CAPÍTULO XXXI
Scot Gavallan tenía la mirada baja y clavada en el cañón de una «Stern» amartillada. Acababa de tocar tierra con el «212», después del primer viaje del día a Rig Rosa a fin de entregar otro cargamento completo de tuberías de acero y cemento y, tan pronto como paró los motores, se vio rodeado de Green Bands armados que habían surgido corriendo del hangar.
Tristemente consciente del miedo que lo embargaba, apartó la mirada del arma con gran esfuerzo y se encontró con aquellos ojos, negros y malévolos.
—¿Qué es lo que quieren? —gruñó, añadiendo luego en farsi titubeante—. Cheh karbareh?
El hombre del arma, furioso, emitió un torrente de palabras incomprensibles para él.
Scot se quitó los cascos.
—Man zaban-e shoma ra khoob nami danam, Agah! —dijo intentando hacerse oír por encima del chirrido de los motores y conteniendo las imprecaciones que le venían a la boca. A cambio obtuvo nuevas palabras iracundas mientras que el hombre le hacía gestos indicándole que saliera de la carlinga.
Entonces, vio a Nasiri, el gerente de la «IranOil», despeinado y lleno de contusiones, al que otros «Guardias Revolucionarios» habían hecho salir de la oficina conduciéndole a la fuerza hasta el «212». Sacó un poco la cabeza por la ventanilla.
—¿Qué diablos pasa aquí?
—Quieren..., quieren que salga del helicóptero, capitán —dijo a su vez Nasiri—. Ellos..., por favor, dese prisa.
—Que esperen a que lo pare.
Scot terminó, nervioso, las operaciones. El cañón de la «Stern» no se había movido un ápice y tampoco la hostilidad que le rodeaba había disminuido. Ya los rotores iban reduciendo la velocidad y, una vez que todo estuvo en orden, se desabrochó el cinturón y bajó. Tan pronto como hubo salido, lo hicieron a un lado sin contemplaciones. Unos hombres excitados, vociferantes, abrieron la portezuela de la carlinga por completo y atisbaron en su interior en tanto que otros hacían lo mismo con la portezuela de la cabina principal invadiéndola seguidamente.
—¿Qué diablos te ha pasado, Agha? —preguntó a Nasiri, al darse cuenta de la importancia de sus contusiones.
—El..., el nuevo comité se equivocó —dijo Nasiri, intentando conservar su dignidad—: creyeron que yo era..., pensaron que era partidario del Sha y no un hombre de la revolución y el Imán.
—¿Quiénes demonios son...? Desde luego, no de Yazdek.
Antes de que Nasiri pudiera contestar, el Green Band de la «Stern» se abrió camino entre todos aquellos hombres.
—¡A la oficina! ¡AHORA! —dijo en un inglés detestable, al tiempo que agarraba a Scot por la manga del chaquetón para obligarle a andar más rápido. Scot, de manera instintiva, se soltó con brusquedad. Entonces, sintió el cañón de un arma en sus costillas.
—¡Está bien, por todos los santos! —farfulló y avivó el paso en dirección a la oficina con el gesto torvo.
En la oficina, junto a la mesa, se encontraban Nitchak Khan, kalandar de la aldea y el viejo mollah, con las espaldas contra la pared al lado de la ventana. La expresión de ambos era hierática. Scot los saludó y ellos lo hicieron a su vez, incómodos, con un leve movimiento de cabeza. Detrás de él, entraron numerosos Green Bands junto con Nasiri.
—Cheh karbareh, Kalandar?—preguntó Scot.
—Estos hombres son... Dicen ser nuestro nuevo comité —contestó con dificultad Nitchak Khan—. Los han enviado de Sharpur para tomar posesión de nuestra... de nuestra aldea y nuestro... aeropuerto.
Scot estaba perplejo. Lo que el jefe de la aldea decía no tenía el menor sentido. Aun cuando Sharpur era el pueblo más cercano y tenía jurisdicción nominal sobre el área, las tribus Kash'kai de las montañas se gobernaban por sí solas por derecho consuetudinario..., siempre, naturalmente, que reconocieran la soberanía del Sha y de Teherán, obedecieran las leyes y se mantuvieran desarmados y pacíficos. —Pero vosotros siempre os habéis gobern...
—¡Silencio! —ordenó el jefe de los Green Bands enarbolando su arma, Scot pudo observar cómo enrojecía Nitchak Khan. El jefe era barbudo, en la treintena, pobremente vestido y con algo en sus ojos oscuros que no auguraba nada bueno. Arrastró a Nasiri hacia el centro del grupo y empezó de nuevo a preguntar en farsi.
—Yo he de... yo tengo que traducir, capitán —dijo nervioso Nasiri—. El líder, Ali-sadr dice que tiene usted que contestar a las siguientes preguntas. Ya he contestado yo a la mayoría de ellas pero quiere...
Ali-sadr le cubrió de improperios y, seguidamente, empezó a leer de de una lista que ya tenía preparada mientras Nasiri traducía.
—¿Eres tú el que está aquí al mando?
—Sí, temporalmente.
—¿Cuál es tu nacionalidad?
—Británica. Y ahora, ¿que diab...?
—Algún americano aquí.
—No, que yo sepa —repuso Scot al punto, con el rostro impasible y la esperanza de que a Nasiri, que sabía que Rodrigues, el mecánico, era americano con un documento de identidad británico falso, no le hubiera hecho aquella pregunta. Nasiri la tradujo sin la menor vacilación. Uno de los Green Bands iba escribiendo las respuestas.
—¿Cuántos pilotos hay aquí?
—Por el momento, yo soy el único.
—¿Dónde están los otros, quiénes son y cuál es su nacionalidad?
—Nuestro piloto jefe, el capitán Lochart, es canadiense y está en Teherán, en un vuelo charter fuera de Teherán, creo saber. Esperamos su regreso cualquier día de éstos. El otro, el segundo en el mando, es el capitán Sessonne, francés, y hubo de ir a Teherán hoy en vuelo charter urgente por cuenta de «Iran0il».
El líder levantó la vista. Su mirada era dura.
—¿Qué era tan urgente?
—Rig Rosa está preparado para abrir un nuevo pozo.
Esperó mientras Nasiri explicaba lo que aquello significaba y que los perforadores petrolíferos necesitaban la ayuda urgente de los expertos de «Schlumberger» que ahora tenía su base en Teherán. Aquella mañana, Jean-Luc había telefoneado a su ATC local en Shiraz con la esperanza de obtener autorización para ir a Teherán. Ante su asombro e inmensa satisfacción, ATC de Shiraz dio su inmediata aprobación. «El Imán ha decretado que comience la producción petrolífera, así que empezará», le habían dicho.
En cuestión de minutos, Jean-Luc estuvo en el aire. Scot Gavallan sonrió para sí, sabedor de la verdadera razón de que Jean-Luc diera tres saltos mortales en la carlinga del «206». Se debía a que ahora podía escurrirse para hacer una visita, demorada por tanto tiempo, a Soyada, Scot la había visto en una ocasión. «¿No tendrá una hermana?» preguntó esperanzado.
El líder escuchaba con actitud impaciente a Nasiri y volvió a interrumpirle. Nasiri se acobardó.
—Él, Ali-sadr, dice que, en el futuro, todos los vuelos habrán de ser autorizados por él o por ese hombre... —tradujo Nasiri y señaló al joven Green Band que había estado escribiendo las contestaciones de Scot—. En el futuro, todos los vuelos llevarán a uno de sus hombres a bordo. En el futuro, no se hará ningún despegue sin un permiso previo. Y dentro de una hora más o menos usted le llevará a él y a sus hombres a recorrer todas las plataformas del área.
—Explíquele que eso no será posible porque he de entregar más tuberías y cemento en Rig Rosa. De lo contrario, no estarán preparados cuando Jean-Luc regrese mañana.
Nasiri comenzó a dar aquella explicación. El líder le interrumpió con rudeza y se puso en pie.
—Di al piloto Infiel que esté preparado para dentro de una hora y entonces... No, mejor aún, dile que vendrá con nosotros a la aldea donde yo pueda vigilarle. Tú nos acompañarás también. Y dile que sea muy obediente; en Irán, aunque el Imán quiere que se empiece rápidamente la producción de petróleo, todas las personas están sometidas a la ley islámica, sean o no iraníes. Aquí no queremos extranjeros —miró a Nitchak Khan—. Ahora, volveremos a nuestra aldea —dijo, y salió de prisa.
Nitchak Khan enrojeció. Él y el mollah lo siguieron.
—Tenemos que ir con el capitán —dijo Nasiri—. A la aldea.
—¿Para qué?
—Bueno, usted es el único piloto y conoce el terreno —se apresuró a decir Nasiri, preguntándose cuál sería la verdadera razón. Sentía un gran temor.
No habían existido indicios algunos de cambios inmediatos como tampoco habían observado que la carretera estaba abierta, algo que no ocurría desde que quedara cortada por la tempestad de nieve. Pero aquella mañana, el camión con doce Green Bands había llegado a la aldea. Al punto, el líder del Comité había sacado el trozo de papel firmado por el Comité Revolucionario de Sharpur concediéndoles jurisdicción sobre Yazdek y sobre «toda la producción, instalaciones y helicópteros de "Iran0il" en el área». Cuando, a petición de Nitchak Khan, Nasiri dijo que llamaría a «Iran0il» por radio para protestar, uno de los hombres comenzó a golpearle. El líder detuvo a aquel hombre, pero no presentó disculpa alguna como tampoco mostró a Nitchak Khan el respeto debido por su calidad de kalandar de esa rama del Kash'kai.
Nasiri sintió que sus temores se acrecentaban, deseando hallarse en esos momentos en Sharpur con su mujer y su familia. «¡Maldiga Dios a todos los comités, y fanáticos y extranjeros y al Gran Satanás americano causante de todos nuestro problemas!»
—Más vale..., más vale que vayamos —dijo.
Salieron afuera. Los otros llevaban ya un buen trecho de camino recorrido en dirección a la aldea. Al pasar Scot por delante del hangar, vio a sus seis mecánicos reunidos bajo la mirada vigilante de un guardia armado. Éste estaba fumando y Scot sintió un agudo malestar. Por todas partes había letreros en farsi y en inglés: PROHIBIDO FUMAR... ¡PELIGRO! A uno de los lados se encontraba el segundo «212» en las etapas finales del chequeo de las quince mil horas, pero, sin los dos «206» que completaban en aquel momento el conjunto de los aparatos de que disponían, el hangar parecía vacío y desolado.
—Agha —dijo a Nasiri señalando con la cabeza a los guardias que les acompañaban a ellos—, dígales que he de hacer preparativos para el helicóptero y que ordenen a ese imbécil que no fume en el hangar.
Nasiri hizo lo que le decía.
—Dicen que está bien pero que se dé prisa.
El guardia que estaba fumando tiró, indolente, el cigarrillo al suelo. Uno de los mecánicos se apresuró a aplastarlo. Nasiri hubiera querido quedarse pero los guardias le indicaron que siguiera adelante, lo que hizo reacio.
—Llenad el tanque de FBC y hacedle un chequeo de tierra —dijo Scot con cautela, ya que podía darse el caso de que alguno de los guardias entendiera el inglés—. Dentro de una hora he de llevar a nuestro comité para un recorrido estatal del territorio. Parece que ahora tenemos un nuevo comité de Sharpur.
—¡Mierda! —farfulló alguien.
—¿Y qué hay del material para Rig Rose? —preguntó Effer Jordon. Junto a él se encontraba Rod Rodrigues. Scot se dio cuenta de su ansiedad.
—Tendrá que esperar. Limítate a llenar el tanque FBC, Effer y revisadlo entre todos. Ahora, todo volverá a la normalidad, Rod —dijo para animar a Rodrigues—. Pronto te llegará tu permiso para irte a Londres, ¿capito?
—Claro. Gracias, Scot.
El guardia que se encontraba junto a Scot le indicó que siguiera caminando.
—Baleh Agha..., sí muy bien, Excelencia —dijo Scot y luego añadió dirigiéndose a Rodrigues—: Hazme un cuidadoso chequeo, Rod. —Desde luego.
Scot se alejó seguido por los guardias. Jordon gritó con tono ansioso.
—¿Qué está pasando aquí y adónde vas tú?
—Me voy a dar un paseo —contestó Scot con tono sarcástico—. ¿Cómo diablos voy a saberlo? He estado volando toda la mañana.
Siguió avanzando reacio, se sentía cansado, impotente e incapaz y deseaba que fueran Lochart o Jean-Luc quienes estuvieran en su lugar. ¡Esos malditos bastardos del Comité! Son un hatajo de condenados canallas.
Nasiri iba a unos cien metros por delante, andando rápidamente. Los demás ya habían desaparecido en la curva del sendero que zigzagueaba entre los árboles. Estaba bajo cero y la nieve crujía bajo sus pies, y, aun cuando Scot no sentía frío con chaquetón de vuelo, le resultaba incómodo andar con sus botas de vuelo y avanzaba de malhumor, quería dar alcance a Nasiri, pero le resultaba imposible hacerlo. La nieve estaba acumulada a cada lado del sendero y también pesando sobre los árboles. El cielo aparecía despejado. A un kilómetro de distancia, al final del zigzagueante sendero, estaba la aldea.
Yazdek se hallaba enclavada sobre una pequeña meseta, bien protegida de los fuertes vientos. Las chozas y las casas eran de madera, piedra y ladrillos de barro y estaban agrupadas alrededor de la plaza, frente a la pequeña mezquita. A diferencia de la mayor parte de las aldeas, ésta gozaba de prosperidad, tenía mucha leña para calentarse en invierno y también caza por las cercanías, con rebaños comunales de cabras y ovejas, algunos camellos y treinta caballos y yegüas de cría que eran su orgullo. La casa de Nitchak Khan, una construcción de dos plantas, con la techumbre de tejas y cuatro habitaciones, se alzaba junto a la mezquita y era más grande que cualquiera de las otras.
La escuela estaba al lado. El edificio más moderno de toda la aldea. Tom Lochart la había diseñado muy sencilla y persuadido a McIver para que financiara su construcción el año anterior. Hasta unos meses antes había estado dirigida por un joven perteneciente al Cuerpo de Profesorado del Sha. La aldea era prácticamente analfabeta en su totalidad. Al irse el Sha, el joven desapareció. De vez en cuando, Tom Lochart y los otros miembros de la base daban charlas allí, aunque más bien se trataba de sesiones de preguntas y respuestas, en parte por mantener las buenas relaciones y también para tener algo en qué distraerse cuando no estaban volando. Las sesiones gozaban de una buena asistencia por parte de adultos y niños, alentados por Nitchak Khan y su mujer.
Al descender por la ladera, Scot vio a los otros entrar en la escuela Delante del edificio se hallaba aparcado el camión que condujera a los Green Bands hasta allí. Los aldeanos formaban grupos, y observaban en silencio. Hombres, mujeres y niños, ninguno de ellos iba armado. Las mujeres kash'kai no llevaban velo ni chador aunque sí túnicas multicolores.
Scot subió los escalones del colegio. La última vez que estuvo allí, hacía tan sólo unas semanas, había dado una charla sobre el Hong Kong que él conoció cuando su padre trabajaba todavía allí y adonde él iba a pasar las vacaciones desde su internado en Inglaterra. Fue difícil explicarles cómo era Hong Kong, con su laberinto de calles, los tifones, sus palillos para comer, los caracteres de su escritura, sus manjares y su capitalismo filibustero, la inmensidad de toda China. «Me alegro de que volviéramos a Escocia —se dijo—. Me alegro de que el Viejo fundara "S-G" que yo dirigiré un día.»
—Tiene que sentarse, capitán —dijo Nasiri—. Ahí. —Le indicó un asiento en la parte trasera de una habitación de techo bajo abarrotada de gente.
Ali-sadr y cuatro de sus Green Bands se encontraban sentados a la mesa a la que habitualmente se sentaba el maestro. Y frente a ellos, también sentados, estaban Nitchak Khan y el mollah.
Los aldeanos permanecían en pie alrededor de ellos.
—¿Qué es esto?
—Es..., es una reunión.
Scot se dio cuenta del miedo que embargaba a Nasiri y se preguntó que haría él si los Green Bands empezaban a golpearle. «Tendría que haber sido cinturón negro o boxeador», pensó abrumado, tratando de entender el farsi que salía a modo de torrente de la boca del líder.
—¿Qué está diciendo, Agha? —preguntó a Nasari en un susurro.
—Yo..., él..., está diciendo... dice a Nítchak Khan, cómo será gobernada la aldea en el futuro. Por favor, ya se lo explicaré después —dijo Nasiri. Y se apartó de él.
Finalmente terminó toda aquella diatriba. Entonces, miraron a Nitchak Khan, que se puso en pie lentamente. Su expresión era grave y sus palabras escuetas. Incluso Scot las entendió.
—Yazdek es kash'kai, Yazdek seguirá siendo kash'kai.
Contorneó la mesa e inició la salida seguido por el mollah.
Obedeciendo una iracunda orden del líder, dos Green Bands le cortaron el paso. Nitchak Khan los apartó, despectivo, entonces, otros lo agarraron y la tensión empezó a subir en la habitación y Scot pudo ver cómo un aldeano salía inadvertido de ella. Los Green Bands que retenían a Nitchak Khan le obligaron a volverse de cara a Ali-sadr mientras los otros cuatro se ponían en pie furiosos y dando voces. Nadie había tocado al anciano que era el mollah. Éste alzó una mano y empezó a hablar, pero el líder vociferó que se callase y un estremecimiento recorrió a los aldeanos. Nitchak Khan no forcejeó con los hombres que lo sujetaban, se limitó a mirar a Ali-sadr y Scot sintió en él el odio como un mazazo físico.
El líder arengó a los aldeanos, luego, señaló a Nitchak Khan con dedo acusador ordenándole una vez más que obedeciera.
—Yazdek es kash'kai, Yazdek seguirá siendo kash'kai —dijo Nitchak Khan una vez más sin inmutarse.
Ali-sadr se sentó e igual hicieron los cuatro Green Bands. De nuevo Ali-sadr hizo un gesto y dijo algunas palabras. Un estremecimiento recorrió a los aldeanos. Los cuatro hombres que se sentaban a sus dos lados asintieron mostrándose de acuerdo. Ali-sadr dijo una sola palabra que cortó el silencio como una cimitarra.
—¡Muerte!
Se puso en pie y salió, seguido por los aldeanos y los Green Bands, que tenían agarrado a Nitchak Khan obligándole a caminar. Scott quedó olvidado. Scot se escabulló por un lado, y trató de pasar inadvertido. Scot se había quedado solo.
Una vez fuera, los Green Bands arrastraron a Nitchak Khan hasta el muro de la mezquita, y le obligaron a permanecer de pie contra él. La plaza había quedado desierta de aldeanos. Al salir a ella, los demás aldeanos que estaban dentro de la escuela desaparecieron también como por encanto. Salvo el mollah. Este se encaminó lentamente hasta donde se encontraba Nitchak Khan y permaneció junto a él y frente a los Green Bands que, a veinte metros de distancia montaban sus armas. Obedeciendo las órdenes de Ali-sadr, dos de ellos, por la fuerza, obligaron a apartarse al anciano. Nitchak Khan esperaba junto al muro en silencio, en actitud orgullosa. Finalmente, escupió al suelo.
El disparo llegó certero desde algún punto. Ali-sadr estaba muerto antes de desplomarse en el suelo. Se hizo un silencio repentino y denso, y los Green Bands giraron presos del pánico. Luego se quedaron rígidos al oír una voz que gritaba:
—¡Allah-u Akbarr, tirad vuestras armas!
Nadie se movió. Luego, uno de los del pelotón de ejecución dio media vuelta y apuntó a Nitchak Khan, pero murió antes siquiera de apretar el gatillo.
—¡Dios es Grande, tirad vuestras armas!
Otro de los Green Bands dejó caer el arma al suelo. El que había a su lado lo imitó, un tercero echó a correr en un intento de alcanzar el camión pero murió antes de haber recorrido diez metros. A partir de ese momento, todas las armas cayeron al suelo. Y todos los que quedadaban permanecieron allí en pie, inmóviles.
Entonces, la puerta de la casa de Nitchak Khan se abrió y su mujer apareció en el hueco apuntando con la carabina, seguida de un joven también armado de carabina. Su porte era orgulloso, tenía diez años menos que su marido y en la plaza sólo se escuchó el tintineo de sus arracadas y cadenas y el siseo de su tan y de su túnica escarlata.
Los oblicuos ojos de Nitchak Khan acentuaron aún más su forma en su rostro de altos pómulos y se ahondaron las ya profundas arrugas en las comisuras. Pero no le dijo nada a ella y se limitó a mirar a los ocho Green Bands que quedaban. Inmisericorde. Ellos mantuvieron la mirada y uno de ellos intentó echar mano a su arma. La mujer le disparó al estómago y él lanzó un alarido, retorciéndose sobre la nieve. Ella le dejó aullar durante unos instantes. Un segundo disparo y todo quedó en silencio.
Sólo quedaban siete.
Nitchak sonrió, silencioso. De las casas y las chozas empezaron a salir los hombres y las mujeres de la aldea los cuales se concentraron en la plaza. Todos ellos iban armados. Nitchak Khan centró de nuevo su atención en los siete.
—Subid al camión, tumbaos en el suelo y poned las manos a la espalda.
Los hombres obedecieron hoscos. Ordenó a cuatro de los aldeanos que los vigilaran y luego se volvió hacia el joven que había salido de su casa.
—Todavía queda uno en el aeropuerto, hijo mío. Llévate alguien contigo y ocúpate de él. Trae el cuerpo contigo. Cubríos la cara con pañuelos para que los Infieles no puedan reconoceros.
—Es la voluntad de Dios —dijo el joven señalando hacia la escuela. La puerta seguía abierta pero no había el menor rastro de Scot—. El infiel —dijo en voz queda—no pertenece a nuestra aldea.
Luego se alejó rápido.
Los aldeanos se mantenían a la expectativa. Nitchak Khan se rascó la barba pensativo. Luego miró a Nasiri que se agazapaba junto a los escalones de la escuela.
Nasiri se quedó lívido.
—Yo..., yo no he..., yo no he visto nada, Nitchak Khan —gruñó. Y levantándose pasó junto a los cuerpos—. Yo siempre, durante los dos años que he estado aquí he hecho siempre cuanto he podido por la aldea. Yo..., yo no he visto nada —dijo en voz más alta, abyecto. Entonces, el terror hizo mella en él y echó a correr para salir de la plaza. Y murió. Al menos una docena dispararon contra él.
—Bien es verdad que el único juez de la maldad de estos hombres debería ser Dios. —Nitchak Khan suspiró. Había sentido simpatía por Nasiri, pero no era uno de los suyos.
Su mujer se acercó a él que la sonrió. Ella sacó un cigarrillo y se lo entregó, después, le dio fuego. Seguidamente, se metió los cigarrillos y las cerillas en el bolsillo. Él fumó pensativo. Entre las casas, algunos perros ladraron y un niño empezó a llorar siendo acallado rápidamente.
—Se producirá una pequeña avalancha para interrumpir la carretera donde antes quedó cortada y así se impide que nadie salga hasta el deshielo —dijo al fin—. Meteremos los cuerpos en el camión y lo rociaremos con gasolina, después lo despeñaremos desde la carretera al barranco de los Broken Camels. Parece que el Comité ha llegado a la conclusión de que podemos gobernarnos nosotros mismos, como lo hemos hecho siempre, y que deben dejarnos en paz, como siempre. Luego, se han ido y se han llevado el cuerpo de Nasiri con ellos. Han matado a Nasiri aquí, en la plaza, todos lo hemos visto, cuando él intentaba escapar a la justicia. Desgraciadamente, sufrieron un accidente a su regreso. Como todo el mundo sabe, ésta es una carretera muy peligrosa. Es probable que se llevasen su cuerpo como prueba de que habían cumplido con su deber limpiando nuestras montañas de un bien conocido partidario del Sha, cuando éste estaba en el poder y antes de su huida.
Los aldeanos asintieron satisfechos. Todos querían saber la respuesta al interrogante final: ¿Qué iba a pasar con el último testigo? ¿Qué hacer con el Infiel que todavía se encontraba en la escuela?
Nitchak Khan se rascó la barba. Ese gesto le servía de gran ayuda siempre que debía adoptar decisiones difíciles.
—Pronto vendrán más Green Bands por dos razones: atraídos por el magnetismo de las máquinas voladoras, construidas por extranjeros, pilotadas por extranjeros en provecho de los extranjeros, y en busca del petróleo que se extrae de nuestra tierra en beneficio de nuestros enemigos de Teherán, de los enemigos recaudadores de impuestos y de más extranjeros. Si no hubiese pozos, no habría extranjeros y, por lo tanto, tampoco Green Bands. La tierra es rica en petróleo en cualquier parte, y éste resulta fácil de extraer en cualquier parte. La nuestra no lo es. Nuestros escasos pozos carecen de importancia y las once bases son de difícil y muy peligroso acceso. ¿Acaso no hubieron de hacer volar, hace unos días tan sólo, la cima de la montaña para evitar una avalancha?
Hubo acuerdo general. Nitchak Khan fumaba con fruición. El pueblo le observaba confiado..., era el kalandar, su jefe, un jefe que había gobernado con sabiduría durante dieciocho años, en tiempos buenos y malos.
—Si no hubiese máquinas voladoras, no podría haber pozos. De manera que si esos extranjeros se fueran —siguió diciendo con la misma voz bronca—, dudo mucho que otros extranjeros se aventuraran a venir aquí para reparar y volver a abrir las once bases, ya que, con toda seguridad, éstas se deteriorarían rápidamente, incluso tal vez fueran saqueadas y destrozadas por los bandidos. De esa manera, nos dejarían en paz. Sin nuestra ayuda, nadie puede trabajar en estas montañas. Nosotros, los kash'kai, tratamos de vivir en paz... Seremos libres y nos gobernaremos a nuestra manera y según nuestras costumbres. Por eso, los extranjeros tienen que irse, por su propia voluntad. Y han de irse pronto. Y los pozos también. Y todo cuanto sea extranjero. —Aplastó cuidadosamente el cigarrillo sobre la nieve—. Empecemos ya: prendamos fuego a la escuela.
Le obedecieron de inmediato. Un poco de gasolina y la madera, seca como la yesca, ardió al punto convirtiéndose en una inmensa hoguera. Todos se mantuvieron a la espera. Pero el Infiel no apareció por parte alguna y tampoco pudieron encontrar sus restos cuando rebuscaron entre los escombros.