CAPÍTULO LVI
Ibrahim Kyabi esperaba impaciente, emboscado, a que el mollah Hussain saliera de la mezquita a la plaza abarrotada de gente. Se encontraba sentado, medio tumbado, contra la fuente situada enfrente de la gran puerta, apretando contra sí el saco de lona en el que llevaba oculto su «M16» amartillado. Tenía los ojos enrojecidos por el cansancio, y todo el cuerpo dolorido a causa del recorrido de quinientos cincuenta kilómetros desde Teherán.
Observó, ocioso, a un europeo alto que circulaba entre el gentío. El hombre andaba detrás de un Green Band y vestía traje oscuro, una parka y una gorra de visera. Siguió con la mirada a ambos, que pasaron por delante de la mezquita, y desaparecieron en una callejuela que había al lado. Cerca se encontraba el laberinto del bazar. Le tentaban su oscuridad, calor y seguridad, alejándose del frío.
—Insha'Allah —musitó de forma automática, recordando luego que debía dejar de utilizar aquella expresión. Se ciñó más el viejo abrigo y se acomodó mejor contra la fuente que, una vez desaparecido el hielo invernal volvería a manar agua para que el transeúnte bebiera o hiciera sus abluciones rituales antes de ir a decir sus oraciones.
—¿Qué aspecto tiene ese mollah Hussain? —había preguntado al vendedor callejero que le había servido una porción de humeante horisht de judías del caldero que colgaba sobre las brasas de carbón. Era todavía de mañana y acababa de llegar, al cabo de interminables retrasos, quince horas más tarde de lo previsto—. ¿Qué aspecto tiene? El hombre, viejo y desdentado, se encogió de hombros.
—Un mollah.
Otro cliente que se encontraba cerca de él lo imprecó.
—¡Ojalá te sacrifiquen! No le escuches, forastero, el mollah Hussain es un verdadero líder del pueblo, un hombre de Dios, que no posee otra cosa de un arma y municiones para matar a los enemigos de Dios.
Los clientes habían coreado a aquel jovenzuelo sin afeitar y le habían contado cómo tomó posesión de la base.
—Nuestro mollah es un verdadero seguidor del Imán y nos llevará al Paraíso, por Dios.
Ibrahim estuvo a punto de gritar su furia. Hussain y todos los mollahs merecían la muerte por imbuir a aquellos pobres campesinos tales estupideces. ¿Paraíso? ¿Hermosas vestiduras, y vino, y cuarenta vírgenes perpetuas yaciendo en divanes de seda?
«No quiero pensar en amar. No quiero pensar en Sharazad, todavía no.»
Sus manos acariciaron la fuerza oculta del arma. Ese roce se llevó parte de su cansancio y anhelo pero nada de su amarga e inmensa soledad Sharazad. Ahora parte de un sueño. Era preferible así, mucho mejor. La estaba esperando en el café cuando Jari se había acercado a él.
—En el Nombre de Dios el marido ha regresado —murmuró—. Lo que jamás empezó ha terminado para siempre.
Después había desaparecido entre la multitud. Él se había levantado e ido a buscar su arma, recorriendo a pie todo el camino hasta la estación de autobuses. Ahora estaba esperando a ser pronto martirizado, tomando venganza en el nombre de las Masas contra la tiranía ciega. Ya, muy pronto. Pronto en la oscuridad y a la deslumbrante luz, sumido en la nada o en la comprensión, solo o con otros profetas, imanes, demonios, ¿quiénes?
En éxtasis, cerró los ojos. «Pronto sabré qué ocurre cuando morimos y adónde vamos. ¿Encontramos al fin la respuesta al gran enigma: Fue Mahoma el último Profeta de Dios o un loco? ¿Es el Corán verdadero? ¿Hay Dios?»
En la callejuela, al lado de la mezquita, el Green Band que conducía a Starke se detuvo y señaló hacia una casucha. Starke saltó el apestoso joub y llamó a la puerta. Esta se abrió.
—La paz sea contigo, Excelencia Hussain —dijo en farsi, en actitud tensa y vigilante—. ¿Me mandaste llamar?
—Salaam, capitán. Sí, sí; lo hice —contestó el mollah Hussain en inglés y le hizo seña de que entrase.
Starke hubo de inclinarse para poder entrar en la cabaña de una sola habitación. Dos criaturas dormían a ratos sobre su jergón de paja en el sucio suelo. Un chiquillo se le quedó mirando, agarrado a un viejo rifle, y él lo reconoció como el niño que viera durante la lucha entre los hombres de Hussein y Zataki. Un «AK47», bien engrasado y cuidado descansaba contra la pared. Más allá, cerca del fregadero, una mujer vieja y nerviosa, envuelta en un chador negro y manchado, se encontraba sentada en una silla desvencijada.
—Éstos son mis hijos y ésa es mi mujer —los presentó Hussain.
—Salaam —saludó Starke y disimuló el asombro que le causara el que fuera tan vieja. Luego, al verla más de cerca, comprobó que la edad no estaba en los años.
—He enviado a por ti por tres motivos. Primero, para que veas cómo vive un mollah. La pobreza es una de las principales obligaciones del mollah.
—Y enseñar, dirigir y legislar. Aparte de todo eso, Agha, sé que eres cien por cien sincero en tus creencias, «y atrapado por ellas», hubiera querido añadir Starke, aborreciendo aquella habitación con la terrible e inacabable pobreza que representaba, con su hedor y el desamparo que él sabía que no debía ser pero que existirían allí por todos los días de sus vidas, y en otros incontables hogares pertenecientes a todas las religiones por todo el mundo. «Pero no a mi familia, gracias a Dios. Gracias a Dios nací tejano, gracias a Dios una y mil veces que yo sea de otra manera, y que mis hijos no tengan, no tengan, por Dios, no tengan que vivir entre la suciedad como estos pobrecitos infelices.» Con un esfuerzo se contuvo para no apartar de ellos las moscas, maldiciendo a Hussain por soportar algo que no había necesidad de que soportara.
—¿Hablaste de tres motivos, Agha?
—La segunda es: ¿Por qué está programado que salgan hoy todos los hombres salvo unos pocos?
—Hace tiempo que deberían haber tomado sus permisos, Agha. El trabajo en la base va muy despacio y éste es el momento idóneo.
La ansiedad de Starke iba en aumento. Aquella mañana, antes de que el mollah le convocara a su casa, había habido ya tres télex y dos llamadas por la HF de su cuartel general en Teherán. La última de Siamaki, ahora ya miembros de categoría de la Junta, que deseaba saber dónde se encontraban Pettikin, Nogger Lane y los demás. Le había dado largas, diciéndole que McIver lo llamaría tan pronto como llegara con el ministro Kia, muy consciente de la curiosidad de Wazari.
El día anterior se había enterado por primera vez de la visita de Alí Kia. Charlie Pettikin, durante su breve parada de camino para Al Shargaz, le había contado lo ocurrido a McIver y los temores que todos tenían por lo que pudiera ocurrirle.
—iDios mío...! —fue todo lo que pensó en ese momento.
Pero el día anterior no todo había sido malo. John Hogg había llevado el programa provisional para Torbellino de Gavallan con las claves, las horas y las coordenadas de las alternancias para repostar del otro lado del Golfo.
—Andy nos ha encargado que te digamos que todas le han sido pasadas a Scrag en Lengeh y a Rudi en Bandar Delam y que tengas en consideración el problema de las tres bases —le había dicho Hogg—. Están reservados dos «747» de carga para Al Shargaz, para la madrugada del viernes. Andy dice que eso nos dará tiempo suficiente. Traeré otro memorándum con los últimos detalles cuando venga a por los muchachos, Duke. El botón definitivo no habrá de pulsarse hasta las siete de la mañana del viernes, o a la misma hora del sábado o del domingo. Después de esas fechas ya no hay nada que hacer.
Los espías de Esvandiary no aparecieron por allí de manera que Starke había logrado introducir otra caja de doscientas doce piezas muy valiosas a bordo del «125». Y había seguido la buena racha. Todos los permisos de salida de su personal estaban todavía vigentes; en un lugar seguro de la playa, se habían almacenado suficientes bidones de ciento cincuenta litros de combustible y Tom Lochart había acudido a Zagros a tiempo, comprometido ya como piloto para la operación Torbellino.
—¿A qué se debe ese cambio, Tom? Creí que estabas decididamente en contra suya —le había dicho, inquieto por la actitud de Lochart. Pero su amigo se había limitado a encogerse de hombros y él no había querido presionarle.
De todas maneras, estaba muy preocupado con la idea de que sus «212» tuvieran que largarse. No tenían un plan definitivo, sólo posibilidades.
Logró concentrarse haciendo un esfuerzo. Aquella habitación le estaba produciendo una sensación de claustrofobia creciente.
—Van retrasados con sus permisos.
—¿Cuándo llegarán los sustitutos?
—El sábado. Ésa es la fecha programada.
—Esvandiary dice que estáis enviando afuera muchos repuestos. —De vez en cuando hay que ocuparse de los repuestos, los reemplazos y la comprobación, Agha.
Hussain lo observó con atención; luego, asintió pensativo.
—¿A qué se debió el accidente que estuvo a punto de matar a Esvandiary?
—A un corrimiento de la carga. Es una operación muy delicada. —¿Quién es ese hombre Kia? ¿Alí Kia?
Starke no se esperaba ninguna de aquellas preguntas y se decía si no le estaría poniendo de nuevo a prueba y qué sería lo que sabía el mollah.
—Se me dijo que era un delegado del Primer Ministro Bazargan en viaje de inspección —explicó; luego, añadió—: Y también era, o es, de nuestra sociedad conjunta «IHC», tal vez incluso un director. Pero yo no sé nada sobre ello.
—¿Cuándo llegará?
—No estoy seguro. Se ordenó a nuestro director, el capitán Mclver, que lo acompañara.
—¿Se le ordenó?
—Eso tengo entendido. Se le ordenó.
—¿Por qué un ministro delegado es asesor de una compañía privada?
—Me imagino que habrá que preguntárselo a él, Agha.
La expresión de Hussain se endureció.
—Sí, estoy de acuerdo. El Imán ha jurado que la corrupción cesará. Iremos juntos a la base —dijo, cogiendo el «AK47» y colgándoselo al hombro—. Salaam.
Starke y el Green Band siguieron a Hussain por la callejuela hasta una puerta lateral de la mezquita. Una vez allí, el mollah se quitó los zapatos, los recogió y entró en ella. Starke y el Green Band hicieron lo mismo, Starke, además, se quitó la gorra de visera. Recorrieron otro pasadizo, cruzaron otra puerta y se encontraron en la propia mezquita, una única habitación bajo la cúpula, con alfombras y sin ornamento alguno. Sólo había azulejos decorativos acá y allá, con citas en sánscrito del Corán exquisitamente grabadas. Un atril, con un Corán abierto; cerca de él, una moderna radio-cassette y altavoces, los hilos eléctricos descuidadamente enredados, todas las bombillas al descubierto y con una luz débil. A través de los altavoces llegaba la sorda salmodia de un hombre leyendo el Corán.
Había hombres rezando, otros chismorreando, algunos durmiendo.
Quienes se dieron cuenta de la presencia de Hussain le sonrieron y él les devolvió la sonrisa. Condujo a Starke y el Green Band hasta una alcoba con columnas, ante la que se detuvo, dejó los zapatos y el arma e indicó al Green Band que se fuera.
—¿Has vuelto a pensar en lo que discutimos durante el interrogatorio, capitán?
—¿En qué sentido, Agha? —La aprensión de Starke aumentó y sintió removérsele el estómago.
—Sobre el Islam, sobre el Imán, que la paz de Dios sea con él. Sobre lo de ir a verle...
—A mí no me es posible verle, aun cuando lo quisiera.
—Tal vez yo pudiera arreglarlo. Si ves al Imán, si le escuchas y le contemplas hablar, encontrarás la paz de Dios que tanto buscas. Y la verdad.
A Starke le conmovió la evidente sinceridad del mollah.
—Si tuviera la oportunidad estoy seguro..., estoy seguro de que la aprovecharía, si me fuera posible. ¿Dijiste tres cosas, Agha?
—Ésta es la tercera. El Islam. Hazte musulmán. No hay un momento que perder. Sométete a Dios, acepta que sólo hay un Dios y que
Mahoma es su Profeta, acéptalo y vive por siempre en el Paraíso.
La mirada era oscura y penetrante. Starke ya la había experimentado y la encontraba casi hipnotizadora.
—Ya..., ya te lo he dicho, Agha. Tal vez lo haga... cuando Dios lo quiera. —Apartó los ojos y sintió debilitarse la fuerza dominadora—. Si hemos de volver más valdrá que nos pongamos en marcha. No quisiera dejar de despedir a mis muchachos. Era como si no hubiese hablado.
—¿Acaso no es el Imán el más santo de los hombres, el más leal, el más implacable contra la opresión? El Imán lo es, capitán. Abre tus ojos y tu espíritu a él.
Starke captó el énfasis oculto en la frase y, una vez más, le inquietó el aparente sacrilegio.
—Espero, paciente. —Miró de nuevo a los ojos que parecían atravesarle y también los muros, perdiéndose en el infinito—. Si vamos a ir, más vale que nos pongamos en marcha —dijo con el tono más amable que le fue posible.
Hussain suspiró. La luz se apagó en su mirada. Se colgó de nuevo el arma y abrió la marcha. Al llegar a la puerta principal, se calzó los zapatos, y esperó a que Starke hiciera lo mismo. Otros cuatro Green Bands se unieron a ellos.
—Vamos a ir a la base —les informó Hussain.
—He aparcado mi coche aquí mismo, en la plaza —dijo Starke, inmensamente aliviado de encontrarse de nuevo al aire libre, y lejos del hechizo de aquel hombre—. Es una «rubia», podemos ir en ella si quieres.
—Muy bien. ¿Dónde está?
Starke indicó el lugar y se encaminó hacia ella, sorteando los puestos callejeros. Les llevaba casi la cabeza a la mayoría de aquellas gentes y en su mente se barajaban todo tipo de pensamientos en aquel momento, al calibrar lo que el mollah le dijera, y qué decisión tomar con respecto a Torbellino.
—¡Maldición! —farfulló, abrumado por el peligro. «Espero que Rudi renuncie y, entonces, también yo lo haré, independientemente de lo que Scrag haga.» De manera automática escudriñó los alrededores, tal como solía hacer en la carlinga, y delante, junto a la fuente, observó una conmoción. Debido a su gran altura fue el primero en descubrir al joven con el arma y al gentío dispersándose. Se detuvo, inmovilizado por la incredulidad, con Hussain junto a él. Pero no se había equivocado, aquel joven enloquecido se lanzaba a través de la multitud, dando alaridos, directamente hacia él.
—¡Asesino! —jadeó. Los hombres y mujeres que se encontraban delante de él huyeron, aterrados, y corrían, y tropezaban, apartándose el camino del muchacho. Ahora, el camino había quedado libre. Starke, atónito, vio al joven detenerse y apuntarle directamente. —¡Cuidado!
Pero antes de que pudiera tirarse al suelo o ponerse a cubierto tras uno de los puestos, el impacto de la primera bala lo alcanzó, y lo impulsó contra uno de los Green Band. Más balas. Alguien cerca chilló. Luego, otra arma abrió fuego, ensordeciéndole.
Era Hussain. Sus reflejos habían sido muy buenos. Se había dado cuenta al instante de que el ataque asesino iba contra él y le bastó el momento de respiro que Starke le diera. Con un movimiento felino, había descolgado el arma, apuntado y apretado el gatillo al tiempo que su mente salmodiaba: «No hay más Dios que...»
Su puntería había resultado fríamente perfecta: Ibrahim Kyabi cayó acribillado, despojado de toda vida; el arma, arrancada de su mano, salió por el aire, y él se derrumbó muerto, sobre la tierra. Embotado, el mollah dejó de disparar, y, al descubrir que seguía ileso, se asombró de que las balas no le hubieran tocado; parecía imposible que el asesino hubiese fallado, imposible que él no hubiera sufrido martirio y no se encontrara ya en la senda al Paraíso. Trémulo, miró en derredor, a todo aquel pandemónium. Se recogía a los heridos, otros se quejaban y maldecían, uno de sus Green Bands se encontraba tirado en el suelo, muerto, muchos transeúntes habían resultado heridos. Starke se encontraba desplomado en tierra, medio oculto por los puestos callejeros.
—¡Alabado sea Dios, Excelencia Hussain! No está herido —dijo un Green Band.
—¡Hágase la voluntad de Dios! ¡Dios es grande...! —Hussain se acercó a Starke arrodillándose junto a él. Vio que la sangre le caía de la manga izquierda. Tenía la cara blanca como el papel—. ¿Dónde le ha dado?
—No..., no estoy seguro. Me parece que... Creo que en el hombro o en el pecho.
Era la primera vez en su vida que habían disparado contra Starke. Cuando recibió el impacto, que le hizo retroceder y caer al suelo, no sintió dolor alguno, aunque en su mente gritaba: «Estoy muerto, ese bastardo me ha matado. Jamás veré a Manuela, jamás volveré a casa, jamás veré a los niños. Estoy muerto...» Luego, había sentido un ansia enloquecedora de echar a correr, de huir de su propia muerte. Quiso ponerse en pie de un salto, pero el dolor le había despojado de todas sus fuerzas y ya, en aquel momento, Hussain estaba arrodillado junto a él.
—Permíteme ayudarte —dijo Hussain. Y luego dirigiéndose a un Green Band—: Cógele del otro brazo.
Gritó cuando le dieron la vuelta e intentaron ayudarle a levantarse. —¡Esperad..., por todos los cielos!
Cuando el espasmo hubo pasado, descubrió que no podía mover el brazo izquierdo en absoluto, aunque sí el otro. Se palpó el cuerpo con la mano derecha, movió las piernas... No sentía dolor alguno en ellas. Todo parecía estar bien salvo su brazo y hombro izquierdos, además de tener la cabeza como una bomba. Apretó los dientes, se abrió la parka y se sacó la camisa. La sangre le salía de una herida que tenía en el centro del hombro, aunque no brotaba y respiraba sin dificultad. Tan sólo un dolor lacerante cuando se movía sin poner cuidado.
—Es..., no creo que me haya alcanzado... los pulmones.
—¡Por el hijo de un padre condenado, piloto! —exclamó, riendo, uno de los Green Bands—. Mira, tienes otro agujero en la espalda de tu chaquetón. También está sangrando. La bala debe de haberte atravesado y te ha salido por aquí. —Se disponía a meter un dedo sucio en el orificio cuando Starke le imprecó con violencia.
—¡Maldícete tú, Infiel! —le dijo—. Maldícete tú, no a mí. Tal vez Dios, en su misericordia, te haya devuelto la vida, aunque no comprendo por qué Dios había de hacer eso...
El Green Band se encogió de hombros al tiempo que se ponía en pie, miró a su camarada muerto y a los otros heridos, volvió a encogerse de hombros y se encaminó hacia donde Ibrahim Kyabi vacía. semejante a un montón de harapos caído en el polvo. Una vez a su lado, empezó a registrarle los bolsillos.
La multitud que se encontraba en la plaza comenzó a arracimarse alrededor de ellos, aislándoles a los dos. Hussain se puso en pie e hizo que se alejasen.
—¡Dios es grande! ¡Dios es grande! —voceó—. ¡Manteneos alejados! ¡Ayudad a los que están heridos!
Cuando de nuevo tuvieron espacio en derredor, se arrodilló junto a Starke.
—¿Acaso no te advertí que tenías poco tiempo? Dios te ha protegido esta vez para darte otra oportunidad.
Pero Starke apenas lo escuchaba. Había encontrado su pañuelo y se taponaba la herida con él, intentando contener la hemorragia, mientras sentía un hilillo cálido deslizándose por su espalda. No hacía más que farfullar y maldecir, dominado ya su oscuro terror, pero sin haber superado todavía el temor de llegar a ponerse en ridículo echando a correr.
—¿Por qué diablos intentaba matarme ese bastardo? —barbotó— ¡Ese hijo de puta! ¡Estaba loco!
—Intentaba matarme a mí, no a ti.
Starke se le quedó mirando.
—¿Fedayin, mujhadin?
—O tudeh. ¿Qué importa eso? Era un enemigo de Dios. Dios lo ha matado.
Starke volvió a sentir un dolor lacerante en el pecho. Ahogó una maldición. Le resultaba insoportable ese continuo achacarlo todo a Dios, y él no quería pensar en Dios en esos momentos, sólo en los niños y en Manuela, y en una vida normal, y en salir, con mil diablos, de allí. «Estoy harto de toda esta locura y de esas matanzas en nombre de su cerril concepción de Dios.»
—¡Hijos de puta! —farfulló, diluyéndose sus palabras en el estruendo.
Sentía latidos en el hombro al tiempo que el dolor aumentaba. Lo mejor que pudo, hizo una bola con su pañuelo para utilizarla a modo de tapón y se abrochó la parka mientras farfullaba obscenidades.
«¿Qué diablos voy a hacer ahora? ¡Maldito y demencial bastardo! ¿Cómo diablos voy a pilotar?» Cambió de posición, irritado consigo mismo, queriendo mostrarse estoico.
Hussain salió de su ensueño, angustiado de que Dios hubiera decidido dejarle vivir cuando, una vez más, debiera de haber sufrido martirio. ¿Por qué? ¿Por qué esta maldición? Y este americano, tampoco ha muerto con semejante ráfaga de balas. Es imposible..., ¿por qué?, ¿por qué se le ha dejado vivir también a él?
—Iremos a tu base. ¿Puedes ponerte en pie?
—Yo..., desde luego. Sólo un momento. —Starke se dispuso a incorporarse—. Muy bien, con cuidado... ¡Ah, santo cielo! —Aun así, se levantó, tambaleándose ligeramente; el propio dolor le provocaba náuseas—. ¿Podrá alguno de sus hombres conducir?
—Sí. —Hussain llamó al Green Band que estaba arrodillado junto a Kyabi—. ¡Apresúrate, Firouz!
El hombre se reunió, obediente, con ellos.
—En los bolsillos sólo llevaba estas monedas, Excelencia. Y esto. ¿Qué dice?
Hussain lo estudió con gran atención.
—Es una tarjeta de identidad actualizada de la Universidad de Teherán.
En la foto se veía a un guapo muchacho sonriendo a la cámara. IBRAHIM KYABI, TERCER AÑO, SECCIÓN DE INGENIERÍA. FECHA DE NACIMIENTO 12 DE MARZO DE 1955. Hussain volvió la tarjeta.
—Hay una dirección de Teherán.
—¡Apestosas Universidades! —exclamó otro de los Green Bands—.
Son semilleros de Satanás y de la maldad occidental.
—Cuando el Imán las abra de nuevo, Dios le conceda la paz, los mollahs se harán cargo de ellas. Acabaremos con todas las ideas occidentales antiislámicas para siempre. Entrega la tarjeta al comité, Firouz. Ellos podrán trasladarle a Teherán. Allí interrogarán a su familia y a sus amigos y se ocuparán de ellos. —Hussain se dio cuenta de que Starke le miraba—. ¿Sí, capitán?
Starke había visto la foto.
—Estaba pensando que dentro de unos días hubiera cumplido veinticuatro años. Algo penoso, ¿no?
—Dios castigó su maldad. Ahora estará ardiendo en el infierno.
El «206» sobrevolaba tranquilamente las estribaciones del Zagros, con Mclver a los controles y Alí Kia dormitando junto a él. Mclver se sentía muy bien. Desde el momento en que hubo tomado la decisión de pilotar él mismo el aparato, se había sentido sumamente excitado. Era la solución perfecta, la única. «¿Que mi expediente médico no se halla al día? ¿Y qué? Estamos desarrollando una operación bélica, hemos de correr riesgos y yo todavía sigo siendo el mejor piloto de la compañía.»
Miró a Kia. «Si no fueras tan sumamente asno, te abrazaría por haberme dado la excusa.» Sonriente, pulsó el transmisor.
—Kowiss, habla HotelTangoRayosX a trescientos dirección 185 grados hacia el interior desde Teherán con el ministro Alí Kia a bordo.
—«HTX». Mantengan posición, informen en el Registro Exterior.
El vuelo hasta el aeropuerto internacional de Esfahan y la operación de repostar habían transcurrido sin incidencias, salvo durante unos breves minutos, a raíz de tomar tierra, cuando unos Green Bands vociferantes y excitados, habían rodeado el helicóptero en actitud amenazadora, a pesar de que tenía autorización para aterrizar y repostar.
—Comunique por radio e insista en que el supervisor de la estación se presente de inmediato —había dicho Kia a Mclver, acometido por una enorme ira—. ¡Yo represento al Gobierno!
Mclver había hecho lo que se le decía.
—El..., humm, la torre dice que si no hemos repostado y despegado del aeropuerto en el plazo de una hora, el comité nos confiscará el aparato. —Y añadió con exquisita amabilidad, encantado de transmitir el mensaje—: Dicen..., humor, ellos han dicho: «Los pilotos extranjeros y los aviones extranjeros no son bienvenidos a Esfahan y tampoco los perros falderos del Gobierno de Bazargan dominado por los extranjeros.»
—Son unos bárbaros, unos campesinos analfabetos —exclamó desdeñoso Kia, pero sólo cuando estuvieron de nuevo seguros en el aire Mclver se sintió enormemente aliviado de que les hubieran permitido aterrizar en un aeropuerto civil, sin tener que recurrir a utilizar la base de las Fuerzas Aéreas donde Lochart hubo repostado.
Ya se divisaba toda la base aérea de Kowiss. En la parte más alejada del campo, cerca de su complejo «IHC», Mclver vio el «125» de la compañía y el corazón le dio un vuelco. «Le dije a Starke que sacara pronto a los muchachos», pensó irritado.
—Control «IHC», «HTX» procedente de Teherán con el ministro Kia a bordo.
—«IHC Control», «HTX», aterriza helipuerto 2. El viento sopla de treinta a treinta y cinco nudos a 135 grados.
Mclver pudo ver Green Bands en la puerta principal, cerca del helipuerto, con Esvandiary y el personal iraní. También se estaba reuniendo allí un grupo de mecánicos y pilotos. «Mi comité de recepción —se dijo cuando reconoció a John Hogg, Lochart, Jean-Luc y Ayre. Ni rastro, todavía, de Starke—. Así que soy ilegal. ¿Qué pueden hacer? Tengo una graduación superior a la de ellos, pero si la "ICAA" lo descubre, pueden mostrarse furiosos de verdad.» De cualquier manera llevaba preparado su alegato, por si acaso. «Presento mis excusas, pero la urgencia de la orden del ministro Kia exigía una decisión inmediata. Por supuesto, no volverá a ocurrir.» No hubiera pasado en absoluto si no hubiera planeado la operación Torbellino. Inclinándose, sacudió a Kia para despertarle.
—Dentro de un par de minutos aterrizaremos, Agha.
Kia se frotó el rostro para espabilarse. Consultó su reloj, se arregló la corbata, se pasó el peine, y se ajustó, por último, cuidadosamente, el gorro de astrakán. Estudió a la gente que se encontraba abajo, los bien cuidados hangares y todos los helicópteros perfectamente alineados..., dos «212», tres «206», dos «Alouettes»... «Mis helicópteros», se refociló.
—¿Por qué ha sido tan lento el vuelo? —preguntó con sequedad. —Llegamos a tiempo, ministro. Hemos tenido algo el viento en contra.
McIver estaba poniendo toda su atención en el aterrizaje, pues quería hacerlo a la perfección. Y así fue.
De inmediato, Esvandiary abrió la portezuela del lado de Kia.
—Excelencia ministro, soy Kuram Esvandiary, jefe de «IranOil» en este área; bien venido a Kowiss. Agita director general Siamaki, llamó para asegurarse de que estuviéramos preparados para recibirle. ¡Bien venido!
—Gracias —repuso Kia, y luego se volvió de forma ostentosa hacia Mclver—. Piloto, estáte preparado para despegar a las diez de la mañana. Es posible que quiera recorrer algunos de los emplazamientos petrolíferos con Su Excelencia Esvandiary antes de regresar. Y no lo olvides, he de estar en Teherán para mi reunión de las siete de la tarde con el Primer Ministro,
Bajó y al momento le condujeron a inspeccionar los helicópteros. En seguida, Ayre, Lochart y los demás se escurrieron por debajo de las palas y se acercaron a la ventanilla de Mclver, quien los miró con expresión resplandeciente, haciendo caso omiso de sus expresiones.
—Hola, ¿qué tal va la cosa?
—Deja que haga el cierre por ti, Mac —pidió Ayre—. Hemos tenido un...
—Gracias, pero soy perfectamente capaz —repuso Mclver, dinámico, para decir luego a través del micrófono—. HTX cerrando —Vio la cara de Lochart y suspiró de nuevo—. Bueno, no estoy del todo en línea. ¿Y qué?
—No es eso, Mac —dijo Lochart precipitadamente—. Han disparado contra Duke. —Mclver escuchó, aterrado, mientras Lochart le contaba lo sucedido—. Ahora se encuentra en la enfermería. El doctor Nutt dice que acaso le haya tocado el pulmón.
—¡Dios Todopoderoso! Entonces, metedlo en el «125». Vamos, Johnny, en marcha, no te quedas ahí par...
—No puedes, Mac —le interrumpió Lochart con la misma premura—. Hotshot ha retrasado la salida hasta después de la inspección de Kia... Ayer, Duke trató por todos los medios de sacarlo antes de tu llegada, pero Hotshot es un hijo de puta. Y eso no es todo. Creo que en Teherán nos han calado.
—¡Cómo!
Lochart le refirió lo de los télex y las llamadas por HF.
—Siamaki ha estado retorciendo la oreja a Hotshot, haciéndole excitarse. Yo cogí la última llamada de Siamaki, pues Duke se había ido a ver al mollah, y estaba enloquecido, como el hijo de puta que es. Le repetí lo que Duke dijera y traté de entretenerle comentándole que tú lo llamarías cuando llegases aquí. Pero sabe que tú y Charlie os habéis largado de tu apartamento, Mac.
—¡Alí Babá! Deben haberle encargado que nos espíe.
La cabeza le daba vueltas a McIver. Y, entonces, vio al pequeño San Cristóbal de oro que habitualmente colgaba de la brújula magnética cuando volaba. Era un regalo de Genny, su primer regalo, un regalo de guerra, se lo había comprado poco después de haberse conocido, cuando él estaba en la RAF y ella era una WAAF. «Sólo es para que no te pierdas, muchacho le había dicho por aquel entonces. No tienes mucho olfato para el Norte.»
Sonrió y la bendijo en su fuero interno.
—Primero veré a Duke. —Dijo mientras miraba a Esvandiary y a Kia vagando alrededor de la fila de helicópteros—. Tom, y tú Jean-Luc, a ver si podéis mantener entretenido a Kia, dada coba a ese bribón, hacerle que se sienta cojonudamente satisfecho... Me reuniré con vosotros tan pronto como pueda. —Se largaron al instante—. Freddy, haz correr la voz de que, tan pronto como recibamos el visto bueno de salida para el «125», todos suban a bordo lo más rápido y sigilosamente posible. ¿Está todo el equipaje arriba?
—Sí, pero, ¿qué hay de Siamaki?
—Ya me ocuparé yo de ese granuja. En marcha.
McIver se alejó presuroso.
Johnny Hogg lo siguió.
—Un recado al oído, Mac, antes de que te lances a la aventura. Se detuvo al notar un tono apremiante en su voz.
—¿Qué pasa, Johnny?
—Urgente y privado de parte de Andy: Si el tiempo empeora, es posible que aplace Torbellino hasta el sábado, en lugar de llevarlo a cabo mañana. El viento ha cambiado, soplará de cabeza en lugar de cola...
—¿Me estás diciendo que no distingo el Sureste del Noroeste?
—Lo siento. Andy también dijo que puesto que estás aquí, no puede darte el sí o el no decisivo que te prometió.
—De acuerdo. Pídele que se lo dé a Charlie. ¿Algo más? —El resto puede esperar. Aún no se lo he dicho a los otros.
El doctor Nutt estaba en la enfermería con Starke. Éste se encontraba tumbado en un catre, con el brazo en cabestrillo y el hombro envuelto en vendas.
—Hola, Mac, ¿has tenido un buen vuelo? —preguntó mordaz.
—¡No empecemos! Hola doc. Te vamos a sacar de aquí en el «125», Duke.
—No, está lo de mañana.
—Mañana me ocuparé yo de mañana y, entretanto, subirás al «124...», ¡no, al «125»! —dijo McIver, irritado, perdiendo en parte el control ante su alivio por haber hecho el vuelo sin novedad y haber contratado a Starke con vida—. No empieces a comportarte como si fueras Deadeye Dick en el Álamo.
—¡No estaba en el condenado Álamo! —replicó Starke, furioso—. Además, ¿quién diablos eres tú para comportarte como Chuck Yeager?
—Si no empezáis a comportaros como es debido, ordenaré que os pongan a los dos sendas condenadas lavativas.
De repente, los dos hombres se echaron a reír y Starke hizo una mueca de dolor.
—Por lo que más quieras, Doc, no me hagas reír...
Por su parte McIver dijo:
—Kia insistió en acompañarme, Duke. No podía decirle que se fuera al diablo.
—Claro —gruñó Strake—. ¿Qué tal ha ido?
—Formidable.
—¿Qué hay del viento?
—No es un positivo para mañana —respondió McIver cauteloso—. Puede volver a cambiar con la misma rapidez.
—De seguir así, es de treinta nudos en cabeza, o peor, y no podremos hacer la travesía del Golfo. No hay forma de que llevemos suficiente comba.
—Sí. ¿Cuál es la situación, doc?
—A Duke deberían verle por rayos X lo más pronto posible. Tiene la paletilla astillada y el tendón y el músculo han sufrido ciertos daños, la herida es limpia. Puede que haya una astilla o dos en el pulmón izquierdo, ha perdido medio litro de sangre más o menos, pero, en conjunto, ha tenido una condenada suerte.
—Me encuentro bien, Doc, puedo moverme —dijo Starke—. Por un día no pasará nada. Aún puedo ir mañana.
—Lo siento, amigo, pero has sufrido un shock. Las heridas de bala provocan eso. Es posible que ahora no lo sientas pero dentro de una o dos horas ya lo verás... Te lo garantizo. —El doctor Nutt estaba muy contento de irse ese mismo día en el «125». «No quiero tener que volver a ocuparme —se dijo—. No quiero ver más cuerpos jóvenes y sanos destrozados por las balas y mutilados. Ya estoy harto. Sí, pero de aguantarlos unos días más, tendré que ocuparme aún de otros porque la operación Torbellino no se logrará. Desde luego que no, puedo sentirlo en los huesos»—. Lo siento, pero representarías un riesgo en cualquier operación, por pequeña que fuese.
—Es mejor que te vayas inmediatamente, Duke —dijo McIver—. Tú coge uno, Tom..., no es necesario que Jean-Luc se quede.
—¿Y qué diablos piensas hacer tú?
El rostro de McIver se iluminó con una sonrisa.
—Yo seré un pasajero. Pero, entretanto, soy un maldito piloto, muy particular, del maldito Kia.
—Le repito, Mr. Siamaki —dijo McIver, inflexible, al micrófono—que hay una conferencia especial en Al Sh...
—Y yo le repito, ¿por qué no se me informó de inmediato? A través del altavoz, la voz sonaba estridente e irritada.
McIver tenia los nudillos blancos por la fuerza con que sujetaba el micrófono, mientras era observado atentamente por un Green Band y Wazari, con la cara todavía tumefacta por la paliza que Zataki le propinó.
—Se lo repito, Agha Siamaki —dijo con voz tranquila—. Se requería urgentemente la presencia de los capitanes Pettikin y Lane en Al Shargaz y no hubo tiempo de informarle.
—¿Por qué? Estoy aquí, en Teherán. ¿Por qué no se informó a la oficina? ¿Dónde están los permisos de salida? ¿Dónde?
McIver simuló sentirse algo exasperado.
—Ya se lo he dicho, Agha, no había tiempo... En Teherán, los teléfonos no funcionaban, y el comité del aeropuerto me autorizó las salidas. Hablé yo personalmente, con Su Excelencia el mollah en el aeropuerto.
El Green Band bostezó, aburrido, ya que no hablaba inglés y se aclaró ruidosamente la garganta.
—Ahora, si me perd...
—Pero usted y el capitán Pettikin han retirado sus pertenencias del apartamento, ¿no es así?
—Sólo algunas cosas valiosas y únicamente como precaución para evitarles la tentación a infames mujadines, fedayines, ladrones y bandidos mientras nosotros estuviésemos fuera —dijo con tono indiferente McIver, consciente de la atención de Wazarí y seguro de que la torre de la base aérea estaba registrando aquella conversación—. Ahora, si me perdona, el ministro Kia requiere mi presencia.
—Ah, el ministro Kia, ah, sí —dijo Samiaki calmándose algo su irritación—. ¿A qué hora, humm, llegarán ustedes dos mañana a Teherán?
—Depende de los vientos... —McIver se puso bizco al sentir de repente un deseo casi irresistible de proclamar la operación Torbellino. «Debo estar empezando a chochear», se dijo. E hizo un gran esfuerzo por concentrarse—. Dependerá del ministro Kia, de los vientos. También tenemos que repostar combustible. Más o menos por la tarde.
—Les estaré esperando. Incluso puede que vaya a recibirles al aeropuerto si conocemos su ETA. Hay cheques pendientes de firma y hemos de discutir diversas medidas. Por favor, presente a Mr. Kia mis mejores deseos y dígale que le deseo una agradable estancia en Kowiss. Salaam.
La transmisión se cortó y McIver respiró aliviado mientras dejaba el micrófono.
—Sargento, ya que estoy aquí, me gustaría llamar a Bandar Delam y Lengeh.
—Tendré que consultar con la base —dijo Wazari.
—Adelante —Mclver miró por la ventana.
El tiempo se estaba deteriorando, el viento del Este agitaba fuertemente el mástil de la radio. Treinta nudos, racheando a treinta y cinco. «Demasiado», se dijo. El tanque de cieno suspendido que se desplomó sobre el tejado se encontraba tan sólo a unos metros de distancia. Podía ver a Hogg y a Jones esperando, pacientemente, en la carlinga del «125», con la puerta de la cabina abierta, invitadora. Por la otra ventana vio a Kia y Esvandiary que habían terminado su inspección y se encaminaban en su dirección, hacia las oficinas que se encontraban directamente debajo de él. Con aire indiferente, observó que un conectador de la antena principal en el tejado estaba flojo, luego, se dio cuenta de que estaba prácticamente suelto.
—Más vale que arregle eso, sargento, podría perder todas las transmisiones.
—¡Dios mío! Claro, gracias —Wazari se levantó, luego se detuvo.
A través del altavoz se escucchó: «Aquí Torre de Kowiss. Aprobada petición de llamada a Bandar Delam y Lengeh.» Dio gracias, cambió las frecuencias e hizo la llamada.
—Aquí Bandar Delam, adelante Kowiss. —A Mclver, el corazón le dio un salto al reconocer la voz de Rudi Lutz.
Wazari le alargó el micrófono sin apartar los ojos de la conexión defectuosa del exterior.
—Hijo de puta —farfulló y, cogiendo algunas herramientas, abrió la puerta que conducía al tejado y salió. Aún se encontraba al alcance del oído.
El Green Band bostezó mientras vigilaba con indiferencia.
—Hola, capitán Lutz, soy Mclver. Haré noche aquí —dijo McIver con tono indiferente, eligiendo las palabras con todo cuidado—. He de escoltar a un VIP, el ministro Kia de Teherán. ¿Cómo van las cosas en Bandar Delam?
—Estamos cinco por cinco pero si... —La voz calló. Melver pudo sentir el resuello y la preocupación, rápidamente dominados. Miró a Wazari que se encontraba en cuclillas junto al conectador—. ¿Cuánto tiempo..., cuánto tiempo te quedarás, Mac? —preguntó Rudi.
—Estaré en ruta mañana tal como está planeado. Siempre que el tiempo se mantenga —añadió cauteloso.
—Entendido. No hay de qué preocuparse.
—No hay de qué preocuparse. Todos los sistemas en marcha para un año largo y feliz. ¿Y qué me dices de ti?
Una nueva pausa.
—Todo al cinco por cinco. Todos los sistemas en marcha para un año largo y feliz. ¡Y viva el Imán!
—Perfectamente. El motivo de la llamada es que el cuartel general en Aberdeen necesita urgentemente información sobre «la actualización de tu expediente de impresión». ¿Está preparado?
Aquélla era la clave referida a los preparativos de Torbellino. —Sí, sí, lo está. ¿Adónde debo enviarlo?
La clave de: ¿Sigue siendo Al Shargaz el punto de destino? —Gavallan está en Al Shargaz en viaje de inspección así que mándalo allí... Es de vital importancia que hagas un esfuerzo especial para que llegue lo más pronto posible. He oído en Teherán que había un vuelo de la «BA» mañana para Abadan. Envíalo mañana con ese vuelo a Al Shargaz. ¿De acuerdo?
—Perfectamente. He estado trabajando todo el día en los detalles. —Excelente. ¿Cómo está la situación de reemplazos de tu personal? —Formidable. Los que tenían que irse ya lo han hecho, esperamos a los sustitutos el sábado, el domingo a más tardar. Todo está preparado para su llegada. En el próximo reemplazo, me toca a mí.
—Muy bien, estaré aquí por si me necesitas. ¿Qué tal el tiempo por ahí?
Una pausa.
—Tormentoso. Ahora está lloviendo. Sopla del Sureste.
—Lo mismo por aquí. No hay de qué preocuparse.
—Y a propósito. Siamaki ha llamado un par de veces aquí, a Numir, a nuestro gerente de «IranOil».
—¿Sobre qué? —preguntó McIver.
—Sólo para mantenerse en contacto con la base, eso ha dicho Numir.
—Bien —respondió, cauteloso, McIver—. Me alegro de que esté interesado en nuestra operación. Llamaré mañana. Todo es cuestión de rutina. Felices aterrizajes.
—Lo mismo digo. Gracias por llamar.
McIver cortó la comunicación maldiciendo a Siamaki. ¡Condenado bastardo fisgón! Miró hacia afuera. Wazari seguía de espaldas a él, arrodillado junto a la base de la antena, cerca de la claraboya sobre las oficinas de abajo, totalmente absorto en su trabajo, así que, prescindió de él e hizo la llamada a Lengeh.
Scragger contestó puntualmente.
—Hola, amigo. Sí, ya nos hemos enterado que estabas ocupado en un vuelo ocasional de rutina, acompañando a un VIP... Andy llamó desde Al Shargaz. ¿Qué hay de nuevo?
—Rutina. Todo está saliendo como lo planeamos. El cuartel general en Aberdeen necesita información sobre «la actualización de tu expediente de impresión», ¿está preparado?
—Como jamás lo estuvo. ¿Adónde lo envío?
—A Al Shargaz. Es lo más fácil para ti. ¿Puedes mandarlo mañana? —Supongo que sí, amigo. Lo prepararé. ¿Qué tal el tiempo por ahí? —Del Sureste, de treinta a treinta y cinco nudos. Johnny dice que tal vez aclare mañana. ¿Y tú?
—Más o menos lo mismo. Esperemos que termine. Los problemas para nosotros.
—Bien. Llamaré mañana. Felices aterrizajes.
—Lo mismo digo. Y a propósito, ¿qué tal Lulú?
McIver juró entre dientes ya que con toda la excitación por el cambio de planes al tener que acompañar a Kia, había olvidado totalmente la promesa hecha a su coche de salvarlo de algo peor que la muerte. Se había limitado a dejarlo en uno de los hangares como una indicación más al personal de allí, de que volvería al día siguiente.
—Estupendamente —dijo—. ¿Y tu ficha médica?
—Formidable. ¿Y qué tal la tuya, amigo?
—Te veré pronto, Scrag —McIver cortó, irónico, la transmisión. Ahora se sentía muy cansado. Se desperezó y se puso en pie dándose cuenta de que el Green Band se había ido y de que Wazari se encontraba en pie, en la puerta que daba al tejado, con una expresión extraña en el rostro—. ¿Qué pasa?
—Yo... nada, capitán. —El joven, que se había quedado helado, cerró la puerta y se sobresaltó al darse cuenta de que en la torre sólo se encontraban ellos dos—. ¿Dónde está el Green Band?
—No lo sé.
Wazari inspeccionó rápidamente la escalera y luego se volvió hacia McIver.
—¿Qué está pasando, capitán? —preguntó bajando la voz. McIver olvidó su cansancio al instante.
—No le entiendo.
Todas esas llamadas de Siamaki, los télex, los muchachos abandonando Teherán sin permisos de salida, todos los chicos yéndose de aquí, sacando repuestos... y de extranjis —señaló con un pulgar la claraboya—. La llegada repentina del ministro.
—El personal necesita relevos, los repuestos son excesivos. Gracias por su ayuda.
McIver se dispuso a salir pero Wazari se interpuso en su camino.
—Aquí algo anda mal. No puede clec... —calló. Se escucharon pasos en las escaleras—. Escuche, capitán —musitó con tono apremiante—, estoy de su parte, he hecho un trato con su capitán Ayre, va a ayudarme...
El Green Band entró como un huracán en la habitación, y dijo algo en farsi a Wazari que abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Mclver.
—Esvandiary quiere que baje.
Wazari sonrió sardónico luego, volvió a salir al tejado se puso en cuclillas junto al conectador, manipulando en él.
Tom Lochart estaba pálido de furia, lo mismo que McIver.
—Pero nuestros permisos de salida están vigentes y tenemos autorización para que nuestro personal salga hoy. ¡Ahora mismo!
—Con la aprobación del ministro Kia se retienen los permisos hasta la llegada de los remplazas —dijo Esvandiary tajante. Estaba sentado a la mesa de su escritorio y Kia a su lado. Lochart y Mclver, en pie, delante de ellos. Casi se estaba poniendo el sol—. Agha Siamaki está también de acuerdo.
—Desde luego —Kia estaba en extremo divertido ante su desconcierto. ¡Malditos extranjeros!—. No es necesaria toda esta urgencia, capitán. Es mucho mejor hacer las cosas con orden y calma. Mucho mejor.
—El vuelo se hace así siempre, ministro Kia —dijo Mclver apretando los labios—. Tenemos los permisos. Insisto en que el aparato despegue como estaba planeado.
—Estamos en Irán, no en Inglaterra —se mofó Esvandiary—. Incluso allí, dudo que usted pueda insistir en nada. —Estaba muy satisfecho consigo mismo. El ministro Kia se había mostrado encantado con su pishkesh, los ingresos de un futuro pozo de petróleo, y de inmediato le había ofrecido entrar a formar parte de la Junta de «IHC». Luego, ante su divertida complacencia, Kia le había indicado que los permisos de salida debían gravarse con cierta cantidad. «Que suden los extranjeros —había añadido el ministro—. Para el sábado estarán más que ansiosos de motu propio por ofrecer..., digamos..., ¿trescientos dólares americanos por cabeza?»
—Como el ministro afirma —asintió pomposo Esvandiary—, las cosas han de hacerse ordenadamente. Y ahora estoy muy ocupado. Buenas tarde.
La puerta se abrió violentamente y Starke entró en la oficina, con la cara congestionada, fuertemente apretado el puño bueno, y el brazo izquierdo en cabestrillo.
—¿Qué diablos pasa, Esvandiary? ¡No puedes cancelar los permisos!
—¡Por amor de Dios, Duke, no debes estar aquí! —le gritó Mclver.
—Los permisos han sido aplazados, no cancelados. ¡Aplazados! —Esvandiary tenía la cara contraída por la furia—. Y ahora, ¿cuántas veces habré de deciros que corrijáis vuestros malos modales y llaméis a la puerta? ¡Qué llaméis! Ésta no es tu oficina, sino la mía, dirijo esta base, no tú, y el ministro Kia y yo teníamos una reunión que todos vosotros habéis interrumpido. Y ahora, ¡fuera, fuera todo el mundo! —Se volvió hacia Kia, como si ambos se encontraran solos, y dijo en farsi con un nuevo tono de voz—: Le presento mis excusas por todo esto, ministro Kia. Ya se dará cuenta con lo que tengo que enfrentarme. Le recomiendo seriamente que nacionalicemos todos los aviones extranjeros y utilicemos a nuestros propios pil...
—¡Escucha, tú, hijo de puta!
—¡FUERA! —Esvandiary abrió el cajón donde guardaba la automática mas no llegó a sacarla.
El mollah Hussain apareció en la puerta seguido de varios Green Bands. Se hizo un silencio súbito en la habitación.
—En el Nombre de Dios, ¿qué está pasando aquí? —preguntó Hussain en inglés, mirando a Esvandiary y Kia con dureza.
Al punto, Esvandiary se puso en pie y empezó a explicarse, hablando en farsi. Pero, Starke intervino de inmediato con su versión y, al cabo de un momento, ambos hablaban al mismo tiempo y cada vez más alto. Hussain, impaciente, alzó una mano.
—Primero tú, Agha Esvandiary. Por favor, habla en farsi para que el Comité pueda entenderte.
Permaneció escuchando, impasible, la larga y parcial perorata de Esvandiary. Sus cuatro Green Bands seguían en la puerta. Luego, hizo una indicación a Starke.
—¿Capitán?
Starke tuvo buen cuidado de mostrarse breve y de ir al grano. Hussain se dirigió a Kia.
—Y ahora, Excelencia ministro, ¿me permite ver sus poderes para invalidar la autorización y los permisos de salida de Kowiss?
—¿Invalidar, Excelencia Mollah? ¿Aplazar? Yo no —alegó Kia con soltura—. Yo soy tan sólo un servidor del Imán, la Paz de Dios sea con él, y con el Primer Ministro, nombrado personalmente por él y con su Gobierno.
Su Excelencia Esvandiary dijo que habías aprobado el aplazamiento.
—Me limité a mostrarme conforme con su deseo de una reorganización del personal extranjero.
Hussain miró lo que había sobre la mesa.
—¿Son éstos los permisos de salida con los pasaportes?
A Esvandiary se le quedó la boca seca.
—Sí, Excelencia.
Hussain los recogió todos entregándoselos a Starke.
—Los hombres y el aparato pueden salir inmediatamente. —Gracias, Excelencia —murmuró Starke, empezando a acusar los efectos de la tensión.
—Déjame que te ayude —pidió Mclver, cogiéndole los permisos y pasaportes—. Gracias, Agha —dijo dirigiéndose a Hussain, jubiloso por la victoria.
La mirada de Hussain seguía siendo tan fría y dura como siempre. —El Imán ha dicho: «Si los extranjeros quieren irse, dejadlos, no los necesitamos.»
—Humm, sí, gracias —farfulló Mclver, no gustándole la proximidad de aquel hombre. Salió de la habitación seguido de Lochart.
—Me temo que yo también habré de irme en el aparato, Excelencia —dijo Starke en farsi lo que el doctor Nutt había dicho, añadiendo luego en inglés—. No quiero irme pero, bien, así están las cosas. Insha' Allah.
Hussain asintió con aire ausente.
—Tú no necesitas permiso de salida. Sube a bordo. Yo se lo explicaré al Comité. Iré a ver despegar el aparato.
Salió de la habitación y subió a la torre para informar de su decisión al coronel Changiz.
Todos subieron a bordo del «125» en un abrir y cerrar de ojos. El último en la escalerilla fue Starke, ya con las piernas inseguras. Doc Nutt le había dado calmantes suficientes para que pudiera subir a bordo.
—Gracias, Excelencias —había dicho a Hussain, intentando hacerse oír a través del estruendo de los motores, todavía temeroso de él pero resultándole simpático, sin saber porqué—. Que la Paz de Dios sea contigo.
A Hussain parecía envolverle un extraño halo.
—La corrupción, las mentiras y el robo van contra las leyes de Dios, ¿no es así?
—Sí, sí, así es —Starke observó la indecisión de Hussain. Luego, el momento pasó.
—La paz sea contigo, capitán.
Hussain dio media vuelta y se alejó. El viento se había vuelto ligeramente más fresco.
Starke subió pesadamente la escalerilla haciendo uso de su mano buena, queriendo andar erguido. Una vez arriba, se sujetó con fuerza a la barandilla y miró hacia atrás un momento, zumbándole la cabeza y con un fuerte dolor en el pecho. Era mucho lo que dejaba allí, ¡tanto..., demasiado! No era tan sólo helicópteros, repuestos y cosas materiales..., se trataba de algo más que eso, mucho más. «Debería quedarme, maldición, no irme.» Entristecido, saludó con la mano a los que se quedaban y alzó frente a ellos los pulgares, penosamente consciente de sentirse agradecido por no encontrarse entre ellos.
En la oficina, Esvandiary y Kia observaban deslizarse el «125». ¡Malditos sean de Dios, ojalá ardan todos ellos por interferir!», se decía Esvandiary. Luego, dio de lado su furia concentrándose en la gran fiesta que habían organizado unos selectos amigos, desesperadamente deseosos de conocer al ministro Kia, su amigo y colega director, seguida de un espectáculo de danzarines y, más tarde, de los matrimonios ocasionales...
La puerta se abrió. Y, ante su gran asombro, Hussain entró, lívido de ira, y tras él los Green Bands. Esvandiary se puso en pie.
—¿Sí, Excelencia? ¿Qué puedo hacer por...? —calló cuando un Green Band le quitó bruscamente de en medio para que Hussain pudiera sentarse a la mesa del escritorio. Kia siguió sentado donde estaba, realmente perplejo.
—El Imán, la paz de Dios sea con él, ha ordenado a los comités aplastar la corrupción allá donde se encuentre. Éste es el Comité de la base aérea de Kowiss. Vosotros dos estáis acusados de corrupción.
Kia y Esvandiary se pusieron pálidos y ambos empezaron a hablar a la vez, asegurando que aquello era una ridiculez y que les habían acusado en falso. Hussain alargó la mano y cogió el reloj de oro con pulsera de oro que Esvandiary llevaba en la muñeca.
—¿Dónde compraste esto y con qué lo pagaste?
—De mis... mis ahorros y...
—Embustero. Es piskesh por dos trabajos. El Comité está enterado. Y ahora, ¿qué me dices sobre tu intriga para defraudar al Estado, ofreciendo en secreto futuros ingresos por el petróleo a funcionarios corruptos con vistas a futuros servicios?
—Eso es ridículo, Excelencia. ¡No son más que mentiras, todo mentiras! —protestó Esvandiary a gritos, presa del pánico.
Hussain miró a Kia que también tenía el rostro ceniciento.
—¿Qué funcionarios, Excelencia? —preguntó Kia, manteniendo un tono tranquilo, seguro de que sus enemigos le habían tendido una trampa para apartarle de su influyente posición. «¡Siamaki! ¡Tiene que haber sido Siamaki!»
Hussain hizo una seña a uno de los Green Bands que salió, para volver al instante con Wazari, el operador de radio.
—Repite, ante Dios, lo que me has contado a mí —le ordenó.
—Como ya te he dicho antes, Excelencia, yo me encontraba en el tejado —comenzó Wazari, nervioso—. Estaba reparando una de nuestras líneas y pude escucharles a través de la claraboya. A él le oí hacer la oferta. —Y señaló con un dedo rígido a Esvandiary, satisfecho de aquella oportunidad que se le ofrecía de vengarse. «De no haber sido por Esvandiary, ese demente de Zataki jamás se hubiera ocupado de mí, no me hubiera golpeado y herido, ni hubiera estado a punto de matarme»—.
Hablaban en inglés y él dijo: «Puedo arreglar el desvío de ingresos por el petróleo de los pozos nuevos, manteniendo los pozos fuera de las listas y desviar los fondos para ti...»
Esvandiary estaba aterrado. Había tenido buen cuidado de alejar a todo el personal del edificio de la oficina y, para mayor seguridad, había hablado en inglés. Ahora, ya estaba condenado. Escuchó a Wazari terminar con su relato y a Kia empezar a explicar su postura en voz queda, con calma, eludió toda complicidad con él, asegurando que lo único que había hecho era inducir a hablar a aquel hombre corrupto y diabólico.
—Se me pidió que hiciera una visita aquí con ese único propósito, Excelencia. El Gobierno del Imán, Dios le proteja, me envío aquí con ese único propósito, desarraigar la corrupción allá donde se encuentre. Permíteme felicitarte por tu gran celo. Si me lo permites, tan pronto como regreses a Teherán, te recomendaré directamente al propio Comité Revolucionario..., y, ni que decir tiene, al Primer Ministro.
Hussain miró a los Green Bands.
—¿Es Esvandiary culpable o no?
—¡Culpable, Excelencia!
—¿Es el hombre Kia culpable o no?
—¡Culpable! —gritó Esvandiary antes de que nadie contestara. Uno de los Green Bands se encogió de hombros.
—Todos los de Teherán son mentirosos. ¡Culpable! —exclamó, y los demás asintieron, repitiendo sus palabras.
—Los mollahs y ayatollahs de Teherán no son mentirosos —dijo cortésmente Kia—. Y tampoco lo es el Imán, que Dios le salve, al que tal vez pueda llamársele teheraní porque ahora vive allí. Yo resulta que también vivo allí, pero nací en la Santa Qom, Excelencias —añadió, bendiciendo aquel hecho por primera vez en su vida.
Uno de los Green Bands rompió el silencio.
—Lo que dice es verdad, Excelencia, ¿no es así? —Se rascó la cabeza—¿Sobre lo de los teheraníes?
—¿Que no todos los teheraníes son mentirosos? Sí, es verdad —dijo Hussain mirando a Kia, él mismo inseguro—. Ante Dios, ¿eres culpable o no?
—Claro que no soy culpable, Excelencia. ¡Ante Dios! —La mirada de Kia revelaba la más absoluta inocencia. «¿Crees poder pescarme con eso, loco? Taqiyah me da el derecho a protegerme siempre que considere que mi vida está amenazada por falsos mollahs.»
—¿Cómo explicas que un ministro del Gobierno sea, al mismo tiempo, director de esta compañía de helicópteros?
—El ministro encargado... —Kia calló debido a que Esvandiary le interrumpía ruidosamente voceando acusaciones—. Lo siento, Excelencias, es la Voluntad de Dios, pero con todo este ruido resulta difícil hablar sin hacerlo a gritos.
—¡Sacadle afuera! —Se llevaron a Esvandiary prácticamente a rastras—. ¿Bien?
—El ministro encargado de la Junta de la Aviación Civil me pidió que me incorporara a la junta de IHC en calidad de representante del Gobierno —dijo Kia exponiendo la verdad manipulada como si estuviera revelando un secreto de Estado, añadiendo otros extremos exagerados con igual pomposidad—. No estamos seguros de la lealtad de los directores. Y también puedo decirle, en privado, Excelencia, que dentro de unos días serán nacionalizadas todas las compañías aéreas extranjeras...
Les habló con tono intimista, modulando la voz para alcanzar un mayor efecto y, cuando consideró llegado el momento perfecto, calló al tiempo que suspiraba.
—Ante Dios confieso que estoy tan libre de corrupción como tú, Excelencia, y aun cuando sin tu inmensa vocación, yo también he dedicado mi vida al servicio del pueblo.
—Que Dios te proteja, Excelencia —clamó uno de los Green Band.
Los demás se mostraron de acuerdo e incluso Hussain sentía disipadas casi todas sus dudas. Se disponía a ahondar algo más en el asunto cuando escucharon un lejano almuédano desde la base aérea, llamando a la oración de la tarde, y se reprendió a sí mismo por verse apartado de Dios.
—Ve con Dios, Excelencia —dijo poniendo fin al asunto y levantándose.
—Gracias, Excelencia. Ojalá Dios os conserve a ti y a todos los mollahs a salvo para rescatarnos a nosotros y a toda nuestra gran Nación Islámica de la influencia de Satanás.
Hussain abrió la marcha hacia el exterior. Allí, bajo su dirección, todos se limpiaron ritualmente, vueltos hacia La Meca y oraron, Kia, Green Bands, personal de oficinas, trabajadores, empleados de cocina, todos ellos complacidos y contentos de poder, una vez más, atestiguar abiertamente cada uno su sumisión personal a Dios y al Profeta de Dios. Sólo Esvandiary sollozó entre abyectas plegarias.
Luego Kia regresó a la oficina. En medio de un absoluto silencio se sentó ante la mesa, se permitió un respiro secreto y muchas, infinidad de felicitaciones. «¡Cómo se atreve ese hijo de perra de Esvandiary a acusarme a mí! ¡A mí, al ministro Kia! Ojalá Dios le haga arder y a todos los enemigos del Estado!» De afuera le llegó el ruido de una descarga. Con toda calma, sacó un cigarrillo y lo encendió. «Cuanto antes abandone este lugar de mierda, tanto mejor», se dijo. Un furioso turbión sacudió el edificio. El agua resbalaba a raudales por los cristales de las ventanas.