CAPÍTULO XXXII

Cerca de Tabriz: 11.49 de la mañana.

Erikki Yokkonen ascendía con el «206» mientras atravesaban el alto desfiladero al final del cual se encontraba la ciudad. Nogger Lane iba sentado junto a él y Azadeh detrás. Ella vestía un grueso chaquetón de vuelo sobre sus ropas de esquiar. Pero en el maletín que llevaba al lado estaba el chador.

—Por si acaso —había dicho.

Un tercer juego de cascos que Erikki había improvisado para ella le permitía comunicarse con ellos.

—Tabriz Uno, ¿me recibís? —repitió.

Siguió sin haber contestación aunque se hallaban a su alcance. Puede estar abandonada, podría tratarse de una trampa como le ocurrió a Charlie.

—Más vale que le eches un buen vistazo y te cerciores antes de que aterricemos —dijo Nogger incómodo, mientras escudriñaba los cielos y la tierra.

El cielo aparecía despejado. La temperatura estaba a varios grados bajo cero y las montañas se veían cubiertas de una densa capa de nieve. Habían repostado sin incidentes en un depósito de «IranOil», en las afueras de Bandar-e Pahlevi por acuerdo con el control de Tráfico Aéreo de Teherán.

—Jomeiny lo tiene todo en bandeja, con la ayuda de la CTA y los aeropuertos abiertos de nuevo —había comentado Erikki intentando sacudirse la sensación depresiva que les embargaba a los tres.

Azadeh estaba aún terriblemente impresionada por la noticia de la ejecución del emir Paknouri, acusado de «crímenes contra el Islam» y el hecho aún más espantoso, acaecido al padre de Sharazad.

—¡Eso es un asesinato! —había exclamado aterrada al enterarse—. ¿Qué crímenes pueden haber cometido cuando durante generaciones han estado apoyando a Jomeiny y a los mollahs?

Ninguno de ellos tenía respuesta para todo lo que estaba ocurriendo. A la familia se le había dicho que recogieran el cuerpo y, en aquellos momentos, estaban sumidos en un profundo y desesperado duelo, Sharazad casi enloquecida de dolor..., la casa cerrada, incluso para Azadeh y Erikki. Azadeh no quería abandonar. Teherán pero había llegado un segundo mensaje de su padre a Erikki repitiendo el primero: Capitán, necesito urgentemente a mi hija en Tabriz. Ahora, casi estaban en casa.

«Una vez fue nuestra casa —se dijo Erikki—. Ya no estoy tan seguro.» Cerca de Kazvin, sobrevoló el lugar en que su «Range Rover» se había quedado sin gasolina y donde Pettikin y Rakoczy les habían rescatado, a él y a Azadeh, de las turbas. El vehículo ya no se encontraba allí. Más tarde, pasaron por encima de la mísera aldea donde la carretera estuvo bloqueada y de la que había escapado aplastando al mujadín que les robara sus documentos. Pensó que era una verdadera locura volver allí.

—Mac tiene razón —le había suplicado Azadeh—. Ve tú a Al Shargaz. Deja que Nogger me lleve a Tabriz y me recoja en el siguiente vuelo. Me reuniré contigo en Al Shargaz pese a lo que mi padre pueda decir.

—Te llevaré a casa y te traeré de nuevo conmigo —le había dicho él—. Punto.

Habían salido de Doshan Tappeh poco antes de apuntar el alba. La base estaba casi desierta, muchos de sus edificios y hangares convertidos en cenizas, destrozados los camiones y aviones de las Fuerzas Aéreas iraníes, e incendiado un tanque con el emblema de Los Inmortales en el costado. No había nadie que pusiese algo de orden en aquel desastre. Ni un solo guardia. Los basureros se llevaban cuanto pudiera arder..., seguía sin haber apenas combustible o comida a la venta. Lo que no faltaba, ni de día ni de noche, eran las constantes y sangrientas escaramuzas entre los Green Bands y los izquierdistas.

El hangar y el taller de reparaciones de «S-G» apenas habían sufrido daños. Muchos agujeros de balas en las paredes pero no habían sido saqueados aún y estaban más o menos en funcionamiento con algunos mecánicos y el personal administrativo haciendo su trabajo habitual. La atracción magnética que los condujo de nuevo hasta allí fue el pago de sueldos atrasados con el dinero que McIver lograba obtener de Valik y de los otros socios. También había entregado algún dinero a Erikki para que pagara al personal de Tabriz Uno.

—Empieza a rezar, Erikki. Hoy tengo una cita en el Ministerio para solucionar la cuestión de nuestras finanzas y del dinero que se nos debe —les había dicho poco antes de que despegaran—. Y también para renovar todas nuestras licencias caducadas. Ha sido Talbot, de la Embajada, quien la ha obtenido para mí. Cree que existen buenas posibilidades de que Bazargan y Jomeiny obtengan ahora el control y desarmen a los izquierdistas. Nosotros sólo tenemos que mantener el fuerte, y conservar la calma.

«A él le resulta fácil», pensaba Erikki.

En aquellos momentos, coronaban el desfiladero. Ladeó el aparato que descendió rápido.

—¡Ahí está la base!

Ambos pilotos se concentraron. La manga de viento era lo único que se movía. No se veían vehículos de transporte en parte alguna. Tampoco salía humo de los remolques.

—Debería haber humo —dijo trazando círculos cerrados a doscientos metros de altura. Nadie salió a saludarles—. Echaré un vistazo más de cerca.

Giraron rápidamente para alejarse de nuevo. Seguía sin moverse nada mientras volvían a subir a trescientos metros. Erikki reflexionó un instante.

—Puedo tomar tierra en el antepatio de palacio o afuera, junto a los muros, Azadeh.

Azadeh hizo un movimiento negativo de cabeza.

—No, Erikki. Ya sabes lo nerviosos que son sus guardias y cuán sensitivo es a cualquiera que llegue sin que él lo haya pedido.

—Pero a nosotros nos lo ha pedido, al menos a ti. Ordenado es el término más exacto. Podemos sobrevolarlo, echar un vistazo y si todo parece estar en orden, tomar tierra.

—Podríamos tomar tierra algo más lejos y caminar hasta...

—Nada de caminar. Sobre todo sin llevar armas.

Le había resultado imposible encontrar una en Teherán. «Cualquier maldito gamberro tiene cuantas quiere —pensó irritado—. He de encontrar una. Ya no me siento seguro.»

—Iremos a echar un vistazo y luego decidiremos. —Cambió a la frecuencia de Tabriz Uno y llamó. No hubo respuesta. Llamó de nuevo y luego, ladeando el aparato, voló hacia la ciudad. Al sobrevolar su aldea de Abu Mard, Erikki señaló hacia abajo.

Azadeh divisó la pequeña escuela, donde pasara horas tan felices, los calveros cercanos y allí, exactamente junto al arroyo, era donde vio a Erikki por vez primera, tomándole por un gigante del bosque y enamorándose por puro milagro de él que le había librado de una vida atormentada. Pasó la mano por la ventanilla y lo tocó.

—¿Estás bien? ¿Tienes frío? —la sonrió Erikki.

—No, Erikki. Por supuesto. La aldea nos dio suerte, ¿no crees? —Mantuvo la mano sobre el hombro de él. Aquel contacto les agradaba a ambos.

Pronto pudieron ver el aeropuerto y la vía férrea que se prolongaba hacia el Norte, hasta el Azerbaiján soviético, a unos kilómetros de distancia, para llegar hasta Moscú. Por el Sudeste retrocedía zigzagueando hacia Teherán, quinientos sesenta kilómetros de distancia. La ciudad era grande. Pudieron distinguir la ciudadela, la Mezquita Azul, las fábricas de acero contaminadoras, las chozas, los tugurios, las casas, ocupadas por seiscientos mil habitantes...

—¡Mirad eso!

Parte de la estación de ferrocarril había ardido y seguía humeando todavía. Más incendios cerca de la ciudadela, la torre de Tabriz seguía sin contestar y en las pistas del aeropuerto no se veía actividad alguna aunque hubiese algunos pequeños aviones nodriza aparcados. Gran actividad en la base militar, idas y venidas de camiones y coches pero, hasta donde les era posible ver, no había disparos, ni lucha, ni turbas por las calles. Todo el área alrededor de la Mezquita se encontraba curiosamente desierta.

—No bajaré mucho —dijo—. No sea que haya algún imbécil aficionado a apretar el gatillo.

—¿Te gusta Tabriz, Erikki? —le preguntó Nogger tratando de disimular su inquietud. Jamás había estado allí antes.

—Es una ciudad imponente, antigua y sabia, abierta y libre... La más cosmopolita de Irán. Aquí he pasado momentos formidables. Encuentras manjares de todo el mundo, a buen precio y con facilidad: caviar y vodka ruso, salmón ahumado escocés y, una vez por semana, en los buenos tiempos, «Air France» traía pan y queso franceses. Artículos turcos y caucasianos, británicos, americanos, japoneses..., cualquier cosa y todo cuanto quieras. Es famosa por sus alfombras, Nogger, y por la belleza de sus mujeres... —Rió al notar cómo Azadeh le pellizcaba el lóbulo de la oreja—. Es verdad, Azadeh, ¿acaso no eres tú de Tabriz? De verdad, Nogger, se trata de una hermosa ciudad. Hablan un dialecto del farsi que es más turco que otra cosa. Durante siglos, ha sido un centro comercial en extremo importante, en parte iraní y también en ruso, turco, kurdo y armenio, siempre rebelde e independiente y siempre codiciado por los zares y ahora por los soviéticos...

Aquí y allá grupos de gentes miraban en su dirección.

—¿Puedes ver armas, Nogger?

—En cantidad, pero ninguna nos dispara. De momento.

Erikki, cauteloso, bordeó la ciudad y se dirigió hacia el Este. Más allá, la tierra ascendía formando colinas cerradas y allí estaba el palacio amurallado de los Gorgoh, en una de las cimas, con una carretera que llegaba hasta él. En ésta, la circulación brillaba por su ausencia. En el interior de los altos muros muchas hectáreas de tierra: huertos, una fábrica de alfombras, garajes para veinte coches, cobertizos para albergar rebaños de ovejas en invierno, cabañas y dependencias para el más o menos centenar de sirvientes y guardias..., y el edificio principal, desplegado abovedado, con cincuenta habitaciones, una pequeña mezquita y un minúsculo minarete. Ante la entrada principal había varios coches aparcados. Erikki trazó círculos a doscientos metros.

—¡Vaya choza! —exclamó Nogger Lane deslumbrado.

—Fue construido para mi tatarabuelo, el príncipe Zergeyev, por orden de los zares Romanov como pishkesh, Nogger —explicó Azadeh con aire ausente, mirando hacia abajo—. Eso fue en 1890, cuando ya los zares nos habían robado las provincias caucasianas y, una vez más, intentaban separar Azerbaiján de Irán con la ayuda de los Gorgon Khan. Pero nuestra estirpe siempre ha sido leal a Irán, aun cuando en todo momento hemos tratado de mantener un equilibrio. —No perdía de vista el palacio. Salía gente del edificio principal y también de las dependencias..., sirvientes y guardias armados—. La mezquita fue construida en 1907 para celebrar la firma del nuevo tratado rusobritánico sobre la forma en que se nos repartirían y las esferas de influ... ¡Mira, Erikki...! Ahí están Najoud y Fazulia y Zadi y..., caramba, mira, Erikki, ¿no es ése mi hermano Hakim? ¿Qué hace Hakim aquí?

—¿Dónde? Ah, sí, ya lo veo. No, no cr...

—Quizás..., quizás Abdollah Khan lo haya perdonado —dijo ella presa de una gran excitación—. Sería maravilloso, ¿verdad?

Erikki escudriñó a los que estaban abajo. Sólo había hablado con el hermano de ella en una ocasión, durante su boda, pero le había resultado especialmente simpático. Abdollah Khan le había permitido abandonar su exilio sólo ese día; después, lo había enviado de vuelta a Khoi, en la parte norte de Azerbaiján, cerca de la frontera turca, donde tenía grandes intereses mineros.

—Alí Hakim siempre quiso ir a París a estudiar piano —le había contado Azadeh—. Mi padre ni siquiera quiso escucharle, se limitó a maldecirle y a desterrarle por conspirador.

—No es Hakim —dijo Erikki, cuya vista era mucho más aguda que la de ella.

—¡Ah! —murmuró Azadeh bizqueando por el viento—. ¡Ah! —Se sentía tan decepcionada—. Sí, sí, tienes razón, Erikki. ¡Ahí está Abdollah Khan!

Aquel hombre, inconfundible, de presencia imponente, corpulento, y con luenga barba, salía por la puerta principal y permanecía en pie en los escalones, con dos guardias armados detrás de él. Junto a su padre, había otros dos hombres. Todos llevaban abrigos gruesos contra el frío.

—¿Quiénes son ésos? —preguntó Erikki.

—Forasteros —afirmó Azadeh, intentando disimular su decepción—. No llevan armas y tampoco van acompañados por un mollah. Eso quiere decir que no son Green Bands.

—Europeos —dijo Nogger—. ¿Tienes prismáticos, Erikki?

—No —respondió éste. Entonces, dejó de hacer círculos y bajó a ciento cincuenta metros y se inmovilizó en el aire, observando con mucha atención a Abadollah Khan. Vio cómo éste señalaba al helicóptero y luego hablaba con los otros hombres, para volver su atención al aparato. La mayoría de hermanas y familiares, algunas mujeres con el chador, así como sirvientes habían formado un grupo protegiéndose contra el frío. Descendió otros treinta metros. Se quitó las gafas oscuras y los cascos y corrió el cristal de la ventanilla, estremeciéndose al recibir el viento glacial de lleno en el rostro, sacó la cabeza para que pudieran verle con claridad y agitó la mano. Abajo, todas las miradas convergieron en Abdollah Khan. Al cabo de una pausa, el Khan agitó la mano también. Sin placer alguno.

—Azadeh, quítate los cascos y haz lo mismo que yo.

Azadeh le hizo caso al momento. Algunas de sus hermanas, excitadas, agitaron las manos, mientras parloteaban animadamente entre ellas. Abdollah Khan no dio señales de reconocer a su hija. Se limitó a esperar. ¡Matyeryebyets!, pensó Erikki. Después apareció otra vez en la ventanilla y señaló hacia el amplio espacio que se veía más allá de la piscina de mosaicos helada que había en el patio, solicitando a todas luces permiso para tomar tierra. Abdollah Khan asintió. Señaló en aquella dirección mientras hablaba brevemente con sus guardias. Seguidamente dando media vuelta, volvió a entrar en la casa. Los otros hombres le siguieron. Uno de los guardias permaneció allí, bajando luego los escalones en dirección al punto de aterrizaje, tras comprobar el funcionamiento de su fusil de asalto.

—Nada como un comité de recepción rebosante de cordialidad —farfulló Nogger.

—No tienes de qué preocuparte, Nogger —le tranquilizó Azadeh con risa nerviosa—. Yo bajaré primero, Erikki, es más seguro para mí que sea la primera.

Tomaron tierra de inmediato. Azadeh abrió la portezuela y se dirigió a saludar a sus hermanas y su madrastra, la tercera mujer de su padre y más joven que ella. La primera mujer, la Khanan, tenía más o menos la edad de él, pero estaba enferma y nunca abandonaba su habitación. Su segunda mujer, la madre de Azadeh había muerto hacía muchos años.

El guardia interceptó a Azadeh. Con toda cortesía. Erikki respiró más tranquilo. Se encontraba demasiado alejado para oír lo que decían. De cualquier forma, ni él ni Nogger hablaban farsi o turco. El guardia hizo un gesto en dirección al helicóptero. Azadeh asintió, se volvió hacia ellos e hizo señas de que se acercaran. Erikki y Nogger terminaron de cerrar mientras vigilaban al guardia que a su vez les observaba con gran seriedad.

—¿Aborreces las armas tanto como yo, Erikki? —le preguntó Nogger. —Más si cabe. Pero al menos ese hombre sabe cómo utilizarlas..., los aficionados son los que me aterran.

Erikki desconectó el circuito eléctrico y se guardó la llave de contacto.

Fueron a reunirse con Azadeh y sus hermanas pero el guardia les interceptó el paso.

—Dice que hemos de ir inmediatamente al Salón de Recepción y que esperemos allí. Seguidme, por favor —les dijo Azadeh.

Nogger fue el último de la fila. Una de las bonitas hermanas de Azadeh le había atraído y, sonriendo para sus adentros, subió las escaleras de dos en dos.

El Salón de Recepción era inmenso, muy frío y lleno de corrientes. Además, allí olía a humedad. El mobiliario era un pesado estilo victoriano, con cojines para recostarse y anticuados calentadores de agua. Azadeh se arregló el cabello delante de uno de los espejos. Su indumentaria de esquí era elegante y moderna. Abdollah Khan jamás había exigido a ninguna de sus mujeres ni de sus hijas, ni siquiera a la servidumbre, que llevaran chador, en realidad, tal prenda no merecía su aprobación. «Entonces, ¿por qué Najoud lo llevaba hoy?», se preguntó Azadeh sintiendo que su nerviosismo aumentaba. Un sirviente les llevó el té. Esperando durante media hora y, entonces, otro guardia entró a hablar con ella. Azadeh hizo una profunda inspiración.

—Tú tienes que esperar aquí, Nogger —dijo—. Tú y yo hemos de ir con este guardia, Erikki.

Erikki la siguió, tenso aunque confiado en que la paz armada a la que llegara con Abdollah Khan siguiera en vigor. El tacto de su cuchillo pukoh lo tranquilizaba. El guardia abrió una puerta al final del corredor e hizo un ademán indicándoles que entrasen.

Abdollah Khan se reclinaba sobre algunos cojines, sobre una alfombra de cara a la puerta, los guardias, detrás de él. La habitación era suntuosa, victoriana y protocolaria, y, en cierta forma, decadente y empañada. Los dos hombres que vieran en las escaleras estaba sentados junto a él con las piernas cruzadas. Uno de ellos era europeo, un hombre corpulento rondando los setenta, bien conservado, de hombros anchos y ojos eslavos en un rostro de expresión amable. El otro, más joven, en la treintena, tenía rasgos asiáticos y el calor de su tez era amarillento. Ambos vestían trajes de invierno gruesos. La cautela de Erikki aumentó, y esperó junto a la puerta mientras Azadeh se acercaba a su padre, se arrodillaba delante de él, besaba sus manos gordezuelas y enjoyadas y lo bendecía. Con gesto impasible, su padre hizo ademán de que se apartara a un lado y mantuvo clavados sus ojos, intensamente negros, en Erikki, quien lo saludó cortésmente desde la puerta, aunque permaneció cerca de ella. Ocultando su vergüenza y temor, Azadeh volvió a arrodillarse sobre la alfombra frente a él. Erikki observó cómo los extranjeros la miraban con un parpadeo apreciativo y su temperamento se encrespó. El silencio se hizo más intenso.

Junto al Khan había una bandeja de halvah, pequeñas golosinas cuadradas, ricas en miel, de Turquía, que le encantaban y comió algunas, mientras sus sortijas lanzaban destellos.

—De manera que, al parecer, matas de forma indiscriminada, como un perro rabioso —dijo con aspereza.

Erikki frunció el entrecejo pero permaneció callado.

—¿Bien?

—Si yo mato no es como un perro rabioso. ¿A quién se supone que he matado?

—A un viejo que se encontraba entre la multitud en las afueras de Kazvin le diste un golpe con el codo y le aplastaste el pecho. Hay testigos. Luego a tres hombres en un coche y a un cuarto que se encontraba fuera de él..., un gran luchador por la libertad. También hay testigos. Más adelante, en la carretera, cinco hombres muertos y otros tantos heridos fue la estela que dejó el rescate con el helicóptero. Más testigos. —Se hizo de nuevo el silencio. Azadeh no se había movido, aunque estaba blanca como el papel—. ¿Bien?

—Si hay testigos también estarás enterado que viajábamos pacíficamente intentando llegar a Teherán, no llevábamos armas y de no ser por Charlie Pettikin y Rakoczy probablemente nos hubieran... —Erikki calló un instante al observar la súbita mirada que los dos extranjeros cruzaban entre sí. Luego, prosiguió con una mayor cautela—: Estaríamos muertos. No llevábamos atinas. Rakoczy no fue..., ellos fueron los primeros en disparar contra nosotros.

Abdollah Khan también había notado el intercambio de miradas entre los hombres sentados a su lado. Observó a Erikki pensativo.

—¿Rakoczy? ¿El mismo que atacó su base con el mollah islámico-marxista y sus hombres?

—Sí —respondió Erikki, mirando con dureza a los extranjeros—. El agente de la KGB, que aseguraba ser de Georgia, de Tbilisi. Abdollah Khan sonrió escéptico.

—¿KGB? ¿Cómo lo sabes?

—He visto bastantes para conocerlos.

Los dos extranjeros lo miraron, magnánimos. El más viejo esbozó una sonrisa cordial que dejó a Erikki helado.

—¿Cómo se metió ese Rakoczy en el helicóptero? —preguntó el Khan.

—Capturó a Charles Pettikin en mi base el domingo pasado, Pettikin es uno de nuestros pilotos y había venido a Tabriz a recogernos a Azader y a mí —aclaró—. Mi Embajada me había pedido que me pusiera en contacto con ellos sobre mi pasaporte... Fue, precisamente, el día en que la mayoría de los gobiernos, el mío incluido ordenaron la salida de Irán de aquellos inmigrantes que no fueran indispensables. —Le resultaba fácil exagerar—. El lunes, el día que nos fuimos de aquí, Rakoczy obligó a Pettikin a que le llevaran a Teherán. A no ser porque Pettikin vio la bandera finlandesa sobre la capota del coche ahora estaríamos muertos —contó de manera escueta lo sucedido.

El hombre de rasgos asiáticos rió entre dientes.

—Hubiera sido una lamentable pérdida, capitán Yokkonen —dijo en ruso.

—Ese Rakoczy, ¿dónde está ahora? —preguntó el hombre de más edad, de ojos eslavos, en un impecable inglés.

—No lo sé. En alguna parte de Teherán. ¿Puedo preguntar quién es usted? —Erikki trataba de ganar tiempo y no esperaba respuesta alguna. Intentaba averiguar si Rakoczy era amigo o enemigo de aquellos dos soviéticos, a todas luces, evidentemente KGB o GRU

—Por favor, ¿cuál era el nombre de Rakoczy? —preguntó el hombre de más edad con tono afable.

—Fedor, como el revolucionario húngaro —respondió Erikki sin observar reacción alguna.

Podía haber continuidad así, pero era demasiado prudente para facilitar información alguna a la KGB o la GRU. Azadeh seguía arrodillada en la alfombra, con la espalda erecta, inmóvil, las manos descansando sobre su falda, resaltando sus labios muy rojos en la palidez de su rostro. Y, de súbito, sintió un gran temor por ella.

—¿Admites haber dado muerte a esos hombres —preguntó el Khan cogiendo otra golosina.

—Admito haber matado hombres hará más o menos un año para salvarle la vida, Alteza, y...

—¡Y la tuya! —exclamó Abdollah Khan enfadado—. Aquellos asesinos también te habrían matado... Fue la Voluntad de Dios que los dos viviéramos.

—Yo no empecé esa pelea y tampoco la busqué —Erikki intentó hablar con prudencia, ya que se sentía imprudente, inseguro e incapaz—. Si maté a esos otros hombres, no fue por mi gusto. Tenía que proteger a tu hija y mi mujer. Nuestras vidas estaban en peligro.

—¡Ah! ¿Crees tener derecho a matar siempre que pienses que tu vida está en peligro?

Erikki vio cómo el rostro del Khan enrojecía y a los dos soviéticos observándole. En ese momento pensó en su propia herencia y en las historias de su abuelo de antaño cuando los gigantes pisaban la tierra, y los gnomos y los demonios no eran un mito. De eso hacía ya mucho, muchísimo tiempo; entonces, la tierra era limpia y la maldad era reconocida como tal, la bondad como bondad y la perversidad no podía ir enmascarada.

—Si veo que alguien amenaza la vida de Azadeh..., o la mía, mataré a quien sea —repuso sin perder la calma.

Los tres hombre sintieron un escalofrío glacial. Azadeh quedó aterrada ante la amenaza, y los guardias, que no hablaban ni ruso ni inglés, se agitaron, inquietos, presintiendo la violencia.

A Abadollah Khan se le hinchó la vena de la frente.

—Irás con este hombre —dijo con tono misterioso—. Irás con este hombre y harás lo que él te diga.

Erikki miró al hombre de rasgos asiáticos.

—¿Qué quiere de mí?

—Su pericia como piloto y el «212» —le respondió él con tono más bien cordial, en ruso.

—Lo siento, pero el «212» está pendiente del chequeo de las mil quinientas horas y yo trabajo para «S-G» e «Iran-Timber».

—El «212» está en condiciones, ha sido sometido a las pruebas en tierra por sus mecánicos, e «Iran-Timber» le ha cedido a usted... A mí.

—¿Para hacer qué?

—Para pilotar —dijo irritado el hombre—. ¿Acaso está sordo? —No, pero parece que usted sí lo está.

El hombre resopló, iracundo. El de más edad esbozó una sonrisa extraña. Abdollah Khan se volvió hacia Azadeh que casi dio un salto de terror.

—Ve a ver a la Khanan y preséntale tus respetos.

—Sí... sí... Padre —tartamudeó, al tiempo que se levantaba de un salto. Erikki avanzó un paso pero los guardias estaban preparados. Uno de ellos le apuntó con su arma y Azadeh pidió llorosa—. No Erikki, es... Yo..., yo tengo que ir...

Desapareció antes de que él pudiera detenerle.

El hombre de las facciones asiáticas rompió el silencio.

—No tiene nada que temer. Sólo necesitamos de su pericia.

Erikki Yokkonen no contestó, seguro como estaba de que lo tenían acorralado, que los dos, Azadeh y él estaban acorralados y perdidos. Sabía que si allí no hubiera guardias, los habría atacado en ese preciso momento, sin la menor vacilación, que habría matado a Abdollah Khan y, posiblemente, también a los otros dos. Y los tres hombres también lo sabían.

—¿Por qué enviaste a por mi mujer, Alteza? —preguntó con el mismo tono de voz tranquilo, conocedor ya de la respuesta—. Enviaste dos mensajes.

—Azadeh no tiene ningún valor para mí —dijo con tono despectivo—, pero sí para mis amigos. Para que tú regreses y te comportes. Y por Dios y el Profeta que te comportarás. Harás lo que este hombre quiere.

Uno de los guardias movió su metralleta tan sólo una fracción y el ruido produjo un inmenso eco en la habitación. El soviético de facciones asiáticas se puso en pie.

—En primer lugar, deme su cuchillo, por favor.

—Acérquese y cójalo. Si es que de veras lo quiere.

El hombre vaciló. Abdohall Khan empezó a reír bruscamente. Era una risa cruel que sobresaltó a todos ellos.

—Déjele el cuchillo. Eso hará que su vida sea más interesante —Luego añadió dirigiéndose a Erikki—: Sería aconsejable que te muestres obediente y te comportes.

—Sería prudente dejarnos ir en paz.

—¿Acaso te gustaría ver a tu copiloto colgado por los pulgares?

La mirada de Erikki se apagó aún más. El soviético de más edad se inclinó para susurrar algo al oído del Khan, cuyos ojos no se apartaron ni un instante de Erikki. Jugaba con una daga adornada con piedras preciosas. Cuando el hombre hubo terminado, hizo un ademán afirmativo con la cabeza.

—Dirás a tu copiloto, Erikki, que él también tiene que obedecer mientras se encuentre en Tabriz. Le enviaremos a la base, pero tu pequeño helicóptero se quedará aquí. Por el momento.

Hizo una seña al hombre de las facciones asiáticas de que se fuera.

—Me llamo Cintarga, capitán. —No era ni la mitad de alto que Erikki, aunque tenía una constitución vigorosa, con hombros muy anchos—. Primero irem...

—Cintarga es una montaña, al este de Samarkanda. ¿Cuál es su verdadero nombre? ¿Y su graduación?

El otro se encogió de hombros.

—Mis antepasados cabalgaron con Timur Tamburlán, el Mongol, aquel que disfrutaba erigiendo montañas con los cráneos. Primero iremos a su base. Lo haremos en coche.

Pasó junto a él y abrió la puerta, pero Erikkí no se movió. Seguía con la mirada clavada en el Khan.

—Esta noche veré a mi mujer.

—La verás cuando... —Abdollah Khan volvió a guardar silencio al inclinarse el hombre mayor hacia él y musitarle algo al oído. Una vez más, el Khan asintió—. Bien. Sí, la verás esta noche y todas las noches siguientes. Siempre que...

Dejó sin terminar la frase. Erikki, dando media vuelta, salió de la habitación.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, la tensión que había en el salón cesó. El hombre mayor rió entre dientes.

—Has estado perfecto, Alteza. Perfecto como siempre.

Abdollah Khan se frotó el hombro izquierdo, irritado por el dolor que sentía en la articulación artrítica.

—Se mostrará obediente, Petr —dijo—, pero sólo mientras mi ingrata y desobediente hija se encuentre a mi alcance.

—Las hijas siempre son difíciles —repuso Petr Oleg Mzytryk. Procedía del norte de la frontera, de Tbilisi, Tiflis.

—No es así, Petr. Las otras obedecen y no me crean dificultades, pero ésta me enfurece lo indecible.

—Entonces, envíala lejos una vez que el finlandés haya hecho lo que se le pide. Envía lejos a los dos —aconsejó. Los ojos eslavos se entornaron en el rostro amable y añadió con tono ligero—: Si yo tuviera treinta años menos y ella fuese libre, te pediría poder quitártela de las manos.

—Si me la hubieras pedido antes de que ese loco apareciera, podrías haberla tenido con mis bendiciones —repuso Abdollah con tono agrio, aunque había tomado buena nota. Pero disimuló su sorpresa y lo apartó para una ulterior reflexión—. Siento habérsela dado a él..., pero pensé que también le volvería loco. Lamento el juramento que hice ante Dios de permitirle vivir, fue un momento de debilidad.

—Tal vez no. Es una buena cosa mostrarse magnánimo. Ocasionalmente. Te salvó la vida.

—Insha'Allah. Eso fue obra de Dios..., él sólo fue su instrumento. —Claro —dijo Mzytryk—. Claro.

—Ese hombre es un demonio, un demonio ateo que hiede a sangre. De no haber sido por mis guardias, tú mismo has sido testigo, ahora estaríamos luchando por salvar la vida.

—No al menos mientras ella se encuentre en tu poder y juegues tu baza con engaño —sonrió Petr de manera extraña.

—Si Dios lo quiere, pronto estarán los dos en el infierno —dijo el Khan, todavía furioso de haber tenido que mantener con vida a Erikki a fin de ayudar a Petr Oleg Mzytryk, cuando podía habérselo entregado al mujadín izquierdista librándose de él para siempre. El mollah Mahmud, uno de los líderes de Tabriz de la facción mujadín islámico-marxista, que llevara a cabo el ataque a la base, hacía dos días había ido a verle, contándole lo ocurrido en el bloqueo de la carretera.

—Aquí están los documentos como prueba —había dicho con truculencia—, tanto los del extranjero que debe de ser un agente de la CIA como los de la dama, tu hija. En el mismo momento en que regrese a Tabriz le haremos comparecer ante nuestro comité, lo sentenciaremos, lo llevaremos a Kazvin y lo ejecutaremos.

—¡Por el Profeta que no lo harás, al menos hasta que yo dé mi aprobación! —le dijo con tono imperioso cogiéndole los documentos—. Ese perro rabioso extranjero está casado con mi hija, no es de la CIA, se encuentra bajo mi protección hasta que yo se la retire v si te atreves a tocar aunque sólo sea uno de sus condenados cabellos rojos o si te metes por causa suya en la base hasta que yo lo apruebe, os retiraré todo mi apoyo secreto y nada detendrá a los Green Bands para echar de Tabriz a todos los izquierdistas.

El mollah se había ido malhumorado y Abdollah había incorporado a Mahmud a su lista de imperativa prioridad. Al examinar cuidadosamente los papeles y encontrar el pasaporte y el documento de identidad de Azadeh así como los otros permisos, experimentó una inmensa satisfacción. Aquello le daba un mayor poder sobre ella y su marido.

«Sí —se dijo mirando al soviético—, ahora ella hará cuanto yo le exija.»

—Será la voluntad de Dios, pero es posible que muy pronto quede viuda.

—Confiemos en que ello no ocurra demasiado pronto —la risa de Mzytrik fue real y contagiosa—. Al menos hasta que su marido haya cumplido su cometido.

Abdollah Khan se sintió reconfortado con la presencia de aquel hombre y su sabio consejo, contento de que Mzytryk hiciera lo que se le había pedido. «Pero he de manejar mis títeres mucho mejor que hasta ahora —se dijo—, si es que quiero sobrevivir y que Azerbaiján sobreviva también.»

En toda la provincia, así como en Tabriz, la situación era muy delicada, con insurrecciones de diversos tipos y luchas de facciones entre sí. Todo ello con centenares de miles de soldados soviéticos apostados exactamente al otro lado de la frontera. Y tanques. Y nada entre ellos y el Golfo que pudiera estorbarles. «Salvo yo —pensó—. Y una vez que poseyeran Azerbaiján, con Teherán indefendible, como la historia ha demostrado una y otra vez, Irán caerá en sus manos como la manzana podrida como ya había previsto Kruschev. Y con Irán, el Golfo, todo el petróleo del mundo y Ormuz.»

Sentía ansias de aullar de furia. «Dios maldiga al Sha que no quiso escuchar, que no quiso esperar, que no tuvo el sentido común suficiente para aplastar una rebelión sin importancia impulsada por los mollahs no hacía siquiera veinte años y enviar al infierno al Ayatollah Jomeiny como le aconsejé, poniendo así en peligro nuestro absoluto, imparable e inevitable dominio sobre el mundo entero, aparte de Rusia, zarista o soviética, nuestro verdadero enemigo.

»Estábamos tan cerca: los Estados Unidos comían en nuestra mano, ofreciéndonos y dándonos sus armas más avanzadas, suplicándonos que patrullásemos el Golfo y dominásemos a los detestables árabes, que absorbiésemos su petróleo, que los convirtiésemos en vasallos a ellos y a sus insoportables jeques sunnitas, desde Saudí hasta Omán. Nos hubiéramos hecho con Kuwait en un día, con Iraq en una semana, los jeques de Arabia Saudita y los Emiratos hubieran corrido de nuevo a sus desiertos suplicando misericordia. Podríamos tener cuanta tecnología deseáramos, toda suerte de buques, aviones, tanques y armas con sólo pedirlos, ¡e incluso, por Dios, la Bomba!, nuestros reactores de fabricación alemana lo hubieran hecho por nosotros.

»Tan cerca como estuvimos de hacer cumplir la Voluntad de Dios, nosotros, los chiítas de Irán, con nuestra superior inteligencia, nuestra antigua historia, nuestro petróleo, nuestro dominio del estrecho, que finalmente haría hincarse de rodillas a todo el pueblo de la Mano Izquierda. Tan cerca de poseer Jerusalén y de controlar La Meca..., el Lugar Más Santo entre los Santos.

»Tan cerca como estuvimos de ser los primeros hombres sobre la Tierra como es nuestro derecho. Pero ahora, ahora todo está en peligro, y tenemos que empezar otra vez, y aventajar de nuevo a los satánicos bárbaros del Norte y todo por culpa de un solo hombre.»

«Insha'Allah», se dijo, y con ello calmó parte de su rabia. Aun así, si Mzytryk no se hubiese encontrado en la habitación hubiera vociferado, maldecido y golpeado a alguien, a cualquiera. Pero aquel hombre estaba allí y tenía que ocuparse de él una vez solucionados los problemas de Azerbaiján, de manera que dominó su ira, y reflexionó sobre el siguiente movimiento. Cogió la última de las golosinas y se la metió en la boca.

—¿Te gustaría casarte con Azadeh, Petr?

—¿Te gustaría a ti que yo, más viejo que tú, fuese tu yerno? —preguntó a su vez el hombre con una sonrisa de excusa.

—Si ésa fuera la Voluntad de Dios... —replicó con la dosis de exacta sinceridad, sonriendo para sus adentros, porque había visto cómo la mirada de su amigo se iluminaba de repente, aunque rápidamente fue reprimida. «De manera —se dijo—, que ya la quieres la primera vez que la has visto. Así que si te la entrego una vez que nos hayamos librado del monstruo, ¿qué obtendré yo con ello? ¡Muchas cosas! Soy elegible, poderoso, y desde el punto de vista político sería prudente, muy prudente; a ella le inculcaría algo de sentido y la trataría de la forma que debe ser tratada, no como ese finlandés que la mima de una manera absurda. Seré un instrumento de venganza con ella. Son muchas las ventajas...»

Hacía tres años que Petr Oleg Mzytryk había tomado posesión de la inmensa dacha y de las tierras que pertenecieran a su padre, también viejo amigo de los Gorgon, cerca de Tbilisi donde los Gorgon también habían mantenido, durante generaciones, relaciones comerciales muy importantes. Desde entonces, Abdollah Khan había llegado a conocerle muy íntimamente, viviendo en la dacha durante frecuentes viajes denegocios. Había encontrado a Petr Oleg, al igual que todos los rusos, en extremo reservado, poco dispuesto a revelar nada. Pero, a diferencia de la mayoría, en extremo cordial y servicial, y más poderoso que cualquier otro soviético que él conociera. Viudo, con una hija casada, un hijo en la Marina y nietos..., además de extrañas costumbres. Vivía solo en la inmensa dacha, salvo por la servidumbre y una mujer ruso-euroasiática llamada Vertinskya, de extraña belleza y extraña malignidad también, que pasaba de los treinta, y a la que Petr había mostrado dos veces en tres años, casi como si se tratara de un tesoro particular único. Parecía ser esclava, prisionera, compañera de libaciones, ramera, atormentadora y gata montés, todo en una.

—¿Por qué no la matas de una vez y así terminas con ella, Petr? —le había preguntado en una ocasión en la que suscitara una pelea terriblemente violenta y en la que Mzytryk le había dado de latigazos para hacerla salir de la habitación mientras la mujer escupía, maldecía y luchaba hasta que los sirvientes la sacaron por la fuerza.

—No..., todavía no —había dicho Mzytryk temblándole las manos—. Es... muy valiosa, demasiado valiosa.

—Ah, sí..., sí, ahora, lo comprendo —había dicho Abdollah Khan, igualmente excitado. Él albergaba casi el mismo sentimiento respecto a Azadeh..., la renuncia a arrojar semejante objeto hasta que ella no se sintiera lo bastante intimidada, y humillada hasta que se arrastrase... También recordó hasta qué punto había envidiado a Mzytryk y el que Vertrinskya fuese su amante y no su hija, lo que le permitía consumar el acto final de venganza.

¡Dios maldiga a Azadeh!, pensaba. ¡Maldita sea por la imagen viva de su madre que tanto placer me dio! Ella me recuerda constantemente mi pérdida, ella y su diabólico hermano, ambos exactos a la madre en lo físico mas no en su manera de ser, porque era como una hurí del Jardín de Dios. Yo pensaba que nuestros dos hijos me amaban y me honraban pero no, una vez que Napthala se fue al Paraíso, ellos revelaron su verdadera naturaleza. Sé que Azadeh conspiraba junto a su hermano para asesinarme... ¿Acaso no tengo la prueba? Oh, Dios, quisiera poder golpearla como Petr hace con su némesis, pero no puedo, no puedo. ¡Cada vez que levanto mi mano contra ella, veo a mi Amada. Dios maldiga a Azadeh y la envíe al infierno...!

—Conserva la calma —dijo Mzytryk con tono apacible.

—¿Cómo?

—Parecías muy trastornado, amigo mío. No te preocupes, todo saldrá bien. Encontrarás alguna manera de conjurarla.

Abdollah Khan asintió.

—Me conoces demasiado bien.

«Es verdad —se dijo mientras esperaba que le sirvieran té a él y vodka a Mzytryk—, es el único hombre con el que he llegado a sentirme cómodo en mi vida.

»Me pregunto quién eres tú en realidad —pensó sin dejar de observarle—. En años ya muy lejanos, cuando tu padre aún vivía en la dacha donde nos conocimos, solías decir que estabas con permiso, pero lo que jamás dijiste era con permiso de qué y tampoco pude averiguarlo por mucho que lo intenté. En un principio supuse que se trataba del Ejército soviético, porque, en cierta ocasión en que estabas borracho, me dijiste que había sido comandante de unidades acorazadas durante la Segunda Guerra Mundial, en Sebastopol, y que llegaste hasta Berlín. Más tarde hube de cambiar de idea y pensé que lo más probable era que tú y tu padre pertenecieseis a la KGB o la GRU, porque nadie, en toda la Unión Soviética se retira a una dacha semejante con todas esas tierras, en Georgia, la parte mejor del imperio, sin una influencia o unos conocimientos muy especiales. Ahora afirmas que estás retirado..., ¿retirado de qué?»

Mientras intentaba descubrir el alcance del poder de Mzytryk, Abdollah Khan había mencionado que una célula comunista tudeh, clandestina, estaba conspirando para asesinarle y que le gustaría poder expulsar a dicha célula. Ello era verdad en parte, pero no motivo real: el hijo de un hombre al que aborrecía en secreto y a quien no podía atacar abiertamente, formaba parte de ese grupo. En menos de una semana, todas sus cabezas aparecieron en picas, cerca de la mezquita, con un letrero: ASÍ PERECERÁN LOS ENEMIGOS DE DIOS. Y él mismo había derramado lágrimas en el funeral y reído satisfecho en privado. El que Petr Mzytryk tuviera en su mano la oportunidad de destruir a una de sus propias células revelaba hasta qué punto era poderoso. También descubrió el grado de importancia que él, Abdollah tenía para ellos.

Lo miró.

—¿Por cuánto tiempo necesitarás al finlandés?

—Algunas semanas.

—¿Qué pasará si los Green Bands le impiden volar o lo interceptan? El soviético se encogió de hombros.

—Esperemos que haya terminado su cometido. Dudo que se salven, tanto él como Cintarga, si los encuentran en este lado de la frontera.

—Muy bien. Y ahora volvamos adonde estábamos antes de que nos interrumpieran. ¿Estás de acuerdo en que aquí no habrá apoyo masivo a los tudehs mientras los americanos se mantengan lejos o Jomeiny no inicie un programa contra ellos?

—Azerbaiján siempre se ha encontrado dentro de los límites de nuestro interés. Desde tiempo inmemorial hemos asegurado que debería ser un estado independiente. Tiene riquezas, poder, minerales y petróleo que lo respalda y... —Mzytryk sonrió—y..., y un sabio liderazgo. Puedes enarbolar la bandera, Abdollah, estoy seguro que obtendrás toda la ayuda necesaria para ser presidente, con el reconocimiento inmediato.

«Y al día siguiente me asesinarán mientras los tanques atraviesan la frontera —se dijo el Khan sin virulencia—. Nada de eso, mi formidable amigo, el Golfo es una tentación demasiado grande incluso para ti.»

—Una maravillosa idea —dijo con seriedad—, pero necesitaré tiempo. Entretanto, ¿puedo también confiar en que se lance a los comunistas tudeh contra los insurrectos?

Petr Mzytryk siguió sonriendo, pero cambió la expresión de sus ojos.

—Resultaría algo extraño que los tudehs atacaran a sus hermanastros. Muchos intelectuales musulmanes abogan por el marxismo islámico. He oído decir que incluso tú los apoyas.

—Estoy de acuerdo en que debería haber cierto equilibrio en Azerbaiján, mas, ¿quién ordenó a los izquiedistas que atacaran al aeropuerto?¿Quién les ordenó que atacaran e incendiaran nuestra estación de ferrocarril? ¿Quién les ordenó que volaran el oleoducto? Es evidente que nadie con un mínimo de inteligencia. Ha llegado a mis oídos que fue el mollah Mahmud, de la mezquita Hajsta. Uno de los tuyos —observó a Mzytryk con atención.

—Jamás oí hablar de él.

—Ah —exclamó Abdollah simulando jovialidad, aunque sin creer una palabra—. Me alegro, Petr, porque se trata de un falso mollah, ni siquiera es un auténtico marxista islámico, sólo un agitador. El mismo que invadió la base de Yokkonen. Desafortunadamente, lleva consigo a quinientos luchadores, carentes también de toda disciplina. Y recibe dinero de alguna parte. También cuenta con la ayuda de tipos como ese Fedor Rakoczy. ¿Qué significa Rakoczy para ti?

—No mucho —dijo al punto Petr con la misma sonrisa y el mismo tono de voz, demasiado inteligente para hacer caso omiso de la pregunta—. Es un ingeniero de oleoductos de Astara, en la frontera, uno de nuestros nacionales musulmanes que se sospecha se haya unido a los mujadines como Luchador Libre y, eso desde luego, lo ha hecho sin permiso ni aprobación.

Petr conservó su expresión amable aunque, en su fuero interno maldecía de manera obsena, sintiendo necesidad de vociferar. «Hijo mío, hijo mío, ¿nos has traicionado? Se te envió para que espiaras, para que te infiltraras entre los mujadines y nos informaras. Eso era todo. Y en esta ocasión se te envió para que reclutaras al finlandés y organizaras a los estudiantes de la Universidad, no para que te aliases con un perro rabioso de mollah, o para que te dedicases a atacar aeropuertos, o para que matases canallas al borde de una carretera. ¿Acaso te has vuelto loco? ¿Qué hubiera ocurrido si llegan a herirte o a encarcelarte, condenado estúpido? ¿Cuántas veces habré de decirte que ellos, y también nosotros, podemos, con tiempo, quebrar a cualquiera y sacarle, a él o ella, todos sus secretos? Ha sido una locura que corrieses todos esos riesgos. El finlandés es, importante por el momento, pero no lo bastante para que se desobedezcan órdenes, poniendo en peligro tu futuro, el de tu hermano..., y el mío.

»Si se sospecha del hijo se sospecha del padre también. Y si se sospecha del padre, también de toda la familia. ¿Cuántas veces te habré repetido que la KGB se atiene a las Reglas, destruye a quienes no las obedecen, a quienes piensan por sí mismos, y corren riesgos y se exceden en las instrucciones?»

—Ese Rakoczy carece de importancia —dijo afable.

«Mantén la calma —se ordenó a sí mismo. Y comenzó la letanía—: No hay nada de qué preocuparse. Conoces demasiados secretos para que puedan alcanzarte. Y también mi hijo. Es muy bueno. Deben de estar equivocados respecto a él. Tú mismo y otros expertos le habéis puesto a prueba muchas veces. Estás seguro. Eres fuerte, tienes salud, y puedes acostarte con esa pequeña belleza llamada Azadeh, y golpearle y el mismo día violar a Vertinskya.

—Lo importante es que tú eres el foco de Azerbaiján, amigo mío —dijo con el mismo tono de voz tranquilizador—. Recibirás todo el apoyo que necesitas y tus puntos de vista sobre los marxistas islámicos llegarán a la fuente apropiada. Tendrás el equilibrio que necesitas. —Bien. Cuento con ello —repuso el Khan.

—Entretanto, ¿qué hay del capitán británico? ¿Puedes ayudarnos?

Hacía dos días, había llegado a su casa, cerca de Tbilisi, un télex cifrado como de alto secreto y prioridad diciéndole que unos saboteadores habían volado el puesto de escucha secreto por radar de la CIA, en la cara norte de Sabalan, antes de que equipos locales amigos llegaran para recoger todos los manuales de claves, las máquinas cifradoras y las computadoras. «Comunique de inmediato y personalmente con Ivanovitch —seguía diciendo el télex utilizando el nombre secreto de Abdollah Khan—, dígale que los saboteadores son británicos, un capitán y dos gurkas, y un agente americano de la CIA, Rosemont (nombre clave Abu Kurd), conducidos por uno de nuestros mercenarios que fue asesinado antes de que pudiera llevarles hasta una emboscada. Durante la huida, fueron muertos uno de los soldados y el agente de la CIA y se cree que los dos supervivientes se dirigen hacia el sector de Ivanovitch. Obtenga su cooperación. Sección 16/a Acuse recibo.» La orden de la «Sección 16» significaba: «esa persona o personas son enemigos que tienen prioridad, deben ser interceptados, detenidos y conducidos de nuevo por usted merced a cualquier medio que pueda ser necesario para que sean sometidos a interrogatorio». La letra /a anexa significaba: «de no poder llevarlo a cabo así, tienen que ser inexorablemente eliminados».

Mzytryk saboreaba el vodka, esperando.

—Agradeceríamos tu ayuda.

—Siempre has tenido mi ayuda —dijo Abdollah—. Pero encontrar en Azerbaiján dos saboteadores expertos que a estas horas tendrán, con toda seguridad, una nueva identidad, es casi imposible. Es muy probable que tengan casas seguras en las que refugiarse. En Tabriz hay un consulado británico y por las montañas rutas a docenas por las que pueden evitarnos. —Se levantó para acercarse a la ventana y miró por ella. Desde allí podía ver el «206» aparcado en el antepatio, bajo la vigilancia de los guardias. En el cielo seguía sin verse una sola nube—. Si yo dirigiera esa operación, simularía dirigirme a Tabriz para luego volver sobre mis pasos y salir por el Caspio. ¿Cómo lo hicieron ellos?

—Por el Caspio. Pero su rastro fue seguido hacia aquí. Se encontraron dos cuerpos en la nieve y huellas de los otros que habían tomado este camino.

El fracaso de la «Operación Sabalan» provocó un ataque de ira en las alturas. Habían tenido tan cerca tanto equipo secreto sofisticado de la CIA que durante muchos años se había convertido en presa codiciada para su obtención clandestina y toda suerte de infiltraciones. Durante las dos últimas semanas, obtuvieron la información de que algunos de los puestos de radar habían sido evacuados, aunque no destruidos, durante la precipitada retirada y el pánico que ellos habían contribuido a alimentar, por lo que se estaban tomando medidas para que los halcones se pusieran inmediatamente en movimiento y, en gran número. Mzytryk, asesor veterano en esa área había aconsejado cautela, y que se utilizaran equipos locales en lugar de soviéticos, a fin de no tener que enfrentarse con Abdollah Khan, su contacto exclusivo y agente inestimable.

«Es absolutamente desaconsejable correr el riesgo de un enfrentamiento —había dicho, ajustándose a las Reglas... y a su plan particular—. ¿Qué ganamos actuando de inmediato...? Eso en el caso de que no nos hayan dado una información falsa y Sabalan no sea más que una gran trampa, lo que puede ser factible. Unos cuantos manuales de claves que a lo mejor ya tenemos. En cuanto a las computadoras altamente sofisticadas..., toda nuestra "Operación Zatopek" tiene ya las riendas en su mano.»

Se trataba de una operación clandestina de la KGB, enormemente controvertida e innovadora, que llevaba el nombre del gran corredor checo de resistencia, establecida en el sesenta y cinco. Con un presupuesto inicial de millones de dólares en divisas extranjeras, la «Operación Zatopek» tenía como meta la adquisición de un suministro constante de la mejor y más avanzada tecnología de Occidente mediante la simple compra a través de una red de compañías falsas y no por el método convencional, y en extremo costoso, del robo y el espionaje.

El dinero no es nada en comparación con los beneficios decía en su informe inicial estampillado máximo secreto, al Centro cuando en el sesenta y cuatro regreso por primera vez del Lejano Oriente: Hay centenares de miles de hombres de negocios corruptos y de viajantes, que nos venderían lo mejor y lo más moderno a cambio de unas ganancias sustanciosas. Un gran beneficio para un individuo, representa una bicoca para nosotros, porque de esta manera habremos ahorrado miles de millones en investigación y desarrollo, miles de millones que podemos invertir en nuestra Armada, nuestras Fuerzas Aéreas y nuestro Ejército. Y lo que es igualmente importante, nos ahorramos años de esfuerzos, fatigas y fracasos. Sin apenas costo, mantenemos una paridad con cualquiera cosa que sus mentes sean capaces de concebir. Unos cuantos dólares por debajo de sus podridas mesas nos facilitarán todos sus tesoros.

Petr Mzytryk se sintió reconfortado al recordar lo extraordinariamente bien que fuera aceptado su plan, aun cuando, naturalmente y como era de rigor, considerado por sus superiores como idea propia, al igual que él lo había recibido de uno de sus agentes clandestinos en Hong Kong, Jacques de Ville, un francés perteneciente al gran complejo de «Struan's» que le había hecho abrir los ojos.

—La legislación de los Estados Unidos no considera ilegal el envío de tecnología a Francia, a Alemania Occidental o a una docena de otros países, como tampoco es ilegal en cualquier legislación que una compañía la envíe a terceros países de tal manera que no existen leyes suizas que impidan enviar artículos a la Unión Soviética. Los negocios, Gregor, y el dinero es el que hace girar al mundo. Sólo a través de «Struan's» podemos suministraros toneladas de equipos que los Estados Unidos os tienen prohibidos. Suministramos a China, ¿por qué no a vosotros? Tus marineros no entienden de negocios, Gregor...

Mzytryk había sonreído para sus adentros. Por aquellos días era conocido como George Suslev, capitán de un pequeño buque de carga que hacía la travesía de Vladivostok a Hong Kong encubriendo así sus actividades de alto secreto como controlador general en Asia durante el Primer Directorio de la KGB.

«En el transcurso de los años desde el sesenta y cuatro, en el que propuse por primera vez ese esquema, con una inversión total de ochenta y cinco millones de dólares —se dijo con orgullo—, la "Operación Zatopek" ha ahorrado miles de millones a la Madre Rusia al tiempo que la ha provisto de un caudal siempre creciente de aparatos desarrollados por la NASA, Japón y países europeos así como de maravillas electrónicas, herramientas de todo tipo, maquinaria, robots, micrófonos, medicinas y todo tipo de artilugios mágicos que reproducimos y fabricamos a placer con equipamientos desarrollados por el propio enemigo y comprado y pagado con créditos que ellos conceden y que jamás pagaremos. ¡Son unos auténticos estúpidos!»

Casi rompió a reír en voz alta. «Zatopek me da vía libre para seguir operando y maniobrando como me plazca en esta área, para practicar el Gran Juego que esos necios británicos dejan que se les escape de las manos.»

Observó a Abdollah Khan, en pie junto a la ventana, esperando, paciente, que él se decidiera por el favor que quería a cambio de la captura de los saboteadores. «Vamos, Mogote de Grasa —pensó malhumorado utilizando el apodo que le pusiera—, los dos sabemos que sólo con que te lo propongas puedes cazar a esos matyeryebyets..., si es que aún siguen en Azerbaiján.»

—Haré lo que pueda —dijo Abdollah Khan, siempre de espaldas a él. Mzytryk no pudo evitar una sonrisa—. Si llego a interceptarlos, ¿qué hago con ellos, Petr?

—Comunícaselo a Cimitarga. Él adoptará las medidas oportunas. —Muy bien —Abdollah Khan asintió para sí, y se acercó, sentándose de nuevo—. Entonces, todo solucionado.

—Gracias —dijo Petr, en extremo satisfecho. Aquel tono tajante de Abdollah Khan prometía un éxito rápido.

—Ese mollah de que hablábamos, Mahmud, es muy peligroso —dijo el Khan—. Y también su banda de asesinos. Creo que son una amenaza para todo el mundo. Se debería inducir a los tudehs para que llegasen a un trato con él. Bajo mano, naturalmente.

Mzytryk se preguntó hasta qué punto estaría enterado Abdollah del apoyo secreto que ellos prestaban a Mahmud, uno de sus mejores y más fanáticos conversos.

—Los tudehs han de ser cautelosos y también sus amigos —repuso, mas al punto observó el ramalazo de irritación, por lo que se apresuró a transigir algo—. Tal vez ese hombre pueda ser trasladado y acoplado de nuevo. Un rompimiento tajante y fratricida sólo serviría de ayuda al enemigo.

—Ese mollah es un falso mollah y no un verdadero creyente de nada. —Entonces, deberá irse. Rápidamente —Petr Mzytryk sonrió. —Abdollah Khan no.

—De inmediato, Petr. De forma permanente. Y su grupo disuelto.

El precio era muy alto pero la Sección 16/a le había otorgado la autoridad suficiente.

—¿Por qué no de inmediato y de forma permanente ya que tú lo consideras necesario? Estoy dispuesto a, humm, llevarlo a cabo de acuerdo con tu recomendación.

Mzytryk sonrió y también Abdollah Khan, plenamente satisfecho. —Me agrada muchísimo que estemos de acuerdo. Petr. Conviértete en musulmán por el bien de tu alma eterna.

Petr Mzytryk rompió a reír.

—Cuando sea el momento. Entretando, hazte comunista en bien de tu satisfacción terrenal.

El Khan rió a su vez. Se inclinó hacia delante y llenó la copa de nuevo.

—¿No podré persuadirte de que te quedes algunos días?

—No, pero gracias de todas formas. Una vez que hayamos comido creo que emprenderé el camino de regreso a casa —repuso mientras su sonrisa se hacía más amplia—. Tengo muchísimas cosas que hacer.

El Khan estaba muy contento. «Ahora, ya puedo olvidarme de ese molesto mollah y de su banda y ya he sacado otro diente. Me pregunto qué harías, Petr, si supieras que tu capitán y su soldado saboteadores se encuentran al otro lado de mi Estado, esperando una salida para ponerse a salvo. Pero a salvo, ¿dónde? ¿En Teherán o contigo? Aún no lo he decidido.»

«Bien, sé que has venido a pedirme ayuda, ¿por qué si no los mantuve a buen recaudo? ¿Por qué, hace dos días, me reuní en secreto, en Tabriz y los traje aquí también en secreto, si no fuera por ti? Tal vez. Una pena que mataran a Vien Rosemont; era muy útil. De cualquier manera, la información y la advertencia contenidas en la clave que dio al capitán para mí son útiles en extremo. Me será muy difícil sustituirle.»

«Sí, y también es verdad que si recibes un favor debes de devolver otro favor. El infiel Erikki es tan sólo uno.» Hizo sonar una campanilla y apareció un sirviente.

—Dile a mi hija Azadeh que se reunirá con nosotros para comer.

Torbellino
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