CAPÍTULO XLVI

En el aeropuerto internacional de Teherán: 11.58 de la mañana.

La portezuela de la cabina del «125» se cerró detrás de Robert Armstrong y el coronel Hashemi Fazir. Desde la cabina, John Hogg hizo la señal a Gavallan y McIver, que se encontraban en pie sobre el asfalto, junto a su coche, alzando los pulgares, y se deslizó por la pista dispuesto a volar a Tabriz. Gavallan acababa de llegar de Al Shargaz y era el primer momento en que él y McIver se encontraban a solas.

—¿Qué pasa, Mac? —preguntó, mientras el viento helado agitaba sus ropas de invierno y amontonaba la nieve alrededor de ellos. —Dificultades, Andy.

—Eso ya lo sé. Cuéntamelo rápidamente.

McIver se inclinó más hacia él.

—Acabo de enterarme que apenas disponemos de una semana antes de que se nos ordene que permanezcamos en tierra a la espera de la nacionalización.

—¿Cómo? —Gavallan se quedó de repente paralizado—. ¿Te lo ha dicho Talbot?

—No, Armstrong, hace sólo unos minutos, cuando el coronel estaba en el excusado y nos quedamos a solas —respondió McIver con rostro contraído—. El bastardo me lo dijo con su rebuscada cortesía. «Yo que usted no contaría con más de diez días..., una semana para mayor seguridad... y no lo olvide, Mr. Mclver, en boca cerrada no entran moscas.»

—¡Dios mío! ¿Es que está enterado de que planeamos algo?

Una ráfaga de viento los cubrió de nieve en polvo.

—No lo sé, Andy. Te aseguro que no lo sé. —¿Y qué hay del «HBC»? ¿Acaso lo mencionó?

—No. Cuando le pregunté sobre los papeles se limitó a decir: «Están seguros.»

—¿Dijo cuándo nos veremos hoy?

McIver sacudió negativamente la cabeza.

—«Si estoy de regreso a tiempo me pondré en contacto.» ¡Bastardo! Abrió la puerta de su coche con violencia.

Profundamente agitado, Gavallan se sacudió la nieve y entró en el coche agradeciendo el calor. Las ventanillas estaban empañadas. McIver accionó el limpiaparabrisas al máximo, la calefacción ya lo estaba. Luego, introdujo la casette, subió el sonido y volvió a bajar maldiciendo.

—¿Qué más, Mac?

—Pues prácticamente todo —estalló McIver—. A Erikki le han secuestrado los soviéticos o la KGB y está en alguna parte, cerca de la frontera turca, con su «212», haciendo Dios sabe qué... Nogger cree que le están obligando a desarbolar emplazamientos de radar secretos de los Estados Unidos. Nogger, Azadeh, dos de los mecánicos y un capitán británico lograron escapar por pelos de Tabriz salvando sus vidas, llegaron ayer y, por el momento, están en mi casa..., al menos allí los dejé al salir esta mañana para acá. Dios mío, Andy, tenías que haber visto en el estado en que se encontraban cuando llegaron. El capitán es el mismo que salvó a Charlie en Doshan Tappeh y al que éste dejó en Bandar-e Pahlevi...

—¿Que hizo qué?

—Era una operación secreta. Es capitán en los Gurkas... se llama Ross, John Ross. Él y Azadeh se mostraron absolutamente incoherentes, Nogger también estaba muy excitado. Al menos están a salvo por ahora, pero... —A Mclver se le quebró la voz—. Siento decirte que en Zagros hemos perdido a un mecánico, Effer Jordon, dispararon contra él y...

—Dios mío. ¿Ha muerto el viejo Effer?

—Sí..., sí. Me temo que así es, y a tu hijo también lo alcanzaron..., ¡pero no es grave! —se apresuró a añadir McIver al ver palidecer a Gavallan—. Scot se encuentra bien, está perfectamente y...

—¿Cómo de grave?

—La bala le atravesó la parte carnosa del hombro derecho. No le tocó ningún hueso, es una herida más bien superficial... Jean-Luc dice que tiene penicilina y un médico y que la herida es limpia. Scot no podrá coger el «212» mañana para Al Shargaz de manera que le pedí a Jean-Luc que lo hiciera él y llevara a Scot consigo. Después, él regresará a Teherán en el próximo vuelo del «125» y nosotros lo llevaremos a Kowiss de nuevo.

—¿Qué diablos pasó?

—No lo sé con exactitud. Recibí esta mañana un mensaje retransmitido de Starke que a su vez lo acababa de recibir de Jean-Luc. Al parecer, en el Zagros están operando terroristas, supongo que se trata de la misma banda que atacó Belissima y Rosa, deben de estar emboscados en los bosques de los alrededores de nuestra base. Al amanecer, Effer Jordon y Scot estaban cargando repuestos en el «212» y dispararon unas ráfagas contra ellos. El pobre Effer recibió casi todos los disparos y Scot uno sólo.

—De nuevo McIver habló rápido, viendo el rostro de Gavallan—. Jean-Luc me ha asegurado que Scot se encuentra perfectamente. De verdad, Andy.

—No estaba pensando sólo en Scot —dijo Gavallan con tono pesaroso—. Effer ha estado con nosotros casi desde los comienzos..., ¿no tiene tres hijos?

—Sí. ¡Es terrible! —McIver dio al embrague y enfiló con el coche, a través de la nieve, hacia su oficina—. Creo que todavía van al colegio.

—Tan pronto como regrese me ocuparé de ellos. Sigue con lo de Zagros.

—No hay mucho que decir. Tom Lochart no estaba allí. Hubo de quedarse el viernes por la noche en Kowiss. Jean-Luc dice que no vieron a ninguno de los atacantes, que nadie los vio, los disparos les llegaron desde el bosque. De cualquier manera, en la base reina un auténtico caos, con nuestros aparatos trabajando a todas horas, trayendo hombres de todos los yacimientos y trasladándolos en grupos a Shiraz, todo el mundo queriendo largarse antes de mañana a la puesta de sol.

—¿Lo lograrán?

—Más o menos. Sacaremos a todos nuestros petroleros y a nuestros muchachos, la mayor parte de los repuestos de valor y todos los helicópteros trasladándolos a Kowiss. Tendremos que dejar el equipo de apoyo del yacimiento, pero eso no es responsabilidad nuestra. Sólo Dios sabe lo que les ocurrirá a la base y a los yacimientos careciendo de servicio.

—Estoy de acuerdo. Una pérdida condenadamente estúpida. ¡Absolutamente estúpida! Pregunté al coronel Fazir si él no podría hacer algo.

El maldito se limitó a sonreír con su retorcida sonrisa y dijo que ya resultaba bastante difícil descubrir qué diablos pasaba en la oficina de al lado en Teherán, por no hablar de algo tan alejado como el Sur. Le pregunté si el comité del aeropuerto no podría ayudar. Dijo tajante que no, que los comités no tenían prácticamente relación con nadie, incluso en Teherán. Cito textualmente sus palabras: «Allá arriba en el Zagros, entre nómadas y hombres tribales a medio civilizar, a menos que se tengan armas, que se sea iraní, preferentemente ayatollah, lo mejor es hacer lo que les digan» —McIver tosió, sonándose luego irritado—. El condenado no se estaba riendo de nosotros, Andy. Pero aun así, tampoco parecía descontento.

Gavallan estaba consternado. ¡Tantas preguntas por hacer y por contestar! Todo en peligro, allí y en casa. ¿Una semana hasta el día del juicio final? Gracias a Dios que Scot..., ¿y el pobre Effer? ¡Dios Todopoderoso, dispararon contra Scot! Miró tristemente a través del parabrisas y vio que estaban llegando a la zona de carga.

—Detén el coche un momento, Mac, tenemos que hablar en privado, ¿eh?

—Sí, lo siento. No estoy pensando con demasiada claridad.

—¿Estás bien? Me refiero a tu salud.

—Es perfecta, aunque si me librara de esta tos... Sólo es..., sólo es que estoy atemorizado —respondió McIver sin rodeos, pero aquella admisión alarmó a Gavallan—. He perdido el control. Hemos perdido a un hombre, todavía el asunto del «HBC» pende sobre nuestras cabezas, el viejo Erikki está en peligro, todos estamos en peligro, «S-G» y todo aquello por lo que tanto hemos trabajado. —Manoseó el volante—. ¿Está bien Gen?

—Sí, sí, lo está —dijo paciente Gavallan, preocupado por él. Era la segunda vez que contestaba aquella pregunta. Mclver se la había hecho tan pronto como hubo bajado la escalerilla del «125».

—Genny está muy bien, Mac —dijo repitiendo lo que ya le dijera antes—. Tengo correo de ella, ha hablado con Hamish y Sarah, las dos familias están bien y el pequeño Angus tiene ya su primer diente. Todo está bien en casa, todos gozan de buena salud y tengo una botella de «Loch Vay» en mi cartera que me ha dado para ti. Intentó convencer a Johnny Hogg para que la dejara subir a bordo del «125»... Quería esconderse en el retrete..., aun después de decirle yo que no, lo siento.

Por primera vez vio en la cara de Mclver la sombra de una sonrisa.

—Genny es muy cabezota, de eso no cabe la menor duda. Me alegro de que esté allí y no aquí, me alegro mucho. Sin embargo, resulta curioso lo que se las echa de menos —Mclver miró hacia delante—. Gracias, Andy.

—De nada —Gavallan reflexionó un instante—. ¿Por qué ha de hacerse cargo Jean-Luc del «212»? ¿Por qué no Tom Lochart? ¿No sería mejor hacerle salir a él?

—Claro que sí, pero no quiere irse de Irán sin Sharazad. Ése es otro de los problemas.

La música de la cinta enmudeció. McIver le dío la vuelta y la puso de nuevo en marcha.

—No logró localizarla. Tom está preocupado por ella, me pidió que fuera a casa de la familia de ella en el bazar y así lo hice. Nadie me contestó no parecía que hubiera nadie. Tom está seguro de que Sharazah participó en la «Marcha de Protesta de la Mujer».

—¡Dios mío! Por la «BBC» nos enteramos de los disturbios y las detenciones y que unos locos habían atacado a algunas de las mujeres. ¿Crees que está en la cárcel?

—Espero fervientemente que no sea así. ¿Te enteraste de lo de su padre? Pues claro, yo te lo dije la última vez que estuviste aquí, ¿verdad? —McIver limpio el parabrisas con ademán ausente—. ¿Qué prefieres hacer... esperar aquí hasta que llegue el pájaro?

—No, volvamos a Teherán. ¿Tenemos tiempo? —Gavallan consultó su reloj. Eran las doce y veinticinco.

—Sí, claro. Hemos de subir a bordo un cargamento de repuestos «superfluos». Tendremos tiempo si nos vamos ahora.

—Bien, me gustaría ver a Azadeh y a Nogger..., y a ese hombre, Ross. Y en especial a Talbot. Y podemos pasar por la casa Bakravan por si acaso. ¿Eh?

—Buena idea. Estoy contento de que te encuentres aquí, Andy, muy contento. —Soltó el embrague y las ruedas patinaron.

—Y yo también, Mac. En realidad, jamás me he sentido antes tan bajo de forma.

McIver tosió y se aclaró la garganta.

—¿Son tan malas noticias?

—Sí. —Con gesto ocioso Gavallan limpió el cristal empañado de su ventanilla con el dorso de la mano enguantada—. El lunes hay una reunión extraordinaria de la junta. Y he de tener las respuestas apropiadas sobre Irán. ¡Una maldita lata!

—¿Asistirá Linbar?

—Sí. Ese canalla va a arruinar la «Noble House» antes siquiera de que termine su mandato. Es de lo más estúpido introducirse en Sudamérica cuando China se encuentra en el umbral de la apertura.

Mclver se desconcertó ante el nuevo tono cortante de Gavallan, pero no dijo palabra. Desde hacía ya muchos años, conocía su rivalidad y aborrecimiento, las circunstancias de la muerte de David MacStruan y la sorpresa que produjo en Hong Kong el que Linbar ocupara el cargo supremo. Aún tenía muchos amigos en la Colonia que le enviaban recortes de los más recientes chismorreos o rumores, la razón de ser de Hong Kong, sobre la «Noble House» y sus rivales. Pero jamás hablaba de ellos con su viejo amigo.

—Lo siento, Mac —había dicho Gavallan con brusquedad—, no quiero hablar sobre ese tipo de cosas ni en lo referente a Ian, Quillan o Linbar o quienquiera que esté relacionado con «Struan's». Oficialmente, ya no pertenezco a la «Noble House». Dejémoslo estar.

«Bien pensado —se dijo Mclver por entonces, y había obrado en consecuencia. Miró a Gavallan—. El tiempo se ha mostrado benevolente con Andy —pensó—, sigue siendo el hombre atractivo de siempre, incluso con todas sus dificultades.»

—No te preocupes, Andy. No hay nada que puedas hacer. —Quisiera creerlo así en estos momentos, Mac. Siete días presentan un problema enorme, ¿no te parece?

—Creo que te quedas corto y... —McIver se dio cuenta de que su indicador de combustible estaba a cero y explotó—. Alguien me ha vaciado el tanque de la gasolina mientras el coche estaba aparcado. El condenado bastardo ha roto el maldito candado. Tendré que llenarlo. Afortunadamente, aún tenemos algunos barriles de veinte litros y el tanque de combustible de helicóptero que tenemos en el sótano para emergencia está por la mitad. —Quedó en silencio con la mente ocupada por Jordon, el Zagros, el «HBC» y los siete días. «¿Quién será el siguiente que perderemos?» Empezó a maldecir en su fuero interno y de pronto oyó de nuevo la voz de Genny que le decía: «Si queremos podemos hacerlo, sé que podemos, sé que podemos...»

Gavallan estaba pensando en su hijo. «No me quedaré tranquilo hasta que no lo vea con mis propios ojos. Con suerte, mañana. Si Scot no estuviera de regreso antes de la salida de mi avión para Londres cancelaré la reserva y me iré el domingo. Y como quiera que sea he de ver a Talbot, tal vez él pueda ayudarme. Dios mío, sólo siete días...»

McIver llenó el depósito rápidamente, luego salió del aeropuerto incorporándose a la circulación. Un enorme jet de transporte USAF se dirigió volando bajo sobre sus cabezas hacia la zona de aterrizaje.

—Tienen en servicio unos cinco jumbos diarios, todavía con controladores militares y la «supervisión» de Green Bands, todo el mundo dando órdenes, revocándolas y, de cualquier modo, nadie prestando atención —dijo McIver—. «BA» me prometió tres asientos en cada uno de sus vuelos para nuestros nacionales..., con equipaje. Esperan poder disponer de un jumbo en días alternos.

—¿Qué quieren a cambio?

—¡Las joyas de la corona! —dijo Mclver, tratando de animar su depresión, pero la broma cayó en saco roto—. No, nada, Andy. Bill Shoesmith, el gerente de «BA», es un gran tipo y está haciendo un trabajo formidable. —Dio un rodeo para evitar un autobús incendiado, tumbado sobre uno de sus costados, atravesado en la calle, como si estuviera bien aparcado—. Las mujeres vuelven hoy a manifestarse. Corre el rumor que van a seguir haciéndolo una y otra vez hasta que Jomeiny ceda.

—Si se mantienen unidas, habrá de hacerlo.

—Ahora ya no sé qué pensar. —Mclver condujo durante un rato en silencio, luego señaló con el pulgar, a través de la ventanilla, a los peatones que caminaban de un lado a otro—. Parecen convencidos de que todo anda bien en el mundo. Las mezquitas están atiborradas, participan multitudes en las manifestaciones en apoyo de Jomeiny, los Green Bands luchan intrépidos contra los izquierdistas, y éstos, a su vez, luchan contra ellos con la misma intrepidez —tosió silbante—. Nuestros empleados, bueno, me dedican el habitual halago y cortesía iraníes y jamás puedes saber lo que piensan. De lo que sí están seguros es de que nos quieren F-U-E-R-A. —Dio un volantazo, que le llevó a meterse en la acera, para evitar chocar de frente con un coche que circulaba por dirección contraria, tocando bocinazos y conduciendo con un exceso de velocidad dadas las condiciones de la nieve. Luego, volvió a la calzada—. ¡Maldito idiota! Si no fuera porque quiero demasiado al viejo Lulu, les hubiera dado un vapuleo y hubiera sabido lo que era bueno. —Miró a Gavallan y sonrió—. Estoy muy contento de que hayas venido, Andy, gracias. Ahora ya me siento mejor. Lo lamento.

—No tiene importancia —dijo con calma Gavallan aun cuando en su fuero interno se sintiera inquieto—. ¿Qué me dices de Torbellino? —preguntó, incapaz de contenerse por más tiempo.

—Bien, aunque sean siete días o setenta... —Mclver dio un giro para evitar otro accidente, devolvió el gesto obsceno y continuó su marcha—. Supongamos que todos estamos de acuerdo y que si queremos podemos apretar el botón el día D, en siete días. No, Armstrong dijo que sería mejor no contar con más de una semana, digamos seis, seis días a partir de hoy, el próximo viernes, de cualquier manera, un viernes sería el mejor, ¿no?

—Porque es su Día Santo, sí, yo también lo creo así.

—Adaptando entonces lo que hemos pensado... Charlie y yo. Fase Primera: A partir de hoy hacemos salir de Irán a cuantos expatriados y repuestos podamos, de todas las maneras que nos sea posible, en el «125», por camión a Iraq o Turquía o como equipaje y exceso de equipaje por «BA». Lograré de alguna forma que Bill Shoesmith aumente nuestras reservas de asientos y nos de prioridad en el espacio de carga. Ya hemos sacado dos de nuestros «212» «en reparación» y mañana tiene que salir uno del Zagros. Nos quedan cinco pájaros aquí en Teherán: un «212», dos «206» y dos «Alouettes». Enviamos el «212» y los «Alouttes» a Kowiss, de forma ostensible, para satisfacer la demanda de Hotshot de helicópteros, aunque sólo Dios sabe para qué puede quererlos... Duke dice que no todos sus pájaros se emplean como se debiera. De cualquier manera, dejamos aquí nuestros dos «206» como camuflaje.

—¿Que los dejamos?

—No hay forma de que saquemos todos nuestros helicópteros, Andy, dentro del tiempo permitido. Bien, y ahora ya, dos días antes del D, el miércoles próximo, el último personal de nuestro cuartel general, Charlie, Nogger, el resto de los pilotos y mecánicos y yo subimos a bordo del «125» y salimos de estampía hacia Al Shargaz a menos, naturalmente, que podamos embarcar antes a algunos de ellos por «BA». No olvides que se supone que hemos de volar al máximo, uno que entra y otro que sale. Luego, hemos de...

—¿Y qué hay de los documentos, de los permisos de salida?

—Intentaré que Alí Kia me los facilite sin poner nombres..., necesitaré algunos cheques suizos en blanco, está familiarizado con el pishkesh, pero también es miembro de la Junta. Muy listo, ambicioso y hambriento, aunque en modo alguno ansioso por arriesgar el pellejo. Si no lo logramos, entonces nos abriremos camino hasta el «125» a fuerza de pishkesh. Nuestra excusa a los socios, a Kia o quienquiera de ellos, cuando descubran que nos hemos ido será la de que tú has convocado una conferencia urgente en Al Shargaz. Es bastante estúpida, pero eso carece de importancia. Finalizada la Fase Primera. Si se nos impide salir, entonces habrá acabado toda la Operación Torbellino porque nos utilizarían como rehenes para la devolución de los pájaros y sé, positivamente, que tú no aceptarías sacrificarnos. Fase Segunda: Instalamos en...

—¿Y qué hay de todas vuestras cosas? ¿Y las de todos los muchachos que tienen apartamentos o casas en Teherán?

—La compañía habrá de pagar una compensación justa. Eso formaría parte de los beneficios y pérdidas de Torbellino. ¿De acuerdo?

—¿A cuánto ascenderá, Mac?

—No mucho. Pero no tenemos opción, hemos de pagar la compensación.

—Sí, sí, de acuerdo.

—Fase Segunda: Nos instalamos en Al Shargaz y para entonces habrán ocurrido varias cosas. Habrás tomado las medidas oportunas para que los jumbo cargueros «747» lleguen a Al Shargaz la tarde del día anterior al D. Para entonces, Starke habrá ocultado en secreto, en la playa, suficientes barriles de ciento cincuenta litros para transportarlos a través del Golfo. Algún otro habrá ocultado más combustible en alguna de esas islas perdidas de Arabia Saudita o de los Emiratos para Starke, por si los necesita, y para Rudi y sus muchachos de Bandar Delam que ni que decir tiene que sí los necesitarán. Scrag no tiene problemas de combustible. Entretanto, tú habrás preparado el registro británico para todos los pájaros que nos proponemos «exportar» y habrás obtenido autorización para que podamos atravesar el espacio aéreo de Kuwait, Arabia Saudita y los Emiratos. Yo me quedo a cargo de la operación activa de Torbellino. Al amanecer del día D has de decirme si sigo adelante o no, eso es definitivo. En caso de recibir la señal de seguir adelante, tendré la facultad de suspender la operación si lo creo prudente, y esto también es definitivo. ¿De acuerdo?

—Con dos condicionantes, Mac. Habrás de consultar conmigo antes de suspender la operación, como yo consultaré contigo antes de dar la orden de seguir adelante o no. Y segunda, si no podemos llevarla a cabo el Día D, lo intentaremos de nuevo al día siguiente al D y también a los dos días del D.

—Muy bien —Mclver respiró hondo—. Fase Tercera: En la madrugada del Día D, o bien el Día D más uno, o más dos, tres días creo que es el máximo en que podemos intentarlo, radiamos un mensaje cifrado diciendo «¡Adelante!». Las tres bases acusarán recibo y en ese mismo instante, todos los pájaros fugitivos se elevarán dirigiéndose a Al Shargaz. Quizás habrá una diferencia de cuatro horas entre la llegada de Scrag y la de los últimos que probablemente será Duke, naturalmente, si todo ha ido bien. En el preciso momento en que los pájaros tomen tierra en cualquier sitio fuera de Irán sustituimos los números de matrícula iraní por los de la matrícula británica, lo que nos coloca parcialmente en la legalidad. Tan pronto como tomen tierra en Al Shargaz, se procede a cargarlos en los «747» que ascenderán al Wild Blue con todo el mundo a bordo. —Mclver exhaló con fuerza—. Sencillo.

Gavallan no replicó de inmediato, sopesando el plan, analizando los posible fallos, el gran número de peligros.

—Es bueno, Mac.

—No lo es, Andy. No lo es en absoluto.

—Ayer vi a Scrag y tuvimos una larga charla. Dice que, para él, Torbellino es factible y que está dispuesto a llevarlo a cabo si se da luz verde. Dijo que sondearía a los demás durante el fin de semana y me informaría, pero estaba seguro de que, llegado el día, podría sacar a sus pájaros y a sus muchachos.

Mclver asintió aunque no dijo nada más, se limitó a circular por las calles con hielo y peligrosas, metiéndose por angostas callejuelas pues sabía que las carreteras principales se hallarían congestionadas.

—Ya estamos cerca del bazar.

—Scrag ha dicho que en los próximos días es posible que pueda entrar en Bandar Delam para ver a Rudi y sondearle... Las cartas son demasiado peligrosas. Y, a propósito, me dio una nota para ti.

—¿Qué dice, Andy?

Gavallan rebuscó en el fondo de su cartera. Finalmente, encontró el sobre y se puso las gafas de leer.

—Va dirigida a D. D. capitán McIver, Esq.

—A ése le voy a dar algún motivo para su condenado Dirty Duncan —dijo McIver—. Léela.

Gavallan abrió el sobre, sacó el papel con otro adjunto a él y gruñó:

—La carta no dice más que: Jódete. Lleva adjunto un informe médico... —Lo recorrió con la vista—..., firmado por el doctor G. Gernin Consulado Australiano, Al Shargaz. El viejo bastardo da colesterol normal, presión sanguínea 130/85, azúcar normal, todo está condenadamente normal y hay una postdata de puño y letra de Scrag: Voy a atormentarte en mi jodido setenta y tres aniversario, viejo gallo.

—Espero que lo haga, el muy bibrón, pero no será así, el tiempo no está de su parte. Seguramente...

McIver frenó el auto. La calle desembocaba en la plaza, frente a la Mezquita del bazar, pero la salida estaba bloqueada por hombres vociferantes, muchos de ellos enarbolando armas. No.. había otra salida ni desvío, así que McIver disminuyó la marcha y, finalmente, se detuvo.

—Son las mujeres de nuevo —dijo, avistando más allá la manifestación que avanzaba, los gritos a favor y en contra creciendo en violencia.

La circulación se detuvo de repente, a ambos lados de la calle, mientras las bocinas sonaban sin tregua. No había aceras, sólo los habituales joubs rebosantes de porquería y la nieve acumulada en las orillas, algunos puestos callejeros y peatones.

Estaban cercados por ambos lados. Los transeúntes empezaron a incorporarse a los que iban delante, invadiendo la calle alrededor de coches y camiones... Entre ellos habían golfillos y jovenzuelos y uno de ellos hizo un gesto obsceno a Gavallan a través de la ventanilla, otro dio puntapiés al parachoques y luego todos echaron a correr riendo.

—¡Asquerosos bastardos!

Mclver podía verlos por el retrovisor mientras otros jóvenes se agolpaban detrás de ellos. Otros hombres se abrieron paso, nuevas miradas hostiles mientras un par de ellos golpearon indiferente contra el coche con sus armas. Delante, el cuerpo principal de la manifestación de mujeres dominando el grito de Allah-u Akbar..., atravesaba el cruce.

Les sobresaltó un repentino golpe al ser arrojada una piedra al coche que por milímetros no se estrelló contra el cristal de la ventanilla; luego, todo el coche empezó a balancearse al ser zarandeado por los golfillos y jovenzuelos que se habían agolpado en derredor, saltando arriba y abajo de las aletas y haciendo nuevos gestos obscenos. La furia de Mclver explotó y abrió la portezuela de golpe, lanzando al suelo a dos de los jovenzuelos, después se apeó y se lanzó contra el grupo que al momento se dispersó. Gavallan salió igualmente rápido para lanzarse contra los que trataban de volcar el coche por la parte trasera. Cogió uno y lo tiró al suelo. La mayoría de los otros retrocedieron, resbalando y gritando, entre las maldiciones de los transeúntes, pero dos de los chicos más fuertes atacaron a Gavallan por detrás. Él les vio llegar y empujó de un puñetazo en el pecho a uno, lanzando al otro contra el costado de un camión, dejándole medio atontado. El conductor del camión rió al tiempo que abría la portezuela de la cabina. McIver jadeaba. Por su lado no podía ver a los jóvenes que gritaban obscenidades.

—¡Cuidado, Mac!

McIver amagó. La piedra pasó casi rozándole la cabeza y fue a estrellarse contra el costado de un camión mientras diez o doce de los jóvenes avanzaban en grupo. No había lugar alguno adonde Mclver pudiera ir, de manera que se mantuvo en pie, firme, junto al capó mientras que Gavallan apuntalaba la espalda contra el coche, también acorralado. Uno de ellos se lanzó contra él enarbolando un trozo de madera, mientras que tres más se le acercaban por un lado. Intentó esquivarlo pero el palo le alcanzó el hombro. Dio un grito y se lanzó contra el jovenzuelo golpeándole en la cara y eso le hizo perder el equilibrio. Él mismo resbaló y cayó sobre la nieve. El resto de los golfos se lanzaron para rematarle. De repente, ya no se hallaba caído en el suelo rodeado de pies amenazadores, sino que le ayudaban a levantarse. Un Green Band le ayudó mientras que los jovenzuelos se arracimaban, temerosos, contra el muro ante otro Green Band que les apuntaba con un arma. Cerca se encontraba un mollah entrado en años que gritaba furioso a los jovenzuelos mientras los transeúntes les rodeaban a todos.

Desconcertado, miró a McIver que también se encontraba más o menos ileso junto a la delantera del coche. Luego, el mollah se acercó a él y le habló en farsi.

—Man zaban-e shoma ra khoob nami danam, Agha.

—Lo siento, pero no hablo su lengua, Excelencia —graznó prácticamente Gavallan con el pecho dolorido.

El mollah, un anciano de barba blanca, turbante blanco y túnica negra, gritó para hacerse oír por encima de la algarabía de mirones y de la gente de los otros coches.

El conductor de un automóvil cercano se apeó, reacio, se acercó y saludó al mollah con deferencia, escuchándole atentamente. Luego, habló a Gavallan en excelente inglés aunque con cierta premiosidad.

—El mollah les informa que los jóvenes han obrado mal al atacarles, Agha, y han infringido la ley, y que es evidente que ustedes no han infringido ley alguna ni los han provocado.

De nuevo volvió a escuchar un momento al mollah y una vez más se volvió hacia Gavallan y McIver.

—Desea que sepan que la República Islámica es obediente a las leyes inmutables de Dios. Los jóvenes infringieron la ley que prohibe atacar a extranjeros desarmados que van a sus asuntos sin meterse con nadie.

El hombre, barbudo, de mediana edad e indumentaria raída se volvió de nuevo hacia el mollah que en ese momento se dirigía con voz fuerte a la multitud y a los jóvenes y luego se escuchó un murmullo de aprobación y conformidad.

—Van a ser testigos de cómo ha de hacerse respetar la ley: se castiga a los culpables y se hace justicia de inmediato. El castigo es de cincuenta latigazos. Pero, primero, los jóvenes tienen que pedirles perdón a ustedes y también solicitar el de todos los que están aquí.

En medio del estruendo de la manifestación cercana, empujaron y dieron puntapiés a los jóvenes hasta que estuvieron delante de McIver y Gavallan, obligándoles a postrarse de rodillas y a suplicar abyectamente perdón. Luego, los condujeron de nuevo contra el muro y les azotaron con un látigo de caballerías que la muchedumbre interesada y divertida se apresuró a ofrecer. El mollah, los dos Green Bands y otros seleccionados por el mollah de entre el gentío aplicaron el castigo. Sin piedad.

—¡Dios mío! —musitó Gavallan asqueado.

El conductor-traductor dijo al punto con tono cortante:

—Esto es el Islam. Islam tiene una ley para todo el mundo, un castigo para cada crimen y justicia inmediata. La ley es le Ley de Dios, intocable, eterna, no como en su corrupto Occidente donde las leyes pueden ser manipuladas y la justicia manipulada y aplazada en beneficio de abogados que engordan con las manipulaciones, las corrupciones, las infamias y las desgracias de otros... —le interrumpieron los alaridos de algunos de los jóvenes—. Esos hijos de perro no tienen orgullo —dijo despreciativo el hombre volviendo a su coche.

Una vez que el castigo hubo acabado, el mollah amonestó amablemente a aquéllos de los jóvenes que aún estaban conscientes y luego, dando por terminado el asunto, siguió adelante con sus Green Bands. El gentío se disolvió dejando a McIver y Gavallan junto al coche. Sus atacantes eran ya tan sólo unos montones patéticos de harapos inertes y ensangrentados o unos jóvenes que gemían intentando ponerse en pie. Gavallan dio unos pasos para ayudar a uno de ellos pero el chico retrocedió aterrado por lo que se detuvo y volvió junto al coche. Los guardabarros del coche estaban abollados y la pintura llena de rasguños de las piedras que los jovenzuelos arrojaron a mala idea. McIver parecía haber envejecido.

—Supongo que no puedo decir que no se lo han merecido —murmuró Gavallan.

—Nos hubieran pisoteado y, posiblemente, herido de gravedad si no llega a intervenir el mollah —dijo McIver con voz ronca, muy satisfecho de que Genny no hubiera estado allí. «Cada latigazo que habían recibido hubiera sido un castigo para ella», se dijo, con el pecho y la espalda doloridos por los golpes. Apartó la vista de su coche y flexionó los hombros con dificultad. En ese momento, vio al hombre que les había servido de intérprete; se encontraba en un coche cercano, todavía prácticamente inmovilizado por la circulación, y anduvo penosamente por la nieve hacia él.

—Gracias, gracias por ayudarnos, Agha —le dijo, gritando a través de la ventanilla e intentando hacerse oír por encima del ruido.

El coche era viejo y baqueteado y en los otros asientos se hacinaban otros cuatro hombres.

El iraní bajó el cristal de la ventanilla.

—El mollah me pidió que hiciera de intérprete. Le estaba ayudando a él, no a ustedes —dijo con un gesto cruel de boca—. Si ustedes no hubieran venido a Irán, esos jóvenes locos no se hubiesen visto tentados por su repugnante exhibición de riquezas materiales.

—Lo siento, sólo quería agr...

—Y si no fuera por sus igualmente repugnantes películas y televisión que glorifican a las pandillas callejeras sin Dios o las rebeldes clases que el Sha importara por orden de sus amos para corromper a nuestra juventud, incluidos mi propio hijo y mis propios alumnos, esos pobres locos serían unos correctos cumplidores de la ley. Más vale que se vayan de aquí antes de que también les cojan a ustedes infringiendo la ley.

Subió el cristal de la ventanilla y empezó a hacer sonar furiosamente la bocina.

En el apartamento de Lochart: 2.37 de la tarde.

Llamó con los nudillos en la puerta del ático de la forma convenida de antemano. Llevaba un velo y un chador sucio de tierra.

Una serie de golpecitos respondieron a su llamada. Y de nuevo ella dio cuatro rápidos y uno lento. La puerta se abrió al instante, aunque sólo una rendija, y allí estaba Teymour con un revólver en la mano, frente a su misma cara. Sayada rió.

—¿No confías en nadie, cariño? —le preguntó en lengua arábiga, un dialecto palestino.

—No, Sayada, ni siquiera en ti —contestó él cuando estuvo realmente seguro de que era Sayada Bertolin y de que se encontraba sola, abrió más la puerta y ella se quitó el velo y el chal y se precipitó a sus brazos. Teymour cerró la puerta de un puntapié y echó los cerrojos.

—Ni siquiera en ti. —Luego se besaron ávidamente—. Llegas tarde.

—En punto. Tú te has anticipado —dijo ella y volvió a reír, después, se apartó y le alargó la bolsa—. Ahí está alrededor de la mitad. El resto te lo traeré mañana.

—¿Dónde lo dejaste?

—En una taquilla del «French Club» —Sayada Bertolin se quitó el chador y quedó transformada. Llevaba una chaqueta de esquí acolchada, un cálido suéter de cachemira con cuello de cisne, una falda escocesa, unos gruesos calcetines y botas altas de piel. Todo ello de alta costura—. ¿Dónde están los demás? —preguntó.

Los ojos de él sonrieron.

—Los envié afuera.

—Ya, amor al atardecer. ¿Cuándo volverán?

—Con la puesta de sol.

—Perfecto. Antes de nada, una ducha... ¿Está el agua caliente aún?

—Sí claro, y la calefacción central en marcha. Y la manta eléctrica. ¡Esto sí que es lujo! Ese Lochart y su mujer saben vivir. Esto es una auténtica..., ¿cómo es esa palabra francesa...? Ah, sí garconiere de pachá.

La risa de ella lo reconfortó.

—No tienes idea del pishkesh tan formidable que es una ducha caliente, querido, mucho más agradable que un baño..., y no hablemos del resto —comentó mientras se sentaba en una silla para quitarse las botas—. Pero era el viejo libertino Jared Bakravan, no Lochart, quien sabía cómo vivir... Este apartamento era suyo, fue para una amante.

—¿Tú? —preguntó él sin malicia.

—No, cariño, las querías jóvenes, muy jóvenes. Yo no soy amante de nadie, ni siquiera de mi marido. Me lo dijo Sharazad. El viejo Jared sabía cómo vivir, es una lástima que no tuviera más suerte en su muerte.

—Sirvió el fin a que estaba destinado.

—Esa no era forma para un hombre semejante. ¡Estúpido!

—Era un conocido usurero y apoyaba al Sha, aunque fuese pródigo con Jomeiny. Había quebrantado las leyes de Dios, y...

—Las leyes de los fanáticos, querido, de los fanáticos..., al igual que tú y yo quebrantamos toda clase de leyes, ¿eh? —Se levantó y le dio un beso leve, luego recorrió el pasillo sobre preciosas alfombras y entró en el dormitorio de Sharazad y Lochart, lo cruzó y pasó a un lujoso cuarto de baño lleno de espejos. Abrió el agua de la ducha y permaneció allí, en pie, esperando a que se calentara—. Siempre me ha encantado este apartamento.

Él se recostó en el quicio de la puerta.

—Mis superiores te agradecen que nos lo sugirieras. ¿Qué tal la «Marcha»?

—Horrible. Los iraníes son tan bestias, nos arrojaron basuras y tierra, agitando ante nosotros sus penes, todo porque queremos ser algo iguales, vestirnos como nos parezca, intentar ser hermosas durante tan poco tiempo, somos jóvenes tan poco tiempo —dijo, poniendo otra vez la mano debajo del agua para probarla—. Vuestro Jomeiny va a tener que ceder.

El se echó a reír.

—Jamás. En ello reside su fuerza. Y sólo algunos son bestias, Sayada, el resto no saben otra cosa. ¿Dónde está tu tolerancia palestina?

—Aquí tus hombres lo han puesto todo en un agujero sobre el que ponerse en cuclillas, Teymour. Si fueras mujer, lo comprenderías —probó de nuevo el agua y sintió que empezaba a calentarse—. Ya es hora de que regrese a Beirut, aquí jamás me siento limpia. Hace meses que no me he sentido limpia.

—Yo también me alegraré de volver. En Irán la guerra ha terminado, pero no en Palestina, Líbano o Jordania. Allí necesitan luchadores experimentados. Hay tantos judíos que matar, acabar con la maldición de Sión y poseer de nuevo los Lugares Santos.

—Me alegro de que regreses a Beirut —dijo ella con mirada invitadora—. También a mí me han dicho que vuelva a casa dentro de un par de semanas, lo que me viene de perlas... Así, todavía puedo seguir participando en la marcha. La protesta planeada para el jueves será la más grande nunca vista.

—No sé por qué te molestas. Irán no es problema tuyo y todas vuestras marchas y concentraciones de protesta no servirán para nada.

—Te equivocas, Jomeiny no es tonto. Y tomo parte en la «Marcha» por la misma razón que trabajo para la OLP..., por nuestra patria, por la igualdad, igualdad para las mujeres de Palestina y..., sí, para las mujeres de todo el mundo afirmó. —La mirada de sus ojos castaños se hizo ardiente de súbito y Teymour jamás la había visto tan hermosa—. Las mujeres se han puesto en marcha, querido, y por el Dios de los Coptas, el único Dios, y por el marxismo-leninismo que en secreto admiras, los días del dominio del hombre han llegado a su fin.

—Estoy de acuerdo —dijo él de inmediato y se echó a reír. Bruscamente, Sayada coreó sus risas.

—Eres un chovinista..., tú, que opinas diferente. Duchémonos juntos, la temperatura del agua es perfecta.

—Bueno, háblame de los documentos.

—Luego.

Se desnudó sin recato alguno y lo mismo hizo él, ambos excitados aunque pacientes, eran amantes ya habituados, desde tres años antes, en el Líbano, en Palestina y ahora en Teherán. Se enjabonaron mutuamente y juguetearon el uno con el otro. Su juego se fue haciendo más íntimo, sensual y erótico, hasta que ella gritó, y volvió a gritar, y luego, en el instante en que él la penetraba se fundieron perfectamente, incluso ahora ya con mayor apremio, el uno con el otro, estallando juntos..., y más tarde, yaciendo juntos en la cama, en paz, calientes y a gusto con la manta eléctrica.

—¿Qué hora es? —preguntó ella somnolienta con un gran suspiro.

—La hora del amor.

En silencio, ella le buscó y él se sobresaltó, sorprendido, y se apartó protestando. Entonces, la cogió de la mano y la abrazó con fuerza.

—¡Todavía no, ni siquiera tú, amor mío! —dijo ella, contenta de estar en sus brazos.

—Cinco minutos.

—Ni siquiera cinco horas, Teymour.

—Una hora...

—Dos horas —repuso ella sonriendo—. En dos horas tú volverás a estar dispuesto de nuevo, pero, para entonces, yo ya me habré marchado. Tendrás que acostarte con una de vuestras prostitutas de la soldadesca. —Ahogó un bostezo y se desperezó como lo haría un gato—. Eres un amante maravilloso, Teymour, realmente maravilloso. —En ese momento, sus oídos captaron un sonido—. ¿Es la ducha?

—Sí, la dejé corriendo. Qué lujo, ¿verdad?

—Sí, sí, lo es. Pero también un despilfarro.

Salió de la cama, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Utilizó el bidé y luego volvió a meterse bajo la ducha y empezó a cantar para sí mientras se lavaba el cabello. Cuando terminó, se envolvió en una esponjosa toalla y se secó el pelo con un secador eléctrico. Al volver al dormitorio esperaba encontrarle plácidamente dormido. Pero no lo estaba. Yacía en la cama, degollado. La manta eléctrica que le cubría en parte estaba empañada en sangre. Le habían cortado los genitales, que aparecían colocados cuidadosamente sobre la almohada junto a su cabeza. Había dos hombres en el dormitorio que permanecían en pie, mirándola. Ambos iban armados y sus revólveres llevaban silenciador. A través de la puerta abierta del dormitorio pudo ver a otro hombre junto a la entrada, montando guardia.

—¿Dónde está el resto de los documentos? —preguntó uno de los hombres en un inglés con un curioso acento, apuntándola con su arma. —En..., en el «French Club».

—¿En qué parte del «French Club»?

—En una taquilla. —Había pertenecido demasiados años a la clandestinidad de la OLP y tenía demasiada experiencia en la vida para que se dejase dominar por el pánico. Su corazón latía con normalidad e intentaba decidir lo que haría antes de morir. Llevaba un cuchillo en su bolso, pero había dejado éste sobre la mesilla de noche y en aquellos momentos estaba sobre la cama, desperdigado todo su contenido, y el cuchillo no se veía por parte alguna. No tenía a mano ningún arma que pudiera ayudarla. No tenía nada salvo tiempo..., con la puesta de sol los demás volverían. Y faltaba mucho para eso—. En la sección de damas —añadió.

—¿En qué taquilla?

—No lo sé. No tienen número y es la costumbre entregar a la encargada lo que quieras guardar seguro, firmas con tu nombre en el libro que ella marca con sus iniciales y te devuelve lo que sea cuando se lo pidas..., pero sólo a la interesada.

El hombre miró al otro que hizo un breve gesto de asentimiento. Ambos hombres tenían el cabello y los ojos oscuros, llevaban bigote y hablaban con un acento que era incapaz de localizar. Podían ser iraníes, árabes o judíos. 0 de cualquiera otra parte, desde Egipto a Siria.

—Vístete. Si intentas algo, no te irás al infierno tan tranquilamente como ese hombre..., a él no le despertamos. ¿Está claro?

—Sí.

Sayada entró de nuevo en el cuarto de baño y empezó a vestirse. No intentó esconderse. El hombre permanecía de pie en el umbral de la puerta, vigilándola con gran atención y mirándola, no su cuerpo, sino sus manos. «Son profesionales», se dijo malhumorada.

—¿Cómo obtuviste los documentos?

—De alguien llamado Alí. No le había visto nunca ant...

—¡Basta! —ordenó y esa sola palabra cortaba como una navaja aunque la hubiera emitido con voz queda—. La próxima vez que nos mientas, te cortaré ese hermoso pezón y te lo haré comer, Sayada Bertolin.

Una mentira, como experimento, es perdonada. Ninguna más. Continúa. El miedo empezó a embargarle.

—El hombre se llama Abdollah bin Alí Saba. Esta mañana fue conmigo al viejo edificio cerca de la Universidad. Me llevó hasta el apartamento y registramos dónde nos habían dicho.

—¿Quién os lo dijo?

—La «Voz». Una voz por teléfono... Sólo le conozco como una voz. De... vez en cuando me llama para darme instrucciones especiales.

—¿Cómo lo reconoces?

—Por la voz y porque siempre hay una clave. —Respondió se metió el suéter por la cabeza y ya estaba completamente vestida salvo por las botas. El arma con el silenciador permaneció firme en todo momento—. La clave consiste en que siempre menciona, de una u otra manera, el día anterior durante los primeros minutos, cualquiera que sea el día.

—Continúa.

—Registramos debajo del entarimado y encontramos el material: cartas, expedientes y algunos libros. Me los guardé en el bolso y me dirigí al «French Club» y entonces..., entonces como se rompió la correa de la bandolera, dejé allí la mitad y me vine aquí.

—¿Cuándo te reuniste con el hombre, con Dimitri Yazernov?

—Nunca lo vi, se me dijo que fuera con Abdollah, asegurándome que nadie nos seguía, para recoger los documentos y dárselos a Teymour.

—¿Por qué a Teymour?

—No lo pregunté. Yo jamás pregunto.

—Prudente. ¿Qué hace..., qué hacía Teymour?

—No lo sé con exactitud, sólo que es... que era iraní y estaba entrenado por la OLP como Luchador por la Libertad.

—¿Qué sección?

—No lo sé.

Detrás de aquel hombre podía ver el interior del dormitorio, pero mantuvo la vista apartada de la cama y clavada en aquel hombre que sabía demasiado. A juzgar por su interrogatorio podía ser agente de SAVAMA, KGB, CIA, MI6, Israel, Jordania, Siria, Iraq, incluso pertenecer a uno de los grupos extremistas de la OLP que no reconocían a Arafat como líder... Todos ellos querrían entrar en posesión del contenido de la caja fuerte de la Embajada de los Estados Unidos.

—¿Cuándo regresa tu amante, el francés?

—No lo sé —dijo al punto, dejando ver su sorpresa.

—¿Dónde está ahora?

—En su base, en el Zagros. Lo llaman Zagros Tres.

—¿Dónde está el piloto Lochart?

—Creo que también en Zagros.

—¿Cuándo regresa aquí? ¿A este apartamento?

—Creo que nunca volverá aquí.

—¿Y a Teherán?

Pese a todo sus esfuerzos, sus ojos volvieron al dormitorio y vio a Teymour. Sintió que se le revolvía el estómago y, precipitándose al inodoro, vomitó violentamente. El hombre la observaba impasible, satisfecho de que una de las barreras de Sayada hubiera caído. Estaba acostumbrado a que los cuerpos reaccionaran por sí mismos ante el terror. Aun así, seguía teniéndola cubierta con su arma y vigilada estrechamente para no correr riesgo alguno.

Una vez calmado el espasmo, Sayada se limpió la boca con un poco de agua, tratando de dominar sus náuseas, maldiciendo a Teymour por haber sido tan estúpido alejando a los otros. «¡Estúpido! —hubiera querido decir a voces—, cuando uno está rodeado de enemigos por la Derecha, la Izquierda o el Centro... ¿Acaso me molestó nunca antes hacer el amor con gente cerca, siempre que la puerta estuviera cerrada?»

Se apoyó de nuevo contra el lavabo enfrentándose a su némesis.

—Primero iremos al «French Club» —dijo el hombre—. Cogerás el resto del material y me lo entregarás. ¿Está claro?

—Sí.

—A partir de ahora trabajarás para nosotros. En secreto. Trabajarás para nosotros. ¿De acuerdo?

—¿Acaso tengo elección?

—Sí. Puedes morir. ¡De una forma horrible! —Los labios de aquel hombre eran una línea recta y su mirada viperina—. Y después que hayas muerto, recibirá nuestra atención un niño llamado Yassar Bialik.

Sayada se puso pálida.

—¡Ah, formidable! Entonces, recuerdas a tu hijito, que vive con la familia de tu tío, en la calle de los Flower Merchants, en Beirut —dijo el hombre, y se la quedó mirando—. Bien, ¿lo harás? —preguntó luego.

—Sí, sí, por supuesto —respondió Sayada sin apenas fuerzas para hablar—. «Es imposible que estén enterados de la existencia de mi precioso Yassar, ni siquiera mi marido sabe que..»

—¿Qué pasó con el padre del niño?

—Lo..., lo mataron..., lo..., mataron.

—¿Dónde?

—En los..., en los Altos del Golán.

—Es triste perder a un marido joven cuando sólo hace unos meses que te has casado —afirmó el hombre—. ¿Qué edad tenías entonces? —Diec..., diecisiete años.

—La memoria no te falla. Bien. Ahora si te decides a trabajar para nosotros tanto tú como tu hijo, tu tío y su familia estáis seguros. Si no nos obedeces perfectamente o tratas de traicionarnos o te suicidas, el muchacho Yassar dejará de ser un hombre y dejará de ver. ¿Está claro?

Sayada asintió, impotente, con el rostro ceniciento.

—Si nosotros morimos, otros se asegurarán de que seamos vengados. No lo dudes por un instante.

—Trabajaré para vosotros, «y así lograré que mi hijo esté seguro y me vengaré. Pero..., ¿cómo, cómo?»

—Bien, ¿juras por los ojos, las pelotas y la poya de tu hijo que trabajarás para nosotros?

—Sí. Por... por favor, ¿para quién trabajo?

Los dos hombres sonrieron. Sin humor.

—Jamás vuelvas a preguntarlo ni intentes averiguarlo. Te lo diremos cuando sea necesario, si es que llega a serlo. ¿Entendido?

—Sí.

El hombre del revólver desenroscó el silenciador y se lo metió en el bolsillo junto con el arma.

—Queremos saber de inmediato cuándo regresa el francés o Lochart. Tu deber será averiguarlo. Y también cuántos helicópteros tienen aquí, en Teherán, y dónde. ¿Está claro?

—Sí. Y, por favor, ¿cómo me pondré en contacto con vosotros? —Se te dará un número de teléfono —respondió y la mirada se hizo todavía más glacial—. Para ti sola. ¿Está claro?

—Sí.

—¿Dónde vive Armstrong? ¿Robert Armstrong?

—No lo sé.

Empezó a sentir señales de alerta. Corría el rumor de que Armstrong era un asesino entrenado al servicio de MI6.

—¿Quién es George Talbot?

—¿Talbot? Un funcionario de la Embajada británica.

—¿Qué clase de funcionario? ¿En qué trabaja?

—No lo sé. Sólo que es funcionario.

—¿Alguno de ellos es amante tuyo?

—No. A veces..., a veces van al «French Club». Sólo conocidos. —Serás la amante de Armstrong. ¿Entendido?

—Lo... lo intentaré.

—Dispones de dos semanas, ¿Dónde está la mujer de Lochart?

—Creo..., creo que en la casa familiar Bakravan, cerca del bazar. —Te asegurarás de ello. Y obtendrás una llave de la puerta principal. El hombre la vio parpadear y disimuló su regocijo. «Poco importa si esto va en contra de tus escrúpulos —se dijo—. Si nosotros lo queremos, pronto estarás comiendo mierda encantada.»

—Coge tu abrigo. Nos vamos.

A Sayada le temblaban las piernas mientras atravesaban el dormitorio de camino hacia la puerta de entrada.

—¡Espera! —El hombre volvió a meter todas sus cosas en el bolso y luego, como si se le acabara de ocurrir, envolvió cuidadosamente lo que había sobre la almohada en una de las servilletas de maquillaje y se lo metió también en el bolso—. Para recordarte que has de obedecer.

—No, por favor. —Le cayeron las lágrimas por las mejillas—. No puedo..., eso no.

El hombre le puso violentamente el bolso en las manos.

—¡Entonces, despréndete de ello!

Desesperada, volvió al cuarto de baño y lo arrojó al inodoro, vomitando de nuevo con más fuerza que antes.

—Date prisa.

Cuando finalmente logró mover las piernas se enfrentó a él. —Cuando los otros..., cuando vuelvan y encuentren..., si no estoyaquí sabrán... sabrán que... que estoy con los que han hecho esto y...

—¡Naturalmente! ¿Crees que somos tontos? ¿Piensas que estamos solos? Tan pronto como los otros cuatro regresen, estarán muertos y este lugar en llamas.

En el apartamento de Mclver: 4.20 de la tarde.

—No lo sé, Mr. Gavallan —dijo Ross—. Después de que dejé a Azadeh en la colina y fue a la base, hasta el momento en que llegamos aquí, más o menos, no recuerdo gran cosa. —Llevaba una de las camisas blancas del uniforme de Petikkin, así como suéter, pantalones y zapatos negros y estaba perfectamente afeitado y limpio, pero su rostro reflejaba las huellas de un profundo agotamiento—. Pero antes de eso, todo ocurrió como... como le he dicho.

—Terrible —murmuró Gavallan—. Pero gracias a Dios que usted estaba allí, capitán. A no ser por usted, los demás estarían muertos. Sin usted todos estarían perdidos. Tomemos una copa. Hace un frío terrible. Tenemos algo de whisky. —Hizo una seña a Pettikin—. ¿Charlie?

—Claro, Andy —dijo Pettikin acercándose a la alacena.

—No, gracias, Mr. McIver —rehusó Ross.

—Mucho me temo que yo sí lo tomaré y el sol aún no se ha puesto sobre la verga —exclamó Mclver.

—Y yo también —dijo a su vez Gavallan.

No hacía mucho que habían llegado, todavía sobresaltados por los acontecimientos que pudieron acabar en desastre y preocupados porque en la casa Bakravan habían golpeado en la puerta con la aldaba de bronce una y otra vez sin obtener respuesta. Finalmente, habían acudido al apartamento. Ross, que dormitaba en el sofá, se puso en pie de un salto al abrirse la puerta de la calle, enarbolando, amenazador, el kookri.

—Lo siento —se excusó con voz entrecortada, enfundando de nuevo el arma.

—Está bien —dijo Gavallan disimulando, sin haberse recuperado del todo del susto—. Soy Andrew Gavallan. Hola, Charlie. ¿Dónde está Azadeh?

—Todavía duerme en el cuarto de invitados.

—Siento haberle sobresaltado. ¿Qué ocurrió en Tabriz, capitán?

De manera que Ross les relató todo lo ocurrido, de manera inconexa, saltando de una cosa a otra hasta que hubo terminado. El salir violentamente de un pesado sueño lo había desorientado. Le dolía la cabeza, todo el cuerpo, pero estaba contento de contar lo ocurrido, reconstruyéndolo todo, llenando, poco a poco, los huecos en blanco, colocando las piezas en su sitio. Excepto a Azadeh. No, todavía no puedo saber cuál es su lugar.

Aquella mañana, cuando de manera violenta saliera de aquella maligna ensoñación, todo se le aparecía embrollado, motores, jets, armas, piedras y explosiones. Y frío. Se miró las manos para asegurarse de lo que era pesadilla y lo que era real. Luego había visto a un hombre mirarle fijamente y había gritado al punto:

—¿Dónde está Azadeh?

—Aún está durmiendo, capitán Ross. En el cuarto de invitados, al otro lado del vestíbulo —le había dicho Pettikin, intentando calmarle—. ¿Me recuerda? Charlie Pettikin, Doshan Tappeh.

Rebuscó en su memoria. Los recuerdos volvían lentamente, recuerdos horribles. Grandes vacíos, muy grandes. ¿Doshan Tappeh? ¿Qué pasaba con Doshan Tappeh? Fue allí en busca de un vuelo en helicóptero y...

—Ah, sí, capitán, ¿cómo está usted? Encantado de... verle. ¿Está durmiendo?

—Sí, como una niña.

—Es lo mejor..., lo mejor es que duerma —dijo. El cerebro todavía no le funcionaba con normalidad.

—Primero una copa. Después un baño y un buen afeitado... Le buscaré algo de ropa y lo necesario para que se afeite. ¿Tiene hambre? Hay huevos y algo de pan, aunque está algo duro.

—No, gracias. No, no, no tengo hambre. Es usted muy amable.

—Le debo una... no, al menos diez. Maldito si no estoy encantado de verle. Escuche, por mucho que me gustaría saber lo ocurrido... Bien, McIver ha ido al aeropuerto a recoger a nuestro jefe, Andy Gavallan. Estarán de vuelta pronto y tendrá que contárselo a ellos, así que yo me enteraré entonces. De manera que nada de preguntas hasta ese momento. Debe de estar exhausto.

—Gracias, sí, está todo..., está todo algo con... Recuerdo haber dejado a Azadeh en la colina, luego ya casi nada, sólo fogonazos como entre brumas, hasta que me desperté hace un momento. ¿Cuánto tiempo he dormido?

—Ha estado fuera de combate casi dieciséis horas. Nosotros, bueno, Nogger y nuestros dos mecánicos, prácticamente los trajeron hasta aquí y luego los dos se quedaron inconscientes. Mac y yo les acostamos a Azadeh y a usted como a bebés. Los desvestimos, les quitamos parte de la porquería que llevaban y los acostamos, debo confesar que no con demasiados miramientos, pero no se despertaron ni un solo instante. Ninguno de los dos.

—¿Está bien? Azadeh quiero decir.

—Desde luego. Pasé a verla un par de veces pero sigue profundamente dormida. ¿Qué hic...? Lo siento, nada de preguntas. Primero un afeitado y un baño. Me temo que el agua apenas está caliente, pero he puesto la estufa eléctrica en el cuarto de baño y puede pasar...

Ross observó a Pettikin que alargaba sus whiskies a McIver y Gavallan.

—¿Está seguro de que no quiere, capitán?

—No, no. Gracias. —Sin darse cuenta, se cogió la muñeca derecha y se la frotó. Su nivel de energía estaba bajando rápidamente.

Gavallan observó el grado de agotamiento de aquel hombre y supo que no tenía mucho tiempo.

—Y respecto a Erikki, ¿no puede recordar nada que nos dé una idea de dónde puede estar?

—Sólo lo que ya les he dicho. Acaso Azadeh pueda ayudarles. El nombre del soviético es algo así como Certaga, el hombre con quien obligaron a Erikki a trabajar arriba, en la frontera... Como ya les he dicho, la estaban utilizando a ella a modo de amenaza y había alguna complicación con su padre y un viaje que iban a hacer juntos... Lo siento, no puedo recordarlo con exactitud. El otro hombre, el que era amigo del Khan Abdollah se llamaba Mzytryk, Petr Oleg.

Aquello le recordó a Ross el mensaje en clave de Vien Rosemont para el Khan, pero decidió que aquello no era asunto de Gavallan, ni lo de la matanza, ni el empujón que dio al viejo en la colina haciéndole caer delante del camión, como tampoco que un día volvería a la aldea y cortaría la cabeza al carnicero y al kalandar quienes, a no ser por la gracia de Dios o de los espíritus de la Tierra Alta, hubieran lapidado a Azadeh y mutilado a él. Lo haría después del descifrado, una vez hubiera visto a Armstrong o a Talbot o al coronel americano, pero antes de ello les preguntaría quién había sido el traidor que reveló la operación en La Meca. Alguien lo había hecho. Por un momento, el recuerdo de Rosemont, Tenzing y Gueng lo cegó. Cuando las brumas se despejaron, vio el reloj sobre la repisa de la chimenea.

—He de ir a un edificio cerca de la Embajada británica. ¿Está lejos de aquí?

—No, podemos llevarle si quiere.

—¿Podría ser ahora mismo? Lo siento, pero si no me pongo en marcha volveré a quedarme dormido.

Gavallan miró a McIver.

—Vamos ahora, Mac... Tal vez pueda pescar a Talbot. Todavía tenemos tiempo para volver y ver a Azadeh y a Nogger si está aquí.

—Buena idea.

Gavallan se puso en pie y se enfundó su grueso abrigo.

—Le prestaré un abrigo y guantes —dijo Pettikin a Ross. Le vio mirar hacia el otro extremo del pasillo—. ¿Quiere que despierte a Azadeh?

—No, gracias. Sólo..., sólo le echaré una mirada.

—Es la segunda puerta a la izquierda.

Le observaron caminar por el pasillo, sin hacer el menor ruido, semejante a un felino. Abrió la puerta también sin ruido y permaneció allí un instante, mirando. Luego, la volvió a cerrar. Recogió su rifle de asalto y los dos kookris, el suyo y el de Gueng. Reflexionó un instante y luego dejó el suyo sobre la repisa de la chimenea.

—En el caso de que yo no vuelva, díganle que esto es un regalo mío, un regalo para Erikki. Para Erikki y para ella.

Torbellino
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