CAPÍTULO XXX
El mollah Hussain se encontraba sentado con las piernas cruzadas sobre su colchón, comprobando el funcionamiento de su «AK47». Con dedos expertos introdujo el nuevo cargador.
—Bien —dijo.
—¿Habrá hoy más lucha? —preguntó su mujer. Se encontraba al otro lado de la habitación, de pie junto a una estufa de leña encendida en la que calentaba un recipiente con agua para el primer café del día. Al moverse, el chador negro tras el que ocultaba su nuevo embarazo crujía.
—Será la Voluntad de Dios.
Ella se hizo eco de sus palabras e intentó disimular su miedo, pero pensaba, temerosa, qué sería de ellos una vez que su marido hubiera obtenido el martirio que buscaba sin cesar. En lo más profundo de su corazón ansiaba vocear desde los minaretes que era demasiado penoso que Dios exigiera semejante sacrificio de ella y de sus hijos. Siete años de matrimonio con tres hijos vivos, cuatro muertos y una enorme pobreza durante todos aquellos años, tan diferentes de su vida anterior con su propia familia, que tenía un puesto de carnicería en el bazar, siempre con comida suficiente y risas, sin tener que llevar el chador, con excursiones y yendo incluso al cine. Sus años de matrimonio habían cubierto de arrugas un rostro otrora atractivo. «Hágase la Voluntad de Dios, pero no es justo, ¡no es justo! ¡Moriremos de hambre! ¿Quién querrá mantener a la familia de un mollah muerto?»
El mayor de los hijos, Alí, un chiquillo de seis años, se encontraba en cuclillas junto a la puerta de la cabaña de una sola habitación situada junto a la mezquita, y seguía con atención cada uno de los movimientos de su padre, mientras que sus dos hermanos más pequeños, de tres y dos años, dormían sobre un colchón de paja extendido sobre el suelo sucio, abrigados con una manta vieja del Ejército. Estaban acurrucados como dos gatitos.
En la habitación había una mesa tosca de madera y dos bancos, algunos pucheros y sartenes, el gran colchón y otro pequeño sobre alfombras viejas. Y una lámpara de aceite por toda iluminación. La acequia que había afuera servía para lavar y para arrojar los desperdicios. Ningún adorno en los muros de barro encalados. Una espita para el agua que en ocasiones funcionaba. Moscas e insectos. Y en un nicho orientado hacia La Meca, ocupando el sitio de honor, el manoseado Corán.
Apenas había apuntado el alba. El día estaba desapacible y encapotado, y Hussain había llamado ya para la oración de la mañana en la mezquita, y limpiado su arma engrasándola cuidadosamente, había quitado los restos de pólvora del cañón y renovado el cargador. «Ahora vuelve a estar como nueva —se dijo, satisfecho—, a emprender de nuevo el trabajo de Dios.» A aquella arma le quedaba mucho por hacer. La «AK47» era mucho mejor que la «M14», más sencilla, más robusta e igualmente certera a distancias cortas. ¡Estúpidos americanos! Estúpidos como siempre al hacer un arma de infantería tan compleja y certera a mil metros cuando la mayor parte de la lucha se hace más o menos a unos trescientos y uno puede arrastrar la «AK47» todo el día por el barro y aún seguirá haciendo aquello para lo que ha sido fabricada, para matar. ¡Muerte a todos los enemigos de Dios!
Ya había habido enfrentamientos entre Green Bands, los marxistas-leninistas y otros izquierdistas en Kowiss y más en Gach Saran, una ciudad cercana con refinería de petróleo, situada hacia el Noroeste. El día anterior, ya oscurecido, había encabezado un ataque de Green Bands contra una de las casas secretas de los tudehs. Éstos habían sido traicionados por uno de sus miembros que denunciara la reunión con la esperanza de obtener clemencia. No la hubo. La lucha fue repentina, breve y sangrienta. Once hombres fueron matados, tenía la esperanza de que entre ellos hubiera algunos líderes. Hasta el momento, los tudehs no se habían revelado abiertamente en número, pero tenían convocada para el día siguiente por la tarde una manifestación masiva en apoyo a la manifestación tudeh en Teherán, a pesar de que Jomeiny la había prohibido expresamente. El enfrentamiento ya estaba planteado. Ambas partes lo sabían. «Muchos morirán —pensó, inexorable—. ¡Muerte a todos los enemigos del Islam!»
—Toma —dijo ella ofreciéndole el néctar del café, caliente, dulce y negro, el único lujo que se permitía salvo los viernes, Días Santos, y otros días especiales, así como todo el Mes Santo de Ramadán, en que renunciaba, feliz, al café.
—Gracias, Fátima —dijo con cortesía.
Cuando le nombraron mollah allí, sus padres la encontraron para él. Su mentor, el Ayatollah Isfhani, le dijo que se casara, de manera que obedeció.
Bebió el café, saboreándolo intensamente, y le devolvió la pequeña taza. El matrimonio no le había apartado de su senda, aunque, de vez en cuando, le gustara dormir apretado contra ella, sus nalgas grandes y cálidas en el frío del invierno; a veces la hacía volverse, se juntaban y luego retornaba al sueño, pero nunca realmente en paz. «Sólo estaré en paz en el paraíso, sólo entonces —pensó con creciente excitación—, tan cercano ahora. Gracias sean dadas a Dios de que me nombraran como al Imán Hussain, Señor de los Mártires, hijo segundo del Imán Alí, el del Gran Martirio hace ya trece siglos, en la Batalla de Karbala.»
«Jamás lo olvidaremos», se dijo intensificándose su éxtasis, mientras revivía el dolor de Ashura, el décimo día de Muharram, tan sólo unas semanas antes, aniversario de aquel martirio, el día de duelo más sagrado de los chiítas. Aún tenía en su espalda los verdugones. Aquel día había estado de nuevo en Qom, como el año anterior, y el otro, para participar en las procesiones de Ashura, procesiones purificadoras, con cientos de miles de otros iraníes, azotándose a sí mismos para obligarse a recordar el martirio divino, flagelándose con látigos y cadenas, mortificándose con garfios.
Había necesitado muchas semanas para recuperarse, para poder ponerse en pie sin dolor. «Es la Voluntad de Dios —se dijo con orgullo—. El dolor no es nada, el mundo no es nada. Hice frente a Peshadi en la base aérea, y me apoderé de la base, y le sometí y le traje a Esfahan maniatado como se me había ordenado. Y ahora, hoy, primero iré de nuevo a la base para investigar a los extranjeros y doblegarlos, y también a ese Sunni Zataki que se cree Genghis Khan y por la tarde, volveré a ponerme al frente de los Creyentes contra los ateos tudehs, haciendo el trabajo de Dios en obediencia al Imán que sólo obedece a Dios. Rezo para que hoy llegue a ser admitido en el Paraíso "para reclinarme en divanes tapizados de brocado, mientras la fruta de los dos jardines estará fácilmente a mi alcance"», aquellas palabras tan familiares del Corán que llevaba grabadas, indelebles, en la mente.
—No tenemos comida —dijo su mujer, interrumpiendo el tejer y destejer de sus pensamientos.
—Hoy habrá comida en la mezquita —repuso él, y su hijo Alí prestó, si cabía, mayor atención, olvidado, por el momento, de las heridas producidas por las picaduras de moscas y otros insectos—. De ahora en adelante, ni tú ni los niños pasaréis hambre. Daremos diariamente a los necesitados comidas de horisht y arroz como hemos hecho a lo largo de la historia. —Sonrió a Alí y, alargando la mano, le enmarañó el pelo—. Y bien sabe Dios que nosotros estamos entre los necesitados.
Desde que Jomeiny regresara, las mezquitas habían asumido de nuevo su antigua función de dar diariamente comida de alimentos sencillos pero nutritivos. La comida se daba como parte de Zakat, el impuesto voluntario de limosna, al que todos los musulmanes estaban sometidos, o comprada con dinero de Zatak, que de nuevo era la prerrogativa única de las Mezquitas. Hussain maldijo de diversas formas al Sha que hacía dos años suprimiera la subvención anual a los mollahs y a las mezquitas, sumiéndoles en aquella gran pobreza y angustia.—únete al pueblo que espera en la mezquita —dijo—. Cuando todos los demás hayan sido alimentados, toma lo suficiente para ti y los niños. Y esto lo harás todos los días.
—Gracias.
—Gracias a Dios.
—Ya lo hago, oh, sí, lo hago.
Se puso las botas y se echó el arma al hombro.
—¿Puedo ir contigo, padre? —preguntó Alí con su vocecilla aflautada—. Quiero hacer también el trabajo de Dios.
—Pues claro, vamos.
Fátima cerró la puerta tras ellos y se sentó en el banco, sonándole el estómago por el hambre. Se sentía enferma y débil, demasiado cansada para apartar siquiera las moscas de su rostro. Estaba embarazada de ocho meses. La comadrona le había dicho que esta vez sería más difícil porque la posición del niño era mala. Rompió a llorar recordando la desgarradora angustia de su último parto, y del anterior, y de todos ellos.
—No te preocupes —le había dicho la comadrona con tono de complacencia—, estás en las Manos de Dios. Una pequeña boñiga de camello recién cagada puesta sobre tu estómago te quitará todos los dolores. El deber de una mujer es concebir hijos, y tú eres joven.
«¿Joven? Tengo veintidós años y soy vieja, vieja, vieja. Lo sé y también sé porqué. Yo tengo un cerebro, y ojos, y puedo escribir mi nombre incluso, y sé que podemos estar mejor, como bien lo sabe el Imán, una vez que los extranjeros hayan sido expulsados y sus diabólicas costumbres con ellos. El Imán, Dios le proteja, es sabio y bueno, y habla a Dios, sólo obedece a Dios, y Dios sabe que la mujer no es un ser para ser utilizado y desechada a los tiempos del Profeta como algunos fanáticos quieren. El Imán nos protegerá de los extremistas y no les permitirá revocar la Ley de Familia del Sha que nos concedía el voto a las mujeres y también protección frente a un divorcio sumarísimo. No permitirá que nos quiten nuestro voto, nuestros derechos y nuestras libertades, o nuestro derecho a decidir si queremos o no llevar chador, no lo hará cuando vea con qué fuerza estamos contra ello. No lo hará cuando vea nuestra inquebrantable decisión. Por todo el país.»
Fátima se secó las lágrimas y se sintió más feliz al recordar la manifestación proyectada para tres días después, y se sintió aliviada de parte del dolor. «Sí, nosotras, las mujeres, nos manifestaremos por las calles de Kowiss, apoyaremos con orgullo a nuestras hermanas de las grandes ciudades: Teherán y Qom y Esfahan, sólo que yo, naturalmente, llevaré chador por mi gusto, a causa de Hussain. Es realmente hermoso ser capaces de demostrar nuestra solidaridad tanto como mujeres como por la revolución.»
La noticia de las proyectadas marchas en Teherán había corrido por todo Irán, aunque nadie sabía cómo. Pero todas las mujeres enteradas de ellas. Las mujeres de todas partes decidieron seguir el ejemplo, y todas estaban de acuerdo..., incluso aquellas que no se atrevían a decirlo.
En la Base Aérea: 10.20 de la mañana. Starke se encontraba en la torre «S-G» observando al «125» llegar rápido, tocar tierra y luego, dando una vuelta completa, volver a subir. Zataki y Esvandiary también estaban allí con dos Green Bands... Zataki completamente afeitado.
—Gira a la derecha al final de la pista, Eco-Tango-Lima-Lima —dijo con voz sorda el sargento Wazari, el joven controlador de tráfico aéreo adiestrado por USAF. Vestía una tosca indumentaria de paisano en vez de su impecable uniforme. Tenía heridas en el rostro, la nariz rota, las orejas tumefactas, y le faltaban tres dientes como resultado de una paliza que Zataki le propinara públicamente. En aquellos momentos no podía respirar por la nariz—. Aparque frente a la torre principal de la base.
—Roger. —Se escuchó la voz de Johnny Hogg a través del altavoz—. Repito, estamos autorizados para recoger a tres pasajeros, para la entrega urgente de repuestos y para partir de inmediato hacia Al Shargaz. Por favor, confirmen.
Wazari se volvió hacia Zataki, con el terror reflejado en su rostro.
—Le ruego que me perdone, Excelencia, pero, ¿qué debo decir?
—No vas a decir nada, ¡piojo! —Zataki cogió su achaparrada metralleta. Luego, se dirigió a Starke—. Dile a tu piloto que aparque, que pare los motores y que todos los que viajan con él bajen a la pista. Se registrará el aparato y, si yo lo autorizo, podrá seguir viaje, y si no lo autorizo, no lo seguirá. Tú ven conmigo, y tú también —añadió dirigiéndose a Esvandiary. Luego, se puso en marcha.
Starke hizo lo que se le ordenaba y dio media vuelta para seguirle pero, por un segundo, se encontró solo con el joven sargento. Wazari, cogiéndole del brazo, musitó de forma patética:
—Por el amor de Dios, capitán, ayúdeme a subir a bordo. Haré lo que sea, lo que sea...
—No puedo..., ¡es imposible! —contestó Starke sintiendo lástima de él.
Hacía dos días que Zataki había hecho formar a todo el mundo y había golpeado al hombre hasta dejarle sin sentido por «crímenes contra la Revolución»; después, le había reanimado para hacerle comer tierra, y al acabar el joven, volvió a golpearle hasta dejarle otra vez inconsciente. Sólo había permitido la ausencia de Manuela y de quienes estaban muy enfermos.
—Por favor..., se lo suplico. Zataki está loco, me mat... —Wazari se volvió, embargado por el pánico, al aparecer un Green Band en la puerta.
Starke pasó junto a él, bajó las escaleras y salió a la pista disimulando su inquietud. Freddy Ayre estaba sentado al volante de un jeep a la espera, en el vehículo se encontraba Manuela junto con uno de sus pilotos británicos, así como Jon Tyrer, con un vendaje cubriéndole los ojos. Manuela llevaba pantalones sueltos, un abrigo largo y se recogía el cabello bajo un casco de piloto.
—Síguenos, Freddy —dijo Starke sentándose junto a Zataki en la parte trasera del coche que lo esperaba.
Esvandiary soltó la palanca y aceleró para interceptar al «125» que salía de la pista principal en aquellos momentos seguido por un enjambre de camiones atestados de Green Bands y dos motocicletas que daban vueltas peligrosamente en derredor suyo.
—¡Locos! —farfulló Starke.
Zataki rió mostrando sus dientes, muy blancos.
—Entusiastas, piloto, no locos.
—Sea la Voluntad de Dios.
Zataki se le quedó mirando, ya sin chanzas.
—Hablas nuestra lengua, has leído el Corán y conoces nuestras costumbres. Ya es hora de que digas el Shahada delante de dos testigos y te conviertas en musulmán. Me sentiré muy honrado de ser uno de tus testigos.
—Y yo —se apresuró a decir Esvandiary, quien también quería ayudar a salvar un alma, aunque los motivos no fuesen los mismos. «Iran-Oil» iba a necesitar pilotos expertos para poder mantener la producción a pleno rendimiento en tanto los iraníes de reemplazo hacían su aprendizaje, y un Starke musulmán podría ser uno de ellos—. Yo también me sentiría muy honrado de actuar como testigo.
—Gracias —les dijo Starke en farsi.
Ya se le había ocurrido aquella idea a lo largo de los años. En cierta ocasión, cuando Irán era apacible y lo único que él tenía que hacer era volar en tantas misiones como le fuera posible, ocuparse de sus hombres y reír con Manuela y los niños, ¿sería posible que sólo hubieran pasado seis meses de aquello?, le había dicho a ella:
—¿Sabes, Manuela? El Islam tiene cosas realmente grandes.
—¿Estás pensando en cuatro mujeres, cariño? —había preguntado ella con tanta dulzura que le hizo ponerse inmediatamente en guardia.
—Vamos, Manuela. Hablo en serio. Hay mucho en el Islam.
—Para el hombre, no para la mujer. ¿Acaso no dice el Corán: Y el Creyente, a saber, todos los hombres, «yacerá sobre divanes de seda y allí estarán las huríes que no habrán sido tocadas por hombre alguno»? Conroe, cariño, jamás llegaré a comprender eso. ¿Por qué habrían de ser eternamente vírgenes? ¿Es eso algo tan importante para un hombre? ¿Y se da a la mujer el mismo trato, juventud y tantos jóvenes viriles como ella quiera?
—¿Haces el favor de escucharme? Me refiero a que si vivieras en el desierto, en el profundo desierto saudita o sahariano... ¿Recuerdas cuando estuvimos en Kuwait y salimos afuera, tú y yo solos, y nos adentramos en el desierto, con unas estrellas tan grandes como ostras y una quietud tan inmensa, la noche tan límpida e infinita y nosotros tan insignificantes? ¿Recuerdas lo conmovidos que nos sentimos ante aquel infinito? ¿Recuerdas que te dije que yo podía comprender que si fuera nómada y hubiese nacido en una tienda podría sentirme poseído por el Islam?
—Y tú, cariño, ¿recuerdas que te dije que no habíamos nacido en ninguna condenada tienda?
Sonrió recordando cómo la había abrazado y besado bajo las estrellas, y cómo se habían tomado los dos, colmando sus ansias bajo las estrellas.
—Me refiero a las enseñanzas puras de Mahoma —había él dicho más tarde—. Me refiero a que con un espacio tan inmenso, con una vastedad tan aterradora necesitas de un cielo seguro e Islam puede ser ese cielo, acaso el único, ya que sus enseñanzas originales no son las interpretaciones intolerantes y tergiversadas de los fanáticos.
—Pues claro, querido —con su tono más almibarado—, pero nosotros no vivimos en el desierto y jamás viviremos, tú eres Conroe Duke Starke, piloto de helicópteros y, tan pronto como empieces a imaginar eso de las cuatro mujeres, puedes empezar también a descontarnos, a mí y a los niños. E incluso Texas no será lo bastante grande para ocultarte y evitar que te desuelle vivo Manuela Rosita Santa de Cuéllar Pérez, el corderito dulce como el azúcar cande...
Volvió al presente cuando se dio cuenta de que Zataki le estaba mirando e inhaló el olor acre a gasolina, nieve e invierno.
—Acaso algún día —dijo a Zataki y Esvandiary—. Acaso lo haga..., pero cuando Dios lo quiera, no yo.
—Ojalá Dios apresure el momento. Se está perdiendo como Infiel,
Mas Starke tenía concentrada toda su atención en el «125» que se deslizaba hacia la zona de aparcamiento y en Manuela que ese día tenía que irse. Duro para ella, condenadamente duro, pero no había otro remedio.
A primera hora de aquella mañana, Mclver le había dicho desde Teherán, a través de HF, que tenían permiso para que el «125» hiciera una parada en Kowiss, siempre, naturalmente, que recibiera también la autorización de Kowiss. Que habría de llevar repuestos y que tenía espacio para tres pasajeros que hubieran de salir. Finalmente, el comandante Changiz y Esvandiary lo habían autorizado, pero sólo después de que Starke se lo repitiera, irritado, delante de Zataki.
—Como bien saben, los cambios de nuestros equipos hace tiempo que han vencido. Uno de nuestros «212» espera repuestos y dos de los «206» están dispuestos para sus chequeos de quince mil horas de vuelo. Si no podemos disponer de nuevas tripulaciones y repuestos, no puedo operar, y serán ustedes, no yo, los responsables de no haber obedecido las instrucciones del Ayatollah Jomeiny.
El automóvil se detuvo junto al «125» cuyos motores se estaban parando. Todavía no habían abierto la portezuela y pudo ver a John Hogg atisbando por la ventanilla de la carlinga. Estaba rodeado de camiones y armas y con los Green Bands pululando en derredor.
Zataki intentaba hacerse oír hasta que al final, exasperado, disparó al aire.
—¡Apartaos todos del aparato! —ordenó—. ¡Por Dios y el Profeta! Sólo mis hombres lo registrarán. ¡Apartaos, he dicho!
Hoscos, los otros Green Bands se apartaron ligeramente.
—Piloto, dile que abra la portezuela rápidamente y que todo el mundo salga de prisa antes de que cambie de idea.
Starke hizo la señal a Hogg, levantando los pulgares. El segundo piloto abrió la portezuela de inmediato. Bajaron la escalerilla. Al punto, Zataki subió y permaneció arriba, en pie, con la metralleta en posición.
—No es necesario que haga eso, Excelencia —le dijo Starke—. Todo el mundo abajo, lo más de prisa que pueda, ¿de acuerdo?
Había ocho pasajeros, cuatro de ellos pilotos, tres mecánicos y Genny Mclver.
—¡Dios mío, Genny! No esperaba verte.
—Hola, Duke. Duncan pensó que era lo mejor y..., bueno, no tiene importancia. ¿Va Manuela a...?
Entonces la vio y se dirigió hacia ella. Se abrazaron y Starke se dio cuenta de que los años habían hecho mella en Genny.
Siguió a Zataki al interior del aparato vacío. Se habían colocado asiento extra. Al fondo, cerca del lavabo, se veían varias jaulas. —Repuestos y el motor extra que necesitabas —dijo Johnny Hogg desde el asiento del piloto alargándole el manifiesto—. Hola, Duke. Zataki cogió el manifiesto al tiempo que hacía una indicación con el pulgar a Hogg.
—¡Afuera!
—Si no le importa, yo soy el responsable de este aparato... Lo siento —dijo Hogg.
—Por última vez. ¡Afuera!
—Deja un momento el asiento, Johnny. Sólo quiere ver si hay armas. Sería más seguro permitir al piloto que siguiera en un sitio, Excelencia. Yo respondo por él.
—¡Afuera!
John Hogg salió reacio de la pequeña carlinga. Zataki se aseguró de que no había nada en los bolsillos laterales. Luego, le indicó que podía volver a ocupar su asiento y concentró su atención en la cabina.
—¿Son éstos los repuestos que necesita?
—Sí —afirmó Starke y se hizo cortésmente a un lado en el rellano.
Zataki, desde allí, llamó a algunos de sus hombres para que bajaran las jaulas al asfalto. Los hombres lo hicieron sin el menor cuidado, golpeando con ella los laterales de la portezuela y los escalones, poniendo nerviosos a los pilotos. Después, Zataki registró minuciosamente el aparato sin encontrar nada, lo que le irritó sobremanera. Salvo el vino en el cubo de hielo y los licores en la alacena.
—No más alcohol en Irán. Ninguno. Confiscado.
Hizo que estrellaran las botellas contra el asfalto y ordenó que abrieran las jaulas. Un motor jet y muchos otros repuestos. Exactamente lo que figuraba en el manifiesto. Starke observaba desde la portezuela de la cabina, intentando pasar inadvertido.
—¿Quiénes son esos pasajeros? —preguntó Zataki.
El segundo oficial le entregó la lista de nombres. Estaba encabezada en inglés y farsi: Pilotos y mecánico temporalmente excedentes, todos ellos con permiso y reemplazo atrasados. Empezó a escudriñar la lista, y a ellos.
—Tengo algún dinero para ti y una carta de Mclver, Duke —dijo Johnny Hogg cauteloso desde la carlinga—. ¿Es seguro?
—Por el momento.
—Dos sobres en el bolsillo interior de mi guerrera. Está ahí colgada. Mac dijo que la carta era confidencial.
Starke los encontró y se los metió en el bolsillo interior de su parka.
—¿Qué tal van las cosas en Teherán? —preguntó por la comisura de la boca.
—El aeropuerto es un auténtico manicomio. Mil personas intentando salir en los tres o cuatro aviones que hasta el momento han autorizado —le informó Hogg hablando con rapidez—. Entretanto, seis «Jumbo» esperan, sobrevolando, la autorización para aterrizar. Yo, hum, bueno, pues yo me salté la cola, bajé sin la correspondiente autorización y dije: «Lo siento, creí que estaba autorizado», recogí mi lote y puse pies en polvorosa. Apenas tuve tiempo de charlar con Mclver, estaba rodeado de muchos de esos revolucionarios a quienes les gusta apretar el gatillo y de un mollah o dos. Pero parecía encontrarse bien. Pettikin, Nogger y los otros también parecían estar bien. Tendré la base en Al Shargaz durante una semana al menos, para ir y venir como me sea posible.
Al Shargaz no estaba lejos de Dubai donde «S-G» tenía su cuartel general en aquel lado del Golfo.
—Tenemos permiso del Control de Tráfico Aéreo en Teherán para traer repuestos y equipos que se correspondan a los que intentamos llevarnos..., parece que nos vayan a mantener uno por uno y así hasta la totalidad..., con vuelos programados para los sábados y los miércoles. —Calló para recuperar el aliento—. Mac dice que encuentres excusas para que yo pueda venir aquí de vez en cuando. Voy a ser una especie de correo entre él y Andy Gavallan hasta que vuelva la norm...
—¡Cuidado! —advirtió Starke llevándose la mano a la boca cuando vio que Zataki se volvía a mirar hacia donde ellos estaban. Le había estado observando mientras inspeccionaba a los pasajeros y sus documentos. Zataki le hizo una seña de que se acercara, por lo que bajó la escalerilla.
—Dígame, Excelencia.
—Este hombre no tiene permiso de salida.
Aquel hombre era Roberts, mecánico ajustador, de mediana edad y un verdadero experto. La ansiedad se reflejaba en su cara surcada de arrugas.
—Le he dicho que no pude obtenerlo. No pudimos, capitán Starke, porque las oficinas de Inmigración estaban cerradas aún. En Teherán no ha habido problemas.
Starke echó un vistazo al documento. Tan sólo hacía cuatro días que había caducado.
—Tal vez pudiera usted pasarlo por alto por esta vez, Excelencia. Es verdad que la of...
—¡Si el permiso de salida no está en regla no hay salida! ¡Se queda! Robert palideció.
—Pero Teherán me permitió pasar y he de estar en Lond...
Zataki lo agarró por el parka y le obligó a salir de la fila para después derribarle de un empujón. Roberts, furioso, se puso en pie. —¡Por Dios, que estoy autorizado y voy a...!
Calló. Uno de los Green Bands le había puesto el cañón del rifle en el pecho y tenía detrás a otro, ambos preparados para apretar el gatillo.
—Espera junto al jeep, Roberts —le ordenó Starke—. ¡Espera junto al jeep, maldición!
Uno de los Green Bands empujó al mecánico con rudeza hacia el vehículo, mientras Starke intentaba disimular su preocupación. Tampoco Jon Tyrer ni Manuela tenían en regla los documentos de salida.
—¡Si no hay permisos de salida no hay salida! —repitió Zataki en tono virulento y, acto seguido, cogió los documentos del hombre de turno.
Genny, que era la siguiente, estaba muy asustada. Sentía odio por Zataki, y por la violencia y el olor a miedo que la rodeaban, y pena por Roberts, que necesitaba regresar sin falta a Inglaterra porque uno de sus hijos estaba muy enfermo, se sospechaba que de «polio» y no había teléfono ni correo, únicamente télex de manera esporádica. Observó a
Zataki examinando lentamente los documentos del piloto que estaba delante de ella. «¡Aborrecible bastardo! —se dijo—, tengo que subir a ese aparato, ¡tengo que subir! ¡Cómo desearía que nos pudiésemos ir todos! Es evidente que el pobre Duncan no sabe cuidar de sí mismo, no se molestará en comer como es debido con lo cual es posible que se le reproduzca la úlcera.»
—Mi permiso de salida no está al día —dijo intentando parecer tímida, y se forzó a que sus ojos se llenaran de lágrimas.
—Tampoco el mío —dijo Manuela a su vez con voz apenas perceptible.
Zataki las miró. Vaciló un instante.
—Las mujeres no son responsables, los hombres sí son responsables. Vosotras dos, mujeres, podéis iros. Por esta vez. Subid a bordo.
—¿No podría venir también Mr. Roberts? —preguntó Genny señalando al mecánico.
—¡A bordo! —vociferó Zataki presa de uno de aquellos demenciales ataques de furia, con el rostro congestionado.
Las dos mujeres subieron corriendo las escalerillas. Todos los demás permanecieron momentáneamente embargados por el pánico e, incluso, sus propios Green Bands se agitaron nerviosos.
—Tiene razón, Excelencia —dijo Starke en farsi, esforzándose en dar una impresión de absoluta tranquilidad—. Las mujeres nunca deben discutir.
Esperó, al igual que todos los demás, conteniendo la respiración. Los ojos negros estaban clavados en él. Sin embargo, Starke no apartó la mirada ni por un momento. Finalmente, Zataki hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y continuó examinando, ceñudo, los documentos que tenía en la mano.
El día anterior Zataki había regresado de Esfahan y Esvandiary había autorizado un vuelo para el día siguiente por la tarde para llevarle de nuevo a Bandar Delam. «Cuanto antes mejor», pensó ceñudo Starke.
Sin embargo, Zataki le daba lástima. La noche anterior le había encontrado apoyado contra uno de los helicópteros, apretándose las sienes con las manos, con un indecible gesto de dolor.
—¿Qué le pasa, Agha?
—Mi cabeza. Yo..., es mi cabeza.
Le convenció para que viera al doctor Nutt y él mismo le acompañó hasta el bungalow del médico.
—Sólo necesito una aspirina, o codeína, doctor. Lo que tenga.
—Tal vez lo mejor sea que me permita que lo examine y ent...
—¡Nada de examinar! —gritó Zataki—. ¡Yo sé lo que me pasa! Es la SAVAK, es la cárcel...
Y más tarde, una vez que la codeína hubo mitigado algo el dolor, Zataki le dijo a Starke que, hacía cosa de año y medio le habían detenido, acusado de propaganda contra el Sha. Por aquel entonces, trabajaba como periodista en uno de los periódicos de Abadan. Había permanecido encarcelado durante ocho meses y luego liberado poco después del incendio de Abadan. No contó a Starke lo que le habían hecho.
—Es la Voluntad de Dios, piloto —había dicho con amargura—, pero, desde ese momento, cada día bendigo a Dios por ese día más de vida que me da para poder aplastar a más hombres de la SAVAK y del Sha, a los lacayos de su Policía y a los lacayos de sus soldados y a cualquiera que le haya ayudado en su maldad... Una vez lo apoyé, ¿acaso no pagó él mi educación aquí y en Inglaterra? ¡Pero él es quien tuvo la culpa de la SAVAK! ¡Él es responsable! Esa parte de mi venganza es sólo por mí..., aún no he comentado mi venganza por mi mujer y mis hijos, asesinados en el incendio de Abadán.
Starke guardó silencio. Jamás llegó a salir a la luz el porqué o quiénes fueran los causantes del incendio en el que murieran casi quinientas personas.
Observó a Zataki inspeccionar lenta y laboriosamente la fila de los supuestos pasajeros..., Starke no sabía cuántos de ellos más tenían o no la documentación al día. Todos estaban tensos, planeando sobre ellos una nube de temor. Pronto le llegaría la vez a Thyrer, y éste tenía que irse. El doctor Nutt había dicho que era preferible que lo examinaran en Al Shargaz, o en Dubai, lo más pronto posible, ya que allí disponían de servicios realmente formidables.
—Estoy seguro de que todo saldrá bien pero lo mejor es que deje reposar los ojos por el momento. Y escucha esto, Duke, por el amor de Dios, manténte alejado de Zataki y advierte a los demás que hagan lo mismo. Está a punto de explotar y sólo Dios sabe lo que ocurrirá entonces.
—¿Qué le pasa?
—Desde el punto de vista médico, lo ignoro. Psicológicamente, es peligroso, muy peligroso. Yo diría que se trata de un maníaco depresivo, ciertamente paranoico; probablemente resultado directo de sus experiencias en la cárcel. ¿Te ha dicho lo que le hicieron?
—No. No lo ha hecho.
—Si de mí dependiera, aconsejaría que se le mantuviera bajo la acción de sedantes y totalmente apartado de cualquier arma de fuego.
«Formidable —se dijo Starke maldiciendo su impotencia—. ¿Cómo diablos podría organizarlo? Al menos Genny y Manuela ya han subido a bordo y pronto estarán en Al Shargaz, un verdadero paraíso en comp...»
Una voz de advertencia lo puso en guardia. Más allá del «125», por detrás de la salida de la torre principal, apareció el mollah Hussain con más Green Bands. Su actitud era, en verdad, hostil.
Zataki olvidó a los pasajeros de inmediato y se descolgó la metralleta, llevándola en la mano con negligencia. Se situó entre Hussain y el helicóptero. Dos de sus hombres se pusieron a cada lado y los demás se acercaron al aparato, adoptando posiciones defensivas y cubriéndole.
—¡Por mil diablos! —farfulló alguien—. Y ahora, ¿qué pasa?
—Preparaos a poneros a cubierto —dijo Ayre.
—Capitán —musitó Roberts angustiado—, tengo que salir en ese aparato, he de hacerlo, mi pequeño está muy enfermo. ¿No podría convencer a ese bastardo?
—Lo intentaré.
Zataki no perdía de vista a Hussain. De hecho, lo odiaba. Hacía dos días había ido a Esfahan, invitado allí a consulta con su comité secreto. Los once miembros que lo componían eran todos ayatollahs y mollahs y allí, por vez primera, había descubierto el auténtico rostro de la Revolución, por la que tanto había luchado y sufrido: «Los herejes serán relegados al olvido. Sólo tendremos Tribunales Revolucionarios. La justicia será rápida y final, no habrá apelaciones...» Los mollahs estaban tan seguros de sí mismos, tan seguros de su derecho divino a gobernar e impartir justicia como de que sólo ellos podían interpretar el Corán y el Sharia. Zataki, cauteloso, había guardado para sí su horror y sus pensamientos, pero entonces supo que había sido traicionado de nuevo.
—¿Qué quieres, mollah? —preguntó, dando al nombramiento una inflexión insultante.
—En primer lugar, quiero que comprendas que aquí tú no tienes poder alguno. Lo que hagas en Abadan es asunto de los ayatollahs de allá..., pero aquí no tienes ninguna autoridad sobre esta base, estos hombres o ese aparato.
Hussain estaba rodeado de una docena de jóvenes armados, de gesto duro, todos ellos Green Bands.
—Conque no tengo poder, ¿eh? —dijo Zataki en actitud despectiva, entonces, le dio la espalda lleno de desprecio, y gritó en inglés—: ¡El aparato despegará inmediatamente! ¡Todos los pasajeros a bordo! —Iracundo, miró al piloto, haciéndole gestos de que se pusiera en marcha. Luego, se volvió y se enfrentó de nuevo con Hussain.
—¿Bien? ¿Y en segundo lugar? —preguntó, mientras que, a sus espaldas, los pasajeros se apresuraban a obedecerle, y como los Green Bands tenían concentrada toda su atención en Zataki y Hussain, Starke ordenó a Roberts que subiera a bordo y luego indicó a Ayre que ayudara a escapar al mecánico. Juntos, ayudaron a Tyrer a bajar del jeep.
Zataki empezó a juguetear con la metralleta, concentrada toda su atención en Hussain.
—¿Y bien? ¿En segundo lugar? —volvió a preguntar.
Hussain estaba confundido, y sus hombres eran igualmente conscientes de las armas con que los apuntaban. Los motores se pusieron en marcha. Vio a los pasajeros apresurarse a subir a bordo. A Starke y Ayre ayudando a un hombre con los ojos vendados a subir la escalerilla, a los dos pilotos de nuevo junto al jeep, los motores jet acelerando y, tan pronto como hubo subido el último de los hombres, cómo recogían la escalerilla y el aparato ascendía.
—Bien, Agha, ¿y qué más?
—¿Qué más? Bueno, el comité de Kowiss te ordena que abandones Kowiss con tus hombres.
Con ademán despectivo, Zataki gritó a sus hombre por encima del estruendo de los motores, los pies bien firmes sobre el asfalto, dispuesto a luchar e incluso a morir si fuera necesario, recibiendo el aire recalentado de los ventiladores al deslizarse el aparato hacia la pista.
—¿Habéis oído? ¡El Comité de Kowiss nos ordena que nos vayamos!
Sus hombres prorrumpieron en grandes risotadas. Uno de los Green Bands de Hussain, un adolescente barbilampiño que se encontraba en la parte más alejada del grupo, alzó su carabina y murió al punto, casi partido en dos, bajo la ráfaga enviada por los hombres de Zataki que le dispararon con toda precisión. Se hizo un denso silencio sólo roto por los ya distantes jets. Por un instante, Hussain permaneció aturdido ante lo súbito de la acción y por el charco de sangre que se extendía sobre el pavimento.
—Es la Voluntad de Dios —dijo Zataki—. ¿Qué es lo que quiere, mollah?
Fue entonces cuando Zataki se dio cuenta de la presencia del petrificado chiquillo que le miraba, escondido entre la túnica del mollah, y aferrado a ella en busca de protección, tan semejante a su propio hijo, al mayor, que por un instante le hizo retroceder a los días felices anteriores al incendio, cuando todo parecía ir bien y había cierta posibilidad de futuro: la formidable Revolución Blanca del Sha, la Reforma Agraria, el freno impuesto a los mollahs, la educación para todos y muchas otras cosas. Los días felices en que era un padre, pero aquello nunca volvería. Jamás. Los electrodos y las pinzas destruyeron esa posibilidad. Sintió un violento dolor en la espalda que le subió hasta la cabeza al punto de impulsarle a gritar. Pero no lo hizo. Como siempre, dominó su tormento y se concentró en aquella muerte. Pudo ver la expresión implacable en la cara del mollah y se preparó. Le gustaba mucho matar con la metralleta. El ardiente tableteo, el arma adquiriendo vida con las breves explosiones, el olor acre a pólvora, la sangre de los enemigos de Dios y de Irán derramándose. «Los mollahs son enemigos y Jomeiny sobre todo que ha cometido un sacrilegio al permitir que su fotografía fuese adorada, que sus seguidores le llamen Imán y que interpone a los mollahs entre nosotros y Dios..., en contra de todas las enseñanzas del Profeta.»
—¡De prisa! —aulló—. ¡Estoy perdiendo la paciencia!
—Quiero..., quiero a ese hombre —dijo Hussain señalando con el dedo.
Zataki miró en derredor. El mollah apuntaba a Starke.
—¿Al piloto? ¿Por qué? ¿Para qué? —preguntó perplejo.
—Para someterle a interrogatorio. Quiero interrogarle.
—¿Sobre qué?
—Sobre la fuga de oficiales desde Esfahan.
—¿Qué puede saber sobre ellos? Se encontraba conmigo en Bandar Delam, a centenares de kilómetros cuando eso ocurrió. Estaba ayudando a la revolución contra los enemigos de Dios —dijo Zataki con tono virulento—. Los enemigos de Dios están por todas partes, ¡por todas partes! Por doquier hay sacrilegio, por todas partes se practica la adoración de los ídolos..., ¿no es así?
—Sí, sí, los enemigos abundan y el sacrilegio es sacrilegio. Pero él es un piloto de helicóptero, el piloto del helicóptero que huyó era un Infiel, puede que él sepa algo. Quiero interrogarle.
—No lo harás mientras yo esté aquí.
—¿Por qué? ¿Por qué no? ¿Por qué no voy a...?
—¡Por Dios que no lo harás mientras yo esté aquí! ¡No lo harás mientras yo esté aquí! Más tarde, mañana, o pasado mañana, o cuando Dios quiera, ¡pero ahora no!
Zataki había puesto a prueba a Hussain y por su expresión y sus ojos se dio cuenta de que había cedido y que ya no representaba una amenaza. Observó uno a uno, con toda atención, los rostros de los Green Bands que rodeaban al mollah pero ya no pudo percibir peligro alguno. Se dijo, sin sentir el menor remordimiento, que la muerte rápida y súbita de uno de ellos, había sido, como siempre, un elemento disuasorio de primera para los demás.
—Ahora, ya querrás regresar a tu mezquita, es casi la hora de oración.
Le dio la espalda y se dirigió hacia el jeep, a sabiendas de que sus hombres lo protegerían. Después de hacer una indicación a Starke y Ayre para que lo siguieran, se instaló en el asiento delantero, con la metralleta en posición aunque no de forma tan evidente como antes. Uno a uno, sus hombres fueron volviendo a los coches. Luego, empezaron a alejarse.
Hussain tenía el rostro ceniciento. Sus Green Bands se mantenían a la espera. Uno de ellos encendió un cigarrillo y todos eran plenamente conscientes del cuerpo que yacía a sus pies. Y de la sangre que todavía seguía empapando el suelo.
—¿Por qué les dejaste ir, padre? —preguntó el chiquillo con su voz cantarina.
—No lo he hecho, hijo mío. Ahora tenemos cosas importantes que hacer. Más tarde, volveremos.