CAPÍTULO LXIV

Base de Kowiss: 1.47 de la tarde

El coronel Changiz, el mollah Hussain y algunos Green Bands bajaron rápidamente del coche. Estos últimos se dispersaron por toda la base, registrándola, mientras que el coronel y Hussain se dirigían presurosos al edificio de oficinas.

Allí sólo se encontraban los dos últimos empleados, sobresaltados ante la súbita llegada del coronel.

—Sí..., ¿sí, Excelencia?

—¿Dónde está todo el mundo? —vociferó Changiz—. ¿Eh?

—Bien sabe Dios que no sabemos nada, Excelencia coronel, salvo que Su Excelencia el capitán Ayre ha ido con respuestas a Rig Abu Sal, Su Excelencia el capitán Mclver se fue con Su Excelencia Kia a Teherán, y Su Excelencia el capitán Lochart salió en busca de los «212» que estaban por llegar y...

—¿Qué «212» estaban por llegar?

—Los «212» que Su Excelencia el capitán Mclver había ordenado que se presentaran aquí desde Bandar Delam con pilotos y otro personal. Y nosotros nos..., nosotros nos estamos preparando para..., para recibirlos. —El empleado, de nombre Ismael, perdió el ánimo bajo la mirada penetrante del mollah—. Como Dios bien sabe, el capitán se fue solo, él solo para buscarlos porque no tenían HF y un VHF en el aire acaso pudiera localizarlos.

Changiz se sintió inmensamente aliviado.

—Si los «212» acuden todos aquí —dijo a Hussain—nos hemos alarmado sin motivo. —Se enjugó la frente—. ¿Cuándo se espera que lleguen?

—Supongo que pronto, Excelencia —dijo Ismael.

—¿Cuántos extranjeros hay ahora en la base?

—No..., no lo sé, Excelencia, estábamos..., estábamos muy ocupados tratando de preparar un manifiesto y...

Un Green Band entró corriendo en la oficina.

—No encontramos extranjero alguno, Excelencia —comunicó a Hussain—. Uno de los cocineros dice que los dos últimos mecánicos se fueron esta mañana en los grandes helicópteros. Los trabajadores iraníes dicen que oyeron que el personal de reemplazo llagaba el sábado o el domingo.

—El sábado, Excelencias. Se nos dijo que mañana, Excelencias —intervino Ismael—. Pero en los cuatro «212» que están al llegar vienen mecánicos como también pilotos y personal. Eso dijo Su Excelencia Mclver. ¿Necesitan algún mecánico?

El Green Band seguía diciendo:

—Algunas de las habitaciones..., parece como si los Infieles hubieran hecho el equipaje de prisa, pero aún hay tres helicópteros en los hangares.

Changiz se volvió hacia Ismael.

—¿Cuáles son ésos?

—Uno. no, dos «206», y uno francés, un «Alouette».—¿Dónde está el jefe superior Pavoud?

—Se puso enfermo, Excelencia Coronel, se puso enfermo poco después de la oración del mediodía y se fue a casa. ¿No es así, Alí? —dijo dirigiéndose al otro empleado.

—Sí, sí, se puso enfermo y se fue diciendo que volvería mañana... —Dejó en suspenso la palabra.

—¿El capitán Mclver ordenó que los «212» de Bandar Delam se presentaran aquí?

—Sí, sí, Excelencia, eso es lo que dijo a Su Excelencia Pavoud. Yo le oí decírselo exactamente, con los pilotos y el resto del personal. ¿No es verdad, Alí?

—Sí, ante Dios así ocurrió, Excelencia Coronel.

—Muy bien, muy bien. —Luego añadió el coronel dirigiéndose a Hussain—: Llamaremos por radio a Lochart. —Y dijo al empleado—: ¿Está el sargento Wazari en la torre?

—No, Excelencia Coronel, volvió a la base poco antes de que Su Excelencia el capitán Lochart despegara en busca de los «212» que deberían lleg...

—¡Ya está bien! —El coronel Changiz reflexionó un momento y luego ordenó con tono brusco al Green Band—: ¡Tú! Di a mi cabo que suba a la torre de inmediato.

El Green Band, un muchacho muy joven, enrojeció ante el tono y miró a Hussain.

—El coronel quiere decir que hagas el favor de buscar al cabo Borgali y lo traigas rápidamente a la torre —dijo Hussain con frialdad.

—No era mi intención mostrarme descor... —empezó a decir Changiz.

—Claro. —Hussain recorrió el corredor que conducía a las escaleras de la torre. Changiz le siguió muy contrito.

Media hora antes, había llegado un télex de Teherán ATC a la base aérea, solicitando un control inmediato de todo el personal extranjero y de los helicópteros «IHC» estacionados en Kowiss.... en la base «IHC» de Bandar Delam, Siamaki, el director gerente de «IHC», ha informado de la desaparición de cuatro «212» y cree que deben haber salido ilegalmente de Irán con dirección a alguno de los Estados del Golfo.

Al punto Changiz había sido convocado por el Green Band de servicio que ya había presentado el télex a Hussain y al Comité. Éste se encontraba reunido en sesión, en la base, prosiguiendo penosas investigaciones sobre la realidad islámica de todos los oficiales y los hombres, así como sobre crímenes cometidos contra Dios en nombre del Sha. Changiz se sintió angustiado. El comité era inmisericorde. Jamás había escapado nadie que hubiese sido partidario del Sha. Y aun cuando él era jefe, nombrado por el comité con la aprobación de Hussain, aún no le había llegado la confirmación del todopoderoso Comité Revolucionario. Hasta que eso se produjese, Changiz sabía que estaba en tela de juicio. ¿Y acaso no había pronunciado juramento de lealtad al Sha personalmente, al igual que todos los hombres de las Fuerzas?

En la torre vio a Hussain contemplando el equipo.

—¿Puede manejar las radios, coronel? —preguntó el mollah, sus vestiduras viejas aunque limpias, el blanco turbante recién lavado pero también viejo.

—No, Excelencia, ése es el motivo de que haya enviado a por Borgali.

Llegó el cabo Borgali, subiendo las escaleras de dos en dos, y se puso firme.

—VHF y HF —le ordenó el coronel.

—Sí, señor. —Borgali conectó. Nada. Tras una rápida revisión descubrió el cristal roto y que faltaba la clavija del circuito VHF—. Lo siento, señor, pero este equipo no está en condiciones de funcionar.

—Quiere decir que lo han saboteado —dijo Hussain con voz tranquila y miró a Changiz.

Éste se había quedado de una pieza. «¡Que Dios haga arder a todos los extranjeros! —pensaba desesperado—. Si se trata de un sabotaje deliberado, es una prueba palpable de que han huido y se han llevado nuestros helicópteros consigo. Ese perro de McIver debía de saber ya esta mañana que iban a hacer esto cuando le pregunté sobre el "125".»

Se sintió atenazado por el temor. No disponía de «125» alguno, no tenía una ruta personal y particular de huida, ni la menor posibilidad de llevarse consigo a Lochart o a alguno de los otros pilotos detenido bajo una acusación imaginaria y luego urdiendo «la fuga de la cárcel» a cambio de un sitio para él..., de ser necesario. Sintió una revulsión en el estómago. ¿Qué pasará si el comité llega a descubrir que mi mujer y mi familia están ya en Bagdad y no en Abadán donde se supone que mi pobre madre se está «muriendo»? Ya podía oír las risotadas y la mofa de aquellos demonios de pesadilla voceando la verdad: «¿Qué madre? ¡Hace siete u ocho años que tu madre está muerta! ¡Planeabas tu fuga! Eres culpable de crímenes contra Dios, y contra el Imán y contra la revolución...»

—Coronel —estaba diciendo Hussain con aquella voz glacial—, si las radios han sido saboteadas, ¿no significa eso que el capitán Lochart no ha salido en busca de los otros helicópteros, que no los está buscando sino que ha huido con el otro y que McIver mintió en eso de haber ordenado que se presentaran aquí los demás «212»?

—Sí, sí..., Excelencia, en efecto tal parece y...

—¿Y no significa también que vuelan ilegalmente y que se han llevado dos helicópteros de aquí, también ilegalmente, aparte de los otros cuatro de Bandar Delam?

—Sí, sí..., ésa parece ser también la realidad.

—Hágase la Voluntad de Dios pero tú eres responsable.

—Pero Excelencia, seguramente te das cuenta de que no es posible prever una operación secreta e ilegal como...

Vio los ojos del mollah y leyó en ellos, y sus palabras se extinguieron.

—¿Así que te han engañado?

—Los extranjeros son hijos de perros que mienten y engañan todo el tiempo... —Changiz calló al ocurrírsele una idea. Cogió rápidamente el teléfono, y maldijo al darse cuenta de que no funcionaba.

—Excelencia —dijo con voz diferente y en tono apremiante—, un «212» no puede volar a través del Golfo sin repostar, no es posible, y McIver también necesitará repostar para poder llegar a Teherán con Kia..., eso es, tendrá que repostar también, así que les cogeremos. —Luego, añadió dirigiéndose a Borgali—: De prisa, vuelve a nuestra torre y averigua dónde está autorizado a repostar y cuándo el «206» con destino a Teherán en el que vuelan McIver y el ministro Kia. Di al oficial de servicio que alerte la base, arreste al piloto, detenga el helicóptero y envíe al ministro Kia a Teherán..., por carretera. —Miró a Hussain—. ¿Está de acuerdo, Excelencia? —Hussain asintió—. Bien. ¡En marcha!

El cabo bajó corriendo las escaleras.

Hacía frío en la torre, el viento soplaba fuerte. Un pequeño chaparrón golpeó contra las ventanas, parando al cabo un momento. Hussain no se dio cuenta. Tenía la mirada clavada en Changiz.

—Agarraremos a ese perro, Excelencia. El ministro Kia nos lo agradecerá.

Hussain no sonrió. Ya había preparado un comité de recepción para Kia en el aeropuerto de Teherán y, en el caso de que Kia no pudiera explicar todo tipo de hechos curiosos en su comportamiento, el Gobierno se encontraría con un ministro corrupto menos muy pronto.

—Tal vez Kia forme parte de la conspiración y se disponga a huir de Irán con Mclver. ¿Has pensado en eso, coronel?

El coronel se quedó boquiabierto.

—¡El ministro Kia! ¿Lo crees así?

—¿Y tú?

—Por Dios que es... Ciertamente es posible si lo crees así —contestó Changiz cauteloso, intentando no bajar en momento alguno la guardia—. Nunca en mi vida vi antes a ese hombre. Tú estás mejor enterado que yo, Excelencia, respecto a Kia. Tú le interrogaste ante el comité. —«Y lo exoneraste», se dijo con maliciosa satisfacción—. Cuando cojamos a Mclver podremos utilizarlo como rehén para hacer volver al resto. Lo cogeremos, Excelencia...

Hussain vio el miedo reflejado en el rostro del coronel y se preguntó de qué sería culpable aquel hombre. ¿Formaba también parte el coronel del plan de fuga que para él había sido tan evidente desde que el día anterior interrogara a Starke y aquella misma mañana a McIver?

—Y si era tan evidente —se imaginaba que le preguntaría un superior religioso—, ¿por qué lo mantuviste en secreto y por qué no lo evitaste?

—A causa de Starke, Eminencia. Porque creo sinceramente que en cierto modo, ese hombre, a pesar de ser un Infiel, es un Instrumento de Dios y protegido por Dios. Por tres veces, él ha evitado que fuerzas diabólicas me dieran la paz bendita del Paraíso. Porque gracias a él he abierto los ojos a la verdad del deseo de Dios de que no siga buscando el martirio sino que permanezca en una senda terrenal para convertirme en el implacable azote de Dios y el Imán, contra los enemigos del Islam y sus enemigos.

—Pero los otros, ¿por qué permitirles que escaparan?

—El Islam no necesita a los extranjeros y tampoco a sus helicópteros. En el caso de que Irán los necesitase, en Esfahan hay miles de ellos.

Hussain estaba completamente seguro de que le asistía la razón tanto como se equivocaba aquel coronel chaquetero, pro-Sha y partidario de los americanos.

—Así pues, coronel, ¿qué me dices de los otros dos «212»? ¿Los cogerás también? ¿Cómo?

Changiz se acercó al mapa adosado a la pared completamente seguro de que, aun cuando a los dos les habían engañado, él era el jefe y el responsable, si el mollah quería hacerle responsable. «Pero no olvides —se dijo—que éste es el mollah que hizo un trato con el coronel Peshadi la noche del primer ataque a la base, que es el mismo que mostró amistad al americano Starke y a ese odioso maníaco, Zataki, de Abadán. ¿Y acaso no soy yo un partidario del Imán y de la Revolución? ¿No entregué la base, como era mi deber, a los soldados de Dios?»

Insha'Allah. Concéntrate en los extranjeros. Si los pescas, aunque sólo sea a uno de ellos, estarás a salvo de este mollah y de sus desalmados Green Bands.

En el mapa aparecían trazadas varias rutas de vuelos rutinarios desde Kowiss a diversos yacimientos petrolíferos y a instalaciones bien adentradas en el Golfo.

—Ese perro de empleado habló de repuestos para Abu Sal —farfulló—. Y ahora veamos, yo, en su lugar, ¿dónde habría repostado? —Señaló con el dedo las instalaciones—. En una de éstas —dijo excitado—. Aquí es donde habrán de repostar.

—¿Suele haber en ellas combustible en cantidad?

—Sí, desde luego, para caso de emergencias.

—¿Cómo piensa cogerlos?

—Con cazas.

En la playa del punto de encuentro: 2.07 de la tarde.

Los dos «212» se encontraban aparcados en la desolada y ondulante playa, bajo una lluvia ligera. Freddy Ayre y Tom Lochart, desanimados, estaban sentados ante la puerta abierta de una de las cabinas mientras sus dos mecánicos y Wazari lo hacían en la otra, todos ellos cansados de manejar los inmensos bidones de ciento cincuenta litros de combustible y de bombear, por turnos, la gasolina en los depósitos. Jamás se habían llenado con tal rapidez dos «212», ni acumulado a bordo tantos repuestos en cada uno de ellos, asegurándolos bien frente a una posible emergencia. Freddy Ayre había llegado alrededor de las once treinta, Lochart poco después del mediodía, media hora para repostar y, desde entonces, estaban esperando.

—Le concederemos otra media hora —dijo Lochart.

—Dios, estás actuando como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo.

—Es estúpido que esperemos los dos aquí... Es más seguro que te vayas por tu cuenta, ¿cuántas veces habré de decírtelo? Llévate a todos y yo esperaré.

—Cuando Mac llegue podremos ir...

—¡Maldición! Llévate a los mecánicos y a Wazari y yo esperaré. Eso es lo que Mac diría si él estuviese aquí y tú me estuvieras esperando. Por Dios bendito, deja de jugar a héroe y lárgate.

—No. Lo siento pero esperaré hasta que llegue o nos vayamos los dos. Lochart se encogió de hombros, su espíritu tan tétrico como el día.

Tan pronto como llegaron allí había estado especulando sobre el posible programa de Mclver y había dicho:

—A las once y veinte Mac se encontraba a salvo fuera del sistema de Kowiss, Freddy. Digamos que vuela en el mismo borde durante otra media hora, luego otra media hora, como mucho, para simular la emergencia, aterrizar y librarse de Kia, y una hora más como máximo para llegar aquí, absolutamente máximo en el mismo borde sería a la una treinta. Apuesto a que llegará aquí de la una a la una quince...

Pero eran bien pesadas las dos y ni rastro de Mac. Acaso Mac no llegara a aparecer..., debe de haber ocurrido algo. Observó las nubes buscando respuestas en el tiempo y haciendo unos planes tras otros. Los bidones vacíos habían sido amontonados cuidadosamente, todavía quedaban cinco llenos. Habían ido llevando allí los bidones durante vuelos rutinarios a las instalaciones, ocultándolos bajo lonas y cubriéndolos con arena y algas. Bien adentrada en el mar, apenas visible, había una plataforma muy por encima del nivel del mar, encaramada sobre pilotes.

No había tenido dificultad alguna en llegar allí desde Kowiss. Tan pronto como estuvieron en el aire y ya seguros, Wazari salió de su escondrijo.

—Más vale que permanezcas a cubierto hasta que hayamos entrado en el Golfo —le había dicho Lochart. Pero tan pronto como aterrizaron Wazari se había sentido enfermo, lo que le hizo cambiar de idea y contar a los otros lo ocurrido. Ahora Wazari se había recuperado ya, siendo aceptado. Pero seguían considerándole sospechoso.

La playa apestaba a pescado podrido y algas. El viento, constante a unos treinta nudos, hacía temblar las palas del rotor, todavía contrario en la ruta de fuga proyectada en dirección a Kuwait. El techo oscuro había descendido, encontrándose en aquellos momentos a unos sesenta metros. Pero Lochart se percataba muy poco de todo ello. Su mente se centraba más y más en Teherán y Sharazad, mientras prestaba oído atento, por encima del viento y de las olas para captar el sonido del «206». «Vamos, Mac —suplicaba—. Vamos, no me falles. Vamos, Mac, no me falles...»

Y entonces le oyó. Unos segundos para confirmarlo y bajó de un salto de la cabina, con la boca ligeramente abierta para aumentar la claridad de su oído y la habilidad directiva. En aquel momento, Ayre salió de su ensoñación y se colocó junto a él, ambos escudriñando el cielo encapotado, escuchando ya aumentar el ruido del motor, allá en el mar y luego sobrevolando sobre ellos. Lochart soltó un taco.

—¡No nos ha visto!

—¿VHF? —preguntó Ayre.

—Demasiado peligroso, maldición..., todavía no. Dará otra pasada, es demasiado buen piloto para no hacerlo.

De nuevo la espera. El ruido de los motores desvaneciéndose, desvaneciéndose, luego, manteniéndose su volumen. Después aumentando hasta que volvió a oírse con fuerza. El helicóptero dio otra pasada sin verles y empezó a alejarse. Regresó una vez más. El ruido de los motores aumentando, aumentando, y, de repente, apareció a través de la lobreguez de los cielos a menos de un kilómetro, en la parte alta de la playa, los vio e inició la aproximación. No cabía duda de que era el de ellos, pilotado por McIver, y solo. Vocearon vítores.

En la carlinga del «206»: Mclver las había pasado moradas tratando de localizar el punto de encuentro. Marismas por todas partes, todas iguales. La orilla de la playa siempre la misma. Las condiciones meteorológicas malas. Y, de repente, se había acordado de aquella plataforma en desuso, que se hallaba relativamente cerca de la playa, concentrándose en su búsqueda y, una vez la hubo encontrado, la utilizó como señalización para adentrarse en tierra.

Al fin, sus patines se encontraron asentados sobre el suelo.

—Gracias, Dios mío —murmuró y exhaló, con el estómago dolorido y una necesidad imperiosa de orinar. Abrió rápido la portezuela de la carlinga y dijo, frente a todas las preguntas.

—Lo siento, he de ir a orinar. Páralo por mí; ¿quieres, Freddy?

—Yo lo haré, Mac —dijo Lochart que estaba más cerca.

—Gracias. —McIver se había desabrochado el cinturón y bajando rápidamente corrió presuroso por debajo de las palas hacia la duna más próxima. Cuando ya pudo hablar miró en derredor y vio a Ayre esperándole, mientras los demás se encontraban junto a los «212»—. Durante una hora o más me han estado castañeteando los dientes.

—Conozco la sensación.

McIver se sobrepuso, y mientras se subía la cremallera se dio cuenta de la presencia de Wazari.

—¿Qué diablos hace aquí?

—Tom pensó que era preferible traerle con él, más seguro que dejarle allí y, además, nos ayudó. Más vale que nos pongamos en marcha, Mac. Ya hemos repostado todos. ¿Qué me dices del «206»?

—Tendremos que dejarlo aquí. —No estaba equipado con depósitos para vuelos largos y perderían mucho tiempo adaptando su sistema para repostar. Y aun así, el viento contrario le haría tragar combustible y haría el viaje imposible. —McIver señaló hacia el mar—. Pensé en aparcarlo en la plataforma, con la esperanza de que pudiéramos regresar y recogerlo, pero eso es un sueño imposible. No hay espacio suficiente para tomar tierra junto con un «212» al mismo tiempo para recogerme. Maldita la gracia que me hace pero no hay más remedio.

—¿Algún problema con Kia?

—No. Resultó algo fastidioso pero... —Giró rápido. Detrás de ellos, Lochart había puesto en marcha el «206» y ya se elevaba, empezando a alejarse—. ¡Por Dios Santo, Tom...! —aulló, corriendo hacia el helicóptero, pero Lochart retrocedió más de prisa, elevándose a seis metros—. ¡Tommmmm!

Lochart se asomó por la ventanilla de la carlinga.

—¡No me esperéis, Mac! —gritó.

—Pero si casi no tienes combustible.

—Por el momento hay más que suficiente... Esperaré hasta que os hayáis ido y luego repostaré. ¡Nos veremos en Al Shargaz!

—¿A qué diablos está jugando? —preguntó Ayre confundido.

—Sharazad —dijo McIver, maldiciéndose por haberlo olvidado—. Debe de haber pensado en un centenar de planes para hacerse con el «206» de la forma que fuese. —Luego, haciendo bocina con las manos, gritó—¡Por Dios Bendito, Tom, vas a hacer fracasar Torbellino! ¡Tienes que venir con nosotros!

—¡Jamás me cogerán para utilizarme como rehén! ¡Jamás! La responsabilidad es toda mía, no tuya. ¡Por Dios que es mi decisión! Y ahora, !lárgate!

McIver reflexionó un segundo.

—¡Aterriza ahora! —vociferó luego—. Repostaremos por ti, te ahorraremos la molestia.

Vio a Lochart sacudir negativamente la cabeza, señalando hacia los «212».

—Voy a volver a por Sharazad —gritó Lochart—. No intentéis detenerme ni tampoco me esperéis... Es mi cuello el que está en juego, no el vuestro... Felices aterrizajes.

Agitó la mano, para dirigirse hacia un lugar seguro, al fondo de la playa, giró en dirección del viento situándose frente a ellos y tomó tierra. Pero los motores seguían en marcha, preparados para un rápido despegue.

—No hay forma de impedírselo —farfulló McIver furioso consigo mismo por no haberlo previsto.

—Podemos..., podemos esperar hasta que se quede sin combustible —le sugirió Ayre.

—Tom es demasiado listo para caer en esa trampa.

Casi embargado por el pánico, McIver consultó el reloj. Tenía la mente embarullada.

—Unos condenados locos, tanto Tom como yo. —Vio a los demás que lo miraban.

—¿Qué vamos a hacer, Mac? —preguntó Ayre.

McIver se obligó a pensar con claridad. «Eres el líder. Decide tú. Vamos terriblemente retrasados. Tom está decididio a pesar de todo lo que le he dicho. Es privilegio suyo. Lo siento, pero pienso que habrá de vérselas por sí solo. Ahora hay que pensar en los demás. Erikki seguramente estará bien, Rudi y Scragger se encuentran a salvo con sus muchachos... Bueno, eso supongo, al menos. De manera que súbete al "212" y comienza la última etapa.»

Le hubiera gustado lamentarse a voz en grito, profundamente abrumado ante la idea de tener que pilotar un «212» hasta Kuwait a baja altura, durante prácticamente más de dos horas y media.

—¡Maldición! —farfulló. Los demás seguían mirándole. Y esperaban—. Tom va a regresar en busca de su mujer..., así que dejaremos que lo haga.

—Pero si lo cogen, ¿no se vendrá abajo Torbellino? —preguntó Ayre.

—No, Tom va por su cuenta. Ya has oído sus palabras. Nos vamos a Kuwait como estaba planeado. Todo el mundo en el «212» de Freddy, yo cogeré el de Lochart. En marcha. Nos mantendremos a baja altura y cerca el uno del otro. Hemos de tener la radio en silencio hasta bien pasada la línea de la frontera.

McIver se dirigió hacia el otro «212». Todos se miraron inquietos.

Se habían dado cuenta de su palidez y estaban al corriente de su falta de revisión médica.

Kyle, el mecánico pequeño y ágil, se fue tras él.

—Es una tontería que vayas solo, Mac. Volaré contigo.

—Gracias, pero no. ¡Que todo el mundo suba al helicóptero de Freddy! Vamos, ¿a qué esperáis?

—Iré a hablar con Tom, Mac —dijo Ayre—. Debe de estar loco. Le convenceré de que se venga a Kuw...

—No lo harás. Si se tratara de Gen yo me mostraría igual de enloquecido. ¡Todo el mundo a bordo!

En aquel momento, ensordeció la playa el ruido de dos cazas a baja altura, atravesando la barrera del sonido. Tras su paso, se produjo un intenso silencio.

—¡Jesús! —Wazari se estremeció—. Tiene que llevarme con usted, capitán. ¿Volaré con usted?

—No, todo el mundo con Freddy. Preferiría volar solo.

—A mí no me importa su carencia de licencia —dijo Wazari con un encogimiento de hombros—. Insha'Allah. Me ocuparé yo mismo de la radio. —Levantó un pulgar al cielo—. Esos bastardos seguro que no hablan inglés.

Se encaminó hacia el «212» y se instaló en el asiento izquierdo. —Es una buena idea, Mac —dijo Ayre.

—Muy bien. Nos mantendremos cerca y a baja altura, tal como estaba planeado. Si alguno de los dos tiene dificultades, el otro seguirá adelante. —Ante la mirada de Ayre, añadió—: Me refiero a cualquier tipo de dificultades. —Dicho lo cual, McIver agitó la mano y subió a bordo. Estaba muy contento de no ir solo—. Gracias —dijo a Wazari—. No sé lo que podrá ocurrir en Kuwait, sargento, pero le ayudaré cuanto pueda.

Tras abrocharse el cinturón, pulsó la «Puesta en Marcha» número uno.

—Claro. Gracias. Maldito si tengo algo que perder. La cabeza está a punto de estallarme. Me he tomado hasta la última tableta de aspirina del botiquín de urgencia... ¿Qué pasó con Kia?

McIver ajustó el volumen de sus cascos, pulsó la «Puesta en Marcha» del número dos, comprobando los depósitos de combustible y los instrumentos mientras hablaba.

—Hube de proceder a la emergencia algo más tarde de lo que tenía planeado..., aterricé a un par de kilómetros de una aldea. Pero todo fue bien, demasiado bien. El bribón se desmayó y yo no podía sacarle de la carlinga. No sé cómo, pero se había enredado con el asiento y el cinturón y no había forma de soltarlo. No tenía una condenada navaja para cortar el cinturón. Lo intenté de todas las maneras, pero no había forma de desabrochar la hebilla, así que renuncié y esperé a que recuperara el conocimiento. Mientras esperaba, saqué su equipaje y lo dejé al borde de la carretera donde podía encontrarlo. Cuando volvió en sí también me costó lo suyo hacer que saliera de la carlinga. —Los dedos de McIver iban expertos de una clavija a otra—. Finalmente, simulé que el aparato se había incendiado y salté, dejándole allí. Aquello lo consiguió. Comoquiera que fuese, logró soltarse el cinturón y salió a uña de caballo. Yo había dejado los motores en marcha, algo condenadamente peligroso, pero tenía que arriesgarme. Así que tan pronto como Kia hubo bajado, volví rápido y despegué. Rasqué contra una o dos rocas, pero sin consecuencias...

El corazón le latía con fuerza, sentía la garganta seca por el rápido despegue, con Kia aferrado al picaporte de la portezuela, chillando, colgándose, un pie en el patín y McIver con el temor de tener que volver a aterrizar. Por fortuna, Kia perdió fuerzas y tuvo que soltarse para caer los pocos metros que le separaban del suelo, y McIver había quedado libre y se alejaba. Voló una vez en círculo para asegurarse de que Kia se encontraba bien. Lo último que vio fue a Kia, agitando el puño y con la cara purpúrea por la furia. Luego fijó el rumbo en dirección a la costa, pasando a ras de las copas de los oscilantes árboles y las rocas. Y aun cuando estaba a salvo, no cejaba el golpeteo dentro de su pecho. Sentía náuseas y un enorme calor.

«Es el resultado de la tensión de las últimas semanas», se dijo inflexible. Sólo la tensión y los esfuerzos para sacar a aquel bribón de la carlinga, junto con la inquietud por Torbellino y el pánico que le invadiera durante el interrogatorio del mollah.

Una vez se hubo librado de Kia, voló recto durante algunos minutos. Le resultaba difícil concentrarse. El dolor aumentaba. Los mandos le parecían poco familiares. Un espasmo de náuseas estuvo a punto de hacerle perder el control de manera que decidió aterrizar y descansar un momento. Se encontraba todavía en las estribaciones de la montaña, con rocas y matorrales y nieve, el cielo bajo y bastante despejado. Pese a las brumas mentales que le rodeaban, logró localizar una planicie más o menos adecuada y tomó tierra. El aterrizaje no fue bueno, ni mucho menos y eso le aterrorizó más que nada. Cerca había un arroyo, helado en parte, y el agua parecía cantar al correr entre las rocas y hacerle señas de que se acercara. Con un dolor tremendo paró los motores, bajó y se acercó vacilante al arroyo. Una vez allí, se dejó caer sobre la nieve y bebió ansioso. La reacción causada por el frío le hizo vomitar y, una vez pasado el espasmo, se limpió la boca y bebió parco. Aquello y el aire frío lo ayudaron. Cogió un puñado de nieve y se frotó la nuca y las sienes con ella lo que hizo que se sintiera aún mejor. El dolor fue calmándose poco a poco y empezó a desaparecer el cosquilleo del brazo izquierdo. Una vez que casi hubo desaparecido, se puso en pie y, tambaleándose ligeramente, se dirigió hacia la carlinga, instalándose de nuevo en su asiento.

La carlinga estaba caliente, resultando acogedora, familiar y... aislante. Con gesto automático, se abrochó el cinturón. El silencio invadía sus oídos y su cabeza. Sólo el ruido del viento y del agua, nada de motores, ni circulación ni estática, sólo el rumor sedante del viento y el agua. Sosiego. Sentía los párpados pesados como jamás los tuviera. Los cerró. Y se quedó dormido.

Fue un sueño profundo que se prolongó durante media hora apenas, pero que resultó en extremo reconfortante. Cuando despertó, se sintió revitalizado..., no sentía dolor alguno y tampoco malestar, sólo algo de mareo, como si el dolor lo hubiera soñado. Se desperezó a gusto. Un leve repiqueteo de metal contra metal. Miró en derredor. Montado en un pequeño pony salvaje, observándole en silencio, se encontraba un muchacho, el miembro de alguna tribu. Llevaba un rifle en una funda colgando de la montura y otro cruzado sobre la espalda con una bandolera de cartuchos.

Ambos se quedaron mirándose, luego, el muchacho sonrió y la planicie pareció iluminarse.

—Salaam, Agha.

—Salaam, Agha —dijo Mclver a su vez sonriendo también, sorprendido de no sentir temor alguno, sintiéndose en cierto modo cómodo por la belleza salvaje del joven—. Lo f tan be f arma'id shoma ki hastid?—preguntó, recurriendo a las pocas frases que conocía.

—Agha Mohammed Rud Kahani —dijo, añadiendo algunas palabras que Mclver no entendió, terminando con otra sonrisa—. Kash'kai.

—Ah, Kash'kai. —Mclver asintió, enterándose de que el joven pertenecía a una de las tribus de nómadas dispersas por el Zagros. Se señaló a sí mismo—. Agha Mclver. —Y añadió otra frase de su reducido vocabulario—: Mota assef an, nam zaban-e shoma ra khoob nami danam

—Insha'Allah. ¿América?

—Inglaterra. Inglés. —Se estaba viendo a él y al otro hombre. Helicóptero y caballo, piloto y hombre tribal, separados por una profunda sima pero sin representar ninguno de ellos una amenaza para el otro.

—Lo siento, pero he de irme —dijo en inglés, luego gesticuló con las manos, imitando el vuelo del aparato—. Khoda Hae fez), Agha Mohammed Kash'kai.

El joven hizo un gesto de asentimiento y alzó la mano a modo de saludo.

—Khoda hae f ez, Agha.

Luego, se situó con su caballo en un lugar seguro y permaneció allí, observándole. Cuando los motores se pusieron en marcha, Mclver saludó con la mano y levantó el vuelo. Durante todo el recorrido hasta el punto de encuentro, estuvo pensando en el muchacho. «No había motivo alguno para que ese joven no disparase contra mí, o quizá tampoco había motivo para que lo hiciese. ¿Acaso todo ha sido un sueño, he soñado el dolor? No, no soñé el dolor. ¿He sufrido un ataque al corazón?

Ahora, que ya estaba dispuesto a dirigirse a Kuwait, se enfrentó por vez primera con el interrogante. Volvió a sentirse inquieto y echó una ojeada a Wazari, que miraba desconsolado el mar a través de la ventanilla. «¿Hasta qué punto soy peligroso?», se preguntó. ¿Qué pasaría si sufriera un ataque, incluso un ataque leve? Podría sufrir otro, de manera que estoy arriesgando su vida y también la mía. No lo creo. Sólo sufro de tensión arterial alta y eso está bajo control. Tomo mis dos tabletas diarias y se acabaron todos los problemas. No puedo abandonar un «212» por el mero hecho de que Tom se haya vuelto loco. Estoy cansado, aunque en perfectas condiciones, y Kuwait se encuentra tan sólo a un par de horas. Me sentiría mucho más feliz si no estuviera volando. Dios mío, jamás pensé que llegaría a sentir semejante cosa. El viejo Scrag puede seguir volando, yo he terminado de una vez por todas.

Su oído estaba pendiente del ritmo de los motores. Preparado para el despegue, aunque, en realidad, no era necesario comprobar los instrumentos. A través de las gotas de lluvia del parabrisas pudo ver a Ayre levantando los pulgares, también preparado. Y abajo, en la playa, vio a Lochart en el «206». ¡Pobre Tom!, apostaría cualquier cosa a que está maldiciendo para que nos apresuremos y poder volar rápido hacia el Norte en busca de un nuevo destino. Espero que lo logre..., al menos tendrá el viento a favor.

—¿Le parece bien que cambie a la VHF? —preguntó Wazari distrayendo su atención—. Sintonizaré frecuencias militares.

—Muy bien. —Mclver sonrió a Wazari, contento por tenerle de acompañante.

En sus cascos sólo estática, luego, voces hablando farsi. Wazari escuchó durante un rato.

—Son los cazas hablando con Kowiss —le informó Wazari con voz ronca—. Uno de ellos está diciendo: «Por todos los nombres de Dios, ¿cómo vamos a encontrar a dos helicópteros en esta charca de mierda de perro?»

—No lo harán, si puedo evitarlo. —Mclver trató de hablar en tono confiado frente a una súbita marea de malos presagios. Llamó la atención de Ayre, señaló hacia arriba para indicarle los cazas e hizo un gesto atravesándose el cuello. Después, señaló por última vez hacia el Golfo, alzando luego los pulgares. Consultó su reloj. Las dos y veintiuno de la tarde.

—Allá vamos, sargento —dijo al tiempo que daba a los motores toda la potencia—. Próxima parada, Kuwait. Eran las 4.40 de la tarde, más o menos.

En el aeropuerto de Kuwait: 2.56 de la tarde.

Charlie Pettikin y Genny se encontraban sentados en el restaurante al aire libre que había enclavado en el nivel más alto de la deslumbrante terminal, recién terminada. Era un estupendo día soleado, y ellos estaban protegidos del viento. Manteles y sombrillas amarillos, todo el mundo comiendo y bebiendo alegremente y con verdadera fruición. Excepto ellos dos. Genny apenas había tocado la ensalada, Pettikin había picoteado su arroz con curry.

—Creo que, después de todo, voy a tomar un martini-vodka, Charlie —dijo Genny de repente.

—Buena idea. —Pettikin hizo una señal a un camarero y se lo pidió. Le hubiera gustado hacer otro tanto pero supuso que debería remplazar o turnarse con Lochart o Ayre en el próximo recorrido costa abajo hasta la isla Jellet, en la que tendrían una parada para repostar, o quizá dos, antes de llegar a Al Shargaz. «Dios maldiga este asqueroso viento.»—. Ya no falta mucho, Genny.

«Por Dios santo, ¿cuántas veces has de repetir eso?», sentía ganas de gritar, enferma de tanta espera. No dijo nada y mantuvo, estoica, una fingida calma.

—No mucho, Charlie. Puede ser en cualquier momento.

Dirigió la mirada hacia el mar. El lejano panorama aparecía envuelto en brumas, con escasa visibilidad, pero se enterarían en el instante mismo en que los helicópteros aparecieran en el radar de Kuwait. El representante de «Imperial Air» estaba esperando en la torre.

«Lo de lejano es muy relativo», se dijo, intentando escudriñar en la atmósfera caliginosa, exudando toda su energía, buscando a Duncan, enviando las oraciones, esperanzas y fortaleza que él pudiera necesitar. La noticia que Gavallan le había dado aquella misma mañana no la había ayudado mucho.

—¿Por qué diablos está volando con Kia, Andy? ¿De vuelta a Teherán? ¿Qué significa todo eso?

—No lo sé, Genny, te estoy diciendo lo que él ha dicho. Nosotros creemos que primero envió a Freddy al punto de encuentro para repostar. Y que Mac se llevaría a Kia con él..., bien para conducirle hasta el punto de encuentro o para dejarle por el camino. Tom se habrá quedado manteniendo el fuerte por un tiempo para darles un respiro y luego se dirigió también al lugar de reunión. Recibimos la llamada inicial de Mac a las 10.42. Concédele hasta las once de la mañana para que él y Freddy puedan despegar. Dales otra hora para llegar al sitio y repostar, añádele dos horas y media de vuelo y llegarán a Kuwait, como muy pronto, a las dos y media. Según lo que hayan de esperar en el punto de encuentro, podrían llegar en cualquier momento a partir de las dos y media de la tarde.

Vio al camarero acercarse con su bebida. En la bandeja llevaba un teléfono portátil.

—Le llaman por teléfono, capitán Pettikin —dijo el camarero, poniendo la copa delante de Genny.

Pettikin, sacando la antena, se puso el teléfono al oído.

—¿Hola...? Ah, sí, hola, Andy. —Genny no perdía uno solo de sus gestos—. No..., no, todavía no... ¿Ah...? —Escuchó atentamente durante largo tiempo, con un gruñido de vez en cuanto y un movimiento afirmativo de cabeza, no revelando nada exteriormente y Genny se preguntaba qué era lo que Gavallan le estaría diciendo que se suponía que ella no debía de oír—. Sí, desde luego... No..., sí, todo está previsto dentro de nuestras posibilidades. Sí, sí, está aquí. Muy bien, espera. —Pasó el teléfono a Genny—. Quiere saludarte.

—Hola, Andy, ¿qué hay de nuevo?

—Sólo informando, Genny. No te preocupes por Mac y los otros. No puede saberse cuánto tiempo tardarán.

—Estoy bien, Andy. No te preocupes por mí. ¿Qué hay de los demás?

—Rudi, Pop Kelly y Sandor están en ruta desde Bahrein. Repostaron en Abu Dhabi y estamos en contacto con ellos. John Hogg se encuentra en nuestra emisora de retransmisión, su ETA aquí es dentro de veinte minutos. Scrag, bien; Ed y Willi no tienen problemas. Duke duerme, y Manuela está aquí, con nosotros. Quiere saludarte.

Al cabo de un momento oyó la voz de Manuela.

—Hola, cariño, ¿cómo estás? Y no me digas que estupendamente. Genny sonrió sin ganas.

—Estupendamente. ¿Duke se encuentra bien?

—Durmiendo como un bebé y con eso no significa que los bebés duerman tranquilos todo el tiempo. Sólo quería que supieras que también estamos muy ansiosos. Te vuelvo a pasar a Andy.

Otra pausa y luego:

—Bueno, Genny. Johnny Hogg se encontrará en vuestra área ahora más o menos y también estará escuchando. Nos mantendremos en contacto. ¿Puedo hablar otra vez con Charlie, por favor?

—Claro. Pero, ¿qué hay de Marc, Dubois y Fowler?

Una pausa.

—Todavía nada. Esperamos que los hayan recogido. Rudi, Sandor y Pop estuvieron buscando y recorriendo más o menos su ruta tanto tiempo como pudieron. No ha tenido lugar accidente alguno. Por estas aguas y plataformas hay muchísimos barcos. No estamos preocupados.

—Ahora dime qué es lo que tenía que saber Charlie y yo no. —Frunció el ceño ante el silencio que se hizo en el teléfono. Al cabo de un momento, oyó un largo suspiro de Gavallan.

—No te pierdes una, Genny. Muy bien. Pregunté a Charlie si ya había llegado allí algún télex de Irán como el que hemos recibido aquí y también en Dubai y Bahrein. Estoy intentando pulsar todas las cuerdas posibles a través de Newbury y de nuestra Embajada kuwaití, por si se presentaran dificultades, a pesar de que Newbury me ha dicho que no abriguemos demasiadas esperanzas, ya que Kuwait se encuentra demasiado cerca de Irán y no quiere ofender a Jomeiny y les aterra la perspectiva de que éste envíe o movilice a algunos fundamentalistas de exportación para que agite a los chiítas kuwaitíes. Le he dicho a Charlie que estoy intentando comunicarme con los padres de Ross en Nepal, y también con su regimiento. Eso ha sido todo. —Al cabo de unos segundos, añadió con tono más cariñoso—: No quiero verte más trastornada de lo necesario. ¿De acuerdo?

—Sí, gracias. Sí, yo estoy..., estoy bien. Gracias, Andy. —Pasó el teléfono a Charlie y miró su copa. Se habían formado gotas merced al calor. Algunas resbalaban por el cristal. «Como las lágrimas por mis mejillas», se dijo. Y se puso en pie—. Vuelvo dentro de un segundo.

Pettikin, apenado, la vio irse. Escuchaba las instrucciones finales de Gavallan.

—Sí, sí, desde luego —dijo—. No te preocupes, Andy. Me ocuparé de..., me ocuparé de Ross y te llamaré tan pronto como los tengamos en pantalla. Terrible lo de Dubois y Fowler, sólo nos cabe mantener la esperanza y pensar lo mejor. Formidable lo de todos los demás. Adiós.

Encontrar a Ross le había causado una profunda conmoción. Nada más recibir la llamada de Gavallan aquella misma mañana, se había precipitado al hospital. Siendo viernes y con el personal reducido a los servicios mínimos, sólo había un recepcionista de servicio que no hablaba más que árabe.

—Bokrah—dijo el hombre y sonrió, encogiéndose de hombros.

Pero Pettikin había insistido hasta que el recepcionista comprendió lo que quería e hizo una llamada telefónica. Por último, llegó un enfermero que le hizo señas de que lo siguiera. Recorrieron largos pasillos y luego atravesaron una puerta. Y allí estaba Ross, desnudo, sobre una losa.

No había sido el hecho de la muerte lo que había conmocionado a Pettikin, sino lo repentino, lo absoluto de su desnudez, la aparente profanación, la destrucción del más mínimo vestigio de dignidad. Aquel hombre, que tan apuesto fuera en vida, había sido tirado allí como si de una res se tratara. Vio unas sábanas sobre otra losa. Cogió una y lo cubrió. Entonces, le pareció sentirse mejor.

Pettikin necesitó más de una hora para dar con la sala en la que Ross había estado para localizar a una enfermera que hablara inglés y encontrar al médico que lo había atendido.

—Mucho lo siento, mucho lo siento, señor —le había dicho el doctor, un libanés que hablaba un inglés balbuceante—. El joven llegó ayer en estado de coma. Tenía el cráneo fracturado y sospechamos que se habían producido daños en el cerebro. Nos dijeron que se trataba de la explosión de una bomba terrorista. Tenía ambos tímpanos rotos y cierto número de cortes y heridas de menor importancia. Le vimos por rayos X, por supuesto, mas, aparte de vendarle el cráneo, poco podíamos hacer salvo esperar. No tenía lesiones internas ni hemorragia. Murió esta mañana al amanecer. Hoy el amanecer fue maravilloso, ¿verdad? Firmé el certificado de defunción..., ¿quiere una copita? Ya hemos entregado otra en la Embajada británica junto con todos sus efectos personales.

—¿Recobró..., recobró el conocimiento antes de morir?

—No lo sé. Estaba en cuidados intensivos y su enfermera..., déjeme ver. —El doctor consultó laboriosamente sus listas y encontró el nombre de ella—. Sivin Tahollah. Ah, sí..., se la asignamos porque era inglés.

Era una mujer vieja, formaba parte de los pecios del Oriente Medio, sin antecesores conocidos, fruto de muchas naciones. Tenía el rostro feo y picado de viruelas, pero ella, como persona, no lo era. Su voz era dulce y tranquilizadora, sus manos, cálidas.

—No estuvo consciente un solo momento, Effendi —le había hablado en inglés—. Al menos, no del todo.

—¿Dijo algo en particular, algo que usted pudiera comprender? ¿Algo, en fin?

—Mucho que yo pude entender, Effendi, y nada. —Reflexionó un momento—. Casi todo cuanto dijo eran desvaríos de su mente, el espíritu temiendo lo que no se debería temer, queriendo lo que no se puede querer. A veces murmuraba azadeh, que en farsi significa «nacido libre», aunque también es el nombre de una mujer. A veces musitaba un nombre como «Erri» o «Ekki» o «Kookri» y luego otra vez azadeh. Su espíritu estaba en paz pero pienso que no del todo, aunque no lloró en ningún momento como algunos hacen, ni gritó al acercarse al umbral de la muerte.

—¿Hubo algo más...? ¿Cualquier cosa?

La enfermera jugueteó con el reloj que llevaba en la solapa.

—De vez en cuando parecía sentir molestias en las muñecas, pero cuando yo se las acariciaba, se quedaba de nuevo tranquilo. Durante la noche habló en una lengua que yo jamás había oído antes. Yo entiendo inglés, algo de francés y muchos dialectos árabes, muchos. Pero esa lengua jamás la había oído antes. Cuando la hablaba, lo hacía con un ritmo cantarín, mezclándola con desvaríos y azadehs, a veces con palabras como... —rebuscó en su memoria—, como «regimiento» y «edelweiss» o «highlands» o «high land», y a veces, ah, sí, palabras como «gueng» y «tens'ng». También un nombre como «Roses» o «Montaña Rosa»..., acaso no fuera un nombre sino algún lugar, pero eso parecía entristecerle. —Tenía los viejos ojos cansados—. He visto muchas muertes, Effendi, muchísimas, siempre diferentes, siempre las mismas. Pero la de él fue tranquila y atravesó el umbral sin sufrir. El último instante..., sólo un gran suspiro... Creo que fue al Paraíso, si es que los cristianos van al Paraíso, y que encontró a su Azadeh...

Torbellino
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