CAPÍTULO XXVIII
Había llegado la hora de la oración del mediodía y el vetusto y renqueante autobús, abarrotado de gente, se detuvo en el arcén de la carretera. Todos los musulmanes, obedientes, siguiendo las indicaciones de un mollah, que también iba como pasajero, bajaron del autobús, extendieron sus alfombrillas en el suelo y comenzaron a encomendar sus almas a Dios. Salvo la familia india hindú que temían perder sus asientos, la mayoría de los demás pasajeros que no eran musulmanes había desembarcado, Tom Lochart entre ellos, satisfechos por aquella oportunidad de estirar las piernas o de hacer sus necesidades. Armenios cristianos; judíos orientales; una pareja nómada Kash'kai que, a pesar de ser musulmana, estaban dispensados por una antigua costumbre de la obligación de hacer la oración del mediodía, v sus mujeres de llevar el velo o el chador; dos japoneses, algunos árabes cristianos; todos ellos conscientes de la presencia del solitario europeo.
El día era caluroso, con brumas y un elevado índice de humedad debido a las cercanas aguas del Golfo. Tom Lochart se apoyó, exhausto, sobre el capó que humeaba debido al recalentamiento del motor. Le dolía la cabeza, las articulaciones, los músculos a causa de la marcha forzada desde la Presa de Dez, ahora ya a una distancia de trescientos kilómetros al Norte y del viaje en el traqueteante, atestado y ruidoso autobús. Todo el recorrido desde Ahwaz, donde lograra eludir a los Green Bands y meterse en el autobús, había permanecido incrustado en un asiento donde apenas había sitio para dos y no se diga nada de tres hombres, uno de ellos un joven Green Baud, que tenía en brazos, junto a su «M14», a su hijo, mientras su mujer, embarazada, permanecía en pie en el angosto corredor, prensada entre otras treinta personas en un espacio previsto para quince. El aire era fétido. Por doquier se oía parlotear en gran número de lenguas. Arriba y abajo maletas y bultos, cajas, cestas rebosantes de vegetales o pollos medio muertos, una pequeña cabra, desnutrida y coja, o dos... Arriba, el techo iba igualmente sobrecargado.
«Pero la condenada suerte me ha acompañado y aquí estoy», se dijo, sintiéndose de nuevo desgraciado, escuchando apenas el ritmo apaciguador de la salmodia.
El día anterior, a punto de ponerse el sol, cuando oyó despegar el «212» de Dez, salió de debajo del pequeño muelle, bendiciendo a Dios por haberse salvado. Tiritaba al máximo ya que el agua estaba muy fría, sin embargo, cogió la automática, y la montó y se dirigió a la casa. Estaba abierta. En el refrigerador, que aún tenía un agradable ronroneo merced al generador, había comida y bebida. Dentro de la casa se estaba caliente. Se quitó la ropa y la secó en una estufa, maldiciendo a Valik y a Seladi y enviándolos al infierno.
—¡Condenados hijos de puta! ¿Qué diablos les he hecho yo sino salvar sus estúpidos cuellos?
El calor y el lujo de la casa eran tentadores. Se sentía dolorido y cansado. La noche anterior, en Esfahan, prácticamente no había dormido. «Puedo acostarme y salir al amanecer —se dijo—. Tengo una brújula y, más o menos conozco el camino: contornear el aeropuerto que Alí Abassi mencionara y luego caminar en dirección este para tomar la carretera general Kermanshah-Ahwaz-Abadán. No creo que haya dificultades para coger un autobús o hacer autostop. También puedo irme ahora, hay luna y así no corro el peligro de verme atrapado aquí si se les ocurre enviar una patrulla desde la base aérea... Alí estaba casi tan nervioso como Seladi ante esa posibilidad y podían habernos seguido el rastro fácilmente. Muy fácilmente. Pero, de cualquier manera, si te detienen, ¿cuál es tu historia?»
Pensaba en ello mientras se preparaba un brandy con soda y algo de comida. Valik y los otros habían abierto dos latas de medio kilo del mejor caviar gris de esturión blanco y las habían dejado despreocupadamente sobre la mesa de la sala de estar, medio llenas. Lo comió saboreándolo, y tiró las latas en el cubo de basura que había fuera, junto a la puerta de atrás. Finalmente, cerró la casa y se puso en camino.
La marcha forzada por las montañas había sido terrible, aunque no tanto como pensara en un principio. Poco después de la madrugada, había alcanzado la carretera general de Kermanshah-Ahwar-Abadán. Casi sin tener que esperar fue recogido por unos trabajadores de la construcción coreanos que evacuaban la fábrica de aceros que habían estado construyendo bajo contrato en Kermanshah... Era habitual que los emigrantes se ayudaran entre sí en la carretera. Se dirigían al aeropuerto de Abadán donde les habían dicho que les esperaban transportes que los llevarían de vuelta a Corea.
—Mucha lucha en Kermanshah —le había dicho en un inglés titubeante—. Todos con armas... Iraníes matándose unos con otros. Todos locos, bárbaros..., peores que japoneses.
Le habían dejado en la terminal del autobús, en Ahwar. De forma milagrosa logró llegar hasta el siguiente que pasaba por Bandar Delam.
«Sí. Y ahora, ¿qué? —Recordó, sombrío, que después de haber arrojado las latas vacías de caviar al cubo de la basura, lo había pensado mejor, las había vuelto a sacar, enterrándolas luego. Más tarde, entró en la casa de nuevo para limpiar el vaso que utilizara e incluso el picaporte de la puerta—. Deberías hacer que te examinaran la cabeza. ¡Como si fueran a comprobar las huellas dactilares! Sí, pero en aquel momento pensé que lo mejor era no dejar huellas de mi paso por allí.»
«¡Estás loco! Figuras en las autorizaciones de vuelo de Teherán, ahí aparece la recogida clandestina de Valik y su familia, la fuga desde Esfahan y el transportar "a enemigos del Estado, ayudándoles a escapar". Tendrás que responder de todo eso..., bien..., ¡ante la SAVAK o Jomeiny! ¿Y cómo explicarán "S-G" o Mclver la desaparición de un helicóptero iraní que acaba tomando tierra en Kuwait, Bagdad o donde quiera con mil diablos pueda aparecer?»
¡Vaya un condenado galimatías!
«Sí. Y luego está Sharazad...»
—No se preocupe, Agha —dijo una voz que interrumpió sus pensamientos—. Todos estamos en manos de Dios.
Se trataba del mollah y le sonreía. Era un hombre barbudo más bien joven, y había subido al autobús en Ahwaz, con su mujer y sus tres hijos. Llevaba un fusil colgado al hombro.
—El conductor dice que habla usted farsi, que es de Canadá y una persona del Libro.
—Sí, sí. Lo soy, en efecto, Agha —respondió Lochart haciendo acopio de valor. Vio que la oración había terminado y que todo el mundo se agolpaba a la puerta del autobús.
—Entonces, también usted irá al cielo como el Profeta prometió, si se le considera digno de él, aunque no en nuestra parte —sonrió, astuto, el mollah—. Irán será el primer Estado islámico verdadero en el mundo desde los tiempos del Profeta. —De nuevo la astuta sonrisa—. Usted es..., usted es la primera persona del Libro que he conocido o con la que he hablado. ¿Aprendió en la escuela a hablar farsi?
—Me enviaron a una escuela, Excelencia, pero casi siempre tuve profesores particulares. —Lochart cogió el maletín de vuelo que había sacado del autobús por amor de una mayor seguridad y se dispuso a incorporarse a la cola. Ya le habían quitado el sitio. Al borde de la carretera, varios pasajeros orinaban o deponían. Hombres, mujeres y niños.
—¿Y la Excelencia trabajaba en la industria petrolífera?
El mollah se había situado en la cola junto a él y al punto la gente se apartó para dejarle paso. En el interior del autobús, los pasajeros ya se estaban peleando, mientras algunos le gritaban al conductor que se diera prisa.
—Sí, para su gran «IranOil» —dijo Lochart, dándose perfecta cuenta de que los que les rodeaban prestaban oído atento, forcejeando por acercarse y escuchar mejor. «Ahora debe faltar poco —pensó—el aeropuerto no puede estar a más de unos pocos kilómetros.» Momentos antes del mediodía, había avistado un «212» procedente del Golfo. Se encontraba demasiado lejos para averiguar si era civil o militar pero volaba en dirección al aeropuerto. «Será formidable ver a Rudi y a los otros, dormir y...»
—El conductor dice que está de vacaciones cerca del Kermanshah.
—En Luristan, al sur de Kermanshah. —Lochart se concentró. Contó de nuevo la historia que había pensado, la misma que dijera al vendedor de billetes de Ahwaz y a los Green Bands que también quisieron saber quién era y por qué estaba en Ahwaz—. Me encontraba de vacaciones haciendo excursionismo al norte de Luristan, por las montañas, y quedé atrapado en una aldea por una tormenta de nieve... durante una semana. ¿Va usted a Shiraz?
Shiraz era el destino final del autobús.
—Shiraz es donde está mi mezquita y el lugar donde yo he nacido. Venga, nos sentaremos juntos.
El mollah ocupó el asiento más cercano junto a un viejo, se colocó a uno de los niños sobre la rodilla, abrazó su arma y dejó a Lochart el sitio justo del pasillo. Lochart obedeció reacio, no sentía ningunas ganas de sentarse junto a un mollah hablador e inquisitivo pero, al propio tiempo, estaba agradecido de tener un sitio. El autobús se llenaba con rapidez. La gente empujaba para conseguir sitio o abrirse paso hasta el fondo.
—Su país, Canadá, está junto al Gran Satanás, ¿verdad?
—Canadá y Estados Unidos tienen fronteras comunes —repuso Lochart sintiendo cómo se le revolvía la bilis—. La gran mayoría de los americanos son Pueblo del Libro.
—Ah, sí, pero muchos son judíos y sionistas, y los judíos, sionistas y cristianos están contra el Islam, son enemigos del Islam y, por lo tanto, están contra Dios. ¿Acaso no es verdad que judíos y sionistas gobiernan el Gran Satanás?
—Si se refiere a Estados Unidos no, Agha, no lo es.
—Pero si el Imán lo dice, así es —repuso el mollah que se mostraba absolutamente confiado y amable, e hizo una cita del Corán—. «Porque Dios ha montado en cólera con ellos y por siempre estarán atormentados.» —Luego, añadió—: Si el Imán...
Había agitación en la parte trasera del autobús y, al volverse, vieron a uno de los iraníes sacar, furioso, a un indio con turbante de su asiento y ocuparlo él. El indio forzó una sonrisa y permaneció en pie. Era costumbre que el primero que se sentara tenía derecho a seguir ocupando su asiento sin que lo molestaran. De nuevo comenzó el guirigay de voces y entonces otro hombre, casi inmovilizado en el pasillo, empezó a maldecir en voz alta a todos los extranjeros. Iba toscamente vestido, armado y permanecía en pie junto a los dos japoneses que ocupaban apretados un asiento junto a un viejo y harapiento kurdo y los miró con aire de desafío.
—¿Por qué han de seguir sentados los Infieles extranjeros mientras nosotros vamos de pie? Con la ayuda de Dios ya no somos lacayos de Infieles —dijo el hombre, aún más furioso, y les hizo un ademán imperativo con el pulgar—. ¡En pie!
Ninguno de los japoneses se movió. Uno de ellos se quitó las gafas y sonrió al hombre. Éste vaciló, empezó a lanzar bravatas pero lo pensó mejor, se volvió hacia el conductor y le gritó que se diera prisa. Antes de que el japonés volviera a ponerse las gafas encontró la mirada de Lochart. Hizo un leve ademán de asentimiento con la cabeza y sonrió.
Lochart le devolvió la sonrisa. En Ahwaz, mientras se abrían camino por alcanzar el autobús, uno de los japoneses había dicho a Lochart en un inglés pasable:
—Síganos, señor. En Tokio, a la hora punta, los autobuses y los trenes son mucho peores que esto.
Con enorme despliegue de cortesía, los dos se abrieron camino rápidamente, le encontraron un asiento a él y sitio para ellos dos al fondo del autobús. Durante la parada del mediodía, charlaron brevemente y le dijeron que eran ingenieros que volvían de un permiso y se dirigían a «Iran-Toda».
—¡Ah! —exclamó satisfecho el mollah al ver que el conductor volvía a ocupar su asunto después de un breve forcejeo por pasar—. Ahora ya seguimos, gracias a Dios.
Con un aparatoso floreo, el conductor puso en marcha el motor y el autobús reanudó, renqueante, su recorrido.
—Próxima parada Bandar Delam —voceó—. Si así lo quiere Dios. —Dios lo quiere. —El mollah estaba muy contento. Volvió de nuevo su atención a Lochart y gritó tratando de hacerse oír por encima del ruido—. ¿Qué decía sobre el Gran Satanás, Agha?
Lochart tenía los ojos cerrados y simuló no haber oído.
El mollah lo sacudió ligeramente.
—¿Qué decía sobre el Gran Satanás, Agha? —repitió.
—No decía nada, Agha.
—¿Qué? No le he oído.
Lochart mantuvo su gesto cortés, consciente del peligro en que se encontraba.
—No decía nada, Agha —dijo en voz más alta—. Viajar es muy fatigoso, ¿no? —Cerró los ojos de nuevo—. Creo que dormiré un poco.
—¿Para qué decir nada? —le gritó un joven que había de pie en el pasillo, intentando hacerse oír por encima del chirriante motor—. América es la responsable de todos nuestros males. ¡Si no fuera por América, habría paz en todo el mundo!
Lochart continuó con los ojos cerrados, haciendo oídos sordos, consciente de que estaba a punto de saltar... Deseaba, en parte, haber tenido la automática en su bolsillo aunque, por la otra, daba gracias a Dios de llevarla en la maleta. Sintió que el mollah lo sacudía.
—Antes de que se duerma, Agha, ¿no está de acuerdo en que el mundo sería mucho mejor sin el perverso americano?
Lochart luchó por contener su ira, mas se limitó a seguir con los ojos cerrados.
Otra sacudida, esta vez mucho más violenta que las anteriores, desde el pasillo al tiempo que el hombre le gritaba al oído.
—¡Contesta a Su Excelencia!
De repente, se sintió enfermo de asco de toda aquella propaganda contra Estados Unidos y de las falsedades que continuamente les vertían en sus oídos. Lívido de furia, abrió los ojos, apartó con rudeza la mano del hombre y empezó a gritar en inglés:
—Bien, le diré una cosa, mollah, más le vale dar gracias a Dios de que América exista, porque sin ella, maldito lo que habría en el mundo y todos estaríamos en un condenado gulag o bajo la condenada tierra. ¡Sí, usted, yo, este imbécil e incluso Jomeiny!
—¿Qué?
Se dio cuenta de que el mollah lo miraba con la boca abierta..., y entonces cayó en que había estado expresándose en inglés. Puso freno a su lengua y, consciente de que no había modo de explicarlo de una manera lógica, comenzó a hablar en farsi.
—Estaba citando la Sagrada Biblia en inglés —dijo, siendo aquello lo primero que se le ocurrió—. Citaba a Abraham cuando le dominaba una gran ira. ¿Acaso no dijo Abraham: «La maldad acecha a la Tierra de muy diversa guisa. Es obligación del Creyente pro... protegerse de la maldad, de cualquier maldad..., ¡de toda maldad!» ¿No lo dijo así?
El mollah le miraba de una forma extraña y, a su vez, citó del Corán:
—«Y Dios dijo a Abraham: "Te haré patriarca de toda la Humanidad", y Abraham dijo: "¿También de mis descendientes!" Dios dijo: "Mi alianza no abarca a los malhechores."»
—Estoy de acuerdo —asintió Lochart—. Y ahora debo de pensar en Dios..., el Dios único, el Dios de Abraham y Moisés, de Jesús y Mahoma, ¡cuyo Nombre sea alabado! —Lochart cerró los ojos con el corazón prácticamente en la boca. Esperaba que, de un momento a otro, el furioso joven del rifle le propinara un culatazo en el rostro o que el mollah ordenara a gritos que el autobús se detuviera. En modo alguno esperaba misericordia. Pero pasó el momento culminante y lo dejaron tranquilo con sus supuestas oraciones.
El mollah suspiró. La falta de espacio le obligaba a apretarse contra el Infiel. «Me pregunto cómo rezará un Infiel —se dijo—. ¿Qué le dirá a Dios, incluso siendo una persona del Libro? ¡Qué lastimosos son!»
En el aeropuerto de Bandar Delam: 12.32 del mediodía. El coche de las Fuerzas Aéreas iraníes pasó como un rayo por delante de los somnolientos centinelas, ondeando al viento la bandera verde de Jomeiny y se detuvo entre un remolino de polvo delante del remolque oficina de Rudi. De él bajaron dos oficiales elegantemente uniformados. Y con ellos tres Green Bands.
Rudi Lutz salió para recibir a los oficiales, un comandante y un capitán. Su rostro se iluminó al reconocer al capitán.
—Hola Hushang, me preguntaba cómo te ir...
El oficial de más edad le interrumpió iracundo.
—Soy el comandante Qazani, del Servicio Secreto de las Fuerzas Aéreas. ¿Qué está haciendo uno de los helicópteros iraníes que tiene bajo su control intentando abandonar el espacio aéreo iraní? Ha desobedecido repetidas veces las instrucciones de un interceptor y hace caso omiso de las órdenes emanadas desde control de tierra.
Rudi se les quedó mirando atónito.
—Sólo hay uno de mis helicópteros en el aire y está haciendo un servicio CASEVAC, solicitado por el control de radar de Abadán.
—¿Cuál es su matrícula?
—EP-HXX. ¿A qué se debe todo esto?
—Es lo que yo quiero saber. —El comandante Qazani pasó junto a él, entró en el remolque y tomó asiento. Sus Green Bands se mantuvieron a la espera.
—¡Entre! —ordenó el comandante irritado—. Siéntese, capitán Lutz.
Rudi, tras una breve vacilación se sentó sobre la mesa. Algunas perforaciones de bala en la pared lo iluminaban por detrás. También los Green Bands entraron, el otro oficial lo hizo el último, y cerró la puerta a su espalda.
—¿Qué es un HXX? ¿Un «206» o un «212»? —preguntó el comandante.
—Un «206». ¿Qué es todo est...?
—¿Cuántos «212» tienen aquí?
—Dos. El HXX y el HGC. El radar de Abadán dio paso al HXX ayer en un servicio CASEVAC a Kowiss, con heridos del ataque de los fedayines ayer de madr...
—Sí, nos hemos enterado de eso. Y que usted ayudó a los guardias a enviarlos al infierno que se merecen, por lo que le damos muchas gracias. ¿La EP-HBC es la matrícula de un «212» de «S-G»?
Rudi vaciló.
—No puedo decírselo de buenas a primeras, comandante. Aquí no dispongo de registros de todos nuestros «212». Pero puedo averiguarlo si logro comunicar con nuestra base en Kowiss. La radio ha estado interrumpida durante todo un día. Verá, le ayudaré en cuanto me sea posible pero, por favor, ¿quiere decirme a qué se debe todo esto?
El comandante Qazani encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Rudi que movió negativamente la cabeza.
—Se trata de un «212». EP-HBC. Yo creo que es un «212» operativo S-G, con un número desconocido de personas a bordo, que ayer atravesó la frontera iraquí poco antes de la puesta del sol..., sin que se le hubiera dado paso libre, haciendo caso omiso, como ya he dicho, haciendo caso omiso de las órdenes explícitas dadas por radio para que tomara tierra.
—No sé nada sobre eso. —La mente de Rudi trabajaba a marchas forzadas. Debía de tratarse de alguien que intentaba huir, se dijo—. Ese pájaro no es nuestro. No podemos siquiera poner en marcha los motores sin el visto bueno del control de Abadán. Es SOP.
—¿Y cómo explicaría entonces ese HBC?
—Podría tratarse de un aparato «Guerney» que trasladase a parte de su personal, o «Bell» o de cualquiera de las otras compañías de helicópteros. Recientemente ha sido difícil, en ocasiones imposible, registrar un plan de vuelo. Ya sabe lo muy..., bueno, lo muy fluido que el radar ha estado durante las últimas semanas.
—Fluido no es la palabra apropiada —intervino el capitán Hushang. Era un hombre dinámico, muy apuesto, con el bigote recortado y gafas oscuras. Ostentaba alas en el uniforme. Durante todo el año anterior había estado destinado en Kharg, donde él y Rudi habían llegado a conocerse bien—. ¿Y si se tratase de un aparato «S-G»?
—Entonces tiene que haber una buena explicación. —Rudi se alegraba de que Hushang hubiera capeado la Revolución..., sobre todo si se consideraba que siempre se había mostrado como un crítico sin pelos en la lengua respecto al hecho de que los mollahs se entrometieran en el Gobierno—. ¿Estás seguro de que era ilegal?
—Estoy seguro de que los legales disponen de la debida autorización, que los legales obedecen el reglamento aéreo y que los aparatos legales no practican acciones evasivas y vuelan hacia la frontera —respondió Hushang—. Y, además, estoy casi seguro de haber visto el emblema «S-G» en mi primera pasada, Rudi.
—¿Volaste en la acción interceptora?
—Encabezaba la acción disuadora.
El silencio se hizo más profundo en el remolque.
—¿Le importa que abra una ventana, comandante? El humo..., me da dolor de cabeza.
—Si HBC es un aparato «S-G» alguien va a tener algo más que un dolor de cabeza.
Rudi abrió la ventana. «HBC parece una de nuestras matrículas —se dijo—. ¿Qué diablos anda mal...? Es como si estos últimos días nos encontrásemos bajo el influjo de un hechizo... Primero fue el psicópata Zataki y el asesinato de nuestro ingeniero, luego el pobre Kyabi, a renglón seguido, esos malditos fedayines izquierdistas con su ataque ayer de madrugada, casi matándonos a todos e hiriendo a Jon Tyrer... ¡Dios mío, espero que Jon Tyrer se encuentre bien! Y ahora, nuevas dificultades.»
Volvió a sentarse presa de un gran cansancio.
—Lo único que puedo hacer es preguntar.
—¿Hasta qué distancia operan en el Norte? —preguntó el comandante.
—¿Normalmente? Ahwaz. Dezful sería más o menos nuestro punto más lejano.
El teléfono del intercomunicador de la base sonó.
Era Rowler Jones, su mecánico jefe.
—¿Todo bien?
—Sí, gracias. No te preocupes.
—Grita si necesitas ayuda, amigo, y todos acudiremos como en una estampida.
Sonó el clic del teléfono.
Se volvió hacia el comandante sintiéndose mejor. Desde que hiciera frente a Zataki, todos sus hombre y pilotos lo trataban como si fuera el propio Laird Gavallan. Y desde el día anterior que zurraran la badana a los fedayines, incluso los Green Bands se mostraban deferentes... todos, excepto Yemeni, el gerente de la base, que seguía intentando ponerle las cosas difíciles.
—Dezful es el punto extremo..., en una dirección. Una vez que... —Calló. Había estado a punto de decir, una vez hayamos enviado a nuestro gerente de área a Kermanshah, pero entonces acudió a su mente la forma brutal y sin sentido con que el jefe Kyabi fuera asesinado y, de nuevo, sintió un creciente malestar.
Se dio cuenta de que el comandante y Hushang le estaban mirando.
—Lo siento, comandante. Iba a decir una vez que hayamos enviado un charter a Kermanshah. Ya sabe que repostando somos móviles.
—Sí, capitán Lutz, sí, lo sabemos —replicó el comandante que apagó el cigarrillo y encendió otro acto seguido—. El Primer Ministro Bazargan previa aprobación, naturalmente, del Ayatollah Jomeiny —añadió cauteloso, sin fiarse de Abhasi o de los Green Bands que también, secretamente, pudieran entender el inglés—, ha cursado órdenes estrictas respecto a todos los aparatos en Irán, en especial, los helicópteros.. Y ahora telefonearemos a Kowiss.
Se encaminaron a la sala de radio. Al punto, Yemeni protestó, alegando que no podía aprobar la llamada sin permiso del comité local, del que se había nombrado a sí mismo miembro, ya que era el único capaz de leer o escribir. Uno de los Green Bands fue en su busca, pero el comandante no hizo caso de Yemeni y se salió con la suya. Kowiss no respondió a las llamadas.
—Es la Voluntad de Dios. Será mejor intentarlo después de que oscurezca, Agha —dijo Jahan, el operador de radio, en farsi.
—Sí, gracias —repuso el comandante.
—¿Qué es lo que necesita, Agha? —preguntó Yemeni con rudeza, furioso ante aquella invasión. Los uniformes del Sha llegaban a ponerle realmente frenético—. Yo se lo facilitaré.
—¡No te necesito para nada, hijo de perro! —tronó iracundo el comandante, sobresaltando a todo el mundo y dejando paralizado a Yemeni—. Si me creas dificultades, te llevaré ante nuestro tribunal por interferir en el trabajo del Primer Ministro y del propio Jomeiny! ¡Fuera!
Yemeni salió corriendo entre las risas de los Green Bands.
—¿Quiere que le machaque la cabeza, Agha? —preguntó uno de ellos.
—No, no, gracias. Tiene menos importancia que una mosca comiendo en una boñiga de camello.
El comandante Qazani dio una larga chupada a su cigarrillo, se envolvió en humo y miró pensativo a Rudi. Las noticias de cómo aquel alemán había salvado a Zataki, el jefe más importante de la Guardia Revolucionaria en aquella área, había corrido como reguero de pólvora en su base aérea.
Se levantó y se acercó a la ventana. Desde allí podía ver su coche y la bandera verde de Jomeiny así como a los Green Bands vagando en derredor. «Hijos de perro todos ellos —se dijo—. No nos hemos librado de las cortapisas e influencia americanas y ayudado a librarnos del Sha, para que unos mollahs piojosos, por muy valientes que algunos de ellos puedan ser, se hagan con el control de nuestras vidas y de nuestros hermosos planes.»
—Quédese aquí, Hushang, le dejaré dos guardias —dijo—. Espere aquí y haga la llamada con él. Le enviaré el coche de nuevo.
—Bien, señor.
El comandante miró a Rudi con dureza.
—Quiero saber si HBC es un helicóptero «S-G» —dijo en inglés—. Dónde tenía su base, cómo llegó a este área y quiénes iban a bordo.
Dio las órdenes oportunas y se fue entre un remolino de polvo.
Hushang envió a los dos guardias para que dijeran a los demás cuál era la situación. Ahora, ya estaban los dos solos.
—Bueno —dijo, y sonriendo le alargó la mano—. Me alegro de verte, Rudi.
—Yo también —repuso éste, estrechándosela cordialmente—. Me preguntaba cómo te iría.
Hushang se echó a reír.
—¿Quieres decir si me habrían liquidado? Bueno, no creas todas esas historias, Rudi. No. Todo va muy bien. Cuando salí de Kharg pasé algún tiempo en Doshan Tappeh, y luego vine a la base aérea de Abadán.
Rudi esperó.
—¿Y desde entonces?
—¿Desde entonces? —Hushang reflexionó un instante—. Desde entonces cuando Su Maj... cuando el Sha abandonó Irán, el comandante en jefe de nuestra base nos hizo formar a todos y nos dijo que consideraba cancelado nuestro juramento de fidelidad. Todos nosotros en las Fuerzas habíamos jurado fidelidad a la persona del Sha, pero, al irse él, era como si nuestro juramento hubiera sido rechazado. El comandante en jefe nos preguntó a todos lo que preferíamos hacer, tanto a los oficiales como a los soldados, si quedarnos o irnos..., pero, finalmente, dijo: «En esta base el traspaso del poder al nuevo Gobierno legal será disciplinado.» Se nos concedieron doce horas para tomar una decisión. —Rudi frunció el entrecejo—. Algunos se retiraron, en su mayoría eran jefes. ¿Qué hubieras hecho tú, Rudi?
—Quedarme. Por supuesto. Heimat ist immer Heimat.
—¿Qué?
—Tu patria siempre es tu patria.
—Ah, sí. Sí, eso mismo fue lo que pensé. —El gesto de Hushang pareció ensombrecerse—. Una vez que todos hubimos tomado una decisión, nuestro comandante en jefe convocó al Ayatollah Ahwazi, nuestro ayatollah jefe, e hizo el traspaso de poder en toda regla. A renglón seguido, se pegó un tiro. Dejó una nota en la que decía: Toda mi vida he estado al servicio del Sha Reza Mohammed como mi padre sirviera al Sha Reza, su padre. No puedo servir a mollahs o políticos ni vivir con el hedor a traición que invade el país.
Rudi se mostró vacilante.
—¿Se refería a los americanos?
—El comandante cree que se refería a los generales. Algunos de nosotros pensamos... Bueno, pensamos que quería decir la traición del Islam.
—¿Por Jomeiny?
Rudi se dio cuenta de que Hushang lo miraba, inocentes los ojos castaños, tranquilo el rostro de facciones cinceladas, y, por un segundo, tuvo la incómoda sensación de que ya no era amigo suyo, sino alguien con su misma cara. Alguien que pudiera estar dispuesto a tenderle una trampa. Pero, ¿qué trampa?
—Creer eso pudiera ser traición. No puede serlo —dijo Hushang. Era una afirmación, no una pregunta y Rudi sintió de nuevo la necesidad de mostrarse cauteloso—. Estoy asustado por Irán, Rudi. Nos hallamos tan expuestos, somos tan valiosos para cualquiera de las dos superpotencias y tan odiados y envidiados por muchos de los que nos rodean.
—Sí, pero vuestras Fuerzas son las más numerosas y mejor equipadas de toda esta zona... Sois la potencia del Golfo. —Se dirigió al pequeño refrigerador—. ¿Qué me dices de una botella de cerveza bien helada?
—No, gracias.
Por lo general, solían compartir una complacidos.
—¿Estás a régimen? —preguntó Rudi.
El otro sacudió negativamente la cabeza con una sonrisa extraña. —No, lo he dejado. Es mi ofrenda al nuevo régimen.
—Entonces tomaremos té, como en los viejos tiempos —dijo Rudi imperturbable, y se acercó a la cocina para poner el agua a hervir. Entretanto, reflexionaba. «Hay que reconocer que Hushang ha cambiado, pero, de hecho, si tú fueras él, te habría ocurrido lo mismo. Su mundo se ha vuelto del revés, como pasó con la Alemania Occidental y la Oriental, aunque no tan malo»—. ¿Cómo está Alí? —preguntó.
Alí era el hermano mayor al que Hushang idolatraba, un piloto de helicópteros al que Rudi no conocía pero del que Hushang siempre estaba hablando, riendo con sus aventuras y conquistas legendarias en Teherán, París y Roma de los viejos tiempos..., «los viejos y buenos tiempos», se dijo con vehemencia.
—Alí el Grande también está perfectamente —dijo Hushang con sonrisa satisfecha. Poco antes de que el Sha se fuera habían discutido en secreto las disyuntivas que se les ofrecían y estuvieron de acuerdo en que, pasara lo que pasase, se quedarían en Irán—. Somos la fuerza de élite, seguiremos teniendo permisos en Europa. —Sonrió encantado, orgulloso de su hermano, sin sentir envidia de sus éxitos pero deseoso de tener, siquiera, una décima parte de sus triunfos—. Pero ahora habrá de ir recogiendo velas, al menos tendrá que hacerlo en Irán.
El agua rompió a hervir y Rudi hizo el té.
—¿Te importa que te pregunte sobre HBC? —Miró a través de la puerta hacia la otra habitación. Su amigo lo observaba—. ¿Será correcto?
—¿Qué quieres saber?
—¿Qué ocurrió?
—Yo era el jefe del vuelo de servicio —comenzó Hushang al cabo de una pausa—. Se nos dispersó y se nos dijo que interceptáramos un helicóptero que había sido captado escurriéndose por aquella área. Resultó ser un aparato civil, jugando al escondite por los valles en los alrededores de Dezful. Se negaba a responder a las llamadas por radio, tanto en farsi como en inglés. Esperamos, siguiéndole el rastro. Una vez que salió a cielo abierto, le envié un aviso, fue entonces cuando me pareció reconocer el emblema «S-G». Pero no me hizo maldito caso, enfiló hacia la frontera y la situación se puso al rojo vivo. Mi hombre de ala también le avisó, mas él continuó como si nada, y persistió en su acción evasiva.
Hushang entornó los ojos al recordar la excitación que se apoderó de él, cazador y presa, jamás había cazado antes, en sus oídos resonaba el maravilloso aullido de los jets, mezclado con los ruidos de la estática y con las órdenes. «¡Proyectiles de mano!» Las manos y los dedos, obedientes.
«Apreté el gatillo y fallé la primera vez mientras el helicóptero hacía piruetas, pasando velozmente de un lado al otro, ligero como una libélula. También su hombre de ala disparó y falló por una mínima fracción ya que los proyectiles no eran del tipo térmico. Un nuevo fallo. El helicóptero ya había atravesado la frontera. La había atravesado y estaba a salvo, pero no de mí, no de la justicia, así que me lancé disparando con toda la artillería. Tuve la impresión de ver rostros en las ventanillas cuando lo miraba, convertirse en una bola de fuego. Y al hacer un giro y volver para observarlo de nuevo, había desaparecido. Sólo quedaba una columna de humo. Y mi placer.»
—Le alcancé —dijo—. Lo hice saltar fuera de los cielos.
Rudi dio media vuelta para ocultar su sobresalto. Había confiado en que HBC hubiera conseguido escapar, quienquiera que volara en él.
—¿No hubo... ningún superviviente?
—No, Rudi. Explotó en el aire —dijo Hushang, queriendo mantener un tono de voz tranquilo, profesional—. Fue mi primer derribo... Nunca creí que pudiera ser tan difícil.
«No fue un combate precisamente —se dijo Rudi, furioso y asqueado—. Misiles y artillería contra nada, pero supongo que órdenes son órdenes y HBC estaba cometiendo una infracción, quienquiera que lo pilotara, quienquiera fuese a bordo. Debió de haberse detenido, yo lo hubiera hecho. ¿De verdad? Si yo fuera un piloto de caza y esto Alemania, y el helicóptero volara hacia la frontera controlada por el enemigo, con Dios sabe qué personas a bordo y hubiese recibido la orden de... Un momento, ¿acaso lo derribó Hushang en el espacio aéreo iraquí? Bueno, no voy a preguntárselo. Tan seguro como que Dios no le habla a Jomeiny, que Hushang no me lo diría si lo hubiese hecho... Yo no lo diría.»
Sombrío, llenó la tetera con el agua hirviendo, lo que le trajo a la memoria, la otra, la de su infancia. Entonces, miró por la ventana. En la carretera, fuera del perímetro del aeropuerto, se detenía un viejo autobús. Vio bajar a un hombre alto. De momento, no le reconoció. Luego sí lo hizo y, con un alarido de contento, salió corriendo.
—Perdóname un momento...
Se reunieron junto a la verja mientras los Green Bands observaban curiosos.
—¡Tom! Wie geht's? ¿Qué tal estás? ¿Qué diablos haces aquí? ¿Por qué no nos dijiste que venías? ¿Qué tal en Zagros, y Jean-Luc?
Estaba tan contento que ni siquiera se dio cuenta del cansancio de Lochart ni del estado de su indumentaria, polvorienta, destrozada y sucia.
—Tengo mucho que decirte —pudo interrumpirle Lochart—. Tengo mucho que decirte, pero estoy hecho polvo. Necesito desesperadamente un poco de té..., y algo de sueño. ¿De acuerdo?
—Pues claro. —Rudi le sonrió satisfecho—. Claro. Ven y abriré mi última y secreta botella de whisky que incluso yo simulo que no tengo y echar... —De repente, observó el estado en que su amigo se encontraba y su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué diablos te ha pasado? Parece que te hayan arrastrado por los matorrales en dirección contraria.
Vio cómo Lochart miraba de forma casi imperceptible a los guardias que se encontraban cerca y escuchaban.
—Nada, Rudi, en absoluto. Ante todo, he de lavarme, ¿eh? —dijo.
—Claro... Sí, desde luego. Puedes hacerlo en mi remolque.
Muy preocupado, se puso en marcha junto a Lochart, encaminándose ambos hacia el aeropuerto. Jamás lo había visto tan envejecido y lento. «Parece perturbado, casi..., casi como si se hubiera encontrado con una emergencia y lo hubiera estropeado todo.»
A la altura del hangar pudo ver a Yemeni espiándoles desde las ventanas de la oficina. Fowler Jones y el otro mecánico habían dejado de trabajar y se disponían a acercarse a ellos. Entonces, vio a Hushang aparecer en la puerta de su remolque, al otro extremo del campamento. Y a Rudi le pareció que la cabeza le explotaba.
—¡Santo Cielo! —exclamó con voz entrecortada—. ¿No se tratará del HBC?
Lochart se detuvo de golpe con el rostro pálido.
—¿Qué diablos sabes sobre él?
—Pero si dijo que lo había cazado, ¡que le había hecho volar fuera de los cielos! ¿Cómo lograste salvarte? ¿Cómo?
—¡Cazado! —Lochart pareció presa de una gran conmoción—. ¡Dios mío! ¿Quién..., quién lo ha dicho?
A Rudi le respondieron los reflejos y, como al desgaire, se volvió de espaldas a Hushang.
—El oficial iraní que está en la puerta... Ten cuidado, no mires. Él fue quien se ocupó de interceptarlo, «F14»... Lo hizo volar por los aires. —Esbozó una sonrisa forzada y cogiendo a Lochart por el brazo, y tratando de seguir con una actitud natural, lo llevó en dirección a otro remolque—. Puedes acostarte en la cama de Jon Tyrer —dijo con forzada jovialidad y, tan pronto como hubo cerrado la puerta tras de sí, susurró precipitadamente—. Hushang dice haber derribado el HBC cerca de la frontera iraquí, ayer, con la puesta del sol. Dice que estalló en el aire. ¿Cómo lograste salir con vida? ¿Quién iba a bordo? Rápido, cuéntame lo ocurrido. De prisa.
—El último trecho no lo piloté yo. No me encontraba en el helicóptero —respondió Lochart, mientras trataba de pensar, y hablando también en voz baja ya que los tabiques del remolque eran muy delgados—. Me dejaron en la Presa Dez. Hube de recorr...
—¿En la Presa Dez? ¿Qué diablos hacías allí? ¿Quién te dejó? Lochart vaciló. Todo estaba ocurriendo con demasiada rapidez. —No sé si debería... No sé si debería hablar, porque...
—Por todos los cielos, están siguiendo la pista del HBC, tenemos que hacer algo, y de prisa. ¿Quién lo pilotaba, quiénes iban a bordo?
—Todos ellos iraníes, abandonando Irán... Todos pertenecientes a la Fuerza Aérea de Esfahan..., no conozco sus nombres..., y también el general Valik, su mujer y... —a Lochart se le hacía difícil decirlo—, y sus dos hijitos.
Rudi estaba aterrado. Había oído hablar de Annoush y de los dos niños y había estado con Valik varias veces.
—Es algo terrible, verdaderamente terrible. ¿Y qué diablos voy a decir yo?
—¿Decir? ¿Acerca de qué?
Las palabras salían como en un torrente desbordado.
—Apenas hace media hora, llegaron el comandante Qazani y Hushang. El comandante acaba de irse pero me ha ordenado que averigüe si HBC pertenece a «S-G», dónde tenía la base y quiénes iban a bordo. Me ha ordenado que llame a Kowiss y lo averigüe y Hushang va a estar escuchando, y no es ningún tonto, ni mucho menos, y además está seguro de haber visto la inscripción de «S-G» antes de hacer estallar el helicóptero en mil pedazos. Kowiss no tendrá más remedio que reconocer que era nuestro, entonces llamarán a Teherán y eso será el fin.
Lochart se sentó en una de las literas. Paralizado.
—¡Se lo advertí! Les advertí que esperaran a que cayera la noche. ¿Qué diablos puedo hacer?
—Largarte. Tal vez pu...
Llamaron con los nudillos a la puerta. Los dos quedaron petrificados.
—Soy yo, Fowler, capitán. Le he traído té, pensé que tal vez le viniera bien a Tom.
—Gracias. Un momento, Fowler —dijo, y bajó más la voz—. ¿Qué historia tienes, Tom? ¿Has pensado en alguna?
—Lo mejor que se me ocurrió fue decir que volvía de unas vacaciones por las montañas en Luristan, al sur de Kermanshah. Permanecí aislado en una aldea durante una semana por culpa de una tormenta de nieve, y, finalmente, he llegado haciendo autostop.
—Parece buena. ¿Dónde tienes la base?
Lochart se encogió de hombros.
—Zagros.
—Bien. ¿Alguien te ha pedido tu documentación?
—Sí. El expendedor de billetes en Ahwar y algunos Green Bands.
—Scheisse!
Rudi, sombrío, abrió la puerta.
Fowler Jones entró con la bandeja del té.
—¿Qué tal te va, Tom? —preguntó con una resplandeciente sonrisa desdentada.
—Contento de verte, Fowler. ¿Aún sigues maldiciendo?
—No tanto como Effer Jordon. ¿Cómo está mi viejo camarada? Lochart se sintió embargado por la fatiga y se recostó contra la pared. Zagros, Effer Jordon, Rodrigues, Jean-Luc, Scot Gavallan y todos los demás estaban muy lejos.
—Todavía lleva encasquetado su sombrero —dijo a costa de un gran esfuerzo, y aceptó, agradecido, el té, bebiéndolo. Caliente, oscuro, fuerte, con leche condensada..., el mejor reconfortante del mundo. «¿Qué ha dicho Rudi? ¿Lárgate? No puedo —pensó mientras el sueño hacía presa en él—. No puedo sin Sharazad.»
Entretanto, Rudi terminaba de contar a Fowler la historia pergeñada por Lochart.
—Haz correr la voz.
El mecánico parpadeó.
—¿Unas vacaciones de excursión por las montañas? ¿Tom Lochart?
¿Con su condenada mochila a cuestas? ¿Estando quien tú sabes en el maldito Teherán? ¿Estás chiflado, amigo?
Rudi lo miró.
—Como tú digas, muchacho. —Fowler se volvió a hablar con Lochart, pero éste ya se había quedado dormido, con la cara descompuesta por el cansancio—. ¡Caramba! Si ya está... —Sus astutos ojillos azules se volvieron a mirar a Rudi—. Haré correr la voz como si se tratara del mismísimo Génesis. —Dicho esto, salió.
Antes de que la puerta se cerrara, Rudi pudo ver a Hushang esperando en el remolque y lamentó haberle dejado solo tanto tiempo. Miró a Lochart. «Pobre Tom. ¿Qué diablos estaba haciendo en Esfahan? ¡Qué embrollo, Santo Cielo! ¿Y qué diablos hago ahora?» Cogió con todo cuidado la taza de las manos de Lochart, pero el canadiense se despertó sobresaltado.
Por un instante, Lochart no supo si estaba despierto o dormido. El corazón le latía con fuerza, tenía un dolor de cabeza espantoso, y se encontró de nuevo en la presa, al borde del agua. Rudi estaba allí, de pie, con la luz a su espalda exactamente como Alí, y Lochart sin saber qué hacer, lanzarse contra él o arriesgarse con el agua. Sentía unas ansias enormes de gritar. No dispares, no dispares...
—Dios mío, creí que eras Alí —jadeó—. Lo siento. Ahora ya estoy bien. No te preocupes.
—¿Alí?
—El piloto. El piloto del HBC, Alí Abhasi. Iba a matarme. —Lochart, somnoliento, le contó lo ocurrido. Al final, se dio cuenta de que Rudi había palidecido.
—¿Qué pasa?
Su amigo señaló con el pulgar hacia fuera.
—Ése es su hermano, Hushang Abhasi, él fue quien derribó el HBC.