CAPÍTULO XXXVI
Scragger tomaba el sol en una almadía amarrada a cien metros de la playa, a la que había sujeta una pequeña lancha neumática. La almadía estaba construida con tablones trincados a bidones de petróleo. Dentro de la lancha tenía el equipo de pescar y el walkie-talkie, y colgando, una fuerte jaula de hierro que contenía la docena de peces que él y Willi Neuchtreiter habían pescado para la cena..., pues en el Golfo abundan el camarón, la caballa española, el atún, y docenas de otras especies.
Willi, otro piloto, nadaba perezosamente en las cálidas aguas poco profundas, a corta distancia de la almadía. Su base estaba enclavada en la playa..., media docena de remolques, cocina móvil de campaña, dormitorios para el personal iraní, remolque para oficinas, con torre y antena de radio incorporadas, y hangares con capacidad suficiente para una docena de «212» y «206».
La dotación estaba formada por cinco pilotos, él incluido, siete mecánicos, quince empleados iraníes, trabajadores diurnos, cocineros y ayudantes, además de Kormani, el gerente de la «IranOil», enfermo por el momento. De los otros dos pilotos, uno era británico, el último, Ed Vossi, americano.
Esa tarde se encontraban en la base tres «212», con trabajo justo para uno..., y dos «206» «Jet Rangers», sin apenas trabajo. Aparte del «French Consortium» con sus contratos Siri de George de Plessey, todos los demás contratos habían sido cancelados o dejados en suspenso a la espera de que las dificultades terminaran. Todavía seguían circulando rumores de graves acontecimientos en la gran base naval de Bandar Abbas, hacia el Este, y de lucha a lo largo de toda la costa. Hacía dos días que, por primera vez, habían surgido problemas en la base. Ahora disfrutan de un comité permanente de Green Bands, de policías y de un mollah.
—Para proteger la base de los izquierdistas, Excelencia capitán. —Pero, Excelencia mollah, viejo amigo, nosotros no necesitamos protección.
—Es la voluntad de Dios, pero las instalaciones de petróleo de nuestra isla vital Siri fueron atacadas y averiadas por esos hijos de perros. Nuestros helicópteros son vitales para nosotros y no pueden sufrir daños. Pero no se preocupe, nosotros no cambiaremos nada... Comprendemos su nerviosismo al tener que volar con armas, así que ninguno de nosotros las llevaremos, aunque uno les acompañará en cada vuelo..., para su protección...
Scragger y los otros se habían sentido tranquilizados ante la presencia, en el comité de Qeshemi, de su sargento de policía local, con quien siempre habían mantenido buenas relaciones. Las perturbaciones en Teherán, Qom y Abadán apenas les habían alcanzado allí, en el estrecho de Ormuz. Las huelgas, mínimas y ordenadas. De Plessey estaba pagando las facturas de «EPF», de manera que todo estaba en orden, salvo por la falta de trabajo.
Scragger miró ocioso hacia la orilla de la playa. La base estaba en orden, cada uno ocupándose de su trabajo, limpiando, reparando, algunos del Comité descansaban tranquilamente sentados a la sombra. Ed Vossi se encontraba junto al «206» que estaba de servicio, haciendo la revisión de tierra.
—Sólo que no hay suficiente trabajo —farfulló Scragger.
Hacía meses que se prolongaba esa situación y Scragger sabía bien lo caro y desastroso que eso podía resultar. Fue, precisamente, la falta de vuelos regulares y la necesidad de disponer de equipamientos modernos lo que le impulsó a vender su «Sheik Aviation» a Andrew Gavallan, hacía muchos años.
«Pero no lo lamento —se dijo—, Andy es formidable, siempre se ha portado conmigo con gran honradez, poseo una pequeña parte de la compañía y podré volar mientras me sienta en forma. Pero ahora Irán está resultando terrible para Andy... Ni siquiera cobra por trabajos ya realizados o por el que está llevando a cabo en la actualidad, salvo aquí, y esto es una miseria. Debe de hacer ya cuatro o cinco meses que cerraron los Bancos, así que tiene que haber estado financiando las operaciones de su propio peculio. Hay que poner fin a esto. Con Siri trabajando en solitario, no es suficiente para pagar siquiera la mitad de nuestra empresa.»
Hacía tres días, cuando Scragger llevó a Kasigi de regreso desde la planta de «Iran-Toda», cerca de Bandar Delam, éste había preguntado a De Plessey si podría contratar un vuelo chárter con un «206» para ir a Al Shargaz o a Dubai.
—Tengo que ponerme inmediatamente en contacto por teléfono-télex con mi oficina central en Japón para que me confirmen los acuerdos establecidos con usted por sus precios contra entrega, y la concentración de nuevos suministros.
De Plessey había aceptado sin vacilaciones. Scragger decidió pilotar él mismo el chárter y se alegró de haberlo hecho. Mientras estaba en Al Shargaz se encontró con Johnny Hogg y Manuela. Y también con Genny.
En privado le habían puesto al corriente de todo, en especial respecto a Lochart.
—¡Dios Todopoderoso! —había exclamado, asombrado de lo rápidamente que se estaban desmoronando sus operadores y de cómo la revolución les estaba alcanzando personalmente—. ¡Pobre Tom!
—Tenía que haber llegado a Bandar Delam el día antes de mi salida, pero no apareció, así que, en realidad, no sabemos lo que pueda haberle ocurrido..., al menos yo no —dijo—. Dios sabe cuándo podremos volvera hablar en privado. Scrag, pero hay algo más. ¿Me prometes que esto quedará entre nosotros?
—Por lo más sagrado.
—No creo que el Gobierno consiga que el país vuelva a la normalidad,. Y quería preguntarte: aun cuando lo haga, ¿pueden los socios, con ayuda oficial o sin ella, o «IranOil», echarnos y quedarse con nuestros aparatos y equipamiento?
—¿Por qué habrían de hacerlo? Necesitan tener helicópteros, aunque, si quisieran, desde luego que sí, vaya si podrían... —le había respondido para luego emitir un silbido porque aquella posibilidad no se le había ocurrido a él—. Maldición, si decidieran que no nos necesitaban, sería muy fácil, condenadarnente fácil, Genny. Podrían traer nuevos pilotos, iraníes o mercenarios; de hecho, ¿no lo somos nosotros? Claro que podrían expulsarnos y quedarse con nuestro equipamiento. Y si lo perdemos todo aquí, «S-G» se habrá ido al diablo.
—Eso es lo que pensaba Duncan. Si intentaran hacerlo, ¿podríamos irnos con nuestros aparatos y repuestos?
Scragger rompió a reír.
—Sería un escamoteo de primera, eso es lo que sería. Pero no puede hacerse, Genny. Si lo intetáramos y nos pescaran, estaríamos listos. No hay manera de que podamos hacer algo así, al menos sin la aprobación de Irán.
—¿Y si se dijera que esto es «Sheik Aviation»?
—Sería igual, Genny.
—¿Les dejarías que te robaran, así, sin más, toda tu vida de trabajo, Scrag? ¿Scrag Scragger frente a un obstáculo, AFC frente a un obstáculo? No lo creo.
—Yo tampoco —dijo él al punto—, aunque sólo Dios sabe lo que haría.
Contempló la simpática cara de Genny, con las gafas de sol encaramadas sobre la cabeza, la mirada rebosante de ansiedad y consciente de que su preocupación no era sólo por Mclver y todo aquello que él construyera, no sólo por sus propias acciones y la pensión que, al igual que la suya, estaba ligada a «S-G», sino también por Andy Gavallan y todos los demás.
—¿Qué haría? —dijo marcando las palabras—. Bien, en Irán tenemos casi tantos repuestos como aparatos. Tendríamos que empezar a sacarlos, aunque no sé cómo, sin levantar sospechas en las autoridades locales. No podríamos sacarlos todos, pero sí una buena parte. Y entonces habríamos de salir todos a un tiempo... Todo el mundo, todos los helicópteros..., desde Teherán, Kowiss, Zagros, Bandar Delam y desde aquí. Tendríamos... —reflexionó un instante—. Tendríamos que acudir todos aquí, a Al Shargaz. Pero verás, todos hemos de volar distancias diferentes y algunos incluso habrán de repostar una vez, quizá dos y aunque lleguemos a Al Shargaz aún los podrían confiscar si no disponemos de las correspondientes autorizaciones de vuelo. —Se la quedó mirando—. ¿Acaso es lo que cree Andy que los socios van a hacer?
—No, no lo cree, todavía no. Y tampoco Duncan. Al menos no con seguridad. Pero es una posibilidad, y la situación en Irán empeora día a día... Para eso estoy aquí, para preguntar a Andy. No se..., no se puede poner eso en una carta o en un télex.
—¿Has telefoneado a Andy?
—Sí, y le he dicho cuanto me he atrevido... Duncan me advirtió que tuviera cuidado y Andy me contestó que trataría de comprobarlo en Londres y que cuando llegara dentro de un par de días, decidiría lo que deberíamos planear hacer, —Volvió a colocarse las gafas de sol sobre la nariz—, Deberíamos estar preparados, ¿no crees, Scrag?
—Me preguntaba por qué habrías dejado a Duncan. ¿Te envió él?
—Por supuesto. Andy estará aquí dentro de un par de días.
La mente de Scragger era un torbellino. «Si damos una espantada, corremos el riesgo de que alguien pueda resultar perjudicado. ¿Qué podría hacer yo respecto a los radar de Kish, Lavan y Lengeh que en cuestión de minutos pueden vomitar veinte cazas para alcanzarnos antes de que logremos llegar a cielos amigos si despegamos sin autorizaciones de vuelo?»
—¿Cree Duncan que vienen a por nosotros?
—No —le había contestado ella—. Él no lo cree, pero yo sí.
—En tal caso, Genny, y entre nosotros, más vale que tracemos algún plan.
Recordaba cómo se le había iluminado el rostro a ella, y pensó, una vez más, en lo afortunado que era Duncan McIver, aun siendo uno de los hombres más correosos y tozudo que conociera en su vida.
Tenía la mirada fija en la mar cuando oyó los motores del «206» viéndolo ascender limpiamente. «Él es un piloto de primera», se dijo. —!Eh, Scrag!
—Dime, Willi.
—Ahora nada tú, yo vigilaré.
Willi subió a la almadía.
—Gracias, amigo.
En aquellas aguas junto con la abundante pesca comestible, había predadores, tiburones, pastinacas y otros así como, ocasionalmente, medusas venenosas. Aunque, en realidad, pocos visitaban aquellas aguas poco profundas y si se mantenían los ojos abiertos, se podían distinguir sus sombras desde lejos, con tiempo más que suficiente para alcanzar la almadía. Scragger tocó madera, como siempre, antes de sumergirse en los dos metros de agua tibia.
Willi Neuchtreiter estaba desnudo también. Era un hombre bajo y macizo, de cuarenta y ocho años, cabello castaño y con más de cinco mil horas de vuelo en helicóptero: diez años en el Ejército alemán, ocho con «S-G», y había trabajado en Nigeria, el mar del Norte, Uganda y finalmente allí, en Irán. Su gorra de visera estaba en la almadía y se la encasquetó junto con las gafas de sol, se quedó mirando al «206» que se adentraba ya en el Golfo y luego centró su atención en Scragger. En cuestión de segundos, se secó. Le gustaba el sol, nadar y estar en Lengeh.
«Tan distinto de casa», pensó. Su hogar estaba en Kiel, al norte de Alemania, sobre el Báltico, donde el clima era duro y casi siempre frío, Su mujer y sus tres hijos habían regresado allá el año anterior para atender a la educación de los niños. Él había elegido pasar dos meses en
Irán y uno en Kiel, y solicitado el traslado al mar del Norte para estar más cerca., El mes siguiente, después de su permiso, ya no volvería a Lengeh.
El mar del Norte era una verdadera mierda, con sus asquerosos cambios y peligro constante, los deprimentes alojamientos y el inmenso aburrimiento de pasarse dos semanas en vuelos de ida y vuelta a la plataforma enclavada a ciento sesenta kilómetros de la playa para ganarse una semana en casa, en Kiel, con apenas el dinero suficiente para pagar la hipoteca, los gastos de colegio y tratando de ahorrar algo para las vacaciones. «Pero estarás cerca de los niños, y de Gilda, y de Ma y Pa. Tu patria siempre es tu patria. En efecto, así es, y con algo de suerte, algún día, pronto, todos los alemanes estarán reunidos libremente. Ma podrá visitar a su familia en Schwerin siempre que quiera... y Schwerin y todos los otros Schwerin ya no estarán ocupados. Déjame vivir para ver ese día, Dios mío.»
—Scrag, una sombra se acerca.
Scragger la había visto casi al mismo tiempo y volvió nadando a la almadía, subiendo a ella. La sombra se acercó rápidamente. Era un tiburón.
—Por todos los diablos —dijo jadeante—, ¡mira qué tamaño!
El tiburón redujo la velocidad, y empezó a girar en círculos, cortando la tranquila superficie del agua con su gran aleta dorsal. Grisáceo, letal y sin prisas. Los dos hombres lo observaban en silencio, asombrados.
Después, Scragger rió entre dientes.
—¿Vamos a por él, Willi?
—Sí. Desde luego no es Tiburón pero es la bestia más grande que jamás he visto, así que pienso que hemos de capturarlo. ¡Por todos los diablos! —Cogió jubiloso los aparejos de pesca que estaban en la lancha neumática—. ¿Y qué me dices del cebo? ¿Qué te parece que utilicemos?
—¿Qué tal el róbalo? ¿El más grande?
Willi alargó la mano riendo y sacó de la jaula al pez que se revolvía, clavándolo en el anzuelo de acero destinado al tiburón. Tenía sangre en las manos y se las lavó en el agua, vigilando a su presa. Luego, se levantó y, después de comprobar la corta longitud de la cadena unida al anzuelo, la anudó cuidadosamente al grueso sedal de nylon que había en el carrete de la caña.
—Aquí lo tienes, Scrag.
—No, amigo. Tú lo viste primero.
Presa de gran excitación, se quitó el agua salobre de la frente con el dorso de la mano y miró al tiburón que aún seguía trazando círculos a veinte metros de distancia. Con extremo cuidado lanzó el cebo a su camino, tensando el sedal suavemente, El tiburón dejó atrás el cebo y siguió trazando círculos. Los dos hombres maldijeron. Willi enrolló. El róbalo danzaba y se agitaba espasmódicamente, muriendo de prisa. Tras de sí, iba dejando una estela de sangre. Willi lo echó de nuevo en un lanzamiento perfecto. Pero no pasó nada.
—¡Maldición! —exclamó Willi.
En esa ocasión, dejó el cebo donde estaba, viendo cómo iba cayendo hasta tocar fondo, y mantuvo la tensión justa del sedal. El tiburón se acercó, pasó sobre él, casi tocándolo con el vientre, y siguió trazando círculos.
—Tal vez no tenga hambre.
—Esos hijos de puta siempre tienen hambre. Acaso sepa que le estamos esperando. O tal vez trate de engañarnos. Coge un pez más pequeño, Scrag, y lánzalo donde está el cebo en el momento en que él se acerque.
Scragger eligió un bacalao y lo lanzó con habilidad. El pez cayó en el agua, diez metros por delante del escualo, se dio cuenta del peligro y se lanzó veloz al fondo arenoso. El tiburón no le prestó la menor atención, y tampoco al róbalo que tenía tan cerca. Se limitó a golpear con la cola y siguió con sus círculos.
—Deja el cebo donde está —dijo Scragger—. Ese bribón no puede por menos de haber sentido el olor.
Ahora, ya podían ver sus malignos ojos amarillentos y los tres pececillos piloto suspendidos sobre su cabeza, la delgada línea de la inmensa boca bajo la achatada nariz, la reluciente piel y la potencia de su gran cola. Otro círculo. Esa vez algo más cerca.
—Me parece que mide más bien tres metros que dos, Willi.
—Ese hijo de puta nos está vigilando Scrag —dijo Willi inquieto. Su excitación se había esfumado y sentía un peso agobiante en el estómago.
Scragger frunció el ceño. Él tenía idéntica sensación. Apartó la mirada de aquellos ojos y la dirigió a la lancha mecánica. Allí no había armas dignas de mención, sólo un cuchillo pequeño de vaina, un ligero tridente de pescar en aluminio y varios remos. A pesar de todo, tiró de la guía para acercar la lancha, se arrodilló y alargó la mano en busca del cuchillo y del tridente. «Daría cualquier cosa por tener una pistola en este momento», pensó.
El repentino grito de alarma de WiIIi le hizo retroceder bruscamente con el tiempo justo para ver al tiburón dirigiéndose en línea recta hacia él a gran velocidad. El escualo se estrelló contra el costado de la lancha neumática, la fea cabeza fuera del agua, y con las fauces abiertas mientras se lanzaba hacia él, estrellándose de nuevo contra los bidones de petróleo haciendo que la proa de la lancha emergiese con violencia fuera del agua. Casi de forma simultánea desapareció, dejando a los dos hombres atónitos.
—¡Por mil demonios...! —gritó Willi señalando.
El tiburón se lanzaba hacia el cebo. Le vieron morderlo junto al anzuelo y alejarse nadando, mientras el sedal se desenrollaba, chirriante, del carrete. Willi contuvo el aliento, tensó el sedal, luego con las dos manos en la caña—. ¡Lo «ajarreeee»! —gritó, aflojando la tensión, el carrete chirriaba más y mejor mientras se deslizaba el sedal, ahora ya profundamente clavado el anzuelo.
—Estuvo a punto de hacerse conmigo ese condenado bastardo —dijo Scragger, latiéndole el corazón con fuerza y sin apartar la vista del tenso sedal—. No dejes que ese maldito te engañe.
Willi lo tensó aún más y empezó a forcejear con él.
—Ten cuidado, Willi, se volverá y vendrá para acá...
Pero el tiburón no lo hizo. Se limitó a reducir la velocidad y a intentar, frenético, liberarse del sedal y el anzuelo, agitando furiosamente las aguas en derredor suyo, con parte del corpachón fuera, revolviéndose una y otra vez. Pero el anzuelo se mantuvo firme y el sedal era lo bastante fuerte. Entretanto, Willi dio engaño suficiente al animal, permitiéndole que se alejase algo, volviendo luego a enrollar el sedal. Pasaban los minutos. Resultaba abrumadora la tensión de luchar con semejante pez sin arreos ni silla. Pero Willi se mantuvo firme. De repente, el tiburón dejó de luchar y empezó a trazar círculos de nuevo. Más despacio.
—Bien por ti, Willi, ya es tuyo.
—Si se acerrca rápido, trata de evitar que se enrede el sedal, Scrag, y, cuando lo tenga lo bastante cerrca, clávale el arrpón.
A Willi le dolían las manos y la espalda, pero se sentía estimulado, a la espera del siguiente movimiento. Éste llegó rápido.
El tiburón giró y se dirigió hacia ellos. Willi empezó a enrollar frenéticamente para aflojar la tensión por miedo a que el tiburón girara de nuevo y se cargara el sedal, pero el escualo siguió barrenando y se sumergió directamente por debajo de la almadía. Fue un verdadero milagro que el sedal no se enredara. Al salir el tiburón por el otro lado para nadar hacia aguas más profundas, Willi dejó que se llevase sedal para empezar luego a tensarlo de nuevo en forma gradual. Una vez más, el tiburón intentó librarse del azuelo en un paroxismo de furia haciendo que las aguas se transformaran en espuma blanca; una vez más, Willi pudo retenerlo. Pero empezaban a flojearle los músculos y supo que no sería capaz de sujetarlo él solo. Maldijo para sus adentros.
—Échame una mano, Scrag.
—De acuerdo, amigo.
Ahora, los dos hombres sujetaron la caña, Willi trabajaba con el carrete, tirando hacia ellos del tiburón, manteniendo una lucha, acercándolo cada vez más. El tiburón empezaba a reducir la velocidad.
—Empieza a cansarse, Willi.
Lo fueron arrastrando centímetro a centímetro. El tiburón se encontraba ya a treinta metros de la almadía, avanzaba con lentitud mientras movía despacio su inmensa cola, casi hundido en el agua. Un tiburón para que pueda respirar, ha de estar moviéndose siempre hacia delante. Si se detiene, se ahoga.
Lucharon pacientes con él, soportando dolorosamente su inmensa potencia. Ahora podían ver su gran tamaño, los ojos amarillentos, las fauces cerradas con fuerza, el pececillo piloto. Veinticinco metros, veinte, dieciocho, diecisiete...
Y, de repente, ocurrió. El tiburón volvió a la vida y se alejó de ellos cincuenta metros a una velocidad increíble, desenrollando entre chirridos el sedal del carrete, luego, dio un giro de noventa grados a toda velocidad y continuó alejándose, pero Willi, sin saber cómo, logró tensar el sedal de nuevo lo que obligó al enorme escualo a girar pero sin conseguir acercarlo. Otro círculo. Willi aplicó toda su fuerza al carrete pero no hubo medio. Durante el círculo siguiente, sacó algo de ventaja. Otros tres centímetros. Y otros tres. Luego, los dos hombres se tambalearon y estuvieron a punto de caer al agua al soltarse el sedal.
—¡Porr todos los diablos, lo hemos perrrrdido!
Los dos estaban jadeantes, doloridos y amargamente decepcionados.
Ya no se veía ni rastro del tiburón.
—¡Maldito sedal! —exclamó Willi enrollándolo, mientras juraba en dos idiomas. Pero no había sido el sedal, se trataba de la cadena. Los eslabones cercanos al anzuelo estaban aplastados y sueltos.
—¡Ese monstruo debe de haberlos machacado! —exclamó Scrag en el colmo del asombro.
—Estaba jugando con nosotros, Scrag —admitió Willi fastidiado—. Podía haberrse soltado cuando hubiera querrido. Nos estaba haciendo la peseta.
Buscaron por los alrededores pero no encontraron el menor rastro, —Puede estar en el fondo, esperando —añadió pensativo.
—Lo más probable es que se encuentre ya a tres o cuatro kilómetros de distancia, y furioso como un dingo rabioso.
—Apuesto cualquier cosa a que estarrrá enloquecido. Ese anzuelo le estarrrá torrturrrando.
Recorrieron la mar con la mirada. Nada. Entonces, observaron que la lancha neumática estaba escorada de proa y medio sumergida. Scragger se inclinó y la examinó con atención, aunque tenía los ojos clavados en el mar y por debajo de la almadía.
—Mira —dijo.
Había un enorme desgarrón en una de las cámaras de aire.
—Debe de haberlo hecho ese maldito cuando se lanzó a la carga. Está perdiendo aire rápidamente pero no hay problema. Tenemos tiempo suficiente para alcanzar la playa. Vamos.
Willi miró la almadía y luego al mar.
—Vete tú, Scrag. Yo esperro la lancha de madera con alguien en la proa armado de una metralleta.
—¡Por todos los cielos, no tendremos problemas! ¡Vamos!
—Te quierro como a un herrmano, Scrag —empezó a decir Willi con tono amable—, perro yo no me muevo de aquí. Esa bestia me dio un susto de muerte. —Se sentó en el centro de la almadía y se rodeó las rodillas con los brazos—. Ese asqueroso animal se esconde en alguna parte, en el fondo. ¿Tú quieres irrrte? De acuerdo, perrro yo sé que el Libro dice, en la duda, abstente. Pide la otra lancha por el walkie-talkie,
—La traeré yo mismo.
La lancha chapoteó cuando Scrag puso un pie en ella con todo cuidado, y estuvo a punto de volcar. Saltó de nuevo a la almadía más rápido de lo que hubiera sido su deseo, lanzando venablos por la boca.
—¿De qué demonios te ríes?
—Has salido de ahí como si llevaras medusas en el culo —respondió Willi que seguía riendo—. ¿Por qué no vuelves nadando a casa, Scrag?
—¡Jódete! —Scrag miró hacia la orilla, latiéndole con fuerza el corazón. Parecía muy lejana cuando la mayoría de los días estaba tan cerca.
—Si te vas nadando, es que estás loco —le dijo ya en serio Willi—. No lo hagas.
Scragger no le prestó la más mínima atención. «¿Sabes una cosa? —se estaba diciendo—. Te estás cagando de miedo. Ese maldito era pequeño, lograsteis que cogiera el anzuelo y se largó y ahora estará a kilómetros de distancia, adentrado en el Golfo. Sí, pero, ¿dónde?»
Metió con cuidado un pie a modo de prueba. Algo abajo atrajo su mirada. Se arrodilló junto al borde de la almadía y sacó la jaula. Estaba vacía. Uno de los lados estaba completamente desgarrado.
—¡Por todos los demonios!
—¡Pedirrré la lancha! —dijo Willi cogiendo el walkie-talkie—. ¡Y una metralleta!
—No es necesario, Willi —dijo Scragger en un alarde de bravuconería—. Te juego una carrera hasta la orilla.
—¡Tú no estás bien de la azotea! ¡Por favor, no lo hagas, Scrag...!
Willi se quedó aterrado al ver a Scrag lanzarse desde el borde de la almadía, emergiendo luego a la superficie y empezar a bracear con fuerza. Pero de repente le vio volverse y encaramarse presuroso a la almadía, escupiendo y atragantándose de risa.
—Te engañé, ¿eh? Tienes razón, hijo mío, cualquiera que vuelva a nado a la orilla está loco de remate. Pide la lancha. Yo voy a seguir pescando para la comida.
Cuando la lancha llegó, uno de los mecánicos iba al timón, junto con dos excitados Green Bands a popa mientras los demás los observaban desde la playa. Se encontraban ya a medio camino de regreso a la orilla, cuando, de pronto, el tiburón surgió sin que nadie supiera de dónde, y empezó a trazar círculos. Los Green Bands comenzaron a disparar como locos y, en su excitación, uno de ellos cayó al agua.. Scragger se las arregló para cogerle el arma antes de que desapareciese y abrió fuego contra el escualo que se acercaba veloz al petrificado iraní. Los disparos acertaron al tiburón en medio de la cabeza y en los ojos, más aún cuando Scrag no podía creer lo que sus ojos veían, el tiburón, aunque muerto, siguió revolcándose con fuerza, agitando las fauces y la cola y luego avanzando derecho hacia su presa. Pero sin la orientación del olor se desvió del iraní, y se hundió en el fondo deslizante hasta quedar varado y dando aletazos, con medio cuerpo fuera del agua.
—Tienes una suerrte endiablada, Scrag —comentó Willi cuando fue capaz de hablar—. Si hubierras intentando volver a nado, te hubierra alcanzado sin remisión. Tienes una suerrte realmente endiablada.