CAPÍTULO XXIV
Manuela Starke se hallaba en la cocina del bungalow haciendo chile. La música country invadía la pequeña habitación desde una cassette de pilas colocada en el alféizar de la ventana. Sobre el fogón de butano había una gran cacerola llena de caldo y con algunos de los ingredientes. Al romper a hervir, bajó el fuego para que lo hiciera poco a poco y consultó su reloj de pulsera para calcular el tiempo. «Perfecto —se dijo—. Cenaremos alrededor de las siete y las velas darán encanto a la mesa.»
Aún tenía que cortar las cebollas y varías otras cosas, y picar la carne de cabra, así que prosiguió contenta, tarareando con gesto ausente o dando unos pequeños pasos de baile al ritmo de la música. La cocina era pequeña por lo que le resultaba difícil trabajar en ella, muy diferente de la inmensa cocina con techo de vigas en la encantadora y antigua hacienda española, tan extensa, y que era propiedad de su familia en Lubbock hacía casi un siglo, donde ella y su hermanos habían crecido. Pero no le importaba la estrechez ni no poder cocinar con los utensilios adecuados. Se sentía contenta de hacer algo que le permitiera apartar de su mente toda especulación sobre cuándo volvería a ver a su marido.
«El sábado, Conroe partió para Bandar Delam con el mollah —se dijo, tratando de tranquilizarse—. Hoy es martes, sólo han pasado tres días, e incluso el de hoy no ha terminado todavía. Anoche estuvo en la radio.»
«—Hola cariño, todo anda bien por aquí..., no tienes de qué preocuparte. Lo siento, he de irme..., por el momento está restringido el tiempo en el aire, te quiero y pronto estaré contigo.»
El tono de su voz había sonado magnífico y tranquilo, pero, aún así, estaba dolorosamente segura de haber captado cierto nerviosismo en él, idea que embargaba su mente y empañaba sus sueños. «Te lo estás imaginando. Pronto lo tendrás de vuelta..., deja los sueños para la noche y trabaja en tu sueño matinal de que todo va formidablemente. ¡Concéntrate en guisar!»
Había llevado con ella, desde Londres, los paquetes de polvo de chile, con especias extra, pimentón, pimienta de cayena y jengibre, ajos frescos y chiles secos, habichuelas y poco más, salvo algunas cosas para la noche y papel higiénico, en el único maletín que le habían permitido llevar a bordo del «747». Todos los ingredientes del chile, porque Starke adoraba la cocina mexicana y en especial el chile, y ambos estaban de acuerdo en que, aparte del curry, era la única manera de hacer comestible la carne de cabra. No necesitaba llevarse ropa o cualquiera otra cosa, tenía algunas en su apartamento de Teherán. Sólo había llevado un regalo más, una botella pequeña de «Marmite» porque sabía que a Genny y a Duncan Mclver les gustaba muchísimo con las tostadas calientes y untadas de mantequilla, aparte del pan que Genny solía hacer..., naturalmente, siempre que lograba encontrar harina y levadura.
Ese día, Manuela había hecho pan. Las tres hogazas estaban en la misma bandeja del horno, colocada en el mostrador para que se enfriaran y cubiertas con una muselina contra las pocas moscas. «¡Malditas sean todas las moscas! —pensó—. Sólo sirven para echar a perder el verano, incluso en Lubbock.» ¡Ah, Lubbock! Se preguntaba qué estarían haciendo los chicos.
Billyjoe, Conroe y Sarita. Siete, cinco y tres años. «Mis preciosas criaturas —pensó feliz—. Estoy tan contenta de haberles enviado a casa con papá y nuestras cuatro mil hectáreas por donde vagabundear, cerca el abuelo Starke: " ¡Poneos las botas altas! ¿Me oís?", con aquel tosco y delicioso deje suyo tan tierno.»
—Por siempre Texas —dijo en voz alta, riéndose de sí misma mientras sus hábiles dedos se ocupaban de cortar, picar y remover, probando el guiso de vez en cuando, añadiéndole un poco más de sal o de ajo. A través de la ventana vio a Freddy Ayre atravesar la pequeña plaza para subir a su torre de la radio. Iba acompañado de Pavoud, el jefe de Personal. «Es un hombre agradable —se dijo—. Somos afortunados de tener un personal leal.» Más allá de ellos podía distinguir la pista principal y casi toda la base, cubierta de nieve, con un cielo encapotado que ocultaba las cimas de las montañas. Algunos de los pilotos y mecánicos se entretenían, con aire ausente, dando puntapiés a un balón, Mark
Dubois, que trajera consigo de nuevo al mollah desde Bandar Delam, se hallaba entre ellos.
Nada más se hacía allí, sólo ocuparse del mantenimiento de los aparatos, revisar los repuestos, pintar... No había habido nuevos vuelos desde el sábado y el ataque a la base. Y la sublevación. El domingo por la tarde, tres de los sublevados, un aviador y dos sargentos, habían sido juzgados en consejo de guerra sumarísimo y fusilados al amanecer. En la base había reinado la tranquilidad durante los dos últimos días. En una ocasión, el día anterior, habían visto dos cazas atravesar veloces los cielos, pero ningún otro vuelo, lo que resultaba extraño ya que se trataba de una base de entrenamiento y, por lo general, había gran movimiento. Pero ahora nada parecía moverse. Sólo algunos camiones, nada de tanques, ni de paradas..., o visitantes por aquellos parajes. Por la noche, sonaron algunos disparos y voces que pronto quedaron ahogadas.
Se contempló con mirada crítica en el espejo que tenía colgado de una escarpia encima de un fregadero lleno de sartenes, platos, cucharas de medir y tazas sucias. Volvió el rostro a un lado y al otro, y examinó la parte de su cuerpo que podía ver.
—Ahora estás bien, encanto —dijo dirigiéndose a su imagen—, pero más te valdrá mover ese trasero y empezar a correr. Y dejar de comer pan, chile y tostadas, y olvídate de los burritos, los tacos, las habichuelas rehogadas y las tortitas de maíz rezumando miel casera, los huevos fritos, el bacon crujiente y, en definitiva, de todos los fritos...»
El guisado empezó a salpicar, atrayendo su atención. Bajó una pizca la llama, probó el guiso rojizo, que ya empezaba a espesarse, pero que seguía duro por falta de cocción.
«Caramba —se dijo saboreándolo—, esto le va a parecer a Conroe maná del cielo...» Cambió la expresión de su cara. «Le parecería si estuviera aquí —pensó—. No importa, a los muchachos también les gustará.»
Empezó a lavar los platos pero no podía apartar su pensamiento de Bandar Delam. Sintió que estaba a punto de prorrumpir en llanto. «Mierda —se dijo—. A ver si te dominas.»
—¡CASEVAC!
El apagado grito la sobresaltó y miró por la ventana. Los futbolistas se habían quedado inmóviles. Todos los hombres miraban a Ayre que bajaba corriendo las escaleras exteriores de la torre, llamándoles. Los vio agolparse en derredor suyo y luego salir de estampida. Ayre se encaminaba hacia el bungalow. Manuela, presurosa, se quitó el delantal, se arregló el cabello y, limpiándose las lágrimas, salió a la puerta a recibirle.
—¿Qué pasa, Freddy?
Él la miró satisfecho.
—Pensé que debía decirte que su torre acaba de ponerse en comunicación conmigo por el teléfono y me ha dicho que prepare un «212» para un CASEVAC urgente en Esfahan... Han recibido la autorización de «IranOil».
—¿No está algo lejos?
—No, nada de eso. Sólo trescientos veinte kilómetros, un par de horas..., todavía hay mucha luz. Marc pasará la noche allí y volverá mañana. —Ayre sonrió de nuevo—. Es estupendo tener algo que hacer. Aunque me resulta curioso que hayan pedido que sea Marc quien lo haga.
—¿Por qué él precisamente?
—No lo sé. Tal vez porque es francés y ellos fueron los que ayudaron a Jomeiny. Bien, he de irme. Tu chile huele a gloria. A Marc le ha sentado como un tiro perdérselo.
Se alejó, alto y atractivo, encaminándose a la oficina.
Manuela se quedó en la puerta, mirando. Los mecánicos estaban sacando un «212» del hangar, y Marc Duboi, subiéndose la cremallera de su mono de vuelo invernal, le dirigió un alegre saludo antes de dar media vuelta para comprobar el chequeo del vuelo. Entonces, Manuela vio la procesión de cuatro coches que avanzaban por la carretera que establecía los límites. Fred Ayre también los vio. Frunció el ceño y se dirigió a la oficina.
—¿Tiene ya preparada la autorización, Mr. Pavoud?
—Sí, Excelencia. —Pavoud se la alargó.
Ayre no se dio cuenta de la tensión de aquel hombre como tampoco de que las manos le temblaban.
—Gracias. Valdrá más que me acompañe por si no hablan más que farsi.
—Pero, Excel...
—¡Vamos!
Ayre salió presuroso, abrochándose su chaqueta de vuelo para protegerse del viento. Pavoud se secó las sudorosas palmas. Los demás iraníes lo observaban, igualmente inquietos.
—Como Dios lo quiere —dijo uno de ellos, bendiciendo a Dios por no estar él en el lugar de Pavoud.
En el «212» proseguía la revisión en tierra, Ayre llegó al mismo tiempo que los coches. Su sonrisa se desvaneció. Los coches estaban atestados de hombres armados, Green Bands, que se desparramaron alrededor del helicóptero; entre ellos había algunos aviadores uniformados.
El mollah Hussain Kowissi abandonó el asiento delantero del coche que iba en cabeza. Llevaba el turbante muy blanco, sus túnicas oscuras nuevas y unas botas viejas y muy usadas. Colgada del hombro, su «AK47». Era evidente que estaba al mando. Otros hombres abrieron las portezuelas traseras del primer coche y prácticamente empujaron para que saliera el coronel Peshadi y luego a su mujer. Peshadi les gritó, maldiciéndoles, y ellos retrocedieron algo. Se estiró la guerrera con galones de su uniforme, y se enderezó la gorra. Su mujer llevaba un grueso abrigo de invierno y guantes, además de un pequeño sombrero y un bolso colgado del hombro. Tenía la cara pálida y tensa pero, al igual que su marido, se mantenía erguida, con la cabeza alta y orgullosa. Volvió al coche en busca de un pequeño maletín pero uno de los Green Bands lo cogió aunque, tras un momento de vacilación, se lo entregó.
Ayre intentó evitar que en su rostro se reflejara el sobresalto.
—¿Qué pasa, señor?
—Nos envían..., nos envían a Esfahán bajo vigilancia. ¡Bajo vigilancia! Mi base..., traicionaron a mi base y ahora se encuentra en manos de los sublevados. —El coronel no pudo contener su ira al volverse a Hussain y gritarle en farsi—. Se lo repito. ¿Qué tiene que ver mi mujer con todo esto? ¿Eh? —añadió con voz estentórea. Uno de los Green Bands, muy nervioso, estuvo a punto de meterle el cañón de su rifle en la espalda. Sin volverse siquiera a mirar, el coronel lo apartó de un manotazo—. ¡Hijo de una perra puta!
—¡Basta! —ordenó Hussain en farsi—. Son órdenes de Esfahán. Ya se las he enseñado y en ellas indican que hay que llevarles inmediatamente a usted y a su mujer par...
—¿órdenes? Un asqueroso pedazo de papel, garrapateado con la escritura ilegible de un analfabeto y firmado por un ayatollah del que jamás he oído hablar.
Hussain se acercó a él.
—¡Suban a bordo los dos o haré que les obliguen a subir! —advirtió.
—¡Cuando el aparato esté listo! —repuso el coronel y sacó, despectivo, un cigarrillo—. Déme lumbre —ordenó al hombre más próximo a él, y al vacilar éste, gruñó—: ¿Está usted sordo? ¡Lumbre!
El coronel sonrió con ironía y sacó algunas cerillas de la caja y todos cuantos les rodeaban mostraron su aprobación, incluso el mollah, admirando el valor frente a la muerte... Valor ante un inevitable infierno, porque era indudable que el coronel, un hombre del Sha, iba de cabeza al infierno. «¡Claro que al infierno! ¿Acaso no le oíste gritar: "Larga vida al Sha! ", hace sólo unas horas cuando por la noche invadimos y tomamos posesión del campamento y de su hermosa casa, ayudados por todos los soldados y aviadores de la base y por algunos oficiales? Ahora, el resto de los oficiales están en celdas. ¡Dios es Grande! ¡Ha sido la Voluntad de Dios! Milagro de Dios el que los generales se vinieran abajo como un muro de mierda, tal como los mollahs nos habían dicho que sucedería. Una vez más, el Imán ha tenido razón, Dios lo proteja.»
Hussain se acercó a Ayre que permanecía rígido, aterrado por lo que estaba sucediendo, sin poder comprenderlo. Marc Dubois se hallaba junto a él, igualmente conmocionado y detenida la revisión en tierra.
—Salaam —dijo el mollah intentando mostrarse cortés—. No tienen nada que temer. El Imán ha ordenado que todo vuelva a la normalidad.
—¡Normalidad! —repitió iracundo Ayre—. Se trata del coronel Peshadi, comandante de una unidad acorazada, héroe de sus fuerzas expedicionarias enviadas a Omán para ayudar a sofocar la rebelión patrocinada por los marxistas y la invasión desde Yemen del Sur. —Aquello había ocurrido en el setenta y tres cuando el sultán de Omán pidiera ayuda al Sha—. ¿Acaso al coronel Peshadi no le fue concedida la Zol fhaghar, la más alta condecoración que sólo se concede por valor en el combate?
—Sí. Pero ahora necesitan que el coronel conteste a algunas preguntas relativas a crímenes contra el pueblo iraní, y contra las leyes de Dios. Salaam, capitán Dubois, estoy muy contento de que sea usted quien pilote el avión.
—Me pidieron que volara para atender un CASEVAC. Esto no lo es —repuso Dubois.
—Se trata de una evacuación de víctimas. El coronel y su esposa han de ser evacuados al cuartel general del Alto Mando en Esfahán. —Hussain añadió con sonrisa sardónica—: Acaso ellos sean unas víctimas.
—Lo siento, pero nuestro aparato está bajo licencia para «IranOil». No podemos hacer lo que nos piden —dijo Ayre.
—¡Excelencia Esvandiary! —gritó el mollah volviéndose.
Kuram Esvandiary o Hotshot como le habían puesto de sobrenombre, tenía treinta años apenas, era muy popular entre los extranjeros, muy eficiente. Había pasado dos años de entrenamiento en el cuartel general de «S-G», en Aberdeen, gracias a una beca del Sha. Acudió desde atrás y, por un instante, ninguno de los hombres de «S-G» reconocieron al gerente de estación. Era habitual en él vestir con gran meticulosidad e ir perfectamente rasurado, sin embargo, en aquel momento, llevaba una barba cerrada de tres o cuatro días y vestía ropas toscas con un brazalete verde, un sombrero desgastado y una «M16» colgada del hombro.
—El viaje está autorizado. Vea —dijo entregando a Ayre los formularios habituales—. Los he firmado y están sellados.
—Pero, Hotshot, seguramente te das cuenta de que éste no es un CASEVAC legítimo...
—Me llamo Esvandiary... Mr. Esvandiary —le interrumpió sin sonreír y Ayre enrojeció—. Y es una orden legítima de «IranOil», que les emplea a ustedes aquí, en Irán, bajo contrato. —Sus facciones se endurecieron—. Si rechazan una orden legítima en condiciones de vuelo perfectas, estarán infringiendo su contrato. De actuar así, sin un motivo justificado, a nosotros nos asistirá el derecho de confiscar todos los bienes, aparatos, hangares repuestos, casas, equipo y a ordenar su expulsión inmediata de Irán.
—No pueden hacer eso.
—Ahora yo soy el representante jefe de «IranOil» aquí —dijo Esvandiary tajante—. La «IranOil» es propiedad del Gobierno. El Comité Revolucionario, bajo el mando del Imán Jomeiny, la paz sea con él, es el Gobierno. Lea su contrato con «IranOil»..., también el contrato entre «S-G» e «Iran Helicopters». ¿Va a pilotar el charter o se niega a hacerlo?
Ayre dominó sus impulsos.
—¿Y que hay..., qué hay del primer ministro Bajtiar y del Gob...?
—¿Bajtiar? —Esvandiary y el mollah se le quedaron mirando—. ¿Todavía no lo ha oído? Ha dimitido y se ha ido del país, los generales capitularon ayer por la mañana. Ahora, el Gobierno iraní lo forman el Imán y el Comité Revolucionario.
Ayre, Dubois y todos los demás extranjeros se le quedaron mirando prácticamente con la boca abierta. El mollah comentó algo en farsi que ellos no entendieron. Todos los hombres rieron.
—¿Capitulado? —fue cuanto pudo decir Ayre.
—Era la Voluntad de Dios que los generales entraran en razón —dijo Hussain brillándole los ojos—. Fueron arrestados, todo el Estado Mayor. Todos. Como ahora serán arrestados todo los enemigos del Islam. También cogimos a Nassiri..., ¿ha oído hablar de él? —preguntó el mollah, mordaz.
Nassiri era el aborrecido jefe de la SAVAK, a quien el Sha hiciera detener unas semanas antes y que estaba en la cárcel a la espera de ser juzgado.
—Se encontró a Nassiri culpable de crímenes contra la humanidad y fue fusilado..., junto con otros tres generales: Rahimi, gobernador de Teherán con la ley marcial; Naji, gobernador de Esfahan; y Josrowdad, comandante en jefe de los Paracaidistas. Está perdiendo el tiempo. ¿Va a volar o no?
Ayre apenas podía pensar. Si todo aquello que decían era cierto, entonces, Peshadi y su mujer podían considerarse muertos. «Es todo tan rápido, tan imposible.»
—Nosotros... Naturalmente, pilotaremos un charter legal. ¿Qué es lo que quieren con exactitud?
—Que transporten a Su Excelencia, el mollah Hussain Kowisse, a Esfahán de inmediato..., junto con su personal. De inmediato —interrumpió impaciente Esvandiary—, con el prisionero y su mujer.
—Ellos no es..., el coronel y Mrs. Peshadi no figuran en el permiso.
Aún más impaciente, Esvandiary le arrancó el papel de las manos y escribió los nombres.
—Ya lo están —dijo e hizo una seña hacia un punto detrás de Ayre y Dubois donde se encontraba Manuela en pie, con el cabello recogido cuidadosamente bajo un sombrero y enfundada en un mono. Se había dado cuenta de su presencia tan pronto como llegó..., tan seductora como siempre, tan perturbadora como siempre.
—Debería detenerla por estancia ilegal —dijo con aspereza—. No tiene derecho a estar en esta base, no hay viviendas para matrimonios, como tampoco lo permiten el reglamento de «S-G» y de las bases.
Junto al «212», el coronel Peshadi gritó furioso en inglés.
—¿Van a volar hoy o no? Nos estamos quedando helados. Apresúrese, Ayre, quiero pasar el menor tiempo posible con estas sabandijas.
Esvandiary y el mollah enrojecieron.
—Sí, señor. Lo siento. ¿Todo en orden, Marc? —contestó Ayre sintiéndose mejor ante la valentía de aquel hombre.
—Sí —respondió Dubois y dirigiéndose a Esvandiary preguntó—. ¿Dónde está mi autorización militar?
—Unida al permiso. Y también para su viaje de regreso mañana. —Luego, habló en farsi para dirigirse al mollah—. Le sugiero que suba a bordo, Excelencia.
El mollah se alejó. Los guardias hicieron señas a Peshadi y a su mujer de que subieran a bordo. Ellos lo hicieron por la escalerilla, con la cabeza erguida, sin la menor vacilación. Detrás, se apilaron hombres armados y el mollah se acomodó delante, en el asiento de la izquierda, junto a Dubois.
—Esperen un momento —empezó a decir Ayre que ya se había sobrepuesto a su conmoción—. En nuestros aparatos no pueden volar hombres armados. Va contra las regias..., las suyas y las nuestras.
Esvandiary gritó una orden y señaló con el pulgar a Manuela. Al punto, cuatro hombres armados la rodearon. Otros se acercaron mucho más a Ayre.
—Ahora, dé la salida.
Consciente del peligro, éste obedeció, hosco, la orden. Dubois la recibió y puso el motor en marcha. Ascendió rápidamente.
—Ahora, entremos en la oficina —dijo Esvandiary, levantando la voz por encima del estruendo de los motores. Retiró a los hombres que rodeaban a Manuela ordenándoles que volvieran a los coches—. Que se quede aquí un coche y cuatro guardias..., tengo más órdenes para estos extranjeros. Tú —dijo tajante a Pavoud—, tienes que poner al día todos los aparatos que hay aquí, todos los repuestos, todos los transportes, así como la cantidad de gasolina y también de cuánta gente está compuesto el personal, extranjeros e iraníes, sus nombres, trabajo que desempeñan, número del pasaporte, permisos de residencia y de trabajo, licencias para volar. ¿Entendido?
—Sí, sí, Excelencia Esvandiary. Sí, ciert...
—¡Y mañana quiero ver todos los pasaportes y permisos! ¡En marcha!
El hombre se alejó presuroso. Esvandiary recibió una reverencia desde la puerta principal. Dirigióse hacia la oficina de Starke y se instaló en el sillón de éste, detrás de la mesa escritorio. Ayre lo siguió.
—Siéntese.
—Gracias, me abruma tanta amabilidad —repuso Ayre irónico, instalándose frente a él.
Los dos hombres tenían más o menos la misma edad, y permanecieron un momento observándose mutuamente.
El iraní sacó un cigarrillo y lo encendió.
—De ahora en adelante, ésta será mi oficina —dijo—. Ahora ya, al fin, Irán está en manos iraníes y podemos proceder a hacer los cambios necesarios. Durante las dos próximas semanas operarás bajo mi mando hasta que me asegure de que el nuevo sistema ha sido entendido. Soy la más alta autoridad de «IranOil» en Kowiss y yo daré todos los permisos de vuelo; nadie despegará sin una autorización escrita mía, y siempre con un guardia armado, y...
—Va contra las leyes aéreas e iraníes, y está prohibido. Aparte de ser condenadamente peligroso. ¡Punto!
Se hizo un silencio denso. Finalmente, Esvandiary asintió.
—Llevaréis guardias armados..., aunque sin munición —admitió con una sonrisa—. Como ves, podemos llegar a un acuerdo. Podemos ser razonables. Ah, sí. Ya verás. La nueva era también será buena para ti.
—Espero que lo sea. Para ti también.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que cada revolución de la que he tenido noticias comienza siempre alimentándose a sí misma, los amigos se convierten en enemigos con mucha rapidez, e incluso mueren más rápidamente.
—Eso no nos ocurrirá a nosotros —dijo Esvandiary completamente seguro de sí mismo—. Con nosotros no será así. La nuestra es una revolución del pueblo auténtica..., de todo el pueblo. Todo el mundo quería que el Sha se fuera..., y también sus amos extranjeros.
—Espero que tengas razón —«Pobre idiota —se dijo Ayre, a pesar de que un día le fuera simpático—. Si vuestros líderes son capaces de juzgar, condenar y fusilar a cuatro insignes generales, todos ellos hombres excelentes salvo Nasiri, en menos de veinticuatro horas; si son capaces de detener e injuriar a grandes patriotas como Peshadi y su mujer, que Dios os ayude»—¿Has terminado por el momento conmigo?
—Casi. —Un ataque de ira embargó a Esvandiary. A través de las ventanas vio a Manuela que volvía al bungalow con algunos de los pilotos y la lujuria alimentó su furia—. Sería recomendable que se aprendieran modales y a recordar que Irán es un país asiático, oriental, una potencia mundial y que jamás, jamás, jamás, volverá a ser explotado por británicos, americanos o, ni siquiera, por soviéticos. Nunca más. —Se repantigó en la butaca y puso los pies sobre la mesa como viera hacer centenares de veces a Starke y Ayre, las suelas de los zapatos dirigidas hacia Ayre, lo que en aquella parte del mundo siempre significaba un insulto—. Los británicos se comportaron peor que los americanos. Han sido causa de nuestra vergüenza nacional durante ciento cincuenta años, tratando a nuestro antiguo «Trono del Pavo Real» y al país como si fueran su feudo personal, utilizando la defensa de la India a modo de excusa. Han dado órdenes a nuestros gobernantes, han ocupado nuestro país en tres ocasiones, nos han obligado a firmar tratados desiguales, han sobornado a nuestros líderes para obtener concesiones. Durante ciento cincuenta años, británicos y rusos se han repartido nuestro suelo. Los británicos ayudaron a esas otras hienas a robarnos nuestras provincias del norte, nuestro Cáucaso, y también cooperaron para hacer subir al trono a Reza Khan. Nos ocuparon, junto con los soviéticos, durante vuestra Segunda Guerra Mundial y sólo gracias a nuestros esfuerzos supremos se rompió la cadena y los expulsamos. —Bruscamente, el rostro del hombre sufrió una convulsión, al tiempo que chillaba—: ¿Acaso no lo hicieron?
Ayre no había movido un solo músculo, ni siquiera había parpadeado.
—Hotshot —dijo sin inmutarse—, y jamás volveré a llamarte así, no quiero sermones, me limitaré a hacer mi trabajo. Si no podemos establecer un método satisfactorio, ésa es otra cuestión. Ya veremos. Si quieres quedarte con esta oficina, formidable. Si quieres actuar como un ciclón, formidable. Claro que dentro de unos límites razonables. Tenéis derecho a una celebración. Habéis ganado, disponéis de las armas, y del poder y, ahora, vosotros tenéis la responsabilidad. Y llevas razón, es tu país. De manera que dejémoslo así, ¿de acuerdo?
Esvandiary se lo quedó mirando. Sentía un insoportable dolor de cabeza por el odio tantos años reprimido, pero que jamás necesitaría volver a reprimir. Y a pesar de saber que la culpa no era de Ayre, estaba absolutamente seguro de que un momento antes, hubiera disparado contra él y los demás si no hubiesen obedecido sus órdenes, negándose a llevar en el helicóptero al mollah y al traidor Peshadi para someterlo al juicio y al infierno que se tiene merecido. «No he olvidado el asesinato del soldado de Peshadi, el que quería abrirnos la puerta, o de otros asesinados hace dos días, cuando Peshadi nos derrotó y murieron a centenares, entre ellos mi hermano y dos de mis mejores amigos. Y todos los otros centenares, millares, acaso cientos de miles que han muerto por todo Irán. No los he olvidado, ni siquiera a uno.»
Un hilillo de saliva le caía por la barbilla. Se lo quitó con el dorso de la mano y recuperó el dominio de sí mismo, recordando la importancia de su misión.
—Muy bien, Freddy —había dicho «Freddy» de manera involuntaria—. Muy bien, y ésta es la última vez que te llamaré de esa forma. Muy bien, dejémoslo así.
Se puso en pie ya muy cansado pero orgulloso por la forma en que se había impuesto y muy seguro de que podría hacer que aquellos extranjeros trabajasen y se comportaran como era debido hasta el momento en que fueran expulsados. Ahora, ya, muy pronto. «No me será difícil poner aquí en marcha el plan a largo plazo de los socios. Estoy de acuerdo con Valik. Tenemos un gran número de pilotos iraníes y no necesitamos extranjeros aquí. Yo soy capaz de dirigir esta operación, en calidad de socio, y Alabado sea Dios de que Valik haya sido siempre partidario, en secreto, de Jomeiny. Pronto tendré una gran mansión en Teherán y mis dos hijos irán allí a la Universidad y también mi preciosa y pequeña Fátima, aunque tal vez debiera ir también a la Sorbona durante uno o dos años.»
—Volveré a las nueve de la mañana. —No cerró la puerta tras de sí.
—¡Maldición! —farfulló Ayre. Una mosca empezó a golpearse contra el cristal de una de las ventanas. No se dio cuenta de ello, como tampoco del ruido que hacía. Impulsado por una idea, salió a la otra oficina. Pavoud y los demás se agolpaban junto a las ventanas para ver alejarse a los extraños—. ¡Pavoud!
—¡Sí! ¿Sí, Excelencia?
Ayre se dio cuenta del tono ceniciento del rostro de aquel hombre y que parecía mucho más viejo de lo habitual.
—¿Sabía lo de los generales? ¿Que habían claudicado? —preguntó, sintiendo lástima por él.
—No, Excelencia —mintió Pavoud con facilidad, solía hacerlo. Estaba concentrado en sí mismo, intentando recordar, petrificado ante la posibilidad de que durante los tres últimos años, pudiera haberse descuidado, descubriéndose ante Esvandiary, sin haber soñado siquiera por un instante que aquel hombre pudiera ser un «Guardia Islámico» secreto—. Nosotros hem..., hemos oído rumores sobre su capitulación..., pero ya sabe cómo corren los rumores.
—Sí..., sí. Supongo que tiene razón.
—Yo..., ¿no le importará si me siento, por favor?
Pavoud agarró una silla, sintiéndose muy viejo. Durante la última semana había dormido muy mal y los tres kilómetros de recorrido en bicicleta hasta allí, aquella mañana, desde la casita de cuatro habitaciones en Kowiss que compartía con la familia de su hermano, cinco adultos y seis niños, le había resultado más fatigosa de lo habitual. Claro que él y toda la gente de Kowiss habían oído lo de la mansa entrega de los generales... Las primeras noticias les llegaron a través de la mezquita, difundidas por el mollah Hussain que dijo haberlo oído por una radio secreta, desde el cuartel general de Jomeiny en Teherán, de modo que debía ser cierto.
Al punto, su líder tudeh convocó una reunión, todos ellos asombrados por la cobardía de los generales.
—Esto demuestra una vez más la influencia nociva de los americanos, que los han traicionado y conjurado hasta el punto de llegar a castrarse ellos mismos y cometer suicidio, porque, desde luego, tienen que morir, bien a nuestras manos o a las de ese demente de Jomeiny.
Todos se mostraron resueltos al propio tiempo que atemorizados ante la inminente lucha contra los fanáticos y los mollahs, el opio del pueblo, y el propio Pavoud respiró aliviado cuando el líder dijo que se les ordenaba que no se echaran a la calle todavía sino que se mantuvieran ocultos y esperasen, esperasen hasta que la orden de la sublevación general llegara.
—Camarada Pavoud, es de importancia vital que mantenga las mejores relaciones con los pilotos extranjeros de la base aérea. Los necesitaremos a ellos y a sus helicópteros..., o acaso nos sea preciso inutilizarlos para los enemigos del Pueblo. Nuestra orden es, permaneced tranquilos y esperad. Hemos de tener paciencia. Cuando finalmente demos la orden de lanzarse a la calle en contra de Jomeiny, nuestros camaradas del Norte acudirán en legiones atravesando la frontera...
Se dio cuenta de que Ayre lo observaba.
—Estoy bien, capitán, sólo preocupado por todo esto y por..., la nueva era.
—Limítese a hacer lo que Esvandiary le pida. —Ayre reflexionó un instante—. Voy a la torre a informar al cuartel general de lo ocurrido. ¿Está seguro de que se encuentra bien?
—Sí, sí. Gracias.
Ayre frunció el ceño. Después, cruzó el corredor y subió las escaleras. El asombroso cambio de Esvandiary, que durante años se había mostrado afable, cordial, sin el más mínimo indicio de su sentimiento antibritánico, lo había dejado de una pieza. Por primera vez supo que el futuro de la compañía en Irán estaba sentenciado.
Descubrió, sorprendido, que la sala de la torre se hallaba desierta. Desde la sublevación que tuvo lugar allí el domingo, les fue asignada una guardia permanente. El comandante Changiz se había encogido de hombros, con el uniforme manchado de sangre.
—Estoy seguro de que lo comprenderán, «emergencia nacional». Aquí han matado a muchos de nuestros hombres leales y no hemos encontrado a todos los traidores..., todavía. Hasta nueva orden, sólo transmitirán durante horas diurnas, a partir de entonces, el mínimo absoluto. Todos los vuelos quedan cancelados hasta nueva orden.
—Muy bien, comandante. Y, a propósito, ¿dónde está Massil, nuestro operador de radio?
—Ah, sí. El palestino. Le están interrogando.
—¿Puedo preguntar el motivo?
—Afiliación a la OLP y actividades terroristas.
El día anterior fue informado de la confesión de Massil y de su inmediato fusilamiento, sin la menor posibilidad de oír las pruebas, de ponerlas en tela de juicio o de verle. «Pobre infeliz —pensó Ayre mientras cerraba la puerta de la torre y ponía en funcionamiento el equipo—. Massil siempre se mostró leal a nosotros y agradecido por el trabajo, para el que estaba excesivamente cualificado: licenciado en ingeniería de radio por la Universidad de El Cairo, destacado en su especialidad, pero sin tener dónde prácticar, y apátrida. ¡Maldición! Y nosotros tan seguros con nuestros pasaportes. ¿Cómo nos sentiríamos si no los tuviéramos y fuésemos, digamos, palestinos? Debe ser tremebundo no saber qué va a ocurrir en cada una de las fronteras, teniendo un potencial inquisidor en cada funcionario de Inmigración, cada policía, cada burócrata o empleado.
»Doy gracias a Dios, de haber nacido británico y que ni siquiera la reina de Inglaterra puede quitarme eso, a pesar de que el condenado Gobierno laborista esté cambiando nuestra herencia ultramarina. ¡Mierda para ellos por cada aussie, canuck, springbok, kenyan, chinahand y centenares de otros británicos que en adelante habrán de necesitar un maldito visado para volver a casa —dijo para sí—. ¿Acaso no se dan cuenta de que todos ellos son los hijos de los hombres que crearon el Imperio y murieron, en tantos casos, por él?»
Esperó a que se calentaran la HF y otras radios. Aquel zumbido le agradaba, al igual que el parpadeo de las luces verdes y rojas y ya no se sentía aislado del mundo. «Espero que Angela y el pequeño Frederick estén bien. Maldición. Eso de no tener correo ni teléfono y un télex mudo... Bien , tal vez dentro de poco todo esté funcionando de nuevo.»
Buscó la palanca de emisión con la esperanza de que McIver, o algún otro, estuviera a la escucha. Entonces, se dio cuenta de que, por la fuerza de la costumbre, había conectado el radar junto con la UHF y la HF. Se inclinó hacia delante para desconectarlo. En aquel instante, y en el borde exterior, en la línea de veinte millas, hacia el Noroeste, apareció un pequeño punto, casi oscurecido por la densa dispersión de las montañas. Lo examinó sobresaltado. Por su experiencia, supo de inmediato que se trataba de un helicóptero. Se aseguró de estar sintonizado en todas las frecuencias receptoras y cuando volvió a mirar, pudo ver que el punto se desvanecía. Esperó. Pero no reapareció. Se dijo que tal vez hubiera bajado. También cabía la posibilidad de que hubiese sido derribado o que se hubiera escabullido por debajo de la red del radar. ¿Cuál de las tres suposiciones sería la acertada?
Los segundos fueron pasando. Ningún cambio, tan sólo la blanca y gruesa línea giratoria de la barredora y, a su zaga, un conjunto a vista de pájaro de los terrenos de los alrededores. Y el punto sin aparecer.
Accionó la palanca emisora de la UHF, se acercó más el micrófono, vaciló, luego, cambió de idea y desconectó. Pensó que no tenía necesidad de alertar a los operadores en la torre de la base, si es que había alguno de servicio. Miró la pantalla con el ceño fruncido. Con un rotulador rojo y blando, trazó la ruta hacia el interior a unos ochenta nudos. Los minutos pasaban. Podía haber conectado a un alcance de registro más próximo pero no lo hizo por si acaso el punto no se dirigiera al interior sino, y ello sería en extremo irregular, se estuviese escabullendo a través de su área.
Se dijo que, posiblemente en ese momento, se hallaría a ocho o nueve kilómetros al exterior. Cogió los prismáticos y comenzó a escudriñar los cielos, desde el Norte, pasando por el Oeste, hasta el Sur. Su oído captó unos pasos ligeros que estaban subiendo los últimos peldaños. Sintió que el corazón se le aceleraba y, rápidamente, desconectó el radar. La pantalla empezó a desvanecerse mientras la puerta se abría.
—¿Capitán Ayre? —preguntó el aviador que había aparecido, vistiendo un uniforme impecable; era de vigorosos y excelentes rasgos persa, rondaba la treintena e iba completamente rasurado, en las manos, una carabina estándar del Ejército de los Estados Unidos.
—Sí, sí. Soy yo.
—Soy el sargento Wazari, su nuevo controlador del tráfico aéreo —se presentó. Después, dejó la carabina contra una pared, alargó la mano y Ayre se la estrechó—. Hi, tengo tres años de entrenamiento en USAAF[8] y soy controlador militar. Incluso he servido seis meses en el Aeropuerto Van Nuys. —Recorrió con la mirada todo el equipo—. Excelente tinglado.
—Sí..., humm, sí, gracias. —Ayre no sabía qué hacer con los anteojos y acabó dejándolos sobre un mostrador—. ¿Qué tiene..., de particular el Aeropuerto Van Nuys?
—No es más que una pequeña pista de aterrizaje en el Valle de San Fernando, en Los Ángeles, pero es el tercer aeropuerto de mayor movimiento de los Estados Unidos y una auténtica maravilla. —A Wazari le resplandecía el rostro—. El tráfico es de aficionados, la mayoría de los sujetos se están entrenando y todavía no saben distinguir su trasero de una hélice, a veces se encuentra uno con veinte al mismo tiempo en el sistema, ocho al final, todos queriendo emular a Richthofen. —Se echó a reír—. Un lugar fantástico para aprender a controlar el tráfico pero que, al cabo de seis meses, te ha convertido en un simio.
Ayre esbozó una sonrisa forzada, conteniéndose para no seguir escudriñando el cielo.
—Este sitio es muy tranquilo. Incluso en tiempos normales tenemos..., bueno, más bien no tenemos vuelos. Ya sabe..., me temo que va a haber mucho qué hacer por aquí.
—Claro. Sólo quería echar un rápido vistazo porque empezamos mañana a primera hora —dijo. Buscó en el bolsillo de su uniforme del que sacó una lista que entregó a Ayre—. Tiene tres vuelos programados para las plataformas locales a partir de las ocho de la mañana. —Cogió distraídamente un trapo y borró en la pantalla de radar el trazo de ruta hacia el interior, al tiempo que ordenaba la mesa. El rotulador rojo volvió a su sitio junto a los demás.
Ayre volvió a examinar la lista.
—¿Han sido autorizados por Esvandiary?
—¿Quién es ése?
Ayre se lo dijo.
El sargento se echó a reír.
—Bien, capitán. El comandante Changiz ha ordenado esos vuelos personalmente y puede apostar su cabeza a que serán confirmados. —¿No fue..., no lo arrestaron junto con el coronel?
—Diablos..., nada de eso, capitán. El mollah Hussain Kowissi nombró al comandante Changiz jefe temporal de la base hasta recibir la confirmación de Teherán. —Con ademán seguro cambió los canales a la frecuencia de la MainBase—. Hola, MainBase, Wazari al habla en «S-G». Para mañana necesitamos unos vuelos confirmados por Esvandiary de «IranOil».
—Negativo —llegó la voz a través del altavoz, también con inglés americanizado—. ¿Todo en orden ahí?
—Sí. El que había de salir lo hizo sin incidentes. Ahora estoy con el capitán Ayre.
El sargento escudriñaba los cielos mientras hablaba.
—Bien. Capitán Ayres, le habla el controlador jefe de tráfico. Cualquier vuelo autorizado por el comandante Changiz queda automáticamente aprobado por «IranOil».
—¿Me harían el favor de dármelo por escrito?
—El sargento se lo tendrá en orden y por duplicado a las ocho de la mañana. ¿De acuerdo?
—Gracias..., muchas gracias.
—Gracias, MainBase —dijo Wazari, dispuesto a cortar. En ese momento fijó la mirada—. Un momento, MainBase. Tenemos un pájaro que se dirige hacia aquí. Helicóptero, 270 grados.
—¿Dónde? ¿Dónde...? ¡Ya lo veo! ¿Cómo diablos ha podido situarse por debajo del radar? ¿Ha comunicado?
—Negativo —repuso el sargento mientras movía los prismáticos—. Bell «212», Matrícula..., no puedo verla..., viene directamente hacia nosotros. —Accionó la UHF—. Helicóptero llegando. Habla el Control Militar de Kowiss. Dé su matrícula, adónde se dirige y de dónde ha despegado.
Silencio absoluto salvo por los ruidos de los parásitos. La MainBase repitió la misma llamada.
—Ese hijo de puta está en graves dificultades —murmuró Wazari. Miró de nuevo con los prismáticos.
Ayre usaba el otro par y el corazón le latía descompasadamente. Al empezar a realizar el aparato las maniobras para tomar tierra, pudo ver su matrícula: EP-HBX.
—Eco Peter Hotel Boston Rayos-X —dijo al propio tiempo el sargento.
—HBX —asintió MainBase. Intentaron de nuevo ponerse en contacto por radio. No hubo respuesta—. Está en su sistema regular de aterrizaje. ¿Se trata de un local? ¿Es uno de los suyos, capitán Ayre?
—No, señor. No es de los míos. No está destinado en esta base. —Ayre añadió cauteloso—: Sin embargo, HBX podría ser una matrícula de «S-G».
—¿Con base dónde?
—No lo sé.
—Sargento, tan pronto como ese bromista tome tierra, arréstelo y también a todos los pasajeros y envíelos, vigilados, al cuartel general. Luego, presénteme un breve informe sobre ellos, motivo del vuelo y de dónde proceden.
—Sí, señor.
Wazari cogió, pensativo, un rotulador rojo y trazó sobre la pantalla de radar la misma línea que Ayre dibujara y que él mismo borró luego. Se quedó mirando un momento, consciente de que Ayre le observaba con atención. No dijo nada, se limitó a limpiar el cristal de nuevo y a dirigir su atención al «212».
En la torre, los dos hombres observaban en silencio al helicóptero hacer un giro normal, desviarse luego correctamente y dirigirse hacia ellos. Pero no hizo el menor intento por tomar tierra, se limitó a mantener la altura correcta y a hacer otro giro mucho más pequeño, balanceándose de un lado a otro.
—La radio no funciona... Necesita un «Verde» —dijo Ayre, y alargó la mano hacia la luz de señales.
—Desde luego, déle una..., pero sigue arriesgando la cabeza.
Ayre comprobó que el potente foco de señales estrecho, estaba en «Verde»: permiso para aterrizar. La dirigió hacia el helicóptero y accionó el conmutador. El aparato se dio por enterado balanceándose, e inició el acercamiento. Wazari cogió su carabina y salió. Ayre utilizó de nuevo los prismáticos, pero no pudo reconocer al piloto o al hombre que iba sentado junto a él, ambos estaban embutidos en su indumentaria invernal y llevaban enormes gafas. Luego, bajó las escaleras corriendo.
Abajo, el personal de «S-G», pilotos y mecánicos, se agolpaban para observar. Un coche, procedente de la dirección de la base principal, circulaba a gran velocidad hacia ellos, a lo largo de la carretera que establecía los límites. Manuela se encontraba en pie, a la puerta del bungalow. Las plataformas de aterrizaje estaban delante del edificio de oficinas. Agazapados al socaire de él se encontraban los cuatro Green Bands, que se habían quedado allí. Wazari se hallaba con ellos en esos momentos; Ayres se dio cuenta de que uno era muy joven, casi un adolescente y que jugueteaba con su metralleta. Al intentar amartillarla, en su excitación, la dejó caer sobre el asfalto, con el cañón apuntando directamente a Ayre. Pero no se disparó. Mientras lo observaba, el jovenzuelo la recogió por el cañón, golpeó contra el suelo la culata para quitarle la nieve y, sin el menor cuidado, sacudió la nieve del guardamonte. Del cinturón le colgaban algunas granadas... ¡de la espoleta! Ayre se reunió presuroso con algunos de los mecánicos, poniéndose a cubierto.
—¡Jodido idiota! —dijo uno de ellos con el estómago revuelto—. De un momento a otro va a volar por los aires, y nosotros con él. ¿Está bien, capitán? Hemos oído decir que Hotshot se ha endosado unos calzones demasiado grandes.
—Sí, sí. Así es. ¿Adónde pertenece HBX, Benson?
—Bandar Delam —contestó Benson sin la menor vacilación. Era un inglés rotundo de cara sana—. Apuesto cincuenta a que es Duke.
En el momento en que el «212» posó en tierra sus patines y paró el motor, los Green Bands, con Wazari a su cabeza, se precipitaron hacia él, mientras algunos de los guardias gritaban Allah-u Akbarr! Rodearon el helicóptero apuntando con sus armas.
—¡Maldita sea! —exclamó nervioso Ayre—. ¡Son como los Keystone Kops!
Seguía sin poder ver al piloto con claridad, de manera que abandonó su refugio pidiendo a Dios que fuera Starke. La portezuela de la cabina se abrió y empezaron a salir hombres armados, sin importarles que los rotores aún siguieran girando, vociferando saludos y diciendo a los otros que bajaran las armas. En medio de aquel pandemónium, alguien, excitado, hizo un disparo de bienvenida al aire. En un instante comenzó la desbandada. Después, hubo más gritos, y todos se reagruparon alrededor de las portezuelas mientras llegaba el coche y otros hombres se unían a ellos. Se alargaron muchas manos para ayudar a bajar a un mollah. Estaba gravemente herido. Luego, una camilla. Y todavía más heridos. Entretanto, Ayre vio a Wazari que se acercaba corriendo a él.
—¿Tiene médico aquí? —preguntó con tono apremiante.
—Sí. —Ayre se volvió y gritó haciendo bocina con las manos—. Traigan a Doc y a los sanitarios. Rápido. —Luego, se volvió hacia el sargento mientras que corrían presurosos junto al helicóptero—. ¿Qué diablos pasa?
—Vienen de Bandar Delam. Ha habido allí una contrarrevolución. Esos malditos fedayines...
Ayre vio abrirse la portezuela del piloto y Starke saltó del aparato. Ya no escuchó más lo que Wazari decía y apretó el paso.
—Hola, Duke, amigo. —Mantuvo deliberadamente el gesto impasible y la voz indiferente, pero en su fuero interno se sentía tan contento y excitado que estaba a punto de reventar—. ¿Dónde has estado?
Starke esbozó una mueca sonriente, acostumbrado a las maneras británicas.
—Pescando, muchacho —respondió.
De repente, Manuela apareció cargando contra la multitud y abrazándose a él. Starke la levantó fácilmente en vilo haciéndola girar.
—¡Caramba, preciosa! —dijo, arrastrando las palabras con su acento peculiar—. Parece que a fin de cuentas te gusto.
Manuela reía y lloraba a la vez y se aferraba a él desesperadamente. —Cuando te vi, Conroe, casi me muero...
—Maldito si no estuvimos a punto, querida —exclamó Starke de manera involuntaria, pero ella no lo oyó y él, después de abrazarla con fuerza, la dejó en el suelo.
—Estáte tranquila mientras organizo esto. Vamos, Freddy.
Se abrió camino entre el gentío. El mollah herido estaba en el suelo, con la espalda apoyada contra uno de los patines del helicóptero, casi inconsciente. El hombre que había en la camilla estaba muerto.
—Poned al mollah en la camilla —ordenó Starke en farsi.
Los Green Bands que trasladara en el «212» le obedecieron de inmediato. Wazari, el único de los que se encontraban allí que vestía uniforme, y el resto del personal de la base, estaban asombrados... Ninguno de ellos se dio cuenta de la presencia de Zataki, el líder sunnita revolucionario que había tomado el mando en Bandar Delam, y que se encontraba junto al aparato, observando cuidadosamente, enmascarado por la chaqueta de vuelo «S-G» que llevaba.
—Déjame echarle un vistazo, Duke —dijo el médico, jadeante por las prisas, con un estetoscopio alrededor del cuello—. Estoy encantado de que hayas regresado. —El doctor Nutt estaba en la cincuentena, demasiado corpulento, el cabello ralo y nariz de bebedor. Se arrodilló junto al mollah y empezó a examinarle el pecho completamente ensangrentado y todavía húmedo—. Vale más que lo llevemos a la enfermería, y rápidos como un rayo. Y al resto.
Starke dijo a los dos que se encontraban más cerca que cogieran la camilla. De nuevo, los hombres que llevara consigo le obedecieron al punto... Los otros Green Bands se le quedaron mirando. Ahora ya eran nueve, incluido Wazari y los cuatro que se habían quedado.
—Está bajo arresto —dijo Wazari.
Starke se le quedó mirando.
—¿Por qué?
Wazari vaciló.
—Órdenes superiores, capitán. Sólo trabajo aquí.
—Lo mismo que yo. Estaré aquí si quieren hablar conmigo, sargento. —Starke sonrió tranquilizadoramente a Manuela que se había puesto lívida—. Volvamos a casa, cariño. No hay de qué preocuparse.
Dando media vuelta se acercó más a la puerta lateral para atisbar el interior.
—Lo siento, capitán, pero está bajo arresto. Suba al coche de inmediato. Irá a la base. Pronto.
Cuando Starke volvió para mirarle, se encontró con el cañón de un revólver. Dos Green Bands se pusieron de un salto detrás de él, sujetándole los brazos e inmovilizándole. Ayre se lanzó hacia delante, pero uno de los Green Bands le puso el cañón de su arma en el estómago, deteniéndole. Los dos hombres empezaron a arrastrar a Starke hacia el coche. Otros acudieron a ayudarle mientras Starke se debatía entre maldiciones. Manuela miraba, embargada por el pánico.
De pronto, se escuchó un rugido de radio y Zataki, rompiendo el cordón arrancó al sargento Wazari la carabina descargándole un culatazo sobre su cabeza. Sólo los reflejos de Wazari, diestro en boxeo, hicieron que apartase la cabeza justo a tiempo, evitando así que se la machacara. Antes de que pudiera decir palabra, Zataki empezó a vociferar.
—¿Qué hace este perro con un arma? ¿Acaso vosotros, locos, no estáis enterados de que el Imán ha ordenado desarmar a los militares?
—Escuche, estoy autorizado... —empezó a decir Wazari con acaloramiento, pero calló, aterrado, al sentir un revólver contra su garganta.
—Tú no estás autorizado ni a cagar hasta que el Comité local te autorice —repuso Zataki. Tenía mejor aspecto que antes, completamente rasurado. Sus facciones eran correctas—. ¿Te ha depurado el Comité? —No..., no, per...
—Entonces, por Dios y el Profeta, ¡eres sospechoso! —Zataki seguía manteniendo el revólver contra la garganta de Wazari, mientras hacía un ademán con la otra mano—. Soltad al piloto y bajad las armas. ¡De lo contrario, por Dios y el Profeta, que os mataré a todos!
En el mismo momento en que Zataki se apoderaba del arma, sus hombres habían rodeado a los de Wazari y en ese momento los tenían cubiertos con sus armas por detrás. Los dos hombres que sujetaban a Starke, nerviosos, le dejaron ir.
—¿Por qué hemos de obedecerte? —preguntó uno de ellos con hosquedad—. ¿Eh! ¿Quién eres tú?
—Soy el coronel Zataki, miembro del Comité Revolucionario de Bandar Delam, gracias sean dadas a Dios. El americano nos ayudó a salvarnos de un contrataque fedayín y trajo al mollah y a los otros aquí, porque necesitaban ayuda médica. —De súbito, su furia se desbordó. Apartó de un empujón a Wazari que cayó al suelo—. ¡Dejad al piloto en paz! ¿No oís? —Apuntó y apretó el gatillo. La bala atravesó el cuello de la zamarra de uno de los hombres que se encontraba junto a Starke. Manuela estuvo a punto de desmayarse y se inició la desbandada de nuevo—. La próxima vez te la meteré entre los ojos. Y tú —dijo con un gruñido a Wazari—. Tú estás bajo arresto. Creo que eres un traidor, así que lo averigüaremos. El resto de vosotros id con Dios. Decid a vuestro comité que me complacerá mucho verlos..., ¡aquí!
Hizo con la mano un ademán para que se alejaran. Los hombres empezaron a farfullar entre ellos. Mientras tanto, Ayre se acercó a Manuela y la rodeó con un brazo.
—Aguanta —susurró—. Ahora todo irá bien. —Vio a Starke hacerles señas de que se alejaran y asintió con la cabeza—. Vamos. Duke dice que nos alejemos.
—No..., por favor, Freddy, estoy... estoy bien, te lo aseguro.
Forzó una sonrisa y siguió rezando para que el hombre del revólver se impusiera a los otros y diera fin a todo aquello. «Por favor, Dios mío, permite que se acabe.»
Todos observaban en silencio mientras Zataki esperaba, el arma suelta en la mano. El sargento seguía en el suelo junto a él, y los que tenía enfrente lo miraban desafiantes. Starke continuaba allí en pie, en medio de todos ellos, no del todo seguro de que Zataki ganara. Éste comprobó el cargador.
—Id con Dios todos vosotros —repitió, esta vez con más energía, empezando a dominarle la ira—. ¿Estáis todos sordossss?
Se alejaron reacios. El sargento se puso en pie, pálido, y se arregló el uniforme, Ayre vio cómo Wazari intentaba dominar su terror a base de valor.
—Tú quédate ahí y sigue así hasta que yo te diga que puedes moverte —ordenó Zataki quien dirigió la mirada a Starke el cual, a su vez, observaba a Manuela—. Piloto, tenemos que acabar de descargar. Luego, mis hombres comerán.
—Sí. Y gracias.
—No tiene importancia. Éstos no sabían..., no se les puede culpar.
—Volvió a mirar a Manuela con sus oscuros ojos penetrantes—. ¿Su mujer, piloto? —preguntó.
—Mi mujer —asintió Starke.
—La mía está muerta. Pereció en el incendio de Abadán con mis dos hijos. Fue la Voluntad de Dios.
—En ocasiones, la Voluntad de Dios casi resulta insoportable.
—La Voluntad de Dios es la Voluntad de Dios. Tenemos que acabar de descargar.
—Sí.
Starke subió a la cabina. El peligro estaba alejado tan sólo de momento, ya que Zataki era tan imprevisible y volátil como la nitroglicerina. Otros dos heridos seguían aún sujetos en sus asientos, al igual que las otras dos camillas ocupadas. Se arrodilló junto a una de ellas.
—¿Cómo te encuentras, amigo? —preguntó en inglés con tono sosegado.
Jon Tyrer abrió los ojos e hizo un gesto de dolor. En la cabeza llevaba un vendaje ensangrentado.
—Bien... Sí, bien. ¿Qué..., qué ha ocurrido?
—¿Puedes ver? Tyer pareció sorprendido. Guiñando los ojos miró a Starke, luego se los frotó y también la frente. Ante el gran alivio de Starke dijo:
—Claro, está... Tú estás algo borroso y tengo un dolor de cabeza de mil demonios, pero te veo a la perfección. Claro que puedo verte,
Duke. ¿Qué diablos ha ocurrido?
—Esta mañana, durante el contraataque de los fedayines, de madrugada, quedaste entre dos fuegos y una bala te rozó la cabeza, en la sien, y al levantarte empezaste a correr en círculos como un pollo descabezado gritando: «No puedo ver... No puedo ver...» Luego, perdiste el conocimiento y hasta ahora no lo has recuperado.
—¿Desde entonces? ¡Maldición! —murmuró el americano, atisbando a través de la puerta de la cabina—. ¿Dónde diablos estamos?
—Kowiss... Pensé que lo mejor sería traeros rápidamente aquí, a ti y al resto.
Tyrer seguía asombrado.
—No recuerdo nada. Nada en absoluto. ¡Fedayines! Por todos los cielos, Duke, ni siquiera recuerdo que me subieran a bordo. —Dejémoslo así, amigo. Ya te lo explicaré más tarde —dio media vuelta y llamó—. Freddy, que alguien lleve a Jon Tyrer al doctor —luego siguió en farsi, dirigiéndose a Zataki que observaba desde la puerta—. Excelencia Zataki, por favor, pida hombres para que lleven a los suyos a la enfermería. —Hizo una breve pausa—. Mi segundo en el mando, el capitán Ayre, dará las órdenes oportunas para que todo el mundo coma. ¿Querría usted acompañarme..., a mi casa? Zataki sonrió extrañamente y sacudió la cabeza.
—Gracias, piloto —dijo en inglés—. Comeré con mis hombres. Esta tarde tendremos que hablar, usted y yo.
—Cuando quiera —Starke saltó de la cabina. Los hombres empezaron a llevarse a los heridos. Señaló su bungalow—. Ésa es mi casa. Siempre será bienvenido a ella, Excelencia.
Zataki le dio las gracias y se alejó, empujando al sargento Wazari delante de él.
Ayre y Manuela se reunieron con Starke. Ella le cogió la mano.
—Cuando hizo funcionar el gatillo pensé... —esbozó una pobre sonrisa y empezó a hablar en farsi—. Ah, amado mío, qué hermoso se ha vuelto el día ahora que estás a salvo y junto a mí...
—Y tú junto a mí —Starke le sonrió.
—¿Qué pasó? ¿En Bandar Delam? —preguntó ya en inglés.
—En la base se entabló una encarnizada batalla entre Zataki y sus hombres y unos cincuenta izquierdistas... Ayer, Zataki tomó posesión de la base en nombre de Jomeiny y su revolución... Tuve una especie de altercado con él cuando llegué allí, pero ahora estamos más o menos de acuerdo, aunque es un caso psicológico, peligroso como una serpiente de cascabel. De cualquier forma, al amanecer, los fedayines izquierdistas salieron de estampía en camiones o a pie. Zataki dormía con el resto de sus hombres, sin centinelas, nada de nada... ¿Os habéis enterado de que los generales han capitulado y que Jomeiny es ahora jefe militar supremo?
—Sí, en realidad, acabamos de enterarnos.
—Me di cuenta del ataque cuando un estruendo de mil demonios me despertó, disparos por todas parte, entrando por los tabiques de los remolques. Yo, ya me conocéis, me protegí como pude y salí a duras penas del remolque... ¿Tienes frío, cariño?
—No, no, amado. Vámonos a casa... Necesito una copa... ¡Oh, Dios mío...!
—¿Qué pasa?
Pero Manuela corría ya desolada hacia la casa.
—El chile..., ¡me he dejado el chile en el fuego!
—Santo Cielo.
—Creí que iban a dispararnos o algo parecido.
A Starke se le había iluminado el rostro.
—¿Tenemos chile?
—Sí. ¿Bandar Delam?
—No hay mucho qué decir, Freddy. —Empezaron a andar hacia la casa—. Salí del remolque... Creo que los atacantes se imaginaron que Zataki y sus hombres estarían durmiendo en ellos. Pero él había hecho acostarse a todo el mundo en los hangares, para vigilar los helicópteros. Les vuelven paranoicos, Freddy. Creen que nos vamos a escapar con ellos o que vamos a sacar de Irán a los de la SAVAK, a los generales o a los enemigos de la Revolución. De cualquier manera, el viejo Rudi y yo estábamos escondidos detrás de uno de esos tanques de barro cuando algunos de los bastardos recién llegados, no podía distinguir unos de otros salvo porque los tipos de Zataki gritaban Allah-u Akbar mientras morían, bien, algunos de los fedayines irrumpieron con una metralleta «Stern» en los hangares, precisamente en el momento en que Jon Tyrer abandonaba su remolque. Le vi caer y entonces me enfurecí como un hijo de puta, ni una palabra de esto a Manuela... Le cogí el arma a uno de ellos y comencé mi pequeña batalla particular para llegar hasta donde Jon estaba. Rudi... —Starke esbozó una sonrisa—. ¡Ése si que es un hijo de puta!, Rudi, a su vez, cogió otro revólver y parecíamos Butch Cassidy y el Sundance Kid...
—¡Dios Todopoderoso! Debíais de estar locos.
Starke asintió.
—Lo estábamos. Pero sacamos a Jon de la línea de fuego. Entonces, Zataki salió del hangar con tres de sus tipos y cargó contra el grupo más numeroso, disparando como el Wild Bunch. Pero no te lo imaginas, ¡se quedaron sin municiones! Aquellos desgraciados se quedaron allí, inmóviles, y jamás habrás visto en tu vida a alguien más completamente desnudo. —Se encogió de hombros—. Rudi y yo pensamos que no era justo disparar contra un blanco inmóvil, y Zataki se había portado bien una vez que el mollah Hussain, se hubo ido; además..., habíamos llegado a un acuerdo. Así que disparamos una andanada por encima de las cabezas de los atacantes, dando tiempo así a Zataki y a los otros a guarecerse. —De nuevo se encogió de hombros—. Y eso fue todo —dijo. Ya estaban cerca del bungalow. Husmeó el aire—. ¿De verdad tenemos chile, Freddy?
—Sí..., a menos que se haya quemado. ¿Eso es todo lo ocurrido?
—Claro, sólo que cuando el tiroteo acabó, pensé que lo mejor era dirigirnos a Kowiss y al doctor Nutt. El mollah parecía estar en mala forma y tenía miedo por Jon. Zataki dijo: «Claro. ¿Por qué no? Necesito ir a Esfahan...» Así que, aquí estamos. La radio se cascó en ruta..., podía oírte pero me resultaba imposible transmitir. No había manera.
Ayre le vio olfatear el aíre otra vez, consciente de que un psicópata como Zataki, jamás daría a Starke la autoridad que le había concedido, o su protección, por una contrapartida de tan escasa importancia.
El tejano abrió la puerta del bungalow. Al punto, se vio envuelto por el magnífico y sabroso aroma que lo transportaba de nuevo a su casa, a Texas, la tierra de Dios, y a miles de comidas. Manuela le tenía preparada una copa, tal como a él le gustaba. Pero no la bebió. Se limitó a ir a la cocina, coger una gran cuchara de madera, y probar el guiso. Manuela lo observaba conteniendo el aliento. Una segunda prueba.
—¿Qué me decís de esto? —sonrió feliz.
Aquel chile era el mejor que tomara en su vida.