CAPÍTULO XIX
Mclver conducía con cuidado por la carretera que bordeaba la alambrada de seguridad en dirección a la puerta que conducía al área de embarques. La nieve se acumulaba en los arcenes de la carretera, resbaladiza y sin limpiar. La temperatura estaba bajo cero, el cielo muy encapotado y la noche acababa de irse hacía no más de una hora. Volvió a consultar su reloj. «No queda mucho tiempo», se dijo, todavía furioso por la clausura de su oficina, la noche anterior, por el comité. A primera hora de aquella mañana había intentado escurrirse hasta el interior del edificio, mas seguía bien vigilado, y todos sus intentos para que se le permitiera comprobar el télex resultaron infructuosos.
—¡Condenada gente! —exclamó Genny cuando él regresó, nervioso, al apartamento—. Tiene que haber algo que podamos hacer. ¿Qué me dices de George Talbot? ¿No podría echar una mano?
—Lo dudo mucho aunque creo que valdrá la pena intentarlo... Si Valik fuera... —Calló—. Tom debe de haber repostado ya y casi habrá terminado..., dondequiera que esté.
—Esperemos..., esperemos lo mejor —dijo Genny mientras formulaba una silenciosa plegaria—. ¿Has visto alguna tienda abierta?
—Ninguna, Gen. Tendremos que almorzar sopa enlatada y una botella de cerveza.
—Lo siento, nos hemos quedado sin cerveza.
Mclver intentó comunicar con Kowiss y con las otras bases, sin que ninguna de ellas respondiera. Como tampoco le fue posible sintonizar la «BBC» o la «AFN». Escuchó, durante un breve tiempo, la inevitable diatriba antiamericana de «Radio Irán Libre», de Tbilisi, y la cerró fastidiado. El teléfono no tenía línea. Intentó leer, pero no pudo, ya que en su mente bullían toda suerte de preocupaciones respecto a Lochart, Pettikin, Starke y todos los demás, desesperado de no poder acudir a la oficina y al télex y, por el momento, incapaz de todo control. Jamás había ocurrido nada parecido. Jamás. Maldito el Sha por abandonarlo todo y permitir que se hundiera. La vida allí solía ser formidable. En cuanto surgía algún problema, sólo tenía que ir al aeropuerto y tomar una lanzadera para Esfahan, Tabriz, Abadán, Ormuz, Al Shargaz o dondequiera que fuese y luego, para cubrir el resto de la ruta, un helicóptero si así lo prefería. A veces, Genny lo acompañaba... Meriendas en el campo y cerveza helada.
—¡Todo se ha ido al diablo!
Poco antes de almorzar, la «HF» cobró vida. Era Freddy Ayre desde Kowiss, transmitiendo el mensaje de que el jet «125» estaría en el aeropuerto de Teherán alrededor de las cinco de esa misma tarde, procedente de Al Shargaz, pequeño territorio independiente de un jeque, a mil doscientos kilómetros al sur de Teherán, del otro lado del Golfo, donde «S-G» tenía una oficina.
—¿Han dicho si había obtenido la autorización, Freddy? —preguntó excitado Mclver.
—No lo sé. Todo cuanto dijo nuestro cuartel general en Al Shargaz fue: «ETA Teherán 1700. Decid a Mclver no logré comunicación con él...», y lo repitió varias veces.
—¿Qué tal os van las cosas a vosotros?
—Así, así —respondió Ayre—. Strake sigue en Bandar Delam y sólo hemos podido comunicar con ellos de manera muy confusa hace media hora.
—¿Envió Rudi aquello? —Mclver intentó mantener el tono sereno. —Sí.
—Manténte en contacto con ellos y con nosotros. ¿Qué pasaba con tu operador de radio esta mañana? He estado intentando comunicar durante un par de horas sin conseguirlo.
Se hizo una larga pausa.
—Lo han detenido.
—¿Por qué diablos?
—No lo sé, Mace., capitán Mclver. Tan pronto como lo averigüe, le informaré a usted. También, lo antes que me sea posible, haré que Marc Dubois regrese a Bandar Delam, pero es que, bueno, en cierto modo, nos hallamos atados de pies y manos. Todos estamos confinados en la base, hay..., aquí, en la torre, hay un simpático y cordial guardia vigilante, todos los vuelos han sido suspendidos salvo los CASEVAC, y, aun así, se nos ha ordenado llevar guardias con nosotros... Además, no está autorizado ningún vuelo fuera del área.
—¿Por qué todo eso?
—No lo sé. Nuestro reverenciado comandante en jefe de la base, el coronel Peshadi, me ha asegurado que es algo temporal, sólo hoy, y quizá mañana. A propósito, a las 3.16 de la tarde hemos recibido una breve llamada del capitán Scragger en Charlie Eco Zulu Zulu, en ruta hacia Bandar Delam en un chárter especial.
—¿Qué diablos ha ido a hacer allí?
—No lo sé, señor. El viejo Ser..., el capitán Scragger dijo que se lo había pedido De Plessey, en Siri. Yo..., bueno..., no creo que tenga mucho tiempo. Nuestro simpático guardia se está poniendo nervioso, pero si usted logra que el «125» llegue aquí, Peshadi ha dicho que le autorizará a tomar tierra. Intentaré enviar a Manuela, aunque no confíe demasiado en ello. Está más nerviosa que una liebre dentro de una perrera llena de sabuesos, debido a la falta de noticias fidedignas de Starke.
—Me lo imagino. Dile que voy a hacer salir a Gen, ahora mismo, aunque Dios sabe el tiempo que me costará llegar al aeropuerto. —Volvió su atención a Genny—. Gen, haz una malea.
—¿Qué quieres llevarte, Duncan? —le preguntó ella con dulzura.
—iTú eres la que se va, no yo!
—No seas tonto, cariño. Si tienes que recibir a ese «125», más vale que te apresures, pero ten cuidado y no olvides las «fotos». Ah, y a propósito, olvidé decirte que mientras intentabas entrar en la oficina, Sharazad envió a uno de sus sirvientes para rogarnos que fuéramos a almorzar con ella.
—¡Gen, tú tomarás ese «125» y no hay más que hablar!
La discusión no duró ni un minuto. Mclver se había ido en el coche y circulaba por calles secundarias, ya que la mayoría de las arterias principales estaban bloqueadas por las muchedumbres. Cada vez que debía detenerse, enarbolaba la fotografía de Jomeiny, con un pie de LARGA VIDA AL AYATOLLAH en farsi y en seguida le daban paso. Como no vio tropas, gendarmes o policías no hubo de recurrir a la foto del Sha con la leyenda LARGA VIDA AL GLORIOSO IRÁN. Aun así, necesitó dos horas y media para hacer un recorrido que, habitualmente, no le llevaba más de una. Aumentando sin cesar su ansiedad ante la posibilidad de llegar tarde.
Pero el «125» no se encontraba en ninguna de las pistas paralelas, como tampoco en el área de carga o cerca del edificio de la terminal, al otro lado del campo. Una vez más, consultó su reloj. Las cinco y diecisiete. Aún quedaba otra hora de luz. «Será una proeza si es que siquiera llega —pensó—. Sólo Dios lo sabe, puede que ya le hayan hecho volverse.»
Cerca del edificio de la terminal, todavía se encontraban aparcados varios jets civiles. Uno de ellos, un «Royal Iranian Aire 747» era tan sólo un amasijo de hierros retorcidos, destruido por el fuego. Los otros parecían hallarse en perfecto estado, aunque estaba demasiado alejado para ver todos los modelos, pero entre ellos debía de encontrarse el que había de hacer el vuelo de «Alitalia». Paula Giancani seguía aún allí, y Nogger Lane detrás de ella siempre. «Es una muchacha encantadora», se dijo con expresión ausente.
La puerta que conducía al área de carga y al almacén estaba ante él. Este último se hallaba cerrado desde el miércoles anterior, ya que el jueves y el viernes eran los dos días del fin de semana iraní (el viernes lo denominaban Día Santo Musulmán), y no había forma de que ni él ni su personal pudieran haber entrado allí el sábado o el domingo. La puerta aparecía abierta y sin vigilancia. La atravesó y entró en el patio. Frente a él, estaba el cobertizo de aduanas de las cargas y las barreras. Por todas partes se veían carteles en inglés y farsi: PROHIBIDA LA ENTRADA, ENTRADA, SALIDA, PROHIBIDO EL PASO, y con los emblemas y siglas de las diversas compañías internacionales de transportes y helicópteros que tenían allí oficinas permanentes. Por lo general, el entrar en el patio resultaba imposible. Allí había trabajo las veinticuatro horas del día para quinientos hombres, que se ocupaban de la inmensa cantidad de mercancías, militares y civiles, a cambio de parte de los noventa millones de dólares diarios del petróleo obtenido. En ese momento, la zona estaba desierta. Había centenares de jaulas y cajones desperdigados por todas partes sobre la nieve, muchos de ellos abiertos y saqueados su contenido, la mayor parte empapado de agua. Algunos coches y camiones abandonados, varios averiados y un camión que, evidentemente, había ardido. En los cobertizos podían verse impactos de balas.
La puerta de la aduana que conducía a la pista estaba cerrada, pero sólo con un pestillo. En el letrero se podía leer: PROHIBIDO EL PASO SIN LA AUTORIZACIÓN DE LAS ADUANAS en inglés y farsi. Esperó un momento para después hacer sonar la bocina, volvió a esperar. Nadie le contestó así que bajó, abrió la puerta de par en par y volvió a subir al coche. Se detuvo a unos metros del otro extremo, volvió a cerrar la puerta con el pestillo y atravesó el asfalto hasta los almacenes de la «S-G», el cobertizo de la oficina, los hangares y el taller de reparaciones con espacio suficiente para cuatro «212» y cinco «206», aunque sólo había tres «206» y un «212» en esos momentos.
Aliviado, observó que las puertas principales seguían cerradas y con el candado puesto. Había temido que hubiesen asaltado los almacenes y el hangar, llevándoselo todo o destrozándolo. Aquél era su depósito principal en Irán para reparaciones y repuestos. En el inventario figuraban repuestos y herramientas especiales por un valor de dos millones de dólares, además de sus propias bombas para repostar y los depósitos subterráneos donde, en un lugar estrictamente secreto, se encontraban depositados veinte mil litros de combustible para helicópteros que McIver «perdiera» cuando los disturbios empezaron en serio.
Escudriñó el cielo. El viento le reveló que el «125» llegaría por el Oeste y aterrizaría a la izquierda, en la pista 29, pero no había el menor rastro de él. Abrió la puerta, y, cerrándola tras de sí, atravesó presuroso el helado vestíbulo en dirección a la oficina principal y al télex. Estaba desconectado.
—Malditos idiotas —farfulló en voz alta. La orden tajante era de que permaneciese conectado en todo momento. Lo puso en marcha pero no ocurrió nada. Probó con las luces, no se encendieron. «Maldito país.» Se acercó irritado a la emisora receptora-transmisora y la puso en marcha. Su zumbido le tranquilizó.
—Echo Tango Lima Lima —dijo con energía a través del micrófono, seguidamente dio las letras de la matrícula del «215»: ETLL. —Al habla Mclver. ¿Me reciben?
—Echo Tango Lima Lima... Ciertamente, amigo. —Llegó al punto la lacónica respuesta—. Eso parece muy solitario... Hace media hora que estamos llamando. ¿Dónde estás?
—En la oficina de embarque. Lo siento, Johnny —dijo reconociendo la voz del veterano capitán de su escuadrilla fija—. Me ha costado Dios y ayuda llegar hasta aquí. Acabo de hacerlo. ¿Dónde te encuentras tú?
—A veintisiete kilómetros hacia el Sur..., en la niebla..., pasando a dos y medio por encima de la señal de aproximación, esperando la final en la pista 29 izquierda. ¿Qué está pasando, Mac? No podernos comunicar con la torre de Teherán. De hecho, no hemos tenido una sola llamada desde que entramos en el espacio aéreo iraní.
—¡Santo Cielo! ¿Ni siquiera del radar Kish?
—Ni siquiera de ellos, amigo. ¿Anda mal algo?
—No lo sé. Ayer la Torre operaba..., hasta ayer a medianoche concretamente. Los militares nos dieron autorización para volar hacia el Sur.
Mclver estaba desconcertado, pues sabía lo puntillosos que eran en el radar Kish respecto a todo el tráfico interior y exterior, en especial el que hacía la travesía del Golfo.
—El aeropuerto está completamente desierto, lo que resulta sumamente inquietante. Cuando venía hacia aquí, la muchedumbre estaba por toda la ciudad, había algunas calles bloqueadas, pero nada fuera de lo normal. Ni disturbios ni nada por el estilo.
—¿Algún problema para aterrizar?
—Dudo que haya en funcionamiento alguna asistencia al aterrizaje, aunque la cubierta de nubes se encuentra a unos seis mil metros y la visibilidad es de mil quinientos metros. La pista parece estar en perfectas condiciones.
—¿Qué opinas?
McIver sopesó los pros y los contras de un aterrizaje sin la ayuda desde la Torre o la necesaria aprobación.
—¿Tienes suficiente combustible para el vuelo de regreso?
—Desde luego. ¿No hay posibilidad de conseguir combustible para repostar?
—A menos que se trate de una emergencia..., por el momento.
—He dejado atrás el techo de nubes a siete mil quinientos metros y te tengo a la vista.
—De acuerdo, Echo Tango Lima Lima. El viento sopla del Este a unos diez nudos. Habitualmente, aterrizas en la 29 izquierda. La base militar está cerrada y desierta al parecer, así que no debe de haber tráfico alguno... Todos los vuelos civiles han sido cancelados, tanto en el interior como al exterior. Te sugiero que des una pasada y si las condiciones te parecen normales aterrices sin más preámbulos..., no permanezcas mucho tiempo en el aire. Ahora hay demasiados bromistas por aquí a los que les gusta mucho darle al gatillo. Una vez hayas aterrizado, sitúate para un despegue rápido por si fuera necesario. Iré a recibirte con el coche.
—Echo Tango Lima Lima.
McIver sacó un pañuelo y se limpió el sudor de la frente y las manos. Cuando se levantó, el corazón le dio un vuelco.
En la puerta se encontraba un oficial de aduanas, con la mano apoyada como por casualidad sobre la culata del enfundado revólver. Tenía el uniforme sucio y arrugado y en el redondo rostro la sombra de una barba de tres o cuatro días.
—!Oh! —exclamó McIver intentando desesperadamente aparentar calma—. Salaam, Agha. —No le reconoció como uno de los funcionarios habituales.
El hombre sacó su arma y la agitó con gesto ominoso, mientras su mirada iba de Mclver al equipo de radio y volvía a McIver.
—Inglissi me danid, Agha? Be bahk shid man zaban-e shoma ra khoob nami danam —dijo McIver titubeante ya que conocía muy poco farsi. El oficial de aduanas gruñó.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó en un inglés titubeante. Tenía los dientes manchados de tabaco.
—Soy..., soy el capitán McIver, jefe de la «S-G Helicopters» —contestó en un silabeo y hablando muy despacio—. Sólo estaba..., sólo estaba comprobando mi télex y esperaba aquí para recibir un aparato que llega.
—¿Aparato...? ¿Qué aparato? ¿Qu...?
En aquel preciso momento, el «125» sobrevoló el aeropuerto a trescientos metros. El aduanero salió presuroso de la oficina con McIver a la zaga. Vieron las líneas definidas y armoniosas del jet de dos motores destacándose sobre el lóbrego cielo encapotado y lo observaron un instante mientras se alejaba rápido para regresar casi en picado y proceder a un aterrizaje normal.
—¿Qué aparato? ¿Eh?
—Se trata de nuestro vuelo regular..., el vuelo regular desde Al Shargaz.
Aquel nombre llevó al agente a un paroxismo de invectivas. —Be bahk shid nana dhan konan.
—Lo siento, no le entiendo.
—No aterrizar..., no aterrizar. ¿Entendido? —ordenó el hombre y señaló furioso al helicóptero primero y luego a la oficina de radio—. ¡Decir aparato!
McIver asintió con calma, aunque distaba mucho de tenerla y le hizo seña de que lo acompañara a la oficina. Contó 10.000 rials, unos ciento diez dólares, y se los ofreció.
—Le ruego que acepte los honorarios por el aterrizaje..., el dinero del aterrizaje.
El hombre soltó una nueva retahíla de ininteligible farsi. Mclver dejó el dinero sobre la mesa y luego, pasando por delante del hombre, entró en el almacén. Abrió una puerta. En aquel pequeño cuarto, habilitado allí a tal fin, había todo tipo de repuestos, y tres bidones de gasolina, de veinte litros cada uno, completamente llenos. Cogió uno de ellos y lo puso fuera de la puerta, recordando lo que el general Valik le dijera: un pishkesh no era soborno sino un regalo y una excelente costumbre iraní. Al cabo de un segundo, McIver decidió salir, pero dejó la puerta abierta... Tres bidones resolverían con creces el problema.
—Be bahk shid, Agha—dijo, para seguir hablando en inglés—. He de ver a mis superiores.
McIver salió del edificio, subió a su coche y se alejó sin volver la vista atrás.
—¡Condenado bastardo. Casi me ha provocado un ataque al corazón! —farfulló. Después, apartando a aquel hombre de su mente, enfiló hacia la pista de aterrizaje dirigiéndose hacia el punto de interceptación. La nieve sólo tenía unos centímetros de espesor y no se hallaba en demasiado mal estado. Las suyas eran las únicas huellas y las pistas principales aparecían igualmente impolutas. El viento soplaba de nuevo, y eso hizo que su sensación de frialdad aumentase. Ni siquiera se dio cuenta de ello, con toda su atención centrada en el helicóptero.
El «125» llegó con un giro cerrado, con el mecanismo y los alerones abatidos, deslizándose lateralmente con gran habilidad para perder altura y reducir la distancia de acercamiento. John Hogg enfiló la pista y aterrizó, dejando que el aparato se deslizase hasta un punto seguro e incluso, entonces, manejando los frenos con exquisito cuidado. Giró en dirección a la pista de rodaje y aumentó la potencia para reunirse con Mclver. Se detuvo cerca del primer camino de acceso que conducía de nuevo a la pista.
Para cuando Mclver llegó junto a él, la portezuela estaba abierta y colocada la escalerilla. Al pie de ella, John Hogg esperaba enfundado en una parka y pateando para entrar en calor.
—¡Hola, Mac! —lo saludó. Era un hombre delgado y pulcro, de rostro enjuto y bigote—. Es formidable volver a verte. Sube, dentro estaremos más calientes.
—Buena idea. —McIver se volvió rápido y lo siguió escalerilla arriba.
En el interior del aparato, el ambiente resultaba acogedor, con las luces encendidas, el café preparado y los periódicos de Londres en un estante. McIver sabía que habría un retrete de asiento con suave papel higiénico y que en el refrigerador encontraría vino y cerveza..., de nuevo la civilización. Cordial, estrechó la mano de Hogg e hizo un ademán de saludo al copiloto.
—Estoy muy contento de verte, Johnny.
Entonces, se quedó con la boca abierta. En uno de los asientos giratorios del aparato de ocho plazas, y mirándole sonriente, se hallaba Andy Gavallan.
—Hola, Mac.
—¡Santo Cielo! ¡Santo Cielo, Chinaboy! Es formidable verte —dijo McIver estrechándole la mano con fuerza—. ¿Qué diablos estás haciendo? ¿Por qué no me dijiste que venías..., a qué se deb...?
—Tranquilo, muchacho. ¿Café?
—¡Por el Cielo, sí! —McIver se sentó frente a él—. ¿Qué tal está Maureen..., y la pequeña Electra?
—¡Estupenda..., maravillosa! Se acerca su segundo cumpleaños y es un auténtico terror. Pensé que valía la pena que mantuviéramos una charla, así que cogí el pájaro y aquí estoy.
—No puedes imaginarte lo contento que me siento. Tienes un aspecto formidable —dijo McIver.
Y así era.
—Gracias, muchacho, tampoco tú estás mal. ¿Cómo te encuentras en realidad, Mac? —preguntó Gavallan sin rodeos.
—Perfectamente.
Hogg puso el café ante McIver, acompañado de una pequeña copa de whisky y otra para Gavallan.
—Gracias, Johnny —dijo McIver alegrándosele la cara—. ¡Salud! —Chocó su copa con la de Gavallan y bebió, agradecido, el whisky—. Estoy más helado que un carámbano. Acabo de habérmelas con un maldito aduanero. ¿Qué haces aquí? ¿Algún problema, Andy? ¿Y qué pasa con el «125»? Tanto los revolucionarios como los leales están histéricos... En un momento dado, cualquiera de ellos puede llegar y confiscarlo por la fuerza.
—Johnny Hogg los vigila. Dentro de un minuto hablaremos de mis problemas, pero llegué a la conclusión que lo mejor era venir y verlo por mí mismo. Ahora corremos un riesgo excesivo, tanto aquí como fuera, con todos nuestros inminentes contratos y aparatos más modernos. Los nuevos «X63» son increíbles, Mac. Algo que ni siquiera puedes imaginar.
—Eso es estupendo... ¿Cuándo tendremos uno?
—El año próximo..., ya hablaremos de ellos más tarde. Ahora, Irán tiene toda la prioridad. Hemos de hacer algunos planes para posibles contingencias, cómo mantenernos en contacto y cosas así. Ayer pasé horas en Al Shargaz intentando obtener una autorización iraní para Teherán, pero no hubo forma. Incluso su Embajada estaba cerrada; yo mismo fui a su edificio Al Mullah, pero también lo encontré cerrado a cal y canto. Hice que nuestro representante se desplazara a casa del embajador, y había salido a almorzar..., estaría ausente todo el día. Finalmente, fui al Control de Tráfico Aéreo y charlé con ellos. Me sugirieron que esperásemos pero logré convencerles que nos dieran la salida y lo intentamos. Y aquí estamos. Bien, ante todo, ¿en qué estado se encuentran nuestras operaciones?
Mclver le puso al corriente de lo que sabía.
Gran parte del buen humor de Gavallan desapareció.
—De manera que Charlie ha desaparecido; Tom Lochart está arriesgando el cuello, junto con toda nuestra aventura iraní, estúpida o valiente, según el punto de vista de cada cual; Duke Starke está arriba, en la ensenada, con Rudi; Kowiss se encuentra en estado de sitio y nos han echado de nuestras oficinas.
—Sí —asintió Mclver reacio—. Yo autoricé el vuelo de Tom.
—De estar en tu lugar, es probable que yo hubiese hecho lo mismo, aun cuando ello no justifique el riesgo para él, para nosotros o para el pobre Valik y su familia. A pesar de eso, estoy de acuerdo, la SAVAK le huele mal a cualquiera. —Gavallan se sentía realmente conmocionado aun cuando no dejó vislumbrar en absoluto su preocupación—. Una vez más, Ian ha tenido razón.
—¿Ian? ¿Dunross? ¿Le viste? ¿Cómo está el viejo bribón?
—Telefoneó desde Shanghai. —Gavallan le relató todo lo que le había dicho—. ¿Cuáles son las últimas noticias sobre la situación política aquí?
—Tú deberías saberlo mejor que nosotros... Por estos lares sólo nos enteramos de las noticias reales a través de la «BBC» o de la «VOA». Sigue sin haber periódicos y lo único que oímos son rumores —dijo Mclver, mientras recordaba los buenos tiempos pasados con Dunross en Hong Kong. Le había enseñado a volar con un pequeño helicóptero un año antes de irse a Aberdeen con Gavallan y a pesar de que su amistad no había sido demasiado profunda, Mclver disfrutaba en extremo con su compañía—. Bajtiar sigue siendo el hombre clave merced a sus fuerzas que lo respaldan aunque Bazargan y Jomeiny le están pisando los talones. Maldición, olvidé decírtelo. ¡Asesinaron al jefe Kyabi!
—¡Dios Todopoderoso! Eso es terrible... ¿Por qué?
—No lo sabemos, ni el cómo o el quién. Fredy Ayre nos lo dijo de forma indir...
—Siento interrumpirle, señor. —Se escuchó a través del altavoz. Era la plácida voz de Hogg, con un leve tono apremiante—. Tres coches abarrotados de hombres armados se dirigen hacia nosotros procedentes de la terminal.
Ambos a un tiempo miraron a través de las pequeñas ventanillas redondas. Ya podían distinguir los coches. Gavallan cogió los prismáticos y observó su progresivo avance.
—Cinco o seis hombres en cada coche. En el primero de ellos hay un mollah sentado delante. Gente de Jorneiny. —Se colgó los anteojos del cuello y se puso rápidamente en pie—. ¡Johnny!
Hogg ya se encontraba en la puerta.
—¿Sí, señor?
—¡Plan B! —dijo Hogg levantando al punto los pulgares a su copiloto quien, inmediatamente, puso en marcha los motores al máximo mientras Gavallan se endosaba una parka y cogía al paso un maletín.
—¡Vamos, Mac! —dijo bajando la escalerilla de dos en dos con Mclver a sus talones.
Tan pronto como estuvieron en tierra, subieron la escalerilla, la portezuela se cerró de golpe y los motores empezaron a acelerar. El «125» empezó a rodar adquiriendo velocidad.
—Ponte de espaldas a ellos, Mac..., no los mires. Limítate a observar cómo despega el aparato.
Había ocurrido todo con tal rapidez que Mclver apenas tuvo tiempo de subirse la cremallera de la parka. Uno de los coches aceleró para interceptar el aparato; para entonces, el «125» corría a toda velocidad por la pista. En cuestión de segundos, despegó, elevándose rápido. Entonces, ellos se volvieron hacia los coches que se acercaban.
—¿Y ahora qué, Andy?
—Depende del comité de bienvenida.
—¿Qué diablos es el plan B?
Gavallan rió.
—Mejor que el plan C, muchacho. Este último es caga o revienta. El plan B es el siguiente: Yo bajo, Johnny despega de inmediato y, sin decir a nadie que ha tenido que irse a toda prisa, mañana vuelve a recogerme a la misma hora; si no hay contacto, visual o por radio, entonces, Johnny deja pasar un día y regresa una hora más pronto..., y así durante cuatro días. Luego, permanece tranquilo en Al Shargaz a la espera de nuevas instrucciones.
—¿Y el plan A?
—Ése se habría llevado a cabo si hubiéramos podido quedarnos a salvo toda la noche..., con ellos de vigilancia en el aparato, y tú conmigo.
Los coches se detuvieron con un frenazo y se vieron rodeados por el mollah y los Green Bands que los apuntaban con sus armas, aullando todos a un tiempo. De repente, Gavallan vociferó: Alla-u Akbar!
Todos callaron, sobresaltados. Él con una floritura se quitó el sombrero ante el mollah que también iba armado y sacó un papel con aspecto de documento oficial, escrito en farsi, y sellado con lacre en la parte inferior.
—Es la autorización del «nuevo» embajador en Londres para poder aterrizar en Teherán —explicó con aire jovial a Mclver mientras los hombres se agolpaban alrededor del mollah para echar un vistazo al documento—. Me detuve en Londres para recogerlo. En él se dice que soy un VIP en viaje oficial y puedo entrar e irme sin que se me moleste.
—¿Cómo diablos lo has logrado? —preguntó Mclver admirado. —Influencia, muchacho. Influencia... y un generoso heung yau —añadió, cauteloso, el equivalente cantonés de pishkesh.
—Vendrán con nosotros —dijo un joven barbudo que estaba junto al mollah. Su acento era americano—. ¡Están detenidos!
—¿Por qué motivo, mi querido señor?
—Por aterrizajes ilegales sin permi...
Gavallan dio repetidos golpes con el índice sobre el papel.
—Éste es un permiso oficial de su propio embajador en Londres. ¡Arriba la Revolución! ¡Larga vida al Ayatollah Jomeiny!
El joven vaciló, y luego tradujo lo que habían dicho al mollah. Hubo un airado intercambio de susurros entre ellos.
—¡Vendrán con nosotros!
—Los seguiremos en nuestro coche. ¡Vamos, Mac!
Gavallan habló con firmeza al tiempo que se instalaba en el asiento del pasajero junto a McIver, el cual metió la llave de contacto. Por un instante, los hombres quedaron desconcertados; después, el hombre que hablaba inglés junto y otro tipo subieron a la parte de atrás. Ambos llevaban un «AK47».
—¡Diríjanse a la terminal! ¡Están detenidos!
En la terminal, cerca de la barrera de Inmigración, aparecieron más hombres hostiles junto con un funcionario de Inmigración muy nervioso. McIver., al punto, mostró su pase al aeropuerto, su permiso de trabajo, explicó quiénes eran él y Gavallan y que trabajaban con licencia para la «IranOil». Intentó convencerles de que les dejaran pasar. Ellos le hicieron señas imperiosas de que callara. El funcionario examinó el documento y el pasaporte de Gavallan de forma meticulosa y ostensible, mientras todos aquellos jovenzuelos se agolpaban en derredor suyo; el olor que sus cuerpos despedían podía cortarse. Seguidamente, abrió el maletín de Gavallan y lo registró con tosquedad sin encontrar otra cosa que los útiles de afeitarse, una camisa limpia, ropa interior y de noche. Y un quinto de whisky. Al punto, la botella le fue confiscada por uno de los jóvenes que la abrió y derramó el líquido que contenía.
—Dew neh loh moh —dijo amablemente Gavallan en cantonés y Mclver estuvo a punto de prorrumpir en una carcajada—. ¡Arriba la Revolución!
El mollah interrogó al funcionario y el sudor y el miedo eran patente en éste.
—Las autoridades se quedarán con el documento y el pasaporte y ustedes podrán explicar más tarde —dijo finalmente el joven que hablaba inglés.
—Me quedaré con mi pasaporte —afirmó Gavallan sin inmutarse.
—Las autoridades quedan. Los enemigos sufrirán. Los que quebrantan leyes..., aterrizan ilegalmente y vienen aquí..., sufrirán castigos islámicos. Su Excelencia quiere saber quiénes estaban al aparato con ustedes.
—Sólo mis dos tripulantes. Figuran en el manifiesto unido a la Autorización de Aterrizaje. Y ahora, mi pasaporte, por favor. Y el documento. —Las autoridades guardan. ¿Dónde quedará usted?
McIver dio su dirección.
El hombre tradujo. De nuevo, se desató una acalorada discusión. —Tengo que decirles: sus aviones no pueden volar o aterrizar sin permiso primero. Todos los aeroplanos de Irán..., todos los aeroplanos ahora en Irán pertenecen al Estado y...
—Los aeroplanos pertenecen a sus propietarios legales. Propietarios legales —adujo McIver.
—Sí, nuestro Estado islámico es propietario —repuso el hombre con tono de mofa—. Vosotros no gustar leyes, ir. Váyanse de Irán. Nosotros no pedimos ustedes aquí.
—Está muy equivocado. A nosotros, a la «S-G Helicopters», nos invitaron a venir aquí. Trabajamos para su Gobierno y hemos servido a la «IranOil» durante años.
El hombre escupió en el suelo.
—«IranOil», compañía del Sha. El Estado islámico propietario petróleo, no extranjeros. Pronto seréis detenidos con todos los otros por gran crimen: ¡Robar el petróleo de Irán!
—¡Tonterías! ¡Nosotros no hemos robado nada! —le rebatió McIver—. Hemos ayudado a que Irán entre en el siglo veinte. Hemos...
—Váyase Irán si quiere —habló de nuevo el portavoz sin prestar atención a lo que le decía—. Ahora, todas las órdenes da Imán Jomeiny, Alá lo proteja. Dice nada de aterrizajes ni despegues sin permiso, Cada vez un guardia de Jomeiny va con cada aeroplano. ¿Entendido?
—Entendemos lo que dice —contestó Gavallan con cortesía—. ¿Podría pedirles que nos lo den por escrito? Acaso el Gobierno Bajtiar no esté de acuerdo.
El hombre tradujo sus palabras y todos rompieron a reír estrepitosamente.
—Bajtiar se ha ido —dijo el hombre riendo también—. Ese perro que es un hombre del Sha está escondido. Escondido, ¿lo entiende? El Imán es el Gobierno. ¡Sólo él!
—Sí, claro —repuso Gavallan sin creerle—. Entonces, ¿podemos irnos?
—Vayan. Mañana presentarse autoridades.
—¿Dónde? ¿A qué autoridades?
—A las autoridades de Teherán.
El hombre tradujo aquello a los demás y de nuevo prorrumpieron en risas. El mollah se guardó el pasaporte y el documento y se alejó con aires de importancia. Los guardias fueron tras él llevándose consigo al sudoroso funcionario de Inmigración. Muchos de los otros se desperdigaron por el lugar, al parecer sin destino fijo. Unos pocos permanecieron allí, mirándoles, recostados contra el muro, fumando..., con sus fusiles del Ejército de los Estados Unidos colgados negligentemente del hombro. Hacía mucho frío en la terminal. Y estaba muy desierta.
—Tiene razón, ¿sabes? —dijo una voz.
Gavallan y McIver se volvieron. Era George Talbot, de la Embajada británica, un hombre bajo y seco, de cincuenta y cinco años, enfundado en un grueso impermeable y con un gorro de piel al estilo ruso. Estaba en la puerta de una de las oficinas de aduanas. Junto a él, se encontraba otro hombre alto, de hombros anchos, en la sesentena, de ojos azul claro y mirada dura, bigote recortado gris, como el cabello, y vestido con negligencia, bufanda, sombrero y un impermeable viejo. Los dos estaban fumando.
—Caramba, George, encantado de verte —dijo Gavallan dirigiéndose a él con la mano extendida. Hacía años que lo conocía. Habían coincidido en Irán y en Malasia, el último destino de Talbot, donde la «S-G» desarrollaba también una extensa operación de apoyo petrolífera—. ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
—Sólo unos minutos. —Talbot aplastó su cigarrillo, tosiendo con aire ausente—. Hola, Duncan. Un buen desaguisado, ¿eh?
—Sí. En efecto, lo es. —Gavallan miró al otro hombre.
—¡Ah! Permitidme que os presente a Mr. Armstrong.
Gavallan le estrechó la mano.
—Hola —dijo preguntándose dónde lo había visto antes y quién sería, con aquella mirada dura y rasgos tan enérgicos. «Apostaría cincuenta libras contra un botón roto a que si es americano pertenece a la CIA», pensó—. ¿También trabaja en la Embajada? —preguntó como quien no quiere la cosa, tratando de enterarse.
—No, señor. —El hombre sonrió al tiempo que hacía un gesto negativo con la cabeza.
Gavallan había aguzado los oídos aunque sin lograr detectar un puro acento inglés o americano. «Podría ser de cualquiera de las dos nacionalidades —pensó—. 0 canadiense. Resulta difícil averiguarlo con dos palabras.»
—¿Estás aquí por algún asunto oficial, George? —preguntó McIver.
—Sí y no —respondió Talbot, quien se encaminó hacia la puerta que conducía de nuevo al asfalto del aeropuerto, donde el coche de McIver estaba aparcado, y alejándoles así de oídos indiscretos—. En realidad, en el momento que oímos llegar a vuestro jet nos..., hum, nos apresuramos a venir aquí confiando que pudierais llevaros algunos despachos..., hum, para el Gobierno de Su Majestad. El embajador hubiera quedado profundamente agradecido pero, bien, llegamos aquí en el preciso momento en que vuestro aparato despegaba. Lástima.
—Me hubiera sentido muy satisfecho de ayudar como quiera que fuese —dijo Gavallan con calma—. Acaso mañana.
Observó el repentino intercambio de miradas entre ambos hombres y se preguntó con mayor interés qué estaría ocurriendo.
—¿Sería eso posible, Mr. Gavallan? —preguntó Armstrong.
—Es posible. —Gavallan llegó a la conclusión de que aquel hombre era inglés, aunque no del todo.
Talbot sonrió, tosiendo, aunque sin darse cuenta.
—¿Te irás con o sin la autorización iraní, sin un permiso oficial o un pasaporte?
—Bueno, tengo..., humm, tengo una copia del documento. Y otro pasaporte. Lo solicité como recurso, por conducto oficial, en previsión de que se presentase alguna eventualidad semejante a ésta.
Talbot suspiró.
—Irregular aunque prudente. Sí. Y a propósito, quisiera una copia de tu Permiso Oficial para Aterrizar.
—Acaso no sea una idea demasiado buena..., oficialmente. Nunca se sabe qué latrocinios pueden llegar a perpetrar algunas personas en estos días.
Talbot rió.
—Si te vas mañana..., humm, te agradeceríamos muchísimo que llevaras contigo a Mr. Armstrong —dijo luego—. Supongo que tu primera etapa será Al Shargaz.
Gavallan vaciló.
—¿Es una solicitud oficial?
—Digamos que oficialmente oficiosa —repuso Talbot sonriente.
—¿Con o sin autorización iraní, permiso o pasaporte?
Talbot chasqueó la lengua.
—Haces muy bien en preguntar. Garantizo que la documentación de Mr. Armstrong estará en perfecto orden —respondió con énfasis y añadió—: Como tan acertadamente has sugerido, nunca se sabe qué latrocinios pueden llegar a perpetrar algunas personas en estos días.
Gavallan asintió.
—Muy bien, Mr. Armstrong. Estaré con el capitán McIver. Ya me dará noticias suyas. El próximo vuelo será alrededor de las cinco de la tarde, pero no le esperaré. ¿De acuerdo?
—Gracias, señor.
De nuevo Gavallan había prestado oído atento, pero seguía sin poder decidirse.
—Cuando empezamos a hablar, George, dijiste que ese arrogante y pequeño bastardo tenía razón. ¿Razón en qué? En que ahora debo localizar o informar a algunas autoridades invisibles en Teherán?
—No. Que Bajtiar ha dimitido y se oculta.
Los dos hombres lo miraron con la boca abierta.
—¡Dios Todopoderoso! ¿Estás seguro?
—Hace un par de horas, Bajtiar ha dimitido oficialmente y, haciendo gala de una gran prudencia, se ha esfumado. —Talbot hablaba con voz tranquila y pausada, subrayando sus palabras con el humo del cigarrillo—. En realidad, la situación resulta algo peligrosa ahora; de ahí, nuestra ansiedad por..., hum, bien, poco importa eso. Anoche, el jefe del Estado Mayor, el general Ghara-Baghi, a quien los generales apoyaban, ordenó el acuartelamiento de todas las tropas, y declaró que ahora las Fuerzas Armadas son «neutrales». Así ha dejado indefenso a su Primer Ministro legítimo y al Estado en manos de Jomeiny.
—¿Neutral ?—repitió Gavallan incrédulo—. Pero eso no es posible... No es posible..., están cometiendo suicidio.
—Totalmente de acuerdo. Pero ésa es la realidad.
—¡Dios mío!
—Claro que sólo obedecerán algunas de las unidades, otras lucharán —dijo Talbot—. En realidad, eso no afecta a la Policía ni a la SAVAK que no renunciarán aun cuando pierdan la batalla. Insha'Allah, amigo. Entretanto, correrán ríos de sangre, puedes estar seguro.
McIver rompió el silencio.
—Pero si... Bajtiar..., ¿no significa que todo ha terminado? Ha terminado —se reafirmó con excitación creciente—. La guerra civil ha terminado y gracias sean dadas a Dios por ello. Los generales han detenido el verdadero baño de sangre..., el absoluto baño de sangre. Ahora, podremos volver a la normalidad. Las dificultades se han acabado.
—No, mi querido amigo —aseguró Talbot con una mayor calma—. Las dificultades no han hecho más que empezar.