CAPÍTULO XVII

En Zagros Tres: 3.18 de la tarde.

Los cuatro hombres se encontraban tumbados en los toboganes, deslizándose veloces por la vertiente, detrás de la base. Scot Gavallan iba ligeramente en cabeza; Jean-Luc Sessone, a la par con Nasiri, el gerente de su base, Nitchad Khan, retrasado unos veinte metros. Era una carrera de desafío ideada por Jen-Luc, Irán contra el Mundo, y los cuatro hombres intentaban, excitados, adquirir la máxima velocidad. Era nieve en polvo, muy ligera, sobre otra más dura, y no dejaba rastros. Todos subieron a la cima que había detrás de la base acompañados de Rodrigues y un aldeano, ellos darían la salida. El ganador obtendría cinco mil rials, unos sesenta dólares, y una de las botellas de whisky de Lochart.

—A Tom no le importará —había dicho Jean-Luc enfático—. Está disfrutando un permiso extra, pasándolo bien con los goces de Teherán mientras nosotros permanecemos en la base. ¿Acaso no estoy yo al mando? Por supuesto. Este comandante está comandando la botella por la gloria de Francia, el bien de mis tropas, y de nuestros gloriosos señores todopoderosos, Yazdek Kash'kai—terminó entre los vítores generales.

Allí, a dos mil doscientos metros, el tiempo era maravilloso: una tarde soleada, el cielo, de un azul intenso, completamente despejado, y el aire vigorizante. Aquella noche había dejado de nevar. Desde que, tres días antes, Lochart se fue a Teherán, había estado nevando sin cesar. En aquellos momentos, la base y todas las montañas circundantes formaban un conjunto mágico de nieve, pinos y cimas que se alzaban a cuatrocientos metros..., teniendo la nieve fresca un espesor de sesenta centímetros.

A medida que los participantes descendían, la vertiente se iba haciendo más inclinada, lo que les obligaba a saltar de vez en cuando algunos accidentes de la montaña invisibles. Aumentaron la velocidad; a veces, casi desaparecían bajo una cascada de copos de nieve, todos alegres, bien tumbados y dispuestos a ganar.

Ahora ya, delante de ellos, un bosquecillo de pinos apareció. Scot frenó limpiamente con las punteras de sus botas de esquí, agarrando con sus enguantadas manos los soportes curvos delanteros, esquivó airosamente los arbustos, y, asentándose de nuevo, empezó a deslizarse por la última gran vertiente, hacia la línea de llegada, situada muy abajo, donde entre vítores, el resto del personal de la base y los aldeanos los esperaban. Nasiri y Jean-Luc frenaron unos segundo más tarde, bordearon los árboles con algo más de rapidez, se asentaron entre una cascada de nieve y lo adelantaron, por lo que entre los tres sólo había unos centímetros de distancia.

Nitchak Khan no frenó en absoluto, ni tampoco esquivó los arbustos. Por centésima vez se encomendó a Dios, cerró los ojos y se lanzó como un barreno entre los árboles.

—Insha'Allahhh!

Evitó el primer árbol por un pie, el segundo, por medio. Abrió los ojos a tiempo de evitar una colisión de cabeza por unos centímetros, pasó por encima de una docena de pimpollos adquiriendo velocidad, se elevó bruscamente en el aire a causa de una protuberancia por evitar, de milagro, un árbol caído y dio de nuevo en tierra con un golpetazo que casi lo dejó sin respiración. Pero siguió intentándolo. Retrocedió, estando a punto de volcar sobre otro de los participantes, recobró el equilibrio, salió del bosque a más velocidad que los otros y también en línea más recta, diez metros por delante de los demás participantes, entre los gritos de ánimo de los aldeanos.

Ahora, los cuatro corredores convergían, impulsando sus toboganes para lograr algo de velocidad extra, Scot, Nasiri y Jean-Luc iban dando alcance a Nitchak Khan, centímetro a centímetro. La nieve no era tan buena allí, haciéndoles saltar algunas pequeñas protuberancias, lo que les obligaba a aferrarse cada vez con más fuerza. Doscientos metros, cien... Entretanto, los hombres de la base y los aldeanos seguían dando voces de ánimo, y pidiendo la victoria a Dios... Ochenta, setenta, sesenta, cincuenta y, entonces...

La gran protuberancia estaba bien oculta. Nitchak Khan que iba en cabeza, fue el primero en salir despedido perdiendo el control para, finalmente, caer de costado, quedando casi sin respiración. Después, Scot y Jean-Luc salieron por los aires, cayendo, impotentes, en parejas condiciones. Los toboganes quedaron envueltos en nieve. Nasiri, a la desesperada, intentó evitarles, así como también la protuberancia e hizo girar su tobogán con violencia, pero lo perdió y cayó rodando por la ladera de la montaña, deteniéndose, jadeante, algo más adelantado que los demás.

Nitchak Khan se sentó, y se quitó la nieve de la cara y la barba.

—Alabado sea Dios —musitó, asombrado de no haberse roto nada y miró en derredor buscando a los otros, que también intentaban recuperarse.

Scot reía a mandíbula batiente ante el espectáculo de Jean-Luc, que también había salido indemne, pero que seguía tumbado boca arriba, víctima de un paroxismo de invectivas francesas. Nasiri había caído casi de cabeza sobre un montón de nieve y Scot, aún riendo, se acercó para ayudarle. También se encontraba algo maltrecho, pero sin lesión alguna.

—Eh, vosotros —gritó alguien de la gente que se agolpaba abajo—. ¿Qué pasa con la condenada carrera? ¿Todavia no ha terminado? —Vamos, Scot. Vamos, Jean-Luc. ¡Por todos los santos!

Scot, relegó a Nasiri al olvido y echó a correr en dirección a la meta situada a cincuenta metros, pero resbaló y se cayó en un montón de nieve, logró incorporarse, mas se escurrió de nuevo como si tuviera plomo en los pies. Jean-Luc se levantó tambaleante y se lanzó en su persecución, seguido de cerca por Nasiri y Nitchak Khan. Los vítores de la gente aumentaron mientras los hombres luchaban contra la nieve, cayendo, incorporándose con dificultad y volviendo a caer. La competencia era muy dura, olvidadas por el momento todas las molestias. Scot iba ligeramente en cabeza, seguido de Nitchak Khan, luego de Jean-Luc, detrás Nasiri..., el mecánico Fowler Jones, con el rostro congestionado, los apremiaba, los aldeanos estaban tan excitados como él.

Faltaban diez metros. El viejo Khan llevaba una delantera de un metro cuando tropezó y cayó de bruces. Scot se puso en cabeza, con Nasiri prácticamente pegado a él y Jean-Luc unos centímetros más atrás. Todos ellos avanzaban trabajosamente, tropezaban, se tambaleaban, arrastraban sus botas por la densa nieve... Y, de repente, se escuchó un estruendoso griterío, cuando Nitchak Khan, recuperándose, empezó a recorrer a gatas los escasos metros que quedaban. Jean-Luc y Scot se lanzaron a la desesperada hacia la meta y todos se derrumbaron en un informe montón entre vítores y discusiones.

—Ha ganado Scot...

—No, ha sido Jean-Luc...

—No, en realidad fue el viejo Nitchak...

—Como la cosa no está clara y ni siquiera nuestro reverenciado mollah está seguro —dijo Jean-Luc, una vez recuperado el aliento—, yo declaro ganador a Nitchak Khan por una nariz. —Se renovaron los vítores e incluso aumentaron al añadir—: Y habida cuenta de que los perdedores lo han hecho con tanta bravura los recompenso con otra de las botellas de whisky de Tom, ordenando que la compartan con emigrantes a la caída del sol.

Todos se estrecharon las manos. Nitchak Khan mostró su conformidad a otra carrera al mes siguiente y, como era fiel cumplidor de la ley y no bebía, vendió el whisky que había ganado a Jean-Luc a mitad de precio, si bien después de un feroz regateo. Todos volvieron a lanzar vítores. De repente, alguien dio una voz de alarma.

Hacia el Norte, lejos, en las montañas, una bengala roja de señales caía en el valle. Súbitamente, se hizo el silencio. La bengala se desvaneció. Luego, otra subió y, arqueándose, volvió a caer. Un SOS urgente,

—CASEVAC —dijo Jean-Luc escudriñando en la lejanía—. Debe ser Rig Rosa o Rig Bellissima.

—Allá voy, —Scot Gavallan se alejó presuroso.

—Te acompaño —dijo Jean-Luc—. Cogeremos el «212» y haremos un vuelo de prueba para ti.

En cuestión de minutos estuvieron en el aire. Rig Rose era una de las plataformas que habían adquirido del viejo contrato «Guerney». Bellissima era una de sus habituales. Las once plataformas de aquella zona habían sido explotadas por una compañía italiana para «IranOil» y aun cuando todas ellas estaban conectadas por radio con Zagros Tres, la comunicación no siempre era buena a causa de las montañas y de los efectos de dispersión. Las bengalas eran un sustituto.

El «212» ascendió con regularidad, atravesando tres kilómetros de valles cercados por la nieve, resplandecientes bajo los rayos del sol, siendo su techo operativo de cinco kilómetros, dependiendo de la carga. Ahora, ya podían ver Rig Rose, en un calvero sobre una pequeña altiplanicie, a tres kilómetros y medio. Tan sólo algunos remolques para el alojamiento y varios cobertizos desperdigados al azar alrededor de la alta torre de perforación. Y una plataforma para los helicópteros.

—Rig Rosa, habla Jean-Luc. ¿Me oyes?

Esperó paciente.

—Perfectamente, Jean-Luc. —Sonó la alegre voz de Mimmo Sera, el «hombre de la compañía», el más alto cargo en el lugar, un ingeniero encargado de todas las operaciones.

—¿Qué traéis entre manos? ¿Eh?

—Niente, Mimmo. Vimos una bengala roja y sólo andábamos comprobando.

—Madonna! ¿CASEVAC? No hemos sido nosotros.

Al punto Scot dejó de aproximarse y, girando, tomó la nueva dirección, subiendo más arriba sobre la cordillera.

—¿Bellissima?

—Vamos a comprobarlo.

—Nos tendréis informados, ¿verdad? Desde que la tormenta estalló, no hemos tenido contacto. ¿Estáis al corriente de las noticias?

—Lo último que escuchamos fue hace dos días. La «BBC» dijo que en Doshan Tappeh los Inmortales habían sofocado una rebelión de cadetes de las fuerzas aéreas y civiles. No sabemos nada de nuestro cuartel general en Teherán, ni de nadie. Si nos enteramos de algo, te lo comunicaré.

—¡Eh, radio! Necesitaremos un cargamento de otras doce tuberías de quince centímetros, Jean-Luc, y lo habitual de cemento a partir de mañana. ¿De acuerdo?

—Bien súr! —Jean-Luc estaba muy contento con aquella operación extra, así como por la oportunidad de demostrar que eran mejores que «Guerney»—. ¿Qué tal va?

—Hemos perforado hasta dos mil cuatrocientos metros y todo parece indicar que se trata de una bonanza más. A ser posible, quiero el pozo preparado para el lunes próximo. ¿Podrías pasar un pedido en mi nombre a «Schlumberger»?

«Schlumberger» era la firma internacional que fabricaba y suministraba las herramientas que se utilizaban en el interior del terreno perforado: recogían muestras y median electrónicamente, y con enorme exactitud, la capacidad de las existencias de petróleo de los diversos estratos, dirigían las barrenas de perforación; recogían los trozos rotos; perforaban, mediante explosión, el revestimiento de acero del hoyo, para dejar que el petróleo afluyese por la tubería... También proporcionaba el personal técnico que se ocupaba de manejarlas. Muy costoso pero absolutamente necesario. «Preparar el hoyo» era la última operación a realizar antes de cimentar en su sitio el revestimiento de acero y poner el pozo en funcionamiento.

—Dondequiera que se encuentren, Mimmo, los traeré el lunes..., ¡si es la voluntad de Jomeiny!

—Mamma mia! Dile a Nasiri que los necesitamos aquí.

Empezaba a alejarse la recepción.

—No habrá problemas. Te llamaré cuando regrese.

Jean-Luc miró por la ventanilla de la carlinga. Estaban pasando sobre una sierra, todavía subiendo. Los motores empezaban a funcionar trabajosamente.

—Merde! Tengo hambre —dijo desperezándose—. Me siento como si me hubiesen dado masaje con una perforadora neumática... Pero debo reconocer que fue una carrera formidable.

—¿Sabes una cosa, Jean-Luc? Llegaste a la meta un segundo antes que Nitchak Khan. Estuvo claro.

—Desde luego. Pero nosotros, los franceses, somos magnánimos, diplomatiques y muy prácticos. Sabía que nos revendería nuestro whisky por la mitad de su precio; si le hubiéramos declarado vencedor nos hubiese costado una fortuna. —Jean-Luc sonrió de oreja a oreja—. Aunque de no haber sido por aquel promontorio, no lo hubiera dudado un instante. Yo habría ganado fácilmente.

Scot sonrió sin decir palabra. Respiraba con regularidad aunque consciente de su respiración. De acuerdo con el reglamento, por encima de los tres mil quinientos metros los pilotos debían usar mascarilla de oxígeno si permanecían arriba más de media hora. Ellos no lo llevaban y jamás ninguno de los pilotos había sufrido otra molestia que algún ligero dolor de cabeza, a pesar de que necesitaron una semana más o menos para habituarse a los dos mil metros. Era más duro para los perforadores de Bellissima.

Sus propias paradas intermedias en Bellissima eran, por lo general, muy breves. Sólo de paso, con la máxima carga útil de dos toneladas, de entrada o salida. Tuberías, bombas, diesel, cabrestantes, generadores, productos químicos, alimentos, remolques, tanques, hombres, barro... —nombre generalizado con el que se designaba el líquido que era bombeado en el agujero perforador para suprimir los desperdicios, mantenerlo lubricado y, en el momento oportuno, para contener el petróleo o el gas y sin el cual resultaría imposible perforar a grandes profundidades. Después el «212» se marchaba ligero de peso o con todo un grupo de hombres o un cargamento de equipos para su reparación o sustitución.

«No somos más que un camión de transporte —se dijo Scot, recorriendo con la mirada los cielos, los instrumentos y cuanto había en derredor suyo—. Sí, pero es formidable estar volando en lugar de conduciendo sobre la tierra.» Abajo, los riscos estaban muy cercanos, habiendo dejado atrás las hileras de árboles. Remontaron la última cordillera. Ya podían ver la plataforma.

—Llamando a Bellissima. Habla Jean-Luc. ¿Me recibís?

Rig Bellissima era la plataforma más alta de la sierra, a tres mil setecientos metros exactamente sobre el nivel del mar. La base se encontraba encaramada en un saliente, justo debajo de la cima. Del otro lado de la plataforma, la montaña descendía hasta dos mil metros, prácticamente cortada a pico, sobre un valle de dieciséis kilómetros de ancho por treinta de largo, una inmensa hendidura en la superficie de la tierra.

—Llamando a Bellissima. Habla Jean-Luc. ¿Me recibís?

No hubo respuesta. Jean-Luc cambió de canal.

—Llamando a Zagros Tres. ¿Me recibís?

—Alto y claro, capitán —fue la respuesta inmediata de Aliwari, el operador de radio iraní de la base—. Su Excelencia Nasiri está a mi lado.

—Permaneced en esta frecuencia. El CASEVAC es en Bellissima, pero no tenemos comunicación por radio. Vamos a bajar.

—Roger. Esperamos.

Como siempre le ocurría en Bellisima, Scot se sintió deslumbrado ante la inmensa convulsión de la tierra que diera origen al valle y, al igual que todos los que visitaban aquella plataforma, se asombró una vez más ante la enormidad del riesgo, trabajo y capital necesarios para encontrar el campo petrolífero, seleccionar su emplazamiento, construir la plataforma y luego perforar los miles de metros necesarios para que los pozos resultasen rentables. Pero lo eran inmensamente, al igual que toda aquella área, con sus enormes depósitos de petróleo y gas, encerrados en conos de piedra caliza, entre dos mil quinientos y tres mil metros por debajo de la superficie, y después, nuevas y descomunales inversiones acompañadas de más riesgos para conectar aquel campo con el oleoducto que recorría las montañas Zagros, para comunicar las refinerías en Esfahan, en el centro de Irán, con las de Abadán, en el Golfo... Otra extraordinaria hazaña de ingeniería de la vieja «Anglo-Iranian Oil Company» que en su día fuera nacionalizada con el nombre de «IranOil»

—Robada, Scot, muchacho. Robada es la palabra exacta —le había repetido muchas veces su padre.

Scot Gavallan sonrió para sus adentros pensando en su padre, al tiempo que experimentaba una sensación cálida. «Soy condenadamente afortunado de tenerle —pensó—. Sigo echando de menos a mi madre aunque es preferible que haya muerto. Es terrible para una mujer activa y encantadora convertirse en una especie de ser indefenso, paralítico, siempre en una silla de ruedas, mientras que su mente se mantiene intacta hasta el final. La mejor madre que jamás un hombre pudo tener. Terrible su muerte, sobre todo para papá. Pero estoy contento de que se haya vuelto a casar, Maureen ha resultado ser maravillosa y también él, y mi vida es formidable y el futuro se presenta color de rosa... Siempre volando, siempre rodeado de aves, y dentro de dos años me casaré. ¿Y que hay de Tess?» Se sintió algo irritado. Era un condenado contratiempo que Limfar fuera su tío y ella su nieta favorita. Sin embargo, es una condenada suerte que yo no tenga nada que ver con él. Tess cuenta con dieciocho años sólo y los dos disponemos de mucho tiempo ante nosotros.

—¿Por qué lado piensas tomar tierra, mon vieux? —le llegó a través de los auriculares.

—Desde el Oeste —contestó, volviendo de nuevo a la realidad. —Bien.

Jean-Luc escudriñaba delante de él. No había señales de vida. El lugar se encontraba densamente cubierto de nieve, casi sepultado. Tan sólo la plataforma para helicópteros estaba despejada. Unas nubecillas de humo salían de los remolcadores.

—¡Eh! ¡Vosotros!

Distinguieron la diminuta figura de un hombre, fuertemente abrigado, en pie, cerca de la heliplataforma y agitando los brazos.

—¿Quién es?

—Creo que es Pietro —dijo Scot concentrándose en el aterrizaje. A aquella altura y debido a su posición sobre el saliente, se producían súbitas ráfagas de aire, con turbulencias y remolinos en ellas..., no cabían errores. Sobrevoló el abismo; las corrientes le hacían balancearse, así que corrigió de manera formidable al llegar sobre la tierra y posarse.

—Bien —exclamó Jean-Luc, y se volvió hacia el hombre que prácticamente desaparecía dentro de su indumentaria reconociendo a Pietro Fieri, uno de los «conductores de máquinas herramientas», el segundo en importancia después del hombre de la compañía. Vieron el ademán que hizo, pasándose la mano por la garganta; con ello quiso indicar que pararan motores, lo que significaba que el CASEVAC no era una urgencia. Jean-Luc indicó al hombre que se acercara a la ventanilla y la abrió—. ¿Qué pasa, Pietro? —gritó para hacerse oír sobre el ruido de los motores.

—Guineppa está enfermo —gritó Pietro a su vez, golpeándose el lado izquierdo del pecho. Guineppa era el hombre de la compañía—. Creemos que se trata del corazón. Y eso no es todo. ¡Mirad!

Señaló hacia arriba. Jean-Luc y Scot forzaron el cuello para ver mejor, pero no pudieron distinguir lo que tanto le agitaba.

Jean-Luc se desabrochó el cinturón y descendió del aparato. Sintió el frío como una bofetada y se estremeció. Los ojos comenzaron a llorarle debido a las corrientes de aire que los rotores formaban, sirviéndole de muy poco las gafas oscuras. Y fue en ese momento cuando comprendió la situación, lo que le hizo sentir un nudo en el estómago. Arriba, sólo a unos metros, y casi directamente sobre el campamento, debajo de la cima, había un inmenso saliente de nieve y hielo.

—Madonna!

—Si eso se desprende, se producirá una avalancha en toda la montaña y acaso nos arrastre a nosotros y al valle. —Pietro tenía la cara azulada por el frío. Era un hombre corpulento y muy fuerte, de barba oscura y canosa, ojos castaños y penetrantes, aun cuando en aquel momento los guiñaba por la fuerza del viento—. Guineppa quiere conferenciar contigo. Ven a su remolque, ¿eh?

—¿Y eso? —preguntó Jean-Luc señalando con el índice hacia la masa de nieve.

—Si se desprende, se ha desprendido —dijo Prieto riendo, los dientes muy blancos en contraste con su oscuro parka manchado de petróleo—. ¡Vamos! —Se escurrió entre los motores y empezó a caminar—. ¡Vamos!

Jean-Luc observó inquieto aquella masa. Podía seguir así durante semanas o caer en cualquier momento. Sobre la cima, el cielo aparecía maravilloso, sin embargo, aquel sol vespertino calentaba poco.

—Quédate aquí, Scot, y manténlo en marcha —le gritó. Después siguió vacilante a Pietro, hundiéndose en la nieve.

El remolque de dos habitaciones de Mario Guineppa estaba caliente y desordenado, con mapas en las paredes, ropas manchadas de petróleo, guantes gruesos, cascos colgados de escarpias y toda la parafernalia de un petrolero desperdigada por la oficina-cuarto de estar. Guineppa se encontraba en el dormitorio, tumbado en la cama, completamente vestido salvo por las botas. Era un hombre corpulento y alto, de cuarenta y cinco años, con una nariz imponente habitualmente enrojecida y curtida pero en aquel momento la tenía pálida, y en los labios había un extraño azulado. Con él se encontraba Enrico Banastasio, el conductor de máquinas herramientas del otro turno, un hombre pequeño y moreno, de ojos oscuros y rostro delgado.

—Hola, Jean-Luc. Estoy contento de verte —le saludó Guineppa con expresión de cansancio.

—Lo mismo digo, mon ami. —Jean-Luc, muy preocupado, se bajó la cremallera de la chaqueta de vuelo y se sentó junto a la cama. Hacía dos años que Guineppa estaba al frente de Bellissima, doce horas de trabajo, doce de descanso, dos meses allí, dos meses fuera y había perforado tres pozos, con una producción muy importante, y espacio para perforar otros cuatro—. Te están esperando en el hospital de Shiraz.

—Eso no importa. Primero hemos de ocuparnos de esa masa. Yo iba...

—Evacuamos y dejamos ese stronzo en las manos de Dios —le interrumpió Banastasio.

—Mamma mia, Enrico —exclamó Guíneppa irritado—. Te vuelvo a decir que creo que podemos echar una mano a Dios, con la ayuda de Jean-Luc. Pietro está de acuerdo. ¿No, Pietro?

—Sí —asintió Pietro desde la puerta con un palillo de dientes en la boca—. Me he criado en Aosta, en los Alpes italianos, Jean-Luc, así que conozco las montañas y las avalanchas y la...

—Si, e sei pazzo—dijo Banastasio con tono cortante.

—Nel tuo culo—repuso Pietro haciendo un gesto obsceno como quien no quiere la cosa—. Con tu ayuda, Jean-Luc, será fácil quitarse ese stronzo de encima.

—¿Qué queréis que haga? —preguntó Jean-Luc.

—Llévate contigo a Prieto y vuela sobre la cima hasta un punto que él te mostrará, en la cara norte. Desde allí, dejará caer un cartucho de dinamita sobre la nieve y el peligro de avalancha se alejará de nosotros.

—Sólo hay que hacer eso y la masa se esfumará —dijo Pietro con amplia sonrisa.

—Por todos los santos, os repito que es condenadamente arriesgado —gritó Banastasio irritado, notándosele más su acento angloamericano—. Deberíamos evacuar primero y luego, si así lo queréis, podéis intentar lo de vuestra dinamita.

La cara de Guineppa se contrajó como si un gran dolor le hubiera asaltado. Se llevó una mano al pecho.

—Si evacuamos hemos de cerrarlo todo y...

—¿Y qué? Pues se cierra y en paz. Si no te importa tu propia vida, piensa en el resto de todos nosotros. Yo digo que debemos evacuar lo antes posible. Luego, la dinamita. ¿No es más seguro, Jean-Luc?

—Por supuesto —repuso Jean-Luc cauteloso, no queriendo agitar al hombre de más edad—. Dices que conoces las avalanchas, Pietro. ¿Cuánto tiempo tardará en producirse ésta?

—Mi olfato me indica que pronto. Muy pronto. Hay grietas abajo. Acaso mañana, incluso esta misma noche. Sé por dónde volarla..., y es muy seguro. —Pietro miró a Banastasio—. Puedo hacerlo pese a cuanto crea este stronzo.

Banastasio se puso en pie.

—Yo y mi equipo vamos a evacuar. Ahora. Cualquiera que sea la decisión. —Dicho aquello, salió.

Guineppa se agitó en su catre.

—Llévate a Pietro arriba, Jean-Luc. En seguida.

—Primero os evacuaremos a todos a Rig Rosa. Tú el primero —dijo enérgico Jean-Luc—. Después dinamitaremos. Si resulta bien, volveréis al tajo. De no ser así, hay suficiente espacio temporalmente en Rig Rosa para vosotros.

—Nada de lo primero sino lo último..., no hay necesidad de evacuar.

Jean-Luc apenas lo escuchaba. Estaba calculando mentalmente los hombres que había de trasladar. Cada uno de los dos turnos estaba formado por nueve hombres: el conductor de máquinas herramienta y su ayudante; el experto del barro, que se ocupaba de éste y establecía sus componentes químicos y el peso; el perforador que, naturalmente, tenía a su cargo la perforación; el maquinista, responsable de todos los cabrestantes, bombas y el resto del material y cuatro peones que unían o separaban las tuberías y las perforadoras.

—¿Tenéis siete cocineros y trabajadores iraníes?

—Sí. Pero te repito que la evacuación no es necesaria —dijo Guineppa exhausto.

—Pero sí más seguro, mon vieux —Jean-Luc se volvió hacia Pietro—. Di a todos que se preparen rápidamente y que lleven sólo lo indispensable.

Pietro miró a Guineppa.

—¿Sí o no?

Guineppa asintió reacio agotado por el esfuerzo.

—Pide un equipo voluntario para que se quede. Y si nadie quiere, cierra, por la Santísima Virgen.

Era evidente que Pietro estaba muy decepcionado. Sin dejar de hurgarse los dientes con el palillo, salió de la habitación. Guineppa se agitó de nuevo en el catre, intentando acomodarse mejor y empezó a soltar maldiciones. Parecía más frágil que antes.

—Es preferible evacuar, Mario —dijo Jean-Luc con calma.

—Pietro es prudente y listo pero ese porto misero de Banastasio me resulta realmente apestoso, siempre creando dificultades, y él tiene la culpa de que la radio no funcione. ¡Lo sé!

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Se rompió durante su turno. Ahora, necesitaremos otra. ¿Te sobra alguna?

—No, pero veré de encontrarte una. ¿Se puede reparar? Acaso alguno de nuestros mecánicos pueda...

—Banastasio dice que resbaló y cayó sobre ella, pero he oído decir que la rompió con un martillo porque no funcionaba... Mamma mia! —Guineppa hizo un gesto de dolor, mientras se llevaba la mano al pecho, y empezó de nuevo a soltar juramentos.

—¿Cuánto tiempo hace que tienes dolores?

—Dos días. Hoy ha sido el peor. ¡Ese stronzo de Banastasio! —farfulló Guineppa—. Pero, ¿qué cabe esperar? Le viene de familia. ¡Eh! Su familia es medio americana, ¿verdad? He oído que la rama americana tiene relaciones mafiosas.

Jean-Luc sonrió para sí, sin creerse ni media palabra y escuchando a medias la diatriba. Sabía que se aborrecían mutuamente... Guineppa, el patricio romano de ascendencia portuguesa, y Banastasio, el campesino americano de origen siciliano. «Pero esto no es de extrañar —se dijo—, encerrados aquí, doce horas de servicio y otras doce de descanso, día tras día, un mes tras otro, por buena que sea la paga...»

«¡Ah, la paga! ¡Qué bien me vendría a mí su paga! ¿Por qué incluso el último de los peones gana en una semana lo que yo en todo un mes..., unas miserables mil doscientas esterlinas, yo, un capitán veterano y de entrenamiento, con cuatro mil ochocientas horas? Incluso con las quinientas miserables libras al mes de dietas por estar destacado en el extranjero, no es suficiente ni con mucho, para los niños, los gastos del colegio, mi mujer, la hipoteca y los asquerosos impuestos..., por no hablar de los mejores manjares y vinos, y de mi preciosa Sayada. ¡Ah, Sayada, cuánto te echo de menos!»

De no haber sido por Lochart...

«¡Mierda! Tom Lochart pudo dejar que yo le acompañara y ahora mismo podría encontrarme en Teherán, en brazos de Sayada. ¡Cómo la necesito, Dios mío! Y el dinero. ¡Dinero! Ojalá se les encoja los cojones a todos los recaudadores de impuestos hasta que se les conviertan en polvo y les desaparezca la polla! Apenas tengo suficiente ahora y si Irán se va a la puñeta, ¿qué puedo hacer entonces? Apuesto cualquier cosa a que «S-G» no sobrevivirá. Mala suerte para ellos..., para un piloto tan bueno como yo, siempre habrá trabajo con helicópteros en cualquier parte del mundo.

Vio a Guineppa que lo observaba.

—¿Qué me dices, mon vieux?

—Me iré en el último viaje.

—Más vale que lo hagas en el primero. En Rosa hay médico. —Estoy bien..., de verdad.

Jean-Luc oyó que lo llamaban y se endosó su parka.

—¿Puedo hacer algo por ti?

El hombre esbozó una fatigada sonrisa.

—Sólo que lleves arriba a Pietro con la dinamita.

—Lo haré pero será cuando hayamos acabado lo demás. Con suerte, antes de que anochezca. No te preocupes.

Una vez fuera volvió a recibir el impacto del frío. Pietro estaba esperándole. Los hombres ya se encontraban agrupados cerca del helicóptero en marcha, con paquetes y mochilas de diversos tamaños. Banastasio pasó junto a ellos llevando un gran pastor alemán sujeto por la correa.

—El piloto ha dicho que hay que viajar sin peso —dijo Pietro.

—Y así lo hago —contestó Banastasio con igual acritud—. Tengo mis documentos, mi perro y mi equipo. El resto puede remplazarse con cargo a la maldita compañía. —Luego, dirigiéndose a Jean-Luc añadió—: La carga está completa, Jean-Luc. Vámonos.

Jean-Luc pasó revista a los hombres que se encontraban a bordo así como al perro. Después, llamó a Nasiri por radio para decirle lo que iban a hacer.

—Muy bien, Scot, adelante. Tú te haces cargo.

Vio los ojos desorbitados de Scot.

—¿Quieres decir que me voy solo?

—¿Y por qué no, mon bravo? Tienes las horas de vuelo necesarias. Éste es tu tercer vuelo de reconocimiento. Alguna vez había de empezar. Adelante.

Observó cómo Scot ascendía. Apenas transcurridos cinco segundos, vio al helicóptero sobre la sima, a una altura sobre ella de siete mil quinientos pies y sabía lo mágico y maravilloso que podía ser aquel despegue de Bellissima en solitario, envidiando al joven aquella emoción. «Scot se lo merece», pensó mientras lo observaban con mirada crítica.

—¡Jean-Luc!

Apartó la vista del helicóptero, ya lejano, y miró en derredor suyo preguntándose qué era lo que, de repente, había cambiado tanto. Entonces se dio cuenta de que se trataba del silencio, tan intenso que parecía ensordecerle. Por un instante, sintió un misterioso desequilibrio, incluso algo de mareo. Luego, se reanudó el silbido del viento y todo volvió a ser igual.

—¡Jean-Luc! ¡Por aquí! —Pietro se encontraba a la sombra con un grupo de hombres, al otro lado del campamento, haciéndole señas de que se acercara. Con gran esfuerzo se dirigió hacia ellos. Todos mantenían un extraño silencio.

—Mira eso —dijo Pietro nervioso, señalando hacia arriba—. Exactamente debajo del saledizo. ¡Allí! Seis o siete metros por debajo. ¿Ves las grietas?

Jean-Luc las vio. Y sus testículos se estremecieron. En el hielo ya no había grietas, sino auténticas hendiduras. Mientras miraban, hubo un inmenso crujido. Toda la masa pareció ceder. Un pequeño trozo de hielo y nieve se desprendió, adquirió velocidad y volumen y rodó con estruendo por la empinada vertiente. Todos se habían quedado mudos por el sobresalto. La avalancha, toneladas de nieve y hielo, quedó apenas a cincuenta metros del lugar en que se encontraban.

Uno de los hombres quebró el silencio.

—Esperemos que el helicóptero no regrese lanzado como un kamikaze..., podría ser el detonante, amico. Incluso un pequeño ruido daría al traste con todo este stronzo.

Torbellino
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