CAPÍTULO LXV
Azadeh avanzó lentamente por el corredor hacia el Gran Salón donde iba a reunirse con su hermano, molestándole todavía la espalda a causa de la explosión de la granada del día anterior. «¡Dios de los cielos! ¿Fue sólo ayer cuando los hombres de la tribu y Erikki estuvieron a punto de matarnos? —se dijo—. Parece que hubieran pasado mil días y un año desde que mi padre muriera.»
«Aquélla había sido otra vida. Nada agradable en esa vida salvo madre, Erikki y Hakim, Erikki y... Johnny. Toda una vida de odios y muertes, terrores y locura. Locura vivir Hakim y yo como parias, locura en el control de Qazvin y aquel repugnante y carigordo mujadin aplastado contra el coche, rezumando como una mosca despachurrada, locura nuestro rescate por Charlie y el hombre de la KGB, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Rakoczy..., y luego ese Rakoczy a punto de matarnos a todos nosotros, locura que en Abu Mard mi vida cambiara para siempre, locura en la base donde Erikki y yo pasamos tan hermosos ratos, pero donde Johnny mató a tantos tan rápidamente y con tanta crueldad.»
Se lo había contado todo a Erikki la noche anterior..., bueno, casi todo.
—En la base se... se convirtió en un animal sanguinario. No recuerdo gran cosa, tan sólo como ráfagas, cómo le di la granada en la aldea, cómo corrió a la base..., granadas y metralletas, uno de los hombres con un kookri, luego a Johnny enarbolando su cabeza y aullando como un ser maléfico... Ahora sé que aquel kookri era de Gueng. Johnny me lo dijo en Teherán.
—No hables más ahora. Déjalo para mañana, deja el resto hasta mañana, cariño. Duerme, ahora ya estás a salvo.
—No, me da miedo dormir, incluso ahora en tus brazos, incluso con las maravillosas noticias sobre Hakim. Cuando me duermo vuelvo otra vez a la aldea, me encuentro de nuevo en Abu Mard y al mollah, ¡Dios le maldiga!, y también el kalandar y el carnicero ha cogido el cuchillo de trinchar.
—Ya no queda aldea ni mollah. He estado allí. Ya no hay kalandar y tampoco carnicero. Ahmed me contó lo de la aldea, al menos parte de lo ocurrido allí.
—¿Has ido a la aldea?
—Sí, esta tarde, cuando estabas descansando. No es más que un montón de restos calcinados. Se lo tenían merecido —había dicho Erikki con gesto sombrío.
Azadeh hubo de detenerse un momento en el corredor y apoyarse en la pared hasta poder dominar el temblor que sentía. Tantas muertes y luchas y horrores. El día anterior, al bajar los escalones de palacio y ver a Erikki en la carlinga, con la cara ensangrentada y cayéndole la sangre por la enmarañada barba y por la manga, y a Ahmed desplomado a su lado, ella había muerto, volviendo a la vida al verle bajar y caminar erguido hacia ella que no podía moverse porque las piernas no le respondían. Luego, al sentirse entre sus brazos, todos sus terrores se disolvieron con sus lágrimas.
—¡Ah, Erikki, Erikki, he tenido tanto miendo, tanto miedo...!
La llevó al Gran Salón. El doctor se encontraba allí con Hakim, Robert Armstrong y el coroner Hashemi Fazir. Una bala le había arrancado a Erikki parte de la oreja izquierda y otra le había atravesado el antebrazo. El médico le había cauterizado las heridas, vendándoselas luego, administrándole la vacuna antitetánica y también penicilina, más preocupado por una posible infección que por la pérdida de sangre.
—Insha'Allah, pero esto es cuanto puedo hacer, capitán. Tú eres fuerte, tu pulso es bueno, con la cirugía estética pueden arreglarte la oreja y el sentido del oído no ha sufrido alteración, ¡alabado sea Dios! Sólo has de vigilar una posible infección...
—¿Qué ha ocurrido, Erikki?
—Volé con ellos en dirección Norte, hacia las montañas, y Ahmed se mostró descuidado... No fue culpa suya, sufría mareo, y antes de que nos diéramos cuenta, Bayazid le apoyaba una pistola en la cabeza y a mí otro de los hombres de la tribu. Y Bayazid dijo:
—Vuela a la aldea. Luego podréis iros.
—¿Juras por lo más sagrado que no me harás daño alguno? —le dije yo.
—Juro que no te haré daño alguno, pero mi juramento es solo mío, no de mis hombres —repuso Bayazid y el hombre que me apuntaba a la cabeza se echó a reír.
—Obedece a nuestro jeque —gritó—, o por Dios que vas a sentir un dolor tan fuerte que suplicarás la muerte.
—Debí pensar en eso —dijo Hakim lanzando un taco—. Debí ligarlos a todos con el juramento. Tendría que haber pensado en ello.
—Nada habría cambiado. De cualquier manera, fue culpa mía. Yo los traje aquí y estuve a punto de dar al traste con todo. No puedo expresarte cuánto lo siento, pero era la única forma de volver aquí y creí que me enfrentaría a Abdollah Khan. Ni por un momento pensé que matyeryebyets Bayazid fuera a utilizar una granada.
—Por la Voluntad de Dios ni Azadeh ni yo hemos resultado heridos. ¿Cómo podías saber tú que el Khan Abdollah había muerto o que había sido pagada la mitad del rescate? Prosigue con lo ocurrido —había dicho Hakim y Azadeh detectó algo extraño en su voz.
«Hakim ha cambiado —se dijo—. No soy capaz de entender lo que tiene en la mente como antes solía hacer. Antes de que llegara a ser Khan, realmente Khan, sí que podía pero ahora no. Sigue siendo mi querido hermano, aunque un forastero. Han cambiado tantas cosas y tan de prisa... Yo he cambiado. Y también Erikki. ¡Cuánto ha cambiado, Dios mío! Johnny no ha cambiado...»
—Alejarlos en el helicóptero —había seguido relatando Erikki—, era la única manera de sacarlos del palacio sin más dificultades ni muertes. Si Bayazid no hubiera insistido, se lo hubiera ofrecido yo, no había otra forma de que tú y Azadeh estuvierais a salvo. Tenía que arriesgarme a que, en definitiva, hicieran honor a su juramento. Pero fuera como fuese, eran ellos o yo. Yo lo sabía y ellos también ya que, naturalmente, yo era el único en saber quiénes eran y dónde vivían. Y la venganza de un Khan es algo muy grave. Hiciera lo que hiciese, soltarles a la mitad del camino o llevarlos hasta la aldea, jamás me dejarían ir. ¿Cómo podían hacerlo? Era su aldea o yo, y su Único Dios votaría con ellos por la aldea pese a cuanto hubieran acordado o jurado.
—Ése es un interrogante que sólo Dios puede contestar.
—A mis dioses, los dioses antiguos, no les gusta que les utilicen a modo de excusa, y tampoco les gusta que juren en su nombre. Lo desaprueban profundamente, de hecho, lo prohiben.
Azadeh se dio cuenta de la amargura de sus palabras y le tocó levemente. Él retuvo su mano.
—Ahora estoy bien, Azadeh.
—¿Qué ocurrió luego, Erikki? —preguntó Hakim.
—Dije a Bayazid que no había bastante gasolina e intenté razonar con él, que se limitó a decir: «Es la Voluntad de Dios —y acercando el arma al hombro de Ahmed apretó el gatillo—. ¡Ve a la aldea! La próxima bala la recibirá en el estómago.» Ahmed perdió el conocimiento y Bayazid trató de alcanzar la «Stern» que había caído al suelo de la carlinga, a medias bajo el asiento, pero no pudo. Yo estaba sujeto y Ahmed también, ellos no. Empecé a dar volteretas por el cielo con el helicóptero de una manera que jamás pensé que el aparato resistiría. Luego, lo dejé caer, y tomé tierra. Fue un aterrizaje pésimo. Creí que había roto un patín, pero luego descubrí que sólo estaba doblado. Tan pronto como nos detuvimos hice uso de la «Stern» y de mi cuchillo y maté a los que estaban conscientes y hostiles, desarmando a los que estaban inconscientes, arrojándolos fuera de la cabina. Luego, al cabo de un rato, regresé.
—Así, sin más —había dicho Armstrong—. Catorce hombres.
—Cinco y Bayazid. Los otros... —Azadeh tenía el brazo apoyado sobre el hombro de él y notó cómo se encogía de hombros y luego se estremecía—, a los otros los dejé.
Erikki se metió la mano sana en el bolsillo, sacó las joyas que se habían llevado por el rescate y se las entregó al Khan Hakim. —Ahora creo que me gustaría hablar con mi mujer si no les importa. Ya les contaré el resto más tarde.
Así que los dos se retiraron a sus habitaciones y Erikki no había dicho nada más, sólo mantenerla cariñosamente rodeada con sus brazos en un inmenso abrazo. La presencia de ella había calmado su angustia. Se fueron a dormir pronto. Azadeh apenas había dormido, volviendo a encontrarse en la aldea, intentando huir, embargada por el pánico, de aquellas garras sofocantes. Había permanecido quieta durante algún tiempo en brazos de él; luego, fue a sentarse en una silla, contenta de estar con él. Erikki durmió profundamente hasta que oscureció. Entonces, se despertó.
—Primero un baño, luego un buen afeitado, y después, un poco de vodka. Entonces, podremos hablar —le había dicho—. Jamás te he visto más bella ni te he amado tanto, y siento, siento de veras haber tenido celos... No, Azadeh, no digas nada..., todavía. Más tarde querré saberlo todo.
Al amanecer, ella había terminado de decirle cuanto había que decir y hasta donde siempre le diría, y él su historia. No le había ocultado nada, ni sus celos, ni su furia devastadora y el gozo de la batalla o las lágrimas que derramara en la ladera de la montaña contemplando el salvajismo de la matanza a la que había conducido a la tribu.
—Ellos..., ellos me trataron bien en su aldea..., y el rescate es una antigua costumbre. De no haber sido por la orden de Abdollah de asesinar a un mensajero..., todo se habría desarrollado de otra forma. 0 acaso no. Pero no es excusa para todas esas muertes. Me siento como un monstruo, te has casado con un demente, Azadeh. Soy peligroso.
—¡No, no! No lo eres. ¡Claro que no lo eres!
—Por todos mis dioses, he matado a veinte hombres o más en la mitad de ese número de días, y, sin embargo, jamás había matado a nadie antes, salvo a aquellos asesinos, a aquellos hombres que irrumpieron aquí para asesinar a tu padre antes de que nos casáramos. Fuera de Irán, jamás había matado a nadie, nunca he hecho daño a nadie..., he tenido montones de peleas con pukoh o sin él, pero nada grave. Nunca. Si ese kalandar o la aldea hubiesen existido les hubiera prendido fuego yo mismo a los dos sin dudarlo un instante. Comprendo lo de tu Johnny en la base. Doy gracias a todos los dioses por habérnoslo traído para que te protegiera, pero lo maldigo por haberme robado la paz, aunque sé que tengo una deuda inmortal con él. No puedo aceptar las muertes y tampoco puedo aceptarle a él. ¡No puedo, todavía no!
—No tiene importancia, Erikki, ahora no. Ahora tenemos tiempo. Estamos a salvo, tú estás a salvo y yo estoy a salvo y Hakim está a salvo —le había dicho Azadeh—. Todos estamos a salvo, cariño. Mira el amanecer, ¿no lo encuentras hermoso? Mira, Erikki, ya es un nuevo día y tan hermoso..., una nueva vida. Estamos a salvo, Erikki.
El Khan Hakim estaba solo con Hashemi Fazir. Hacía media hora que éste se había presentado sin anunciarse. Se había excusado por la intrusión al tiempo que le entregaba un télex.
—Pensé que lo mejor sería que vieses esto de inmediato, Alteza.
URGENTE. Para el coronel Fazir, Servicio Secreto Interno, Tabriz: Detenga inmediatamente a Erikki Yokkonen, esposo de Su Alteza, Azadeh Gorgon, por crímenes cometidos contra el Estado, por complicidad en piratería aérea, por asalto y alta traición. Encadénelo y envíelo aquí de inmediato, a mi Cuartel General. El director, SAVAMA, Teherán.
El Khan Hakim despidió a sus guardias.
—No lo entiendo, coronel. Explícate, por favor.
—Tan pronto como lo descifré, telefoneé pidiendo nuevos detalles, Alteza. Parece ser que el año pasado «S-G Helicopters» vendió cierto número de helicópteros a «IHC» y...
—No entiendo.
—Lo siento, a «Helicopters Company» de Irán, una compañía iraní, la empresa para la que trabaja en la actualidad el capitán Yokkonen. Entre ellos había..., hay..., diez «212» incluido el suyo. Hoy los otros nueve, valorado tal vez en nueve millones de dólares, han sido robados y sacados ilegalmente de Irán por pilotos de «IHC»... SAVAMA supone que los habrán llevado a alguno de los Estados del Golfo.
—Aun cuando así fuera, eso no afecta en modo alguno a Erikki. Él no ha hecho nada malo.
—No lo sabemos con seguridad, Alteza. SAWAMA dice que tal vez estuviera al tanto de la conspiración... De hecho, tienen que llevar bastante tiempo planeando el asunto, porque se encuentran implicadas las tres bases, Lengeh, Bandar Delam y Kowiss. Además de la Oficina Central de Teherán. SAVAMA está en extremo excitado porque también ha recibido informes de la desaparición de ingentes cantidades de valiosos repuestos iraníes. No ha...
—¿Informes de quién?
—De Siamaki, director gerente de «IHC». Y lo que es más grave todavía, también se ha esfumado todo el personal extranjero de «IHC», pilotos, mecánicos y personal administrativo. Toda la gente. Así que, como parece lógico suponer, debe tratarse de un complot. Parece ser que ayer había quizá veinte de ellos sobrevolando por todo Irán; la semana pasada fueron cuarenta, hoy ninguno. Ya no quedan en Irán extranjeros de la «S-G», o, para hablar con más propiedad, de «IHC». Salvo el capitán Yokkonen.
De inmediato, Hakim comprendió la importancia que tenía Erikki para ellos, y se maldijo por permitir que su expresión lo delatase ante Hashemi.
—Ah, sí, por supuesto que lo has descubierto —dijo éste satisfecho—. SAVAMA me dijo que aun cuando el capitán fuera inocente de toda complicidad en el complot, es un instrumento esencial para persuadir a esos cabecillas y criminales de Gavallan y Mclver, así como también al Gobierno británico, que debe haber intervenido en la traición, para que devuelvan nuestros aviones, nuestros repuestos, para que nos paguen una indemnización que deberá ser elevada en extremo y para que regresen a Irán a fin de someterse a juicio por crímenes contra el Islam.
El Khan Hakim se agitó, inquieto, entre los cojines, y volvió a sentir el dolor en la espalda. En ese momento hubiera querido gritar de furia porque todo el dolor y toda la angustia habían sido innecesarios y, ahora, apenas era capaz de mantenerse en pie sin dolor y acaso quedara inválido para toda su vida. «Deja eso para más tarde —se dijo, inexorable—y ocúpate de este peligroso hijo de perro sentado aquí, pacientemente, como un consumado vendedor de alfombras preciosas que ha extendido su mercancía por el suelo y espera a que empiecen los regateos. Si es que quiero comprar.»
«Para librar a Erikki de la trampa tendré que entregar a este perro un pishkesh de valor personal, pero a él, precisamente, no a SAVAMA. ¡Dios les maldiga cualquiera que sea el nombre que ostente! ¿El qué? Por lo menos a Petr Oleg Mzytryk. Se lo entregaré a Hashemi sin pestañear, si es que viene. Y vendrá. Ayer Ahmed envió a por él en mi nombre... Me pregunto cómo estará Ahmed. ¿Habrá ido bien su operación? Espero que ese loco no se muera, aún me serán útiles sus conocimientos por un tiempo. Fue un estúpido al dejarse coger desprevenido. Realmente estúpido. Sí, es un estúpido mas este perro no lo es. Con el regalo de Mzytryk, una mayor ayuda en Azerbaiján y la promesa de amistad en el futuro, puedo librar a Erikki de la trampa. Pero, ¿por qué habría de hacerlo?
»¿Porque Azadeh lo ama? Infortunadamente es la hermana del Khan de todos los Gorgones y éste es un problema del Khan, no del hermano.
»Erikki representa un riesgo para mí y para ella. Es un hombre peligroso, con las manos manchadas de sangre. Los hombres de la tribu, sean o no kurdos, buscarán venganza... Posiblemente. Siempre ha sido una mala elección para ella aunque le haya dado gran alegría, y todavía le proporciona felicidad, aunque ningún hijo y ahora no puede quedarse en Irán. Imposible. No hay posibilidad alguna de que se quede. Yo no podría comprarle dos años de protección y Azadeh ha jurado por Dios permanecer aquí al menos dos años..., ¡qué astucia la de mi padre dándome poder sobre ella! Si libro a Erikki de la trampa, Azadeh no podrá irse con él. En dos años pueden acaecer muchas cosas y muchas separaciones espontáneas. Pero si no es bueno para ella, ¿por qué habría de ayudarle? ¿Por qué no dejar que se lleven a Erikki como compensación a una traición? Y es traición robar nuestra propiedad.»
—Es un asunto demasiado grave para contestar al momento —dijo.
—No tienes nada que contestar, Alteza. Sólo entregarme al capitán Yokkonen. Tengo entendido que todavía está aquí.
—El médico le ha prescrito reposo.
—Tal vez debieras enviar a por él, Alteza.
—Desde luego. Pero un hombre de tu importancia y erudición debería comprender que existen reglas de honor y de hospitalidad en Azerbaiján, y en mi tribu. Es mi cuñado e incluso SAVAMA comprenderá el honor de familia.
Los dos hombres sabían que todo aquello no era más que un primer gambito para iniciar una delicada operación. Delicada porque ninguno de los dos quería ser el blanco de las iras de SAVAMA, y tampoco ninguno de ellos sabía hasta dónde podía llegar el otro o, incluso, si les interesaba un entendimiento privado.
—¿Supongo que son muchos los que están enterados de esta..., esta traición?
—Aquí en Tabriz sólo yo, Alteza. Por el momento —dijo Hashemi al punto, olvidando convenientemente a Armstrong a quien le sugiriera lo del télex falso aquella misma mañana.
—No hay forma de que ese hijo de perro de Hakim lo denuncie como una falsificación, Robert —le había dicho, encantado con su brillante imaginación—. Tiene que hacer trueque. Cambiamos al finlandés por Mzytryk sin pérdida alguna para nosotros. Ese finlandés maníaco, sediento de sangre, puede irse con su helicóptero a la puesta del sol una vez hayamos obtenido lo que queremos... Entretanto, lo mantenemos inmovilizado.
—Supongamos que el Khan Hakim no esté de acuerdo, no quiera o no pueda entregarnos a Mzytryk.
—Si no se aviene a un cambio, nos apoderamos de Erikki. Torbellino saldrá pronto a la luz y yo puedo utilizar a Erikki para todo tipo de concesiones, como rehén por al menos quince millones de dólares que valen los aparatos o tal vez se lo entregue a los hombres tribales a cambio de una oferta de paz... El hecho de que sea finlandés será de gran ayuda. Puedo relacionarle estrechamente con Rakoczy y la KGB y provocar en los soviéticos todo tipo de dificultades, como también a la CIA, ¿eh? Incluso al MI6, ¿qué te parece?
—La CIA no te ha perjudicado jamás. Y tampoco el MI6.
—Insha'Allah! No interfieras en esto, Robert. Erikki y el Khan son una cuestión interna iraní. Por tu propio bien, no interfieras. Con el finlandés puedo obtener importantes concesiones. «Pero importantes para mí únicamente, Robert, no para SAVAMA —se dijo Hashemi sonriendo para sus adentros—. Mañana o pasado mañana regresaremos a Teherán y entonces te seguirán en la noche y, "puf", te apagarás como una vela.»—. Lo entregará —dijo con calma.
—Si Hakim entrega a Erikki, su muy amada hermana hará de su vida un infierno y no tendrá paz. Creo que Azadeh sería capaz de ir a la hoguera por su marido.
—Tal vez tenga la ocasión de hacerlo.
Hashemi recordó la alegría que había sentido y ahora todavía era mejor. Podía ver la inquietud del Khan Hakim y estaba convencido de tenerle acorralado.
—Seguro que lo comprendes, Alteza, pero he de contestar a este télex.
El Khan Hakim se había decidido por una oferta parcial.
—La traición y la conspiración no deben de quedar impunes. Dondequiera que se encuentre. He enviado a por el traidor que querías. Urgentemente.
—¡Ah! ¿Cuánto tiempo tardará la respuesta de Mzytryk?
—Tú tienes mejor idea de ello que yo. ¿No crees?
Hashemi advirtió el tono terminante en su voz y se maldijo por aquel desliz.
—Me asombraría en extremo que no respondiera con la mayor rapidez a Su Alteza —dijo con extremada cortesía—. Muy pronto. —¿Cuándo?
—En un plazo de veinticuatro horas, Alteza. Personalmente o por mensajero.
Vio al joven Khan cambiar penosamente de posición y trató de decidir si aplazarlo o aprovechar su ventaja, pues tenía la seguridad de que el dolor era auténtico. El doctor le había dado un detallado diagnóstico de las posibles lesiones sufridas por el Khan y su hermana. A fin de prever cualquier eventualidad, había ordenado al médico que administrara a Erikki un poderoso sedante esa noche, por si el piloto intentaba fugarse.
—El plazo de veinticuatro horas terminará esta tarde a las siete, coronel.
—Siguiendo tu consejo de esta mañana, Alteza, hay mucho que hacer en Tabriz, por lo que dudo que pueda ocuparme del télex antes de esa hora.
—¿Destruirás esta noche el cuartel general de los mujadines izquierdistas?
—Sí, Alteza.
«Ahora que ya contamos con tu permiso y garantía de que no habrá repercusiones por parte de los tudehs —hubiera querido añadir Hashemi. Pero no lo hizo—. ¡No seas estúpido! Este joven no es tan tortuoso como lo era ese perro de Abdollah, ¡ojalá arda en los infiernos! Con éste es más fácil tratar..., siempre que se disponga de más cartas que él y no temas enseñar los colmillos si es necesario.»
—Sería desafortunado que el capitán no estuviera disponible esta noche para..., para interrogarle.
El Khan Hakim contrajo los ojos ante la innecesaria amenaza. Como si yo no lo supiera, tosco hijo de perro.
—Estoy de acuerdo.
Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Hakim.
Azadeh entró.
—Lamento interrumpirte, Alteza, pero me dijiste que te recordara media hora antes que tienes que ir al hospital para los rayos X. Saludos, la paz sea contigo, coronel.
—Y que la paz de Dios sea contigo, Alteza. —«Me alegro de que a una belleza semejante se la obligue pronto a cubrirse otra vez con el chador —pensaba Hashemi—. Sería una tentación para el mismísimo Satanás y ni que decir tiene para la escoria sucia y analfabeta de Irán.» Miró de nuevo al Khan—. He de irme, Alteza.
—Regresa a las siete, por favor, coronel. Si tuviera alguna noticia antes, enviaría a buscarte.
—Gracias, Alteza.
Azadeh cerró la puerta tras de él.
—¿Cómo te sientes, Hakim, cariño?
—Cansado. Y con muchos dolores.
—Yo también. ¿Has de ver al coronel más tarde?
—Sí. Algo sin importancia. ¿Cómo está Erikki?
—Durmiendo. —Se mostraba gozosa—. Somos tan afortunados los tres...
En la ciudad de Tabriz: 4.06 de la tarde. Robert Armstrong comprobó el funcionamiento de su pequeña automática, el gesto fue adusto.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Henley, nada satisfecho con el arma. También era inglés aunque mucho más bajo de estatura, con un fino bigote. Llevaba gafas y se encontraba sentado ante la mesa escritorio en la desordenada y mugrienta oficina, debajo de un retrato de la reina Isabel.
—Más vale que no me lo preguntes. Pero no te preocupes, soy un policía, ¿recuerdas? Esto es por si acaso algún villano trata de acabar conmigo. ¿Puedes enviar el mensaje a Yokkonen?
—No puedo presentarme en el palacio sin haber sido invitado. ¿Qué diablos de excusa podría poner? —preguntó Henley enarcando las cejas—. ¿Acaso podría decir al Khan Hakim: «Lo siento terriblemente, amigo, pero quiero hablar con tu cuñado sobre la posibilidad de sacar a un colega de Irán en helicóptero particular...?» —Dejó a un lado las chanzas—. Estás completamente equivocado respecto al coronel, Robert. No existe la más mínima prueba de que él sea el responsable de la muerte de Talbot.
—Si la tuvieras, no la admitirías —dijo Armstrong, furioso consigo mismo por explotar cuando Henley le comunicó el «accidente». Su tono se hizo de nuevo hiriente—. ¿Por qué diablos has esperado hasta hoy para decirme que habían hecho volar a Talbot? ¡Por Dios santo!, hace ya dos días de eso.
—No soy yo quien decide la política, me limito a transmitir mensajes y, de cualquier manera, acabamos de enterarnos. Además, resulta en extremo difícil seguir tu rastro. Todo el mundo pensaba que te habías ido. La última vez que te vieron fue subiendo a bordo de un aparato británico con destino a Al Shargaz. Maldición, hace casi una semana que se te ha ordenado que salgas de Irán y todavía sigues aquí, sin misión alguna que yo sepa. Y si has decidido hacer algo, olvídalo. Lo único que has de pensar es en largarte de aquí porque si te pescan y te conducen al tercer nivel, un montón de gente va a sentirse en extremo irritada.
—Intentaré no decepcionarles. —Armstrong se levantó de la silla y se puso su viejo impermeable con cuello de piel—. Nos veremos pronto.
—¿Cuándo?
—¡Cuando me venga en gana, condenación! —Las facciones de Armstrong se endurecieron—. No estoy bajo tu autoridad y lo que yo haga y cuando vaya o dónde no es de tu incumbencia. Ocúpate únicamente de que mi informe siga seguro en la caja fuerte hasta que puedas disponer de una valija diplomática para enviarlo con carácter urgente a Londres. Y mantén cerrada tu maldita boca.
—Por lo general, no eres tan violento ni susceptible. ¿Qué diablos te está pasando, Robert?
Armstrong salió de estampía, bajó las escaleras y se sumergió en la frialdad del día. El cielo aparecía encapotado y anunciaba nieve de nuevo. Descendió por la atestada calle. Los transeúntes y los mercaderes callejeros simulaban no darse cuenta de su presencia, pensando que era soviético, y se ocupaban, cautelosos, de sus propios asuntos. Aun cuando se mantenía vigilante para comprobar que no lo seguían, en su mente barajaba modos y maneras de ocuparse de Hashemi. No había tiempo para consultar con sus superiores y, en realidad, tampoco lo deseaba. Sacudirían la cabeza y dirían: «Santo cielo, ¿nuestro viejo amigo Hashemi? ¿Acabar con él por sospechar que fue quien lanzó a Talbot por los aires? Primero necesitamos pruebas...»
«Pero jamás se encontrará prueba alguna y no creerían una palabra sobre los equipos del "Group Four" o el que Hashemi se considere a sí mismo como un moderno Hasan ibn al-Sabbah. Pero yo lo sé. ¿Acaso no se mostró Hashemi desbordante de felicidad con el asesinato del general Janan? Ahora tiene peces más gordos que enganchar. Como Pahmudi, o el Comité Revolucionario en pleno, quienes quiera que lo formen... Me pregunto si no los tendrá ya a punto. Y también me pregunto si no irá a por el propio Imán. No hay forma de saberlo. Pero, de una u otra forma, pagará lo del viejo Talbot, una vez que hayamos cogido a Petr Oleg Mzytryk. Sin Hashemi no tengo la más mínima posibilidad de llegar hasta él consiguiendo así, a través de él, alcanzar a todos los asquerosos traidores que todos conocemos y que operan en las altas esferas de Whitehall, los jefes de Philby, el cuarto, el quinto y el sexto hombre..., en el Gabinete, en el MI5 o en el MI6. 0 acaso en los tres al mismo tiempo.»
Su furia era tan devastadora que le estaba produciendo, incluso, un terrible dolor de cabeza. ¡Tantos hombres buenos traicionados! Le agradaba el tacto de su automática. «Primero Mzytryk —se dijo—y luego Hashemi. Todo lo que queda por decir es cuándo y dónde.»
Jean-Luc se encontraba al teléfono en la oficina de Mathias.
—... No, Andy, tampoco nosotros tenemos nada.
Miró a Mathias, que estaba escuchando, e hizo un gesto grave, con los pulgares hacia abajo.
—Charlie estaba fuera de sí —le estaba diciendo Gavallan—. Acabo de hablar por teléfono con él. Es terrible que no podamos hacer otra cosa que esperar. Y lo mismo ocurre con Dubois y Fowler.
Jean-Luc pudo percibir el inmenso abatimiento en la voz de Gavallan.
—Dubois aparecerá..., después de todo, es francés. Y a propósito, le he dicho a Charlie que si..., que cuando —se corrigió presuroso—Tom Lochart y Freddy Ayre aterricen, les diga que han de repostar en Jellet y que no vengan aquí a menos de que se trate de una emergencia. Mathias ha puesto el combustible necesario personalmente de manera que sabemos que está allí. Y otra cosa, Andy, más vale que llames tú a Charlie e impongas también tu autoridad, porque Bahrein puede resultar difícil. No quiero arriesgarme a otro enfrentamiento. Su advertencia era clara, voláramos o no con matriculación británica. Aún no sé cómo pudimos sacar adelante a Rudi, Sandor y Pop. Estoy seguro de que confiscarán cualquier matrícula iraní y detendrán a las tripulaciones... Y que la próxima vez examinarán la pintura y los documentos de forma minuciosa.
—Muy bien, se lo diré de inmediato. No hay razón alguna para que vuelvas a Al Shargaz, Jean-Luc. ¿Por qué no te vas directamente a Londres mañana y luego sigues viaje a Aberdeen? Te voy a destinar al mar del Norte hasta que acabemos con todo esto, ¿de acuerdo?
—Una idea estupenda. Me presentaré en Aberdeen el lunes —dijo rápidamente Jean-Luc, robando así un fin de semana libre. «Mon Dieu, me lo he ganado», se dijo, y cambió de tema para no dar tiempo a Gavallan a discutir—. ¿Ha llegado Rudi ya?
—Sí, sanos y salvos. Los tres están ahora descansando. Y también Vossi y Willi. Scrag se encuentra bien. Erikki fuera de peligro. Y Duke recuperándose poco a poco pero bien...; si no fuera por Dubois y Fowler, Mac, Tom y sus muchachos... Aleluya! He de irme, hasta luego.
—Au revoir. —Luego, dirigiéndose a Mathias—: Merde, me envían al mar del Norte.
—Merde.
—¿Cuál es la extensión de «Alitalia»?
—La 22134. ¿Por qué?
—Aunque hubiera de recurrir al propio Papa, tomaré el primer vuelo de mañana a Roma con transbordo a Niza. Necesito a Marie-Christene, a los niños y una comida decente. ¡Espéce de con, al mar del Norte! —Miró preocupado el reloj—. ¡Espéce de con, esta espera! ¿Dónde están nuestros pájaros de Kowiss, eh?
Se encendió la luz roja de alerta al combustible. Mclver y Wazari se dieron cuenta al momento y ambos maldijeron.
—¿Cuánto nos queda, capitán?
—Con este maldito viento, no mucho.
Estaban volando exactamente a 30 metros sobre las olas.
—¿Y cuánta distancia nos queda por recorrer?
—Ya no está lejos. —Mclver se encontraba exhausto y se sentía muy mal. El viento había arreciado hasta casi treinta y cinco nudos y él había estado atendiendo con todo mimo al «212», intentando ahorrar combustible, pero llegado a un nivel tan bajo poco se podía hacer. La visibilidad seguía siendo escasa y el cielo aparecía encapotado pero se aclaraba rápidamente a medida que se acercaban a la costa. Miró por la ventanilla en dirección a Ayre e indicando el panel de instrumentos señaló con los pulgares hacia abajo. Ayre asintió. Su luz de alarma todavía no había aparecido. En ese mismo momento, se encendió.
—¡Condenación! —dijo Kyle, el mecánico de Ayre—. Dentro de unos minutos quedaremos al descubierto y seremos unos blancos perfectos.
—No hay de qué preocuparse. Si Mac no llama pronto a Kuwait lo voy a hacer yo. —Ayre miró hacia arriba y le pareció divisar a los cazas sobre ellos pero sólo eran dos aves marinas—. Santo cielo, por un momento...
—Esos bastardos no se atreverían a seguirnos hasta tan lejos, ¿no crees?
—No lo sé.
Desde que dejaran la costa habían estado jugando al escondite con los dos cazas. De través sobre Kharg, deslizándose satisfechos entre la lluvia y la bruma sin variar la altitud sobre las olas, Mclver y él fueron localizados: «Les habla el control del radar de Kharg: helicópteros volando ilegalmente dirección 275 grados, suban a trescientos y manténganse, suban a trescientos y manténganse.»
Por un instante permanecieron sin saber qué hacer, pero Mclver hizo señas de inmediato a Ayre para que lo siguiera, giró noventa grados en dirección Norte, alejándose de Kharg y descendió aún más sobre el mar. Al cabo de unos minutos, les llegó un auténtico derroche de farsi por los auriculares, entre los cazas y el control de las Fuerzas Aéreas.
—Les están dando nuestras coordenadas, capitán —jadeó Wazari—, órdenes de armar sus cohetes..., ahora informan de que están armados...
—¡Les habla Kharg! Los helicópteros que vuelan ilegalmente con rumbo 270 que asciendan a trescientos y se mantengan. Si no obedecen, serán interceptados y derribados. Repito, ¡serán interceptados y derribados!
Mclver se llevó la mano al pecho frotándoselo porque le volvía el dolor, luego, obstinado, mantuvo el rumbo mientras Wazari le iba traduciendo a retazos lo que estaban comunicando: ... el líder está diciendo «seguidme hacia abajo»... Ahora el artillero dice que todos los cohetes están armados... ¿cómo vamos a localizarlos entre toda esta mierda...? Voy a disminuir la marcha... no tenemos que perderlos... El controlador de tierra dice «Confirmen cohetes armados..., confirmen destrucción...» ¡Jesús! Están confirmando que los cohetes están armados y que se dirigen en rumbo de colisión hacia nosotros.
Como si le hubiesen oído, los dos cazas salieron veloces de entre la niebla en su dirección, pero hacia la derecha y a cuatro metros sobre ellos, los dejaron atrás y desaparecieron.
—¡Santo cielo! ¿Nos habrán visto?
—Por Dios, capitán, no lo sé, pero esos bastardos llevan detectores térmicos.
A Mclver el corazón le latía descompasadamente mientras hacía señas a Ayre y quedaba suspendido a corta distancia sobre las olas para despistar a sus perseguidores.
—¡Por Dios santo, dime lo que están comunicando, Wazari!
—Los pilotos están maldiciendo, informando que se encuentran a dos mil doscientos nudos..., uno de ellos dice que no hay agujeros en la niebla y que a su alrededor el techo es de unos doscientos... Difícil divisar la superficie... El controlador dice que sigan adelante hasta la línea internacional y que se interpongan entre ella y los piratas. ¡Cielo santo, piratas! Que se sitúen entre ellos y Kuwait..., que comprueben si la cubierta de nubes es más floja..., que mantengan posición de emboscada a seiscientos...
«¿Qué puedo hacer? —se preguntó Mclver—. Podría dejar atrás Kuwait y volar directo a Jellet. Eso es imposible, jamás lo lograríamos con este viento. No podemos retroceder. De manera que la única solución es Kuwait, y esperemos poder deslizarnos por debajo de ellos.
En la línea internacional había nubes suficientes para ocultarlos. Pero los cazas acechaban desde alguna parte, en formación de soporte, esperando a que se abriera un hueco; o que las nubes menguaran; o a que su presa se sintiera segura y ascendieran, de acuerdo con las reglas, a la altitud de aproximación. Hacía un cuarto de hora que el canal militar permanecía en silencio. Ahora, ya podían oír a los controladores de Kuwait.
—Voy a parar un motor para ahorrar combustible —dijo Mclver. —¿Quiere que llame a Kuwait, capitán?
—No, yo lo haré dentro de un momento. Más vale que vuelvas a la cabina y prepares tu escondrijo. Trata de encontrar algunos monos marineros, los hay en la taquilla. Utiliza un mono salvavidas marinero. Arroja tu uniforme y ten a mano un «Mae West».
Wazari se puso lívido.
—¿Vamos a bajar al mar?
—No, sólo a modo de camuflaje por si nos inspeccionan —mintió Mclver, no teniendo la menor esperanza de alcanzar la costa. Su voz era tranquila y tenía la cabeza despejada, aunque las extremidades le pesaban como el plomo.
—¿Qué plan tiene para cuando aterricemos, capitán?
—Habremos de actuar dependiendo de cómo se presenten las cosas. ¿Tienes alguna documentación?
—Sólo mis licencias de operador, la americana y la iraní. En las dos se dice que pertenezco a las Fuerzas Aéreas iraníes.
—Manténte a cubierto. No sé lo que va a pasar..., pero conservaremos la esperanza.
—Ahora podemos salir de toda esta porquería, capitán. No es necesario que tentemos a la suerte —dijo Wazari—. Ya hemos atravesado la línea, ahora estamos a salvo.
Mclver miró hacia arriba. La cubierta de nubes y niebla iba desapareciendo rápidamente, apenas tenían ya dónde ocultarse. La luz roja de alerta parecía invadir su horizonte. Conque era mejor subir, ¿eh? «Wazari tiene razón, no vale la pena tentar a la suerte», se dijo.
—Sólo estaremos a salvo cuando nos hallemos en tierra —dijo en voz alta—. Tú debes saberlo.
El inmenso salón se encontraba atestado de personal. Algunos controladores británicos, otros kuwaitíes. El equipo mejor y más moderno. Télex, teléfonos y eficiencia. Se abrió la puerta y entró Charlie Pettikin.
—¿Me ha llamado, señor? —preguntó ansioso mirando al controlador de servicio, un irlandés orondo, de color subido, llevando un «micro» en forma de tubo delgado y un único y minúsculo auricular.
—Sí, sí, desde luego, capitán Pettikin —dijo el hombre con tono tajante, y al punto creció la ansiedad de Pettikin—. Me llamo Sweeney. ¡Mire eso! —utilizó un rotulador para señalar. En la periferia exterior de su pantalla, a la altura de la línea de treinta kilómetros se veía un pequeño destello de luz—. Eso es un helicóptero, posiblemente dos. Cualquiera que sea su número, han aparecido de repente, y todavía no se han comunicado. Me han dicho que usted está esperando la llegada de dos en tránsito desde el Reino Unido. ¿Serán éstos acaso?
—Sí —dijo Pettikin, loco de contento porque al fin uno de ellos o los dos habían entrado en el sistema. Con semejante ruta debían proceder de Kowiss. Aunque, al mismo tiempo, tuviera la penosa sensación de que todavía estaban muy lejos de encontrarse a salvo—. Sí, es correcto —dijo rezando para sus adentros.
—En definitiva, tal vez no sean los suyos, alabado sea Dios, porque siguen un rumbo endiabladamente curioso, están haciendo la aproximación desde el Este, si él o ellos van en tránsito desde el Reino Unido. Pettikin no dijo palabra bajo el atento escrutinio de Sweeney. —Suponiendo que uno o los dos les pertenezcan, ¿cuáles serían sus señales de llamada?
La inquietud de Pettikin se acrecentó. Si daba las nuevas señales británicas y los helicópteros comunicaban sus matrículas iraníes, como legalmente estaban obligados a hacer, todos se encontrarían en una grave situación. Desde la torre podrían verse claramente las letras de los helicópteros cuando tomaran tierra, resultaba de todo punto imposible que los controladores no las vieran. Pero si daba las matrículas iraníes a Sweeney, toda la operación Torbellino se vendría abajo. «Este bastardo está intentando acorralarte», se dijo, al tiempo que sentía un gran vacío en su interior.
—Lo siento —dijo sin gran convicción—. No lo sé. Nuestro papeleo no es de los mejores. Lo siento.
Sonó el timbre del teléfono. Sweeney lo cogió.
—Ah, sí, sí, comandante..., sí..., no, por el momento no... Creemos que se trata de dos..., sí, sí, estoy de acuerdo... no. Ahora está muy bien. Se va de vez en cuando..., sí, muy bien.
Colgó, concentrándose de nuevo en la pantalla.
Inquieto, Pettikin volvió a mirarla también. El importante centelleo no parecía moverse.
Entonces, Sweeney cambió a alcance máximo y la imagen de la pantalla llegó desde mucho más lejos, bien entrada en el Golfo: hacia el Oeste, los escasos kilómetros de la frontera kuwaití con Irak; hacia el Norte, la frontera irano-iraquí, ambas muy cerca.
—Nuestro largo alcance ha estado fuera de uso durante un buen rato, de lo contrario los hubiésemos visto mucho más pronto, ahora funciona bien, gracias sean dadas a Dios. Hay bastantes bases de cazas por ahí —dijo con expresión ausente mientras señalaba con el marcador al lado iraní de la frontera, en el estuario de Shatt-al-Arab, en dirección a Abadán. Luego, el lápiz trazó una línea dentro del Golfo desde Kowiss a Kuwait y se situó sobre la lucecilla—. Éstos son sus helicópteros, si es que son dos..., y si son de su propiedad. —El punto se movió ligeramente hacia el Norte en dirección a otras dos luces que se movían rápidamente—. Cazas. Pero no son nuestros, y, sin embargo, se hallan dentro de nuestro espacio aéreo. —Levantó la vista y Pettikin sintió un escalofrío helado—. Y no han sido invitados. Tampoco se han identificado. Luego, hostiles.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Pettikin, convencido ya de que estaba jugando con él.
—Eso es lo que todos querríamos saber, lo que vamos a averiguar. —El tono de voz de Sweeney no era ni mucho menos cordial. Con el marcador señaló otras dos pequeñas luces saliendo de la franja militar kuwaití—. Ésos sí son nuestros. Van a echar un vistazo. —Dio a Pettikin un auricular, y accionó su transmisor. «Aquí Kuwait. Helicóptero o helicópteros hacia el interior, dirección 274 grados, informen su señal de llamada y altitud.»
Estática. Repitió pacientemente la llamada. Y entonces Pettikin reconoció la voz de McIver.
—Kuwait, éste es helicóptero... éste es helicóptero «Boston Tango» con helicóptero «Hotel Eco» en tránsito hacia Al Shargaz volando a ciento ochenta y ascendiendo a doscientos.
McIver acababa de dar las dos últimas letras de la matrícula iraní, en lugar de todas las letras, como le habían pedido en la llamada inicial, incluido el prefijo EP por Irán.
Pero lo asombroso fue que Sweeney aceptó la llamada.
—Helicópteros «Boston Tango» y «Hotel Eco» informen marcador externo —dijo y Pettikin lo notó distraído, concentrándose en las dos luces hostiles que se acercaban rápidamente a los helicópteros, siguiéndoles con el marcador sobre el cristal—. Tratan de alcanzarles por todos los medios —farfulló—. Dieciséis kilómetros al Este.
La voz de McIver llegó a través de los auriculares.
—Kuwait, confirmen por favor marcador externo. Solicitamos entrada directa. Vamos escasos de combustible.
—Aprobado directo, informen marcador externo.
Pettikin percibió el tono inflexible y reprimió una exclamación. Sweeney empezó a tararear. El otro controlador, un kuwaití, se levantó con calma de su escritorio y se situó detrás de ellos.
Observaron el rastro circular, que establecía una perspectiva del terreno, y las dos luces en su seguimiento, viéndolos, no como simples centelleos sino como dos cazas hostiles y dos interceptores kuwaitíes más lentos, todavía lejos, y los dos helicópteros en el centro, indefensos. Más cerca. Los cazas hostiles se confundían ya casi con los helicópteros y, de repente, se apartaron, alejándose de nuevo en dirección Este a través del Golfo. Por un instante, los tres hombres contuvieron el aliento. Los cohetes necesitaron tiempo para alcanzar sus blancos. Pasaban los segundos. Las lucecitas de los helicópteros seguían en la pantalla. Y las de los interceptores kuwaitíes también mientras se acercaban a los helicópteros. Luego, también ellos dieron media vuelta y regresaron a la base. Por un momento, Sweeney cambió a su canal y escuchó lo que decían en árabe. Levantó la vista hacia el controlador de más edad y le habló en árabe también.
—Insha'Allah —dijo el hombre, hizo una leve inclinación de cabeza a Pettikin y salió de la sala.
—Nuestros interceptores informan no haber vista nada —dijo Sweeney a Pettikin, con voz neutra—. Salvo dos helicópteros «212». No han visto nada más. —Volvió a la banda regular, aviones informando y recibiendo instrucciones para el despegue y el aterrizaje. Luego, accionó el radar acercando la imagen. Ya se veían los dos helicópteros separados, parpadeando dos lucecitas todavía muy adentradas en el mar. Su aproximación parecía hacerse interminablemente lenta, entre las estelas de los jets que llegaban y despegaban.
La voz de Mclver sonó entre las otras voces.
—!Pan-pan-pan! Kuwait aquí helicópteros «BT» y «HE», pan-pan-pan.
Los dos tenemos encendidas las luces de alerta, manómetros vacíos, pan-pan-pan. La llamada de emergencia un escalón por debajo de «Mayday».
—Permiso para aterrizar en el helipuerto de Playa Messali directamente delante, cerca del hotel... Les alertaremos y les enviaremos combustible. ¿Me reciben?
—Roger, Kuwait, gracias. Conozco el hotel. Por favor, informen al capitán Pettikin.
—Wilco, de inmediato. —Sweeney telefoneó y puso en standby a su helicóptero de rescate aire-mar, preparado para despegue inmediato, envió un coche de bomberos al hotel y luego alargó la mano para que Pettikin le entregara el auricular. A continuación, echó una ojeada a la puerta y le hizo señas de que se acercara.
—Y ahora, escúcheme —silabeó, hablando con voz queda—. Usted mismo será el que los reciba, les suministre el combustible, les haga pasar por Aduanas e Inmigración, si es que puede, ¡y los saque con mil demonios de Kuwait en cuestión de minutos!, ya que, de lo contrario, usted, ellos y sus altos y poderosos amigos «importantes» darán con sus huesos en la cárcel y allá se las compongan. ¡Santa madre de Dios!, ¿cómo han podido atreverse a poner en peligro a Kuwait con sus demenciales aventuras frente a esos fanáticos iraníes a los que tanto les gusta darle al gatillo, haciendo además, que hombres honrados arriesguen sus puestos por gentes como ustedes? Si llegan a derribar a alguno de sus helicópteros... Sólo la suerte del mismísimo demonio ha impedido un incidente internacional. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel que puso violentamente en la de Pettikin, sorprendido ante lo repentino del gesto y el veneno que destilaba—. Léalo y luego tírelo al retrete.
Sweeney, dando media vuelta cogió el teléfono de nuevo. Pettikin salió de allí con las piernas como flanes. Una vez en lugar seguro, miró el papel. Era un télex. El télex. De Teherán. No se trataba de una fotocopia. Tenía en sus manos el original.
«¡Dios Todopoderoso! ¿Lo interceptó Sweeney y nos dio cobertura? ¿Pero no acaba de decir: "Hágalos pasar por Aduanas e Inmigración..., si es que puede"?»
En el «Messali Beach Hotel». El pequeño camión cisterna con Genny y Pettikin a bordo, abandonó la carretera de la costa y se adentró por los grandes jardines del hotel, con todas las rociaderas en marcha. El helipuerto estaba bastante al oeste de la inmensa zona de aparcamiento. Un coche de bomberos se encontraba allí, esperando. Genny y Pettikin bajaron del camión. Este último llevaba en la mano un walkie-talkie de onda corta y ambos escudriñaron ansiosos entre las brumas sobre el mar.
—¿Me escuchas, Mac?
Sólo oían los motores pero todavía no podían verlos.
—Dos por cinco, Charlie... —Muchos ruidos—. Pero yo... Freddy, toma tú el helipuerto. yo iré al costado.
Más ruidos.
—Ahí están —gritó Genny.
Los «212» salieron de entre la niebla a unos doscientos metros. —¡Ayúdales, Dios mío...!
—Os tenemos a la vista, Mac. Los coches de bomberos están preparados, no hay problema.
Pero Pettikin sabía que sí lo había, y grave. No les sería posible cambiar las letras con tanta gente mirando. Uno de los motores falló y tosió, pero no pudieron saber a cuál de los dos helicópteros pertenecía. Tosió de nuevo.
—Manténte bajo, voy hacia el helipuerto —dijo Ayre con un tono demasiado lacónico.
Vieron al «212» de la izquierda separarse ligeramente y empezar a perder altitud, tratando de establecer la distancia, con el motor tosiendo de manera intermitente. Los bomberos se prepararon. Mclver mantuvo, tenaz, el rumbo conservando la altitud a fin de disponer de la mejor oportunidad para el caso de que los motores le fallasen.
—¡Mierda! —farfulló Pettikin de forma involuntaria, viendo a Ayre llegar rápido, demasiado rápido, detenerse de repente y posándose en el mismísimo centro, sano y salvo. Por su parte, Mclver...
—¡Santo Cielo!, ¿por qué está volando solo, dónde demonios está Tom Lochart?
... procedía ya a una aproximación de emergencia, sin poder volverse ya atrás, sin espacio para maniobrar. Todo el mundo contenía la respiración. Y de súbito, los patines tomaron tierra y, en ese mismo instante, los motores se pararon.
Los bomberos, en contacto por radio con el aeropuerto, informaron del «Fin de la emergencia» y empezaron a recoger su material, mientras Pettikin sacudía con fuerza la mano de Mclver y corría hacia Ayre para hacer lo mismo. Genny se encontraba de pie, junto a la portezuela abierta de la carlinga de Mclver, mirándole con expresión resplandeciente.
—¡Hola, Duncan! —dijo, apartándose el cabello de los ojos—. ¿Has tenido un buen vuelo?
—El peor de toda mi vida, Gen —dijo él, mientras trataba de sonreír aunque sin lograrlo del todo—. De hecho, no quiero volver a volar nunca más, bueno, pilotando yo, ¡Dios me valga! Todavía iré a poner a prueba a Scrag, pero sólo una vez al año.
Genny se echó a reír abrazándole con cierto desmaño y se hubiera apartado si él no la hubiera mantenido apretada contra sí desbordando de cariño por ella..., tan aliviado de verla, de encontrarse otra vez en tierra firme, de que su pasajero estuviera indemne, su pájaro intacto que no pudo dejar de gritar:
—¿Y tú estás bien, mi amor?
Aquello hizo que a Genny se le saltaran las lágrimas. Hacía meses que no la había llamado así, tal vez años. Lo abrazó con más fuerza.
—Y ahora mira lo que me has hecho hacer. —Encontró el pañuelo y separándose de él le dio un ligero beso—. Te mereces un whisky con soda. ¡Dos largos! —Por primera vez se dio cuenta de la palidez de Mclver—. ¿Te encuentras bien, amor?
—Sí, sí, creo que sí. Una cierta conmoción. —Mclver miró detrás de ella a Pettikin que reía y hablaba excitado con Ayre, mientras que el conductor del camión cisterna estaba ya bombeando el combustible en los tanques. Más allá, un coche de aspecto oficial se estaba aproximando—. ¿Y qué hay de los otros? ¿Qué ha pasado?
—Todo el mundo se encuentra a salvo menos Marc Dubois y Fowler Jones. Siguen sin aparecer. —Le dijo cuanto sabía sobre Starke, Gavallan, Scragger, Rudi y todos sus hombres—. Una noticia fantástica es que Newbury, el cónsul en Al Shargaz, recibió un mensaje desde Tabriz, informando que Erikki y Azadeh están a salvo en el palacio de su padre, pero que, al parecer, él ha muerto y ahora es Khan el hermano de Azadeh.
—Caramba, eso es formidable. ¡Así que lo hemos logrado, Gen!
—Sí, sí, lo hemos logrado... ¡Maldito viento! —Se apartó un mechón de cabello de los ojos—. Y Andy, Charlie y los demás creen que existen buenas posibilidades de que Dubois aparezca. —Calló, esfumándose su contento al darse cuenta de repente de que algo faltaba. Dando media vuelta miró hacia el otro «212»—. ¿Y Tom? ¿Dónde está Tom Lochart?
El pozo de petróleo abandonado entre colinas desoladas se encontraba a unos doscientos kilómetros de Teherán. Lochart lo conocía de los viejos tiempos. Su «206» se encontraba aparcado junto a la bomba de combustible y había llenado los tanques manualmente. Ya casi había terminado. Era una estación de servicio para los helicópteros que atendían aquella área, formando parte del gran oleoducto del Norte que, en tiempos normales, albergaba personal de mantenimiento iraní. En una tosca cabaña, había algunos catres para pasar la noche en el caso de encontrarse con alguna de aquellas súbitas tormentas endémicas del lugar. Los propietarios originales, británicos, bautizaron el lugar «D'Arcy 1908», en recuerdo del inglés de dicho nombre que aquel año descubriera petróleo en Irán por vez primera. Ahora, pertenecía a «IranOil» pero habían conservado el nombre, manteniendo los tanques de combustible a tope.
«Y gracias sean dadas a Dios por ello», se dijo de nuevo Lochart, agotado por el bombeo. En el punto de encuentro de la costa, había subido a bordo dos bidones vacíos de ciento cincuenta litros ante la posibilidad de que hubieran abierto de nuevo el «D'Arcy 1908» e instalado un bombeo temporal. En la playa quedaba todavía combustible suficiente para salir de Irán y Sharazad podría accionar la bomba en vuelo.
«Ahora tenemos una posibilidad —se dijo en voz alta—, sabiendo dónde aterrizar, cómo aparcar con seguridad y cómo entrar desapercibido en Teherán.»
De nuevo se sentía confiado, haciendo planes una y otra vez, lo que diría a Meshang, lo que evitaría, lo que diría a Sharazad y cómo escaparían. «Tiene que haber alguna forma de que reciba la herencia que le corresponde, lo suficiente para darle la seguridad que necesita...»
La gasolina se derramó del tanque, lleno hasta rebosar, y se maldijo por su descuido, enroscó los tapones con gran cuidado y limpió el exceso de combustible. Ya había terminado: los bidones estaban llenos en el asiento trasero y la bomba en su sitio.
En una de las cabañas encontró algunas latas de carne y devoró el contenido de una de ellas, ya que era imposible comer y volar a menos que lo hiciera con la mano izquierda y había pasado demasiado tiempo en Irán para hacer semejante cosa. A continuación abrió una botella de cerveza que había metido entre la nieve para que se enfriara y la saboreó agradecido. Había agua en un barril. Rompió el hielo y se echó por la cara para refrescarse aunque no se atrevió a beberla. Se secó. Tenía áspera la incipiente barba y de nuevo maldijo ya que quería estar lo más presentable posible para ella. Entonces, se acordó de su maletín de vuelo y las maquinillas de afeitar que llevaba en él. Una de ellas funcionaba con pilas. La encontró. «Te puedes afeitar en Teherán», dijo a su imagen reflejada en el cristal de la ventanilla de la carlinga, ansioso por proseguir su vuelo.
Una última mirada en derredor. Nieve, rocas, y no mucho más. A lo lejos, la carretera Qom-Teherán. El cielo estaba encapotado pero el techo de nubes aparecía alto. Unas aves volaban en círculo a bastante altura. «Carroñeras. Buitres de alguna especie», se dijo, al tiempo de abrocharse el cinturón.
Se abrió la puerta del muro exterior y salieron dos mujeres completamente cubiertas con chadors y velos. Sharazad y Jari, irreconocibles. Jari cerró la puerta y siguió presurosa a Sharazad que andaba de prisa, sorteando a la multitud.
—Espera, Princesa, no hay prisa...
Pero Sharazad no aminoró el paso hasta haber dado la vuelta a la esquina. Entonces, se detuvo y esperó impaciente.
—Ahora voy a dejarte, Jari —dijo, sin darle tiempo a que la interrumpiera—. No vuelvas a casa y reúnete conmigo en la tienda de café, ya sabes cuál, a las seis y media. Espérame si me retraso.
—Pero, Princesa... —Jari apenas podía hablar—, pero Su Excelencia Meshang... Le dijiste que íbamos al médico y no hay...
—En la tienda de café alrededor de las seis y media, de seis y media a siete, Jari. —Sharazad bajó presurosa la calle, se metió peligrosamente entre la circulación y atravesó la calle para evitar a su doncella que se disponía a seguirla. Entró por una bocacalle, luego a otra y pronto se encontró libre.
—No voy a casarme con ese espantoso hombre. No lo haré, no lo haré y no lo haré —farfulló en voz alta.
La irrisión había comenzado aquella misma tarde, aun cuando sólo a la hora del almuerzo había anunciado Meshang la infausta nueva. Una hora antes, había llegado su mejor amiga para preguntarle si eran ciertos los rumores de que Sharazad se iba a casar con un miembro de la familia Farazan.
—La noticia ha corrido por todo el bazar, queridísima Sharazad, y he venido de inmediato para felicitarte.
—Ahora que estoy divorciada, mi hermano tiene muchos proyectos para mí —dijo ella con tono indiferente—. Y tengo muchos pretendientes.
—Claro, claro, pero corre el rumor de que ya ha sido acordada la dote Farazan.
—¿De verdad? Es la primera noticia que tengo. La gente es muy embustera.
—Estoy de acuerdo contigo, es espantoso. Otro de esos repugnantes rumores es el de que el matrimonio se celebrará la próxima semana y que tu... y que tu supuesto marido está pavoneándose de haber burlado a Meshang sobre la dote.
—¿Que alguien ha burlado a Meshang? Tiene que ser mentira.
—Sabía que esos rumores eran falsos. Lo sabía. ¿Cómo era posible que te casaras con el viejo Daranoush Diarrea, el Sha de las Basuras Nocturnas? ¿Cómo era posible? —Su amiga rió como una loca—. ¿Y qué puedes hacer ahora, mi pobre amiga?
—¿Y eso qué importa? —había dicho Meshang con tono sibilante—. Sólo tienen envidia. El matrimonio se celebrará y esta noche él vendrá a cenar, y le haremos la velada agradable.
«Tal vez lo haga, o tal vez no», se dijo ella realmente furiosa. Acaso la diversión no fuera la que ellos esperaban.
Comprobó de nuevo la dirección, con las rodillas temblorosas. Se dirigía al apartamento de su amigo, que ya no estaba lejos. Allí encontraría el escondrijo secreto de la llave en el nicho que había abajo y luego entraría y miraría debajo de la alfombra del dormitorio, y apartaría la tabla como le había visto hacer a él. Entonces, sacaría la pistola y la granada, gracias sean dadas a Dios por el chador que le serviría muy bien para mantenerlas ocultas, y luego colocaría la tabla y la alfombra otra vez y volvería a casa. Su excitación casi la ahogaba. Ibrahim estaría orgulloso de mí, lanzándome a la lucha por Dios, sufriendo martirio por Dios. ¿Acaso no se fue al Sur para sufrir martirio luchando contra el mal de la misma manera? Desde luego que Dios le perdonará su tonto izquierdismo.
«Fue muy inteligente por su parte enseñarme a quitar el seguro y a manejar la pistola y la granada y luego lanzarla contra los enemigos del Islam gritando "Dios es Grande... Dios es Grande...", abalanzándose luego contra ellos, disparando contra ellos. Esta noche si puedo, mañana a más tardar, toda la ciudad hervirá de rumores de que los izquierdistas de la Universidad han comenzado su esperada insurrección. Les haremos lanzarse mi hijo y yo, lo haremos, Soldados de Dios y el Profeta cuyos nombres sean alabados. ¡Lo haremos!»
«"Dios es Grande, Dios es Grande..." No hay más que, quitar el seguro y lanzarle después de contar hasta cuatro. Recuerdo con toda exactitud todo cuanto dijo.»
Mclver y Pettikin observaban a los dos funcionarios de Inmigración y Aduanas. Uno de ellos examinaba, impasible, la documentación de los helicópteros en tanto que el otro inspeccionaba las cabinas de los «212». Hasta el momento, su inspección había sido superficial aunque tomándose mucho tiempo. Habían recogido todos los pasaportes así como la documentación de los aparatos, pero se habían limitadoa echarles un vistazo preguntando luego a McIver qué opinaba sobre la situación actual en Irán. Aún no les habían preguntado, de forma directa, de dónde procedían los helicópteros. «Lo harán en cualquier momento», se decían, aprensivos, McIver y Pettikin, mientras esperaban.
Mclver había considerado la posibilidad de mantener escondido a Wazari, pero, a última hora, decidió no correr el albur.
—Lo siento, sargento, pero tendrá que arriesgarse.
—¿Quién es? —había preguntado al punto el funcionario de Inmigración. El color de su tez lo proclamaba, y su miedo también.
—Un operador de radio-radar —repuso McIver sin entrar en más detalles.
El funcionario dio media vuelta y dejó a Wazari allí, de pie, sudando bajo el pesado mono de plástico, a prueba de agua de mar, y el Mae West atado a medias.
—¿De manera, capitán, que cree que se va a producir un golpe en Teherán, un golpe militar?
—No lo sé —le había dicho McIver—. Los rumores se propagan como la langosta. La Prensa inglesa dice que es posible, muy posible y también que en Irán reina una especie de locura..., como el Terror de los franceses o la revolución bolchevique. Las consecuencias. ¿Pueden llevar a cabo una revisión nuestros mecánicos mientras esperamos?
—Por supuesto. —El funcionario esperó mientras Mclver daba la orden—. Esperemos que esa locura no se extienda por todo el Golfo. A nadie le interesa que haya dificultades en este lado del Golfo Islámico. Es el Golfo Islámico, ¿no?
Utilizó las palabras con extrema deliberación, ya que todos los Estados del Golfo aborrecen la denominación de Golfo Pérsico.
—Sí, sí, claro. Lo es.
—Deberían cambiarse todos los mapas. El Golfo es el Golfo, el Islam es el Islam y no sólo para la secta chiíta.
Mclver no dijo palabra. Pero su cautela y también su inquietud se intensificaron. Había muchos chiítas en Kuwait y en la mayor parte de los Estados del Golfo. Muchos. Por lo general, vivían en la pobreza. Los gobernantes, los jefes eran sunnitas en su mayoría.
—¡Capitán! —El funcionario de Aduanas que se encontraba en la entrada de la cabina del «212» aparcado en el helipuerto le hizo señas de que se acercara. A Ayre y Wazari se les había dicho que esperaran a la sombra, alejados de los helicópteros, hasta que la inspección hubiera acabado. Los médicos estaban ocupados haciendo una revisión de tierra.
—¿Llevan alguna clase de armas?
—No, señor, tan sólo la pistola ligera «Very» reglamentaria. —¿Contrabando de algún tipo?
—No, señor. Sólo repuestos.
Todas las preguntas habituales, formuladas de manera interminable y que volverían a repetirse tan pronto como quedaran en libertad de dirigirse al aeropuerto. Finalmente, el hombre le dio las gracias y le indicó que podía irse. El funcionario de Inmigración se había dirigido a su coche con los pasaportes en la mano. La radio estaba abierta y Mclver podía oír claramente al Control de Tierra. Vio al hombre rascarse, pensativo, la barba, para, a continuación, coger el micro y hablar en árabe. Aquello aumentó su preocupación. Genny se encontraba sentada cerca, a la sombra, y Mclver se acercó a ella.
—Mantén la cabeza alta —le susurró ella—. ¿Qué tal van las cosas?
—No sabes cómo deseo que acabemos con todo esto —dijo, irritado, Mclver—. Habremos de soportar otra hora más en el aeropuerto y maldito si sé qué hacer.
—¿Ha dicho Charla.?
—Capitán. —El funcionario de Inmigración le hizo seña de que se acercara al coche junto con Pettikin—. De manera que están en tránsito, ¿no?
—Sí. Con destino a Al Shargaz. Con su permiso, saldremos de inmediato —dijo Mclver—. Iremos al aeropuerto, registraremos nuestro plan de vuelo y despegaremos lo más de prisa que nos sea posible. ¿Está de acuerdo?
—¿Han dicho que están en tránsito con destino adónde?
—Al Shargaz, vía Bahrein para repostar —respondió Mclver, sintiéndose peor cada minuto que pasaba.
Cualquier funcionario de aeropuerto tenía que saber que habrían de repostar antes de llegar a Bahrein, aun cuando no hiciera ese viento, y también que todos los aeropuertos desde Kuwait hasta allá eran sauditas, de manera que tendría que registrar un plan de vuelo para un aterrizaje en suelo saudita, Bahrein, Abu Dhabi, Al Shargaz, todos habían recibido el mismo télex. Kuwait también. Y aunque en este último país hubiera sido interceptado privadamente por un alma buena, cualquiera que fuese su motivo, no ocurriría lo mismo en los aeropuertos sauditas. «Eso es seguro», pensaba Mclver mientras veía cómo el funcionario examinaba las letras de la matrícula iraní, resaltando debajo de las ventanillas de la carlinga. Habían llegado con matrícula iraní y tendrían que registrar el plan de vuelo y despegar con las mismas letras.
Ante su enorme desconcierto, el hombre echó mano a la guantera de su coche y sacó un bloc de impresos.
—Voy a..., aceptaré su plan de vuelo aquí mismo, y les daré la salida en vuelo directo a Bahrein. Podrán despegar de inmediato. Abónenme a mí la tarifa reglamentaria por aterrizaje y les sellaré los pasaportes también. No es necesario que vayan al aeropuerto.
—¿Cómo?
—Aceptaré ahora su plan de vuelo y pueden despegar directamente desde aquí. Haga el favor de rellenarlos. —Alargó el bloc a Mclver. Eran los oficiales—. Tan pronto como los haya cumplimentado, fírmelos y devuélvamelos.
Le fastidiaron algunas moscas y las espantó con la mano. Luego, cogió el «micro» de la radio, esperando ostentosamente a que Mclver y Pettikin se alejaran para empezar a hablar por él en voz baja.
Se acercaron al camión sin creer apenas en lo ocurrido.
—Dios mío, Mac, ¿crees que están al corriente y se limitan a dejarnos ir?
—No sé qué pensar. Pero no perdamos tiempos, Charlie. —Mclver le dio el bloc y le dijo en tono involuntariamente irritado—: ¡Limítate a establecer el plan de vuelo antes de que cambie de idea! Al Shargaz. Si resulta que se presenta una emergencia en Jellet eso es problema nuestro. ¡Por amor de Dios, apresúrate a hacerlo y despeguemos lo más pronto posible?
—Claro. Ahora mismo.
—No irás a volar tú, ¿verdad, Duncan?
Pettikin reflexionó un instante. Luego, sacó una llave y el dinero.
—Ésta es la llave de mi habitación, Genny. ¿Me harías el favor de recoger mis cosas, no hay nada importante, pagar la factura y coger el próximo avión. Hughes que es el representante de «Imperial Air», te dará prioridad.
—¿Qué me dices de tu pasaporte y de la licencia? —le preguntó ella.
—Siempre los llevo conmigo, con un miedo mortal a perderlos y también un billete de cien dólares..., nunca se sabe cuándo vas a necesitar algún baksheesh.
—Dalo por hecho. —Volvió a colocarse las gafas oscuras sobre la nariz y sonrió a su marido—. ¿Qué vas a hacer tú, Duncan? Sin darse cuenta Mclver suspiró profundamente.
—He de seguir con esto, Gen. No me atrevería a quedarme aquí... Además, dudo mucho que me lo permitieran. Están desesperados por no hundir barco alguno y ansiosos por vernos desaparecer a todos de su horizonte. Es evidente, ¿no? ¿Quién ha oído jamás que se diera autorización de salida en una playa? Somos una condenada molestia y una amenaza para el Estado, claro que lo somos. Ésa es la pura verdad. Haz lo que Charlie te ha dicho, Gen. Repostaremos en Jellet y allí cambiaremos las matrículas. Esperemos lo mejor. ¿Tienes las plantillas, Charlie?
—Pinceles, pintura, de todo —dijo Pettikin sin dejar de rellenar los impresos—. ¿Y qué hay de Wazari?
—Pertenece al equipo hasta que alguien empiece a hacer preguntas. Inclúyelo como operador de radio. Eso no es mentira, creo yo. Si no dicen nada respecto a él en Bahrein, seguro que lo harán en Al Shargaz. Tal vez Andy pueda encontrar la manera.
—Muy bien. Pertenece a la tripulación. Entonces, esto ya está.
—Muy bien, Gen, desde aquí, Jellet resulta fácil, y también Bahrein y Al Shargaz. El tiempo es bueno, saldrá la luna así que la excursión nocturna será estupenda. Haz lo que Charlie ha dicho. Estarás allí a tiempo para recibirnos.
—Si os vais en seguida necesitaréis comida y algo de agua mineral —dijo—. Aquí podemos encontrarlo. Vamos a buscarlo, Charlie. Y tú vente también, Duncan, necesitas una copa.
—Tenla preparada para mí en Al Shargaz, Gen.
—La tendrás. Pero ahora haré que te preparen una. No vas a pilotar y la necesitas. Y yo también.
Se acercó al funcionario de Inmigración para pedirle permiso para comprar unos emparedados y hacer una llamada telefónica.
—Vuelvo en seguida, Charlie. —Mclver la siguió hasta el vestíbulo del hotel y se fue directo al excusado. Allí vomitó hasta los hígados. Necesitó algún tiempo para reponerse. Cuando salió, Genny colgaba el teléfono.
—Dentro de un momento traerán los emparedados, tu bebida está ya preparada y te he pedido una conferencia con Andy. —Abrió la marcha en dirección a una mesa en la suntuosa terraza. Tres vasos de «Perrier» helado con rodajas de limón y un doble de whisky solo, sin hielo, tal como a él le gustaba. Apuró el primer vaso de «Perrier» prácticamente sin respirar.
—Dios mío, cómo lo necesitaba... —Miró el whisky aunque sin tocarlo. Pensativo, bebió a sorbos el segundo vaso de «Perrier» mientras la observaba.
—Creo que me gustaría que vinieras con nosotros, Gen —murmuró cuando ya se había bebido medio vaso.
Ella se sobresaltó.
—Gracias, Duncan. Me gustaría. Sí, sí, me gustaría ir —dijo al cabo de un momento.
Todo su rostro se arrugó con la sonrisa.
—Hubieras venido de todas formas, ¿no?
Ella se encogió levemente de hombros. Luego miró el whisky.
—No vas a pilotar, Duncan. El whisky te iría bien, te sentaría el estómago.
—Te diste cuenta, ¿eh?
—Sólo de que estabas muy cansado. Más fatigado de lo que jamás te había visto, pero te has portado de una forma maravillosa, has hecho un trabajo formidable y deberías descansar. ¿Has estado..., has tomado tus píldoras y todas esas porquerías?
—Sí, pero pronto necesitaré repuestos. No pasa nada, pero un par de veces me he sentido muy mal. —Observó su repentina ansiedad—. Me encuentro muy bien, Gen. Francamente bien.
Sabía que valía más dejarlo estar. Ahora que estaba invitada podía tranquilizarse algo. Desde que McIver aterrizara le había estado vigilando cuidadosamente, aumentando su preocupación. Junto con los emparedados había pedido varias aspirinas, llevaba en el bolso el «Veganin» con codeína y el botiquín secreto de supervivencia que le diera el doctor Nutt—. ¿Qué te pareció volver a pilotar? La verdad.
—Desde Teherán hasta Kowiss fue imponente, el resto no tan bueno. Y este último trecho francamente malo. —La idea de la persecución sufrida por parte de los cazas y lo cerca que tantas veces habían estado del desastre, le revolvía la bilis de nuevo—. «No pienses más en ello —se dijo—, ya ha terminado. Torbellino está a punto de finalizar. Erikki y Azadeh se encuentran a salvo; pero, ¿qué hay de Dubois y Fowler, qué diablos ha pasado con ellos? ¿Y de Tom? ¡Podría estrangular a ese pobre infeliz de Tom!»
—¿Estás bien, Duncan?
—Sí, claro, estoy bien. Sólo cansado. Han sido un par de semanas de abrigo.
—¿Y qué hay de Tom? ¿Qué le dirás a Andy?
—Precisamente estaba pensando en él. Tengo que decírselo a Andy.
—Ha sido una condenada tuerca en el engranaje de Torbellino, ¿no?
—Él va... él va por su cuenta, Gen. Tal vez pueda recoger a Sharazad y volver a salir. Pero si lo cogen... tendremos que aguardar, ver y conservar la esperanza —dijo. Pero estaba pensando en cuando lo cogieron. McIver alargó la mano y tocó la de ella contento de tenerla junto a él; no quería que se preocupara más de lo que ya lo estaba. «Muy duro para ella, todo esto. Creo que me estoy muriendo.»
—Les ruego me perdonen, sahib, memsahib, lo que han pedido se les ha llevado al helicóptero.
McIver le entregó una tarjeta de crédito y el camarero se alejó. —Y ahora que recuerdo, ¿qué pasará con la nota del hotel y la de Charlie? Tendremos que ocuparnos de ello antes de irnos.
—Bueno, mientras estabas en el excusado telefoneé a Mr. Hughes —dijo Genny—y le pedí que si no volvía a llamarle dentro de una hora, se ocupara él mismo de nuestras facturas y que nos enviara el equipaje y todo lo demás. Yo ya llevo el bolso, el pasaporte y... Ahora, ¿por qué sonríes?
—Nada... nada, Gen.
—Era por si acaso me lo pedías. Pensé... —Se quedó mirando las burbujas en su vaso. De nuevo aquel leve encogimiento de hombros. Luego, levantó la vista y sonrió feliz—. Estoy tan contenta de que me lo pidieras, Duncan. Gracias.
Gavallan bajó del coche y subió rápidamente los escalones que conducían a la puerta de entrada de la villa de estilo marroquí, aislada por altos muros.
—¿Mr. Gavallan?
—El mismo, Mrs. Newbury. —Cambió de dirección para acercarse a la mujer que, de rodillas, y medio oculta se encontraba plantando algunas semillas cerca del sendero—. Tiene un jardín muy hermoso.
—Gracias. Es muy divertido ocuparse de él y me mantiene en forma —dijo ella. Angela Newbury era alta y estaba en la treintena. Su acento era patricio—. Roger está en la glorieta y le espera. —Con el dorso de la mano enguantada se quitó el sudor de la frente, dejando en cambio un tizón—. ¿Cómo van las cosas?
—Formidablemente —dijo él, sin referirse para nada a Lochart—. Hasta el momento nueve de diez.
—Soberbio, eso sí que es un alivio. Felicitaciones. ¡Hemos estado todos tan preocupados! Maravilloso, pero por Dios bendito, no le diga a Roger que le he preguntado. Le daría un ataque. Se supone que nadie debe saberlo.
Gavallan sonrió a su vez y caminó por el costado de la casa a través de los deliciosos jardines. La glorieta se encontraba en un bosquecillo, entre maceteros de flores, con sillas, mesas auxiliares, un bar portátil y teléfono. Su alegría se esfumó al ver el gesto de Roger Newbury.
—¿Qué ocurre?
—Tú eres lo que ocurre, Torbellino es lo que ocurre. Dejé perfectamente claro que no era en modo alguno aconsejable. ¿Qué tal va?
—Acabo de enterarme que nuestros dos de Kowiss están a salvo en Kuwait, habiendo recibido la salida con dirección a Bahrein sin dificultad alguna, de manera que tenemos nueve de diez, incluido el de Erikki en Tabriz. Todavía no hay noticias de Dubois y Fowler, pero no perdemos la esperanza. Y ahora, ¿dónde está el problema, Roger?
—Todo el Golfo anda alborotado con Teherán clamando atroz venganza y todas nuestras oficinas en estado de alerta. Mi Audaz Líder y tu seguro servidor, Roger Newbury Esquire, hemos sido cordialmente invitados a las siete y media para explicar al Ilustre Ministro de Asuntos Extranjeros el motivo de tan repentina afluencia de helicópteros aquí y cuánto tiempo tienen la intención de quedarse. —Era evidente que Newbury, un hombre bajo y enjuto, de pelo pajizo, ojos azules y una nariz prominente, estaba muy irritado—. Me alegro de lo de nueve de diez. ¿Quieres una copa?
—Gracias. Un scotch corto con soda.
Newbury se dispuso a prepararlo.
—Mi Audaz Líder y yo mismo estaríamos encantados de saber qué sugieres que digamos.
Gavallan reflexionó un instante.
—Los helicópteros estarán fuera tan pronto como los subamos a bordo de los aviones de carga.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó Newbury alargándole el vaso.
—Gracias. Nos han prometido que los aviones estarán aquí a las seis de la mañana del domingo. Trabajaremos toda la noche y para el lunes por la mañana ya estarán fuera.
Newbury pareció escandalizado.
—¿No podéis sacarlos antes?
—Los aviones estaban pedidos para mañana, pero me fallaron. ¿Por qué?
—Porque, amigo mío, hace unos minutos nos ha llegado un soplo amigo, de muy alto nivel, referente a que siempre que los helicópteros no estén aquí para la puesta de sol de mañana, no podrán ser confiscados.
Ahora Gavallan se mostró también escandalizado.
—Pero eso no es posible..., no puede hacerse.
—Te sugiero que te ocupes de que sea posible. Conducidlos a Omán, o Dubai, o adonde sea.
—Si hiciéramos eso, nos hundiríamos más en el lodo.
—No creo que podáis hundiros más de lo que ya lo estáis, amigo mío. Tal como lo planteó ese soplo, mañana, a partir de la puesta de sol estaréis metidos en él hasta las cejas. —Newbury jugueteó con su bebida, un zumo de limón. «Maldito sea todo esto», se decía. Mientras que estamos obligados a ayudar para que nuestras principales empresas comerciales salven lo que puedan de la catástrofe iraní, nos vemos forzados a considerar las acciones a largo plazo tanto como las de corto plazo. No podemos poner en peligro al Gobierno de Su Majestad. Y, aparte de todo ello, mi fin de semana se ha ido al diablo, debería estar saboreando un gran gimlet de vodka con Angela y aquí estoy, tomando esta porquería—. Así que tendréis que llevároslos.
—¿No podrías lograr que nos concedieran cuarenta y ocho horas de respiro, explicando que los cargueros están contratados pero que llegarán el domingo?
—No se me ocurriría siquiera sugerirlo, Andy. Sería tanto como declararse culpable.
—¿No puedes hacer que nos den un permiso de tránsito de cuarenta y ocho horas a Omán?
—Se lo pediré ahora mismo, pero no los tendríamos hasta mañana y ya sería demasiado tarde. Además, tengo la impresión de que nos serían denegados. Irán tiene aquí una considerable presencia de buena voluntad; después de todo, les ayudaron a reprimir a los insurgentes ayudados por los comunistas del Yemen. Dudo que estuvieran dispuestos a ofender a un excelente amigo por mucho que les desagrade la actual tendencia fundamentalista.
Gavallan se sentía enfermo.
—Más vale que me ocupe de ver si puedo adelantar la llegada de mis cargueros o tratar de encontrar un medio alternativo... Diría que existe una posibilidad entre cincuenta. —Apuró su bebida y se puso en pie—. Lamento todo esto.
Newbury se levantó también.
—Y yo siento no haber podido servir de más ayuda —dijo realmente desolado—. Manténme informado y yo haré lo mismo.
—Desde luego. ¿Dijiste que podrías hacer llegar un mensaje al capitán Yokkonen en Tabriz?
—Lo intentaré. ¿De qué se trata?
—Sólo en mi nombre, que debería, hummm, que debería salir lo antes posible y por la ruta más corta. Lo firmas, por favor, GHPLX Gavallan.
Newbury tomó nota sin comentarios.
—¿GHPLX?
—Sí. —Gavallan estaba seguro de que Erikki comprendería que se trataba de su nueva matrícula británica—. No tendrá ni idea de, hummm, de ciertas circunstancias nuevas de manera que si tu hombre puede explicarle también el motivo de este apresuramiento, te estaré muy reconocido. Y gracias por toda tu ayuda.
—Por tu bien y por el suyo estoy de acuerdo en que cuanto más pronto se vaya tanto mejor, con o sin el aparato. Nosotros no podemos hacer nada por ayudarle. Lo siento, pero así es. —Newbury jugueteó con su vaso—. Ahora representa un inmenso peligro para ti, ¿no te parece?
—No lo creo. Se encuentra bajo la protección del nuevo Khan que es cuñado suyo. Está tan seguro como nunca pudo estarlo —dijo Gavallan. ¿Qué diría Newbury si supiera lo de Tom Lochart?—. Erikki estará bien. Y lo comprenderá. Gracias de nuevo.