CAPÍTULO VIII
Al caer el sol, llegaron más revolucionarios armados, y los centinelas vigilaban los hangares y todos los accesos al aeropuerto. Rudi Lutz había sido advertido por Zataki de que nadie del personal de «S-G» podía abandonar el campo sin permiso y que deberían seguir actuando como de costumbre, además de que uno o más de sus hombres los acompañarían en todos los vuelos.
—Nada ocurrirá a condición de que todos ustedes obedezcan las órdenes —había asegurado Zataki—. Es una situación temporal mientras se efectúa el cambio del Gobierno ilegal del Sha al nuevo Gobierno del Pueblo.
Pero su nerviosismo, así como el de todos los de su indisciplinada chusma, desmentía su alegada confianza.
Starke había oído los rumores que circulaban entre ellos y dijo a Rudi que esperaban en cualquier momento la llegada de tropas leales al Sha y que, entonces, empezaría el contraataque. Para cuando Rudi y el otro piloto americano, Jon Tyrer, lograron llegar a la radio en el remolque de Rudi, casi todas las noticias habían terminado ya. Las pocas que oyeron eran malas.
«... Y los Gobiernos de Arabia Saudita, Kuwait e Iraq temen que la confusa situación política en Irán llegue a desestabilizar a todo el Golfo Pérsico, en tanto que el sultán de Omán ha afirmado que el problema es algo más que un contagio; según él, se trata de otra conveniente sombrilla protectora para que la Rusia soviética utilice su serie de Estados clientes para llegar a crear, ni más ni menos, que un imperio colonial en el Golfo Pérsico con el objetivo final de apoderarse del estrecho de Ormuz...»
«... Se informa que en Irán, durante la noche, se ha desencadenado una dura batalla entre los cadetes de las Fuerzas Aéreas, partidarios de Jomeiny, sublevados en la base aérea de Doshan Tappeh, de Teherán, apoyados por miles de civiles armados, contra la Policía, las fuerzas leales y las unidades de los Inmortales, la Guardia Imperial de élite del Sha. Más adelante cinco mil izquierdistas del Grupo Marxista Saihkal se unieron a los insurgentes, algunos de los cuales asaltaron el arsenal de la base, haciéndose con las armas...»
—¡Santo Cielo! —exclamó Starke.
«.. Entretanto, el Ayatollah Jomeiny ha exigido la dimisión del Gobierno en pleno y convocado al pueblo para que apoye su elección de Mehdi Bazargan como Primer Ministro, exhortando a todos los soldados y Fuerzas Aéreas y Navales a que lo apoyen. El Primer Ministro Bajtiar ha desmentido los rumores de un inminente golpe militar aunque ha confirmado una gran concentración de fuerzas soviéticas en la frontera...»
«... El oro ha alcanzado su cotización más alta de 254 dólares la onza y el dólar ha sufrido una fuerte caída frente a todas las divisas. Fin de las noticias desde Londres.»
Rudi apagó el aparato. Se encontraban en la sala de estar de su remolque. Sobre una de las mesas había una emisora que, al igual que la radio, él mismo había construido. Sobre el aparador, había un teléfono y lo mantenía en contacto con el sistema de la base. Pero no funcionaba.
—Si Jomeiny vence en Doshan Tappeh, las Fuerzas Armadas tendrán que elegir —afirmó Starke con tono decisivo—. Golpe, guerra civil o ceder.
—No cederán, eso sería un suicidio. ¿Por qué diablos habrían de hacerlo? —dijo Tyrer. Era un americano de New Jersey, de movimientos ágiles y sueltos—. Y no olvidéis a las Fuerzas Aéreas de élite. Las que nosotros conocemos, por todos los santos. Los sublevados no son más que un montón de ceporros locales descontentos. El trance real es que los marxistas se les unan, ¡cinco mil nada menos! Dios mío, si ahora hubiesen salido ya a la superficie con armas... Somos unos condenados dementes por seguir ahora aquí, ¿no?
—Salvo que estamos aquí porque así lo hemos querido —alegó Starke—. La compañía promete a todo el que se quiera ir que conservará su antigüedad. Nos lo han dado por escrito. ¿Deseas irte?
—No, no. Aún no —respondió Tyrer con irritación—. Pero, ¿qué vamos a hacer?
—En primer lugar, mantenernos alejados de Zataki —dijo Rudi—. Ese bastardo es un psicópata.
—Claro, pero tenemos que trazar un plan —alegó Tyrer.
Llamaron bruscamente a la puerta que seguidamente se abrió. Era Mohammed Yemeni, el gerente de «IranOil» de la base..., un hombre de buena presencia, perfectamente rasurado, en la cuarentena, que desde hacía un año estaba en la zona. Le acompañaban dos guardias.
—Agha Kyabi está en la emisora. Quiere hablar inmediatamente con usted —dijo con un desusado tono imperativo.
Kyabi era el más antiguo gerente de «IranOil» en la zona y funcionario muy importante en el sur del Irán.
Rudi conectó inmediatamente la emisora que les ponía en comunicación con el cuartel general de Kyabi, cerca de Abwaz, al norte de Bandar Delam. Comprobó, asombrado, que el aparato no funcionaba. Movió la palanca varias veces hasta que Yemeni dijo con abierto desdén:
—El coronel Zataki ha ordenado que se corte la corriente y que el aparato quede desconectado. Tendrá que ir a la oficina principal. De inmediato.
A ninguno de ellos les gustó el tono de su voz.
—Iré dentro de un momento —dijo Rudi.
Yemeni frunció el ceño y ordenó a los guardias en primitivo farsi: —¡Haced que ese perro extranjero se espabile!
Starke intervino tajante hablando farsi.
—Ésta es la tienda de nuestro jefe. Existen leyes muy especiales en el Santo Corán sobre la defensa del jefe de nuestra tribu en su tienda contra hombres armados.
Los dos guardias quedaron parados, sin saber qué hacer, Yemení miró a Starke con la boca abierta, no esperando que le hablase en farsi; luego, retrocedió un paso al erguirse Starke en toda su estatura mientras seguía hablando:
—El Profeta, cuyo Nombre sea alabado, estableció reglas de comportamiento entre los amigos, y entre los enemigos y también que los perros son parásitos. Nosotros somos Pueblo del Libro y no parásitos.
Yemeni enrojeció, giró sobre sus talones y salió de allí. Starke se enjugó las sudorosas manos en los pantalones.
—Vayamos a ver qué quiere Kyabi, Rudi.
Siguieron a Yemeni a través del asfalto, acompañados por los dos guardias.
La noche era clara y el aire le olía bien a Starke después de haber estado encerrado en la pequeña oficina.
—¿Qué era todo eso? —le preguntó Rudi.
Starke se lo explicó, con la mente en otro lugar, deseando encontrarse en Kowiss. Le había disgustado profundamente tener que dejar allí a Manuela, pero pensó que estaría más segura que en Teherán.
—Te sacaré de aquí lo más pronto posible, dulzura —le había dicho antes de irse.
—Aquí estoy tan segura como en Tejas, cariño. Dispongo de todo el tiempo del mundo, los chicos se encuentran a salvo en Lubbock, no salí de Inglaterra hasta estar segura de que se hallaban en casa y tú sabes perfectamente que el abuelo Starke no dejará que les pase nada malo.
—Desde luego, los chicos están seguros, pero yo quiero que tú salgas de Irán lo antes posible.
—¿Quién es el «Pueblo del Libro»? —oyó que le preguntaba Rudi. —Cristianos y judíos —respondió, preguntándose cómo podría meter el «125» en Kowiss. —Mahoma también consideraba como Libros Sagrados nuestra biblia, además del Corán. Muchos eruditos, nuestros eruditos, piensan que se limitó a copiados, aunque la leyenda musulmana asegura que Mahoma no sabía leer ni escribir. Recitaba el Corán. Completo. ¿Os lo imagináis? —dijo sin dejar de sentirse siempre asombrado ante aquella hazaña—. Mientras otros lo ponían por escrito..., años después de su muerte. En árabe, su poesía es maravillosamente bella. Al menos eso dicen ellos.
Ya se encontraban ante el remolque de las oficinas, con los centinelas fuera fumando, y Starke se sintió satisfecho de sí mismo y contento de haber actuado satisfactoriamente con Yemeni y, durante todo el día con el mollah Hussain... Quince aterrizajes, todos perfectos, esperando en las plataformas mientras el mollah arengaba a los trabajadores a favor de Jomeiny sin que en momento alguno apareciera un soldado, un policía o SAVAK, aunque los esperara en cualquier momento y siempre en el próximo aterrizaje. Se dijo que Yemeni era pura caca de vaca comparado con Hussain.
En el remolque de las oficinas, Zataki y los dos mollahs los esperaban. Jahan, el operador de radio, estaba en la emisora. Zataki se había instalado ante la mesa de Rudi. La oficina, siempre en perfecto orden, presentaba un aspecto desolador en aquellos momentos, con los archivadores abiertos, los papeles desperdigados por todas partes, tazas sucias, colillas de cigarrillos en las tazas y por el suelo, platos con comida a medio consumir sobre el escritorio..., arroz y carne de cabra. Y el ambiente apestoso debido al humo de los cigarrillos.
—Mein Gott! —exclamó Rudi furioso—. Esto es una verrückte pocilga y us...
—¡CÁLLESE! —explotó Zataki—. Nos hallamos en estado de guerra y teníamos que registrar. Podrá... podrá enviar a uno de sus hombres para que lo ponga todo en orden —añadió ya más tranquilo—. No dirá nada a Kyabi acerca de nosotros. Actuará con normalidad y siguiendo mis instrucciones, por lo que no habrá de apartar la vista de mí. ¿Entendido, capitán?
Rudi asintió con gesto duro. Zataki hizo una seña al operador de radio quien dijo por el micrófono:
—Su Excelencia Kyabi, aquí está el capitán Lutz.
Rudi cogió el micrófono.
—Dime, jefe. —Utilizó el apelativo que solían darse entre ellos. Hacía un buen número de años que él y Starke conocían a Yusuf Kyabi. Éste había recibido entrenamiento en «A&M» de Tejas y luego en «ExTex» antes de hacerse cargo del sector sur, y sus relaciones con él eran excelentes.
—Buenas noches, Rudi —dijo la voz en inglés con acento americano—. Se ha roto uno de nuestros oleoductos, hacia la parte norte de vosotros. Es una mala rotura..., acabamos de descubrirla por nuestras estaciones de bombeo. Sólo Dios sabe cuántos barriles se han perdido ya o cuánto queda en la tubería. No pido un CASEVAC, sólo necesito un helicóptero para la madrugada para poder encontrarla. ¿Puedes recogerme pronto?
Zataki hizo un gesto de asentimiento por lo que Rudi dijo:
—De acuerdo, jefe. Estaremos ahí lo más pronto posible, apenas haya amanecido. ¿Quieres un «206» o un «212»?
—Un «206», iremos mi ingeniero jefe y yo. Ven tú mismo, ¿quieres? Puede tratarse de un sabotaje o acaso, sencillamente, de una rotura. ¿Algún problema en Bandar Delam?
Rudi y Starke tenían plena conciencia de las armas que había apuntándoles.
—No, los de siempre. Te veré mañana —repuso Rudi, ansioso por cortar la comunicación ya que Kyabi, habitualmente, se mostraba en extremo acerbo y claro con respecto a los revolucionarios. No estaba de acuerdo con la insurrección ni con el fanatismo de Jomeiny y aborrecía que interfirieran en su complejo petrolífero.
—Un momento, Rudi. Hemos sabido que se han producido más disturbios en Abadan y hasta aquí nos llega el ruido de los disparos en Ahwaz. ¿Sabías que uno de los trabajadores americano y uno de los nuestros sufrieron ayer una emboscada y los mataron cerca de Ahwaz?
—Sí, Timmy Stanson. Realmente deplorable.
—Mucho. ¡Dios castigue a todos los asesinos! Tudeh, mujhadin, fedayín o quien diablos quiera que fuesen.
—Lo siento, jefe. He de irme. Te veré mañana.
La transmisión quedó cortada. Rudi respiró aliviado. No creía que Kyabi hubiera dicho nada que pudiera perjudicarles. A menos que esos hombres fueran secretamente tudeh o cualquier otro tipo de extremistas y no partidarios de Jomeiny como ellos alegaban.
—Todos nuestros extremistas utilizan a los mollahs como tapadera, o intentan utilizarlos —le había dicho Kyabi—. Desgraciadamente, la mayoría de los mollahs son campesinos pobres, de corto alcance y presa fácil para los agitadores bien entrenados. Dios maldiga a Jomeiny...
Rudi sintió el sudor correrle por la espalda.
—Uno de mis hombres irá con usted y esta vez no quitará el cargador —dijo Zataki.
Rudi apretó la mandíbula y la tensión creció en la habitación.
—No volaré con hombres armados. Va contra todas las reglas de la compañía, de los reglamentos de la aviación y, en especial, de las órdenes iraníes CAA. Y la desobediencia a esas órdenes implica la invalidación de nuestras licencias —dijo con una profunda sensación de aborrecimiento.
—Si no obedece, quizá mate a uno de sus hombres.
Zataki golpeó, furioso, con una taza sobre la mesa, volando aquélla en pedazos por la habitación.
Starke, igualmente furioso, dio un paso adelante. Zataki lo apuntó con su arma.
—¿Acaso son asesinos los seguidores del ayatollah Jomeiny? ¿Es ésa la ley del Islam?
Por un instante, Starke pensó que Zataki apretaría el gatillo. Entonces, el mollah Hussain se puso en pie.
—Yo iré en el helicóptero —dijo—. ¿Jura que no habrá estratagemas y tampoco cuando regresemos aquí? —preguntó a Rudi.
—Sí —repuso éste trémulo al cabo de una pausa.
—¿Es cristiano?
—Sí.
—Jure por Dios que no nos traicionará.
De nuevo una pausa.
—Muy bien. Juro por Dios que no les traicionaré —dijo finalmente Rudi.
—¿Cómo puedes fiarte de él? —preguntó Zataki.
—No me fío —se limitó a decir Hussain—. Pero si él traiciona a Dios, Dios lo castigará. Y a sus compañeros. Si no regresamos o si trae dificultades consigo aquí... —Se encogió de hombros.
Se encontraban en la sala de la televisión viendo en diferido, a través de una gran pantalla, el partido de rugby que se había celebrado ese mismo día entre las selecciones de Escocia y Francia. Se encontraban allí reunidos Gavallan, su mujer Maureen, John Hogg, que habitualmente volaba con el jet «125» de la compañía, así como otros pilotos. El tanteo era de 17-11 a favor de Francia, ya muy avanzada la segunda mitad. Algunos de los hombres gruñeron al tropezar un escocés y adelantarse un francés, recuperando y ganando cuarenta yardas.
—Diez libras a que, a pesar de todo, Escocia ganará —dijo Gavallan.
—Acepto la apuesta —repuso su mujer, divertida ante la mirada de él. Era alta y pelirroja y vestía un atuendo verde muy elegante, a juego con sus ojos—. Después de todo, soy medio francesa.
—Una cuarta parte..., tu abuela era normanda, quelle horreur!, y ell..
Un inmenso clamor, que tuvo su eco en la habitación, ahogó la broma cuando un medio escocés cogió la pelota de la melée abierta, lanzándola luego hacia un ala izquierda quien, a su vez, se la lanzó a otro que se deshizo de los delanteros, derribó a dos adversarios en su camino y se lanzó hacia la línea de meta a cincuenta metros de distancia, regateando, cambiando luego de dirección de manera inteligente para proseguir su rápido avance, tropezando un instante pero sin llegar a caer, casi de milagro, y cargando finalmente en una última y jadeante carrera, formidable en verdad, para atravesar la línea..., quedando al punto sepultado bajo cuerpos y clamorosos aplausos. Había logrado llevarla hasta detrás de la línea. Ahora, el tanteo era de 17-15. Un saque de puerta acertado lo transformaría en empate, 17-17. «Escocia siemprrreee...»
La puerta se abrió y un sirviente apareció en el umbral. Gavallan se puso inmediatamente en pie, observando el saque, que fue bueno, por lo que respiró tranquilo.
—¿Doble o nada, Maureen? —preguntó con una mueca intentando hacerse oír en medio de aquel pandemónium, mientras se alejaba. —¡Aceptado! —gritó ella cuando él ya salía.
«Se ha quedado sin veinte», pensó muy contento consigo mismo, y cruzó el corredor de la vetusta mansión, grande y laberíntica, bien amueblada con antiguos butacones de cuero, buenos cuadros y hermosas antigüedades, muchas de ellas procedentes de Asia, entrando en su estudio que estaba enfrente. En él se encontraba su chófer, que también llevaba revólver y era su hombre de confianza, el cual, durante tres horas, había estado intentando localizar a McIver por teléfono en Teherán y haciéndose cargo también de las llamadas.
—Siento interrumpirle, señor, el... —empezó a decir al tiempo que le alargaba el aparato.
—¿Lo lograste, Williams? Formidable. Ahora han empatado y... —No, señor, lo siento. Las líneas están ocupadas..., pero me pareció que esta llamada era bastante importante... Sir Ian Dunross.
La decepción de Gavallan se desvaneció. Cogió el teléfono. Williams salió cerrando la puerta tras de sí.
—Cuánto me alegra oírte, Ian... Ésta sí que es una sorpresa agradable.
—Hola, Andy. ¿Puedes hablar? Te llamo desde Shanghai.
—Creí que estaban en Japón. Te oigo muy bien. ¿Qué tal van las cosas?
—Formidablemente. Mejor de lo que esperaba. Escucha, he de ser breve pero ha llegado a mis oídos un rumor. De hecho dos. El primero es que el taipan necesita cierto éxito financiero para poder salir él y Struan del agujero de este año. ¿Qué hay de Irán?
—Todo el mundo asegura que la situación se calmará pronto, Ian. Mac lo tiene todo bajo control, dentro de lo posible, por supuesto. Nos han prometido todos los contratos de «Guerney», así que nos será más que posible cubrir nuestros compromisos habituales, incluso duplicar nuestros beneficios, a menos que se produzcan situaciones de fuerza mayor.
—Acaso deberías contar con que se pueden producir.
La afabilidad de Gavallan se esfumó. Una y otra vez, su viejo amigo le había prevenido o dado información que siempre indefectiblemente, resultó correcta..., jamás supo cómo la obtenía, o a través de quién, pero rara vez se equivocaba.
—Lo haré de inmediato.
—Otra cosa. Acabo de enterarme que ha sido ordenada una remodelación secreta, a muy alto nivel..., incluso tal vez a nivel de Gabinete, tanto financiera como de gerencia, de «Imperial Air». ¿Te afectará a ti?
Gavallan vaciló. «Imperial Air» era la propietaria de «Imperial Helicopters», su principal competidora en el mar del Norte.
—No lo sé, Ian. En mi opinión, despilfarran el dinero de los contribuyentes; ciertamente les vendría bien una remodelación..., les damos sopas con honda en todos los apartados que puedo recordar, seguridad, gabarras, equipamiento... Y a propósito, he encargado seis «X63».
—¿Lo sabe el taipan?
—Casi le revienta el esfínter con la noticia. —Gavallan escuchó la risa a través del hilo y por un instante se sintió transportado de nuevo a Hong Kong, a los viejos tiempos, cuando Dunross eran taipan y la vida resultaba difícil aunque salvajemente excitante, cuando Kathy era Kathy y no estaba enferma. «Caramba», pensó, y de nuevo centró su atención—. Cualquier cosa relacionada con «Imperial» es importante... Lo comprobaré de inmediato. Hay por aquí otras noticias de negocios muy buenas... Nuevos contratos con «ExTex»... Iba a anunciarlas en la próxima reunión de la junta. «Struan's» no está en peligro, ¿verdad?
De nuevo la risa.
—La «Noble House» siempre lo está, muchacho. Sólo quería advertirte... He de irme..., mi cariño a Maureen.
—Y a Penélope. ¿Cuánto te veré?
—Pronto. Llamaré cuando pueda. Dale mis mejores saludos a Mac cuando lo veas. Hasta la vista.
Sumido en sus pensamientos, Gavallan permaneció sentado en el borde de su hermosa mesa de despacho. Su amigo siempre decía «pronto» y aquello podía significar un mes o un año o, incluso, dos. «Han pasado más de dos años desde la última vez que nos vimos —pensó—. Es una lástima que no siga siendo taipan..., penoso que se haya retirado, pero, de cualquier forma, todos tenemos que ir hacia delante o hacia atrás llegado el momento.»
—Estoy harto, Andy —había dicho Dunross—. «Struan's» se encuentra en perfecta forma, los setenta prometen ser una era fantástica para la expansión y..., bueno, ahora, ya no hay nada excitante.
Eso fue en los setenta, a raíz de que su principal rival, cordialmente aborrecido, Quillan Gornt, taipan de «Rothwell-Gornt», se ahogara en un accidente de navegación en aguas de Sha Tin, en los Nuevos Territorios de Hong Kong.
¿«Imperial Air?» Gavallan consultó su reloj y alargó la mano para coger el teléfono pero se detuvo al oír una llamada discreta en la puerta. Maureen asomó la cabeza y sonrió al ver que no estaba telefoneando.
—Gané. Veintiuno a diecisiete... ¿Ocupado?
—No. Pasa, cariño.
—No puedo. He de ir a ver si la cena está preparada. ¿Dentro de diez minutos? Puedes pagarme ahora si quieres.
Él se echó a reír y la abrazó.
—Después de cenar. Eres maravillosa, Mrs. Gavallan.
—Bien, no te olvides —dijo, sintiéndose a gusto en sus brazos—. ¿Todo bien con Mac?
—Era Ian... Sólo llamó para saludarnos. Desde Shanghai.
—También es muy simpático. ¿Cuándo lo veremos?
—Pronto.
Rió de nuevo al mismo tiempo que él, con los ojos brillantes y la tez cremosa. Se habían conocido hacía siete años en Castle Avisyard, donde el entonces taipan David MacStruan ofrecía un Hogmany Ball. Maureen contaba veintiocho años, se acababa de divorciar y no tenía hijos. Su sonrisa había despejado las telarañas del cerebro de él y Scot le había susurrado: «Si no la arrastras hasta el altar es que estás loco, papá.» Su hija Melinda le había dicho lo mismo. Así que, casi sin darse cuenta, se casó con ella hacía ya tres años y cada día transcurrido desde entonces había sido un día feliz.
—¿Diez minutos, Andy? ¿Estás seguro?
—Sí. Sólo he de hacer una llamada. —Gavallan observó su fruncimiento de cejas y añadió rápidamente—: Te lo prometo, sólo una y luego Williams puede hacerse cargo del resto.
Maureen salió de la habitación después de darle un beso ligero. Gavallan marcó el número.
—Buenas noches. ¿Está Sir Percy libre...? Soy Andrew Gavallan.
Sir Percy Smedley-Taylor era el director de «Struan's Holdings», MP y catalogado como posible ministro de Defensa en el caso de que los conservadores ganaran las siguientes elecciones.
—Hola, Andy, es un placer oírte... Si se trata de la cacería del sábado próximo, puedes contar conmigo. Siento no habértelo dicho antes, pero las cosas han estado más bien embrolladas con el llamado Gobierno empujando al país al precipicio, y también con los pobres y condenados sindicatos, si es que saben lo que se hacen.
—Estoy completamente de acuerdo. ¿Te molesto?
—No, me has encontrado por pelos..., me disponía a ir a la Cámara para otra votación nocturna. Los pobres imbéciles pretenden que nos salgamos de la OTAN, entre otras cosas. ¿Qué tal las pruebas con el «X63»?
—¡Fantásticas! Mejor de lo que aseguraban. ¡Es el mejor del mundo!
—Me gustaría dar una vuelta en él cuando te sea posible. ¿Qué puedo hacer por ti?
—He oído el rumor de que se está llevando a cabo una reorganización secreta, al más alto nivel, de «Imperial Air». ¿Estás enterado de algo sobre eso?
—Santo Cielo. Tus contactos son condenadamente buenos, muchacho. Por mi parte, hasta esta tarde no ha llegado a mis oídos ese rumor, susurrado con todo secreto por una fuente absolutamente fidedigna de la oposición. ¡Condenadamente curioso! Por el momento, no le di demasiada importancia... Me pregunto qué estarán tramando. ¿Dispones de alguna noticia en concreto en la que basarte?
—No. Sólo el rumor.
—Lo comprobaré. Me pregunto..., me pregunto si los muy ladinos no estarán colocando a la «Imperial» en situación de poderla nacionalizar de manera oficial. Y, en consecuencia, también a los «Imp Helicopters» y, ni que decir tiene, a ti y a todo el mar del Norte.
—¡Dios Todopoderoso...! —exclamó Gavallan cuya preocupación aumentó. No se le había ocurrido aquella idea—. ¿Pueden hacerlo si se lo proponen?
—Sí. Tan sencillo como todo eso.