CAPÍTULO XXVII

En la cárcel Evin: 6.29 de la mañana.

La cárcel era como cualquier otra cárcel moderna, idéntica bajo un hermoso día que bajo uno desapacible, gris, triste, de altos muros, y horrible.

Aquel día, el falso amanecer tenía una cualidad extraña: el resplandor, por debajo del horizonte, de una curiosa tonalidad roja. El cielo no estaba encapotado y tampoco se veía una sola nube. La primera vez desde hacía semanas. Y aunque todavía hacía frío, prometía ser un día poco común. Nada de smog. El aire fragante y diáfano, para cambiar. Una suave brisa arrastraba el humo de los restos de coches volcados y barricadas, resultado de los enfrentamientos de la noche anterior entre los ahora leales Green Bands, y los ahora ilegales leales, los izquierdistas, mezclados con policías sospechosos y Fuerzas Armadas, así como el humo de los incontables fuegos para guisar y calentarse que encendían millones de ciudadanos.

Los escasos peatones que pasaban por delante de los muros de la prisión, y de la inmensa puerta que fuera forzada y colgaba de los goznes, al igual que de los Green Bands que montaban guardia junto a ella, apartaban los ojos y apresuraban el paso. La circulación era escasa. Los frenos de otro camión repleto de guardias y prisioneros chirriaron al detenerse brevemente ante la puerta principal para someterse a inspección. La barricada provisional se abrió y volvió a cerrarse. Detrás de los muros, sonó una repentina ráfaga de fuego de fusil. Afuera, los Green Bands bostezaron al tiempo que se desperezaban.

Con la llegada del sol, comenzó la llamada de los almuédanos desde los minaretes, transmitidas por altavoces o grabadas en cassettes. Y allá donde la llamada llegaba, el Creyente dejaba lo que estaba haciendo, se colocaba de cara a La Meca y se arrodillaba para decir su primera oración del día.

Jared Bakravan había hecho detener el automóvil al final de la calle y en aquellos momentos se arrodilló y oró junto con su chófer y los demás. Había pasado gran parte de la noche intentando ponerse en contacto con sus amigos y aliados más importantes. Las noticias de la detención ilegal de Paknouri y la de su propia citación, también ilegal, habían corrido como reguero de pólvora por el bazar. Todo el mundo fue presa de una gran furia, pero nadie dio un paso adelante para ponerse al frente de todos aquellos miles de personas para protagonizar una protesta, convocar una huelga o cerrar el bazar. Consejos no le habían faltado: que protestase personalmente ante Jomeiny, o ante el Primer Ministro Bazargan, que no se presentara al Tribunal, que lo hiciera, mas negándose a contestar pregunta alguna, que se presentará y contestara a algunas de las preguntas, que contestara a todas las preguntas «Como Dios lo quiere», pero ninguno se ofreció a acompañarle, ni siquiera su gran amigo, y uno de los abogados de más alta reputación de Teherán, que juró y perjuró que era más importante que él mismo, fue a ver a los jueces del Tribunal Supremo en representación de Bakravan. Nadie se ofreció voluntario salvo su mujer, su hijo y sus tres hijas que, detrás de él, oraban de rodillas sobre sus propias alfombrillas de rezos.

Una vez terminada su plegaria, Bakravan se levantó tembloroso. Al punto, el chófer empezó a recoger las alfombrillas de rezos. Jared sintió un escalofrío. Aquella mañana se había vestido con todo cuidado y llevaba un grueso abrigo y un gorro de astrakán, aunque no se había puesto joya alguna.

—Yo... Iré andando desde aquí —dijo.

—No, Jared —empezó a decirle su mujer llorosa, que apenas se daba cuenta de los distantes disparos—. Seguramente será preferible que llegues como un líder debe hacerlo. ¿Acaso no eres tú el mercader más importante de Teherán? No se acomodaría a tu posición que llegases andando.

—Claro, claro, tienes razón —aceptó, y ocupó de nuevo el asiento trasero del coche.

Éste era un gran «Mercedes» azul, nuevo y bien cuidado. Su mujer, una matrona entrada en carnes, con su costoso peinado oculto bajo un chador que también le cubría su largo visón marrón, se sentó a su lado y se aferró a su brazo, con el maquillaje corrido por las lágrimas. Su hijo, Meshang, estaba igualmente lloroso. Y sus hijas, entre ellas Sharazad, llevaban puestos los chadors.

—Sí, sí, tienes razón. ¡Dios maldiga a esos revolucionarios!

—No te precoupes, padre. Dios te protegerá... —dijo Sharazad—. Los Guardias Revolucionarios no hacen más que seguir las órdenes del Imán y el Imán sólo cumple las órdenes de Dios.

Parecía tan confiada, tenía un aspecto tan abatido al mismo tiempo, que Bakravan se olvidó de decirle que no se refiriera a Jomeiny como el «Imán».

—Sí —dijo él—. Claro que todo es un error.

—Alí Kia juró sobre el Corán que el Primer Ministro Bazargan pondría fin a toda esta tontería —sollozó su mujer—. Juró que lo vería anoche. Probablemente ya se habrán cursado órdenes al..., las órdenes estarán ahí ya.

La noche anterior, él mismo le había dicho a Alí Kia que sin Paknouri no habría préstamo, y que si a él le molestaban, el bazar en pleno se levantaría y se suspenderían todos los fondos al Gobierno, a

Jomeiny, a las mezquitas y a Alí Kia en persona.

—Alí no fallará —dijo ceñudo—. No se atreverá. Sé demasiadas cosas de todos ellos.

El coche se detuvo delante de la puerta principal. Los Green Bands lo miraron con indiferencia. Jared Bakravan hizo acopio de todo su valor.

—No tardaré.

—Que Dios te proteja. Te esperaremos aquí..., esperaremos aquí hasta que salgas.

Su mujer le besó, y también los demás. Hubo más lágrimas y, finalmente, se vio, en pie, delante de los Green Bands.

—Salaam —dijo—. Soy... soy un testigo del mollah Alí-Allah Uwari ante el tribunal.

El jefe de los Guardias cogió el papel y lo recorrió con la mirada entregándoselo después a uno de los otros que sabía leer.

—Pertenece al bazar —aclaró el otro muchacho—. Jared Bakravan. —Muéstrale adónde debe ir —dijo el jefe encogiéndose de hombros. El otro hombre echó a andar cruzando la puerta violentada. Bakravan le siguió y, cuando la barricada se cerró tras él, se desvaneció gran parte de su confianza. Aquella pequeña y sucia zona abierta, situada entre los muros de la prisión y el edificio principal, era húmeda y sombría.

El aire apestaba. Hacia la parte este, se apelotonaban centenares de hombres, sentados o tumbados, agazapándose acurrucados miserablemente contra el frío. Muchos de ellos vestían uniformes de oficiales.

Hacia el Oeste, el terreno aparecía desierto. Al fondo había una puerta alta, asegurada con una barra de hierro, que se abrió para darles paso. En la sala de espera vio a docenas de otros hombres, abatidos y atemorizados, sentados en filas de bancos o de pie, incluso sentados en el suelo. Algunos de ellos, oficiales uniformados. Incluso pudo ver a un coronel. Reconoció a algunos de los otros, hombres de negocios importantes, favoritos de la Corte, administradores, diputados... Mas no vio a nadie que fuera de su intimidad. Algunos lo reconocieron. Se produjo un repentino murmullo.

—Aprisa —le dijo el guardia con irritación. Era un joven marcado de viruelas, que se abrió paso hasta la mesa de escritorio y el abrumado empleado sentado detrás de ella.

—Aquí hay otro para Su Excelencia Mollah Uwari.

El funcionario cogió el papel e hizo un gesto a Bakravan.

—Siéntate..., ya te llamarán cuando te necesiten.

—Salaam, Excelencia —dijo Bakravan, desconcertado ante los toscos modales de aquel hombre—. ¿Cuándo será eso? Tenía que estar aquí exactamente después de las...

—Cuando Dios lo quiera. Se te avisará en el momento que te necesiten —repitió el hombre, dando por terminada la cuestión con un gesto de la mano.

—Pero soy Jared Bakravan del merc...

—Puedo leer, Agria —dijo el hombre, con mayor rudeza si cabía aún—. Cuando te necesiten, te llamarán. Irán es ahora un Estado islámico, con una ley igual para todos, no con una ley para el rico y otra para el pueblo.

Bakravan apartado a empellones por otras personas llevadas ante el funcionario, se dirigió, embargado por la ira, a una pared. A un lado, un hombre utilizaba un cubo como letrina, ya rebosante, con los orines derramados por el suelo. Las miradas siguieron a Bakravan. Algunos murmuraron.

—La paz de Dios sea contigo.

El olor en la habitación era repugnante. Alguien le hizo sitio en un banco y él se sentó agradecido.

—Las Bendiciones de Dios sean con vosotros, Excelencias.

—Y contigo, Agha —dijo uno de ellos—. ¿Estás acusado?

—No, no, me han citado como testigo —repuso sobresaltado.

—¿La Excelencia es testigo ante Ayatollah Uwari?

—Sí, sí, lo soy, Excelencia. ¿Quién es él?

—Es juez. Juez revolucionario —musitó el hombre. Estaría en la cincuentena, era pequeño, con el rostro más arrugado que el de Bakravan; el cabello a mechones. Se agitaba nervioso—. Aquí nadie parece saber lo que está ocurriendo o para qué han sido citados, ni siquiera quién es Uwari. Sólo que el Ayatollah lo ha nombrado y que él juzga en su nombre.

Bakravan miró al hombre a los ojos y pudo ver el terror en ellos, lo que le hizo sentirse más acobardado aún.

—¿La Excelencia es también un testigo?

—Sí, así es, aunque no sé por que habían de llamarme a mí que sólo soy gerente de la oficina de Correos.

—La oficina de Correos es muy importante... Quizá necesiten de su asesoramiento. ¿Cree que nos tendrán mucho tiempo esperando?

—Insha'Allah. A mí me citaron ayer después de la cuarta oración, y desde entonces estoy esperando. Me han tenido aquí toda la noche. Tenemos que esperar hasta que nos llamen. Ése es el único retrete —dijo el hombre señalando el cubo—. Ha sido la peor noche de mi vida, terrible. Durante la noche, ellos..., hubo muchísimos disparos. Corre el rumor de que fueron ejecutados tres generales más y una docena de oficiales de la SAVAK.

—Cincuenta o sesenta —dijo el hombre que estaba al otro lado de él, saliendo de su estupor—. La cifra debe rondar los sesenta. Toda la prisión está abarrotada, como chinches en un colchón de campo. Las celdas están a rebosar. Hace dos días que los Green Bands derribaron las puertas, redujeron a los guardias y los metieron en los calabozos. Después pusieron en libertad a la mayoría de los presos y, a región seguido, empezaron a llenar las celdas con gente que detenían y con los propios guardias —bajó aún más la voz—, llenaron todas las celdas y están atestadas, mucho más que en los tiempos del Sha. ¡Dios lo maldiga por no haber...! Cada hora, los Green Bands traen más gente, fedayines y mujadines y tudeh, todos mezclados con nosotros, los inocentes, los Creyentes... —siguió hablando con voz cada vez más queda poniendo los ojos en blanco—, y gente buena a la que jamás debieron tocar y..., y lechos de tortura y... —tenía espumilla en las comisuras de la boca—... dicen que ellos..., que los nuevos carceleros las están utilizando y... una vez que se entra aquí, Excelencia, ya no se sale. —Se le llenaron de lágrimas aquellos ojillos hundidos en una cara mofletuda—. La comida es horrible y... Yo tengo úlcera de estómago y ese hijo de perra que es el funcionario..., no quiere comprender que necesito alimentos especiales...

Al otro lado del recinto hubo una conmoción y la puerta se abrió de golpe. Entraron media docena de Green Bands y empezaron a abrirse camino con sus fusiles. Detrás de ellos, otros guardias rodeaban a un oficial de las Fuerzas Aéreas que avanzaba con porte orgulloso, la cabeza erguida, las manos atadas a la espalda, el uniforme desarreglado, las charreteras medio arrancadas. Bakravan ahogó una exclamación. ¡Era el coronel Peshadi, comandante en jefe de la Base Aérea de Kowiss..., y primo suyo!

También otros reconocieron al coronel, ya que gozaba de gran fama por la victoria lograda hacía algunos años con la expedición sobre Dhofar, al sur de Omán; por haber aplastado con éxito el ataque marxista, casi letal; por los yemeníes del sur contra Omán y también por el valor personal de Peshadi al haber conducido tanques iraníes en una batalla clave.

—¿No es el héroe de Dhofar? —preguntó alguien incrédulo.

—Sí, él es.

—¡Dios nos proteja! Si lo detienen a él...

Uno de los guardias, impaciente, empujó a Peshadi por la espalda, intentando obligarle a que anduviese más rápido. Al punto, el coronel montó en cólera, a pesar de estar prácticamente inmovilizado por las esposas.

—¡Hija de perro! —exclamó, dando rienda suelta a su ira—. Voy lo más aprisa que puedo. ¡Ojalá arda tu padre!

El Green Band lo maldijo a su vez y luego dio un culatazo con su rifle en el estómago del coronel el cual perdió el equilibrio y cayó..., quedando a su merced. Pero aun así, maldijo a sus aprehensores. Y siguió maldiciéndoles mientras lo ponían en pie, cogiéndole por cada brazo dos de ellos, y le obligaban a andar hacia la parte oeste, hasta el espacio vacío que había entre los muros. Y también allí los maldijo, y a Jomeiny, y a los falsos mollahs invocando todos los nombres de Dios. Finalmente, gritó con voz estentórea:

—¡Larga vida al Sha, no hay más dios que A...!

Las balas lo callaron definitivamente.

En la sala de espera se había hecho un silencio de terror. Alguien gimió. Un viejo empezó a vomitar. Otros comenzaron a susurrar entre sí. Muchos se pusieron a rezar. Bakravan, por su parte, estaba seguro de que todo aquello era una pesadilla. Su fatigado cerebro rechazaba la realidad. El aire fétido era frío pero él tenía la sensación de encontrarse dentro de un horno, y se ahogaba. «¿Me estaré muriendo?», se preguntó, confuso, al tiempo que se abría el cuello de la camisa. Más tarde, sintió que alguien lo tocaba y abrió los ojos. Por un instante no logró saber quién era él ni dónde se hallaba. Estaba tumbado en el suelo y el hombrecillo se inclinaba ansioso sobre él.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, sí. Creo que sí —dijo con voz débil.

—Perdió el conocimiento, Excelencia. ¿Está seguro de que se encuentra bien?

Unas manos le ayudaron a sentarse de nuevo. Dio las gracias con voz apagada. Su cuerpo le pareció más pesado, tenía los sentidos abotargados y los ojos le pesaban como plomo.

—Escuche —le susurró el hombre de la úlcera—, esto es como la Revolución francesa: guillotina y Terror. Pero, ¿cómo es posible que suceda algo así gobernando el Ayatollah Jomeiny? Es algo que no entiendo.

—No lo sabe —aseguró el hombrecillo con voz igualmente plañidera—. No puede saberlo. ¿Acaso no es un hombre de Dios? ¿No es piadoso y el más erudito de todos los ayatollahs...?

Bakravan se sintió embargado por el cansancio y se recostó contra el muro, dejándose ir.

Ignoraba el tiempo transcurrido, cuando alguien lo despertó, zarandeándole sin miramientos.

—Te llaman, Bakravan. Vamos.

—Sí, sí —farfulló, al tiempo que se ponía en pie y echaba a andar con dificultad.

Reconoció a Yusuf, el cabecilla de los Green Band que la noche anterior fue al bazar. Le siguió tambaleándose, pasando entre los otros y saliendo de la habitación. Luego, siguieron por un corredor, subieron unas escaleras y enfilaron por otro corredor muy frío, con celdas a cada lado, en las puertas mirillas, dejando atrás guardias y otros hombres que lo miraban de una manera extraña, mientras que, allí cerca, alguien gritaba.

—¿Adónde..., adónde me lleváis?

—Conserva tus fuerzas, vas a necesitarlas.

Yusuf se detuvo ante una puerta, la abrió y lo empujó adentro. La habitación era pequeña, producía una espantosa sensación de claustrofobia y aparecía abarrotada de hombres. En el centro había una mesa de madera y sentado a ella un mollah y cuatro jóvenes a cada lado de él. Sobre la mesa se veían algunos papeles y un Cordn grande. En la pared, y a gran altura, se abría una ventana pequeña con barrotes, por la que entraba un rayo de sol y se vislumbraba un reducido trozo del azul del cielo. Había Green Bands apoyados en las paredes.

—Jared Bakravan, el mercader, el prestamista —dijo Yusuf.

El mollah levantó la mirada de la lista que había estado examinando. —Ah, Bakravan. Salaam.

—Salaam, Excelencia —respondió trémulo Bakravan.

El mollah estaría en la cuarentena, tenía los ojos y la barba negros, se tocaba con un turbante blanco y vestía ropas negras y raídas. Los hombres que había junto a él no sobrepasaban los veinte años, unos iban sin afeitar y otros con barba, y todos vestían pobremente, con las armas colgadas a la espalda.

—¿En qué... puedo...? ¿Cómo puedo ayudarle? —preguntó, tratando desesperadamente de mantener la calma.

—Soy Alí Allah Uwari, nombrado juez por el Comité Revolucionario, y estos hombres son jueces también. Este tribunal está regido por la Palabra de Dios y el Libro Sagrado. —La voz del mollah era áspera y su acento era de Kazvin—. ¿Conoce a este Paknouri, conocido como Miser Paknouri?

—Pero debo decir, Excelencia, de acuerdo con nuestra Constitución y con la antigua ley del bazar qu...

—Más vale que contestes la pregunta —le interrumpió uno de los jóvenes—, no tenemos tiempo para perderlo con discursos. ¿Lo conoces o no?

—Sí, sí, natural...

—Excelencia Uwari —le interrumpió Yusuf desde la puerta—, ¿quién desea que sea el próximo en comparecer?

—Paknouri... así que... —el mollah escudriñó la lista de nombres—. Entonces, llamen al sargento de Policía Jufrudi.

—Otro de nuestros tribunales revolucionarios juzgó anoche a ese perro y le declaró culpable. Lo han ejecutado esta mañana —dijo uno de los que se sentaban a la mesa.

—Es la Voluntad de Dios —murmuró el mollah y tachó el nombre. Todos los nombres que habían por encima de aquél estaban igualmente tachados—. Entonces, que comparezca Hassen Turlak..., el de la celda 573.

Bakravan hubo de contenerse para no lanzar un grito. Turlak era un periodista y escritor altamente respetado, medio iraní medio afgano, un crítico valiente y concienzudo del régimen del Sha y que, debido a su postura de oposición, pasara varios años en la cárcel.

El joven sin afeitar que se sentaba junto al mollah se rascó, irritado, las manchas de la cara.

—¿Quien es ese Turlak, Excelencia?

El rnailuh consultó la lista.

—Reportero de Prensa.

—Hacerle venir sería una pérdida de tiempo —intervino otro—. Claro que es culpable. ¿No es aquel que afirmaba que la Palabra podría cambiarse? ¿Que las palabras del Profeta ya no eran las adecuadas para hoy día? ¡Es culpable, vaya si lo es!

—Es la Voluntad de Dios —dijo el mollah y dirigió de nuevo su atención a Bakravan—. ¿Ha practicado Paknouri la usura alguna vez? Bakravan intentó no pensar en Turlak.

—No, jamás y adema.

—¿Prestó dinero con interés?

Bakravan sintió un peso en el estómago. Tropezó con los ojos negros y fríos y trató desesperadamente de que el cerebro le funcionara. —Sí, pero en una sociedad moderna en la que...

—¿Acaso no está claramente escrito en el sagrado Corán que prestar dinero con interés es usura y que va contra las leyes de Dios?

—Sí, la usura va contra las leyes de Dios, pero en una sociedad moderna.

—El sagrado Corán es omnisciente. La Palabra es clara y eterna. Usura es usura. La ley es la ley. —La mirada del mollah se hizo inexpresiva—. ¿Respetas la ley?

—Sí, sí, Excelencia. Claro. Claro que la respeto.

—¿Practicas los Cinco Pilares del Islam?

Éstos eran obligatorios para todos los musulmanes: decir la shahada[1]; las oraciones rituales cinco veces al día; la donación del zakat[2], ayuno desde el alba a la anochecida durante el Mes Santo del Ramadán; y, por último, hacer el Hadaj, el viaje ritual a La Meca una vez en la vida.

—Sí, sí, los practico, salvo..., salvo el último. Yo... yo todavía no he hecho el peregrinaje a La Meca..., todavía no.

—¿Por qué no? —preguntó el joven de las manchas en la cara—. Tienes más dinero que moscas un boñigo. Con tu dinero puedes ir en cualquier máquina voladora, ¡en cualquiera! ¿Por qué no lo has hecho?

—Es... por mi salud —respondió Bakravan con los ojos bajos y rezando para que pareciera convincente—. Tengo... tengo el corazón débil.

—¿Cuándo estuviste por última vez en la mezquita? —inquirió el mollah.

—El viernes, el viernes pasado en la mezquita del bazar —dijo. Era cierto que había estado allí aunque no para rezar sino para celebrar una reunión de negocios.

—Ese Paknouri, ¿practicaba los Cinco Pilares como un verdadero creyente? —preguntó uno de los jóvenes.

—Yo..., yo creo que sí.

—Es bien sabido que no lo hacía y también se sabe que era partidario del Sha, ¿verdad?

—Era un patriota, un patriota que apoyaba financieramente la revolución y al Ayatollah Jomeiny, las Bendiciones de Dios sean con él. Ha ayudado financieramente a los mollalrs durante años y...

—Pero habla americano y trabaja para los americanos y para el Sha, ayudándoles a explotar y a robar las riquezas de nuestro suelo. ¿Acaso no lo hizo?

—Era un patriota que trabajaba con los extranjeros por el bien de Irán.

—Cuando el Satánico Sha formó un partido ilegal, Paknouri se afilió a él, sirvió al Sha en los Majlis, ¿no es así? —preguntó el níoílnlr.

—Era diputado, sí —replicó Bakravan—. Pero trabajaba para la rey...

—Y votó a favor de la llamada Revolución Blanca del Sha que despojó de tierras a las mezquitas, decretó la igualdad de derechos para la mujer, formó tribunales civiles y creó la educación estatal en contra de de los dictados del sagrado Corán.

«Naturalmente que votó a favor —ansiaba gritar Bakravan, cayéndole el sudor por la cara y la espalda—. ¡Claro que todos nosotros votamos a favor! ¿Acaso el pueblo no votó a favor de forma abrumadora, e incluso muchos ayatollahs y mollahs? ¿Acaso el Sha no controlaba el Gobierno, la Policía, la Gendarmería, la SAVAK, las Fuerzas Armadas y poseía la mayor parte de las tierras? ¡El Sha era el poder supremo! ¡Maldito sea el Sha! —pensó fuera de sí de ira—. ¡Maldito él y su Revolución Blanca del sesenta y tres!, el origen de toda esta putrefacción, que enloqueció a los mollahs, y sigue atormentándonos ahora, todas sus "reformas modernas" que fueron los responsables del encumbramiento del por entonces prácticamente desconocido Ayatollah Jomeiny. ¿Acaso nosotros, los mercaderes no se lo advertimos a los consejeros del Sha miles de veces? ¡Como si esas reformas fueran importantes! ¡Como si cualquiera de esas reformas hub...!»

—¿Sí o no?

Despertó sobresaltado de su ensoñación y se maldijo a sí mismo. «¡Concéntrate —se dijo dominado por el pánico—. El infame hijo de un perro sarnoso está intentando hacerte caer en la trampa! ¿Qué ha preguntado? ¡Ve con cuidado..., por tu propia vida, ve con cuidado! Ah, sí, la Revolución Blanca.»

—El emir Pak...

—En el Nombre de Dios, ¿sí o no? —le hizo callar el mollah.

—Él... sí... sí, votó a favor de la..., la Revolución Blanca cuando era diputado en el Majlis. Sí, sí, lo hizo.

El mollah suspiró y los jovenes se agitaron en sus asientos. Uno de ellos bostezó y se rascó la ingle con ademán ausente.

—¿Tú eres diputado?

—No..., no. Dimití cuando el Ayatollah Jomeiny lo ordenó. Él...

—Querrás decir que cuando Imán Jomeiny, el Imán, lo ordenó.

—Sí, sí —Bakravan estaba aturdido—. Dimití en el momento..., hum, en el momento que el Imán lo ordenó. Dimití de inmediato —dijo, y no añadió, «todos nosotros dimitimos a sugerencia de Paknouri cuando ya teníamos la absoluta certeza de que el Sha había decidido irse y ceder los poderes al Primer Ministro Bajtiar, más moderado y racional. ¡Pero no para que el poder fuera usurpado por Jomeiny! —ansiaba gritar a los cuatro vientos—. ¡Ése jamás fue el plan! ¡Dios maldiga a los americanos que nos vendieron, a los generales que nos vendieron, al Sha, el principal responsable!»—. Todo el mundo sabe... cómo apoyé al Imán, Dios le conserve la vida por siempre.

—Sí, que las Bendiciones de Dios sean sobre él —repitió él mollah coreado por los otros—. Pero tú, Jared Bakravan, del bazar, ¿has practicado la usura alguna vez?

—¡Jamás! —dijo Bakravan al punto, convencido de ello, pese a lo cual el miedo no le abandonaba. «Durante toda mi vida he prestado dinero —pensó—, pero el interés siempre ha sido justo y razonable, jamás usura, jamás. Y en todo tiempo actúe como consejero de diversas personas y ministros, estableciendo préstamos, públicos y privados, transfiriendo fondos fuera de Irán, haciendo dinero, mucho dinero, resultado de buenos negocios y no en contra de la ley.»—Me opuse a la... a la Revolución Blanca y al Sha siempre que me fue posible..., es bien sabido que me opus...

—El Sha cometió crímenes contra Dios, contra el Islam, contra el sagrado Corán, contra el Imán, Dios le proteja, contra la fe chiíta. Todos aquellos que lo ayudaron son igualmente culpables. —La mirada del mollah era implacable—. ¿Qué crímenes has cometido tú contra Dios y su Palabra?

—¡Ninguno! —gritó Bakravan, casi ya el límite de sus fuerzas—. ¡En el Nombre de Dios juro que no he cometido ninguno!

Se abrió bruscamente la puerta y apareció Yusuf, entrando en la habitación junto con Paknouri. Bakravan, al verlo, casi volvió a perder el conocimiento. Paknouri llevaba las manos esposadas a la espalda. Tenía los pantalones manchados de excremento y orina y restos de vómito en la pechera. Movía la cabeza de manera incontrolada, llevaba el cabello sucio y enmarañado y parecía que tuviera trastornada la mente. Al ver a Bakravan, su rostro se contrajo en una horrible mueca.

—¡Ah, Jared, Jared, viejo amigo y colega, Excelencia! ¿Has venido a reunirte con todos nosotros en el infierno? —Rió, por un instante, estridente—. No es como me lo imaginaba, los demonios aún no han llegado, ni el aceite hirviendo o las llamas, pero la atmósfera es irrespirable, y apesta, y estás apretado contra muchos otros, y no puedes echarte o sentarte, así que has de permanecer de pie, y luego los gritos empiezan otra vez, y los disparos, y durante todo ese tiempo, uno es un huevo, apretado como un huevo de caviar pero, pero, pero... —De repente cesó el parloteo prácticamente incoherente al ver al mollah. Su terror se hizo visible—. ¿Eres... eres Dios?

—Paknouri —dijo el mollah con tono apacible—, se te acusa de crímenes contra Dios. Este testigo de la acusación dice que tú...

—Sí, sí, he pecado contra Dios, soy culpable —chilló Paknouri—. ¿Por qué si no habría de estar en el infierno? —Cayó de rodillas, anegado en llanto y desvariando—. No hay más Dios que Dios, no hay Dios aquí y Mahoma es Profeta de un Dios que no hay y... —De repente calló y levantó la cabeza con el rostro aún más contorsionado—. ¡Yo soy Dios..., tú eres Satanás!

Uno de los jóvenes rompió el sobresaltado silencio.

—¡Es un blasfemo! Está poseído por Satanás. Se ha declarado culpable. Es la Voluntad de Dios.

Los demás asintieron mostrando su acuerdo.

—Es la Voluntad de Dios —repitió el mollah, e hizo señas a un Green Band para que lo levantara y se lo llevara. Luego, concentró su atención en Bakravan que miraba petrificado a su amigo, aterrado al comprobar la rapidez con que lo habían destruido. Sólo en una noche—. Ahora, Bakravan, quiero.

—Tengo a ese Turlak esperando ahí fuera —le interrumpió Yusuf.

—Bien —dijo el mollah. Después, volvió de nuevo los ojos a Bakravan y éste supo que estaba perdido, tan perdido como su amigo Paknouri y que la sentencia sería la misma. Sentía la sangre en los oídos. Vio moverse los labios del mollah, luego, quedaron inmóviles y todo el mundo le estaba mirando a él—Por favor, —musitó—. Lo..., lo siento, no oí lo que... lo que me decía.

—Puedes irte. Por el momento. Y haz las obras de Dios. —El mollah miró impaciente a uno de los Green Bands, un hombre alto y desagradable—. ¡Llévatelo, Ahmed! —Luego, se dirigió a Yusuf—. Después de Turlak, el capitán de la Policía Mohammed Dezi, celda 417...

Bakravan sintió una presión en el brazo y, volviéndose echó a andar. En el pasillo estuvo a punto de correr de no haber sido por Ahmed que lo sujetó y, con inesperada amabilidad, le hizo apoyarse contra el muro.

—Recupera el aliento, Excelencia —dijo.

—¿Soy... soy libre de irme?

—Ciertamente estoy tan sorprendido como tú Agha —dijo el hombre—. Pongo a Dios y al Profeta por testigos que estoy tan sorprendido como tú. Hoy, eres el primero al que dejan irse, testigo o acusado.

—Yo..., ¿puedo..., puedo tomar un poco de agua?

—Aquí no. Afuera hay mucha. Más vale que te vayas. —Bajó aún más la voz—. Más vale que te vayas, ¿eh? Apóyate en mi brazo.

Bakravan, agradecido, se cogió a él sin respirar apenas. Caminaron lentamente en dirección contraria al camino que él había recorrido cuando llegó. Apenas se dio cuenta de los otros guardias, presos y testigos. En el corredor que conducía a la sala de espera, Ahmed abrió con el hombro una puerta lateral que daba a la parte occidental. Allí se encontraba el pelotón de fusilamiento y, frente a él, tres hombres atados a postes. Uno de éstos estaba vacío. Los intestinos y la vesícula de Bakravan se vaciaron de manera instintiva.

—¡Apresúrate, Ahmed! —ordenó, irritado, el hombre que estaba al mando del pelotón de ejecución.

—Es la Voluntad de Dios —murmuró Ahmed. Satisfecho, prácticamente arrastró a Bakravan hasta el poste vacío que había junto a Paknouri, quien seguía desvariando, hundido en su propio infierno—. Así que, después de todo, no te has librado. Eso está bien. Todos hemos oído tus mentiras ante Dios. Todos te conocemos, sabemos tu forma de actuar, tu falta de piedad, cómo has intentado comprar tu entrada en el Paraíso con regalos al Imán, Dios le proteja. ¿Cómo lograste todo ese dinero si no ha sido con la usura y el robo?

La puntería no fue buena. El hombre que mandaba el pelotón hizo uso tranquilamente de un revólver para acallar a uno de los condenados y, luego, con Bakravan.

—No lo hubiera reconocido —dijo con sequedad el hombre—. Eso demuestra lo embusteros y sucios que son los periódicos.

—Éste no es Hassen Turlak —le aclaró Ahmed—. Es el próximo. El hombre se le quedó mirando.

—Entonces, ¿quién es éste?

—Un mercader —dijo Ahmed—. Los mercaderes son usureros y descreídos. «Lo sé —pensó—. Durante años he trabajado allí para Farazan, recogiendo basuras nocturnas como mi padre hiciera antes que yo, hasta que me hice albañil con Yusuf. Pero éste... —Soltó un gran eructo—, éste era el usurero más rico. No recuerdo mucho de él, sólo lo rico que era, pero sí me acuerdo de sus mujeres. Él nunca se hizo obedecer, ni las enseñó a que llevasen chador y siempre andaban pavoneándose. Lo recuerdo todo en su diabólica hija, quien visitaba la calle de los prestamistas de vez en cuando, medio desnuda, con una piel como crema fresca, el cabello suelto, moviéndosele los senos, las nalgas provocadoras... La que se llamaba Sharazad, que es como seguramente deben ser las huríes prometidas. Lo recuerdo todo de ella y la maldigo por meterme la maldad en la cabeza, enloqueciéndome como a todos los demás..., con su atención. —Se rascó el escroto, sintiendo que se le endurecía—. Dios la maldiga a ella y a todas las mujeres que desobecen la ley de Dios y provocan en nosotros pensamientos diabólicos en contra de la palabra de Dios. ¡Oh, Dios!, déjame que la penetre o hazde mí un mátir que vaya directamente al Paraíso y lo haga allí.» Era culpable de todos los crímenes del mundo —dijo, dando media vuelta.

—Pero..., pero, ¿había sido condenado? —le gritó, mientras se alejaba el hombre que estaba al mando del pelotón de ejecución.

—Dios lo ha condenado. Claro que Él lo ha hecho. El poste estaba esperando y tú dijiste que me apresurara. Ha sido la Voluntad de Dios. Dios es Grande, Dios es Grande. Ahora iré a buscar a Turlak, el blasfemo —Ahmed se encogió de hombros—. Ha sido la Voluntad de Dios.

Torbellino
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