CAPÍTULO XX
La puesta de sol era maravillosa, nubes bajas en el horizonte con tintes rojizos, el cielo límpido y despejado, resplandeciente el lucero de la tarde, tres cuartos de luna. Pero allí, a tres mil quinientos metros, hacía mucho frío, y estaba oscuro por el Este. A Jean-Luc le resultaba difícil localizar el helicóptero que regresaba.
—Aquí llega, Gianni —gritó Jean-Luc al perforador.
Aquello completaría el tercer vuelo de Scot Gavallan. Todos: perforadores, cocineros, obreros, tres gatos y cuatro perros así como un canario perteneciente a Gianni Salubrio se encontraban a salvo. Habían sido transportados a Rig Rosa, con la excepción de Mario Guineppa, que había insistido en esperar hasta el último momento, pese a las súplicas de Jean-Luc, y de Gianni, Pietro y otros dos que aún se estaban ocupando de cerrar el campo.
Jean-Luc vigilaba, fatigado, el saliente que se estremecía de vez en cuando, haciéndole sentir escalofríos por la espalda. Al regresar el helicóptero la primera vez, todo el mundo contuvo el aliento ante el ruido, aun cuando Pietro les asegurase a todos que aquello no era más que un rancio cuento de viejas..., que una avalancha sólo podía desatarla la dinamita o la Voluntad de Dios. Y entonces, como si intentara demostrarle que estaba equivocado, el saliente se movió, solo una pizca, aunque lo suficiente para hacer sentir una angustia infinita a quienes todavía se encontraban en el campo petrolífero.
Pietro hizo funcionar el último conmutador y las turbinas de los generadores diesel empezaron a reducir la velocidad. Se limpió la cara con gesto cansado, dejando un rastro de petróleo en ella. Le dolía la espalda y, sobre todo, las manos por el frío; al menos, el pozo había quedado cerrado y asegurado al máximo. Más lejos, sobre el abismo, vio al helicóptero iniciando su cauteloso acercamiento.
—Vámonos —dijo a los otros en italiano—. Aquí no hay nada que podamos hacer..., nada excepto volar al infierno este cacho de mierda.
Los otros se santiguaron irritados y se encaminaron hacia la plataforma, dejándole a él solo. Pietro miró hacia arriba, a la cima.
—Parece como si estuvieras vivo —farfulló—, un monstruo de mierda esperando cazarme junto con mis hermosos pozos. ¡Pero no lo lograrás, hijo de puta malnacida!
Entró en el pequeño almacén de los explosivos y cogió dos cartuchos de dinamita que había preparado..., seis barras en cada uno de ellos sujetas a un detonador de tiempo de treinta segundos. Las colocó con sumo cuidado en un pequeño maletín junto con un encendedor y cerillas como último recurso.
—¡Madre de Dios —suplicó—, haz que estos cabrones funcionen! —¡Pietro! ¡Eh, Pietro!
—Ya voy, ya voy. Tenemos mucho tiempo. —Afuera se encontró con la cara lívida y tensa de Gianni—. ¿Qué pasa?
—Es Guineppa... Más vale que le eches una mirada.
Mario Guineppa yacía boca arriba. Expulsaba el aliento entre estertores y parpadeaba. Jean-Luc se encontraba sentado junto a la cama, tomándole el pulso.
—Lo tiene muy rápido..., luego, no se lo encuentro en absoluto —dijo inquieto.
—Hace cuatro semanas, Mario pasó una minuciosa revisión médica. La anual..., muy meticulosa, cardiograma y todo lo demás. Muy meticulosa. ¡Estaba perfectamente! —Pietro escupió al suelo—. ¡Médicos!
—Se ha comportado como un loco al insistir en esperar —dijo Gianni.
—Es el jefe y hace lo que quiere. Pongámosle en una camilla y en marcha. —La actitud de Pietro era grave—. Aquí no podemos hacer nada por él. Al infierno con la dinamita, la usaremos más tarde o mañana.
Lo levantaron con todo cuidado, abrigándole bien, y lo sacaron del remolque, dirigiéndose a través de la nieve al helicóptero que les esperaba. Cuando ya estaban llegando a la plataforma, la montaña crujió. Levantaron la vista. Empezó a caer nieve y hielo aumentando de volumen. En cuestión de segundos, la avalancha se puso en marcha. No tenían tiempo de correr, no les cabía hace otra cosa que esperar. El rugido aumentó. La nieve cayó por la ladera de la montaña arrastrando consigo el remolque más alejado y uno de los inmensos tanques de acero que cayeron a la sima. Luego, aquello cesó.
—Mamma mia! —jadeó Gianni al tiempo que se santiguaba—. Creí que de ésta la palmábamos.
También Jean-Luc se había santiguado. El aspecto del saliente era más amenazador todavía, miles de toneladas de nieve y hielo planeando sobre el emplazamiento, descubierta ya parte de la roca. Continuamente se desprendían pequeños trozos de nieve.
—¡Jean-Luc! —llamó Guineppa. Tenía los ojos abiertos—. No... no esperar... dinamitad ahora... tenéis que... tenéis...
—Tiene razón, ha de ser ahora o nunca —confirmó Pietro.
—Por favor..., yo estoy bien... ¡Mamma mia, hacedlo ahora! Yo estoy bien.
Corrieron en busca del helicóptero. Colocaron la camilla atravesada sobre la hilera de asientos posteriores, y la aseguraron rápidamente. Los otros se abrocharon los cinturones. Jean-Luc se instaló en el asiento izquierdo de la carlinga y se colocó los cascos.
—¿Todo bien, Scot?
—Terrorífico, amigo —contestó Scot Gavallan—. ¿Cómo se encuentra Guineppa?
—No muy bien. —Jean-Luc comprobó los instrumentos. Todo estaba en verde y con mucho combustible—. Merde! El saliente se desplomará en cualquier momento; veamos las corrientes arriba y abajo. Es posible que sean violentas. Allons-y!
—Toma..., lo preparé para Pietro mientras esperaba en Rosa.
Scot le entregó a Jean-Luc los cascos sobrantes, conectados ya con los de ellos.
—Se lo daré cuando estemos en el aire. ¡Aquí no me siento seguro! ¡Despega!
Al punto, Scot abrió las válvulas e hizo despegar del suelo al «212», retrocedió unos metros, giró y se situó sobre la sima. Mientras empezaba a ascender, Jean-Luc pasó de nuevo a la cabina.
—Toma, ponte éstos, Pietro. Ahora ya estás conectado con nosotros adelante.
—Bien, muy bien.
Pietro se había instalado en el asiento más próximo a la portezuela. —Cuando empecemos, por Dios, por mi salud... y por tu madre, ¡no vayas a caerte!
Pietro rió, nervioso. Jean-Luc, después de comprobar que Guineppa se encontraba ya más confortable, volvió de nuevo adelante y se puso los cascos.
—¿Me oyes, Pietro?
—Sí, sí, amico.
El helicóptero ascendía penosamente en círculos. Ya se encontraban a la altura de la cima. Desde aquel ángulo, el saliente no parecía tan peligroso. Empezaban a oscilar algo.
—Sube más, otros treinta metros, amico —oyó a través de los auriculares—, y más al Norte.
—Roger, Pietro. Tú eres el navegante ahora —dijo Scot.
Los dos pilotos se concentraron. Pietro les mostró el punto en la cara norte donde la dinamita había de cortar el saliente y provocar una avalancha lejos de la plataforma.
—Es posible que resulte —farfulló Scot.
Volaron una vez en círculo para asegurarse.
—Cuando nos encontremos sobre ese punto, a treinta metros, inmoviliza, amico. Encenderé la mecha y la lanzaré. Buono?
Podían percibir la voz levemente trémula de Pietro.
—No te olvides de abrir la portezuela, amigo —dijo Scott, lacónico. Por toda respuesta, se escuchó toda una retahíla de tacos italianos. Scot sonrió, entonces una corriente descendente les hizo bajar quince metros antes de que lograran superarla. En cuestión de un minuto, se encontraron en la altitud y posición necesarias.
—Bien, amico, manténlo así.
Jean-Luc dio media vuelta para observar. Detrás, en la cabina, los otros hombres miraban a Pietro fascinados. Éste cogió la primera carga y enderezó la mecha, casi acariciándola, al tiempo que tarareaba Aida.
—¡Por la Virgen Santísima, Pietro! —dijo Gianni—. ¿Estás seguro de que sabes lo que estás haciendo?
Pietro cerró el puño izquierdo, puso el derecho con la dinamita y la mecha sobre su bíceps izquierdo e hizo un gesto significativo. —Preparados los de adelante —dijo por el micrófono y se desabrochó el cinturón. Comprobó la posición abajo y asintió.
—Bien, mantenedlo inmóvil. Preparado para la puerta, Gianni. Abre una rendija de esa maldita y yo haré el resto.
El aparato daba cabezadas a causa de las corrientes de aire giratorias mientras Gianni, desabrochándose el cinturón, se acercaba a la portezuela.
—De prisa —dijo sintiéndose muy inseguro—. ¡Sujétame por el cinturón! —ordenó al hombre que tenía más cerca.
—¡Abre la portezuela, Gianni!
Éste forcejeó para abrirla unos centímetros, dejándola así, olvidado por completo el hombre de la camilla. El viento entró rugiendo en la cabina. El helicóptero giró, resultándole más difícil a Scot controlarlo debido a la succión causada por la portezuela abierta. Pietro sostuvo la mecha y le dio al encendedor. Nada. Repitió el gesto una y otra vez, cada vez más ansioso que la anterior.
—¡Santísima Virgen, vamos!
Cuando el encendedor funcionó al fin, el sudor le corría por el rostro. La mecha se encendió con un chisporroteo. Entonces, la sujetó con una mano y se inclinó hacia la portezuela, oponiendo resistencia a los remolinos de viento. El aparato osciló y los dos hombres desearon haber tenido la previsión de llevar consigo un equipo de seguridad. Pietro lanzó cuidadosamente el explosivo a través de la apertura. Gianni cerró la portezuela de inmediato y le echó el seguro. Luego, empezó a maldecir.
—¡Bombas lanzadas! ¡Alejémonos! —ordenó Pietro castañeteándole los dientes por el frío. Seguidamente, se abrochó el cinturón.
El helicóptero se apartó con rapidez y Pietro se sintió tan aliviado después de hacer aquello que empezó a reír como un loco. Los otros se le unieron, dominados por un impulso histérico y todos se dedicaron contentos, a mirar hacia abajo, mientras él empezaba la cuenta atrás.
—... seis... cinco... cuatro... tres... dos... uno! —No ocurrió nada. Las risas se desvanecieron con la misma rapidez con que llegaron—. ¿Los has visto caer, Jean-Luc?
—No, no... Nosotros no hemos visto nada —contestó el francés taciturno sin el menor deseo de repetir la maniobra—. Acaso dio contra una roca y se le cayó la mecha —le animó, aunque, para sus adentros, se decía: «Estúpido italiano de tres al cuarto, ¿no puedes siquiera sujetar una barras de dinamita a una jodida mecha?»—. ¿Lo volvemos a hacer?
—¿Por qué no? —dijo Pietro confiado—. El detonador estaba perfectamente, el que no haya prendido ha sido culpa del diablo... Sí, no cabe duda, ocurre muchas veces con la nieve. Muchas veces. La nieve es una zorra y uno no puede jam...
—No le eches la culpa a la nieve, Pietro. Y fue Voluntad de Dios, no del diablo —dijo Gianni supersticioso, al tiempo que se santiguaba—. Y por mi santa madre, deja de hablar del diablo cuando estamos en el aire.
Pietro sacó la segunda carga y la examinó cuidadosamente. El alambre que sujetaba los cartuchos se mantenía firme y la mecha estaba segura.
—¿Lo veis? Perfecto, igual que el otro. —Se lo lanzó de una mano a la otra y luego lo golpeó con fuerza contra el brazo de su asiento para comprobar si la mecha se soltaría.
—Mamma mia! —exclamó uno de los hombres con el estómago revuelto—. ¿Te has vuelto loco?
—Esto no es como la nitro, amico —le aseguró Pietro, volviendo a golpear con más fuerza.
—¿Lo veis? Está bien apretado.
—No tanto como mi ano —dijo Gianni, furioso, en italiano—. Por el amor de la Virgen Santísima, estáte quieto.
Pietro, encogiéndose de hombros, miró por la ventanilla. La cima se acercaba de nuevo. Podía divisar el lugar exacto.
—Prepárate, Gianni —indicó, luego, por el micrófono—: Sólo un poco más, Signor Piloto, más al Este. Manténlo ahí..., afírmalo... ¿No puedes mantenerlo más quieto? Prepárate, Gianni. —Levantó la mecha con el encendedor más cerca del extremo—. ¡Abre esa jodida puerta!
Gianni, irritado, se desabrochó el cinturón y obedeció. El aparato osciló y él gritó, perdiendo el equilibrio, y cayó cargando su peso contra la puerta. Ésta se abrió más y lo lanzó hacia fuera. Pero el hombre que le sujetaba el cinturón mantuvo a Gianni en el borde, medio cuerpo fuera y el otro medio dentro del aparato, mientras el viento tiraba de él como una ventosa. En el mismo instante en que Gianni abriera la portezuela, Pietro accionó el encendedor, y prendió la mecha, mas su atención se distrajo por el pánico momentáneo al ver a Gianni. De manera instintiva, también él lo agarró y la dinamita le fue arrancada violentamente de la mano. Todos observaban aterrados cómo gateaba por el suelo, buscándolo por debajo de los asientos, mientras que el explosivo rodaba de un lado para otro, con la mecha ardiendo alegremente... perdiendo en todo aquel tejemaneje los cascos. Perdido casi el conocimiento por el miedo, Gianni se agarró firmemente con una mano a la jamba de la puerta y empezó a retroceder arrastrándose, aterrado ante la idea de que su cinturón cediera, maldiciéndose a sí mismo por haberse puesto aquel tan estrecho que su mujer le regalara por Navidades.
Al fin, los dedos de Pietro tocaron la dinamita. La mecha chisporroteó contra su carne, quemándola, pero ni siquiera notó el dolor. Todavía en el suelo, agarró la dinamita con firmeza, se revolvió, buscó apoyo en uno de los asientos y arrojó la dinamita y lo que quedaba de la mecha por encima de Gianni. Luego, alargó la mano que tenía libre, aferró una de las piernas de su amigo y le ayudó a arrastrarse adentro. El otro hombre cerró de golpe la puerta y los dos, Pietro y Gianni, se desplomaron en el suelo.
—Alejémonos, Scot —dijo Jean-Luc con voz débil.
El helicóptero se ladeó y abandonó la cara norte de la montaña, sesenta metros abajo. Por un instante, la cima se irguió pura, desnuda e inmóvil. Hubo una inmensa explosión que en el helicóptero nadie sintió ni oyó. La nieve ascendió en espirales y empezó a sentarse. Luego, con poderoso estruendo, toda la cara norte se derrumbó. La avalancha cayó en el valle, abrasando la ladera de la montaña con una andanada de cincuenta metros de ancho hasta que cesó.
El helicóptero sobrevoló de nuevo.
—Dios mío, mira —exclamó Scot mientras señalaba hacia delante.
El saliente había desaparecido. Sobre la plataforma Bellissima sólo quedaba una suave ladera. El lugar permanecía intacto salvo por el remolque y el único tanque que fueran arrastrados por la primera avalancha.
—¡Pietro! —llamó Jean-Luc excitado—. Has he... —calló. Pietro y Gianni seguían todavía en el suelo, recobrándose. Los cascos de Pietro habían desaparecido—. Desde sus ventanillas no podrán verlo, Scot... Acércate más y da la vuelta para que puedan verlo.
Presa de gran excitación, Jean-Luc volvió a deslizarse en la cabina y comenzó a propinar fuertes palmadas a Pietro al tiempo que lo felicitaba. Todos se le quedaron mirando, desconcertados, y cuando al fin entendieron lo que les gritaba intentando hacerse oír por encima del ruido de los motores, dieron al olvido todos sus terrores y miraron por las ventanillas. Cuando probaron la manera perfecta con que la explosión había acabado con el peligro, empezaron a dar vítores. Gianni abrazó a Pietro, emocionado, mientras le juraba amistad eterna, bendiciéndole por haberle salvado, por haber salvado sus vidas y por haber salvado también sus puestos de trabajo.
—Niente, caro —dijo Pietro expansivo—. ¿Acaso no soy un hombre de Aosta?
Jean-Luc se inclinó sobre la camilla y sacudió suavemente a Mario Guineppa.
—¡Mario! Pietro lo ha logrado... Lo ha hecho perfectamente. Bellissima está a salvo...
Guineppa no contestó. Había muerto.