CAPÍTULO XVI
El «Range Rover» rojo cruzó las puertas del palacio del Khan y descendió por la ladera en dirección a Tabriz, y a la carretera que llevaba a Teherán. Conducía Erikki, con Azadeh sentada a su lado. Había sido el primo de ella, el coronel Mazardi, jefe de Policía, quien persuadiera a Erikki para que no viajara el viernes a Teherán.
—La carretera es en extremo peligrosa... Ya lo es bastante durante el día —les había dicho—. Ahora, ya no volverán los insurrectos, estáis seguros. Lo mejor será que vayáis a ver a Su Alteza el Khan y le pidáis su consejo. Eso sería lo más prudente.
Azadeh se había mostrado de acuerdo.
—Ni que decir tiene que haremos lo que tú quieras, Erikki; sin embargo, de verdad, me sentiría mucho más tranquila si pasáramos la noche en casa y viéramos a mi padre.
—Mi prima tiene razón, capitán. Por supuesto, usted puede hacer lo que desee, pero juro por el Profeta, Dios conserve por siempre Su palabra, que la seguridad de Su Alteza es tan importante para mí como para usted. Mas si aún sigue queriéndolo así, váyanse mañana. Puedo asegurarles que aquí no corren peligro. Pondré guardia. Si ese que se Ilama Rakoczy o cualquier otro extraño o el mollah, llegaran siquiera a un kilómetro de aquí, o del palacio Gorgon, lo lamentarían.
—Sí, sí. Erikki, por favor —pidió Azadeh entusiasmada—. Naturalmente, cariño, haremos lo que tú quieras, pero acaso quieras consultar con Su Alteza, mi padre, lo que proyectas hacer.
Erikki aceptó reacio. Arberry y el otro mecánico, Dibble, decidieron ir al «Hotel International», en Tabriz, y pasar allí el fin de semana.
—Los repuestos se esperan el lunes, capitán. Ese viejo cicatero de McIver sabe que nuestro «212» ha de estar funcionando el miércoles o tendrá que enviarnos otro, y eso no le gustará nada. Esperaremos, haremos el trabajo y en seguida estaremos en el aire. Nuestra excusa puede ser que aguardamos a un gerente de base que va a acudir a recogernos. Somos británicos y no tenemos de qué preocuparnos..., nadie nos tocará un pelo. Y no olvide que estamos trabajando para el Gobierno de ellos, quienquiera que sea ese condenado Gobierno, y que no sentimos animadversión alguna contra esos malditos hijos de p..., contra esos malditos, si se nos permite decirlo así. 0 sea, usted y la Missus no se preocupen por nosotros. Esperaremos y confiamos que estén de regreso el miércoles. Diviértanse en Teherán.
De modo que Erikki había ido en convoy con el coronel Mazardi hasta los alrededores de Tabriz. El inmenso palacio de los Gorgon Khan se extendía al pie de la montaña, con hectáreas de jardines y huertos protegidos por altos muros. Cuando llegaron, toda la casa estaba ya levantada y reunida: su madrastra, hermanas de padre, sobrinas, sobrinos, sirvientes e hijos de sirvientes, pero no así Abdollah Khan, su padre. Recibieron a Azadeh con los brazos abiertos y derramando lágrimas y felices y derramando más lágrimas, e inmediatamente comenzaron a hacer planes para tener al día siguiente un almuerzo de fiesta a fin de celebrar su buena fortuna al tenerla de nuevo en casa con ellos.
—¡Oh, eso es terrible! ¿De verdad han osado los bandidos y un pícaro mollah entrar en tu tierra? ¿Acaso Su Alteza, nuestro reverenciado padre, no ha donado barriles de rials y centenares de hectáreas de tierra a varias mezquitas en Tabriz v sus alrededores?
Erikki Yokkonen fue recibido con cortesía y cautela. Todos ellos sentían temor ante él, su inmensa contextura física, su rapidez con el cuchillo, la violencia de su temperamento, y les resultaba incomprensible su extrema delicadeza para con sus amigos y el desbordante amor que sentía por Azadeh. Ésta era la quinta de seis hermanas de padre y de un hermano, también de padre, que todavía era un bebé. Su madre, muerta hacía ya muchos años, había sido la segunda mujer concurrente de Abdollah Khan, y su propio y adorado hermano de sangre había sido desterrado por Abdollah Khan y todavía se encontraba en desgracia en Khoi, hacia el Noroeste, desterrado por crímenes contra el Khan, que tanto Hakim como Azadeh juraban que el muchacho no había cometido.
—Primero un baño —le dijeron alegremente sus hermanas—, y así puedes contarnos todo lo que ha pasado, hasta el último detalle, hasta el último detalle. —Arrastraron felices a Azadeh consigo. En la intimidad de la casa de baños, cálida y acogedora, charlaron y cotillearon hasta la madrugada.
—Hace una semana que mi Mahmud no me ha hecho el amor —dijo Najoud, una de las hermanas de Azadeh sacudiendo la cabeza.
—Tiene que haber otra mujer, Najoud, querida —comentó alguna de ellas.
—No, no es eso. Su erección le causa molestias.
—¡Oh, pobre pequeña querida! ¿Has probado a darle ostras...? O tal vez a ungirte los senos con aceite de rosas... 0 a frotarle a él con extracto de jacarandá, cuerno de rinoceronte y almizcle...
—¿Jacarandá y almizcle con cuerno de rinoceronte? Nunca he oído nada de eso, Fazulia.
—Es algo nuevo originario de una antigua receta de Ciro el Grande.
Es un secreto, pero el pene del Gran Rey era pequeño como el de un niño. Sin embargo, después de la conquista de Medas, se convirtió, milagrosamente, en la envidia de sus huestes. Parece ser que obtuvo una poción mágica de los medas con la cual, si se frotaba durante un mes... El Sumo Sacerdote de los medas se la dio a Ciro a cambio de su vida a condición de que el Gran Rey jurara conservar el secreto en el seno de su familia. Durante siglos fue pasando de padres a hijos y ahora, mis queridas hermanas, ¡el secreto se encuentra en Tabriz!
—¿Quién, mi adorada hermana Fazulia, quién? ¡Las bendiciones de Dios sean contigo por siempre! ¿Quién? Mi despreciable marido Abdullah, así se le caigan los tres dientes que le quedan, hace años que no tiene una erección. ¿Quién?
—Tranquilízate, Zadi. ¿Cómo puede contárnoslo ella si la que hablas eres tú? Continúa, Fazulia.
—Sí, tranquilízate, Zadi, y bendice tu buena fortuna... Mi Hassan tiene una erección por la mañana, otra al mediodía y también por la noche, y es tal su deseo, ¡que no me da tiempo a lavarme los dientes! »Bueno, el secreto del elixir lo compró el tatarabuelo de su actual propietario por un elevado precio, por un enorme puñado de diamantes... —Ahhhhhhhhhh.
—... pero ahora podéis comprar una pequeña redoma por cincuenta mil rials.
—¡Eso es mucho! ¿De dónde voy a sacar yo tanto dinero?
—Del sitio de siempre, de sus bolsillos y, de todas formas, intenta hacer un trato. ¿Puede llegar nunca a ser demasiado por semejante poción, cuando te es imposible tener otros hombres?
—Si sirve...
—Pues claro que sirve. ¿Dónde podemos encontrarla, querida, queridísima Fazulia?
—En el bazar, en la tienda de Abu Bakra bin Hassan hin Saiidi. ¡Yo sé el camino! Iremos mañana. Antes del almuerzo. ¿Vendrás con nosotras, Azadeh, cariño?
—No, gracias, querida hermana.
Se escuchó una cascada de risas y una de las más jóvenes dijo: —La pobre Azadeh no necesita jacarandá y almizcle..., ¡sino todo lo contrario!
—Jacarandá y almizcle, pequeña, con cuerno de rinoceronte —la corrigió Fazulia.
Azadeh rió con ellas. Todas le habían preguntado, a las claras o con disimulo, si su marido tenía las mismas proporciones en todo y cómo se las arreglaba ella, tan delgada y frágil, con aquello y cómo soportaba el peso de él.
—Con la magia —había contestado Azadeh a las más jóvenes—. Fácilmente —dijo a las más serias—, y con increíble éxtasis como debe ser en el Jardín del Paraíso —aseguró a las envidiosas y a aquellas a quienes aborrecía y a las que, en el fondo de su ser, quería atormentar.
No todos habían aprobado su casamiento con aquel gigante extranjero. Muchos eran los que habían intentado influir en su padre contra la pareja. Pero ella había ganado la partida y sabía quiénes eran sus enemigos: su hermana Zadi, una maniática del sexo; su embustera prima Fazulia, con sus estúpidas exageraciones; y, la peor de todas, la víbora de dulce labia, su hermana mayor Najoud y su despreciable marido Mahmud. «Ojalá el castigo de Dios caiga sobre ellos por su malvado proceder.»
—Me siento muy feliz de estar en casa, queridísima Najoud..., mas ya es hora de irse a dormir.
Y así se fueron a la cama. Todas ellas. Algunas felices, otras tristes, las había que se sentían furiosas, otras embargadas por el odio, quiénes amantes. Algunas se acostaban con sus maridos y otras solas. Según el Corán, los hombres podían tener cuatro esposas al mismo tiempo, siempre que las trataran a todas con equidad bajo cualquier circunstancia... Sólo al Profeta Mahoma, entre todos los hombres, le había sido permitido tener tantas esposas como quisiera. Según la leyenda, el Profeta había tenido once mujeres durante su vida, aunque no todas al mismo tiempo. Unas habían muerto, de otras se había divorciado y algunas le sobrevivieron. Pero todas ellas lo reverenciaron siempre.
Erikki se despertó al deslizarse Azadeh en el lecho junto a él. —Conviene que nos vayamos lo más pronto posible, Azadeh, cariño mío.
—Sí —asintió ella casi dormida, la cama tan acogedora, él tan acogedor—. Sí, cuando tú quieras, pero, por favor, no hasta después del almuerzo porque entonces la queridísima madrastra lloraría a raudales..
—¡Azadeh!
Mas ella se había dormido. Erikki suspiró, también satisfecho, y volvió a conciliar el sueño.
No se fueron el domingo como habían previsto..., pues su padre había dicho que su marcha era inconveniente, ya que antes deseaba hablar con Erikki. Sólo al amanecer de ese día, el lunes, después de los rezos dirigidos por su padre y del desayuno, café, pan, miel, yogur y huevos, se les había permitido emprender viaje y en aquellos momentos circulaban por la carretera que bordeaba la ladera de la montaña para coger la carretera general de Teherán, Delante de ellos apareció la barricada.
—Esto es muy extraño —murmuró Erikki,
El coronel Mazardi les había dicho que se reuniría con ellos en aquel punto, pero no se le veía por parte alguna, como tampoco había nadie en la barricada.
—¡Policías! —dijo Azadeh bostezando—. Jamás los encuentras cuande los necesitas.
La carretera ascendía en dirección al puerto. El cielo estaba muy azul y despejado y las cimas de las montañas va empezaban a ser inundadas por la luz del sol. Abajo, en el valle, todavía reinaba la oscuridad, hacia frío y humedad, la carretera estaba resbaladiza, con la nieve acumulada en las cunetas. Pero todo aquello no le inquietaba porque el «Range Rover» tenía tracción a las cuatro ruedas y. también llevaba cadenas. Más adelante, al llegar al desvío de la base, pasó de largo. Sabía que la base se encontraba desierta, el «212» seguro y a la espera de los repuestos. Antes de abandonar el palacio, había intentado, sin éxito, ponerse en contacto con Dayati, el gerente. Pero eso carecía de importancia. Se acomodó en su asiento, tenía el depósito lleno y llevaba en latas hasta quince litros «extra» que había obtenido del surtidor particular de Abdollah.
«Puedo llegar hoy a Teherán de sobra —se dijo—. Y estar de regreso el miércoles..., si es que regreso. Ese bastardo de Rakoczy no presagiaría nada bueno.»
—¿Quieres un poco de café, cariño? —preguntó Azadeh,
—Gracias. Mira a ver si puedes encontrar la «BBC» o la «VOA» en onda corta.
Aceptó agradecido el café caliente del termo, escuchando los ruidos de la radio, las estentóreas emisoras soviéticas y poco más.
En las emisoras iraníes proseguía la huelga por lo que permanecían en silencio, salvo aquéllas operadas por los militares.
Durante aquel fin de semana les llegaron, a través ¿los amigos, parientes, comerciantes y sirvientes, toda una serie de rumores contradictorios de todo tipo, desde la invasión inminente por parte de la Unión Soviética hasta la invasión inminente por parte de los Estados Unidos; desde triunfantes golpes militares en la capital hasta la abyecta sumisión de todos los generales a Jomeiny y la dimisión de Bajtiar.
—¡Estupideces! —había afirmado, tajante, Abdollah Khan. Era un hombre corpulento, en la sesentena, con barba, ojos oscuros y labios llenos. Vestía lujosamente y ostentaba valiosas joyas—. ¿Por qué habría de dimitir Bajtiar? No gana nada con ello y, por tanto, no tiene motivo para hacerlo. Por ahora.
—¿Y si ganara Jomeiny? —le había preguntado Erikki.
—Sería la Voluntad de Dios —respondió el Khan, que se encontraba tumbado sobre alfombras en el Gran Salón con Erikki y Azadeh sentados frente a él y sus guardaespaldas armados en pie, detrás de él—. Pero la victoria de Jomeiny será sólo temporal, suponiendo que la logre. Tarde o temprano, las Fuerzas Armadas le doblegarán a él y a sus mollahes. Es un anciano. No tardará en morir, cuanto antes mejor, ya que, a pesar de que haya cumplido la Voluntad de Dios, siendo su instrumento para derribar al. Sha, al que le había llegado su momento, es un hombre vengativo, de miras estrechas, tan megalómano como el Sha, si no más. Seguramente asesinará a más iraníes de los que jamás hayan muerto bajo el Gobierno del Sha.
—¿Acaso no es un hombre de Dios, piadoso y todo cuanto un ayatollah debe ser? —preguntó Erikki, fatigado, sin saber a qué atenerse—. ¿Por qué habría de hacer eso Jomeiny?
—Es la costumbre de los tiranos —rió el Khan al tiempo que cogía otro de los halvah, los dulces turcos con los que se atiborraba. —¿Y el Sha? ¿ Qué ocurrirá ahora?
Por mucho que a Erikki le disgustara el Khan, le satisfacía tener la oportunidad de conocer su opinión. De él dependían, en gran parte, su vida y la de Azadeh en Irán, y no tenía deseos de abandonarlo.
—Lo que Dios quiera. El Sha Mohammed ha hecho cosas increíbles por Irán, como también su padre hiciera antes que él. Pero en los últimos años se había encerrado en sí mismo y no quería escuchar a nadie, ni siquiera a la Shahbanu, la emperatriz Farah, quien estaba consagrada a él y es prudente. Si él hubiese tenido algo de sentido, hubiera abdicado inmediatamente a favor de su hijo Reza. Los generales necesitan un punto de convergencia. Podían haberle adiestrado hasta el momento en que estuviera preparado para asumir el poder... No olvides que Irán ha sido una monarquía desde hace casi tres mil años, siempre con un gobernante absoluto, algunos dirían que un tirano, con poder absoluto y al que únicamente la muerte puede destronar. —Una sonrisa curvó sus labios llenos y sensuales—. De los Qajar Shas, nuestra dinastía legítima, que gobernaron durante ciento cincuenta años, sólo uno, el último de la dinastía, primo mío, murió por causas naturales. Somos un pueblo oriental, no occidental, que comprende la violencia y la tortura. La vida y la muerte no se rigen según vuestras normas. —Aquellos ojos oscuros parecieron volverse más insondables aún—. Acaso la Voluntad de Dios sea que los Qajar retornen... Irán prosperó bajo su gobierno.
«No es eso lo que yo he oído precisamente —se dijo Erikki. Pero guardó silencio—. No es a mí a quien compete juzgar lo que ha sido o lo que será.»
Durante todo el domingo, tanto la «BBC» como la «VOA» tuvieron continuas interferencias, lo que ya era habitual. En cambio, «Radio Moscú» se oía potente y clara como de costumbre e, igualmente, «Radio Libre» de Irán, que emitía desde Tbilisi, al norte de la frontera. Sus comunicaciones, en farsi y en inglés, hablaban de una insurrección total contra el Gobierno ilegal de Bajtiar, del derrocado Sha y de sus amos americanos. «En el día de hoy, Bajtiar ha intentado recuperar el favor de las masas mediante la cancelación de contratos militares usurarios por un total de 16 mil millones de dólares impuestos al país por el derrocado Sha: 8 mil millones con Estados Unidos, contrato de tanques con la "British Centurion" por un valor de 2.300 millones, más dos reactores nucleares franceses, y otro con Alemania por otros 5.700 millones. Estas noticias han sembrado el pánico entre los líderes occidentales e indudablemente harán que los mercados de valores capitalistas caigan en picada...»
—Perdona mi pregunta, padre, ¿se hundirá Occidente? —había dicho Azadeh.
—Por esta vez no —le respondió el Khan y Erikki vio su rostro tenso—. Desde luego que no, a menos que los soviéticos decidan que ha llegado el momento de renegociar sobre los 80 mil millones de dólares que deben a los Bancos occidentales..., y también a algunos orientales. —Había reído sardónico, jugueteando con el hilo de perlas que llevaba al cuello—. Claro que los prestamistas orientales son mucho más inteligentes. Al menos no se muestran tan codiciosos. Prestan con juicio y medida, y exigen seguridades colaterales y, desde luego, no creen en nadie, sobre todo en ese mito de la «caridad cristiana».
Era de conocimiento público que los Gorgon poseían vastas extensiones de tierras en Azerbaiján, excelentes campos petrolíferos, una gran parte de «Iran-Timber», propiedades junto al mar Caspio, gran parte del bazar de Tabriz y la mayor parte de sus Bancos mercantiles allí.
Erikki recordó los rumores que le habían llegado sobre Abdollah Khan, cuando intentaba obtener su autorización para casarse con Azadeh, al respecto de su parquedad y actitud implacable en los negocios.
—Una forma rápida de viajar al Paraíso o al Infierno, es debiéndole a Abdollah el Cruel un solo rial, no pagar alegando pobreza o quedarse en Azerbaiján.
—Por favor, Padre, ¿puedo preguntar algo? La cancelación de tantos contratos causaría estragos, ¿verdad?
—No, no puedes preguntar. Ya has hecho demasiadas preguntas por un día. Se supone que una mujer ha de contener su lengua y escuchar... Ahora, puedes irte.
Azadeh se excusó al punto por su equivocación y salió obediente.
—Perdóname, por favor.
Erikki se había puesto en pie para retirarse también, pero el Khan lo detuvo.
—Todavía no te he dicho que te vayas. Siéntate. Y ahora, dime, ¿por qué habrías de temer a un soviético?
—No lo temo..., sólo al sistema. Ese hombre tiene que pertenecer a la KGB.
—Entonces, ¿por qué no le mataste?
—No hubiera servido de nada y hubiese causado problemas. A nosotros, a la base, a «Iran-Timber», a Azadeh, incluso a usted quizá. Me lo enviaron otros. Él nos conoce..., le conoce a usted. —Erikki observaba atentamente al hombre mayor.
—Conozco a muchos de ellos. Rusos, soviéticos o zaristas, siempre han ambicionado Azerbaiján, pero han sido buenos clientes de Azerbaiján y nos han ayudado contra los apestosos británicos. Los prefiero a los británicos, los entiendo —dijo y su sonrisa se hizo más inflexible aún—. Sería fácil quitar de en medio a ese Rakoczy.
—Bien, entonces hágalo, por favor —rió con gusto Erikki—. Y de paso, a todos los demás. Eso sí que sería hacer el trabajo de Dios.
—No estoy de acuerdo —repuso el Khan malhumorado—. Eso sería hacer el trabajo de Satanás. Si no tuvieran a los soviéticos enfrentados a ellos, los americanos y sus perros, los británicos, nos dominarían y al mundo entero. Desde luego, devorarían a Irán..., casi lo hicieron con el Sha Mohammed. Sin la Rusia soviética, pese a todos sus defectos, la asquerosa política americana no tendría límite, ni tampoco su asquerosa arrogancia, sus asquerosos modales, sus asquerosos jeans, su asquerosa música, su asquerosa comida, su asquerosa democracia, sus repugnantes actitudes para con la mujer, la ley y el orden, su repugnante pornografía, su estúpida manera de practicar la diplomacia y su diabólico, sí, ésa es la palabra correcta, su diabólico antagonismo frente al Islam.
Lo último que Erikki deseaba era un enfrentamiento. Pese a todos sus propósitos, empezó a sentirse dominado por la furia.
—Hicimos un acuer...
—¡Por Dios que es verdad lo que digo! —gritó el Khan—. ¡Es cierto! —No lo es, y en su día acordamos ante su Dios y mis espíritus que no discutiríamos de política..., de su mundo o del mío.
—¡Es verdad, admítelo! —dijo Abdollah Khan, enseñando los dientes, el rostro descompuesto por la furia. Se llevó la mano al adornado cuchillo que llevaba en el cinturón, y al punto el guardaespaldas descolgó su metralleta apuntando a Erikki—. Por Alá, ¿me llamas embustero en mi propia casa? —vociferó.
—¡Me limito a recordarle, Alteza, por Alá, lo que acordamos! —repuso Erikki apretando los dientes.
Los oscuros ojos, inyectados en sangre, lo miraron fijamente. Erikki le devolvió la mirada con idéntica fijeza, presto a sacar su propio cuchillo y a matar o a que lo matasen a él. La situación entre ambos era realmente peligrosa.
—Sí, sí. Eso también es verdad —farfulló el Khan, y el ataque de furia pasó con la misma rapidez con que había aparecido. Miró al guardia y con un violento ademán de la mano le indicó que se retirara.
—¡Vete!
Ahora, en el salón imperaba un absoluto silencio. Erikki sabía que cerca había otros guardias apostados y mirillas en las paredes. Sintió la frente inundada de sudor y el roce de su cuchillo pukoh en la columna vertebral.
Abdollah Khan sabía que el cuchillo estaba allí y que Erikki lo utilizaría sin la menor vacilación. Pero el Khan le había concedido autorización a perpetuidad para ir armado en su presencia. Dos años antes, Erikki le había salvado la vida.
Ocurrió el mismo día en que Erikki fuera a pedirle permiso para casarse con Azadeh, siendo rechazado de manera imperiosa.
—No. ¡Por Alá, no quiero infieles en mi familia! ¡Salga de mi casa! ¡Por última vez!
Erikki, descorazonado, se había levantado de la alfombra. En aquel momento, se oyeron movimientos y disparos al otro lado de la puerta. Ésta se abrió de repente y dos asesinos armados con metralletas se precipitaron en el salón, mientras otros luchaban con armas en el corredor. El guardaespaldas del Khan había matado a uno de los asaltantes, pero el otro lo había acribillado a balazos y, en aquel momento, volvía el arma hacia Abdollah Khan que seguía sentado en la alfombra, absolutamente conmocionado, Antes de que el asesino pudiera apretar el gatillo por segunda vez, murió con el cuchillo de Erikki clavado en la garganta. Sin perder un instante, Erikki se lanzó hacia él, le arrebató el arma de las manos y le arrancó el cuchillo de la garganta al tiempo que otro asesino irrumpía en la habitación. Erikki descargó un golpe con la metralleta en el rostro del hombre, matándole, casi arrancándole la cabeza con la fuerza del golpe, luego, atravesó corriendo enloquecido el corredor. En el suelo vio a tres atacantes y a dos de los guardaespaldas, muertos o moribundos. El resto de los atacantes había emprendido la huida, mas Erikki les cortó el camino y los derribó. Después, siguió corriendo desalado. Sólo cuando encontró a Azadeh, y comprobó que estaba sana y salva, la sed de sangre se evaporó de su ánimo y volvió a mostrarse tranquilo de nuevo.
Erikki recordaba haberse separado de ella para volver al Gran Salón. Abdollah seguía sentado sobre las alfombras.
—¿Quiénes eran esos hombres?
—Asesinos..., enemigos, igual que los guardias que les dejaron entrar —dijo Abdollah Khan con malevolencia—. Ha sido la Voluntad de Dios que estuvieras aquí para salvar mi vida, la Voluntad de Dios que siga vivo. Puedes casarte con Azadeh, sí, pero considerando que no me gustas, ambos juraremos ante Dios y tus..., a quienquiera que adores, que jamás discutiremos de religión ni de política, tanto de tu mundo como del mío. De esa manera, acaso yo no tenga necesidad de hacer que te maten.
Y ahora aquellos mismos ojos, negros y fríos, lo miraban fijamente. Abdollah Khan dio unas palmadas. Al punto, la puerta se abrió y un sirviente apareció en ella.
—¡Trae café!
El hombre se alejó presuroso.
—Dejaré el tema de tu mundo y cambiaré a otro sobre el que podemos discutir. Mi hija Azadeh.
De inmediato, Erikki se puso en guardia, ya que no estaba seguro hasta qué punto el padre tenia control sobre ella, ni tampoco de sus propios derechos como marido mientras permaneciese en Azerbaiján que era, en definitiva, más o menos, el feudo del anciano. Sí Abdollah Khan llegara realmente a ordenar a Azadeh que volviera a su casa y se divorciara de él, ¿lo haría ella? «Creo que sí, me temo que sí... Seguro que jamás permitiría que dijeran una palabra contra él.» Incluso llegaba a defender su odio paranoico hacia América explicando sus orígenes.
—Su padre le ordenó que fuera allí, a la Universidad —le explicó Azadeh—. Pasó una época terrible en América, Erikki, aprendiendo el idioma e intentando licenciarse en Económicas, como su padre le había exigido antes de permitirle volver a casa. Mi padre aborrecía a los otros estudiantes que se burlaban de él porque no podía practicar sus juegos, ya que era más pesado que ellos, algo que en Irán es signo de buena posición pero no en América. Y era lento para aprender, sobre todo por cuanto se vio obligado a soportar, Erikki..., tenía que comer alimentos inmundos como el cerdo, lo que va contra nuestra religión; beber cerveza, vino y licores, lo que va contra nuestra religión; hacer cosas que no se pueden mencionar y que le pusieran adjetivos que tampoco se pueden mencionar. Yo también estaría furiosa si me lo hubieran hecho a mí. Muéstrate paciente con él, por favor. ¿Acaso no lo ves todo rojo cuando recuerdas lo que los soviéticos hicieron a tus padres y a tu patria? Por favor, ten paciencia con él, te lo suplico. ¿Es que no estuvo de acuerdo en que nos casáramos?
«He sido muy paciente —se dijo Erikki—, más paciente que con cualquier otro hombre.» Ansiaba poner fin a aquella entrevista.
—¿Qué pasa con mi mujer, Alteza?
Era costumbre llamarle así y Erikki, por cortesía, lo hacía de vez en cuando. Abdollah Khan le sonrió de manera poco convincente.
—Naturalmente, me interesa el futuro de mi hija. ¿Qué planes tienes para cuando lleguéis a Teherán?
—Ninguno. Sólo que me parece prudente sacarla de Tabriz durante unos días. Rakoezy dice que «requieren» mis servicios. Cuando la KGB dice eso en Irán, en Finlandia o en América incluso, más vale ponerse en guardia y esperar dificultades. Si llegasen a secuestrarla, yo sería una masa maleable en sus manos.
—En Teherán pueden secuestrarla con mucha más facilidad que aquí, si es eso lo que persiguen. Olvidas que esto es Azerbaiján —dijo, contrayendo los labios con gesto de desprecio—. No terreno de Bajtiar.
Erikki se sintió indefenso bajo su escrutinio.
—Lo único que sé es que quiero lo mejor para ella. He dicho que la defenderé con mi vida y lo haré. Hasta que el futuro político quede estabilizado, gracias a ti y a otros iraníes, creo que eso es lo más prudente.
—¡En tal caso, idos! —exclamó su suegro de manera tan súbita que casi lo asustó—. Si necesitáis ayuda, envíame la contraseña... —Reflexionó un momento. Luego, la sonrisa se hizo sardónica—. Transmíteme la frase «Todos los hombres han nacido iguales». Ésa es otra verdad, ¿no?
—No lo sé, Alteza —respondió Erikki cauteloso—. Lo sea o no, seguramente es la Voluntad de Dios.
Abdollah rió de pronto. Después, se puso en pie y lo dejó solo en el Gran Salón. Erikki sintió un frío helado que le llegaba al alma, profundamente perturbado por aquel hombre cuyos pensamientos jamás era capaz de leer...
—¿Tienes frío, Erikki? —preguntó Azadeh.
—No, no. En absoluto —contestó él, saliendo de su ensimismamiento.
El motor sonaba perfectamente mientras ascendían por la carretera en dirección al puerto de montaña. En aquel momento, se encontraban exactamente debajo de la cima. Había habido escasa circulación en ambas direcciones. Al dar un giro, toparon con la luz del sol, habiendo llegado al final de la ascensión. Erikki cambió de marcha suavemente y fue acelerando mientras bajaban por la larga vertiente. La carretera, construida por orden del Sha Reza, al igual que el ferrocarril, era una maravilla de ingeniería, con rebajes y terraplenes, y puentes, y zonas escarpadas, sin barandas sobre el precipicio, el pavimento resbaladizo, con la nieve acumulada en las lomas. Volvió a cambiar, conduciendo aprisa aunque con prudencia, contento de no haber conducido por la noche.
—¿Podría tomar un poco más de café?
Ella se lo dio, sintiéndose feliz.
—Estoy muy contenta de ver Teherán. Tengo un montón de cosas que comprar, Sharazad también está allí y llevo una larguísima lista que mis hermanas me han dado y también debo llevar crema de la cara para mi madrastra.
Erikki apenas la escuchaba, todo su pensamiento concentrado en Rakoczy, Teherán, Mclver y el siguiente paso que había de dar. La carretera zigzagueaba y estaba llena de curvas durante todo el descenso. Erikki redujo la velocidad y condujo con mayor cautela. Detrás de él, llevaba algunos coches. Delante de todos ellos iba uno de pasajeros, típicamente sobrecargado, y era conducido demasiado rápido, demasiado cerca del suyo, y sin quitar el dedo de la bocina por un instante, a pesar de que resultaba claramente imposible apartarse de su camino. Erikki cerró los oídos a aquella impaciencia a la que jamás había logrado acostumbrarse, como tampoco a la temeridad con que los iraníes conducían, incluso Azadeh. Giró en la siguiente curva, haciéndose la pendiente más abrupta y allí, frente a él, no muy lejos, divisó un camión, enormemente cargado, seguido de un coche, que quería adelantar por el lado incorrecto. Erikki frenó y se ciñó a la ladera de la montaña. En aquel preciso momento, el automóvil que lo seguía aceleró, giró tocando la bocina incesantemente y lo adelantó, lanzándose por la izquierda de la zigzagueante carretera. Los dos coches chocaron de frente, cayeron al precipicio desde una altura de ciento cincuenta metros y se incendiaron rápidamente. Erikki se ciñó aún más a la ladera y después se detuvo. El autobús que subía en dirección contraria a la de ellos no paró, se limitó a pasar por su lado y prosiguió por la carretera como si nada hubiera pasado..., al igual que todos los demás vehículos.
Erikki se acercó al borde del precipicio y miró hacia el valle. Aún se veían arder restos de los coches por la ladera de la montaña, a unos ciento ochenta o doscientos metros. Era materialmente imposible que hubiese supervivientes como tampoco había posibilidad alguna de bajar hasta allí sin el material adecuado. Al regresar junto al coche, sacudió la cabeza tristemente.
—I nslia'Allah, cariño —dijo Azadeh con calma—. Ha sido la Voluntad de Dios.
—No, no es cierto. Sencillamente ha sido una absurda estupidez.
—Claro, tienes razón, amado, fue una absurda estupidez —asintió ella al punto con su tono de voz más apaciguador, dándose cuenta del enfado de él, aunque sin comprenderlo, como no comprendía la mayor parte de los pensamientos de aquel hombre extraño que era su marido—. Tienes toda la razón, Erikki, ha sido una absurda estupidez, pero también ha sido la Voluntad de Dios el que la estupidez de esos conductores haya causado su muerte y la de quienes viajaban con ellos. Ha sido la Voluntad de Dios, pues, de lo contrario, la carretera hubiera estado despejada. Tienes toda la razón.
—¿De verdad? —preguntó él cansado.
—Pues claro que sí, Erikki. Tienes toda la razón.
Las aldeas enclavadas a ambos lados de la carretera o aquéllas por la que ésta cruzaba, eran pobres o muy pobres, con calles angostas y polvorientas, chozas y casas primitivas, altos muros, algunas míseras mezquitas, tiendas, cabras, ovejas y gallinas, y moscas, aunque todavía no formaban la plaga en que se convertirían llegado el verano. Siempre basuras por las calles y en los joub y, huroneando, los inevitables perros, con frecuencia rabiosos. Pero la nieve transformaba todo el paisaje y las montañas haciendo que luciesen pintorescos y el día seguía siendo hermoso aunque frío, con un cielo muy azul en el que comenzaban a formarse cúmulos.
El interior del «Range Rover» era cálido y confortable. Azadeh vestía un equipo moderno de esquí, bien acolchado, con un jersey de casimir debajo, en tonalidades azules haciendo juego, y botas cortas. Se quitó la chaqueta y el gorro de lana. El oscuro cabello, naturalmente ondulado, le cayó sobre los hombros. Alrededor del mediodía se detuvieron para tomar un tentempié junto a un manantial de montaña. A primera hora de la tarde, atravesaron huertas de manzanos, perales y cerezos. Los árboles aparecían ya desprovistos de hojas, y llegaron a los alrededores de Kazvin, ciudad de unos ciento cincuenta mil habitantes y muchas mezquitas.
—¿Cuántas mezquitas hay en todo Irán, Azadeh? —preguntó Erikki.
—Una vez me dijeron que veinte mil —contestó ella soñolienta. Abriendo los ojos miró hacia delante—. ¡Caramba, Kazvin! Has hecho un buen tiempo, Erikki. —Bostezó con ganas, se acomodó a gusto y volvió a quedarse medio dormida—. Hay veinte mil mezquitas y cincuenta mil mollahs. Al menos eso dicen. A este ritmo, estaremos en Teherán dentro de un par de horas...
Erikki sonrió al escuchar sus adormiladas palabras. Se sentía más seguro y contento de haber cubierto ya la peor parte del camino. A la salida de Kazvin, la carretera era buena hasta Teherán. Abdollah Khan poseía muchas casas y apartamentos en Teherán, alquilados a extranjeros en su mayor parte. Conservaba algunos para él y su familia y había autorizado a Erikki que por esa vez, y habida cuenta de la difícil situación, podían quedarse en un apartamento que se encontraba cerca del de Mclver.
—Gracias, muchas gracias —le había dicho Erikki.
—Me pregunto por qué ha estado tan amable —comentó Azadeh más tarde—. No es..., no es propio de él. Te aborrece y también a mí por mucho que trato de complacerle.
—No te aborrece, Azadeh.
—Pido perdón por no estar de acuerdo contigo, pero sí me aborrece. Te lo repito, querido mío, es Najoud, mi hermana mayor, quien lo ha predispuesto contra mí y contra mi hermano. Ella y su despreciable marido. No olvides que mi madre fue la segunda esposa de mi padre, tenía la mitad de años de Najoud y era el doble de bonita que ella. Y aunque mi madre murió cuando yo tenía siete años, Najoud aún sigue lanzando su veneno, claro que no lo hace abiertamente, es demasiado lista para eso, Jamás podrás imaginarte, Erikki, cuán sutiles, sigilosas y poderosas pueden llegar a ser las damas iraníes, o cuán vengativas bajo una apariencia tan dulce. ¡Najoud es peor que la serpiente del Jardín del Edén! Ella tiene la culpa de toda la enemistad. —Mientras hablaba, sus bonitos ojos azul verdosos se llenaron de lágrimas—. Cuando yo era pequeña, mi padre nos amaba de verdad, a mi hermano Hakim y a mí. Eramos sus favoritos. Pasaba más tiempo con nosotros en nuestra casa que en el palacio. Después, al morir mi madre, fuimos a vivir al palacio, pero ninguno de mis otros hermanos y hermanas nos querían en realidad. Cuando estuvimos en el palacio, todo cambió, Erikki, Y fue por Najoud.
—Te estás destrozando con ese odio, Azadeh. Tú eres quien sufre, no ella. Olvídala. Ahora, Najoud no tiene poder alguno sobre ti. Y te repito que no tienes pruebas.
—No las necesito. Lo sé. Y jamás olvidaré.
Llegados a ese punto, Erikki cambió de conversación. No valía la pena discutir y tampoco seguir machacando sobre lo que había sido fuente inagotable de violencia y muchas lágrimas. Pero era mejor haberlo sacado a la luz en vez de mantenerlo oculto. Prefería dejar que se desahogara de vez en cuando. Delante de ellos, la carretera abandonó los campos y entró en Kazvin, una ciudad iraní como tantas otras, ruidosa, llena de gente, sucia, con un alto grado de contaminación y una circulación imposible. A ambos lados de la carretera estaban los joub, que bordeaban la mayor parte de las carreteras de Irán. Allí, las acequias tenían un metro de profundidad, cubiertas de cemento en algunos trechos, con fango, hielo y un hilillo de agua. En ellas crecían árboles, la gente de la ciudad lavaba la ropa y, en ocasiones, recurrían a ellas para beber agua, o para usarlas como alcantarillas. Más allá de las acequias, los muros empezaban a erguirse. Muros que ocultaban casas o jardines, grandes o pequeñas, suntuosas o deprimentes. Por lo general, las casas de los pueblos y las ciudades tenían dos plantas, grises y semejantes a cajones, algunas eran de ladrillo, de adobe, otras de argamasa, y casi todas ellas estaban escondidas. Tenían suelos de tierra, algunas de ellas disponían de agua corriente, electricidad y, de vez en cuando, sanitarios.
La circulación se hacía impracticable cuando menos se esperaba. Bicicletas, motocicletas, autobuses, camiones, automóviles de todos los tamaños y marcas con una antigüedad que oscilaba de muy viejos a vetustos, casi todos con abolladuras y parches, algunos profusamente decorados con pinturas de diferentes colores y luces pequeñas para satisfacer los gustos de los propietarios. Durante los últimos años, Erikki había hecho aquel recorrido muchas veces y estaba al corriente de los embotellamientos que podían producirse. Pero no había otro camino, ninguna carretera de circunvalación, a pesar de los años que llevaba proyectándose. Sonrió con desdén, intentando hacer oídos sordos a todo aquel ruido. «Jamás habrá desvío, los habitantes de Kazvin no soportan la tranquilidad.» Éstos y los de Rasht, junto al Caspio era el blanco de muchos chistes iraníes.
Evitó los restos de un coche incendiado y puso una cassette de Beethoven a todo volumen, tratando de sofocar todo aquel ruido. No le sirvió de mucho.
—Esta circulación está peor que de costumbre. ¿Dónde para la Policía? —dijo Azadeh, ya completamente despierta—. ¿Tienes sed?
—No, no. Gracias —respondió, mirándola. Con aquel jersey y el pelo suelto estaba aún más bonita—. Pero tengo apetito... ¡Hambre de ti!
Ella se echó a reír y se cogió de su brazo.
—Yo no tengo apetito..., ¡sólo estoy hambrienta!
—Eso es bueno.
Juntos, se sentían felices.
Como siempre, el firme de la carretera resultaba un verdadero desastre. Continuamente se encontraba con baches, en parte por el uso, pero también a causa de las interminables reparaciones y obras en las carreteras, aunque, en tales casos, rara vez ponían carteles de advertencia o vallas de seguridad. Evitó un profundo bache, después, rodeó los restos de otro coche que había sido empujado hacia la cuneta. Mientras lo hacía, un camión abarrotado llegó en dirección opuesta, tocando furiosamente la bocina. Estaba decorado, con colores brillantes, el parachoques iba sujeto con alambre; la cabina, abierta y sin cristales; el depósito, tapado con un trapo. El remolque iba repleto de leña menuda hasta una gran altura además de tres pasajeros, precariamente sujetos. El conductor estaba semiagazapado y llevaba una vieja zamarra. Junto a él se sentaban otros dos hombres. Al pasar Erikki por su lado, quedó sorprendido por la forma hosca en que lo miraron. Algunos metros más adelante se encontraron con un baqueteado autobús abarrotado de gente. Con extremo cuidado se acercó lo más posible al joub, despejando así lo más posible el otro lado para dejar sitio al autobús, con sus ruedas al borde mismo de la cuneta, y se detuvo. De nuevo vio cómo lo miraban el conductor y todos los pasajeros, mujeres con su chador, jóvenes barbudos con gruesa indumentaria contra el frío. Uno de ellos los amenazó con el puño. Otro vociferó una maldición.
«Jamás tuvimos dificultades antes», pensó Erikki inquieto. Allá donde volvía la vista tropezaba con las mismas miradas furiosas. Por la calle y desde los vehículos. Tenía que ir muy despacio debido a los enjambres de motocicletas y bicicletas que pululaban entre coches, autobuses y camiones circulando en caravana y que luchaban por disponer de espacio, sin respetar en modo alguno las normas de circulación, sino comportándose de acuerdo con sus propios deseos. Y por si algo faltaba, un rebaño de ovejas, que invadió la carretera, apareció por una bocacalle. Los motoristas comenzaron a insultar a gritos a los pastores y éstos les devolvieron los insultos, a gritos también. Todo el mundo parecía estar furioso e impaciente y hacia sonar las bocinas sin descanso.
—¡Maldita circulación! ¡Estúpidas ovejas! —exclamó con impaciencia Azadeh, ya despierta por completo—. ¡Toca la bocina, Erikki!
—Ten paciencia, intenta dormir algo más. No hay forma de que pueda adelantar a nadie —gritó él, tratando de hacerse oír por encima de aquel tumulto, consciente del ambiente hostil que los rodeaba—. Ten paciencia.
Les costó media hora recorrer otros trescientos metros. Por ambos lados, llegaban nuevos coches para incorporarse a aquel río que cada vez se desplazaba más despacio. Vendedores callejeros, peatones y basura. Ahora ya iba avanzando centímetro a centímetro detrás de un autobús que ocupaba casi toda la carretera casi rayando los coches que circulaban en dirección contraria, en muchos momentos con una rueda a medias sobre el borde de la cuneta. Las motocicletas se escurrían entre los coches sin el menor cuidado, golpeando contra los costados del «Range Rover» y de otros vehículos, se maldecían entre sí y a cuantos se les ponían por delante, mientras empujaban y golpeaban a las ovejas para que se quitaran de en medio, dando lugar a una estampida. Detrás de él, un coche pequeño empujaba el suyo hasta que el conductor, en un paroxismo de furia empezó a tocar la bocina sin descanso lo que, de repente, despertó la ira de Erikki. «Haz oídos sordos —se forzó a sí mismo. ¡Ten calma! No puedes hacer nada. ¡Ten calma!»
Le resultó extremadamente difícil el conseguirlo. Al cabo de media hora, las ovejas se metieron por una bocacalle y la circulación empezó a hacerse algo más fluida. Mas cuando dieron la vuelta a la siguiente esquina, se encontraron con toda la carretera levantada y con un socavón de tres metros, sin señalizar, y con una profundidad de unos dos metros, lleno de agua, que les cerraba el paso. Cerca se encontraba un grupo de insolentes obreros, en cuclillas, imprecándoles. Y comenzaron a hacerles gestos obscenos.
Era de todo punto imposible retroceder ni seguir adelante, de manera que toda la circulación hubo de desviarse por una angosta calle lateral. El autobús que llevaba delante no podía girar bien, de manera que hubo de detenerse y retroceder entre más chillidos de rabia y más insultos. Cuando Erikki retrocedió a su vez para hacerle sitio, un baqueteado coche azul maniobró detrás suyo para adelantarle y meterse en la carretera por dirección contraria, merced a un pequeño hueco que había delante, encontrándose de frente con un coche que hubo de frenar de súbito, derrapando al hacerlo. Una de sus ruedas se hundió en el joub y todo el vehículo se encontró en un peligroso equilibrio inestable. Ahora, ya la circulación se encontraba totalmente atascada.
Erikki, enfurecido, abrió la portezuela de golpe, se acercó al coche que se encontraba metido a medias en la cuneta v, haciendo gala de su inmensa fuerza, logró volverlo a la carretera. Nadie le ayudó, sólo lo maldecían aumentando el griterío. Después Erikki se dirigió hacia el coche azul, mas en ese preciso momento, el autobús dio vuelta a la esquina, dejando así sitio para moverse, lo que el conductor del coche azul aprovechó para soltar el embrague y alejarse entre un ruido ensordecedor mientras le hacía un gesto obsceno.
A costa de un esfuerzo, Erikki aflojó los puños. Desde ambas direcciones, los conductores tocaban incansables la bocina para que se pusiera en marcha. Volvió a sentarse ante el volante y soltó el embrague.
—Toma —le dijo incómoda Azadeh alargándole una taza de café.
—Gracias. —Lo bebió conduciendo con una mano.
La circulación se volvió lenta de nuevo. El coche azul había desaparecido. Cuando al fin pudo hablar con calma dijo:
—Si llego a ponerle encima las manos a él o a su coche, les hubiera hecho pedazos.
—Sí, sí, lo sé, Erikki. ¿Te has dado cuenta de lo hostil que se muestra todo el mundo con nosotros? ¿Lo furiosos?
—Sí, ya lo he observado.
—Pero, ¿por qué? Hemos pasado por Kazvin infinidad de vec... —Azadeh esquivó de manera instintiva la basura que de repente habían arrojado contra su ventanilla, luego, se acurrucó contra Erikki buscan-do, aterrada, su protección. Éste, maldiciendo, subió los cristales de las ventanillas y, pasando el brazo por delante de ella, puso el seguro a la portezuela. Entonces, les lanzaron estiércol contra el parabrisas.
—¿Qué diablos les pasa a esos matyeryebyets? —farfulló—. Es como si lleváramos una bandera americana y agitáramos fotografías del Sha.
Desde alguna parte, les arrojaron una piedra que golpeó contra el lateral metálico. Y entonces, delante de ellos, el autobús logró salir de la angosta calle lateral a una gran plaza frente a la que se alzaba una mezquita. Había puestos de mercado y, a cada lado, unos pasos abiertos para la circulación. Erikki comprobó, aliviado, que podía acelerar algo. La circulación seguía siendo densa pero avanzaba y puso la segunda para encaminarse, con dirección a Teherán, al otro extremo de la plaza. A mitad de camino, los dos pasos empezaron a abarrotarse al llegar nuevos vehículos que se unían a los que se dirigían hacia la carretera a Teherán.
—Nunca ha estado esto tan mal —farfulló—. ¿A qué diablos se deberá este embotellamiento?
—Debe tratarse de otro accidente —dijo Azadeh muy intranquila—. 0 de obras en la carretera. ¿No convendría que retrocediéramos? La circulación no es tan mala por ese lado.
—Tenemos mucho tiempo —la alentó él—. Saldremos dentro de un minuto. Una vez fuera de la ciudad, todo irá bien.
Delante de ellos, la lentitud volvía a imperar, restableciéndose el descomunal barullo. Los dos caminos estaban atestados, convirtiéndose gradualmente, de nuevo, en uno solo, con muchos bocinazos, juramentos, paradas, nuevos avances, a unos quince kilómetros por hora, puestos callejeros y carretillas de mano entorpeciendo el paso y quedando a caballo sobre el joub. Ya casi habían salido cuando algunos mozalbetes empezaron a correr junto al coche, lanzándoles insultos, algunos asquerosos. Uno de ellos, golpeó la ventanilla de su lado.
—Perro americano,..
—Cerdo americano.
Otros hombres se les unieron, y algunas mujeres con chador, amenazándoles con los puños cerrados. Erikki se encontró acorralado. No podía salirse de la fila de vehículos, ni acelerar o ir más despacio, como tampoco girar, y empezó a apoderarse de él la ira ante su impotencia. Algunos de los hombres golpeaban el capó del «Range Rover», los laterales y la ventanilla de él. Ahora, ya había un montón de ellos y los que estaban por el lado de Azadeh se mofaban de ella, haciendo gestos obscenos, intentando abrir la portezuela. Uno de los mozalbetes saltó sobre el capó pero resbaló y cayó al suelo y apenas logró apartarse antes de que Erikki lo atropellara.
El autobús que iba delante se detuvo. Al punto, una frenética batalla se libró entre la gente que quería subir y los pasajeros que intentaban bajar. Entonces, Erikki vio un hueco y apretó el acelerador, librándose de otro hombre, adelantó al autobús, no alcanzando por milagro a algunos peatones que deambulaban tranquilamente entre los coches, enfiló rápido por una calle lateral asombrosamente vacía, la atravesó veloz y entró en otra evitando por pelos a una auténtica masa de motoristas, y siguió al mismo tenor. Pronto se encontró completamente perdido, porque la ciudad o pueblo no tenía una urbanización preconcebida, sólo basuras, perros callejeros y circulación, pero se orientó por las sombras proyectadas por el sol y al final alcanzó una calle más ancha, se abrió paso entre la circulación y pronto llegó a una calle que conocía y que le condujo a otra plaza frente a otra mezquita y, por fin, de nuevo a la carretera de Teherán.
—Ahora ya estamos seguros, Azadeh. Sólo eran gamberros.—Sí —dijo ella todavía temblorosa—. Deberían azotarles.
Erikki había estado observando a la muchedumbre que había cerca de la mezquita, por las calles y en los vehículos, intentando descubrir un indicio que justificara aquella abierta hostilidad. «Algo ha cambiado —se dijo—. ¿Qué es?» Entonces, el corazón le dio un vuelco.
—Desde que salimos de Tabriz no he visto un solo soldado y tampoco camiones militares..., ninguno. ¿Tú sí?
—Ahora que lo dices, no... No he visto ninguno.
—Algo ha ocurrido..., algo grave.
—¿Guerra...? ¿Acaso habrán cruzado los soviéticos la frontera?
—Lo dudo... Habría tropas dirigiéndose hacia el Norte... 0 aviones. No importa —dijo, más que nada por convencerse a sí mismo—. Lo vamos a pasar muy bien en Teherán. Sharazad está allí y muchos de tus amigos. Ya es hora de que cambies de ambiente. Tal vez me tome el permiso que me deben... Podríamos ir a Finlandia y pasar allí una o dos semanas.
Ya habían dejado atrás el centro y se encontraban en los suburbios. Eran destartalados, con los mismos muros, las mismas casas y los mismos baches. Allí, la carretera de Teherán se ensanchaba hasta cuatro carriles, dos a cada lado, y aun cuando la circulación seguía siendo lenta y densa, a una velocidad de apenas veinte kilómetros por hora, Erikki no se sentía preocupado. Algo más adelante, la carretera Abadán-Kermanshah se bifurcaba hacia el Suroeste y sabía que en aquel punto se aclararía mucho la congestión. De manera automática escudriñó el indicador como lo hacía con sus instrumentos de vuelo y, por vez primera, deseó encontrarse en el aire, fuera de todo aquel galimatías, sobrevolándolo. El indicador de combustible señalaba algo menos de una cuarta parte del depósito. Pronto tendría que repostar aunque no era problema porque llevaba mucho de repuesto.
Redujo la marcha para poder pasar junto a otro camión aparcado con indiferente arrogancia cerca de algunos vendedores callejeros, el aire impregnado con el olor del diesel. Entonces, de repente. desde alguna parte, el parabrisas recibió un nuevo impacto de basura.
—Tal vez debiéramos retroceder, Erikki, y volver a Tabriz. Acaso conviniera que rodeásemos Kazvin.
—No —contestó él, pareciéndole algo extraño descubrir temor en la voz de ella..., quien, por lo general, nunca tenía miedo . No —repitió más cariñosamente—. Iremos a Teherán y averiguaremos qué está pasando y luego decidiremos.
Azadeh se acercó más a él y le puso una mano en la rodilla.
—Esos gamberros me asustaron. Dios los maldiga —musitó. Con la otra mano comenzó a juguetear, nerviosa, con las turquesas que llevaba alrededor del cuello. La mayoría de las mujeres iraníes llevaban turquesas o abalorios azules, o una sola piedra azul contra el mal de ojo—. Esos hijos de perros. ¿Por qué han de ser así? Demonios. ¡Dios los maldiga por siempre!
A la salida de la ciudad había un inmenso campo de entrenamiento militar y, junto a él, una base aérea.
—¿Por qué no hay soldados aquí?
—También a mí me gustaría saberlo —contestó él.
A su derecha apareció la bifurcación Abadán-Mermanshah. Gran parte de la circulación enfiló hacia ella. Ambas carreteras estaban protegidas a cada lado por alambradas..., al igual que casi todas las carreteras generales y principales de Irán. Eran necesarias para evitar que el ganado, las ovejas, las cabras, los perros y... la gente, las invadieran. Eran frecuentes los accidentes y un muy alto índice de mortalidad.
«Pero eso en Irán es normal», reflexionaba Erikki... como esos pobres locos que caían de las montañas, nadie se enteraba, nadie comunicaba su desaparición, ni siquiera los enterraban. Tan sólo los buitres, los animales salvajes y las manadas de perros carroñeros.
Se sintieron más a gusto cuando dejaron la ciudad atrás. Volvían a encontrarse en pleno campo, viendo de nuevo los huertos más allá del joub y de las alambradas. Las montañas Elburz al Norte y los terrenos ondulados hacia el Sur. Pero en vez de poder acelerar, la marcha se redujo en sus dos vías, congestionándose éstas, para terminar convirtiéndose a duras penas en una sola con más empellones, bocinazos y furia. Exhausto, maldijo las inevitables obras públicas que debían ser la causa de aquel embotellamiento cambió de velocidad, con las manos y los pies moviéndose suavemente de manera espontánea, sin apenas darse cuenta de que se detenía y volvía a ponerse en marcha, una y otra vez, avanzando centímetro a centímetro, los chirriantes motores se recalentaban, cada vehículo era un núcleo de ruido y frustración.
—¡Mira! —exclamó Azadeh bruscamente, señalando hacia delante.
A unos cien metros se alzaba una barricada, rodeada por grupos de hombres. Algunos de ellos llevaban armas. Todos ellos eran civiles e iban pobremente vestidos. La barricada se encontraba justamente a la entrada de una aldea anónima, con puestos callejeros a lo largo de la carretera y en los prados que se extendían más allá. Aldeanos, mujeres y niños confraternizaban con los hombres. Todas las mujeres llevaban el chador negro o gris. Muchos de los coches habían salido de la carretera y se encontraban aparcados en los prados, mientras que grupos de hombres interrogaban a sus ocupantes. Erikki comprobó que también aquéllos empuñaban armas.
—No son Green Bands —dijo.
—Y tampoco hay mollahs. ¿Ves alguno?
—No.
—Deben ser Tudeh o mujadines... o fedayines.
—Más vale que tengas preparada tu tarjeta de identidad —dijo Erikki al tiempo que sonreía—. Ponte el parka para que no cojas frío cuando abra la ventanilla. Y el sombrero.
No era el frío lo que le preocupaba, sino la curva de sus orgullosos senos debajo del suéter, su delicada cintura y el cabello suelto.
En la guantera llevaba un pequeño cuchillo pukoh en su vaina. Lo cogió y lo ocultó en la bota derecha. El otro cuchillo, el grande, lo llevaba escondido a su espalda, debajo de su parka.
Cuando finalmente les llegó su turno, unos hombres barbudos, de gesto hosco, rodearon el «Range Rover». Algunos portaban fusiles americanos, uno de ellos, un «AK47». Entre ellos se encontraban algunas mujeres, sólo rostros en el chador. Atisbaron a Azadeh con ojillos aviesos y ceñuda desaprobación.
—Documentación —dijo uno de los hombres en farsi alargando la mano y echándoles su apestoso aliento.
Hasta el coche llegó el hedor penetrante de cuerpos y ropas sin lavar. Azadeh miraba fijamente hacia delante, intentando ignorar las miradas impúdicas, los murmullos y la proximidad que hasta entonces le habían sido totalmente ajenos.
Erikki alargó, con toda cortesía, su DNI y el de Azadeh. El hombre los cogió y después de echarles un vistazo se los pasó a un jovenzuelo que sabía leer. Los demás esperaban en silencio, mirándoles, pateando contra el frío.
—Es un extranjero de algún sitio llamado Finlandia —informó finalmente el muchacho, con su tosco farsi—. Viene de Tabriz. No es americano.
—Pues lo parece —dijo alguien.
—La mujer se llama Gorgon, es su esposa..., al menos eso dicen los papeles.
—Soy su esposa —intervino tajante Azadeh—. Qua.
—¿Quién te ha preguntado? —la interrumpió el primer hombre con rudeza—. El nombre de tu familia es Gorgon, un nombre de terrateniente, hablas con acento altanero y poderoso como tus maneras. Y lo más probable es que seas una enemiga del Pueblo.
—No soy enemiga de nadie. El Pue...
—Cállate. Incluso en un estado socialista, las mujeres han de tener buenos modales, ser castas, cubrirse y mostrarse obedientes. ¿Adónde vais? —luego preguntó volviéndose hacia Erikki.
—¿Qué dice, Azadeh? —preguntó Erikki.
Ella se lo tradujo.
—A Teherán —respondió él con calma a aquel bruto—. Dile que vamos a Teherán, Azadeh.
Contó hasta seis fusiles y una automática. La circulación lo mantenía cercado, no había forma de atravesarla. Aún.
Así lo hizo Azadeh añadiendo:
—Mi marido no habla farsi.
—¿Cómo podemos saberlo? ¿Y cómo podemos saber si estáis casados? ¿Dónde tenéis el certificado de matrimonio?
—No lo llevo conmigo, pero en el documento de identidad se acredita que estoy casada.
—Pero es un documento del Sha. Y es ilegal. ¿Dónde está tu nuevo documento?
—¿Un documento de quién? ¿Firmado por quién? —preguntó Azadeh con furiosa energía—. Devolvednos nuestros documentos y dejadnos pasar.
Su energía causó efecto sobre aquel hombre y también en los que lo rodeaban.
—Habéis de comprender que hay muchos espías y enemigos del Pueblo a los que tenemos que coger.
Erikki sentía que el corazón le latía con fuerza. Caras hoscas, gentes que parecían recién salidas de la época de la superstición y la ignorancia. La cosa estaba fea. Más hombres se unieron al grupo que los rodeaba. Uno de ellos hizo un gesto iracundo y ruidoso a los coches y camiones que esperaban detrás del suyo para que avanzaran y se sometieran a la revisión. Nadie tocaba la bocina. Todo el mundo esperaba su turno. Y por encima de aquel embotellamiento de coches planeaba un temor silencioso y aterrado.
—¿Qué ocurre aquí?
Un hombre achaparrado se abría paso entre la multitud. Los hombres se apartaban con deferencia. Llevaba colgada al hombro una metralleta checoslovaca. El otro le explicó la situación y le entregó los documentos. El hombre achaparrado tenía la cara redonda e iba sin afeitar, sus ojos eran oscuros y sus ropas se veían pobres y sucias. De súbito, se oyó un disparo y todas las cabezas se volvieron hacia el prado. Un hombre yacía en el suelo junto a un pequeño coche de pasajeros que había sido volcado por aquellas gentes hostiles. Uno de los hombres se inclinaba sobre él con una automática. A otro de los pasajeros lo habían empujado contra un costado del coche y lo mantenían allí aprisionado con las manos sobre la cabeza. De repente, rompió el cordón que lo rodeaba y salió corriendo. El tipo de la pistola apuntó y disparó, pero falló. Volvió a disparar. Esa vez el hombre cayó gritando, retorciéndose de dolor e intentando levantarse de nuevo sin que las piernas le respondieran. El de la pistola se acercó a él tranquilamente y vació el cargador, matándole por etapas.
—¡Ahmed! —gritó el hombre achaparrado—. ¿Para qué malgastar balas si con las botas hubieras podido hacer lo mismo? ¿Quiénes eran? —¡SAVAK!
Un murmullo de satisfacción corrió entre la muchedumbre y los aldeanos y alguien lanzó un viva.
—¡Estás loco! ¿Por qué habías de matarles tan de prisa entonces, eh? Tráeme sus papeles.
—Los hijos de perros tenían documentos que decían que eran hombres de negocio de Teherán, pero yo reconozco a un hombre de la SAVAK en cuanto lo veo. ¿Quieres los documentos falsos?
—No, rómpelos —ordenó el hombre achaparrado, y se volvió hacia Erikki y Azadeh—. Así es como se acaba de una vez por todas con los enemigos del Pueblo.
Azadeh no dijo palabra. Sus documentos estaban en aquella mano mugrienta. «¿Qué pasará si también dicen que son falsos? Insha'Allah!»
Cuando el hombre achaparrado terminó de escudriñar documentos, se quedó mirando a Erikki. Luego, se dirigió a ella.
—¿Dices que eres Azadeh Gorgon Yok... Yokkonen..., su mujer? —Sí.
—Bien —repuso, metiéndose los dos documentos en el bolsillo para después señalar con el pulgar hacia el prado—. Dile que conduzca hacia allí. Registraremos vuestro coche.
—Pero el...
—¡Hazlo! ¡AHORA! —El hombre achaparrado se subió al limpiabarros, rayando con sus botas la pintura del coche—. ¿Qué es eso? —preguntó señalando la cruz azul sobre el fondo blanco pintada en la capota.
—La bandera finlandesa —respondió Azadeh—. Mi marido es finlandés.
—¿Por qué está ahí?—A él le gusta llevarla.
El hombre achaparrado escupió. Luego, señaló de nuevo hacia el prado.
—¡De prisa! ¡Allí! —ordenó. Una vez que llegaron a un espacio vacío, con la muchedumbre tras ellos, bajó—. Afuera. Quiero registrar vuestro coche para encontrar las armas y el contrabando.
—No llevamos armas ni contra... —empezó a decir Azadeh.
—¡Afuera! Y tú, mujer, ¡contén la lengua!
Las viejas que había entre la gente sisearon aprobadoras. Furioso indicó con el pulgar los dos cuerpos caídos sobre el fango pisoteado.
—La justicia del Pueblo es rápida y contundente. No lo olvidéis —dijo, señaló con el dedo a Erikki—. Di al monstruo de tu marido lo que yo he dicho.. , si es que es tu marido.
—Erikki, dice que la justicia..., que la justicia del Pueblo es rápida y contundente, y que no lo olvidemos. Ten cuidado, cariño. Debemos..., debernos salir del coche. Quieren registrarlo.
—Muy bien. Pero sígueme y permanece a mi lado.
Erikki salió, dominando a la muchedumbre con su estatura. La rodeó con su brazo con ademán protector, mientras que hombres, mujeres y algunos niños se agolpaban alrededor de ellos dejándoles poco espacio. El hedor de los cuerpos sucios les resultaba insoportable. Podía sentir cómo temblaba ella, aunque notó que trataba por todos los medios de dominarse. Juntos vieron cómo el hombre achaparrado, acompañado de otros, gateaba por su impecable coche, pateando los asientos con las embarradas botas. Otros abrieron la puerta trasera, lo registraron todo y desperdigaron sus pertenencias, rebuscando con las puercas manos en los bolsillos, abriendo las maletas de el y las de ella. De repente, uno de los hombres agitó la transparente ropa interior y de noche de Azadeh entre la rechifla y las burlas obscenas. Las viejas farfullaron su desaprobación. Una de ellas levantó la mano y le tocó el cabello. Ella retrocedió, mas quienes se encontraban detrás no le dejaban espacio. Al punto, Erikki trató de ayudarla, pero la masa de gente no se movió aunque los que estaban junto a él empezaron a gritar porque, prácticamente, les estaba aplastando. Sus gritos enfurecieron a los otros que se acercaron más, amenazadores, mientras se lanzaban insultos.
De súbito, Erikki se dio cuenta, por primera vez, de que no podía proteger a Azadeh. Sabía que quizá matase a una docena de ellos hasta que consiguieran dominarle y matarle, pero que así no la protegería.
Aquella realidad lo dejó anonadado.
Sentía las piernas flojas y un imperioso deseo de orinar. El olor de su propio miedo lo ahogaba y luchó por dominar el pánico que iba invadiéndole. Entumecido, vio cómo envilecían las pertenencias de ambos. Unos hombres se alejaban tambaleantes con sus bidones de gasolina, realmente vitales porque sin ellos jamás conseguiría llegar a Teherán, ya que todas las gasolineras estaban en huelga y cerradas. Intentó obligarse a mover las piernas, pero no le respondieron como tampoco la boca. Entonces, una de las viejas le gritó algo a Azadeh, la cual movió la cabeza como atontada y hubo hombres que corearon el grito, al tiempo que los empujaban, los hombres acorralándole, penetrándole el olfato su fétido olor y con los oídos ensordecidos por el farsi.
Todavía seguía rodeando a Azadeh con el brazo. En medio del estruendo, ella levantó la vista y Erikki pudo ver el terror reflejado en su mirada, mas le fue imposible oír lo que le decía. De nuevo, intentó abrir espacio para los dos pero una vez más fracasó. Desesperado, hizo lo posible por dominar la sensación de sofoco, y claustrofobia, y el ansia salvaje de luchar inspirada por el pánico que empezaba a embargarle, consciente de que si él empezaba, haría explotar un tumulto que destrozaría a Azadeh. Aunque no pudo por menos que mover con fiereza el codo derecho cuando una fornida mujer campesina, de mirada extraña y furiosa, atravesó el cordón y arrojó el chador contra el pecho de Azadeh, mientras le escupía un torrente de palabras en. farsi, alejando la atención del hombre que se había derrumbado detrás de él, y que yacía a sus pies, con el pecho hundido por el golpe de su codo.
La muchedumbre seguía vociferando contra ellos, diciendo sin duda que se pusiera el chador mientras Azadeh gritaba aturdida:
—No, no, dejadme en paz...
Jamás en toda su vida se había visto amenazada de aquella manera, nunca se encontró en medio de semejante muchedumbre, ni tampoco se le habían acercado tanto los campesinos ni sentido tanta hostilidad en derredor suyo.
—Póntelo, ramera...
—En el Nombre de Dios, ponte e] chador..,
—No en el Nombre de Dios, mujer, sirio en el nombre del Pueblo. —Dios es Grande, obedece la palabra...
—Méate en Dios, en nombre de la revolución...
—Cubre tu cabello, zorra, hija de una zorra...
—Obedece al Profeta cuyo nombre siempre es alabado...
Las voces y la mofa aumentaron, pateando sin enterarse siquiera al hombre moribundo caído en el suelo. De repente, alguien apartó violentamente el brazo de Erikki que rodeaba a Azadeh y ella se dio cuenta que él, con la otra mano, buscaba su gran cuchillo.
—No, no, Erikki, te matarán... —le gritó,
Dominada por el pánico, apartó de un empujón a la campesina e intentó ponerse el chador al tiempo que repetía incesantemente Allah-u Akbar.
Aquello tranquilizó algo a los que se encontraban más cerca, apaciguándose las burlas aunque la gente que estaba detrás seguía empujando para ver mejor, aplastando a los otros contra el «Range Rover». Con toda aquella agitación, Erikki y Azadeh, ganaron algo más de espacio alrededor de ellos, a pesar de que seguían acorralados por todas partes. Azadeh no le miraba, se limitaba a aferrarse a él, temblando como un cachorrillo muerto de frío, envuelta en el tosco chador. Las risas estallaron cuando uno de los hombres agitó el sujetador de ella, poniéndoselo luego sobre su propio pecho y parodiando ciertos gestos.
El vandalismo prosiguió hasta que, de repente, Erikki se dio cuenta de que algo nuevo ocurría. El hombre achaparrado y sus seguidores se habían quedado quietos y mantenían la vista clavada en dirección a Kazvin. Mientras Erikki los observaba les vio empezar a mezclarse con la multitud. En cuestión de segundos, todos habían desaparecido. Otros hombres que se encontraban junto a la barricada, subieron a los coches y enfilaron la carretera de Teherán, adquiriendo velocidad. Los aldeanos miraban también hacia la ciudad y luego otros, hasta que aquella turba quedó totalmente paralizada. Por la carretera se acercaba, evitando los coches, otra muchedumbre de hombres con mollahs en cabeza. Algunos de éstos y muchos de los hombres iban armados.
—Allah-u Akbar —gritaban—. ¡Dios y Jomeiny!
Luego, echaron a correr, cargando contra la barricada.
Se oyeron algunos disparos que fueron contestados desde la barricada. Las fuerzas enfrentadas atacaban con palos, piedras, barras de hierro y algunas armas de fuego. El resto se desperdigó. Los aldeanos corrieron, buscando el refugio de seis hogares. Los conductores y pasajeros salieron precipitadamente de los coches tirándose a las cunetas o, sencillamente al suelo.
Los gritos de uno y otro lado y los chillidos de aquella escaramuza en tono menor, sacudieron a Erikki de su parálisis. Empujó a Azadeh hacia el coche, recogiendo al azar aquellas de sus pertenencias desperdigadas que se encontraban mas a mano y tirándolas en el asiento de atrás, cerró la portezuela trasera de golpe. Una media docena de aldeanos empezó a apoderarse de cosas tambien, pero él los apartó de su camino, se instalo en el asiento del conductor y puso el motor en marcha. Dio marcha atrás y luego puso la primera lanzándose como un rayo a través del prado en dirección paralela a la de la carretera. Exactamente delante de el y a la derecha vio como el hombre achaparrado, junto con tres de sus seguidores, subía a un coche y en ese momento recordó que aquel hombre tenía sus documentos. Por un segundo pensó en, detenerse, pero rechazo al punto esa idea y se dirigió hacia los árboles que bordeaban la carretera. Entonces, vio al hombre achaparrado descolgarse la metralleta del hombro, apuntar y disparar. El disparo pasó algo alto y los vehementes reflejos de Erikki le hicieron dar un giro al volante y apretar el acelerador mientras cargaba la pistola. Su. macizo parachoques lanzó al hombre contra un costado del coche, aplastando a ambos, mientras, la metralleta siguió disparando hasta que el cargador quedó vacío; los proyectiles chocaban contra el metal, atravesando el parabrisas. El «Range Rover» se haba convertido en un ariete. Erikki lo hizo retroceder y lo lanzó de nuevo contra ellos, volcando los restos del coche y matándolos. Hubiera bajado para acabar el trabajo con sus propias manos, pero por el retrovisor vio a unos hombres que corrían a por el, así que cambió de dirección v arrancó, acelerando.
El «Range Rover» estaba concebido para aquel tipo de terreno, y sus neumáticos, especiales para la nieve, se aferraban a la superficie de aquel áspero suelo. Al cabo de un momento se encontraban entre los árboles y a salvo de ser capturados. Entonces, pensó en volver a la carretera: cambió a tercera, bloqueó ambos diferenciales y se arrastró sobre la profunda acequia, rompiendo la alambrada. Una vez en la carretera, desbloqueó los diferenciales, cambió de marcha y aumentó la velocidad.
Sólo cuando se hallaron muy lejos, se le aclaró la mente. Irritado, recordó el silbido de las balas alrededor del coche, y que Azadeh estaba con él. La miró asaltado por el pánico. Se encontraba bien aunque seguía paralizada por el miedo y acurrucada en su asiento, aferrada a la portezuela con ambas manos, agujeros de balas a su alrededor, en el cristal y la capota. Por suerte no la había alcanzado ninguna aunque Erikki, por un instante, no la reconoció, era tan sólo otro rostro iraní, afeado por el chador, como cualquier otro de los cientos de miles que podían verse entre la multitud.
—¡Azadeh, amor mío! —jadeó atrayéndola hacia sí, mientras conducía con una mano.
Al cabo de un momento, redujo la marcha, aparcó a un lado de la carretera y mantuvo a Azadeh fuertemente abrazada mientras ella sollozaba de forma desgarradora. No se dio cuenta del indicador de la gasolina, estaba practicamente vacío, ni observó cómo aumentaba la circulación, tampoco se apercibió de las miradas hostiles de los peatones o de que muchos de los coches iban ocupados por revolucionarios que abandonaban su barricada en dirección a Teherán.