzas Aéreas con descuidada indumentaria paseaban por delante a manera de centinelas.
—La paz sea contigo. Su Excelencia McIver y Lochart para ver al comandante en jefe del campamento —dijo Lochart en farsi. Uno de los Green Bands les indicó que pasaran—. ¿Dónde está la oficina, por favor?
—Dentro.
Subieron los escalones que conducían a la puerta principal, la atmósfera pesada con el olor a fuego cordita y desagües. En el preciso momento que alcanzaban el último peldaño, la puerta de entrada se abrió violentamente y un mollah salió apresurado seguido de varios Green Bands que llevaban entre ellos, prácticamente arrastrándolos, a dos oficiales jóvenes de las Fuerzas Aéreas con las manos atadas y los uniformes desgarrados y sucios. Lochart se sobresaltó al reconocer a uno de ellos.
—¡Karim! —gritó y en aquel momento también McIver reconoció al joven.
Era Karim Peshadi, el adorado primo de Sharazad, el hombre al que él había pedido que intentara retirar de la torre la autorización para el «HBC»
—¡En nombre de Dios, Tom, diles que no soy un espía ni un traidor! —gritó Karim en inglés—. ¡Díselo, Tom!
—Excelencia —dijo Lochart en farsi al mollah—, seguramente debe haber algún error. Este hombre es el capitán piloto Peshadi, partidario leal del Ayatollah y sup...
—¿Quién eres tú? —preguntó el mollah, un hombre de ojos oscuros, bajo y macizo—. ¿Americano?
—Me llamo Lochart, Excelencia. Soy canadiense, piloto de «IranOil» y éste es el jefe de nuestra compañía, que está al otro lado del aeropuerto, el capitán McIver, y...
—¿Cómo es que conoces a este traidor?
—Estoy seguro de que ha habido un error, Excelencia. Es imposible que sea un traidor. Le conozco bien porque es primo de mi mujer de manera que...
—¿Tu mujer es iraní?
—Sí, Excel...
—¿Eres musulmán?
—No, Excelen...
—Pues lo mejor será que se divorcie de ti y así salvará su alma de la contaminación. Hágase la Voluntad de Dios. No ha habido error respecto a estos traidores. Ocúpate de tus asuntos, Excelencia.
El mollah hizo una seña a los Green Bands. De inmediato, bajaron los escalones, arrastrando a los dos jóvenes oficiales que lanzaban gritos de inocencia. Luego, siguió su camino hacia la puerta principal.
—Excelencia —le dijo Lochart con tono urgente cuando le alcanzó—, por favor, en Nombre del Único Dios, sé bien que este joven es leal al Imán, un buen musulmán y un patriota de Irán. Sé a ciencia cierta, que fue uno de los que lucharon contra los Inmortales aquí, en Doshan Tappeh, y ayudó a la revol...
—¡Ya basta! —exclamó el mollah cuya mirada se endureció aún más si cabía—. Esto no es asunto tuyo, extranjero. Los extranjeros no gobiernan ya, ni las leyes extranjeras, ni un Sha dominado por los extranjeros, Tú no eres iraní, ni juez ni legislador. Estos hombres han sido juzgados y condenados.
—Suplico tu paciencia, Excelencia, pero tiene que haber algún error..., debe de...
Lochart se volvió, rápido, al oírse una sucesión de disparos. Abajo, los centinelas dirigían su vista hacia unos barracones y edificios, al otro lado de la carretera. Desde su posición en el último escalón, Lochart no podía ver lo que ellos estaban mirando. Después los Green Bands reaparecieron por detrás de uno de los barracones, colgándose las armas al hombro. Volvieron a subir la escalera en tropel. El mollah les indicó que entrasen.
—La ley es la ley —dijo al tiempo que observaba a Lochart con fijeza—. La herejía debe extirparse. Ya que conoces a su familia puedes decirles que supliquen el perdón de Dios por tener semejante hijo.
—¿De qué se supone que era culpable?
—No se «supone», Excelencia —le corrigió el mollah con ribetes de ira en su tono—. Karim Peshadi admitió francamente que había robado un camión y abandonado la base sin permiso; admitió sin ambages que se había incorporado a una manifestación prohibida; declaró estar en abierta oposición de nuestro futuro Estado islámico absoluto; se manifestó disconforme por completo con la abolición de la Ley de Matrimonio anti-islámica; abogó abiertamente por leyes contrarias a la ley islámica, denostó, hasta la cerrazón, la infalibilidad absoluta del Corán, criticó, con todo descaro, el derecho del Imán a ser faqira..., a Él que está por encima de la ley y es el árbrito supremo de ella... —calló, recogiéndose con fuerza la túnica para protegerse contra el frío—. La paz sea contigo —Dicho lo cual, entró de nuevo en el edificio.
Por un momento, Lochart se quedó sin habla. Después, explicó a McIver cuanto le había dicho.
—¿Sospechoso de sabotaje, Tom? ¿Acaso lo sorprendieron en la torre? —¿Qué importa ya? —dijo Lochart con amargura—Karim está muerto..., por crímenes contra Dios.
—No, muchacho —repuso cariñosamente McIver—, no contra Dios, sino contra la versión de ellos de la verdad, dicha en el Nombre del Dios que jamás conocerán.
Tras lo cual, se cuadró de hombros y entró el primero en el edificio. Por fin, encontraron el despacho del comandante en jefe de la base y les hicieron pasar.
Ante la mesa de escritorio se encontraba sentado un comandante y, junto a él, el mollah. Sobre sus cabezas la única decoración en aquella sala pequeña y desordenada era una gran fotografía de Jomeiny.
—Soy el comandante Betami, Mr. McIver —dijo el hombre en inglés, con energía—. Y éste es el mollah Tehrani. —Luego mirando a Lochart, empezó a hablar en farsi—. Como Su Excelencia Tehrani no habla inglés, usted traducirá para mí. Su nombre, por favor.
—Lochart, Capitán Lochart.
—Siéntense, por favor. Los dos. Su Excelencia dice que está usted casado con una iraní. ¿Cuál es su nombre de soltera?
La mirada de Lochart se endureció.
—Mi vida privada es eso, privada, Excelencia.
—No cuando se trata de un piloto de helicópteros extranjero en plena revolución islámica contra la dominación extranjera —dijo enfadado el comandante—. Como tampoco cuando se trata de alguien que conoce a traidores al Estado. ¿Tiene algo que ocultar capitán?
—No, no, claro que no.
—Entonces, responda a la pregunta, por favor.
—¿Es de la Policía? ¿Con qué autoridad se...?
—Soy miembro del Comité de Doshan Tappeh —intervino el mollah—. ¿Prefiere que se le convoque oficialmente? ¿Ahora? ¿En este mismo instante?
—Lo que prefiero es que no se me interrogue sobre mi vida privada.
—Si no tiene nada que ocultar, puede contestar a la pregunta. Decídase, por favor.
—Bakavran —Lochart se dio cuenta de la reacción de los dos hombres ante aquel hombre. Sintió que se le revolvía el estómago.
—¿Jared Bakavran...? El mercader prestamista? ¿Una de sus hijas? —Sí.
—Su nombre, por favor.
Lochart contuvo su ira cegadora a duras penas, atizada por el asesinato de Karim. «¡Digáis lo que digáis es un asesinato!», ansiaba gritarles.
McIver había estado observando con atención.
—¿Qué es todo esto, Tom?
—Su Excelencia Sharazad.
—Nada, nada. Ya te lo explicaré luego.
El comandante tomó nota sobre una hoja de papel.
—¿Cuál es su relación con el traidor Karim Peshadi?
—Lo conozco desde hará unos dos años. Era uno de mis alumnos piloto. Es primo hermano de mi mujer..., era primo hermano de mi mujer y sólo puedo repetir que me resulta inconcebible que haya sido traidor a Irán o al Islam.
El comandante anotó algo más en el papel, haciendo chirriar con fuerza la pluma.
—¿Dónde se aloja, capitán?
—No... no estoy seguro. Últimamente estaba en la casa de Bakravan, cerca del bazar. Nuestro... nuestro apartamento ha sido requisado.
Se hizo un silencio tan absoluto en la sala que casi hacía sentir claustrofobia. El comandante terminó al fin de escribir y entonces cogió una hoja de notas mirando a McIver directamente.
—Primero, no podrá entrar ni salir helicóptero alguno extranjero en el espacio aéreo de Teherán sin autorización previa del cuartel general de las Fuerzas Aéreas.
Lochart lo tradujo y Mclver asintió sin inmutarse. Aquello no era nada nuevo, salvo por el hecho de que el Comité del Aeropuerto Internacional de Teherán acababa de establecer, de manera oficial, instrucciones escritas a favor del todopoderoso Comité Revolucionario en el sentido de que, tan sólo dicho Comité podía negar, revocar o conceder semejantes permisos. Mclver había recibido autorización para enviar su restante «212» y uno de sus «Alouttes» a Kowiss como «préstamo temporal», justo a tiempo, se dijo malhumorado, concentrando su atención en el comandante aunque preguntándose de qué habrían hablado en el rápido intercambio en farsi que acababa de mantener con Lochart.
—Segundo, nos entregarán una lista completa de todos los helicópteros que tienen en la actualidad bajo su control, junto con los números de los motores, y la cantidad y tipo de repuestos que tienen por helicóptero.
Lochart vio la mirada asombrada de McIver, aunque su mente seguía centrada en Sharazad y en por qué querrían saber dónde vivía y la relación de ella con Karim, escuchando apenas las palabras mientras traducía a uno y a otro.
—El capitán Mclver dice: «Muy bien, necesitaré algo de tiempo debido a las comunicaciones, pero le facilitaré la información tan pronto como me sea posible.»
—La quiero mañana.
—Si puedo tenerla para entonces, Excelencia, puede estar seguro de que la recibirá. La tendrá tan pronto como sea posible.
—Tercero, todos sus helicópteros que se encuentren en la zona de Teherán los reunirán aquí a partir de mañana, y, de ahora en adelante, sólo operarán desde aquí.
—Ciertamente, informaré a mis superiores de «IranOil» de su petición, comandante. De inmediato.
El comandante endureció el gesto.
—Las Fuerzas Aéreas son el árbitro de esto.
—Por supuesto. Informaré a mis superiores. ¿Es eso todo, comandante?
—Respecto al helicóptero... —intervino el mollah, que hubo de consultar una nota que había sobre la mesa delante de él. «HBC». Quer...
—¡«HBC»! —McIver desahogó su pánico en forma de justa ira de tal manera que a Lochart le resultaba difícil traducirle—. Las Fuerzas Aéreas de la base son las responsables de la seguridad, entonces, ¿cómo pudieron mostrarse tan negligentes hasta el punto de permitir que el «HBC» fuera robado? ¡Es algo que no logro entender! Una y otra vez me he quejado de tal negligencia, jamás aparecen centinelas, no hay policías durante la noche. ¡Un robo de un millón de dólares! Irremplazable. Estoy preparando una reclamación contra las Fuerza Aéreas por negligencia y...
—¡No fue culpa nuestra! —empezó a decir enfadado el comandante. Pero McIver no le prestó atención y siguió con su ofensiva, sin permitirle meter baza ni por un instante, como tampoco Lochart, que tradujo la retahíla de Mclver en las palabras y frases iraníes más adecuadas para un ataque absolutamente avasallador contra la alevosía de las Fuerzas Aéreas.
—... negligencia increíble, podría incluso decir traición y connivencia deliberada por parte de otros oficiales, para permitir que un americano desconocido se introdujera en el hangar bajo las mismas narices de nuestros supuestos guardianes, que uno de nuestros supuestos protectores le diera autorización de vuelo, permitiendo luego que llegara a perjudicar al gran Estado iraní. ¡Imperdonable! Desde luego, fue traición planeada de antemano por «personas desconocidas, oficiales de alto grado» tengo que...
—¿Cómo se atreve a insinuar que...?
—Por supuesto que tuvo que haber sido en connivencia con oficiales de las Fuerzas Aéreas... ¿Quiénes controlan la base? ¿Quiénes controlan la radio? ¿Quiénes se sientan en la torre? Nosotros mantenemos que las Fuerzas Aéreas son las responsables y estoy presentando la demanda al más alto nivel de «IranOil» exigiendo una restitución y... y la próxima semana, ¡la próxima semana solicitaré satisfacción ante el ilustre Comité Revolucionario y el propio Imán, Dios lo proteja! Y ahora, Excelencias, si nos perdonan, seguiremos ocupándonos de nuestros asuntos. ¡La paz sea con sus Excelencias!
McIver se dirigió hacia la puerta, seguido de Lochart, ambos hombres exudando adrenalina. Mclver se sentía fatal, el pecho le dolía.
—¡Esperad! —ordenó el mollah.
—¿Sí, Excelencia?
—¿Cómo explicas que el traidor Valik, que «resulta ser» socio de vuestra compañía y pariente de Bakravan, el usurero partidario del Sha, llegara a Esfahan en ese helicóptero para recoger a otros traidores, uno de los cuáles era el general Seladi, otro pariente de Jared Bakravan, suegro de uno de sus primeros pilotos?
Lochart sentía la boca muy seca mientras pronunciaba aquellas palabras condenatorias, pero McIver no vaciló en volver al ataque.
—No fui yo quien nombró al general Valik miembro de nuestra Junta, fue nombrado por iraníes de alto rango de acuerdo con las leyes por entonces vigentes. Nosotros no buscamos socios iraníes, fue la legislación iraní la que nos obligó a tenerlos, se nos impusieron a nosotros. Nada de eso tiene que ver conmigo. En cuanto al resto, Insha' Allah, la Voluntad de Dios.
Con el corazón golpeándole como un martillo, abrió la puerta y salió. Lochart terminó la traducción.
—Salaam. —Y salió a su vez.
—Todavía no ha terminado esto —gritó el comandante, mientras Lochart cerraba la puerta.
Estaban tumbados uno junto al otro sobre suaves alfombras, frente al fuego de leña que ardía en la acogedora habitación. Sharazad e Ibrahim Kyabi. No se rozaban siquiera, sólo miraban el fuego, escuchaban buena música moderna del casette, sumidos en sus pensamientos, plenamente conscientes el uno del otro.
—Tú, regalo del Universo —musitó él—; tú, la de los labios de rubíes y el aliento como vino; tú, lengua del Cielo...
—Vamos, Ibrahim —dijo ella riendo—, ¿qué significa eso de «lengua del Cielo»?
Ibrahim se incorporó, apoyándose sobre el codo, y la miró. Bendecía a In suerte que le había permitido salvarla de aquel fanático demente durante la «Marcha de las Mujeres», la misma suerte que pronto le llevaría hasta Kowiss para vengar el asesinato de su padre.
—Estaba citando el Rubaiyat —dijo con una sonrisa.
—No creo ni una palabra. Creo que te lo has estado inventando.
Sharazad le devolvió la sonrisa, y veló sus ojos de los destellos del amor de él, volviendo a clavar la mirada en los troncos encendidos.
Después de la primera «Marcha de Protesta», hacía ya seis días, hasta bien entrado ese atardecer, habían estado hablando, discutiendo sobre la revolución y encontrado un lazo común en el asesinato de sus respectivos padres. Los dos, frutos de la soledad en ese momento, no comprendidos por sus madres, que se limitaban a llorar sin sentir jamás el ansia de venganza. Sus vidas habían sufrido un cambio absoluto al igual que su país. Ibrahim ya no era Creyente, sólo en la fuerza y los fines del Pueblo. La fe de ella se tambaleaba, la ponía en tela de juicio por primera vez, y se preguntaba cómo era posible que Dios permitiera tanta maldad y todas las demás maldades que se avecinaban, la corrupción de la tierra y de su espíritu.
—Estoy de acuerdo, Ibrahim, tienes razón. ¡No nos hemos librado de un déspota para sufrir a otro! Tienes razón, cada vez es más evidente el despotismo de los mollahs —le había dicho—. Pero, ¿por qué Jorneiny ha de oponerse a los derechos que el Sha nos concedió, derechos razonables, por otra parte?
—Constituyen tus derechos inalienables como ser humano, no tiene que dártelos el Sha ni ningún otro... Al igual que tu cuerpo es tuyo, no un «campo para ser sembrado».
—Pero, ¿por qué se opone el Imán?
—No es un Imán, Sharazad, no es más que un ayatollah, un hombre y un fanático. Se opone porque está haciendo lo que los sacerdotes han hecho siempre a lo largo de la historia: utiliza su versión de la religión para drogar a la gente, para conseguir que pierda todo sentido, para mantenerla dependiente, inculta, para mantener a los mollahs en el poder. ¿Acaso no quiere que sólo los mollahs sean los responsables de la educación? ¿Acaso no afirma que sólo los mollahs entienden «la ley», estudian «la ley» tienen el conocimiento de «la ley»? ¡Como si sólo ellos fueran los poseedores de todo conocimiento!
—Jamás pensé en este asunto bajo esas perspectivas. Lo aceptaba todo, absolutamente todo. Sin embargo, tienes razón, Ibrahim, lo has expuesto con toda claridad para mí. Tienes razón, los mollahs sólo creen en lo que hay en el Corán... ¡como si lo que estuviera bien en la época del Profeta, la paz sea con él, fuera aplicable hoy día! Me niego a ser algo inerte, sin voto, y exijo el derecho a elegir...
Tenían tantas cosas en común. Él, un universitario moderno; ella, ansiando ser moderna pero insegura en su caminar. Compartían secretos y anhelos. Se comprendían mutuamente al instante pues utilizaban los mismos matices, pertenecían a la misma herencia..., él, tan semejante a Karim en su forma de hablar y en su aspecto que podrían ser hermanos.
Aquella noche, Sharazad había tenido un sueño inquieto y a la mañana siguiente había salido temprano y con sigilo para volver a encontrarse con él, bebiendo café, en un pequeño bar, cubierto con el chador para una mayor seguridad y discreción, riendo tanto juntos, sin razón o por múltiples razones, serios en ocasiones. Ambos, sabedores de las corrientes, no necesitaban hablar de ellas. Más tarde, la segunda «Marcha de Protesta», más grande y mejor que la primera, con escasa oposición.
—¿Cuándo tienes que volver, Sharazad?
—Le dije a madre que llegaría tarde, que iba a visitar a una amiga al otro extremo de la ciudad.
—Te llevaré allí de prisa, y puedes irte de prisa, y entonces, si lo deseas, podemos hablar algo más, o aún mejor, tengo un amigo que posee un apartamento y algunos discos maravillosos...
Eso había sido cinco días antes. En ocasiones, solía estar allí su amigo, otro líder de los estudiantes tudeh, u otros estudiantes de ambos sexos, no todos ellos comunistas..., sólo con ideas nuevas, intercambio libre, concepciones embriagadoras sobre la vida, el amor y la libertad. De vez en cuando, se quedaban solos. Días gloriosos, participando en las marchas, hablando, riendo, escuchando discos, y noches llenas de paz, en casa, cerca del bazar.
Y el día anterior pudieron cantar victoria. Jomeiny había dado marcha atrás, públicamente, declarando que no se obligaría a las mujeres a llevar chador, siempre que se cubrieran el cabello y vistieran con modestia. Aquella noche lo habían estado celebrando, bailaron de alegría en el apartamento, todos ellos jóvenes, finalmente, se besaron y cada uno regresó a su respectiva casa. Pero esa misma noche, su ensoñación había sido toda sobre él y ella juntos. Erótica. Y también mientras yacía allí, ya por la mañana, medio dormida, asustada y, sin embargo, muy excitada.
La música había terminado. Era una cassette de los Carpenter, lenta, romántica. Ibrahim la puso por la otra cara, que era todavía mejor si cabía. «¿Me atreveré?», se preguntó Sharazad para sí, ensoñadora, sintiendo sobre ella la mirada de Ibrahim. A través de una rendija de las cortinas pudo ver que el cielo se estaba oscureciendo.
—Casi es hora de irse —murmuró, aunque sin moverse, con un trémolo en la voz.
—Jari puede esperar —dijo él con ternura.
Jari, la doncella de ella era parte de sus visitas secretas.
—Más vale que no lo sepa nadie —le había dicho Ibrahim el segundo día—. Ni siquiera ella.
—Tiene que saberlo, Ibrahim, o jamás podré salir sola, jamás podré verte. No tengo nada que ocultar, pero estoy casada y es...
No era necesario pronunciar la palabra «peligroso». Cada instante que pasaban juntos clamaba peligro.
De manera que Ibrahim se había encogido de hombros, encomendándose a la suerte para poder protegerla como lo hacía en ese mismo momento.
—Jari puede esperar.
—Sí, sí, puede, pero primero hemos de ir a hacer algunas compras y mi querido hermano Meshang sí que no espera... Esta noche he de cenar con él y con Zarah.
Ibrahim se sobresaltó.
—¿Qué quiere? ¿No sospechará de ti?
—No, claro que no. Es una cena familiar, sólo eso —le tranquilizó mientras lo miraba con languidez—. ¿Y qué hay de tu asunto en Kowiss? ¿Esperarás otro día o irás mañana?
—No es urgente —respondió él con tono indiferente. Lo había ido retrasando una y otra vez, aun cuando su controlador tudeh le había dicho que cada día extra que permaneciera en Teherán era peligroso.
—¿Has olvidado lo ocurrido al camarada Yazernov? Nos hemos enterado de que el Servicio Secreto Interno estuvo implicado en ello. Pueden haberte visto entrando en el edificio con él o saliendo de él.
—Me he afeitado la barba, no he ido a casa y evito la Universidad. Y a propósito, camarada, es mejor que no nos veamos durante uno o dos días..., creo que me están siguiendo.
Rió para sí recordando la presteza con que el otro, un veterano de los tudeh, desapareció por la esquina.
—¿Por qué sonríes, querido?
—Por nada. Te amo, Sharazad —dijo sencillamente y le cubrió el seno con la mano mientras la besaba.
Ella le devolvió el beso aunque no de una forma absoluta. Creció la pasión de Ibrahim y también la de ella, a pesar de que trataba de dominarse; las manos de él la acariciaban y dejaban fuego en su estela.
—Te amo, Sharazad..., ámame.
Sharazad no deseaba apartarse de él o de su ardor o de sus manos, o de la presión de sus muslos o del fragor de su propio corazón. Pero lo hizo.
—Ahora no, cariño —murmuró ella apartándose para respirar y luego, cuando se acalló algo el fragor, lo miró, tratando de leer en sus ojos. Vio decepción aunque no enfado—. No estoy..., no estoy preparada, no para el amor. Ahora no...
—El amor surge, sencillamente. Te he amado desde el primer momento. Hay algo que puedes, tener seguro, Sharazad, tu amor estará a salvo conmigo.
—Lo sé. Oh, sí, sé que yo... —frunció el entrecejo sin entenderse a sí misma. Sólo sabía que en esos momentos algo iba mal—. He de estar segura de lo que hago. Ahora, no lo estoy.
Ibrahim luchó consigo mismo; después, se inclinó y la besó, sin forzarla con el beso, seguro por completo de que pronto serían amantes, Mañana. 0 al día siguiente.
—Eres prudente como siempre —dijo—. Mañana tendremos el apartamento para nosotros solos, te lo prometo. Nos reuniremos como de costumbre, café en el sitio habitual.
Se puso en pie y luego la ayudó a ella a levantarse. Sharazad le dio las gracias, manteniéndole abrazado y, tras besarle, abrió la puerta de la calle. En silencio, se envolvió en el chador, le envió otro beso y se fue, dejando tras ella la estela de su perfume. Luego, también eso se desvaneció.
Una vez cerrada la puerta, Ibrahim entró en la habitación y se puso los zapatos, el dolor aún latente. Pensativo cogió su «M16», que había dejado en pie, en un rincón de la habitación, y revisó el mecanismo y el cargador. Lejos del embrujo de ella no se hacía ilusiones respecto al peligro o las realidades de su vida..., o sobre una muerte temprana. Su excitación aumentó.
«La muerte —se dijo—. El martirio. Dar mi vida por una causa justa, abrazar firmemente a la muerte, darle la bienvenida. Lo haré, lo haré. No puedo dirigir un Ejército como el Señor de los Mártires, pero puedo revelarme contra los satánicos que se proclaman a sí mismo mollahs y obtener venganza del mollah Hussain de Kowiss por el asesinato de mi padre en nombre de sus falsos dioses y por profanar la Revolución del pueblo.»
Sintió crecer su éxtasis. Como el otro. Más fuerte que el otro.
«La amo con toda mi alma pero mañana habré de irme. No necesito un equipo conmigo, solo será más seguro. Puedo coger un autobús fácilmente. Debería irme mañana, debería, pero no puedo, todavía no. Después de que hayamos hecho el amor.»
Casi a mil trescientos kilómetros de distancia, al sureste a través del Golfo, Gavallan se encontraba en pie en el helipuerto viendo como el «212» tomaba tierra. El atardecer era templado, el sol se encontraba ya en el horizonte. Podía distinguir a Jean-Luc en los controles con otro de los pilotos sentados a su lado, aunque no a Scot como creyera y esperara en un principio. Su ansiedad aumentó. Les saludó con la mano y luego, cuando los patines tocaron tierra, se encaminó hacia la portezuela de la cabina. La abrió con fuerza. Vio a Scot intentando desabrocharse el cinturón con una sola mano y el otro brazo en cabestrillo. Su rostro reflejaba fatiga, pero estaba indemne.
—¡Hijo mío! —exclamó con el corazón latiéndole con fuerza por el alivio. Ansiaba precipitarse hacia él y abrazarle, mas permaneció allí, a la espera, hasta que Scot hubo bajado la escalerilla y estuvo sobre el asfalto junto a él.
—Estaba tan preocupado, muchacho...
—No tienes de qué preocuparte, papá. Estoy bien, muy bien.
Scot rodeó los hombros de su padre con el brazo bueno, estrechándole con fuerza. Fue un contacto tranquilizador tan necesario para ambos, que se habían olvidado de todos los demás.
—¡Dios mío, estoy tan contento de verte! Pensé que hoy tenías que estar en Londres.
—Así era. He de salir dentro de una hora. «Ahora ya puedo irme —estaba pensando Gavallan—. Ahora que tú estás aquí a salvo.» Lo primero que haré será acudir allí. —Se limpió una lágrima simulando que era polvo, y señaló a un coche que había cerca. Genny se hallaba al volante—. No quiero abrumarte, pero Genny te llevará al hospital ahora mismo, sólo para los rayos X, Scot, ya está todo preparado. Nada de alharacas, te lo prometo... Tienes una habitación reservada en el hotel junto a la mía. ¿De acuerdo?
—Muy bien, papá. Yo, humm, me..., me vendría bien una aspirina. Reconozco que me siento fatal. Hemos tenido un montón de baches durante el vuelo. Yo humm, yo..., ¿conque estás en el primer vuelo? ¿Cuándo regresas?
—Tan pronto como pueda. Dentro de un día o así. Te llamaré mañana. ¿De acuerdo?
Scot vaciló, con el rostro contraído.
—Podrías... Tal vez... Acaso podrías venir conmigo. Me gustaría informarte sobre lo de Zagros. ¿Tienes tiempo?
—Naturalmente. ¿Lo pasasteis muy mal?
—Sí y no. Todos logramos salir, salvo Jordon. Le dispararon por mi causa, papá lo mat... —Los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque su voz seguía firme y controlada—. No pude hacer nada..., no pude. —Se limpió las lágrimas, soltó una maldición y sujetó a su padre con el brazo sano—. No pude hacer nada, no..., no sé cómo...
—No ha sido culpa tuya, Scot —intentó tranquilizarle Gavallan, impresionado por la desesperación de su hijo, atemorizado por él—. Vamos, hemos de..., pongámonos en marcha. —Luego dijo a Jean-Luc—. Me llevo a Scot a los rayos X. En seguida estaré de vuelta.
Charles Pettikin y Paula se encontraban sentados a la mesa del comedor, a la luz de las velas, haciendo chocar las copas de vino con Sayada Bertolin. Habían abierto una gran botella de Chianti y sobre la mesa se veían fuentes con dos grandes salamis, quedando menos de la mitad de uno de ellos, un gran trozo de queso dolce lalle, todavía sin tocar, y dos baguettes francesas del día que Sayada llevara del «French Club», una de ellas casi desaparecida.
—Puede que haya una guerra —había dicho Sayada con forzada alegría cuando, media hora antes, llegara sin ser invitada—, pero, pase lo que pase, los franceses han de tener su auténtico pan.
—Viva la France y viva 1'I talia —había dicho Pettikin, invitándola a entrar reacio, no queriendo compartir a Paula con nadie. Desde que ésta perdiera todo interés por Nogger Lane, Pettikin se había apresurado a tapar el hueco, esperando contra toda esperanza—. Paula ha llegado esta tarde en el vuelo de «Alitalia» pasando de matute todo el botín con riesgo de su propia vida y..., ¿verdad que está superissima?
Paula se echó a reír.
—Es el dolce latte, Sayada. Charlie me dijo que era su favorito. —¿Acaso no es el mejor queso de la tierra? ¿No es todo lo italiano lo mejor de la tierra?
Paula llevó el sacacorchos y se lo dio mientras sus ojos con destellos verdes le producían escalofríos en la espina dorsal.
—Para ti caro.
—Magnifico! ¿Son todas las jóvenes damas de «Alitalia» tan previsoras, valientes, bellas, eficientes, tiernas, huelen tan bien, son tan cariñosas y, hummm, cinematográficas?
—Por supuesto.
—Únete a la fiesta, Sayada —había dicho Pettikin. Al darle la luz de lleno y poderla ver bien, se dio cuenta de que había algo extraño en ella—. ¿Estás bien?
—Sí, claro, no es nada. —Sayada se alegró de la luz de las velas tras las que podía ocultarse—. Yo..., humm, gracias, no voy a quedarme. Sólo que..., echo a faltar a Jean-Luc, quería saber cuándo vuelve, y pensé que os vendrían bien las baguettes.
—Encantado de que hayas venido..., hace semanas que no tenemos un trozo de pan decente. Gracias. Pero quédate de todos modos. Mac ha ido a Doshan Tappeh para recoger a Tom, sabrá algo de Jean-Luc...
Estarán de vuelta en cualquier momento.
—¿Qué tal por Zagros?
—Hemos tenido que cerrarlo.
Mientras se ocupaba de sacar vasos y ponía la mesa, ayudado por Paula que, en realidad, era la que hacía casi todo, les dijo el motivo, hablándoles también del ataque terrorista a Rig Bellissima de cómo habían matado a Gianni, y luego a Jordon, resultando herido Scot Gavallan.
—Un condenado asunto, pero así están las cosas.
—Terrible —murmuró Paula—. Eso explica el porqué nos hicieron cambiar de ruta pasando por Shiraz con instrucciones de mantener libres cincuenta asientos. Deben de ser para nuestros compatriotas de Zagros.
—Qué mala suerte —dijo Sayada preguntándose si debería pasar aquella información. A ellos..., y a él. El día anterior, a primera hora, la Voz la había llamado preguntándole a qué hora había dejado a Teymour el sábado.
—Sobre las cinco, tal vez a las cinco y cuarto. ¿Por qué?
—Al anochecer el condenado edificio se incendió... El fuego se inició en alguna parte del tercer piso, propagándose a los dos de encima. Todo el edificio ha quedado destruido, mucha gente ha muerto, y no hay rastro de Teymour o los otros. Como es natural, los bomberos llegaron demasiado tarde...
No tuvo dificultad alguna para derramar auténticas lágrimas y dar rienda suelta a su desesperación. Ese mismo día, más tarde, la Voz volvió a llamar.
—¿Entregaste a Teymour los papeles?
—Sí..., sí, sí. Claro que lo hice.
Se oyó un juramento ahogado.
—Ve al «French Club» mañana por la tarde. Dejaré instrucciones en tu taquilla.
Pero no encontró mensaje alguno de manera que cogió el pan de la cocina y se fue allí. No tenía otro sitio adonde ir y todavía estaba muy asustada.
—Es muy triste —estaba diciendo Paula.
—Sí, pero no hablemos más de ello —dijo Pettikin, maldiciéndose en su fuero interno por habérselo dicho a ellas; en realidad, no les atañía en absoluto—. Comamos, bebamos y alegrémonos.
—Porque mañana moriremos —dijo Sayada.
—No. —Pettikin alzó su baso y sonrió encantado a Paula—. Porque mañana viviremos. ¡Salud!
Chocó el vaso con el de Paula y luego con el de Sayada, pensando para sus adentros que las dos eran sensacionales, pero Paula con mucho, la mejor.
Sayada pensaba: «Charlie está enamorado de esta sirena arpía que lo consumirá a capricho y luego arrojará los restos sin siquiera un eructo. Mas..., ¿por qué ellos..., mis nuevos amos, quienesquiera que sean..., por qué querrán información sobre Jean-Luc y Tom y que me convierta en la amante de Armstrong? ¿Y cómo saben lo de mi hijo, ¡malditos sean! ?»
Paula pensaba: «Aborrezco esta repugnante ciudad de mierda donde todo el mundo es pesimista, agorero y sometido, como esta pobre mujer que, indudablemente, está sufriendo, como es habitual por culpa de un hombre, cuando Roma está ahí, el sol, Italia y la dulce vida con la que embriagarse. Y también vino, risas y amor con los que gozar. Y tener hijos con un marido al que adores, pero sólo mientras el diablo se comporte... ¿Por qué todos los hombres son un asco, y por qué me gusta este hombre, Charlie, a mí si es demasiado viejo y, sin embargo, no lo es, demasiado pobre y, sin embargo, no lo es, demasiado masculino y sin embargo...?»
—Atora —dijo con sus labios más jugosos por el vino—, Charlie, amore, tenemos que vernos en Roma. Teherán es tan..., tan deprimidor, scusa, deprimente.
—No lo es cuando tú estás aquí —musitó él,
Sayada les vio sonreír y los envidió.
—Creo que volveré más tarde —dijo, levantándose.
Antes de que Pettikin pudiera hablar, se oyó una llave girar en la cerradura y Mclver entró.
—Hola —saludó, con un intento de disimular su cansancio—. Hola, Paula, Sayada... Es una sorpresa muy agradable. —Luego, vio la mesa puesta—. ¿Qué es esto..., Navidades? —Se quitó el grueso abrigo y los guantes.
—Lo ha traído Paula, y Sayada el pan. ¿Dónde está Tom? —preguntó Pettikin dándose cuenta de inmediato de que algo andaba mal. —Le dejé en la casa Bakravan, cerca del bazar.
—¿Cómo está Sharazad? —preguntó Sayada—. No la he visto desde..., desde el día de la marcha. La primera.
—No lo sé, pequeña. Sólo le dejé a él allí y luego seguí mi camino. —Mclver aceptó un vaso de vino y devolvió la mirada a Pettikin—. La circulación estaba imposible. Me ha costado una hora llegar aquí. ¡Salud! Eres un regalo para los ojos cansados, Paula. ¿Te quedas esta noche?
—¿Puedo? He de irme mañana a primera hora, no necesito transporte, caro, uno de los de la tripulación me dejó aquí y pasará a recogerme mañana. Genny me dio permiso para utilizar la habitación de invitados. Decía que tal vez necesitara una limpieza general, pero yo la encuentro bien.
Paula se levantó y los dos hombres, sin siquiera darse cuenta, quedaron magnetizados al instante por la sensualidad de sus movimientos. Sayada la maldijo en su fuero interno, preguntándose qué tendría. El uniforme ciertamente no, ya que era de corte muy severo, aunque de magnífica factura. Sabía que ella era mucho más bella, infinitamente mejor vestida..., pero no de la misma raza. ¡Vaca!
Paula rebuscó en su bolso y sacó dos cartas que entregó a Mclver. —Una de Genny y la otra de Andy.
—Gracias, muchas gracias.
—Yo ya me iba, Mac —dijo Sayada—. Sólo vine a preguntar cuándo regresará Jean-Luc.
—El miércoles tal vez, está pilotando un «212 a Al Shargaz. Hoy se quedará allí y volverá el miércoles. —Mclver miró las cartas—. No es necesario que te vayas, Sayada. Perdonadme un momento.
Se sentó en la butaca junto a la estufa eléctrica que funcionaba a medio gas, y encendió la lámpara que tenía al lado. La luz despojó a la habitación de gran parte de su romanticismo. La carta de Gavallan decía: Hola, Mac, he de apresurarme, ¡por cortesía hacia la más bella de todas! Estoy esperando a Scot. Esta noche me voy a Londres, siempre en el caso de que él se encuentre bien, pero estaré de vuelta dentro de dos días, tres a lo sumo. Saca a Duke de Kowiss y envíalo a Rudi en el caso de que Scrag se retrase. Debería estar de regreso el martes. Kowiss es muy peligroso..., tuve un gran altercado con Hotshot, y lo mismo con Zagros. Acabo de hablar con Masson desde aquí y es un hecho. Así que voy a pulsar el botón para la planificación. Ya está pulsado. Te veré el miércoles. Da un fuerte abrazo a Paula por mí y Genny dice: ¡Maldito si te atreves!
Se quedó mirando la carta. Luego permaneció sentado un momento escuchando a medias una historia que Paula contaba sobre su vuelo de llegada a Teherán. «De manera que ya está pulsado el botón. No te engañes, Andy, desde el primer momento yo sabía que lo pulsarías..., por eso dije: "Muy bien, siempre que pueda abortar Torbellino si lo considero demasiado arriesgado." Y sobre eso no admito discusiones. Creo que debes pulsar el botón hasta el final. No tienes alternativa si quieres sobrevivir.»
El vino sabía muy bien. Apuro el vaso y luego abrió la carta de Genny. Sólo eran noticias de la casa y los chicos, todos ellos con buena salud y en el sitio que les correspondía. Pero la conocía demasiado bien para no descubrir entre líneas su preocupación: No te preocupes, Duncan, y que no te descompongan los vientos, ningún viento. Y además, no creo que me gustase un cottage cubierto de rosas en Inglaterra. A nosotros nos va mejor la Casbah yo estoy por un yashmak, y estoy practicando la danza del vientre así que más vale que te apresures. Todo mi amor, Gen.
Mclver sonrió para sí, se puso en pie y se sirvió un poco más de vino, ya más tranquilo.
—Por las mujeres, Dios las bendiga —dijo, chocando su vaso con el de Pettikin—. Un vino imponente, Paula. Andy te envía un abrazo... —Al punto Paula sonrió, poniéndole la mano en el brazo y Mclver se sintió sacudido como por una corriente eléctrica—. «¿Qué diablos pasa con ella?» —se preguntó inquieto. Luego, dijo dirigiéndose a Sayada—: También te hubiera enviado uno a ti si hubiera sabido que estabas aquí. —Sobre la repisa de la chimenea empezaba a extinguirse una vela—. Yo la quitaré. ¿Algún mensaje?
—Uno de Talbot. Está haciendo todo lo posible para encontrar a Erikki. Duke se ha retrasado en Bandar Delam a causa de una tormenta, pero estará de regreso en Kowiss mañana.
—¿Y Azadeh?
—Hoy está mejor. Paula y yo la acompañamos a su casa. Se encuentra bien, Mac. Más vale que comas algo, todos estamos hambrientos.
—¿Qué os parece una cena en el «French Club»? —dijo Sayada—. Allí la comida aún es pasable.
—Me encantaría —dijo alegremente Paula y Pettikin maldijo para sus adentros—. Has tenido una idea estupenda, Sayada. ¿Charlie? —Formidable. ¿Mac?
—Formidable si soy quien invito y no os importa que nos retiremos pronto. —Mclver puso el vaso al trasluz, admirando el color del vino—. Charlie, quiero que mañana bien temprano cojas el «212» para Kowiss, Nogger pilotará el «Alouette». Puedes ayudar a Duke a salir durante un par de días. Enviaré a Shoiesmith con un «206» para que te traiga de vuelta el sábado. ¿De acuerdo?
—Desde luego —dijo Pettikin, preguntándose a qué se debería aquel cambio de planes, según el cual Mclver, Nogger y él abordarían el vuelo del miércoles, mientras que otros dos pilotos irían a Kowiss al día siguiente. «¿Por qué? Debe de haber sido la carta de Andy. ¿Torbellino? ¿Lo ha suspendido Mac?»
Un coche viejo se detuvo en un callejón y de él salió un hombre que miró en derredor. La callejuela aparecía desierta, altos muros. A un lado, un joub tiempo ha cegado por la nieve y los desperdicios. Al otro, apenas avistada a la luz de los faros, había una plaza medio en ruinas. El hombre dio unos golpes en la capota, los faros se apagaron. El conductor bajó del coche y acudió en ayuda del otro hombre que había abierto el maletero. Entre los dos llevaron el cuerpo, envuelto y atado en una manta negra, a través de la plaza.
—Espera un momento —susurró el conductor en ruso. Sacó su linterna y la encendió por un breve instante. El círculo de luz iluminó el hueco que buscaban en el muro del fondo.
—Bien —dijo el otro y ambos lo atravesaron deteniéndose una vez más para recobrar el aliento.
Se encontraban en un cementerio viejo, casi en ruinas. La luz fue recorriendo las lápidas, algunas con escritura cirílica, otras con caracteres latinos, hasta encontrar la tumba abierta, recién cavada. Había una azada clavada en el montón de tierra. Se acercaron y permanecieron en pie junto al borde.
—¿Preparado?
—Sí.
Dejaron caer el cuerpo en la fosa. El conductor lo iluminó con la linterna.
—Cúbrelo.
—Ya ha dejado de fastidiar —dijo el otro cogiendo la azada. Era un hombre fuerte, de hombros anchos y empezó a llenar la tumba.
El conductor encendió un cigarrillo y luego, irritado, arrojó la cerilla a la fosa.
—Tal vez debieras decir una oración por él.
El otro se echó a reír.
—Marx-Lenin no lo aprobarían. Y tampoco el viejo Stalin. —Ese maldito jodido..., ¡ojalá se esté pudriendo!
—Mira lo que hizo por la Madre Rusia. Nos convirtió en un imperio, el mayor del mundo, jodió a los británicos, burló a los americanos, creó los mejores Ejércitos de tierra, mar y aire e hizo todopoderosa a la KGB.
—Arruinando hasta nuestro último condenado rublo y a cambio de veinte millones de vidas. Vidas rusas.
—Sacrificables. Escoria, locos, la hez. Y aún quedan muchas más de ésas —dijo el hombre que estaba sudando y alargó la azada al otro—. ¿Qué diablos te pasa hoy? Has estado todo el día jorobando.
—Estoy cansado, sólo cansado. Lo siento.
—Todo el mundo está cansado. Necesitas unos días libres. Solicita que te envíen a Al Shargaz, allí pasé tres días formidables, no tenía ganas de regresar. He presentado una solicitud para que me destinen allí. Ahora tenemos una operación importante, que se amplía continuamente, los israelíes también han metido a sus operadores..., y también la CIA. ¿Qué ha pasado mientras he estado fuera?
—Azerbaiján está madurando estupendamente. Corre el rumor de que el Khan Abdollah se está muriendo o que ha muerto ya.
—¿La Sección 16/a?
—No, un ataque al corazón. El resto sigue normal. ¿De veras lo pasaste bien?
El otro rió.
—Hay una secretaria de «Intourist» realmente acomodaticia. —Se rascó el escroto al recordarla—. De todas maneras, ¿quién era este pobre desgraciado?
—Su nombre no estaba en la lista —dijo el conductor.
—Nunca lo están. ¿Quién era pues?
—Un agente llamado Yazernov. Dimitri Yazernov.
—No me dice nada el nombre. ¿Y a ti?
—Era un agente de Desinformación en el esquema de la Universidad. Hace un año trabajé con él durante un corto tiempo. Un tipo de los listos, tipo universitario, lleno de mierda ideológica. Al parecer le capturaron los del Servicio Secreto Interno y le sometieron a un interrogatorio en serio.
—¡Bastardos! Le mataron, ¿no?
—No. —El hombre más alto dejó por un momento de arrojar tierra a la fosa y miró en derredor. No era posible que nadie les oyera y aunque no creía en fantasmas, ni en Dios ni en nada semejante, sólo en el Partido y en la KGB, su punta de lanza, aquel lugar no le gustaba. Instintivamente, bajó la voz—. Cuando le soltaron hacia casi una semana estaba en pésimas condiciones, inconsciente, nunca debieron moverlo en aquel estado. SAVAMA se lo quitó al Servicio Secreto Interno... El director cree que SAVAMA también le trabajó antes de devolverlo. —Se apoyó un momento sobre la azada—. SAVAMA nos lo entregó a nosotros diciéndonos que creían que había revelado hasta el tercer nivel. El director ordenó que averiguásemos rápidamente quién era, si tenía otras conexiones secretas o era un espía interno, o un testaferro de alguien más importante y qué diablos les había dicho... Quién diablos era. En nuestros archivos sólo figuraba como agente en el esquema de la Universidad. —Se limpió el sudor de la frente y siguió de nuevo arrojando tierra—. Tengo entendido que el equipo esperó y esperó a que recobrara el conocimiento, pero hoy han renunciado a la espera e intentaron reanimarle.
—Un error. ¿Alguien le administró en exceso?
—¿Quién sabe? El pobre estúpido está muerto.
—Eso es lo que a mí me aterra —dijo el otro sintiendo un escalofrío—. Que me administren en exceso. Ahí sí que no puedes hacer nada. ¿No llegó a recobrar el conocimiento? ¿No dijo nada?
—No. Ni una condenada palabra. Lo verdaderamente asqueroso es que lo capturaran. Fue culpa suya..., el tipo trabajaba por su cuenta. El otro lanzó un taco.
—¿Cómo pudo arreglárselas para salir adelante?
—¡Maldito si lo sé! Le recuerdo como uno de esos que creen saberlo todo y se mofan del Libro. ¿Listo? ¡Mierda! Esos bastardos causan más dificultades de lo que valen.
El hombre más alto trabajaba vigorosa y sistemáticamente. Cuando se hubo cansado, el otro ocupó su lugar.
Pronto, la fosa quedó llena. El hombre aplastó la tierra, nivelándola, respirando con fuerza.
—Si este tipo se dejó capturar, ¿por qué nos estamos tomando tantas molestias?
—Cuando no se puede repatriar el cuerpo de un camarada, tiene derecho a ser enterrado como es debido. Eso está en el Libro. Éste es un cementerio ruso, ¿no es verdad?
—Desde luego, claro que lo es, pero maldito si me gustaría que me enterraran aquí.
El hombre se limpió la tierra de las manos. Luego, volviéndose, orinó sobre la tumba más cercana.
El hombre más alto forcejeaba por sacar una lápida.
—Échame una mano.
Juntos levantaron la piedra y la volvieron a colocar en la cabecera de la tumba que acababan de llenar.
«Maldito sea el joven bastardo por morirse —se decía, imprecándole en silencio—. No es culpa mía que muriera. Debió de haber soportado la dosis. ¡Asquerosos médicos! Se supone que saben lo que se hacen. No teníamos otra opción. De cualquier forma, el bastardo se estaba acabando y teníamos muchas preguntas por contestar, como por ejemplo, ¿qué había de importante en él para que el archibastardo Hashemi Fazir hubiera querido interrogarle personalmente junto con ese hijo de puta de Armstrong? Esos dos profesionales, altamente cualificados, no pierden el tiempo con los peces pequeños. Y, ¿por qué Yazernov dijo "Fedor..." poco antes de palmarla? ¿Qué significa todo esto?»
—Vámonos a casa —dijo el otro hombre—. Este lugar es horrible y apesta. Apesta más de lo corriente.
Cogiendo la pala se alejó en la noche.
En aquel mismo momento la inscripción en la lápida llamó la atención del conductor, pero estaba demasiado oscuro para poder leerla. Encendió un instante la linterna. La inscripción decía: «Conde Alexi Pokenov, Plenipotenciario cerca del Sha Nasiru'd Din. 1830-1862.» «A Yazernov le hubiera gustado esto», se dijo con aviesa sonrisa.
La puerta exterior de entrada situada en el muro se abrió rápidamente.
—Salaam, Alteza.
El sirviente contempló a Sharazad pasar feliz junto a él, seguida de Jari y entrar en el patio quitándose el chador. En aquel momento se sacudía el pelo, ahuecándoselo con la punta de los dedos para mayor comodidad.
—El..., tu marido ha regresado, Alteza. Volvió poco después de la puesta del sol.
Por un instante, Sharazad permaneció inmóvil a la luz de las lámparas de aceite que oscilaban en el patio cubierto de nieve delante de la puerta principal.
«Así que todo ha terminado —pensaba—. Antes siquiera de empezar. Casi empezó hoy. Estaba preparada y sin embargo no lo estaba..., y ahora, ahora me he salvado de..., de mi lascivia. ¿Era lascivia o amor? ¿Era eso lo que yo trataba de averiguar? No lo sé, no lo sé pero..., pero mañana le veré por última vez. Tengo que verle una vez más, tengo que verle, sólo..., sólo una vez más..., sólo para decirle adiós...
Los ojos se le llenaron de lágrimas y corrió a la casa, atravesando salas y salones y subiendo las escaleras hasta su suite y en brazos de él.
—¡Dios mío, Tommmmyyyy, has estado lejos tanto tiempo!
—Te he echado mucho de menos. ¿Dónde has...? No llores, cariño, no tienes motivo para llorar.
La rodeó con los brazos y ella captó el leve y familiar olor a gasolina que despedían sus ropas de vuelo colgadas de una percha. Se dio cuenta de la actitud grave de él. «HBC» acudió a su cabeza pero dio de lado el pensamiento y, sin concederle un momento de respiro, se puso de puntillas, lo besó y se apresuró a decirle precipitadamente:
—Tengo noticias maravillosas. Espero un hijo. Ah, sí, es verdad, y he visto a un médico y mañana tendré los resultados de la prueba, pero lo sé. —Le hablaba con una sonrisa abierta y sincera—. Ah, Tommy —siguió diciendo con la misma precipitación, mientras sentía los brazos de él estrecharla con más fuerza—, ¿quieres casarte conmigo, por favor, por favor, por favor?
—Pero si ya estamos cas...
—Dilo, por favor, dilo. —Sharazad levantó la cabeza, le miró y vio que aún estaba pálido y sonriendo levemente, pero aquello era suficiente por el momento. Le oyó decir: «Desde luego que me casaré contigo.»—. No, dilo como es debido. Me casaré contigo, Sharazad Bakravan, me casaré contigo, me casaré contigo, me casaré contigo. —Luego le escuchó a él decirlo y eso hizo que todo fuera perfecto—. Perfecto —le dijo, abrazándole con fuerza a su vez. Luego, apartándole corrió al espejo para arreglarse el maquillaje. Vio reflejada en el espejo la imagen de Lochart, el gesto severo, inquieto—. ¿Qué pasa?
—¿Estás segura? A lo del niño me refiero.
Sharazad rió.
—Completamente segura, pero el doctor quiere pruebas, los maridos quieren pruebas. ¿No es maravilloso?
—Sí, sí..., lo es —le puso las manos sobre los hombros—. ¡Te quiero!
En su mente escuchó de nuevo el otro «te quiero» que fuera dicho con tal pasión y anhelo, y pensó en lo extraño de los sentimientos: aun cuando el amor de su marido era seguro y estaba demostrado y el de Ibrahim no, sin embargo, el de éste era sin reservas en tanto que su marido, incluso después de la maravillosa noticia, la miraba con el ceño fruncido.
—Ha pasado ya el año y un día, Tommy, el año y un día que tú querías —dijo Sharazad con cariño y, poniéndose en pie, se apartó del tocador y le rodeó el cuello con los brazos, sonriente, consciente de que era a ella a la que le correspondía ayudarle.
—Los extranjeros no se parecen a nosotros, Princesa —le había dicho Jari—. Sus reacciones son distintas, su educación diferente, pero no te preocupes, limítate a comportarte como tú eres, tan encantadora, y será arcilla en tus manos...
«Tommy, será el mejor de los padres», se prometió a sí misma, irrefrenablemente feliz de no haber cedido aquella tarde, de haberle dado la noticia. Ahora ya vivirían por siempre felices amén.
—Lo haremos, ¿verdad, Tommy?
—¿El qué?
—Vivir por siempre felices.
Por un instante, la alegría de ella le hizo olvidarse de su aflicción por la muerte de Karim, de lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Cogiéndola en brazos, se sentó en la confortable butaca y la acunó.
—Sí, sí, lo haremos. Tenemos mucho de qué hablar.
La llamada de Jari con los nudillos en la puerta le interrumpió. —Pasa, Jari.
—Por favor, perdóname, Excelencia, pero Su Excelencia Meshang y Su Alteza han llegado y esperan tener el placer de veros a los dos cuando sea conveniente.
—Dile a Su Excelencia que bajaremos tan pronto como nos hayamos cambiado —dijo Lochart sin captar el alivio de Jari al asentir Sharazad con una amplia sonrisa.
—Te prepararé el baño, Alteza —dijo Jari dirigiéndose al cuarto de baño—. ¿Verdad que es maravilloso lo de Su Alteza, Excelencia? Muchas felicidades, Excelencia, muchas felicidades...
—Gracias, Jari —dijo Lochart sin prestarle atención, pensando en el niño por venir y en Sharazad, sumido en preocupaciones y felicidad. «Ahora es todo tan complicado, tan difícil...»
—No es en absoluto difícil —dijo Meshang después de la cena.
La conversación había sido en extremo tediosa, imponiéndose Meshang como siempre lo hacía, tanto más ahora que era el jefe de la Casa. Sharazad y Zarah apenas habían hablado y Lochart lo hizo en pocas ocasiones. No valía la pena mencionar Zagros ya que Meshang había mostrado siempre un desinterés absoluto por las opiniones de Lochart o por lo que hacía. Dos veces había estado a punto de hablar de Karim... «No hay motivo para decírselo todavía —pensó, disimulando su aflicción—. ¿Por qué ser portador de malas noticias?»
—¿No encuentras ahora difícil la vida en Teherán? —le había preguntado, ya que Meshang se había pasado todo el tiempo lamentándose de la nueva reglamentación implantada en el bazar.
—La vida siempre es difícil —había dicho Meshang—, pero si uno es iraní, un mercader con profunda experiencia, cauteloso y comprensivo, trabajando duro y con lógica, puede llegar incluso a doblegar al Comité Revolucionario. Siempre hemos doblegado a los recaudadores de impuestos y también a los sobrecargos, a los Shas, a los comisarios..., o a los pachás yanquis y británicos.
—Me satisface mucho saberlo. Mucho.
—Y a mí me satisface que hayas regresado, quería hablar contigo —dijo Meshang—. ¿Te ha dicho mi hermana que espera un hijo? —Sí, sí, lo ha hecho. ¿No es maravilloso?
—Sí, sí, lo es. Alabado sea Dios. ¿Qué planes tienes?
—¿Qué quieres decir?
—¿Dónde vais a vivir? ¿Cómo vas a pagarlo todo ahora? El silencio se hizo denso.
—Ya nos las arreglaremos —empezó a decir Lochart—. Tengo la int...
—En verdad no sé cómo podrías hacerlo. He estado repasando las facturas del pasado año y...
Meshang calló al ponerse Zarah en pie.
—No creo que sea éste el momento oportuno para hablar de facturas.
Estaba blanca como el papel, lo mismo que Sharazad.
—Pues bien, ¡yo sí lo creo! —repuso Meshang con aspereza—. ¿Cómo va a sobrevivir mi hermana? ¡Siéntate, Zarah, y escucha! ¡Siéntate? Y cuando yo diga que en el futuro no irás a ninguna marcha de protesta ni nada semejante, obedecerás y te daré de latigazos. ¡Siéntate!
Zarah obedeció sobresaltada ante sus malos modales y violencia. Sharazad, entretanto, se había quedado paralizada, su mundo se venía abajo. Ya veía a su hermano ponerse en contra de Lochart.
—Y ahora, capitán, veamos. Sus facturas del año pasado, las facturas abonadas por mi padre, sin contar las que aún están pendientes de pago, alcanzan una cifra sustancialmente superior a su sueldo. ¿No es así?
A Sharazad le ardía la cara de vergüenza e ira y antes de que Lochart pudiera contestar se apresuró a decir con su voz más melosa: —Querido Meshang, tienes toda la razón al preocuparte de nosotros, pero el apart....
—Haz el favor de permanecer callada. Tengo que preguntar a tu marido, no a ti; éste es su problema, no el tuyo. Bien, cap...
—Pero querido Mesh...
—¡Cállate! Bien, capitán, ¿es o no verdad?
—Sí, lo es —contestó Lochart, buscando desesperado una salida a aquel abismo—. Pero recordarás que Su Excelencia me dio el apartamento, de hecho todo el edificio, y que con los otros alquileres se pagaban las facturas y el resto era una renta que pasaba a Sharazad por la que le estaba eternamente agradecido. En cuanto al futuro, yo cuidaré de Sharazad. Claro que lo haré.
A Lochart casi le ahogaba la furia. Sharazad se agitó en su asiento y Lochart se dio cuenta de su miedo, por lo que dominó su ansia de aplastar a Meshang contra la mesa.
—Está bien, Sharazad, tu hermano tiene derecho a preguntar. Es justo, tiene el derecho.
Descubrió la suficiencia en el delicioso rostro cincelado y supo que no lucharía solo.
—Nos las arreglaremos, Meshang, me las arreglaré. Nuestro apartamento no estará requisado para siempre, 0 podemos alquilar otro. Tendr...
—Ya no existe el apartamento ni el edificio. Ardió el sábado. Ha desaparecido, hasta los cimientos.
Se le quedaron mirando boquiabiertos, Sharazad la más asombrada. —¿Estás seguro, Meshang? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por...?
—¿Tenéis tantas propiedades que no las vigiláis de vez en cuando?
Ha desaparecido del todo.
—¡Dios mío! —murmuró Lochart.
—Más vale que no blasfemes —dijo Meshang, resultándole muy difícil no regocijarse abiertamente—. De manera que no hay apartamento, no hay edificio, no hay nada, Insha'Allah. Y ahora, ahora, ¿cómo piensas pagar tus facturas?
—¡El seguro! —prorrumpió nervioso Lochart—. Tiene que haber un seg...
Una sonora carcajada ahogó sus palabras. Sharazad dejó caer un vaso de agua pero nadie se dio cuenta.
—¿Crees que pagará el seguro? —se burló Meshang—, ¿Ahora? Suponiendo que lo hubiese. Has perdido los cinco sentidos, no hay seguro, jamás lo hubo. De manera, capitán, que la situación es ésta, muchas deudas, ningún dinero, ni capital, ni edificio... y no es que fuera legalmente tuyo, sencillamente, se trataba de una maniobra de mi padre para salvar las apariencias y facilitarte medios con que mantener a Sharazad. —Cogió un trozo de halvah y se lo metió en la boca—. De manera que, ¿cuál es tu propuesta?
—Me las arreglaré.
—¿Cómo? Dímelo, por favor..., y también a Sharazad, naturalmente. Tiene derecho, derecho legal a saberlo. ¿Cómo?
—Tengo joyas, Tommy. Puedo venderlas —musitó Sharazad.
Meshang, sádico, dejó que las palabras planearan en el aire sobre la mesa, encantado de contemplar a Lochart acorralado, humillado, moralmente desnudo. «¡Asqueroso Infiel! De no haber sido por los Lochart de este mundo, por los extranjeros rapaces explotadores de Irán, estaríamos libres de Jomeiny y sus mollahs, mi padre aún viviría y Sharazad estaría casada como es debido.»
—¿Bien?
—¿Qué sugieres? —preguntó Lochart, no viendo salida a aquella situación.
—¿Qué sugieres tú?
—No lo sé,
—Entretanto no dispones de casa, tienes facturas por una respetable cantidad y pronto te encontrarás sin trabajo. Dudo que a vuestra compañía le permita operar aquí por mucho tiempo. Se considera a las compañías extranjeras, con gran acierto, como persona non grata. —Meshang estaba encantado de haber recordado aquella frase en latín—. Ya no se les necesita ni se les quiere ni son necesarias.
—Si ello ocurriera, presentaría mi renuncia y solicitaría pilotar helicópteros para las compañías iraníes. Necesitarán pilotos. Puedo hablar farsi, soy un experto piloto y profesor. Jomeiny..., el Imán quiere que la producción de petróleo se reanude de inmediato y que se restablezca la normalidad. Así que, desde luego, necesitarán pilotos experimentados.
Meshang rió para sus adentros. El día anterior, el ministro Alí Kia había acudido al bazar con la humildad debida y ansioso de complacer, llevando consigo un exquisito pishkesh, ¿no estaba cercana la fecha de renovación de sus «honorarios consultivos» y le había informado sobre sus planes para adquirir los aparatos de la sociedad y congelar todas las cuentas bancarias?
—No tendremos problemas para reclutar a todos los mercenarios que necesitemos para pilotar nuestros helicópteros, Excelencia Meshang —había dicho Kia—. Vendrán a nosotros por la mitad de sus sueldos.
«Sí, lo harán, pero tú no, marido temporal de mi hermana, ni siquiera por la décima parte del sueldo.»
—Te sugiero que seas más práctico —dijo Meshang contemplando sus uñas impecablemente manicuradas que aquella misma tarde acariciaran a la adolescente de catorce años que Alí Kia le diera. «¡La primera de muchas, Excelencia!» Una deliciosa tez blanca circasiana, el matrimonio temporal para aquella tarde que él ampliara gozoso para toda la semana, tan fácilmente acordado—. Los gobernantes actuales de Irán son xenófobos, especialmente en lo que se refiere a los Estados Unidos.
—Yo soy canadiense.
—Dudo que eso tenga alguna importancia. Es lógico suponer que no se le permitirá quedarse. —Miró incisivo a Sharazad—. Ni regresar.
—Puras conjeturas —dijo Lochart apretando los dientes, viendo la expresión de ella.
—La caridad de mi difunto padre no puede prolongarse, capitán, ahora, los tiempos son difíciles. Quiero saber cómo intenta mantener a mi hermana y a su hijo por venir, dónde piensa vivir y cómo.
Lochart se puso en pie bruscamente, sobresaltando a todos.
—Ya has expuesto claramente tu postura, Excelencia Meshang. Contestaré mañana.
—Quiero una respuesta ahora.
La expresión de Lochart se hizo hermética.
—Primero hablaré con mi mujer. Y hablaré mañana contigo. Vamos„ Sharazad,
Salió rápido y ella lo siguió llorosa y cerró la puerta.
Zarah exhaló con fuerza, furiosa.
—¡En el Nombre de Dios! ¿Qué...?
Meshang, volviéndose, descargó la mano abierta sobre su cara.
—¡Cállate! —gritó. No era la primera vez que le pegaba pero jamás lo había hecho con tal violencia—. ¡Cállate o me divorciaré de ti! Me divorciaré de ti, ¿me oyes? De cualquier manera, voy a tomar otra mujer..., alguien que sea joven, no una bruja gruñona, vieja y seca como tú. ¿Acaso no comprendes que Sharazad está en peligro, que todos estamos en peligro por causa de ese hombre? Ve a pedir perdón a Dios por tus malos modales. ¡Vete!
Zarah salió corriendo. Meshang le tiró una taza.
Azadeh conducía el pequeño y abollado coche por una calle con hermosas mansiones y edificios de apartamentos, en su mayoría a oscuras y algunos saqueados, con las luces largas puestas, deslumbrando a los coches que circulaban en dirección contraria, mientras tocaba la bocina. Derrapó, patinó al querer adelantar peligrosamente a los demás, evitó un accidente de milagro y enfiló hacia el interior del garaje de uno de los edificios con un chirrido de neumáticos.
El garaje estaba a oscuras. En el bolsillo lateral, había una linterna. La encendió, bajó del coche y le puso el seguro. Vestía un abrigo muy cálido y bien cortado, falda y botas, mitones y sombrero de piel. Llevaba el cabello suelto. Al otro lado del garaje había una escalera y el interruptor de la luz. Al querer encender, la bombilla más cercana empezó a lanzar chispazos y se fundió. Subió las escaleras cansadamente. En cada rellano había cuatro apartamentos. El que su padre les prestara a ella y a Erikki estaba en el tercer rellano, dando a la calle. Era lunes. Vivía allí desde el sábado.
—No es peligroso, Mac —le había dicho al anunciarle que se iba y haber tratado él de convencerla para que se quedara en su apartamento—, pero mi padre quiere que vuelva a Tabriz y quedarme aquí contigo no me hará ningún bien. En mi apartamento hay teléfono. Sólo estoy a menos de un kilómetro de distancia y puedo venir con facilidad. Allí dispongo de trajes y una sirvienta. Tendrás noticias mías a diario y vendré a la oficina a esperar. Es cuanto puedo hacer.
Lo que no había dicho es que prefería estar lejos de él y de Pettikin. «Les quiero a los dos muchísimo —se dijo—, pero son más bien viejos y pedantes, y no se parecen en nada a Erikki o a Johnny. Ah, Johnny, ¿qué hacer contigo? ¿Me atreveré a volver a verte?»
El tercer rellano estaba a oscuras, pero Azadeh tenía la linterna y encontró su llave, la metió en la cerradura, sintió que unos ojos la miraban y dio media vuelta aterrada. Aquel patán atezado y sin afeitar tenía los pantalones abiertos y agitaba su pene erecto ante ella.
—Te he estado esperando, princesa de todas las putas y así Dios me maldiga si no está preparado para ti, de frente, por detrás o de costado.
Se dirigió hacia ella despotricando obscenidades y Azadeh se apretó contra la puerta, momentáneamente aterrada, encontró la llave, la hizo girar y abrió la puerta de par en par.
Allí estaba el doberman guardián. El hombre se quedó rígido. Un gruiño ominoso y luego el perro va a por él. El hombre gritó dominado por el pánico e intentó sacudirse al perro, luego bajó de estampía las escaleras con el perro gruñendo y mordiéndole las piernas y la espalda, desgarrándole el traje.
—¡Enséñamelo ahora! —le gritó Azadeh.
—Alteza, no la oí llamar. ¿Qué pasa? —dijo el anciano sirviente saliendo precipitadamente por la parte de la cocina.
Furiosa, se secó el sudor de la frente y se lo dijo.
—¡Dios te maldiga, Alí! Te he dicho veinte veces que me esperes abajo con el perro. He llegado en punto. Siempre llego en punto. ¿Es que no tienes seso?
El viejo empezó a excusarse pero una voz seca detrás de ella le cortó en seco.
—¡Ve a buscar al perro!
Azadeh se volvió a mirar. Y sintió angustia en el estómago. —Buenas noches, Alteza.
Era Ahmed Dursak, alto, barbudo, glacial, de pie en el umbral de la puerta de la sala de estar. «Insha'Allah —se dijo—. La espera ha terminado y ahora volvemos a empezar.»
—Buenas noches, Ahmed.
—Alteza, le ruego que me perdone. Desconozco a la gente de Teherán o yo mismo la hubiera esperado abajo. ¡Trae al perro, Alí!
Asustado y sin dejar de farfullar excusas, el sirviente se lanzó escaleras abajo. Ahmed cerró la puerta y observó cómo Azadeh, utilizando la horquilla, se quitaba las botas y deslizaba los pequeños pies en unas curvas zapatillas turcas. Luego, pasó junto a él y se dirigió a la confortable sala de estar amueblada al estilo occidental. Una vez allí se sentó con el corazón latiéndole fuertemente. El fuego estaba encendido en la chimenea. Alfombras inapreciables, otras usadas y reposteros. Junto a ella, había una pequeña mesa y sobre ella, el kookri que Robert le dejara.
—Tienes noticias de mi padre y de mi marido?
—Su Alteza el Khan está enfermo, muy enfermo y...
—¿Qué enfermedad tiene? —preguntó Azadeh, preocupada.
—Un ataque al corazón.
—Dios le proteja..., ¿cuándo ocurrió?
—El pasado jueves —respondió Ahmed que, al punto, leyó el pensamiento de ella—. Ése era el día en que tú y el..., y el saboteador estabais en la aldea de Abu Mard. ¿No es así?
—Supongo que sí. Los últimos días han sido muy confusos —repuso ella con tono glacial—. ¿Cómo está mi padre?
—El ataque del jueves fue leve, gracias sean dadas a Dios. Pero antes de la medianoche del sábado, sufrió otro. Mucho peor.
Vigilaba su reacción.
—¿Es grave? ¡Por favor, no juegues conmigo! Dímelo todo de inmediato.
—Lo siento, Alteza, no era mi intención jugar contigo. —Conservó el tono cortés y los ojos en las piernas de ella, admirando su fuego y orgullo y deseando muchísimo retozar con ella—. El médico lo llamó apoplejía y ahora el lado izquierdo de Su Alteza está paralizado en parte. Puede hablar con cierta dificultad, pero la mente la tiene tan fuerte y clara como siempre. El doctor dice que se recuperaría mucho más rápidamente en Teherán, pero que el viaje aún no es posible.
—¿Se recuperará? —preguntó ella.
—No lo sé, Alteza. Será la Voluntad de Dios. A mí me da la impresión de que está muy enfermo. El médico no me parece nada del otro mundo. Todo cuanto dice es que las posibilidades de Su Alteza serían mejores si estuviera en Teherán.
—Entonces, traedlo lo más pronto posible.
—Lo haré, Alteza, no temas. Entretanto, tengo un mensaje para ti. El Khan tu padre dice: «Deseo verte. En seguida. No sé cuánto tiempo de vida me queda, pero tienen que hacerse y confirmarse ciertos arreglos. Ahora tu hermano está conmigo y...
—¡Dios le proteja! —le interrumpió Azadeh—. ¿Se ha reconciliado mi padre con Hakim?
—Su Alteza le ha nombrado su heredero. Pero por fav...
—Es maravilloso, realmente maravilloso, ¡alabado sea Dios! Pero...
—Por favor, ten paciencia y déjame terminar el mensaje. «Tu hermano Hakim está ahora conmigo y le he nombrado mi heredero bajo ciertas condiciones, por tu parte y por la de él.» —Ahmed vaciló y Azadeh anhelaba cerrar la brecha, rebosante de felicidad y también de cautela. Pero su orgullo se lo impidió.
—«Por lo tanto, es necesario que regreses de inmediato con Ahmed.» Éste es el fin del mensaje, Alteza.
La puerta de la calle se abrió. Alí volvió a cerrarla, echó el cerrojo y le quitó la correa al perro. El animal se lanzó al punto a la sala de estar y puso su cabeza sobre la falda de Azadeh.
—Bien hecho, Reza —dijo acariciándole, agradeciendo aquella interrupción que le permitía recuperar el dominio de sí misma—. ¡Siéntate! Vamos, ¡siéntate! ¡Siéntate!
El perro obedeció, contento, tumbándose a sus pies, vigilando la puerta y vigilando a Ahmed que permanecía en pie cerca del otro sofá. Azadeh, con aire ausente, jugueteaba con la empuñadura del kookri, dándole su tacto una sensación tranquilizadora. Ahmed era consciente de ello y de sus implicaciones.
—Que Dios sea testigo, ¿me has dicho la verdad?
—Sí, Alteza, Dios sea testigo.
Se puso en pie.
—Entonces, nos iremos de inmediato. ¿Viniste en coche?
—No, Alteza. Traje la limusina y al chófer. Pero hay algunas otras noticias..., buenas y malas. Llegó una nota para Su Alteza pidiendo un rescate. Su Excelencia, tu marido está en manos de bandidos, hombres tribales...
Azadeh luchó por conservar la serenidad pero sintió que las rodillas le temblaban.
—... en alguna parte cerca de la frontera soviética. Tanto él como su helicóptero. Al parecer esos... esos bandidos aseguran ser kurdos, pero el Khan lo duda. Sorprendieron al soviético Cimtarga y a sus hombres, matándolos a todos y capturando a Su Excelencia y su helicóptero, a primera hora del jueves, según aseguraron. Luego, volaron a Rezaiyeh donde fue visto, e indemne al parecer, antes de volverse a ir volando.
—Alabado sea Dios —fue todo cuanto le permitió decir su orgullo—. ¿Han pagado ya el rescate de mi marido?
—La nota pidiendo el rescate llegó a última hora del sábado a través de intermediarios. Ayer, tan pronto como Su Alteza recobró el conocimiento, me dio el mensaje para ti y me envió aquí a recogerte.
Azadeh se fijó en lo de «a recogerte» y percibió su gravedad, pero Ahmed lo había dicho sin darle casi importancia al tiempo que echaba mano a su bolsillo.
—Su Alteza Hakim me dio esto para ti. —Le alargó un sobre sellado.
Azadeh lo abrió con fuerza sobresaltando al perro. La nota era de puño y letra de Hakim y decía: Querida, Su Alteza me ha nombrado su heredero y nos ha restituido a los dos bajo unas condiciones previas, unas condiciones estupendas y fáciles de aceptar. Apresúrate a volver, está muy enfermo y no tratará con los secuestradores hasta que te haya visto. Salaam.
Embargada de felicidad, ella salió presurosa, hizo una maleta en un abrir y cerrar de ojos, garrapateó una nota para McIver y le encargó a Alí que la entregara al día siguiente. Cuando ya se iba, se acordó del kookri, lo cogió y salió apretándolo entre las manos. Ahmed no dijo palabra, limitándose a seguirla.