CAPÍTULO LXX
El sol apuntaba por el horizonte convirtiendo el negro desierto en un mar carmesí, alcanzando las pinceladas al puerto de la ciudad vieja y a los dhows, más lejanos, en el golfo. Desde el minarete empezaron a funcionar los altavoces de los almuédanos, pero la música de sus voces no satisfizo a Gavallan ni a ningún otro del personal de «S-G» que se encontraban en la terraza del «Oasis Hotel», dando fin a un apresurado desayuno.
—Resulta enervante, ¿no crees, Scrag? —dijo Gavallan.
—Has dicho una gran verdad, amigo —contestó Scragger.
Junto con Rudi Lutz y Pettikin compartía la mesa de Gavallan, todos ellos cansados y desalentados. El éxito casi total de Torbellino estaba resultando un desastre. Dubois y Fowler seguían sin aparecer en Bahrein, McIver todavía no estaba fuera de peligro. Tom Lochart seguía en Teherán, Dios sabía dónde. Tampoco habían tenido noticias de Erikki y Azadeh. La mayoría de ellos no había dormido durante toda la noche. Y el plazo límite se cumplía ese mismo día a la puesta de sol.
Desde el mismo momento en que el día anterior los «212» empezaron a aterrizar, todos habían cooperado en su desmantelamiento, sacando rotores para almacenarlos en los jumbos de carga, cuando llegaran, si es que llegaban. La noche anterior, Roger Newbury había vuelto sumamente malhumorado de la reunión en el palacio de Al Shargaz con el ministro de Asuntos Exteriores.
—Maldito si puedo hacer nada, Andy. El ministro dice que el nuevo representante o embajador iraní les ha pedido a él y al jeque que procedan a una inspección personal del aeropuerto ya que dice haber visto en él ocho o nueve «212» muy extraños y asegura que se trata de los mismos, con matrícula iraní, que han sido «secuestrados». El ministro dice que, naturalmente, Su Alteza el jeque ha mostrado su conformidad, ¿cómo podría negarse? La inspección tendrá lugar a la puesta de sol, junto con el embajador y he sido «cordialmente invitado», como representante británico, para una revisión a fondo de los documentos de identidad, y si se considera que alguien es sospechoso..., mala cosa, viejo amigo.
Gavallan se había pasado levantado toda la noche, intentando ultimar la llegada de los aviones de carga o, en caso negativo, sustituirlos por cualquiera otro sistema de transporte internacional que pudiera localizar. Nada disponible. Lo más que podía hacer la compañía charter con la que los tenía apalabrado era «tal vez» adelantar el ETA para el día siguiente a mediodía.
—¡Maldita gente! —farfulló mientras se servía más café—. Cuando necesitas un par de «747» no los hoy... y, habitualmente, no tienes más que hacer una llamada telefónica para disponer de cincuenta.
Pettikin estaba preocupado por el transporte y también por McIver, que seguía en el hospital de Bahrein.
No se esperaban noticias hasta ese mediodía sobre la gravedad del ataque cardíaco de McIver.
—Pas probléme —había dicho Jean-Luc la noche anterior—. Han dejado a Genny quedarse en el hospital, en la habitación contigua, el médico es el mejor de Bahrein y yo me quedo. He cancelado mi vuelo a primera hora para casa y esperaré, pero enviadme mañana algún dinero para pagar las facturas.
Pettikin jugueteaba con su taza de café, sin haber probado bocado del desayuno. Durante todo el día y la noche anteriores había estado ayudando a preparar los helicópteros, de manera que no había tenido ocasión de ver a Paula, quien aquella misma mañana volvía a salir con destino a Teherán, para proseguir la operación de evacuar súbditos italianos, y no regresaría hasta dos días después, como mínimo. Gavallan había ordenado la retirada inmediata del área del Golfo de todos los participantes en la operación Torbellino que estuviesen pendientes de revisión.
—Hemos de proceder con suma cautela —les había dicho—. Por el momento, todo el mundo ha de irse.
—Tienes razón, Andy —admitió Pettikin más tarde—. Pero, ¿qué pasa con Tom y Erikki? Deberíamos dejar a alguien aquí y yo me ofre...
—¡Por los Clavos de Cristo. Basta ya, Charlie! —le había contestado impetuoso Gavallan—. ¿Acaso no crees que estoy mortalmente preocupado por ellos? ¿Y por Fowler y Dubois? Hemos de hacer las cosas con pies de plomo. Todo aquel cuya presencia no sea imprescindible habrá de estar fuera de aquí antes de la puesta de sol y tú eres uno de ellos.
Eso había ocurrido alrededor de la una de la madrugada en la oficina al acudir Pettikin a relevar a Scot que aún seguía, somnoliento, ocupándose de la HF. El resto de la noche había permanecido sentado allí. Ninguna llamada. A las cinco de la madrugada Nogger Lane se presentó para remplazarle y él había ido para desayunar, encontrándose a Gavallan, Rudi y Scragger.
—¿Ha habido suerte con los cargueros, Andy?
—No, Charlie, sigue siendo para mañana al mediodía lo más pronto
—le había contestado Gavallan—. Siéntate y toma café.
Luego, con el amanecer, habían llegado los almuédanos. Pero su cantinela ya había cesado. Y parte de la violencia se extinguió en la terraza. Scragger se sirvió otra taza de café aunque todavía tenía el estómago revuelto. Sintió nuevos retortijones y corrió presuroso al cuarto de baño. El espasmo pasó rápido sin que el resultado lo justificara demasiado, pero no había depuesto sangre y doc Nutt había dicho que no creía que fuese disentería.
—Tomátelo con calma durante algunos días, Scrag. Mañana tendré el resultado de todas las pruebas.
Había hablado al doctor Nutt de lo de la sangre en la orina y del dolor de estómago durante los últimos días. Ocultarlo hubiera supuesto un imperdonable peligro adicional, tanto para los pasajeros como para su helicóptero.
—Lo mejor que puedes hacer es quedarte en el hospital algunos días —le había dicho el doctor.
—¡Anda y que te jodan, viejo gallo! Hay muchas cosas que hacer y montañas por conquistar.
Al volver a la mesa los vio a todos sombríos y lo sintió en lo más profundo de su ser, pero no había solución. Sólo limitarse a esperar. No podían salir en vuelo de tránsito porque habrían de atravesar el espacio aéreo de Arabia Saudita, Omán o los Emiratos Árabes, y sin posibilidad de autorización durante unos días.
Bromeando, había sugerido que reunieran todos los helicópteros, averiguaran cuándo se esperaba el paso del próximo superpetrolero británico por Ormuz y entonces despegar para aterrizar en él.
—... y entonces lo único que habremos de hacer es navegar por el Salvaje Azul y desembarcar en Mombasa o continuar alrededor de África hasta Nigeria.
—Caramba, Scrag —le había dicho admirado Vossi—. Ésa es una idea despanzurrante. Me vendría muy bien un crucero. ¿Y tú qué dices, Andy?
—Nos detendrían y habríamos dado con nuestros huesos en la trena antes siquiera de que los rotores hubiesen empezado a funcionar. Scragger se sentó y apartó a una mosca de un manotazo. El color rojo con que naciera el sol aparecía ya amortiguado y todos ellos llevaban gafas oscuras para protegerse de los reflejos. Gavallan había terminado su café.
—Bien, me voy a la oficina por si pudiera hacer algo. Si me necesitáis, estaré allí. ¿Cuándo es lo más pronto que podemos haber terminado, Rudi?
Rudi estaba encargado de preparar los helicópteros para el transbordo.
—Tu fecha límite era para hoy al mediodía. Así que estarán al mediodía en punto. —Apuró su café y se puso en pie—. Es hora de irse, meine Kinder. —Protestas y maullidos de los demás, pero de tono bromista en general, a pesar de su cansancio. Fue un éxodo general en dirección a los medios de transporte que les esperaban fuera.
—Si no te importa iré contigo, Andy —dijo Scragger.
—Buena idea, Scrag. Y tú, Charlie, no es necesario que te incorpores al equipo de Rudi, pues vamos adelantados al horario. ¿Por qué no te pasas luego por la oficina?
—Gracias —le dijo Pettikin sonriente.
Paula no saldría de su hotel hasta las diez de la mañana. «Ahora tendría tiempo de sobra para verla. Y para decirle..., ¿qué?», se preguntó, mientras los despedía con la mano.
Gavallan salió conduciendo del aeropuerto. Éste todavía se encontraba parcialmente en sombras. Algunos jets tenían ya encendidas las luces de navegación y calentaban motores. La evacuación de Irán seguía siendo prioritaria. Miró a Scragger de soslayo y vio la mueca.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, claro, Andy, sólo unos retortijones de vez en cuando. En Nueva Guinea lo pasé muy mal, así que siempre ando con cuidado. Si pudiera encontrar algo del «Elixir» del viejo doctor Collis me volvería loco. Seis gotas de ese potingue mágico y todo pasa al olvido.
Se trataba de un brebaje maravilloso y muy efectivo inventado por el doctor Collis Brown, cirujano del Ejército inglés para combatir la disentería de la que centenares de miles de soldados morían durante la guerra de Crimea.
—Tienes razón, Scrag —dijo Gavallan en actitud ausente, preguntándose si «Pam Am Freighting» habría tenido alguna cancelación—. Yo nunca viajo sin Collis..., ¡espera un momento! —De repente, sonrió contento—. ¡Mi botiquín de supervivencia! Creo que tengo algo en él. Liz siempre lo mete en mi cartera. «Collis Brown's», «Tiger Balm», aspirinas, un soberano de oro y una lata de sardinas.
—¿Qué? ¿Sardinas?
—Por si tengo hambre. —Gavallan estaba contento de hablar apartando así la mente del desastre que se avecinaba—. Liz y yo tenemos un amigo común que conocimos hace años en Hang Kong, un tipo llamado Marlowe. Es escritor. Siempre llevaba con él una lata, y raciones de hierro por si había carestía. Luz y yo nos reíamos de aquello. Se había convertido en una especie de símbolo para recordarnos lo afortunados que en realidad somos.
—¿Peter Marlowe? ¿El autor de Changi, sobre el campo de concentración en Singapur?
—Sí. ¿Lo conoces?
—No. Pero he leído ese libro. Los otros no los he leído pero ése sí. A Scragger le acudió de repente a la mente su propia guerra contra los japoneses y luego, también, Kasigi e «Iran-Toda». La noche anterior había estado llamando a otros hoteles para tratar de localizar a Kasigi y, finalmente lo había encontrado registrado en el «International». Le había dejado un mensaje pero seguía sin saber nada de él. «Es probable que esté molesto conmigo porque le he fallado —se dijo—, porque no pudimos ayudarle en "Iran-Toda". ¡Por todos los diablos! Parece como si Bandar Delam e "Iran-Toda" hubieran existido hace un par de años cuando, en realidad, sólo hace un par de días. Aun así, de no haber sido por él, yo seguiría inmovilizado con las esposas en aquella condenada cama.»
—Es una pena que no tengamos todos nuestra lata de sardinas, Andy —dijo—. En realidad, todos olvidamos nuestra suerte. Fíjate lo afortunados que fuimos de poder salir de Lengeh de una sola pieza. ¿Y qué me dices del viejo Duke? Pronto se encontrará como nuevo. Tan sólo una fracción de centímetro y estaría muerto. Pero no ha sido así, está vivo, y Scot también. Por no hablar de Torbellino. Todos los muchachos han logrado salir y también nuestros pájaros. Erikki está a salvo. Mac se pondrá bien. ¡Espera y verás! ¿Dubois y Fowler? Puede ocurrir en cualquier momento pero, por lo que nosotros sabemos, todavía no ha ocurrido, de manera que aún podemos conservar la esperanza. ¿Tom? Bien, fue decisión suya y seguro que logrará lo que deseaba.
A unos mil doscientos kilómetros hacia el Norte, Azadeh se protegió los ojos ante el sol que despuntaba. Había visto brillar algo abajo, en el valle. ¿Sería el reflejo de la luz sobre un arma o sobre guarniciones? Preparó el «M16» y cogió los prismáticos. Detrás de ella se encontraba Erikki, tumbado sobre unas mantas en la cabina abierta del «212», profundamente dormido. Su rostro estaba pálido y había perdido mucha sangre, pero Azadeh creía que se hallaba bien. A través de los cristales no vio moverse nada. Abajo, el campo aparecía cubierto de nieve y con muy poco arbolado. Desolador. Ni aldeas ni tampoco humo. El día era bueno aunque muy frío. No había nubes y el viento había parado durante la noche. Recorrió el valle con la vista muy lentamente. A unos kilómetros de distancia divisó una aldea de la que no se había dado cuenta antes.
El «212» estaba aparcado en un terreno quebrado y montañoso, sobre una planicie rocosa. La noche anterior, después de la huida de palacio y a causa de una bala que había dañado algunos instrumento, Erikki perdió la orientación. Temeroso de que se agotara todo el combustible e impotente para pilotar y contener al propio tiempo la hemorragia del brazo, decidió arriesgarse a aterrizar y esperar a que amaneciera. Una vez en el suelo, había sacado la alfombra de la carlinga, donde Azadeh seguía durmiendo beatíficamente, y la había desenrollado. Una vez se hubo atado la herida lo mejor que le fue posible volvió a liar a Azadeh en la alfombra para que conservase el calor, después sacó algunas de las armas y se respaldó en el patín para montar la guardia. Pero por mucho que lo intentó, no le fue posible mantener los ojos abiertos.
Su despertar fue brusco. Un falso amanecer iluminaba débilmente el cielo. Azadeh seguía acurrucada en la alfombra aunque ya había abierto los ojos y le observaba a él.
—Bien. ¡De manera que me has secuestrado! —Pero en seguida se desvaneció su frialdad simulada y se refugió en sus brazos al tiempo que le daba las gracias y le besaba después por haber resuelto el dilema de los tres con tantísima prudencia, y repitió el discurso que había preparado—. Sé que una mujer muy poco puede hacer contra su marido, Erikki, apenas nada. Incluso en Irán, donde somos civilizados, incluso aquí, la mujer es casi como un mueble y el Imán se ha mostrado muy claro en cuanto a los deberes de la mujer y en el Corán —añadió—, en el Corán sus deberes están perfectamente claros. También sé que estoy casada con un no Creyente y juro públicamente que intentaré escapar, al menos una vez al día, para tratar de volver al palacio y cumplir mi juramento y aun cuando me sienta aterrada y sepa que me capturarás en cada ocasión y que me dejarás sin dinero o me pegarás y que tengo que obedecer cuanto tú ordenes, lo haré... Pese a todo ello, lo haré. —En sus ojos brillaban lágrimas de felicidad—.Gracias, cariño, Tenía tanto miedo...
—¿Hubieras hecho eso? ¿Renunciar a tu Dios?
—No sabes cómo he suplicado a Dios que te guiara, Erikki? —¿Lo habrías hecho?
—Ahora ya no hay necesidad de pensar en lo impensable. ¿No crees, amor mío?
—¡Ah! —dijo él comprendiendo—. Entonces lo sabías, ¿verdad? ¡Sabías que era esto lo que yo iba a hacer!
—Lo único que sé es que soy tu mujer, que te amo, que debo obedecerte, que tú me has traído contigo sin mi ayuda y contra mi voluntad. No es necesario que volvamos a hablar jamás sobre ello. ¡Por favor!
La miró somnoliento y desorientado, sin llegar a comprender cómo podía parecer tan fuerte y cómo podía haber despertado con tal tranquilidad del sueño provocado por el somnífero. ¡Sueño!
—He de dormir una hora, Azadeh. Lo siento, pero así no puedo seguir adelante. Me será imposible si no duermo más o menos una hora. Creo que aquí estamos bastante seguros. Tú vigila, estaremos bastante seguros.
—¿Dónde nos encontramos?
—Todavía en Irán. En alguna parte cerca de la frontera. —Le dio un «M16» cargado sabiendo que era capaz de manejarlo certeramente—. Una de las balas me destrozó la brújula.
Le vio vacilar mientras se dirigía a la cabina, coger algunas mantas y derrumbarse sobre ellas. Se quedó dormido al instante. Mientras esperaba a que se hiciera de día, Azadeh pensaba en su futuro y en su pasado. Todavía quedaba por arreglar la cuestión de Johnny. Nada más. «¡Qué extraña es la vida! Pensé que gritaría mil veces, envuelta en esa horrible alfombra, simulando que estaba drogada. ¡Como si yo fuera tan estúpida para tomar somníferos ante la posibilidad de que tuviera que ayudar a defendernos! Resultó tan fácil engañar a Mina y a mi querido Erikki, e incluso a Hakim al que ya no quiero nada. "... su espíritu eterno es más importante que su cuerpo terreno." ¡Me hubiera matado! ¡A mí! ¡A su muy amada hermana! Pero lo engañé.»
Estaba muy contenta consigo misma y con Aysha. Ella le había revelado entre susurros los puntos de escucha secretos del palacio de manera que cuando salió bruscamente de la habitación simulando furia y dejando a Hakim y Erikki solos se había deslizado en el punto adecuado para escuchar lo que estuvieran diciendo. «Ah, Erikki, sentía verdadero terror ante la posibilidad de que tú y Erikki no estuvierais dispuestos a creer que era cierto que quebrantaría mi juramento..., y frenética de que quizá los indicios que yo había estado colocando delante de ti durante toda la velada no fueran aprovechados para tu estratagema perfecta. Pero tú me llevabas la delantera..., incluso tenías preparado el helicóptero. Qué inteligente fuiste, lo fui yo, lo fuimos los dos juntos. Inclusive me aseguré de que cogerías mi bolso, con joyas y el botín de Najoud pues yo había engatusado a Hakim para que me lo diera, así que ahora somos ricos y estamos a salvo, en este país olvidado de Dios.»
—Está olvidado de Dios, querida —le había dicho Ross en Teherán, poco antes de dejarla.
Ella no pudiendo soportar que se fuese sin decirle adiós, se había dirigido a Talbot para informarse sobre él y después, unas horas más tarde, Johnny había llamado a su puerta. El apartamento estaba vacío salvo por ellos dos.
—Lo mejor será que te vayas de Irán, Azadeh. Tu amado Irán va de cabeza una vez más. Esta revolución es igual a todas las anteriores, una nueva tiranía sustituye a la anterior. Tus nuevos gobernantes impondrán sus leyes, su versión de la ley de Dios, al igual que el Sha implantó la suya. Tus ayatollahs vivirán y morirán como viven y mueren los papas, unos; algunos, buenos; otros, malos; los menos, malvados. Cuando Dios lo quiera, el mundo mejorará un poco, la bestia escondida en el interior del hombre que necesita morder, portarse violentamente y matar llegará a ser algo más humano y algo más moderado. La gente estropea el mundo, Azadeh. Sobre todo, los hombres. ¿Sabes que te amo?
—Sí. Lo dijiste en la aldea. ¿Sabes que te amo?
—Sí.
Era tan fácil sumergirse en el vientre del mundo como cuando eran jóvenes.
—Pero ahora ya no lo somos, y hay una gran tristeza en mí, Azadeh.
—Pasará, Johnny —le había dicho ella deseándole toda la felicidad del mundo—. Pasará, al igual que ocurrirá con las dificultades de Irán. Durante siglos, hemos tenido épocas terribles, y han pasado.
Recordaba cómo habían permanecido sentado juntos, mas sin tocarse, y, sin embargo, poseyéndose el uno al otro. Más tarde, él la sonrió, se levantó, agitó la mano, con aquel saludo tan suyo de despreocupación, y salió en silencio.
De nuevo aquel centelleo en el valle. Volvió a sentirse inquieta. Luego, un movimiento entre los árboles y, entonces, los vio. —¡Erikki!
Él se despertó al instante.
—Allí, abajo. Dos hombres a caballo. Parecen hombres tribales. Le alargó los prismáticos.
—Ya los veo.
Ambos hombres iban armados, y cabalgaban a medio galope por el lecho del valle, vestidos como las gentes de las colinas y manteniéndose a cubierto allá donde podían hacerlo.
—Es probable que hayan visto el helicóptero aunque dudo que puedan vernos a nosotros.
—¿Se dirigen hacia aquí?
Pese a su dolor y cansancio, percibió el temor en la voz de ella. —Tal vez. Probablemente sí. Les costará media hora llegar hasta aquí, tenemos mucho tiempo.
—Nos están buscando. —Se había quedado blanca como el papel y se acercó más a Erikki—. Hakim habrá puesto en alerta a todo el mundo.
—No puede haber hecho eso. Me ayudó.
—Eso fue para escapar —dijo, nerviosa, y recorrió con la mirada la planicie, la fila de árboles y las montañas. Luego, de nuevo, observó a los dos hombres—. Una vez que hayas escapado se comportará como un Khan. No conoces a Hakim, Erikki. Es mi hermano pero Khan por encima de todo.
A través de los prismáticos, Erikki vio la aldea medio oculta junto a la carretera, a una distancia media. El sol hacía brillar las líneas telefónicas. Aumentó su propia inquietud.
—Tal vez sólo se trate de aldeanos que sientan curiosidad por nosotros. Pero no vamos a esperar a descubrirlo. —Le sonrió fatigado—. ¿Tienes hambre?
—Sí, pero me encuentro bien. —Presurosa, empezó a enrollar la alfombra que era antigua, de incalculable valor y una de sus favoritas—Tengo más sed que hambre.
—Yo también. Además, ahora me encuentro mejor. El sueño me ha servido de mucho.
Recorrió las montañas con la mirada, comparando lo que veía con lo que tenía grabado en la mente del mapa. Una última mirada a los hombres de abajo que todavía se encontraban lejos. «Durante un rato no corremos peligro —se dijo—, a menos que haya otros por los alrededores.» Se dirigió hacia la carlinga. Azadeh metió la alfombra en la cabina y cerró la portezuela con un esfuerzo. También allí habían llegado las balas, pero no se había fijado antes en los agujeros. Otro centelleo del sol sobre metal en el bosque, mucho más cerca, que ninguno de los dos vio.
A Erikki le dolía la cabeza y se sentía débil. Pulsó el botón de puesta en marcha. Funcionó de inmediato, y a la perfección. Una rápida comprobación de los instrumentos. El contador de revoluciones estaba destrozado, no tenía brújula y tampoco radio. Algunos instrumentos no los necesitaba, el sonido de los motores le diría cuándo las agujas estarían en el «Verde». Pero las de las válvulas de combustible se habían quedado atascadas en un cuarto. No tenía tiempo de comprobarlo como tampoco cualquiera otra avería si es que la había. ¿Qué podía hacer? «Vosotros, todos los dioses grandes y pequeños, antiguos y modernos, vivos y muertos o todavía por nacer, poneos hoy de mi lado, necesitaré de toda la ayuda que podáis darme.» Sus ojos tropezaron con el kookri que recordaba vagamente haber metido en el bolsillo del asiento. Sin esfuerzo consciente alargó la mano y ]o tocó. Su tacto quemaba.
Azadeh corrió presurosa hacia la carlinga, mientras la turbulencia producida por los rotores aumentaba, lo que dificultaba sus movimientos y le hacía sentir más frío aún. Logró subir hasta el asiento, apartando los ojos de toda aquella sangre seca en la tapicería y en el suelo.
Su sonrisa se apagó al darse cuenta de la entristecida concentración de él y de su aspecto extraño con la mano casi tocando el kookri pero no del todo. De nuevo se preguntó por qué Erikki lo habría llevado consigo.
—¿Te encuentras bien, Erikki? —le preguntó, pero él no pareció haberla oído. Insha'Allah. Ha sido Voluntad de Dios que él esté vivo y yo esté viva, que estemos juntos y casi a salvo. Todavía no es mi Erikki, ni por su aspecto físico ni por su espíritu. Casi puedo escuchar los malos pensamientos que se atropellan en su mente. Los malos dominarán pronto a los buenos de nuevo, que Dios nos proteja—. Gracias, Erikki —le dijo cogiendo el casco que él le alargaba, y armándose mentalmente para la lucha.
Erikki se aseguró que ella tenía bien colocado el cinturón y ajustó el volumen para ella.
—¿Puedes oírme bien?
—Sí, querido. Gracias.
El oído de Erikki estaba en parte concentrado en el sonido de los motores, todavía tenían que esperar uno o dos minutos antes de poder despegar.
—No tenemos suficiente combustible para llegar hasta Van que es el aeropuerto turco más cercano... Puedo ir al hospital de Rezaihey para buscar combustible, pero resultaría demasiado peligroso. Iré un trecho en dirección Norte. He visto por allí una aldea y una carretera. Tal vez sea la carretera Khoi-Van.
—Estupendo. Apresurémonos, Erikki. No me siento segura aquí. ¿Hay algún campo de aviación por aquí? Es posible que Hakim haya alertado a la Policía y ellos, a su vez, a las Fuerzas Aéreas, ¿No podemos despegar?
—Sólo unos segundos más, los motores están casi a punto. —Vio su ansiedad y su belleza y su mente le atormentó una vez más con la imagen de ella junto a John Ross. Se forzó por alejarla—. Creo que hay campos de aviación a lo largo de todo el sector de la frontera. Volaremos tan lejos como podamos. Creo que llevamos combustible suficiente para atravesar la frontera. —Hizo un esfuerzo por mostrarse bromista—. Tal vez podamos encontrar una gasolinera. ¿Crees que aceptarían una tarjeta de crédito?
Azadeh rió, nerviosa, y levantó su bolso, enrollando la correa alrededor de su muñeca.
—No necesitamos tarjetas de crédito, Erikki. Somos ricos..., tú eres rico. Yo puedo hablar turco y si no soy capaz de suplicar, comprar o sobornar para abrirnos caminos es que no pertenezco a la tribu Gorgon. Pero abrirnos camino, ¿hacia dónde? ¿Estambul? Tienes derecho a unas vacaciones fabulosas, Erikki. Nos encontramos a salvo sólo gracias a ti. Tú lo has hecho todo, y has pensado en todo.
—No, Azadeh, fuiste tú. —«Tú y John Ross», ansiaba gritar y, para ocultarlo, miró sus instrumentos. «Pero sin Ross, tú, Azadeh, estarías muerta, y, por lo tanto, yo estaría muerto y no puedo soportar la idea de tú y él juntos. Estoy seguro de que am...»
En aquel preciso momento vio, con incredulidad, a los grupos de jinetes que surgían del bosque a medio kilómetro de distancia por cada lado del helicóptero, policías entre ellos, y empezaban a galopar por el terreno rocoso para llegar hasta allí. El oído le dijo que los motores estaban en el «Verde». Al instante, su mano los puso a toda potencia. El tiempo corría cada vez más despacio, mientras el aparato se levantaba del suelo con harta lentitud, no había forma de evitar que los atacantes dispararan, derribándoles. Un millón de años de tiempo para que descabalgue, apunte y dispare cualquiera de los doce hombres. El gendarme del centro, el sargento, se está deteniendo, ¡saca el «M16» de la funda en su montura!
De repente, el tiempo volvió a toda marcha y Erikki se elevó alejándose de ellos; el helicóptero oscilaba de un lado a otro mientras él esperaba que cada segundo fuera el último; entonces, volaron de costado adentrándose por el desfiladero a ras de las copas de los árboles.
—¡Alto el fuego! —gritó el sargento a los sobreexcitados hombres tribales, situados al borde, que apuntaban y disparaban en tanto que sus caballos hacían cabriolas—. ¡En el Nombre de Dios! Os he dicho que se nos ha ordenado capturarles, salvarla a ella y matarle a él, ¡no matarla a ella!
Los otros obedecieron reacios y al acercarse el sargento a ellos pudo ver al «212» bien adentrado en el valle. Sacó el walkie-talkie y lo puso en marcha.
—Cuartel general, aquí el sargento Zibri. La emboscada ha fracasado. Los motores empezaron a funcionar antes de que tomáramos posiciones. Pero se le ha obligado a salir de su escondrijo.
—¿Hacia dónde se dirigen?
—Hacia el Norte, directo a la carretera Khoi-Van.
—¿Pudiste ver a Su Alteza?
—Sí, parecía aterrada. Dile al Khan que vimos al secuestrador atarle al asiento y también parecía como si el secuestrador le hubiera puesto también una ligadura alrededor de la muñeca... Su Alteza... —La voz del sargento subió de tono excitada—. Ahora el helicóptero ha girado en dirección Este, se mantiene a unos dos o tres kilómetros al sur de la carretera.
—Bien. Buen trabajo. Alertaremos a las Fuerzas Aéreas.
Suliman al Wiali, asesino del «Group Four» trató de impedir que le temblaran los dedos al coger el télex de manos del coronel de SAVAMA: Anoche mataron al coronel Hashemi Fazir, jefe del Servicio Secreto Interno, junto con el asesor inglés Armstrong, mientras dirigía valientemente un ataque que arrasó el cuartel general de los mujadines izquierdistas. Los cuerpos de los dos hombres quedaron calcinados cuando los traidores hicieron volar el edificio. (Firmado). El Jefe de Policía. Tabriz.
Suliman aún no estaba repuesto del terror que le había embargado ante aquella repentina llamada al despacho, petrificado ante la posibilidad de que aquel oficial hubiera encontrado documentos incriminatoríos en la caja fuerte, abierta y vacía, que tenía a su espalda. Estoy seguro de que mi Amo no puede haberse mostrado tan descuidado,¡sobre todo en su propio despacho!
—La Voluntad de Dios, Excelencia —dijo, devolviéndole el télex y disimulando su furia—. La Voluntad de Dios. ¿Eres el nuevo líder del Servicio Secreto Interno, Excelencia?
—Sí. ¿Cuáles eran tus obligaciones?
—Soy un agente, Excelencia —respondió Suliman, adulando como cabía esperar, olvidado ya el tiempo pasado. Empezó a perder el miedo. «Si estos perros sospechasen algo, yo no estaría aquí —razonó, acrecentándose su confianza—. Me encontraría aullando en una mazmorra. Estos incompetentes hijos de perra no se merecen vivir en el mundo de hombres»—. El coronel me ordenó que viviera en Jaleh y que tuviera los oídos y los ojos bien abiertos y que descubriera comunistas. —Mantuvo una mirada inocua, sintiendo un gran desprecio por aquel hombre pomposo, de rostro enjuto que se sentaba a la mesa de Fazir.
—¿Cuánto tiempo hace que desempeñas este empleo?
—Tres o cuatro años, no lo recuerdo con exactitud, Excelencia. Figura en mi ficha. Acaso sean cinco, no recuerdo. Debe de estar consignado en mi tarjeta, Excelencia. Alrededor de cuatro años yo he trabajado duro y te serviré con todas mis energías.
—SAVAMA se hace cargo del Servicio Secreto Interno. De ahora en adelante me informarás directamente a mí. Quiero copias de todos tus informes desde el momento en que empezaste a trabajar aquí.
—Hágase la Voluntad de Dios, Excelencia, pero no sé escribir, al menos lo hago tan mal que Su Excelencia Fazir jamás me pidió informes por escrito —mintió Suliman sin el menor pudor. Esperó en silencio, ora sobre un pie ora sobre el otro, y comportándose como si fuera corto de luces. «SAVAK o SAVAMA, todos son unos embusteros y es más que probable que fuesen ellos quienes prepararon el asesinato de mi Amo. Dios les maldiga..., estos perros han hecho fracasar el plan de mi Amo. ¡Han dado al traste con mi trabajo perfecto! Mi trabajo perfecto con dinero, poder y futuro reales. Estos perros son unos ladrones, me han robado el futuro y la seguridad. Ahora me he quedado sin trabajo, sin enemigos marcados de Dios a quienes matar. Sin futuro, sin seguridad, sin prot... ¡A menos...!»
«A menos que recurra a mi ingenio y habilidades y prosiga con lo que mi Amo comenzara.»
«¡Por todos los condenados diablos!, ¿y por qué no? Es la Voluntad de Dios que él esté muerto y yo vivo, que él haya sido el sacrificado y no yo. ¿Por qué no? ¿Por qué no iniciar a más equipos? Conozco las técnicas del Amo y parte de su plan. Aún mejor, ¿por qué no hacer una visita a su casa y vaciar la caja fuerte que tenía en el sótano? Él nunca supo que yo conocía su existencia. Ni siquiera su mujer sabe nada de ella. Ahora que él está muerto sería fácil. Y más vale que vaya esta noche, y llegue allí antes de que lo hagan esos comemierdas de la Mano Izquierda. ¡Qué riquezas no contendrá esa caja fuerte! Dinero, documentos, listas..., a mi Amo le gustaban las listas más que a una gallina la mierda. Que me muera si en esa caja fuerte no hay una lista de los otros «Group Four». ¿Acaso mi difunto Amo no proyectaba asistir hoy a Al-Sabbah? ¿Por qué no ir yo en su lugar? Con asesinos, con asesinos auténticos que ya no temen a la muerte y buscan el martirio como pasaporte seguro para el Paraíso...
Casi rió en voz alta. Eructó para disimular.
—Perdón, Excelencia, no me siento bien. ¿Puedo retirarme, por fa...? —¿Dónde guardaba sus papeles el coronel Fazir?
—¿Papeles, Excelencia? Me haces demasiado honor, Excelencia, ¿qué puede saber un hombre como yo de papeles? No soy más que un agente, le informaba y luego me despedía, la mayoría de las veces con un puntapié y una maldición... Será magnífico trabajar para un hombre auténtico. —Esperó confiado. «Y ahora, ¿qué hubiera querido Fazir que yo hiciera?» No hay duda: que lo vengara, lo cual significa acabar con Pahmudi por ser el responsable de su muerte, y con este perro por tener la desfachatez de sentarse a su mesa. ¿Por qué no? Pero antes iré a vaciar la verdadera caja fuerte»—. ¿Puedo irme, por favor, Excelencia? Tengo los intestinos repletos y padezco la enfermedad de los parásitos.
Con un gesto de desagrado, el coronel alzó la vista de aquella tarjeta que no le revelaba nada. Ningún expediente en la caja, sólo dinero. «Un formidable pishkesh para mí —se dijo—, pero, ¿dónde están los expedientes? ¿En su casa?»
—Puedes irte —repuso con irritación—, pero preséntame el informe una vez a la semana. A mí, personalmente. Y no lo olvides, a menos que hagas un buen trabajo..., no tenemos la intención de emplear a enfermos fingidos.
—Sí, Excelencia, ciertamente, Excelencia. Gracias, Excelencia. Haré lo mejor que pueda por Dios y el Imán. ¿Cuándo deberé informarle? —Al día siguiente del Día Santo de cada semana.
El coronel, malhumorado, le hizo seña de que se fuera. Suliman salió arrastrando los pies y prometiéndose que antes del próximo informe ese coronel ya no existiría. ¡«Hijo de perra!, ¿por qué no? Mi poder ya alcanza a Beirut y a Bahrein.
Bahrein: 12.50 del mediodía. Hacia el Sur, casi a mil doscientos kilómetros de distancia, el día en Bahrein era tibio y soleado, las playas desbordaban de excursionistas de fin de semana, de aficionados al surf que disfrutaban en el mar de la hermosa brisa, las mesas de la terraza del hotel estaban ocupadas por hombres y mujeres ligeramente vestidos para broncearse bajo aquel maravilloso sol primaveral. Una de ellas era Sayada Bertolin.
Llevaba una especie de túnica transparente sobre su bikini y saboreaba un zumo de limón sentada, sola, a la sombra de una sombrilla verde. En actitud perezosa, contemplaba a los bañistas y a los niños que jugaban en la orilla..., uno de aquellos chiquillos era el vivo retrato de su propio hijo. «Ya tengo ganas de volver a casa —se dijo—, de abrazar de nuevo a mi hijo y sí, sí, incluso de volver a ver a mi marido. He pasado tanto tiempo lejos de la civilización, de la excelente comida y la excelente conversación, del buen café, de los croissants y del vino, de los periódicos, la radio y la televisión y de todas esas cosas maravillosas que damos por sentadas. Aunque, yo no, ciertamente. Siempre las he apreciado y siempre he luchado por un mundo mejor y por la justicia en el Oriente Medio.»
«Pero, ¿ahora?» Su alegría se desvaneció.
«Ahora no sólo soy una simpatizante y correo sirio también agente secreto de la milicia libanesa cristiana, de sus amos israelíes y de sus amos de la CIA. Gracias a Dios, fui lo bastante afortunada para escuchar lo que ellos decían en voz baja cuando pensaban que ya me había ido, después de recibir su orden de regresar a Beirut. Desde luego no citaron nombres pero dijeron lo suficiente para descubrir su origen. ¡Perros! ¡Asquerosos y repugnantes perros! ¡Cristianos! ¡Traidores a Palestina! ¿Me atreveré a decírselo a mi marido quien a su vez lo diría a otros en el Consejo? No me atreveré. Ellos saben demasiado.»
Fijó su atención en la mar y se sobresaltó. Entre los que practicaban el surf reconoció a Jean-Luc, lanzándose hacia la orilla, manteniendo el equilibrio de una forma estupenda sobre la precaria tabla, e inclinándose elegantemente contra el viento. En el último segundo, giró con el viento, saltó a las aguas poco profundas y dejó que la tabla se hundiera. Sayada sonrió ante tal perfección.
«¡Cómo te quieres a ti mismo, Jean-Luc! Pero debo de admitir que tenías estilo. En muchas cosas eres soberbio, como chef, como amante..., ah, sí, pero sólo de vez en cuando, no eres lo bastante variado ni experimentado para nosotros, los del Oriente Medio que comprendemos el erotismo. Además, estás demasiado preocupado con tu propia belleza. "He de admitir que eres guapo", murmuró, sintiéndose agradablemente húmeda ante la idea. Haciendo el amor tienes una calificación por encima del promedio, chéri, pero no más. No eres el mejor. Mi primer marido era el mejor, acaso porque fue el primero. Y después Teymour. Teymour era único. Ah, Teymour, ahora ya no tengo miedo de pensar en ti, ahora que estoy fuera de Teherán. Entonces no podía. No te olvidaré ni tampoco lo que te hicieron. Un día tomaré venganza por ti de la milicia cristiana.»
Sus ojos vigilaban a Jean-Luc, y se preguntaba qué haría en Bahrein. Estaba encantada de que se encontrara allí, y esperaba que la viera, no quería hacer el primer movimiento para no tentar a la suerte, sino esperar a ver lo que la suerte le tenía reservado. Se miró en su espejo de mano, se dio un toque de brillo en los labios, se perfumó detrás de las orejas. Y esperó. Jean-Luc empezó a caminar por la playa. Sayada simuló estar concentrada en el espejo, aunque le observaba a través de él, abandonándose a la suerte.
—¡Sayada! Mon Dieu, chérie! ¿Qué haces aquí?
Ella se mostró debidamente asombrada, y luego él la besó. Sayada saboreó el gusto salobre y olfateó el aceite bronceador y el sudor y decidió que, después de todo, aquella tarde sería perfecta.
—Acabo de llegar, chéri, llegué anoche de Teherán —dijo casi jadeante, dejando que el deseo la desbordara—. Estoy en la lista de espera en el vuelo de mañana a mediodía de la «Middle Eastern» para Beirut..., pero, ¿y tú? ¿Qué haces aquí? Es como un milagro.
—Lo es. ¡Vaya si somos afortunados! Pero no puedes irte mañana, mañana es domingo. Mañana tendremos una barbacoa, langostas y ostras.
Sé le veía seguro de sí mismo, muy francés y deliciosamente persuasivo. «¿Por qué no? —se dijo Sayada—, Beirut puede esperar. He esperado tanto tiempo que un día más no importa.»
Él, por su parte, pensaba: «¡Es perfecto! El fin de semana iba a ser un desastre y ahora, amor por la tarde y luego la siesta. Más tarde, elegiré una cena perfecta, luego bailaremos un poco, y nos amaremos fervientemente. Un sueño reparador y en forma para otro día perfecto mañana.»
—Estoy desolado, chérie, pero he de dejarte durante unas horas más o menos —dijo con el toque perfecto de tristeza—. Almorzaremos aquí. ¿Te alojas en este hotel? Perfecto, yo también. En la 1623. ¿Alrededor de la una y media o dos menos cuarto? No te cambies, estás perfecta. C'est bon!
Se inclinó, le besó la mano, y con la suya le rozó un seno; notó el estremecimiento de ella y se sintió complacido.
—Buenos días, doctor Lanoire, capitán McIver. ¿Estás bien o mal? —dijo Jean-Luc hablándole en francés.
El padre de Anton Lanoire era originario de Cannes, su madre una bahrení, la hija de un pescador educada en la Sorbona, de un pescador analfabeto que aún seguía faenando como siempre lo hiciera y que seguía viviendo en una casucha a pesar de que era el propietario multimillonario de pozos de petróleo.
—Así, así.
—¿Cómo de así, así?
El doctor juntó las yemas de los dedos. Era un hombre de aspecto distinguido, bien avanzada la treintena, que había ejercido en París y Londres y hablaba tres lenguas, árabe, francés e inglés.
—Hasta dentro de unos días no lo sabremos con exactitud, aún tenemos que hacerle algunas pruebas. Tendremos la seguridad de si está verdaderamente bien o mal dentro de un mes, cuando se le haya hecho un angiograma, pero, entretanto, el capitán McIver responde al tratamiento y no siente dolor.
—¿Se pondrá bien?
—Habitualmente, la angina de pecho es cosa corriente. Por lo que me ha dicho su mujer, parece que los últimos meses ha estado sujeto a una gran tensión la cual aumentó durante los últimos días con esa operación de ejercicios Torbellino..., y no es extraño. ¡Eso sí que es valor! Mi saludo a él, a usted y a todos los que han participado. Y al mismo tiempo les aconsejo muy seriamente que todos los pilotos y demás personal que haya participado en ellos, disfruten de dos o tres meses de permiso.
Aquello complació extraordinariamente a Jean-Luc que sonrió de oreja a oreja.
—Me gustaría que me lo diera por escrito. Por favor. Como es natural, los tres meses de ausencia por enfermedad serían con el sueldo completo y... bonificaciones.
—Por supuesto. Todos vosotros habéis hecho un trabajo magnífico para la compañía, arriesgando vuestras vidas..., y deberíais recibir una bien ganada gratificación. Me pregunto cómo es que algunos más de vosotros no ha sufrido también ataques cardíacos. Dos meses es para la recuperación. Jean-Luc..., antes de que continúes volando es esencial que te sometas a un minucioso chequeo.
—¿Es que existe la posibilidad para todos de que suframos ataques cardíacos? —preguntó perplejo.
—No, no, en absoluto —sonrió Lanoire—. Pero sería muy prudente someterse a un chequeo a fondo, por si acaso. ¿Sabes que la causa de la angina es un bloqueo repentino de la sangre? Y un ataque es cuando ocurre eso mismo pero en el cerebro. Las arterias quedan atascadas..., y ya lo tenemos. Insha'Allah. Puede ocurrir en cualquier momento.
—¿De verdad? —El desasosiego de Jean-Luc se acrecentó—. ¡«Mierda! Sólo me faltaba un ataque al corazón.»
—Desde luego —prosiguió el doctor con amabilidad—. He conocido pacientes en la treintena o primeros años de la cuarentena con presión sanguínea normal, colesterol normal, EKG, electrocardiogramas, normales y... ¡puf! —Hizo un gesto expresivo con las manos—. En cuestión de horas... ¡puf!
—¡Puf! ¿Sin más? —Jean-Luc se sentó inquieto.
—Yo no puedo volar pero me imagino que hacerlo provoca una gran tensión, en especial sobre lugares como el mar del Norte. Y la tensión acaso sea la principal causa de la angina, cuando una parte del corazón muere y...
—¡Dios mío! ¿Es que ha muerto el corazón del viejo Mac? —preguntó, sobresaltado, Jean-Luc.
—No, no, sólo una parte. Cada vez que se sufre un ataque de angina de pecho, por leve que sea, se pierde una parte para siempre. Está muerta —sonrió el doctor Lanoire—. Pero, claro, puedes vivir largo tiempo antes de que te quedes sin tejido.
«Mon Dieu —se dijo Jean-Luc aprensivo, esto no me gusta nada. ¿Mar del Norte? Mierda, más me valdrá pedir un traslado antes de ir siquiera allí.»
—¿Cuánto tiempo estará Mac en el hospital?
—Cuatro o cinco días. Yo te sugeriría que hoy lo dejases tranquilo y lo visitaras mañana, pero sin llegar a fatigarle. Deberá tener un mes de permiso y luego someterse a algunas otras pruebas.
—¿Qué posibilidades tiene?
—Eso está en manos de Dios.
Arriba, en la terraza de una agradable habitación que daba a las azules aguas, Genny dormitaba en un sillón, en la falda el Times de Londres que llevara la «BA» en uno de los primeros vuelos de aquel día. McIver descansaba confortablemente sobre las limpias y almidonadas sábanas. Sintió rozarle la brisa marina y se despertó. «El viento ha cambiado —se dijo—, vuelve a ser el habitual del Noroeste. Estupendo.» Se movió a un lado para divisar mejor el Golfo. El ligero movimiento despertó a Genny. Dobló el periódico y se puso en pie.
—¿Cómo te sientes, cariño?
—Muy bien. Ahora me encuentro muy bien. Sólo algo cansado. Te he oído vagamente hablar con el médico. ¿Qué ha dicho?
—Que todo parece estar bien. El ataque no fue grave. Tendrás que tomártelo con calma durante unos días, luego un mes de permiso y más tarde algunas otras pruebas... Me muestro muy optimista porque no fumas y siempre estás en forma, dadas las circunstancias. —Genny permanecía en pie junto a la cama, de espaldas a la luz, pero McIver podía distinguir su rostro y leer en él la pura verdad—. No puedes volver a volar..., como piloto —añadió ella y sonrió.
—Eso es fastidioso —dijo él lacónico—. ¿Has mantenido contacto con Andy?
—Sí, llamé anoche y también esta mañana y volveré a hacerlo dentro de una hora o así. Todavía no se sabe nada del joven Marc Dubois y de Fowler, pero todos nuestros pájaros se encuentran a salvo en Al Shargaz y desmontados para ser embarcados mañana. Andy se siente enormemente orgulloso de ti..., y también Scrag. He hablado esta mañana con él.
La sombra de una sonrisa.
—Será estupendo ver al viejo Scrag. Y tú, ¿te encuentras bien? —Sí, desde luego. —Le puso la mano en el hombro—. Me alegro tantísimo de que estés mejor..., me diste un buen susto.
—Yo me llevé un buen susto, Gen —sonrió y levantando la mano dijo con brusquedad—: Gracias, Mrs. McIver.
Ella, cogiéndosela, se la llevó a la mejilla y luego se inclinó y le rozó los labios con los suyos, reconfortada ante el afecto tan inmenso reflejado en su rostro.
—Me diste un buen susto —susurró de nuevo.
McIver vio el periódico.
—¿Es de hoy, Gen?
—Sí, querido.
—Parece que han pasado años desde que leí uno. ¿Qué hay de nuevo?
—Más o menos lo de siempre —dijo ella doblándolo y dejándolo a un lado con indiferencia pues no quería que McIver viera la sección que había estado leyendo por si fuera motivo de preocupación para él. «Se hunde el mercado de valores en Hong Kong.» «Esto afectará a "Struan's" y a ese bastardo de Linbar —se dijo—, pero, ¿podrá perjudicar a "S-G" y a Andy?» Como de todas maneras Duncan nada podía hacer, más valía dejarlo estar—. Huelgas. Callaghan está enredando más que nunca las cosas en la pobre y vieja Gran Bretaña. Dicen que existe la posibilidad de que convoque elecciones anticipadas este año y que, de ser así, Maggie Thatcher tiene buenas posibilidades. Sería formidable, ¿verdad? Al fin llevaría la batuta alguien con sentido común para cambiar.
—¿Porque es mujer? —dijo él irónico—. Eso sería como meter la zorra entre los pollos. ¡Dios Todopoderoso, una mujer Primer Ministro! En primer lugar, no comprendo siquiera cómo es posible que birlara el liderato a Heath..., debe llevar bragas de hierro blindadas. Si al menos esos malditos liberales se hubieran estado quietos... —Calló y Genny le vio mirar hacia el mar. Algunos dhows navegaban bellamente. Se sentó en silencio y esperó. Deseaba que volviera a quedarse dormido o que charlara un poco, lo que él prefiriera. «Debe de estar poniéndose mejor cuando ya tienes ganas de meterse con los liberales —pensó aturdida, dejándose ir mientras contemplaba el mar. Le agitaba el pelo. La brisa que olía a mar le agitaba el cabello. Resultaba agra dable permanecer allí sentada, sabiendo que él ya estaba bien, respondiendo al tratamiento—. No tiene por qué preocuparse, Mrs. McIver» Era fácil decirlo, pero difícil de cumplir.
«Nuestras vidas cambiarán profundamente, tiene que ser así, aparte de perder a Irán y todo cuanto tenemos aquí, un montón de cosas viejas, de las que la mayor parte no echaré en falta, ni mucho menos. Ahora que Torbellino ha terminado..., debo de haber estado loca para sugerirlo siquiera pero, !ha resultado tan bien! Ahora, la mayoría de nuestros muchachos han salido de allí y se encuentran a salvo. De momento, no quiero pensar en Tom o Marc o Fowler, ni en Erikki, Azadeh o Sharazad, Dios les bendiga a todos ellos, así como nuestro mejor equipo y también la cara, de manera que seguimos funcionando, nuestra inversión en «S-G» debe de tener algún valor. No estaremos arruinados y eso ya es una bendición. Me pregunto cuánto podríamos obtener por nuestras acciones. Supongo que tendremos alguna, ¿y qué hay del "hundimiento del mercado de valores"»? Espero que no nos haya alcanzado de nuevo a nosotros.
»Sería agradable tener algo de dinero, pero eso no me importa siempre que Duncan se ponga mejor. Tal vez se retire o también es posible que no lo haga. En realidad, no me gustaría que se retirara, eso le mataría. ¿Y dónde viviremos? ¿Cerca de Aberdeen? ¿O en Edimburgo, al lado de Sarah y Trevor? ¿Y por qué no en Londres, con Hamish y Kathy? En Londres no, la vida resulta muy desagradable allí. Además, no conviene que vivamos demasiado cerca de ninguno de los chicos, no queremos molestarles aunque resultaría muy agradable que pudiéramos vernos de vez en cuando, e incluso hacer de canguro con los nietos. No quiero convertirme en una suegra pesada para Trevor ni para la joven Kathy..., es realmente encantadora. Kathy, Kathleen, Kathy: Andrew y Cathy, y yendo a Castle Avisyard a veces. Y ahora Andrew y Maureen, y la chiquitina Electra. No quisiera estar sola, no quisiera que Duncan hub...
»No quiero revivir todo aquel horror, el golpeteo, la abrumadora oscuridad, el no poder ver, los jets aullando, el hedor a petróleo... ¡Dios mío!, ¿cómo es posible que soporten todo ese ruido y balanceos continuos hora tras hora...? Y durante todo ese tiempo, Duncan con estertores, sin saber si estaba vivo o muerto, por dos veces gritando: "está muerto, está muerto", pero sin que nadie oyera nada y sin que nadie pudiera ayudar mientras el viejo y querido Charlie volaba lo más rápidamente que podía, y el otro hombre, el sargento iraní, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Wazari, Wazari muy amable pero absolutamente inútil Oh, Dios mío, aquello fue horroroso, verdaderamente horroroso y parecía no terminar nunca..., pero ahora todo está bien otra vez y gracias a Dios que yo me encontraba allí. Duncan se pondrá completamente bien. Se pondrá. Tiene que ponerse.
»Me pregunto qué le pasará a Wazari. Estaba tan asustado cuando la Policía se lo llevó. Un momento, ¿no había dicho Jean-Luc que había oído decir que pronto lo soltarán bajo la custodia de Andy, en calidad de exiliado político, siempre que Andy garantice que lo sacará de Bahrein y le dará un empleo?
»¡Maldita revolución! Y un maldito fastidio que no pueda regresar a recoger algunas de mis cosas. Está aquella vieja sartén en la que nunca se pega nada, y la tetera de Grannie, en la que se hacía una taza de té tan estupendo, incluso con esas estúpidas bolsitas de té y el agua de Teherán. ¡Uff! ¡Agua! Muy pronto ya no habrá que ponerse en cuclillas y utilizar agua en vez de un excelente y suave papel higiénico. ¡Uff! Si no he de tener que volver a ponerme en cuclillas lo doy todo por bien perdido.
—¿De qué sonríes, Gen?
—Deja que piense. Ah, sí, estaba recordando lo de ponerse en cuclillas de todos los traseros, ya de buena mañana sobre los joubs, y de sus botellas de agua, pobre gente. Siempre me ha parecido tan horrible y al propio tiempo tan cómico. ¡Pobre gente! Nosotros ya no habremos de ponernos en cuclillas, muchacho, regresamos a Blighty.—Vio el cambio en su mirada y de nuevo se sintió inquieta—. No está mal, Duncan. Volvemos a casa. No será tan malo, te lo prometo.
Al cabo de una pausa, Mclver asintió, en parte para sí.
—Habrá que esperar y ver, Gen. Todavía no tomaremos ninguna decisión. No es preciso que lo hagamos durante uno o dos meses. Primero he de ponerme en forma y entonces decidiremos. No te preocupes, ¿eh?
—No estoy preocupada.
—Bien. No es necesario preocuparse. —Una vez más al mar atrajo su atención. «No me voy a pasar el resto de mi vida combatiendo al condenado tiempo inglés. ¿Retirarme? ¡Cristo!, he de pensar algo. Si tengo que dejar de trabajar, me volveré loco. Tal vez podamos encontrar alguna pequeña vivienda junto al mar para el invierno, en España o en el sur de Francia. ¡Maldito si estoy dispuesto a dejar que Gen se muera de frío, envejezca y se encoja antes de tiempo...! ¡Ese condenado viento, terriblemente salobre del mar del Norte! Por Dios que jamás iremos allí. Ahora, con el éxito de Torbellino tendremos dinero más que suficiente. ¡Nueve de los diez "212"! ¡Maravilloso! No quiero pensar en Dubois, o Fowier, Tom o Erikki, en Azadeh o Sharazad.»
Volvió a sentir ansiedad y con ella un pinchazo que aumentó esa ansiedad y provocó otra punzada más fuerte.
—¿En qué piensas, Duncan?
—En que hace un hermoso día.
—Sí, sí, es muy hermoso.
—¿Quieres intentar ponerme en comunicación con Andy, Gen?
—Sí, claro —descolgó el teléfono y marcó el número sabiendo que lo mejor para él sería hablar un rato—. ¿Hola? Ah, hola, Scot, ¿cómo estás? Soy Genny. —Escuchó un momento—. Eso está bien. ¿Y tu padre? —Volvió a escuchar—. No, sólo dile que he llamado porque Duncan quería hablar con él... Está bien y podéis llamarle aquí, a la extensión 455. Sólo quería saludarle. ¿Querrías decirle a Andy cuando vuelva que llame? Gracias, Scot... No, de veras, está bien, díselo también a Charlie. Adiós.
Colgó pensativa el teléfono.
—No hay nada nuevo. Andy está en el «International» con Scrag. Han ido a ver a ese «jap»..., ya sabes, el de «Iran-Toda». Lo siento, no debería llamarle así a la cara, pero eso es lo que es. Aún no puedo perdonarles lo que nos hicieron en la guerra.
Mclver frunció el entrecejo.
—¿Sabes una cosa, Gen? Acaso sea hora de que lo hagamos. Kasigi ayudó realmente al viejo Scrag. Aquel viejo adagio de «los pecados de los padres» ya no sirven ahora. Tal vez deberíamos iniciar la nueva era. Y eso es lo que tenemos, Gen, querámoslo o no, una Nueva Era. ¿Eh?
Genny vio su sonrisa y de nuevo se le saltaron las lágrimas. «No debo de llorar, todo va tan bien, la Nueva Era será buena y él se va a poner mejor, tiene que ponerse mejor... ¡Estoy tan asustada, Duncan!
—Te diré algo, muchacho —dijo vivaz—, cuando estés otra vez en forma, iremos de vacaciones a Japón y entonces podremos verlo por nuestros propios ojos.
—Es un trato. Incluso podremos visitar Hong Kong de nuevo.
Le cogió la mano y se la apretó y ambos disimularon su temor al futuro, cada uno por el otro.