CAPÍTULO LXVIII

Tabriz —En el Palacio: 10.05 de la noche.

Los tres se encontraban sentados delante del fuego de la chimenea, terminada la cena, bebían café mientras contemplaban las llamas, la habitación pequeña y llena de ricos brocados, cálida e íntima... uno de los guardias de Hakim junto a la puerta. Pero no había paz entre ellos aunque los tres pretendieran lo contrario en esos momentos y durante toda la velada. Las llamas atraían su atención, cada uno viendo en ellas imágenes diferentes. Erikki, la encrucijada en la carretera, siempre la encrucijada, en una dirección las llamas que conducían a la soledad, en la otra la plena realización..., tal vez sí o tal vez no. Azadeh, el futuro tratando de no verlo.

El Khan Hakim apartó los ojos del fuego y arrojó el guante.

—Has estado ensimismada durante toda la velada, Azadeh —dijo.

—Sí, creo que todos lo hemos estado. —Su sonrisa era forzada—. ¿Crees que podríamos hablar en privado, nosotros tres?

—Por supuesto —Hakim hizo ademán al guardia de que se retirara—. Te llamaré si te necesito. —El hombre obedeció, cerrando la puerta tras él. Al instante, el ambiente en el saloncito cambió. «Ahora los tres nos enfrentamos como adversarios y somos conscientes de ello, todos en guardia y todos preparados»—. ¿Sí, Azadeh?

—¿Es cierto que Erikki ha de irse de inmediato?

—Sí.

—Debe haber otra solución. No soportaré dos años sin mi marido.

—Con la Ayuda de Dios, el tiempo pasará muy de prisa. —El Khan Hakim se encontraba sentado rígidamente erecto, calmados los dolores con la codeína.

—No podré soportar dos años —repitió ella.

—No puedes quebrantar tu juramento.

—Tiene razón, Azadeh —dijo Erikki—. Hiciste juramento libremente, Hakim es Khan y el precio... justo. Pero todas esas muertes..., debo irme, la culpa es mía, no tuya, ni de Hakim.

—Tú no hiciste nada malo, nada en absoluto, te viste forzado para protegerme a mí y a ti mismo, eran carroña dispuestos a asesinarnos, y en cuanto a la incursión..., hiciste lo que te pareció mejor, no podías saber que el rescate había sido pagado en parte o que mi Padre había muerto. Él no debió de haber ordenado que mataran al mensajero.

—Eso no cambia nada. He de irme esta noche. Podemos aceptarlo y dejar las cosas así —dijo Erikki, vigilando a Hakim—. Dos años pasarán rápidamente.

—Si es que vives para contarlo, cariño. —Azadeh se volvió hacia su hermano que mantuvo la mirada con la misma sonrisa, con la misma expresión en los ojos.

La mirada de Erikki fue del hermano a la hermana tan diferentes y sin embargo tan parecidos. ¿Qué era lo que la había hecho cambiar, por qué había precipitado lo que no debiera haber sido precipitado?

—Por supuesto, si es que vivo —dijo con calma exterior.

Cayó una brasa al suelo y se inclinó a cogerla, devolviéndola al fuego. Se dio cuenta de que Azadeh no había apartado la mirada de Hakim ni éste de ella. La misma calma, la misma sonrisa cortés, la misma inflexibilidad.

—Sí, Azadeh —dijo Hakim.

—Un mollah puede liberarme de mi juramento.

—No es posible. Ni un mollah ni yo podemos hacer eso, ni siquiera el Imán se mostraría de acuerdo.

—Puedo librarme yo misma. Eso es algo entre Dios y yo, puedo lib.. —No puedes, Azadeh. No podrías hacerlo y vivir en paz contigo misma.

—Puedo. Puedo hacerlo y estar en paz.

—No, si quieres seguir musulmana.

—Sí —se limitó a decir ella—. Estoy de acuerdo.

Hakim lanzó una exclamación sobresaltada.

—No sabes lo que dices.

—Vaya si lo sé. Incluso lo he considerado. —El tono de su voz era neutro—. He considerado esa solución y la he encontrado soportable. No aguantaré dos años de separación de mi marido ni tampoco cualquier intento contra su vida. Y tampoco perdonaré.

Se recostó y abandonó la lucha por el momento, angustiada aunque contenta de haber sacado a la luz la cuestión, pero, aun así asustada. Una vez más bendijo a Aysha por haberla puesto en guardia.

—¡No permitiré que renuncies al Islam bajo ninguna circunstancia! —exclamó Hakim.

Ella se limitó a contemplar las llamas.

El campo de minas les rodeaba, todas para ser activadas y, a pesar de que Hakim estaba concentrado en ella, sus sentidos sondeaban a Erikki, el del Cuchillo, dándose cuenta de que el hombre también esperaba, practicando un juego diferente ahora que el problema estaba sobre la mesa. «Tal vez no debí despedir al guardia», se dijo, ofendido por la amenaza de Azadeh, aspirando intensamente el olor al peligro.

—Digas lo que quieras, Azadeh, por más que lo intentes, me veré forzado a impedir cualquier apostasía por el bien de tu alma..., de la forma que sea. Eso es algo inconcebible.

—Entonces, ayúdame, por favor. Tú eres muy prudente. Eres Khan y hemos pasado por muchas cosas juntos. Te lo suplico, aparta la amenaza a mi alma y a mi marido.

—Yo no amenazo tu alma ni a tu marido —dijo Hakim mirando de frente a Erikki—. No lo hago.

—¿Cuáles son esos peligros que has mencionado? —preguntó Erikki. —No puedo decírtelo, Erikki —dijo Hakim.

—¿Nos perdonarás, Alteza? Hemos de prepararnos para irnos. —Azadeh se puso en pie. Y lo mismo hizo Erikki.

—¡Tú te quedas donde estás! —Hakim estaba furioso—. ¿Le permitirás abjurar del Islam, de su herencia y de la posibilidad de vida eterna, Erikki?

—No, eso no forma parte de mi plan. —Los dos se le quedaron mirando desconcertados—. Dime, por favor, de qué peligro se trata, Hakim.

—¿Qué plan? ¿Tienes un plan? ¿En qué consiste?

—Los peligros. Háblame de los peligros. El Islam de Azadeh está a salvo conmigo, lo juro por mis propios dioses. ¿Qué peligros?

No formaba parte de la estrategia de Hakim revelárselos pero ahora se sentía desconcertado por la actitud inflexible de su hermana. Irritado ante la posibilidad de que Azadeh hubiera considerado siquiera cometer la herejía suprema, y, por otra parte, absolutamente desorientado ante la sinceridad de aquel hombre extraño. De manera que les contó lo del télex, de salida clandestina de pilotos y aparatos, de su conversación con Hashemi advirtiendo que a pesar de que Azadeh se mostrara tan irritada como Erikki, su sorpresa no parecía auténtica. «Es como si ya lo supiera, como si hubiera estado presente en ambas ocasiones, pero, ¿cómo es posible que esté enterada?» Siguió hablando.

—Le dije que no podían detenerte en mi casa ni en mis dormitorios y tampoco en Tabriz, que yo te daría un coche, que confiaba en que escaparas a la detención y que te irías antes del alba.

Erikki estaba destrozado. «El télex lo ha cambiado todo», se dijo. —Así que me están esperando.

—Sí, pero no dije a Hashemi que tenía otro plan, que ya había enviado un coche a Tabriz, que tan pronto como Azadeh durmiera, yo...

—¿Me hubieras dejado, Erikki? —Azadeh estaba aterrada—. ¿Me hubieras dejado sin decírmelo? ¿Sin pedirme que te acompañara?

—Tal vez. ¿Qué estabas diciendo, Hakim? Por favor, termina lo que estabas diciendo.

—Que tan pronto como Azadeh se quedara dormida, yo tenía planeado sacarte a escondidas de palacio y conducirte a Tabriz donde está el coche y enviarte a la frontera, a la frontera turca. Tengo amigos en Khoi y te ayudarían a cruzarla, con la Ayuda de Dios —añadió Hakim de manera automática, enormemente aliviado de haber preparado un plan alternativo..., para el caso de que lo necesitara. Y ahora había llegado el momento de utilizarlo—, ¿Tú tienes un plan?

—Sí.

—¿Cuál es?

—Si no te gusta, Khan Hakim, ¿qué pasará entonces?

—En ese caso, me negaré a autorizarlo e intentaré detenerte. —Prefiero no incurrir en tu desagrado.

—Sin mi ayuda, no podrás irte.

—Me vendría bien tu ayuda, eso es verdad. —Pero Erikki ya no se sentía confiado. Habiéndose ido Mac y Charlie y el resto... «¿Cómo diablos han podido hacerlo con semejante rapidez? ¿Por qué diablos no sucedió todo cuando aún estábamos en Teherán? Aunque gracias sean dadas a todos los dioses de que ahora Hakim es el Khan y puede proteger a Azadeh... Es evidente lo que la SAVAK hará conmigo si me cogen, cuando me cojan—. Tenías razón sobre lo del peligro. ¿Crees que podré escabullirme de palacio como has dicho?

—Hashemi dejó dos policías junto a la puerta. Creo que podríamos sacarte... Supongo que será posible distraerlos de alguna forma. Lo que no sé es si hay otros en la carretera que conduce a la ciudad, pero puede que los haya, lo más probable es que estén allí. Si vigilan bien y te paran..., será la Voluntad de Dios.

—Esperan que vayas solo, Erikki —dijo Azadeh—, y el coronel se comprometió a no tocarte mientras estuvieras en Tabriz. Si nos escondiéramos en la trasera de un viejo camión... Sólo necesitaremos un pequeño camión para burlarles.

—Tú no puedes irte —dijo Hakim, impaciente.

Pero ella ni siquiera lo oyó. Recordaba a Ross y a Gueng y su anterior fuga así como lo difícil que resultó para ellos dos pese a ser saboteadores y luchadores entrenados. ¡Pobre Gueng! Sintió recorrerle el cuerpo un escalofrío. «La carretera del norte es tan difícil como la del sur, en ellas resulta fácil preparar emboscadas, poner controles de carretera. Khoi no está demasiado lejos en kilómetros y desde Khoi a la frontera, pero sí a un millón de kilómetros en tiempo y con mi espalda en malas condiciones..., dudo que pudiera andar siquiera una.»

—No importa —murmuró—. Desde luego que llegaremos allí. Con la ayuda de Dios lograremos escapar.

—Por Dios y el Profeta, ¿qué me dices de tu juramento, Azadeh? —Hakim tenía la mirada centelleante.

Azadeh se había puesto muy pálida y cruzaba los dedos para que no le temblaran.

—Por favor, perdóname, Hakim. Ya te lo he dicho. Si se me impide irme ahora con Erikki o si él no quiere llevarme, me escaparé como quiera que sea. ¡Lo haré, lo juro! —Miró a Erikki—. Si Mac y todos los demás se han ido, podrían utilizarte como rehén.

—Lo sé. He de salir de aquí lo más rápidamente que pueda. Pero tú has de quedarte. No puedes renunciar a tu religión cuando sólo son dos años, por mucho que odie dejarte.

—¿Se separaría Tom Lochart de Sharazad durante dos años?

—Ésa no es la cuestión —repuso Erikki cauteloso—. Tú no eres Sharazad, tú eres la hermana de un Khan y juraste quedarte.

—Eso es algo entre Dios y yo. Tommy no hubiera dejado a Sharazad —dijo, testaruda, Azadeh—. Sharazad no hubiera dejado a su Tommy, le am...

—He de conocer tu plan —la interrumpió Hakim con frialdad. —Lo siento, pero en cuanto a él, no confío en nadie.

Los ojos del Khan se contrajeron hasta convertirse en dos estrechas aberturas y hubo de hacer acopio de voluntad para no llamar al guardia.

—De manera que nos encontramos en un punto muerto. Azadeh, sírveme un poco más de café, por favor. —Ella le obedeció al punto. Hakim miró al hombretón que permanecía de espaldas al fuego—. En punto muerto, ¿verdad?

—Soluciónalo, por favor, Khan Hakim —pidió Erikki—. Sé que eres un hombre prudente y por nada del mundo querría perjudicarte. Y tampoco a Azadeh.

Hakim cogió la taza de café y le dio gracias, con la mirada clavada en el fuego, mientras sopesaba y calculaba. Necesitaba saber lo que Erikki tenía en la mente, ya que deseaba poner fin a todo aquello, que Erikki se fuera y Azadeh se quedara y siguiese como siempre había sido, prudente, cariñosa, atenta y obediente..., y musulmana. Pero la conocía demasiado bien para no tener la certeza de que se comportaría como había amenazado y él la quería demasiado para permitirle que llevara a cabo su amenaza.

—Acaso te satisfaga lo que voy a decirte, Erikki. Juro por Dios que te ayudaré en todo siempre que en tu plan mi hermana no haya de renegar de su juramento, que no la fuerce a la apostasía, que no la amenace peligro alguno, espiritual o político... —reflexionó por un instante—a ella o a mí..., y que tenga alguna posibilidad de éxito.

Azadeh se encabritó, furiosa.

—Eso no es una ayuda. ¿Cómo puede Erikki de algu...?

—Azadeh —intervino Erikki tajante—. ¿Dónde están tus modales? Permanece callada. El Khan me está hablando a mí, no a ti. Es mi plan el que quiere conocer, no el tuyo.

—Lo siento, perdóname, por favor —dijo ella de inmediato, con absoluta sinceridad—. Sí, tienes razón, os pido perdón a ambos. Excusadme, por favor.

—Cuando nos casamos juraste obedecerme. ¿Sigue en pie ese juramento? —preguntó él con dureza, furioso de que Azadeh hubiera estado a punto de hacer fracasar su plan, pues había observado al Khan bizquear de furia y él lo quería tranquilo y reposado, no agitado.

—Sí, Erikki —contestó ella al instante, todavía sobresaltada por lo que Hakim dijera, porque, de esa manera, todos los caminos, salvo el que ella había elegido, quedaban cerrados..., y esa elección la aterraba—. Sí, sin reservas, siempre que no me dejes.

—Sin reservas..., ¿sí o no?

Por su mente atravesaron imágenes de Erikki, su ternura, su amor y sus risas, y todas las cosas buenas, junto a la amenazadora violencia que jamás la alcanzó a ella, aunque sí a todo aquel que la amenazaba o se interpusiera en su camino, Abdollah, Johnny, incluso Hakim..., en especial Hakim.

«Sin reservas, sí —ansiaba decir—, salvo contra Hakim, salvo si tú me dejas.» Su mirada la atravesaba. Por primera vez, tuvo miedo de él.

—Sí, sin reservas —musitó—. Te suplico que no me dejes.

Erikki dirigió su atención a Hakim de nuevo.

—Acepto lo que ha dicho. Gracias.

Volvió a sentarse. Azadeh vaciló un instante, luego, se arrodilló junto a él y descansó la cabeza sobre sus rodillas. Ansiaba el contacto, esperando que ello le ayudara a calmar su temor y el enfado que sentía consigo misma por haber perdido la serenidad. «Debo de estar volviéndome loca —se dijo—. ¡Que Dios me ayude...!»

—Acepto las reglas que has establecido, Khan Hakim —estaba diciendo Erikki con calma—. Pero aun así, no pienso informarte de mi pl... Espera, espera, ¡espera! Juraste que me ayudarías si no te ponía en peligro, y no lo haré. En vez de eso —dijo sopesando las palabras—, en vez de eso te daré un enfoque hipotético de un plan capaz de responder a todas tus condiciones. —De manera inconsciente, empezó a acariciar el cabello y el cuello de Azadeh, que comenzó a sentir cómo se relajaba de todas sus tensiones. Erikki vigilaba a Hakim, ambos hombres a punto de explotar—. ¿Va todo bien hasta ahora?

—Continúa.

—Digamos, de manera hipotética, que mi helicóptero se encuentra en perfecto estado, que he estado simulando que no podía ponerlo en marcha para engañar a todos y para que todos se acostumbren a la idea de que los motores se ponen en marcha para pararse en seguida; supongamos que he mentido en cuanto al combustible y que hay suficiente para una hora de vuelo, el suficiente con bastante margen para alcanzar la frontera y...

—¿Es así? —preguntó Hakim de manera involuntaria, abriéndole un nuevo camino aquella idea.

—Lo es desde un punto de vista hipotético —respondió Erikki, que sintió cómo la mano de Azadeh le apretaba la rodilla con más fuerza, mas simuló no darse cuenta—. Digamos que, dentro de uno o dos minutos, antes de irnos a la cama, te diga que quiero intentar ponerlo en marcha de nuevo. Digamos que lo hago, que los motores se ponen en marcha, funcionan el tiempo suficiente para calentarse y luego se paran, nadie se preocuparía..., es la Voluntad de Dios. Todo el mundo pensaría, «ese loco no quiere dejarlo en paz, ¿por qué no renuncia y nos deja dormir en paz?» Digamos que lo pongo en marcha, le doy toda la potencia y asciendo hacia el cielo. Siguiendo con mi hipótesis, podría estar fuera en cuestión de segundos..., siempre que los guardias no disparen contra mí y que no me encuentre gente hostil, Green Bands o policías con armas en la puerta o fuera de los muros.

Hakim exhaló con fuerza. Azadeh se movió ligeramente haciendo crujir la seda de su vestido.

—Rezo para que esa hipótesis pueda hacerse realidad —dijo. —Sería mil veces mejor que un coche —dijo Hakim a su vez—, diez mil veces mejor. ¿Podrías volar todo el tiempo de noche?

—Podría, siempre que tuviera un mapa. La mayoría de los pilotos que han pasado cierto tiempo en un área, conservan un buen mapa en sus cabezas..., pero, claro, todo esto no era más que una hipótesis.

—Sí, sí, lo sé. Bien, hasta aquí hemos llegado con tu plan hipotético, Podrías escapar de esa forma si fueras capaz de neutralizar a posibles hostiles en el patio. Y ahora, hipotéticamente hablando, ¿qué pasa con mi hermana?

—Mi mujer no figura en huida alguna, hipotética o real. Azadeh no tiene elección. Deberá quedarse por propia decisión y esperar los dos años. —Erikki se dio cuenta del asombro de Hakim y sintió, bajo sus dedos, la inmediata rebeldía de Azadeh. No permitió que sus dedos alteraran su ritmo sobre el cabello de ella y su cuello, calmándola, mimándola y siguió hablando sin alterarse—. Azadeh está comprometida a qudarse cumpliendo con su juramento. Nadie que la quiera, y sobre todo yo, le permitiría renunciar al Islam sólo por dos años. De hecho, Azadeh, hipótesis o no, te está prohibido. ¿Entendido?

—Escucho lo que dices, marido —dijo ella entre dientes, tan furiosa que apenas podía hablar y maldiciéndose por haber caído en la trampa.

—Estás ligada por tu juramento durante dos años, al cabo de los cuales, puedes irte libremente. ¡Es una orden!

Ella lo miró.

—Tal vez al cabo de dos años no me apetezca irme —dijo sombría. Erikki descansó su inmensa mano sobre el hombro de ella, con los dedos ligeramente alrededor de su cuello.

—Entonces, mujer, volveré yo y te arrastraré fuera por el pelo.

Lo dijo con tanta calma y tal virulencia que la dejó helada. Al cabo de un momento bajó los ojos y dirigió la mirada al fuego. Continuó apoyadas en las piernas de él. Erikki no le quitó la mano del hombro, ni ella hizo el menor movimiento por apartarla. Pero él estaba seguro de su furia y que, en aquel momento, lo aborrecía. Pese a todo, sabía que había sido necesario decir cuanto había dicho.

—Perdonadme un instante, por favor —dijo Azadeh con tono glacial. Los dos hombres la observaron salir.

—¿Obedecerá? —preguntó Hakim una vez que estuvieron solos. —No —dijo Erikki—. No a menos que la encierres en su habitación y aun así... No. Ella ha tomado ya su decisión.

—Jamás, jamás permitiré que quebrante su juramento y que renuncie al Islam. Debes de entender eso bien. Incluso..., incluso si tuviera que matarla.

Erikki le miró con fijeza.

—Si le haces algún daño eres hambre muerto..., si yo estoy vivo.

En los barrios del norte de la ciudad de Tabriz: 10:36 de la noche.

Entre las sombras, la primera oleada de Green Bands se precipitó hacia la puerta en el alto muro. Saltaron los cerrojos y entraron en el patio interior disparando sus armas. Hashemi y Robert Armstrong se encontraban al otro lado de la plaza en la relativa seguridad de un camión aparcado. Otros hombres aparecían por la calleja para cortar toda retirada.

—Ahora —dijo Hashemi a través del walkie-talkie. Al punto, la zona enemiga de la plaza quedó inundada por la luz de los focos montados en camiones camuflados. Los hombres intentaban huir por otras puertas, pero la Policía y los Green Bands abrieron fuego contra ellos y la lucha empezó.

—Vamos, Robert —dijo Hashemi, y corrió cauteloso para acercarse más.

Informadores les habían susurrado que esa noche se celebraría allí una reunión a alto nivel de líderes islámico-marxistas y que aquel edificio se comunicaba con sus medianeros, por una especie de madriguera de conejos formada de puertas secretas y pasadizos. Con la ayuda del Khan Hakim, Hashemi había procedido a la primera de una serie de incursiones destinadas a desactivar la extensa oposición izquierdista al Gobierno, a capturar a los líderes y a hacer un público escarmiento de ellos..., para sus propios fines.

El primer grupo de Green Bands había despejado la planta baja y subían a la carga por las escaleras, indiferentes a su propia seguridad. Los defensores, recuperados ya de su sorpresa, luchaban con igual ferocidad, bien armados y entrenados.

Afuera, en la plaza, hubo una tregua: los defensores no querían exponerse inútilmente al peligro, o unirse a los que ya se encontraban acorralados contra los coches, algunos de éstos en llamas. La calleja detrás del edificio aparecía ominosamente tranquila, con la Policía y los Green Bands bloqueando ambas salidas, bien atrincherados detrás de sus vehículos.

—¿A qué esperamos aquí, como iraquíes apestosos y cobardes? —dijo con truculencia uno de los Green Bands—. ¿Por qué no les atacamos?

—Tú esperarás aquí porque es lo que el coronel ha ordenado —dijo el sargento de Policía—. Esperarás porque podemos matar a todos esos perros sin complicaciones y el...

—Yo no obedezco a ningún perro de coronel, ¡sólo a Dios! ¡Dios es grandeeeee! —Dicho lo cual el jovenzuelo amartilló su rifle y salió corriendo de la posición de emboscada en dirección a la puerta trasera del edificio que era el blanco. Otros lo siguieron. El sargento los maldijo y les ordenó que regresaran, mas sus palabras quedaron ahogadas por una descarga cerrada contra los jóvenes desde las pequeñas ventanas situadas en lo alto de los muros, haciendo entre ellos una carnicería.

Hashemi y los otros, que habían oído los disparos en la calleja, supusieron que los de la casa habían intentado huir.

—Esos perros no pueden escapar por ese lado —gritó jubiloso Hashemi—. ¡Están atrapados!

Desde donde él estaba, podía ver que el ataque al edificio principal se mantenía. Entonces, pulsó su transmisor.

—Segunda oleada en dirección al edificio de inmediato —un mollah con otro destacamento de jóvenes que lanzaban su grito de batalla cruzaron la plaza corriendo, ante los ojos realmente aterrados de Robert Armstrong por la orden de Hashemi que les convertía, bajo la luz de los focos, en blancos perfectos.

—¡Tú no intervengas, Robert! ¡Por Dios que estoy harto de tus interferencias! —le había dicho Hashemi con frialdad, cuando le hiciera algunas sugerencias de cómo contener la incursión antes de que el ataque comenzara—. Guarda tus consejos para ti, éste es un asunto interno. Nada tiene que ver contigo.

—Pero, Hashemi, no todos los edificios están ocupados por bandas hostiles o por marxistas, es posible que haya familias, acaso centenares de personas inocentes...

—¡Manténte quieto o, por Dios, que lo consideraré traición!

—Entonces, me mantendré al margen. Regresaré y vigilaré el palacio.

—He dicho que formarás parte de la incursión. Vosotros los británicos creéis ser los únicos que sabéis manejar a algunos revolucionarios. Permanecerás a mi lado, donde yo pueda verte, pero antes..., ¡dame tu pistola!

—¡Hashemi...!

—¡Tu pistola! Por el Profeta que ya no confío en ti. ¡Tu pistola!

Así que se la había entregado. Con ella en su poder, Hashemi pareció recobrar la tranquilidad, y relajarse y reír por el incidente. Sin embargo, no le había devuelto el arma y Armstrong se encontraba como desnudo en la noche, temeroso de haber sido traicionado de algún modo. Lo miró y de nuevo vio aquella expresión extraña en los ojos de Fazir y también la forma en que movía la boca, con un poco de saliva en las comisuras.

Una ráfaga de disparos hizo que, otra vez, centrara su atención en el edificio. El fuego procedía de las ventanas altas haciendo frente al nuevo ataque. Muchos de los jóvenes cayeron mas algunos lograron introducirse en el interior, el mollah iba entre ellos, para reforzar a aquellos combatientes que seguían vivos. Juntos apartaron los cuerpos que bloqueaban la escalera, y se abrieron paso luchando hasta el piso siguiente.

En la plaza, Hashemi se mantenía parapetado detrás de un coche, consumido por su excitación y su sensación de poder.

—¡Más hombres al edificio del cuartel general!

Nunca antes, en su vida, había tenido el control de una batalla, en parte de una. Todo su trabajo anterior había sido secreto, clandestino, solapado, sólo unos pocos hombres implicados en cada operación. Incluso con su «Group Four» de asesinos todo cuanto había hecho había sido dar órdenes, desde un lugar seguro, y esperar el resultado, en un lugar seguro, lejos de toda acción. Salvo en aquella única ocasión en que hiciera detonar personalmente el coche bomba que acabó con el general Janan, su enemigo de SAVAMA. «Por Dios y el Profeta —vociferaba su mente—, para esto es para lo que yo he nacido: ¡Para batallas y guerra!»

—¡Ataque general! —gritó en el walkie-talkie y luego, poniéndose en pie, aulló con toda la fuerza de sus pulmones—: ¡Ataque general!

Los hombres cargaron en la noche. Granadas arrojadas por encima de los muros que caían indiscriminadamente en patios y ventanas. Explosiones y grandes humaredas, nuevos disparos de rifles y automáticas, más explosiones. Entonces, de repente, una explosión gigantesca en el cuartel general izquierdista cuando en el escondrijo de las municiones y la gasolina hizo explosión, voló todo el último piso y la mayor parte de la fachada. La oleada de calor desgarró las ropas de Hashemi y derribó a Armstrong, y Mzytryk, que había estado vigilando a través de los prismáticos desde el lugar seguro de una ventana alta, al otro lado de la plaza, los vio con toda claridad, iluminados por la luz de los focos, y decidió que ése era el momento perfecto.

—¡Ahora! —dijo en ruso.

El tirador apostado junto a él; tenía ya el objetivo en el centro de la mira telescópica de su rifle cuyo cañón había apoyado sobre el marco de la ventana. Al instante, colocó el dedo índice por encima del guardamonte. Sintió el dedo de Mzytryk en el gatillo y empezó la cuenta atrás como le habían ordenado:

—Tres..., dos..., uno..., ¡fuego! —Mzytryk apretó el gatillo.

Los dos hombres vieron cómo las balas dumdum le incrustaban en la parte baja de la espalda de Hashemi, y lo lanzaban con los brazos y las piernas extendidos, contra el coche que tenía enfrente para desplomarse finalmente sobre el polvo.

—Bien —murmuró Mzytryk sombrío. Lo único que lamentaba era que sus propios ojos y pulso no fueran lo bastante buenos para acabar por sí mismo con los asesinos de su hijo.

—Tres..., dos..., uno...

La mira osciló. Ambos hombres maldijeron porque habían visto a Armstrong girar rápidamente, y mirar por un instante en su dirección. Entonces, se había lanzado por un hueco entre los coches, desapareciendo detrás de uno de ellos.

—Está por el lado del volante. No puede escapar. Ten paciencia..., dispara cuando puedas.

Mzytryk salió corriendo de la habitación y desde el hueco de la escalera gritó en turco a los hombres que esperaban abajo.

—¡Id! —Luego, corrió de nuevo a la habitación. En el momento en que atravesaba la puerta, vio disparar al francotirador.

—Lo alcancé —dijo el hombre con una obscenidad.

Mzytryk enfocó sus prismáticos, pero no pudo ver a Armstrong. —Detrás del coche negro. Sacó la cabeza un segundo por el lado del volante y le di.

—¿Lo has matado?

—No, camarada general. He tenido mucho cuidado, tal como me ordenaste.

—¿Estás seguro?

—Sí, camarada general. Le he alcanzado en el hombro, tal vez en el pecho.

El edificio del cuartel general ardía furiosamente, esporádicos ya los disparos desde los edificios adyacente, sólo pequeños núcleos de resistencia. Los atacantes superaban en mucho a los defensores, todos enloquecidos en un frenesí de brutalidad. «Bárbaros —pensó Mzytryk despectivo. En ese momento, volvió la vista al cuerpo de Hashemi caído en el suelo, sacudido todavía por espasmos, parte de él dentro del joub—. No te mueras demasiado pronto, matyeryebyets.»

—¿Puedes verle? ¿Al inglés?

—No, camarada general, pero tengo cubierto ambos lados.

Entonces, Mzytryk vio llegar la destartalada ambulancia y bajar hombres, ostentando brazaletes de la Cruz Roja, con camillas para empezar a recoger a los heridos cuando casi había terminado la batalla. «Me alegro de haber venido esta noche», se dijo, sin que su furia se hubiese calmado. Había decidido dirigir la venganza personalmente, tan pronto como el día anterior recibió el mensaje del Khan Hakim. El apenas disimulado «requerimiento», junto con el informe secreto de Pahmudi sobre la forma en que su hijo había muerto a manos de Hashemi y Armstrong, le había conducido a un paroxismo de ira.

Resultó fácil hacerse con un helicóptero e instalarse la noche anterior en las afueras de Tabriz. Tampoco fue difícil preparar un contraataque y tender una emboscada a los dos asesinos. Fácil plan de venganza que cimentaría sus relaciones con Pahmudi, al librarle de su enemigo Hashemi Fazir, y que, al mismo tiempo, evitaría muchas dificultades a sus mujadines y los tudehs en el futuro. Y Armstrong, el escurridizo agente MI6, otra supresión que se había prolongado durante demasiado tiempo..., ¡maldito sea ese fornicador por haber reaparecido como un fantasma al cabo de tantos años!

—¡Camarada general!

—Sí, ya los veo.

Mzytryk siguió con la mirada a los hombres de la Cruz Roja que colocaban a Hashemi sobre una camilla y se dirigían hacia una ambulancia. Otros dieron vuelta al coche. Las líneas cruzadas de la mira telescópica los siguieron. Aumentó la excitación de Mzytryk. El tirador de primera esperó, paciente. Cuando los hombres reaparecieron, llevaban con ellos a Armstrong, medio a rastras.

—Sabía que había alcanzado a ese bastardo —dijo el tirador de primera.

En el palacio: 11.04 de la noche.

Las luces rojas y fosforescentes de vuelo nocturno en el panel de instrumentos se encendieron, silenciosas. Erikki pulsó la «Puesta en Marcha del Motor». Los jets cobraron vida, tosieron, volvieron a ponerse en marcha, vacilaron mientras él metía y sacaba cuidadosamente los interruptores del circuito. Luego, los estabilizó en su sitio. Los motores comenzaron su calentamiento real.

En el patio, los focos estaban encendidos a media luz. Azadeh y el Khan Hakim, muy abrigados, debido al frío de la noche, permanecían en pie, algo apartados de las palas giratorias, observándole con atención.

En la puerta de entrada, a unos cien metros, también vigilaban aunque de manera indolente, dos guardias y dos policías de Hashemi. Las brasas de sus cigarrillos brillaban en la oscuridad. Los dos policías se colgaron del hombro sus «Kalashnikovs» y se aproximaron más, paseando.

Los motores volvieron a escupir, y el Khan Hakim gritó haciéndose oír por encima del estruendo.

—¡Déjalo por esta noche, Erikki!

Pero Erikki no le oyó. Hakim se alejó del ruido, para acercarse más a la puerta, siguiéndole Azadeh reacia. Andaba lenta y desmañadamente y maldijo por no estar acostumbrado a las muletas.

—Saludos, Alteza —dijeron, corteses, los policías.

—Saludos. Tu marido no tiene paciencia, Azadeh —dijo con irritación—. Está perdiendo el sentido común. ¿Qué le ocurre? Es ridículo que se pase el tiempo probando los motores. ¿De qué le serviría, aun suponiendo que se pusieran en marcha?

—No lo sé, Alteza. —El rostro de Azadeh aparecía muy blanco bajo la pálida luz y estaba muy inquieta—. Desde..., desde la incursión ha estado muy extraño, muy difícil, difícil de comprender..., me asusta.

—¡No me extraña! Es capaz de asustar incluso al mismísimo demonio.

—Te ruego que me perdones, Alteza —dijo Azadeh con tono de excusa—, pero, en tiempos normales, no..., no es en modo alguno aterrador.

Los dos policías, corteses, dieron media vuelta, pero Hakim les detuvo.

—¿Han observado alguna diferencia en el piloto?

—Está muy furioso, Alteza, hace horas que está furioso. En una ocasión le he visto darle de puntapiés a la máquina, pero es difícil decir si ha cambiado o no. Nunca he estado cerca de él antes.

El cabo rondaba los cincuenta y no quería líos. El otro hombre era más joven y estaba, si cabía, más asustado. Sus órdenes eran las de vigilar y esperar hasta que el piloto se fuera en coche, o a que cualquier vehículo saliera de la propiedad, y, sin detenerlos, lo comunicase al momento al Cuartel General por la radio del coche. Los dos se daban perfecta cuenta de lo peligroso de su posición. El brazo del Khan Gorgon era muy largo y llegaba hasta muy lejos. Los dos sabían que los sirvientes y los guardias del fallecido Khan, acusados por él de traición, seguían pudriéndose en las mazmorras de la Policía. Pero también sabían que el poder del Servicio Secreto Interno era todavía más certero.

—Dile que lo deje estar, Azadeh, que pare los motores.

—Antes jamás estuvo tan..., tan enfadado conmigo, y esta noche —la rabia casi le hizo bizquear—. No creo que pueda obedecerle. —¡LO HARÁS!

—Cuando está así, aunque sólo sea un poco enfadado, no puedo lograr nada de él —murmuró Azadeh al cabo de una pausa.

Los policías vieron su palidez y sintieron lástima de ella, pero la sentían mucho mayor todavía por ellos mismos..., habían oído lo ocurrido en las estribaciones de la montaña. ¡Que Dios nos proteja de eI del Cuchillo! ¿A quién le gustaría estar casada con semejante bárbaro que todos saben que bebe la sangre de los hombres tribales a los que ha matado, adora a los espíritus del bosque contra la ley de Dios y se revuelca desnudo en la nieve obligándola a ella a hacer lo mismo?

Los motores escupieron y empezaron a apagarse y entonces vieron a Erikki aullar de furia y golpear el costado de la carlinga con su enorme puño, que hizo una abolladura en el aluminio por la fuerza del golpe. —Con tu permiso, Alteza, me voy a la cama..., creo que tomaré un somnífero y espero que mañana sea mejor... —dejó sin terminar la frase.

—Sí, lo del somnífero es una buena idea. Muy buena. Me temo que yo habré de tomar dos, la espalda me duele terriblemente y ahora ya no puedo dormir sin el somnífero. —Luego, Hakim añadió enfadado—: ¡Es culpa suya! De no haber sido por él, ahora no tendría dolores. —Se volvió hacia su guardaespaldas—. Ve a buscar a mis guardias que están en la puerta, quiero darles instrucciones. Y tú, acompáñame, Azadeh.

Se alejó penosamente, mientras Azadeh caminaba obediente y malhumorada a su lado. Los motores empezaron a chillar de nuevo. El Khan Hakim se volvió irritado, hacia los policías.

—¡Si no para dentro de cinco minutos —les ordenó con tono tajante—, mandadle en mi nombre que lo haga! ¡Dentro de cinco minutos, por Dios!

Los dos hombres, desasosegados, les vieron alejarse mientras el guardaespaldas y los dos guardias de la puerta subían presurosos los escalones tras ellos.

—Si Su Alteza no puede hacer nada con él, ¿qué podemos hacer nosotros? —dijo el policía de más edad.

—Con la Ayuda de Dios, los motores seguirán en marcha hasta que el bárbaro esté satisfecho o los pare él mismo.

Las luces se apagaron en el patio. Al cabo de seis minutos, los motores seguían igual: se paraban, se ponían en marcha, se paraban...

—Más vale que obedezcamos —dijo el policía más joven, muy nervioso—. El Khan dijo cinco. Vamos retrasados.

—Estáte preparado para correr y no lo irrites si necesidad. ¡Quita el seguro de tu arma! —Se acercaron más, muy nerviosos—. ¡Piloto!

Pero el piloto estaba de espaldas a ellos y tenía medio cuerpo dentro de la carlinga. «¡Hijo de perra!» Más cerca, ahora ya junto a las palas giratorias.

—¡Piloto! —llamó el cabo con voz más potente.

—No puede oírte, ¿quién podría oírte nada? Adelántate, yo te cubro. El cabo asintió, y, después de encomendar su alma a Dios, se metió en el remolino de viento.

—¡Piloto! —Hubo de acercarse mucho a él y tocarle—. ¡Piloto!

En aquel instante, el piloto se volvió, con rostro severo, y dijo algo en una lengua bárbara que él no entendió.

—Por favor, Excelencia Piloto —llamó con sonrisas y cortesía forzadas—. Por favor, Excelencia Piloto, consideraríamos un honor que parara los motores. Su Alteza el Khan lo ha ordenado. —Vio la mirada atónita, recordó que el del Cuchillo no hablaba lengua alguna civilizada de manera que repitió lo que había dicho, hablando más alto y más despacio y recurriendo a la mímica. Ante su inmenso alivio, el piloto asintió con expresión de excusa, pulsó algunos botones y los motores empezaron a pararse y las palas a girar más despacio.

«¡Alabado sea Dios! Bien hecho, ¡qué inteligente eres!» se dijo el cabo satisfecho.

—Gracias, Excelencia Piloto. Muchas gracias.

Inmensamente contento consigo mismo, atisbó, imperioso en la carlinga. En aquel momento, vio al piloto hacerle señas, con el gesto de alguien que intentase complacerle, y por Dios que más le valía, invitándole a ocupar el asiento del piloto. Henchido de orgullo, observó inclinarse, cortés, ante la carlinga, mover los controles y señalar hacia los instrumentos.

Incapaz de dominar su curiosidad, el policía más joven se aproximó por debajo de las palas que cada vez giraban con menor lentitud, y se acercó a la portezuela. Se inclinó hacia delante, fascinado por las hileras de botones y esferas que centelleaban en la oscuridad.

—¡Por Dios, cabo, has visto alguna vez tantas esferas y clavijas? Ese asiento parece pintiparado para ti.

—Quisiera ser piloto —dijo el cabo—. Yo pens...

Calló, asombrado, al ser sus palabras absorbidas por una roja neblina cegadora que aspiraba el aliento de sus pulmones y lo sumía en la más absoluta oscuridad.

Erikki había hecho chocar la cabeza del más joven contra la del cabo, dejando inconscientes a ambos. Los rotores pararon sobre su cabeza. Miró en derredor. Ni el menor movimiento en la oscuridad, sólo varias luces en el palacio. Nada de miradas enemigas ni presencia alguna que pudiera detectar. Con rapidez, ocultó las armas de los policías debajo del asiento del piloto. En cuestión de segundos, trasladó a los dos hombres a la cabina y los dejó allí tumbados; les abrió la boca a la fuerza y les puso en ellas las pastillas de dormir que cogiera del cuarto de baño de Azadeh, una vez hecho eso, los amordazó. Un instante para recuperar el aliento antes de pasar a la carlinga a fin de comprobar que todo estaba en orden para el despegue inmediato. A renglón seguido, volvió a la cabina. Ninguno de los dos hombres se había movido. Se apoyó contra la puerta dispuesto a silenciarlos de nuevo si fuera preciso. Tenía la garganta seca. Y estaba bañado en sudor. Y a la espera. De repente, oyó el ladrido de los perros y el ruido de las cadenas que los sujetaban. Con enorme sigilo puso a punto la «Stern». La patrulla que hacía el recorrido, formada por dos guardias armados y los perros Dobermann hacían la ronda alrededor de palacio sin acercarse a la zona donde él estaba. Erikki vigiló el palacio, el brazo fuera del cabestrillo.

En los barrios bajos del Norte

La destartalada ambulancia color beige sucio avanzaba dando trompicones por las calles llenas de baches. En la trasera iban dos médicos y tres camillas. Hashemi en una de ellas aullaba, desangrándose, destrozada casi toda la parte inferior de la espalda.

—En el Nombre de Dios, administradle morfina —jadeó Armstrong, que intentaba soportar su propio dolor. Estaba medio derrumbado sobre su camilla, con la espalda apoyada en el oscilante costado del coche, sujetando unas vendas fuertemente apretadas sobre el orificio de la bala en la parte superior del pecho, olvidado por completo de la sangre que brotaba de la herida en la espalda, empapando el tosco vendaje que uno de los médicos le había puesto a través de la abertura de su trinchera.

—¡Dadle morfina! ¡De prisa! —volvió a decirles, maldiciéndoles en farsi y en inglés, odiándoles por su estupidez y su falta de humanidad, sin haberse repuesto todavía del repentino impacto de la bala y del ataque surgido desde no se sabía dónde. ¿Por qué, por qué, por qué?

—¿Qué puedo hacer yo, Excelencia? —sugirió la voz de la oscuridad—. No tenemos nada de esa morfina. Es la Voluntad de Dios.

El hombre encendió una linterna que casi lo cegó, la dirigió luego hacia Hashemi y, después, a la tercera camilla. El muchacho que yacía allí estaba muerto. Armstrong observó que ni se habían molestado en cerrarle los ojos. Hashemi emitió otro aullido barboteante.

—Apaga la luz, Ishmael —dijo el otro médico—. ¿Acaso quieres que nos disparen?

Ishmael obedeció, indiferente. Una vez se hubo hecho la oscuridad, encendió un cigarrillo, tosió, se aclaró ruidosamente la garganta y luego, apartó la lona por un instante para orientarse.

—Sólo unos minutos con la Ayuda de Dios —dijo. Se inclinó y sacudió a Hashemi sacándole de su inconsciente para devolverle a un auténtico infierno—. Sólo unos minutos más. Excelencia Coronel. No te mueras todavía —le dijo esperanzado—. Sólo unos minutos más y recibirás el tratamiento adecuado.

Todos se tambalearon al hundirse una rueda en un bache. Armstrong sintió un dolor insoportable. Cuando se dio cuenta de que la ambulancia se detenía, casi lloró de alivio. Otros hombres apartaron la lona de la parte de atrás y se precipitaron al interior. Unas manos brutales lo agarraron, le obligaron a ponerse en pie y lo arrastraron hasta la camilla, sujetándole con las correas de seguridad. Entre brumas infernales de dolor vio cómo se llevaban la camilla de Hashemi desapareciendo en la noche. Luego, unos hombres le levantaron a él, sin ningún miramiento y el dolor fue tan intenso que perdió el conocimiento.

Los camilleros pasaron sobre el joub y entraron por la puerta que había en el alto muro en un sucio corredor. Al llegar al final, bajaron un tramo de escaleras que desembocaba en un inmenso sótano iluminado con lámparas de aceite.

—¡Ponedlo ahí! —ordenó Mzytryk, señalando hacia una segunda mesa. A Hashemi lo habían depositado ya en la primera, atado también a su camilla. Mzytryk examinó con calma las heridas de Armstrong, y luego las de Hashemi. Ambos seguían inconscientes.

—Muy bien —dijo—. Espérame arriba, Ishmael.

Éste se quitó el pringoso brazalete de la Cruz Roja y lo tiró a un rincón junto con los otros.

—Muchos de los nuestros fueron martirizados en este edificio. Dudo que alguno escapara.

—Entonces, hiciste bien al no asistir a la reunión.

Ishmael subió pesadamente las escaleras para reunirse con sus amigos que se felicitaban ruidosamente del éxito logrado al capturar al líder enemigo y a su perro de presa, al extranjero. Todos eran auténticos, encallecidos luchadores islámico-marxistas y entre ellos no había ni un médico.

Mzytryk esperó a encontrarse solo. Entonces cogió una pequeña navaja y empezó a hurgar, ahondando, en la herida de Hashemi. El terrible aullido lo complació. Cuando se iba extinguiendo, agarró un cubo de agua helada y se la echó al coronel en la cara. Los ojos de éste se abrieron y aún le complació más el terror y el dolor que se leyó en ellos.

—¿Querías verme, coronel? Tú asesinaste a mi hijo, Fedor. Soy el general Petr Oleg Mzytryk. —Volvió a manejar la navaja. La cara de Hashemi adquirió un aspecto grotesco mientras aullaba, chillaba y barboteaba de manera incoherente, intentado librarse de las ligaduras.

—Esto es por mi hijo... y esto es por mi hijo... y esto es por mi hijo.

Hashemi tenía un corazón fuerte y sobrevivió varios minutos durante los cuales pidió misericordia, pidió la muerte, un Dios Único para la muerte y la venganza.

Tuvo una muerte terrible.

Por un momento, Mzytryk permaneció junto a él, rebelándose su olfato ante el hedor. Pero no necesitaba obligarse a recordar lo que esos dos le habrían hecho a su hijo, para conseguir que alcanzase el tercer nivel.

El informe de Pahmudi había sido explícito. «Te hemos devuelto la moneda, Hashemi Fazir, tragamierdas», dijo y le escupió a la cara. A continuación, se volvió y quedó parado. Armstrong estaba consciente y le observaba a él desde la camilla, al otro extremo del sótano. Fríos ojos azules. Rostro exangüe. A Mzytryk le asombró la ausencia de miedo en la mirada. «Pronto cambiaré eso», pensó al tiempo que sacaba la pequeña navaja. Entonces, cayó en la cuenta de que Armstrong había logrado liberar el brazo derecho de las ligaduras pero, antes de que él pudiera hacer nada, Armstrong se había llevado la mano a la solapa de la trinchera y sostenía ya cerca de la boca el casquillo con la cápsula de cianuro que contenía.

—No te muevas! —le advirtió Armstrong.

Mzytryk era demasiado experto para pensar por un instante correr hacia él, ya que la distancia era demasiado grande. En el bolsillo lateral llevaba una automática pero estaba seguro que los dientes de Armstrong morderían la cápsula antes de que él pudiera sacar el arma, y en tres segundos se quedaría sin tiempo suficiente para vengarse. Su única esperanza era que el dolor de Armstrong se hiciera tan intenso que perdiera el conocimiento. Y allí permaneció, junto a la otra mesa, maldiciéndole.

Cuando en la oscuridad de la ambulancia los camilleros sujetaron a Armstrong con las ligaduras, éste recurrió de manera instintiva a todas las fuerzas que le quedaban contra las cuerdas para poder disponer del espacio suficiente que le permitiera bastante espacio para sacar el brazo..., para el caso de que no pudiera soportar el dolor. Llevaba otra cápsula oculta en el cuello de la camisa. Había temblado durante toda la agonía de Hashemi, dando gracias a Dios por aquella tregua que le permitía liberar el brazo, aun cuando el esfuerzo fue espantoso. Pero una vez hubo alcanzado la cápsula, dejó de sentir terror y, con ello, el dolor se le calmó un poco. Había hecho la paz consigo mismo al borde mismo de la muerte, donde la vida es tan absolutamente sublime.

—Somos... somos profesionales —dijo—. Nosotros no asesinamos a tu... tu hijo. Estaba vivo cuando... cuando el general Janan se lo llevó para entregárselo a Pahmudi.

—¡Embustero! —Mzytryk observó que la voz iba debilitándose y supo que no habría de esperar mucho más tiempo. Se preparó.

—Estudia los documentos... los documentos oficiales —dijo Armstrong—SAVAMA debe de tener algunos... y también los de tu maldita KGB.

—¿Me crees tan estúpido que puedas enfrentarme con Pahmudi antes de morir?

—Mira los informes, haz preguntas, tal vez encuentres la verdad. Pero a vosotros, bastardos de la KGB, nunca os ha gustado la verdad. Te digo que estaba vivo cuando SAVAMA se lo llevó.

Mzytryk se sentía desconcertado. ¿Sería normal que un profesional como Armstrong, al borde de la muerte, de una u otra forma, perdiera el tiempo sugiriendo semejante investigación sin estar seguro del resultado?

—¿Dónde están las cintas?

—No las hay. No... no del tercer nivel. —Armstrong estaba perdiendo fuerzas... y también se le iba el tiempo. Cada vez necesitaba un esfuerzo mayor para concentrarse. Pero había que proteger las cintas, ya iba una copia camino de Londres, segura, junto con un informe especial—. Tu hijo fue valiente y fuerte y no nos reveló nada. Lo que... lo que Pahmudi lograra arrancarle con sus manejos brutales eso... eso no lo sé... los de Pahmudi fueron ellos o tu propia escoria. Estaba viv... vivo cuando se lo llevaron. Pahmudi se lo dijo a Hashemi.

«Es posible —se dijo Mzytryk desasosegado—. Esos tragamierdas, hijos de mala madre de Teherán, han hundido a Irán en la confusión, representaron mal al Sha durante años y dieron al traste con nuestro trabajo de generaciones.»

—Lo descubriré. Juro sobre la cabeza de mi hijo que los descubriré, aunque eso no te servirá de nada... ¡camarada!

—Un favor se merece... uno se merece ot... otro. Tú eliminaste a Roger, Roger Crosse, ¿eh?

Mzytryk se echó a reír, satisfecho de poder mofarse de él y sacar provecho de la espera.

—Sí, yo lo preparé. Y a AMG, ¿lo recuerdas? Y a Talbot, pero dije a Pahmudi que utilizara a ese tragamierda de Fazir para ese 16/a. —Vio entornarse aquellos fríos ojos azules y se preguntó qué habría detrás de ellos.

Armstrong escudriñaba en su memoria. ¿AMG? Ah, sí, Alan Medford Grant, nacido en 1905, decano de los agentes de contraespionaje. En 1963, como informador secreto de lan Dunross, descubrió un topo en la Noble House. Y otro en mi Sección Especial, que luego resultó ser mi mejor amigo.

—¡Falso! AMG murió en un accidente de moto en el sesenta y tres. —En el que colaboré. Tuvimos un 16/a a la zaga de ese traidor durante un año o más..., y también de su mujer, la japonesa.

—No estaba casado.

—Vosotros, bastardos, no sabéis nada. ¿Sección Especial? Unos verdaderos comemierdas. Ella pertencía al Servicio Secreto japonés. Sufrió un accidente en Sydney ese mismo año.

Armstrong se permitió una leve sonrisa. «El accidente de moto había sido preparado por la KGB, pero planificado de nuevo por M16. El certificado de defunción era auténtico, el de otra persona, y Alan Medford Grant aún sigue operando con éxito aunque con un rostro y una cobertura diferentes que ni siquiera yo conozco. ¿Pero una mujer?

¿Japonesa? ¿Era otra cortina de humo o tal vez otro secreto? Todo era más complicado de lo que parecía... de lo que par...»

El pasado hacía guiños a Armstrong. Con un esfuerzo, centró su mente en lo que de verdad quería saber, comprobar si estaba en lo cierto o equivocado, ya no disponía de tiempo. En absoluto.

—¿Quién es el cuarto hombre..., nuestro traidor estrella?

El interrogante quedó suspendido en el aire del sótano. Mzytryk se sobresaltó y luego sonrió, porque Armstrong le había dado la clave para obtener venganza psicológica. Le dijo el nombre y fue testigo de su conmoción. Y el nombre del quinto, y el del sexto.

—MI6 rebosa de agentes nuestros, no sólo topos, y también MI5, y la mayoría de vuestros sindicatos... Ted Everly es de los nuestros, y también Broadhurst y Lord Grey..., ¿le recuerdas de Hong Kong? Y no sólo laboristas, aun cuando ellos sean uno de los mejores caldos de cultivo. ¿Nombres? —dijo regodeándose, sabiendo que estaba a salvo—. ¡Echa un vistazo a Who's Who! Altas personalidades de la Banca, de la «City», del Ministerio de Asuntos Exteriores... Henley es otro de los nuestros y ya tengo en mi poder una copia de tu informe..., algunos de tu Gabinete, tal vez incluso en Downing Street. Tenemos en Gran Bretaña a quinientos de nuestros profesionales, sin contar a vuestros propios traidores.

Su risa fue cruel.

—¿Y Smedley-Taylor?

—Sí, claro, él también y... —Cesó bruscamente el regodeo de Mzytryk—. ¿Cómo estás enterado de lo suyo? Si sabes lo de él... ¿Eh?

Armstrong estaba satisfecho. Fedor Rakockzy no había mentido. Todos esos nombres en las cintas que ya estaban en camino, que ya estaban a salvo. Jamás había confiado en Henley, ni siquiera Talbot. Estaba contento y triste a la vez, porque lamentaba no hallarse presente para poder cogerlos a él. «Alguien lo hará. AMG lo hará.»

Sus párpados se agitaron, cayó la mano que tenía cerca de la solapa de la trinchera. Mzytryk, en ese instante, cubrió el espacio que lo separaba de él, moviéndose con una rapidez asombrosa para semejante hombretón, y le inmovilizó el brazo entre la mesa y su pierna, le arrancó la solapa y tuvo a Armstrong impotente y a su merced.

—¡Despiértate, matyeryebyets! —dijo exultante, sacando la navaja—. ¿Qué sabes de Smedley?

Pero Armstrong no contestó. La muerte había llegado silenciosa. La rabia se apoderó de Mzytryk, el corazón le latía con fuerza.

—No importa, está muerto y ya no es necesario perder más tiempo con él —farfulló en voz alta. «El bastardo comemierdas se había ido al infierno sabiendo que había sido instrumento de los traidores, de algunos de ellos. Pero, ¿cómo estaba enterado de lo de Emedley-Taylor? Que se vaya al infierno. ¿Y si fuera verdad lo que dijo sobre mi hijo?»

En un rincón del sótano había un bidón de keroseno. Empezó a derramarlo sobre los cuerpos, desvaneciéndose lentamente su furia.

—¡Ishmael! —llamó desde el pie de la escalera.

Una vez que hubo acabado con el keroseno tiró el bidón a un rincón. Ishmael y otro hombre bajaron al sótano.

—¿Estáis preparados para salir? —les preguntó Mzytryk. —Sí, con la ayuda de Dios.

—Y también con nuestra propia ayuda —dijo Mzytryk con ligereza. Se limpió las manos, cansado aunque satisfecho de cómo se había desarrollado el día y la noche. Ahora, sólo un corto viaje hasta las afueras de Tabriz y a su helicóptero. Una hora o menos para llegar a su dacha de Tbilisi y junto a Vertinskya. Dentro de unas semanas llegará el joven cachorro Hakim, con o sin mi pishkesh, Azadeh. Si viene sin ella, le saldrá muy caro.

—¡Prended fuego! —dijo con tono resuelto—. Y ya podemos irnos. —¡Toma, camarada general! —Ishmael, jocoso, le lanzó algunas cerillas—. Te corresponde el privilegio de acabar lo que empezaste. Mzytryk cogió las cerillas al vuelo.

—Está bien —dijo.

La primera no se encendió. Tampoco la segunda. La tercera, sí. Retrocedió hasta el pie de las escaleras y la lanzó con cuidado. Las llamas se alzaron hasta el techo, prendiendo en las vigas de madera. Y entonces, el pie de Ishmael se disparó contra su espalda, arrojándole de cabeza cerca de las llamas. Mzytryk empezó a chillar, embargado por el pánico, mientras trataba de ahuyentar las llamas con las manos y luego a gatas, las manos ya ennegrecidas, se escurrió hacia las escaleras, se detuvo un momento para sacudirse las solapas de piel; empezó a toser, se atragantó con el denso humo negro que aumentaba por momentos y el olor a carne achicharrada. Como quiera que fuese, logró ponerse en pie. La primera bala le destrozó la rodilla, aulló retrocediendo hacia las llamas. La segunda le rompió la otra pierna y le hizo caer. Luchó, impotente, contra las llamas, ahogados sus alaridos por el rugido creciente de aquel infierno. Y se convirtió en una antorcha.

Ishmael y los otros subieron corriendo las escaleras hasta el primer rellano, colisionando casi con otros que bajaban con igual rapidez. Se quedaron boquiabiertos ante el espectáculo del cuerpo de Mzytryk, que todavía se estremecía, mientras las llamas le alcanzaban ya las botas.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó uno de ellos, horrorizado.

—Mi hermano murió violentamente en la casa. Y también tu primo.

—Es la Voluntad de Dios, pero, Ishmael, ¿el camarada general? ¡Dios nos proteja...! Nos facilitó dinero, armas y explosivos... ¿Por qué matarle?

—¿Por qué no? ¿Acaso no era un hijo de perro, un arrogante satánico sin modales? Ni siquiera era una Persona del Libro —dijo Ishmael despectivo—. Los hay por docenas, por miles, del lugar de donde ellos vienen. Nos necesitan, nosotros no los necesitamos a ellos. Merecía morir. ¿Acaso no vino sólo para tentarme? —Escupió al cuerpo—. Las personas importantes deberían tener guardaespaldas.

Las llamas casi les alcanzaron, lo que les hizo retroceder presurosos. El fuego prendió en las escaleras de madera y empezó a propagarse con rapidez. Una vez en la calle, todos se apiñaron en el interior del camión, y prescindieron de la ambulancia. Ishmael se volvió a mirar las llamas que devoraban la casa y rompió a reír estrepitosamente.

—¡Ahora ese hijo de perro está achicharrado en el infierno! ¡Que todos los infieles perezcan con igual rapidez!

En el patio del palacio: Erikki se encontraba apoyado en el «212» cuando vio apagarse las luces en las habitaciones del Khan, en el segundo piso. Echó un vistazo a los dos policías drogados que dormían como troncos, lo que le tranquilizó. Cerró la puerta de la cabina con gran sigilo, se metió el cuchillo en el cinturón y cogió la «Stern». Sin hacer el menor ruido, se dirigió al palacio, con la habilidad de un cazador nocturno. Los guardias del Khan, apostados junto a la puerta, no se dieron cuenta de que se alejaba. ¿Por qué habrían de molestarse en vigilarle? ¿Acaso el Khan no les había dado órdenes estrictas de que lo dejaran en paz y no lo excitaran, que con toda seguridad se cansaría pronto de jugar con la máquina?

—Si coge el coche dejadle. Y si la Policía quiere crear dificultades, eso es problema de ellos.

—Sí, Alteza —le habían dicho los dos, contentos de no tener bajo su responsabilidad a el del Cuchillo.

Erikki cruzó la puerta de entrada y atravesando el corredor a media luz, llegó hasta la escalera que conducía al ala norte, bien alejada de la zona ocupada por el Khan. Siempre sin hacer ruido, subió la escalera y siguió por otro corredor. Vio el haz de luz que se filtraba por debajo de la puerta de su suite. Sin un instante de vacilación, entró en la antesala y cerró silenciosamente la puerta tras de sí. Atravesó el saloncito hasta la puerta de su dormitorio y la abrió. Se dio cuenta, sobresaltado, de la presencia de Mina, la doncella de Azadeh. Se encontraba arrodillada sobre la cama donde había estado dando masaje a Azadeh, que estaba completamente dormida.

—¡Ah, le pido perdón! —tartamudeó Mina, tan aterrada ante él como todos los demás sirvientes—. No oí llegar a Su Excelencia. Su Alteza me pidió..., me pidió que siguiera con el masaje tanto tiempo como me fuera posible..., y que luego me quedara a dormir aquí.

El rostro de Erikki era como una máscara, llena de tiznajos de combustible y con la venda sobre la oreja tenía un aspecto aún más amenazador.

—¡Azadeh!

—No podrá despertarla, Excelencia, tomó un..., tomó dos pastillas de somnífero y me pidió que le presentara excusas por ella si... —¡Vístela! —silabeó él entre dientes.

Mina palideció.

—Pero, Excelencia... —Casi se le paró el corazón al ver aparecer el cuchillo en la mano de él.

—Vístela rápidamente y si haces el menor ruido, te degollaré. ¡Hazlo! —La vio coger la bata—. Eso no, Mina. Ropa caliente, ropa de esquiar... ¡Por todos los dioses, poco importa el qué, pero hazlo rápido!

Mantuvo su vigilancia, colocándose entre ella y la puerta para que no pudiese huir. En la mesilla de noche estaba el kookri enfundado. Sintió una punzada y apartó la mirada rápidamente. Una vez se hubo asegurado de que Mina obedecía, cogió el bolso de Azadeh de encima del tocador. En él se encontraban todos sus documentos, el documento de identidad, el pasaporte, el permiso de conducir, el certificado de nacimiento, todo. «Bien —se dijo—, y bendita sea Aysha por el regalo del que Azadeh me hablara antes de cenar.» Y dio también gracias a sus antiguos dioses por sugerirle el plan aquella mañana. «Ah, querida mía, ¿pensaste por un momento que iba a dejarte de verdad?»

El bolso contenía también la suave bolsa de seda con las joyas, que parecía más pesada que de costumbre. Abrió los ojos asombrado ante las gargantillas y colgantes de esmeraldas, diamantes y perlas que contenía ahora. «El resto de las de Najoud —se dijo—, las mismas joyas que Hakim utilizó para el trueque con los hombres de la tribu y que yo recuperé de Bayazid.» Por el espejo vio a Mina boquiabierta ante las riquezas que tenía en la mano. Azadeh, que seguía inerte, ya estaba casi vestida.

—¡Date prisa! —urgió a la imagen de la doncella en el espejo.

En el punto de control de la emboscada, debajo del palacio

Tanto el sargento de Policía como su conductor, que estaban en el coche que se encontraba en la linde de la carretera, tenían la vista fija en el palacio, a cuatrocientos metros de distancia. El sargento utilizaba sus prismáticos. El exterior de la inmensa verja se hallaba en penumbra y no podía distinguir a los guardias, tampoco a sus propios hombres.

—Vamos allí —dijo inquieto el sargento—. Por Dios que algo va mal. Están dormidos o muertos. Conduce despacio y en silencio.

Echó mano al arma que había en el asiento, junto a él, e introdujo un proyectil en la recámara. El conductor puso el motor en marcha y enfiló por la carretera desierta.

En la puerta principal

Babak, el guardia, se encontraba recostado contra una columna en el interior de la maciza verja de hierro que estaba cerrada y aherrojada. El otro se hallaba cerca, tumbado sobre unos sacos y profundamente dormido. A través de los barrotes de la verja podía verse la carretera, flanqueada por la nieve, que zigzagueaba cuesta abajo hacia la ciudad. Más allá de la fuente vacía del patio, a unos cien metros, estaba el helicóptero. El viento helado movía ligeramente sus palas.

Babak bostezó y pateó para defenderse del frío. Luego empezó a orinar a través de los barrotes, dirigiendo el chorro de uno a otro lado, con gesto ausente. Antes, cuando el Khan los despidió y regresaron a su puesto, descubrieron la desaparición de los dos policías.

—Se habrán ido en busca de comida o a echar un sueño —había dicho—. ¡Que Dios maldiga a toda la Policía!

Bostezó, esperaba ansioso el amanecer, pues saldría de servicio durente algunas horas. Sólo tenía que dar paso al coche del piloto, poco antes del alba, y cerrar la verja. Pronto estaría en la cama junto a un cuerpo caliente. En un gesto automático, se rascó los genitales, y notó que empezaba a excitarse y que se le endurecían. Volvió a recostarse, ocioso, jugueteando consigo mismo, comprobando con la mirada el pesado cerrojo de la verja y asegurándose que la pequeña puerta lateral estaba bien cerrada. Pero entonces, percibió cierto movimiento por el rabillo del ojo. Centró su atención en él. El piloto salía sigiloso por una de las puertas laterales del palacio; llevaba un gran bulto al hombro, el brazo ya sin cabestrillo y una pistola en la mano. Babak se abrochó presuroso los pantalones, se descolgó el rifle del hombro y se ocultó aún más. Cauteloso, dio con el pie al otro guardia que se despertó sin ruido.

—Mira —le susurró—. Creí que el piloto seguía en la cabina del helicóptero.

Con los ojos desorbitados vieron a Erikki avanzar manteniéndose entre las sombras y luego cruzar como una flecha y en silencio el espacio abierto hasta la parte más alejada del helicóptero.

—¿Qué lleva? ¿Qué será ese bulto?

—Parece una alfombra, una alfombra enrollada —susurró el otro. El ruido al abrirse la portezuela más alejada de la carlinga.

—Pero, ¿por qué? Por todos los nombres de Dios, ¿qué está haciendo?

Apenas había luz, pero su visión era tan buena como su oído. Oyeron acercarse un coche, pero les distrajo el ruido de la cabina al abrirse. Esperaron, sin respirar apenas, y le vieron dejar caer lo que parecían otros dos bultos similares, debajo del vientre del helicóptero para, seguidamente, pasar por debajo de la cola y reaparecer por el lado de ellos... Por un instante permaneció allí en pie, mirando en su dirección aunque sin verles. Después, abrió la portezuela de la carlinga, y entró en ella con el arma en ristre; el bulto de la alfombra iba colocado en el asiento de al lado del suyo.

De repente, los jets se pusieron en marcha y ambos guardias dieron un salto.

—¡Que Dios nos proteja! ¿Qué hacemos ahora?

—Nada —dijo Babak nervioso—. El Khan nos lo dijo con claridad: «Dejad al piloto en paz, haga lo que haga. Es peligroso», eso fue lo que nos dijo, ¿no es así? «Cuando hacia el amanecer el piloto coja el coche, dejadle irse.» —Ahora ya tenía que hablar en voz muy alta para hacerse oír sobre el fragor in crescendo de los motores—. No hacemos nada.

—Pero no se nos dijo que iba a poner otra vez en marcha los motores, el Khan no dijo nada de eso, ni que se llevaría alfombras a escondidas.

—Tienes razón. Es la Voluntad de Dios, pero tienes razón. —Su nerviosismo iba en aumento. No habían olvidado a los guardias encarcelados o azotados por el viejo Khan por desobediencia o fracaso, o a los que el joven Khan había desterrado.

—Los motores parece que ahora suenan bien, ¿no crees? —Los dos levantaron los ojos al encenderse las luces en el segundo piso, el piso del Khan, luego giraron rápidamente cuando un coche de Policía que había llegado veloz se detuvo ante la puerta. De él saltó el sargento con una linterna en la mano.

—¡Por Dios! ¿Qué está pasando aquí? —vociferó el sargento—. ¡Por Dios, abrid la puerta! ¿Dónde están mis hombres?

Babak corrió a la puerta, y abrió los cerrojos.

En la carlinga, Erikki movía las manos lo más de prisa posible, entorpeciéndole los movimientos la herida del brazo. El sudor le caía por el rostro mezclado con un hilillo de sangre de la oreja cuyo vendaje se le había soltado en parte. Su respiración era entrecortada a causa de la larga distancia que había tenido que cubrir corriendo desde el ala norte con Azadeh, drogada e inerte envuelta en la alfombra. Y maldecía las agujas por no subir con más rapidez. Había visto encenderse las luces en las habitaciones de Hakim y empezaban a aparecer cabezas mirando. Antes de abandonar su suite, se había ocupado cuidadosamente de dejar inconsciente a Mina, confiando en no haberle hecho daño alguno, para protegerla tanto a ella como a sí mismo, que no diera la voz de alarma ni fuera acusada de complicidad. Luego, había envuelto a Azadeh en la alfombra y se guardó el kookri en el cinturón.

—¡Vamos! —imprecó furioso a las agujas. En aquel mismo instante, divisó a dos hombres en la puerta principal con uniforme de policías. De repente, el helicóptero quedó iluminado por un haz de luz de la linterna y el estómago le dio un vuelco. Sin pensarlo dos veces, cogió su «Stern», sacó el cañón por la ventanilla y apretó el gatillo, apuntando alto.

Los cuatro hombres se dispersaron y corrieron a ponerse a cubierto, mientras las balas rebotaban contra la obra de albañilería de la verja. El sargento, presa de pánico, había dejado caer la linterna aunque no antes de que todos hubieran visto los dos cuerpos caídos e inertes del cabo y del otro policía, a los que supusieron muertos. Al cesar los disparos, el sargento corrió hacia la puerta lateral y se acercó al coche para coger su «M16».

—¡Por Dios, disparad! —gritó el conductor.

Impulsado por la excitación, Babak apretó el gatillo y los disparos se perdieron. Sin cautela alguna, el conductor salió de su escondrijo para recoger la linterna. Otra ráfaga de disparos desde el helicóptero le hizo retroceder de un salto.

—¡Hijo de padre maldito...!

Los tres se pusieron a cubierto. Otra ráfaga al danzar la luz de la linterna que quedó destrozada.

Erikki pensó que había fracasado su plan de fuga, ya que el «212» se había convertido en un objetivo indefenso, en el suelo. Se le había terminado el tiempo. Por un fugaz instante consideró la idea de darse por vencido. Las agujas estaban demasiado bajas. Entonces, vació la «Stern» contra la verja, aullando un feroz grito de guerra, impulsó hacia delante los aceleradores con fuerza y lanzó otro grito salvaje que dejó petrificado a quienes lo oyeron. Los jets empezaron a funcionar a toda marcha, y chirriaron con el esfuerzo al impulsar Erikki hacia delante la palanca de mando haciendo subir al helicóptero unos centímetros. Cuando ya lo tenía con la cola en alto, avanzó dando tumbos, con los patines chirriando en el patio mientras que despegaba, subía y caía de nuevo para volver a despegar. Ahora, estaba en el aire aunque oscilando de manera peligrosa. En la puerta principal, el conductor arrancó el arma a uno de los guardias, se acercó al pilar, miró en derredor, avistó al helicóptero que huía y apretó el gatillo.

En el segundo piso del palacio, Hakim se asomaba, adormilado, a la ventana de su dormitorio. El ruido le había arrancado del pesado sueño producido por el somnífero. Junto a él se encontraba su guardaespaldas Margol. Vieron al «212» a punto de colisionar con una pequeña cabaña de madera, arrancando con los patines parte del tejado y luego intentar seguir adelante, mientras ascendía oscilante. Fuera de los muros estaba el coche de la Policía, la silueta del sargento aparecía iluminada por los faros. Hakim le vio apuntar y deseó de corazón que fallara.

Erikki oyó las balas rebotar contra el metal, y esperó que no hubieran alcanzado ningún punto vital del helicóptero. Entonces se ladeó peligrosamente para alejarse de la parte exterior del muro hacia algún lugar desde donde pudiera deslizarse por detrás del palacio. A causa del repentino giro, la alfombra en la que Azadeh estaba envuelta cayó hacia delante impidiendo el manejo de los controles. Por un instante, Erikki se sintió perdido, luego, con un poderoso esfuerzo la apartó. Y se le volvió a abrir la herida del antebrazo.

De pronto, se desvió hacia la parte de atrás del ala norte, el helicóptero tan sólo a unos centímetros de altitud, y se dirigió hacia el otro muro del perímetro, cerca de la cabaña donde Ross y Gueng estuvieron escondidos. Una bala perdida perforó la portezuela de su lado, fue a dar en el panel de instrumentos y rompió el cristal.

Cuando el helicóptero hubo desaparecido de la vista de Hakim, éste cruzó bamboleándose el inmenso dormitorio, pasó junto al fuego de leña que ardía alegremente, salió al corredor y se asomó a una de las ventanas que había en él.

—¿Puedes verlo? —preguntó jadeante por el esfuerzo.

—Sí, Alteza —dijo Margol, señalando excitado—. ¡Allí!

El «212» era tan sólo una sombra negra en la negrura aún más intensa. Entonces, los focos del perímetro se encendieron y Hakim lo vio vacilar sobre el muro, con sólo unos centímetros de separación y descender por detrás de él. Segundos después reapareció y adquirió velocidad y altitud. En aquel momento, Aysha llegó, apresurada, por el corredor.

—Alteza, Alteza —gritaba histérica—. Azadeh ha desaparecido... Azadeh ha desaparecido, ha desaparecido... Ese diablo la ha secuestrado y ha dejado a Mina inconsciente...

A Hakim le resultaba difícil concentrarse a causa del somnífero, nunca había sentido los párpados tan pesados.

—¿De qué estás hablando?

—Azadeh ha desaparecido, tu hermana ha desaparecido, él la ha envuelto en una alfombra y la ha secuestrado, se la ha llevado... —Calló temerosa al ver la expresión de Hakim, cuyo rostro, con los párpados medio caídos, aparecía ceniciento bajo aquellas tenues luces. Aysha no sabía lo del somnífero—. ¡La ha secuestrado!

—Pero eso..., eso no es posible..., no es pos...

—¡Claro que lo es, la ha secuestrado, y Mina está inconsciente! Hakim la miró parpadeando y luego tartamudeó:

—¡Haz sonar la alarma, Aysha! Si la ha secuestrado..., ¡por Dios, haz sonar... la alarma! He tomado pastillas para dormir y... como hay Dios que mañana me ocuparé de ese demonio, no puedo, ahora no, pero envía a alguien..., a la Policía..., a los Green Bands..., haz correr la voz... ¡el Khan ofrece dinero por su cabeza! Margol, ayúdame a volver a mi dormitorio.

Al otro extremo del corredor iban agolpándose sirvientes y guardias asustados, y Aysha corrió llorosa hacia ellos, diciéndoles lo ocurrido y lo que el Khan había ordenado.

Hakim se acercó vacilante al lecho y se dejó caer en él boca arriba, completamente exhausto.

—Di a los guardias..., diles que arresten a esos locos de la verja, Margol. ¿Cómo han podido dejar que ocurra esto?

—No deben de haberse mantenido vigilantes, Alteza —respondió Margol, quien estaba seguro de que les echarían la culpa a ellos, alguien había de ser el culpable, aun cuando él había estado presente cuando el Khan les dijo que no se metieran para nada con el piloto. Dio la orden y regresó junto al Khan—. ¿Te encuentras bien, Alteza?

—Sí, gracias. No te vayas de la habitación, despiértame al amanecer. Mantén el fuego encendido y despiértame al amanecer.

Hakim se abandonó, agradecido, al sueño que con tal seducción le atraía. La espalda había dejado de dolerle y su mente se centró en Azadeh y Erikki. Cuando aquella misma noche ella abandonó el saloncito y los dejó solos a ellos dos, él había dado rienda suelta a su preocupación ante su cuñado.

—No hay salida en este embrollo, Erikki. Estamos atrapados, todos nosotros, tú, Azadeh y yo. Sigo sin creer que hubiese renunciado al Islam y, al mismo tiempo, estoy convencido de que no nos obedecerá ni a ti ni a mí. No tengo deseo alguno de herirla pero no me queda otra alternativa. Su alma inmortal es más importante que su vida terrenal.

—Puedo salvar su alma, Hakim. Con tu ayuda.

—¿Cómo? —Se había dado cuenta de la tensión de Erikki, su expresión era hermética y tenía la mirada extraña.

—Acabar con el imperativo que ella siente de destruirla. —¿De qué forma?

—Digamos, en hipótesis, que ese bárbaro de piloto, que no era musulmán sino un bárbaro, estaba tan enamorado de su mujer que se volvió algo más loco todavía y, de repente, en lugar de huir solo, la dejó inconsciente y la secuestró, se la llevó fuera del país contra su voluntad y se negó a permitirle regresar. En la mayoría de los países un marido puede..., puede tomar medidas extremas para retener a su mujer, incluso a obligarla a obedecer y a domeñar su voluntad. De esta manera, no habría quebrantado su juramento, jamás pasará por su mente la idea de renunciar al Islam, tú nunca sentirás la necesidad de herirla y yo tendré a mi mujer junto a mí para siempre.

—Eso es un fraude —había dicho Hakim perplejo—. Es un fraude.

—No lo es, se trata de una ficción, pura hipótesis, pero sólo una ficción, aunque hipotética, cumple con todas las reglas que juraste acatar. Y nadie creería jamás que la hermana del Khan Gorgon fuera capaz de quebrantar voluntariamente su juramento y de renunciar al Islam por un bárbaro. Nadie en absoluto. Incluso ahora tú no estás seguro de que ella fuera capaz, ¿no es así?

Hakim había intentado encontrar alguna grieta. «Pero no la hay —se dijo atónito—. Y eso resolvería gran parte..., resolvería el problema si llegara a lograrlo. Si Erikki hiciera todo eso sin que ella lo supiera ni le ayudara... ¡Secuestrarla! Es verdad, nadie creería jamás que Azadeh hubiera sido capaz de quebrantar voluntariamente su juramento. ¡Secuestrada! Puedo lamentarme de ello públicamente y alegrarme por Azadeh en secreto, si es que quiero dejarla que se vaya y a él vivir. Pero he de hacerlo, es la única forma: para salvar el alma de Azadeh he de salvarle a él.»

En la paz del dormitorio abrió los ojos por un instante. Las sombras producidas por las llamas danzaban en el techo. Erikki y Azadeh estaban allí. «Que Dios me perdone —se dijo, volviendo a sumergirse en el sueño—. Me pregunto si volveré a ver a Azadeh alguna vez.»

Torbellino
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