CAPÍTULO LXVI

Tabriz. En el hospital internacional: 6.24 de la tarde.

El Khan Hakim entró andando penosamente en la habitación privada, seguido de un médico y un guardia. Ahora utilizaba muletas lo que le permitía desplazarse algo mejor, pero cuando se inclinaba o intentaba sentarse, el dolor se agudizaba. Eso sólo lo lograban los calmantes. Azadeh esperaba abajo. El resultado de los rayos X había sido mejor que el suyo y también sus dolores eran menos fuertes.

Ahmed yacía en la cama, despierto, con el pecho y el estómago vendados. La operación para sacarle la bala alojada en el pecho había resultado un éxito. La otra, en el estómago, le produjo grandes daños, había perdido mucha sangre y volvía a tener hemorragia interna. Pero tan pronto como vio al Khan Hakim, intentó incorporarse.

—No te muevas, Ahmed —dijo el Khan Hakim con tono amable—. El doctor dice que te vas reponiendo bien.

—El doctor es un embustero, Alteza.

El médico empezó a hablar pero calló al volver Hakim a tomar la palabra.

—Embustero o no, ponte bien, Ahmed.

—Sí, Alteza, con la ayuda de Dios. Pero tú..., ¿tú estás bien?

—Si los rayos X no mienten, sólo tengo rotura de ligamentos. —Se encogió de hombros—. Con la Ayuda de Dios.

—Gracias..., gracias por la habitación particular, Alteza. Jamás he disfrutado de semejantes lujos.

—Es tan sólo una muestra de mi estima por semejante lealtad. —Con ademán imperioso despidió al médico y al guardia. Una vez que hubieron cerrado la puerta, se acercó más a Ahmed—. ¿Pediste verme, Ahmed?

—Sí, Alteza, te ruego me perdones... el que yo no pudiera ir a ti. —La voz de Ahmed era flemosa y hablaba con dificultad—. El hombre de Tbilisi que tú querías... el soviético... ha enviado un mensaje para ti. Está... está debajo del cajón..., lo pegó debajo de ese cajón. —Con un esfuerzo, señaló hacia el pequeño escritorio.

Aquello excitó a Hakim sobremanera. Palpó por debajo del escritorio. Los vendajes adhesivos que llevaba le dificultaban el inclinarse. Encontró el pequeño trozo de papel doblado y lo sacó con facilidad.

—¿Quién lo trajo y cuándo?

—Hoy..., en algún momento, no estoy seguro. Creo que fue esta tarde. No lo sé. El hombre llevaba una bata de médico y gafas, pero no era un médico. Un azerbaijaní, o acaso un turco. Jamás le he visto antes. Habló en turco... Todo cuanto dijo fue: «Esto es para el Khan Hakim de un amigo de Tbilisi. ¿Entendido?» Le dije que sí y salió con la misma rapidez que había llegado. Durante mucho tiempo pensé que se trataba de un sueño...

El mensaje estaba garrapateado en una escritura que Hakim no reconoció: Muchas, muchas felicitaciones por tu herencia. Ojalá vivas tanto tiempo y seas tan productivo como tu predecesor. Sí, yo también quisiera que nos reuniéramos con urgencia. Pero aquí, no allí. Lo siento. Tan pronto como te encuentres preparado, me sentiré muy honrado de recibirte, con gran pompa o en privado, como prefieras. Deberíamos ser amigos, hay mucho por hacer y tenemos gran número de intereses comunes. Por favor, di a Robert Armstrong y a Hashemi Fazir que Yazernov está enterrado en el cementerio ruso de Jaleh y que tiene grandes deseos de verles cuando les parezca conveniente. No iba firmado.

Profundamente decepcionado volvió junto a la cama y alargó el papel a Ahmed.

—¿Qué opinas de esto

A Ahmed ya no le quedaban fuerzas para cogerlo.

—Lo siento, Alteza, ponlo delante de mí para que pueda leerlo. —Una vez lo hubo leído dijo—: No es la letra de Mzytryk. Yo reconocería... reconocería su escritura pero..., creo que es auténtica. Pudiera haber transmitido el mensaje a... a alguno de sus enlaces para que lo trajera aquí.

—¿Quién es ese Yazernov y qué significa esto?

—No lo sé. Está escrito en clave..., en una clave que ellos entenderán.

—¿Se trata de una invitación para un encuentro o de una amenaza? ¿Cuál de esas dos cosas?

—No lo sé, Alteza. Supongo que un encuent... —Le sacudió un espasmo de dolor. Maldijo en su propia lengua.

—¿Sabe Mzytryk que las dos últimas veces le prepararon una emboscada? ¿Que el Khan Abdollah le había traicionado?

—Yo... yo no lo sé, Alteza. Te dije que era astuto y que el Khan, tu padre, muy... muy cauteloso en sus tratos. —El esfuerzo por hablar y concentrarse hacía disminuir rápidamente las fuerzas de Ahmed—. Que Mzytryk sepa que los dos están en contacto contigo..., que los dos están aquí ahora, no significa nada, sus espías abundan. Tú eres el Khan y, naturalmente... naturalmente sabes que te... que te espían todo tipo de hombres, en su mayoría malvados y que ellos informan a sus superiores, la mayoría de ellos más malvados todavía. —Una sonrisa contrajo su rostro y Hakim hizo cábalas sobre su intención—. Pero también tú lo sabes todo sobre la manera de ocultar tu auténtico propósito, Alteza. Ni por un instante... ni por un instante llegó el Khan Abdollah a sospechar lo inteligente que eres, ni por un instante. Si hubiera... si hubiera sabido una centésima parte de lo que eres... de lo que en realidad eres, jamás te hubiera desterrado, sino que te hubiera nombrado su heredero y principal consejero.

—Hubiera hecho que me estrangularan.

Ni por una millonésima de segundo se sintió tentado el Khan Hakim de contar a Ahmed que era él quien había enviado a los asesinos con los que Erikki acabó y tampoco sobre el asunto del veneno que también había fracasado.

—Hace una semana hubiera ordenado que me mutilaran y tú lo hubieras hecho con toda tranquilidad.

Ahmed le miró con los ojos hundidos y reflejo ya de la muerte. —¿Cómo sabes tanto?

—Es la Voluntad de Dios.

El decaimiento había empezado. Y los dos hombres lo sabían.

—El coronel Fazir me mostró un télex sobre Erikki —dijo Hakim. Luego comunicó a Ahmed su contenido—. Ahora no tengo a Mzytryk para el trueque, al menos de inmediato. Puede entregar a Erikki a Fazir, o ayudarle a escapar. De cualquier manera, mi hermana está comprometida a quedarse aquí y no puede irse con él. ¿Qué me aconsejas?

1010 James Clavel! Torbellino 1011

—Para ti es más seguro entregar al Infiel al coronel a modo de pishkesh y decirle a ella que no has podido hacer nada por evitar la... la detención. En realidad, no hay nada que hacer si el coronel lo quiere así. El del Cuchillo... se resistirá y lo matarán. Entonces tú puedes prometerla secretamente al de Tbilisi,.. Pero sin jamás entregársela, de esta manera conservarás el control,.., entonces, acaso puedas controlarle... pero lo dudo.

—¿Y si resulta que El del Cuchillo «logra» escapar?

—Si el coronel lo permite..., exigirá un pago.

—¿Y en qué consistirá?

—Mzytryk. Ahora o en algún otro momento... en algún otro momento en el futuro. Mientras que El del Cuchillo viva, Alteza, ella jamás se divorciará de el... Olvida al saboteador, pertenece a otra época de su vida... y cuando los dos años hayan... hayan pasado se irá con él, eso sí... si él deja que se quede... que se quede aquí. Dudo que siquiera Su Alteza... —Ahmed cerró los ojos y le sacudió un temblor,

—¿Qué pasó con Bayazid y los bandidos? Ahmed...

Ahmed no le oyó. Ahora ya estaba viendo las estepas, las vastas llanuras de su patria y de sus antepasados, los mares de hierba desde los que aquéllos llegaron para cabalgar bajo el manto de Gengis Khan y luego del de su nieto Kubilai Khan y su hermano Hulagu Khan que llegó a Persia para erigir montañas con los cráneos de quienes se le oponían. «Aquí, en las tierras doradas desde tiempos inmemoriales —se dijo Ahmed—, las tierras de vino, ardor, riquezas y mujeres con ojos de gacela, de gran belleza y sensualidad, apreciadas desde los tiempos más remotos, como Azadeh... ¡Ah!, ahora no la poseeré como debe ser poseída, arrastrada por el cabello como botín de guerra, atravesada sobre una cabalgadura para yacer con ella y domarla sobre las pieles de lobos...»

Desde muy lejos, se oyó decir a sí mismo:

—Por favor, Alteza, te suplico un favor, desearía que me enterraran en mi propia tierra y según nuestras costumbres...

«De esa manera podré vivir para siempre con los espíritus de mis padres», se dijo, aquel maravilloso espacio haciéndole seña de que se acercara.

—¿Qué pasó con Bayazid y los bandidos cuando aterrizasteis, Ahmed? Con un esfuerzo, Ahmed regresó a la vida.

—No eran kurdos, sólo hombres tribales pretendiendo ser kurdos y El del Cuchillo los mató a todos, Alteza, con una gran brutalidad —agregó con extraño formalismo—. En su locura los mató a todos, con el cuchillo y la pistola, con las manos, los pies y los dientes, a todos, salvo a Bayazid, quien, debido al juramento que te hizo, no podía atacarle a él.

—¿Le dejó vivo? —preguntó Hakim incrédulo.

—Sí, Dios le dé la paz. Él... puso una pistola en mi mano y mantuvo sujeto a Bayazid junto al arma y yo... —La voz pareció extinguirse, oleadas de hierba llamándole hasta tan lejos donde la vista podía alcanzar.

—¿Lo mataste tú?

—Ah, sí, mirándole... mirándole a los ojos. —La voz de Ahmed sehizo iracunda—. El hijo de... de perro me disparó por la espalda, dos veces, sin honor, el hijo de perro, así que murió sin honor y sin... sin virilidad, el hijo de perro. —Los labios exangües sonrieron y cerró los ojos. Se estaba muriendo rápidamente, sus palabras resultaban imperceptibles—. Tomé venganza.

—¿Qué es lo que no me has dicho, Ahmed, que deba conocer?

—Nada. —Al cabo de un momento abrió los ojos y Hakim. miró dentro de aquel pozo—. No hay... no hay más Dios que Dios y... —Por la comisura de la boca le caía un hilillo de sangre—, te hice Kh... —El final de la palabra murió con él.

Hakim se sintió incómodo ante la mirada helada.

—Doctor —llamó.

Al instante, el hombre entró junto con el guardia. El médico le cerró los ojos.

—Es la Voluntad de Dios. ¿Qué hemos de hacer con el cuerpo, Alteza?

—¿Qué hacen habitualmente con los cuerpos? —Hakim se alejó ayudado por las muletas y seguido por el guardia.

«De manera que ahora, Ahmed, tú estás muerto y yo me he quedado solo, desligado del pasado y sin estar obligado a nadie. ¿Que me hiciste Khan? ¿Era eso lo que ibas a decir? ¿Acaso ignoras que en esa habitación también hay mirillas?»

Sonrió levemente. Luego, sus rasgos se endurecieron. Y ahora he de habérmelas con el coronel Fazir y con Erikki, El del Cuchillo como tú le llamabas.

En el palacio: 6.48 de la tarde.

Bajo la luz crepuscular, Erikki se dedicaba a reparar con gran esmero y con adhesivo transparente los agujeros de las balas le habían hecho al parabrisas de plástico del helicóptero. Le resultaba difícil con el brazo en cabestrillo, pero su mano era fuerte y la herida del antebrazo superficial, sin señal alguna de infección. Tenía la oreja vendada, habiéndole afeitado parte del cabello en derredor a ella para una mayor limpieza y estaba curándosele rápido. Tenía buen apetito. Y las horas de charla que había tenido con Azadeh le habían proporcionado cierta paz.

«Eso es todo —se dijo—, cierta paz, aunque no la suficiente para olvidar las muertes o el peligro en que me encuentro. Eso es lo que hicieron de mí los dioses y eso es lo que soy. Sí, pero, ¿qué pasa con Ross y qué pasa con Azadeh? Y, ¿por qué conserva junto a sí el kookri?

—Fue un regalo para ti, Erikki, para ti y para mí.

—Trae mala suerte dar a un hombre un cuchillo sin recibir dinero a cambio, al momento, a modo de prenda. Cuando le vea, le daré el dinero y aceptaré su regalo.

Una vez más, pulsó la «Puesta en Marcha» del motor. Y una vez más se puso en funcionamiento y, una vez más, se estranguló y se paró. «¿Qué hay sobre Ross y Azadeh?»

Volvió a sentarse en el borde de la carlinga y miró al cielo. Éste no le dio respuesta alguna, y tampoco la puesta de sol. Se había despejado el cielo, encapotado por el Oeste, el sol aparecía tímido y las nubes se mostraban amenazadoras. Comenzaron las llamadas de los almuédanos. Los guardias que montaban vigilancia junto a la puerta, se colocaron en dirección a La Meca postrándose. Lo mismo hicieron quienes se encontraban en el interior del palacio o los que trabajaban en los campos, en la fábrica de alfombras o en los apriscos de las ovejas.

De manera inconsciente, se llevó la mano al cuchillo. Sin desearlo, su mirada se dirigió hacia la «Stern» que todavía se encontraba junto a su asiento de piloto, provista de un nuevo cargador. Ocultas en la cabina había otras armas, armas de los hombres tribales, «AK47» y «M16». No recordaba haberlas cogido ni ocultado, las había descubierto aquella mañana en su inspección para comprobar los daños sufridos y mientras limpiaba el interior del aparato.

Con la venda que le cubría el oído no escuchó el coche que se acercaba con la rapidez que era habitual en él y se sorprendió al verlo aparecer en la puerta. Los guardias del Khan reconocieron a los ocupantes y dieron paso al coche que, finalmente, se detuvo en el inmenso patio, cerca de la fuente. Volvió a pulsar la puesta en marcha del motor y éste se puso en funcionamiento por un momento, pero se detuvo haciendo estremecerse el inmenso armazón del aparato.

—Buenas tardes, capitán —dijeron los dos hombres, Hashemi Fazir y Armstrong—. ¿Cómo se encuentra hoy? —le preguntó el coronel.

—Buenas tardes. Con suerte, dentro de una semana, más o menos, estaré como nuevo —contestó amablemente aunque con todos los sentidos alerta.

—Los guardias dicen que Su Alteza no ha regresado aún... El Khan nos espera, estamos aquí a invitación suya.

—Están en el hospital, examinándolos por rayos X. Se fueron cuando yo todavía me hallaba durmiendo, no creo que tarden mucho. —Erikki les vigilaba—. ¿Les apetece una copa? Hay vodka, whisky y té. Y, naturalmente, café.

—Gracias, lo que usted tome —dijo Hashemi—. ¿Qué tal va su helicóptero?

—Malamente —dijo fastidiado—. Hace una hora que estoy intentando ponerlo en marcha. Ha tenido una semana desastrosa. —Erikki abrió la marcha subiendo los escalones de mármol—. Está hecho un desastre. Necesito un mecánico con urgencia. Como ya saben, nuestra base está cerrada e intentando telefonear a Teherán pero los teléfonos vuelven a estar fuera de servicio.

—Tal vez yo pueda encontrarle un mecánico, mañana o pasado mañana. En la base aérea.

—¿Lo haría, coronel? —Sonrió de repente agradecido—. Eso me sería de gran ayuda. Y también me vendría bien combustible para llenar el tanque. ¿Sería posible?

—¿Podría volar hasta el aeropuerto?

—No me arriesgaría aun cuando pudiera ponerlo en marcha... Demasiado peligroso. No, no me arriesgaría. —Erikki sacudió negativamente la cabeza—. El mecánico tendría que venir aquí. —Les condujo por un corredor, abrió la puerta de un pequeño salón en la planta baja que el Khan Abdollah había destinado para invitados no islámicos. Le llamaban el Salón Europeo. El bar estaba bien provisto. Era habitual que hubiese siempre bandejas llenas de hielo en el refrigerador, hielo hecho con agua mineral, con botellines de soda y bebidas no alcohólicas..., así como chocolate y el halvah que le había gustado con pasión.

—Yo tomaré vodka —dijo Erikki.

—Lo mismo para mí, por favor —apuntó a su vez Armstrong. Hashemi se decidió por una bebida no alcohólica.

—Tomaré también vodka cuando se haya puesto el sol.

En la lejanía, los almuédanos seguían llamando a la oración. —Prosit! —Erikki hizo chocar su vaso con el de Armstrong y luego repitió cortésmente el gesto con Hashemi, después se bebió el contenido de un trago. Se sirvió otro.

—Sírvase usted mismo, inspector.

Se oyó llegar un coche y todos miraron por la ventana. Era el «Rolls».

—Perdónenme un minuto. Voy a decir al Khan Hakim que están aquí. —Erikki salió de la habitación y recibió a Azadeh y a su hermano en las escaleras—. ¿Qué mostraron los rayos X?

—Ningún indicio de daño en los huesos de ninguno de los dos. —Azadeh se sentía feliz y su cara lo revelaba—. ¿Cómo te encuentras tú, cariño?

—Bien. Es formidable lo de vuestras espaldas. ¡Formidable! —La sonrisa que dirigió a Hakim era sincera—. Estoy muy contento. Tienes visita, el coronel y el inspector Armstrong..., les hice pasar al Salón Europeo. —Erikki se dio cuenta del cansancio de Hakim—. ¿Quieres que les diga que vuelvan mañana?

—No, gracias. Azadeh, ¿te importará decirles que bajaré dentro de quince minutos pero que se sientan como en su casa? Te veré luego, durante la cena. —Hakim la vio cómo acariciaba a Erikki, sonreír y alejarse. «Qué afortunados son de quererse tanto y al mismo tiempo qué triste para ellos»—. Ahmed ha muerto, Erikki. No quería decirlo delante de ella.

Erikki se sintió entristecido.

—Yo tengo la culpa de su muerte. Bayazid... no le dio la menor oportunidad. Matyeryebyets!

—La Voluntad de Dios. Ven y hablemos un momento.

Hakim se dirigió por el corredor hasta el gran salón, apoyándose cada vez más en las muletas. Los guardias permanecieron de vigilancia junto a la puerta, fuera del alcance del oído. Hakim se acercó a un nicho, dejó las muletas a un lado, se puso de cara a La Meca, jadeó de dolor al arrodillarse e intentó hacer una reverencia. Aun obligándose a sí mismo falló de nuevo y hubo de contentarse con entonar el Chahada.

—¿Quieres hacer el favor de darme la mano, Erikki?

Erikki lo levantó con gran facilidad.

—Más te valdría dejar de hacer esto durante unos días.

—¿Quieres decir no rezar? —Hakim lo miró, atónito.

—Quiero decir, que el Dios Único te comprenderá si dices la oración sin arrodillarte. La espalda se te pondrá peor. ¿Dijo el médico de qué se trataba?

—Cree que es rotura de ligamentos... Iré a Teherán tan pronto como pueda con Azadeh, para ver a un especialista. —Hakim cogió las muletas que Erikki le daba.

—Gracias.

Después de reflexionar un instante, se decidió por una butaca en lugar de su habitual diván de cojines y se instaló en ella. Luego, pidió té

Erikki tenía el pensamiento puesto en Azadeh. Tan poco tiempo.

—El mejor especialista de espalda del mundo es Guy Beauchamp, de Londres. A mí me la arregló en cinco minutos después de que los médi cos dijeran que tendría que permanecer tumbado en tracción durante tres meses si no quería quedarme con dos vértebras soldadas. No con fíes en un médico corriente en lo de la espalda, Hakim. Lo más que pueden darte son sedantes.

Se abrió la puerta y entró un sirviente con el té. Hakim le dijo que se retirara y también a los guardias.

—Vigilad que no me molesten.

El té estaba caliente, aromatizado con menta y dulce. Lo bebían en minúsculas tazas de plata.

—Y ahora hemos de decidir lo que debes hacer —dijo Hakim Erikki—. Aquí no puedes quedarte.

—Estoy de acuerdo —asintió Erikki contento de que hubiera terminado la espera—. Sé que soy..., sé que mi presencia resulta embarazosa para ti como Khan.

—Parte del acuerdo de Azadeh y mío con mi padre para ser redimidos por él y que me nombrara heredero, fue el juramento que hicimos de permanecer en Tabriz, en Irán, durante dos años. De manera que aunque tú puedes irte, ella no puede,

—Azadeh me habló de ese juramento.

—Es evidente que tú estás en peligro, incluso aquí. No puedo protegerte frente a la Policía o al Gobierno. Deberás irte de inmediato, volar fuera del país. Al cabo de dos años, cuando Azadeh pueda irse, se reunirá contigo.

—No puedo volar. Fazir ha dicho que tal vez me pueda enviar un mecánico mañana. Si pudiera ponerme en comunicación con Mclver en Teherán, es posible que pudiera enviar aquí a alguien.

—¿Lo has intentado?

—Sí, pero los teléfonos siguen fuera de servicio. Podría haber utilizado la HF en nuestra base, pero la oficina está completamente destruida. Cuando regresaba aquí sobrevolé la base y está hecha un desastre, no hay transporte y tampoco bidones de combustible. Cuando llegue a Teherán, Mclver podrá enviar a un mecánico aquí para que repare el «212». ¿Puede quedarse aquí, donde lo he dejado hasta que esté en condiciones de volar?

—Sí. Por supuesto. —Hakim se sirvió más té convencido ya de que Erikki no sabía palabra sobre la fuga de los otros pilotos y los helicópteros. «Pero eso no cambia nada», se dijo—. Ninguna compañía aérea presta servicio a Tabriz, ya que, de ser así, yo habría hecho una reserva para ti. Pero aun así, creo que deberías irte en seguida; corres un peligro muy grave, un peligro inmediato.

Erikki escudriñó su rostro.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿De qué se trata?

—No puedo decírtelo. Pero está fuera de mi control, es grave, inmediato. Por el momento, no concierne a Azadeh pero hemos de ser cautelosos. Para su mejor protección, esto ha de quedar entre nosotros, Te daré un coche, puedes elegir el que quieras de mi garaje. Creo que hay alrededor de veinte. ¿Qué ha pasado con tu «Rango Iltiper»?

Erikki se encogió de hombros mientras hacía trabajar la cabeza.

—Ése es otro problema, el haber matado a aquel Inut‘ierrebi,ets mujadín que se quedó con mis documentos y los de Azadeh y luego Rakoezy haciendo volar a los otros.

—Me había olvidado de Rakoczv. —Hakim siguió presionando—. No hay mucho tiempo.

Erikki hizo girar la cabeza para relajar la tensión de los músculos y calmar el dolor.

—¿Hasta qué punto es inmediato ese peligro, Hakim?

Hakim sostuvo la mirada,

—Lo bastante cercano como para sugerirte que esperes a que oscurezca y entonces cojas el coche y te vayas... y para que salgas de Teherán lo más rápidamente posible. —Luego añadió con deliberación—. Lo bastante inmediato para saber que si no lo haces, Azadeh va a tener un mayor sufrimiento. Lo bastante inmediato como para saber que no debes decirle nada a ella antes de irte.

—¿Lo juras?

—Ante Dios juro que eso es lo que creo.

Vio a Erikki fruncir el ceño y esperó paciente. Le satisfacía su honestidad y su sencillez, pero eso no pesaba en una balanza. —¿Puedes irte sin decirselo?

—Siempre que sea de noche, cerca del amanecer y si está durmiendo. Si me fuera esta noche, saliendo con cualquier pretexto, por ejemplo el de ir a dar una vuelta por la base, me esperará y si no vuelvo, la situación será muy difícil... para ella y para ti. La aldea la obsesiona. Se pondrá histérica. Lo más prudente sería irme en secreto, antes del amanecer. Entonces, estará durmiendo..., el médico le administró sedantes. Estará durmiendo y podré dejarle una nota.

Hakim asintió satisfecho.

—Entonces quedamos así.

No quería herir ni perturbar a Azadeh como tampoco que ella le creara problemas.

Erikki se dio cuenta de la nota de finalidad en su voz y supo, sin lugar a la menor duda, que la perdería para siempre si la dejaba.

En la casa de baños: 7.15 de la tarde. Azadeh se sumergió hasta el cuello en el agua caliente. El baño tenía hermosos azulejos, era grande, medía quince metros cuadrados y con muchas gradas, poco profundo en uno de los extremos con plataformas deslizantes, saliendo el agua caliente por unas tuberías procedentes del cuarto de la caldera contiguo. La habitación era cálida y grande, un lugar acogedor con espejos favorecedores. Tenía el cabello recogido bajo una toalla y descansaba sobre los respaldos de azulejos, con las piernas estiradas, calmándole el agua.

—Esto es magnífico, Mina —murmuró.

Mina era una mujer guapa y fuerte, una de las tres doncellas de Azadeh. Se inclinó hacia ella, en el agua, con sólo un taparrabos, dándole un suave masaje en el cuello y los hombros. La casa de baños estaba vacía salvo por Azadeh y la doncella... Hakim había enviado al resto de la familia a otras casas de Tabriz «para preparar un Día de Duelo digno del Khan Abdollah». Ésa había sido la excusa, pero todos ellos eran conscientes de que los catorce días de espera eran para darle tiempo a él de inspeccionar el palacio a su antojo y distribuir de nuevo las suites como a él le pareciera. Tan sólo quedaron en el palacio la anciana Khanan y Aysha y sus dos hijos pequeños.

Sin alterar la tranquilidad de Azadeh, Mina la llevó a aguas menos profundas y hasta otra plataforma donde aquélla permaneció completamente estirada, con la cabeza reposando cómodamente sobre una almohada de forma que la doncella pudiera darle masaje en el pecho, en la región lumbar, las caderas y las piernas, preparándola para el definitivo masaje de aceite que le daría después cuando el calor del agua hubiera hecho su efecto.

—Esto es maravilloso —repitió Azadeh. Pensaba en cuánto más agradable era eso que la sauna de ellos, aquel calor áspero y duro y luego la horrorosa zambullida en la nieve, el posterior hormigueo y reanimación. «Nada comparable a esto tan maravilloso, la sensualidad del agua perfumada y la tranquilidad, el goce sin reacciones ulteriores..., es todo tan maravilloso... Un momento, ¿por qué la casa de baños se ha convertido ahora en una aldea cuadrada y por qué hace tanto frío? Y ahí están gritando el carnicero y el falso mollah. "Primero la mano derecha del Infiel..., apedrear a la ramera.".» Lanzó un grito silencioso e intentó huir.

—¿Le he hecho daño, Alteza? ¡Lo siento tanto!

—No, no, no ha sido culpa tuya, Mina. No ha sido nada, nada. Continúa, por favor. —De nuevo los dedos tranquilizadores. Se calmaron los latidos de su corazón. «Espero que pronto pueda dormir sin..., sin ver la aldea. Anoche, con Erikki, ya fue algo, en sus brazos me encontré mejor, sólo con estar cerca de él. Tal vez esta noche sea todavía mejor. Me pregunto cómo estará Johnny. Ahora ya debe de ir camino de su casa, camino de su casa en Nepal, con permiso. Ahora que Erikki ha vuelto, me siento segura otra vez, siempre que esté con él, cerca de él. Yo sola no..., no estoy segura. Ni siquiera con Hakim. Ya no me siento segura. Sencillamente, ya no me siento segura.»

Se abrió la puerta y entró Aysha. Tenía la cara arrugada por el dolor, una mirada de enorme temor, el chador negro dándole una apariencia todavía más demacrada.

—Hola, Aysha, querida. ¿Qué pasa?

—No lo sé. El mundo es tan extraño y yo no..., me encuentro descentrada.

—Entra en el agua —le dijo Azadeh sintiendo pena por ella, parecía tan delgada, tan vieja y frágil, tan desamparada... «Resulta difícil creer que sea la viuda de mi padre con un hijo y una hija y que sólo tenga diecisiete años.»—. Entra, se está tan bien...

—No, no, gracias. Yo... sólo quería hablar contigo. —Aysha miró a Mina, luego bajó los ojos y esperó.

Dos días antes, se hubiera limitado a enviar a por Azadeh quien hubiese acudido al punto, hecho una reverencia y se hubiera arrodillado en espera de órdenes, como ahora se arrodillaba ella para suplicar. «Es la Voluntad de Dios —se dijo—. Salvo por el terror ante lo que el futuro pueda reserva a mis hijos, gritaría de felicidad... Ya se había acabado el repugnante hedor y los estrepitosos ronquidos, y el peso abrumador, los quejidos, la rabia, los mordiscos y la desesperación por lograr lo que rara vez podía. "Es culpa tuya, es culpa tuya, es culpa tuya.. , " ¿Cómo podía ser culpa mía? ¿Cuántas veces le supliqué que me enseñara lo que tenía que hacer para ayudarle y lo intenté una y otra vez y a pesar de eso, él rara vez lo lograba? Y, de repente, me veía libre de aquel peso y empezaban los ronquidos y yo permanecía despierta yaciendo entre el sudor y todo aquel hedor. Cuántas veces habré querido morir!»

—Déjanos solas, Mina, hasta que te llame —dijo Azadeh. La doncella obedeció de inmediato—. ¿Qué pasa, querida Aysha?

La joven empezó a temblar.

—Tengo miedo. Tengo miedo por mi hijo y he venido a suplicarte que lo protejas.

—No tienes nada que temer del Khan Hakim o de mí, nada —le dijo cariñosamente Azadeh—. Hemos jurado por Dios quereros a ti, a tu hijo y a tu hija. Tú misma nos oíste, lo juramos delante de..., de tu marido, nuestro padre, y luego, otra vez, después de su muerte. No tienes nada que temer. Nada.

—Tengo que temer todo —balbuceó la joven—. Ya no estoy segura y tampoco mi hijo. Por favor, Azadeh, no podría..., no podría el Khan Hakim... Yo firmaría cualquier papel renunciando a todos mis derechos a favor de él, cualquier papel. Sólo quiero vivir en paz y que mi hijo crezca y viva también en paz.

—Tu vida está junto a nosotros, Aysha. Pronto verás lo felices que seremos todos juntos —le dijo Azadeh. «Tiene derecho a estar asustada —pensó—. Hakim jamás cederá el Khanato a alguien que no sea de su descendencia si llega a tener hijos suyos..., debe casarse ahora.

Tengo que ayudarle a encontrar una maravillosa esposa.»—. No te preocupes, Aysha.

—¿Preocuparme? Tú ahora estás a salvo, Azadeh, tú que hace sólo unos días vivías aterrorizada. Ahora soy yo la que no está segura y vivo aterrorizada.

Azadeh la miró. No podía hacer nada por ella. La vida de Aysha había sido ya establecida. Era la viuda de un Khan. Tendría que permanecer en el palacio, vigilada y custodiada, viviendo lo mejor que le fuese posible. Hakim no podía arriesgarse a que se casara de nuevo, le era imposible permitirle que renunciara a los derechos de su hijo concedidos públicamente por la voluntad del marido en el lecho muerte,

—No te preocupes. —repitió.

—Toma. —Aysha sacó de debajo del chador un abultado sobre—. Esto es tuyo.

—¿Qué es? —Azadeh tenía las manos mojadas y no quería tocarle

La joven abrió el sobre y le enseñó su contenido. Azada abrió los ojos, asombrada. Allí estaban su pasaporte, el documento de identidad otros documentos más, y también los de Erikki, todas las cosas que les había robado aquel mujadín en el control de carretera. Eso sí que era un pishícesh.

—¿Dónde los has encontrado?

La joven estaba segura de que nadie las escuchaba, pese a lo cual bajó la voz aún más.

—El mollah izquierdista, el mismo mollah de la aldea, se los entregó a Su Alteza, el Khan, el Khan Abdollah hace dos semanas, cuando tu estabas en Teherán,.., el mismo mollah de la aldea.

Azadeh la miraba, incrédula.

—¿Cómo llegaron a su poder?

La joven se encogió de hombros nerviosa.

—El mollah estaba enterado de todo lo del control y de cuanto habaía ocurrido allí. Vino para intentar apoderarse de él, de tu marido. Si Alteza... —vaciló un instante y luego prosiguió con susurros balbucear: Su Alteza le dijo que no, que nada de eso hasta que él diera se aprobación. Más tarde, lo despidió y se quedó con los papeles.

—Tiens otros papeles, Aysha? ¿Papeles privados?

—Ninguno relacionado contigo o tu marido. —La joven empezó temblar de nuevo—. Su Alteza os odiaba tanto... Quería destruir a tu marido y luego te iba a entregar al soviético y tu hermano sería... castrado. Sé tantas cosas que pueden ayudaros a ti y a él... Y tantas cosas que no entiendo... Ahmed..., cuídate de él, Azadeh.

—Si dijo Azadeh con calma—. Envió mi padre al mollah a la aldea?

—No lo sé. Creo que sí.. Le oí pedir al soviético que se ocupara de Mahmud, ah, si, ése era el nombre del falso mollah. Tal vez Su Alteza enviara allí para atormentaros a ti y al saboteador y también para en contrar su propia muerte..., pero Dios intervino, oí al soviético diciendo que sí, que enviaría hombres a la caza de ese Mahmud.

—¿Cómo oíste todo eso? —preguntó Azadeh con tono índiferente. Aysha, nerviosa, se ciñó más el chador y se arrodilló al borde del baño.

—El palacio es un panal de agujeros de escucha y mirillas. Azadeh. Él... Su Alteza no se fiaba de nadie, espiaba a todo el mundo, incluso a mí. Creo que deberíamos ser amigas, aliadas, tú y yo, nos hallamos indefensas, incluso tú, acaso tú más que ninguno de nosotros, y a menos que nos ayudemos mutuamente estamos perdidas. Te puedo ayudar, puedo protegerte. —Tenía la frente llena de gotitas de sudor—. Sólo te pido que tú protejas a mi hijo. Yo puedo protegerte a ti.

—Naturalmente que tenemos que ser amigas —asintió Azadeh, sin creer que estuviera amenazada por algo, aunque intrigada por conocerlos secretos del palacio—. ¿Me enseñarás esos lugares secretos, partirás conmigo tus conocimientos?

—Sí, sí, lo haré. —Se iluminó el rostro de la joven—. Si, te lo enseñaré todo y los dos años pasarán tan de prisa—Ah, sí, seremos amigas.

Qué dos años?

—Mientras tu marido esté fuera, Azadeh.

Azadeh se incorporó rápida, absolutamente alarmada.

—¿Es que se va?

Aysha se la quedó mirando.

—Pues claro. ¿Qué otra cosa puede hacer?

En el Salón Europeo

Hashemi alargaba a Robert Armstrong el mensaje garrapateado de Mzytryk que Hakim acababa de entregarle. Armstrong le echó un vistazo por encima.

—Lo siento, Hashemi. No sé leer el turco.

—Lo siento. Me había olvidado. —Hashemi lo tradujo al inglés. Ambos hombres se dieron cuenta de la decepción de Arrnstrong—. La próxima vez le cogeremos, Robert. Insha'Allah.

«No te preocupes —se dijo Armstrong—. De todas maneras era demasiada suerte. Pescaré a Mzvtrvk en otro momento. Le pescaré a él y te pescaré a ti, mi viejo amigo Hashemi. Fue realmente odioso que asesinaras a Taibot. ¿Por qué lo hiciste? ¿Venganza porque conocía demasiados secretos tuyos? Jamás te causó el más mínimo perjuicio, al contrario, apartó montones de huesos de tu camino y enmendó una gran cantidad de errores por ti. ¡Odioso! A él no le diste la menor oportunidad, ¿por qué habrías de tenerla tú? Tan pronto como esté arreglado lo de mi pasaje, tendrás tu merecido. No hay motivo para aplazarlo por más tiempo ahora que Mzytryk sabe que le sigo de cerca y se mofa desde su seguridad. Tal vez el jefe envíe a la Sección Especial o a un equipo de los Servicios Aéreos Especiales a Tbilisi, ahora que ya sabemos dónde está. Alguien pescará a ese bastardo, incluso si yo no puedo hacerlo.»

Le distrajo de sus pensamientos lo que el Khan Hakin estaba diciendo.

—¿Qué quiere decir eso de Yazernov y el cementerio jaleh?

—Es una invitación. Alteza —dio Hashemi con tono melosos—, Yazernov es un intermediario que Mzytryk utiliza de vez en cuando, aceptable para ambas partes, cuando ambas partes han de discutir algo importante.

Por poco rompió a reír Armstrong, ya que Hashemi sabía tan bien como él que se trataba de la promesa de una vendetta personal y, desde luego, una inmediata Sección 16/a. Muy listo Mzytryk utilizando el nombre de Yazernov y ael de Rakoezya

—Cuando les parezca conveniente reunirse con Yazernov —dijo Hashemi—. Creo Alteza, que lo mejor será que volvamos mañana a Teherán.

—Sí —asintió Hakim. Mientras regresaba del hospital en coche, acompañado de Azada, había decidido que la única forma de manejar el mensaje de Mzytryk y a aquellos dos hombres era atacándolos de frente—. ¿Cuándo regresaréis a Tabriz?

—Si te parece conveniente, la semana próxima. Entonces podremos discutir qué hacer para atraer a Mzytryk aquí. Con tu ayuda hay mucho que hacer en Azerbaiján. Acabamos de recibir un informe según el cual los kurdos se encuentran en franca rebeldía, más cerca de Rezaiyeh, aprovisionados ahora de dinero y armas por los iraquíes... ¡Ojalá Dios les haga consumirse! Jomeiny ha ordenado al Ejército que acabe con ellos de una vez por todas.

—¿Los kurdos! —Hakim sonrió—. Ni siquiera él, Dios le guarde, ni siquiera él podría hacer eso..., no de una vez por todas.

—Esta vez sí que puede, Alteza. Hace que envíen fanáticos contra fanáticos.

—Los Green Bands pueden obedecer órdenes y morir, pero no viven en esas montañas, no tienen el nervio y el vigor kurdos y tampoco su ansia de libertad terrenal en ruta hacia el Paraíso.

—Con tu permiso, Alteza, transmitiré su consejo.

—¿Acaso le darán más crédito al mío que al de mi padre o al de mi abuelo cuyos consejos fue el mismo? —preguntó sarcástico Hakim. —Espero que sí, Alteza. Espero que sí...

Sus palabras quedaron ahogadas por el estruendo del motor del «212» al ponerse en marcha, luego tosió, permaneció un momento y volvió a apagarse. A través de la ventana vieron a Erikki retirar la cubierta del motor y mirar hacia adentro con la ayuda de una linterna. Hashemi se volvió de nuevo hacia el Khan que permanecía sentado, rígidamente erguido. El silencio se hizo difícil, mientras las mentes de los tres hombres trabajaban furiosamente, los tres igualmente fuertes, los tres inclinados hacia algún tipo de violencia.

—No pueden detenerle en mi casa o en mis dominios —dijo el Khan Hakim cauteloso—. Aun cuando no sabe nada del télex, lo que sí sabe es que no puede quedarse en Tabriz, ni siquiera en Irán, como también mi hermana no puede irse con él, no puede salir siquiera de Irán antes de dos años. Sabe que tiene que irse de inmediato. Su aparato no puede volar, espero que evite la detención.

—Mis manos están atadas, Alteza. —El tono de voz de Hashemi era de disculpa y patentemente sincero—. Es mi deber obedecer la ley de la tierra. —Con gesto ausente se dio cuenta de que tenía una pelusa en la manga y se la sacudió. Armstrong captó inmediatamente la señal. Si se sacudía la manga izquierda quería decir: «Necesito hablar con este hombre en privado, delante de ti no hablará, Da una excusa y espérame afuera.» Hashemi repitió con la dosis perfecta de tristeza—. Nuestro deber es obedecer las leyes.

—Estoy seguro, absolutamente seguro que no formaba parte de conspiración alguna, que no sabe nada de la fuga de los otros y quisiera que se le dejara irse en paz.

—Será un placer informar a SAVAMA de tus deseos.

—Y para mí sería un placer que hicieras lo que te sugiero.

—Si me perdona, Alteza —intervino en ese momento Armstrong—. La cuestión relativa al capitán no es asunto mío, ni tampoco desearía hundir el barco de un Estado.

—Sí, sí, puede irse, inspector. ¿Cuándo tendré su informe sobre las nuevas medidas posibles de seguridad?

—Cuando el coronel regrese, lo tendrá en sus manos.

—La paz sea con usted.

—Y con usted, Alteza. —Armstrong salió y luego, recorriendo los pasillos, llegó hasta los escalones. «Hashemi va a achicharrar a ese pobre tonto», se dijo.

La noche estaba agradable, el aire era ligeramente mordiente y, hacia el Oeste, el cielo tenía un tinte rojizo. «Cielo rojo de noche, gozo del pastor, cielo rojo con el alba, advertencia al pastor.»

—Buenas noches, capitán. Entre usted y yo, si su autobús funciona, le sugiero una rápida excursión a la frontera.

Erikki frunció el ceño.

—¿Por qué?

Armstrong sacó un cigarrillo.

—El clima por aquí no es muy saludable, ¿no le parece?

Protegió con las manos el encendedor y lo hizo funcionar.

—Si enciende un cigarrillo con toda esta gasolina por aquí, usted y yo dejaremos de estar saludables para siempre jamás. —Erikki accionó el pulsador. El motor empezó a funcionar perfectamente durante veinte segundos, luego volvió a carraspear y quedó silencioso. Erikki soltó un taco.

Armstrong le hizo un cortés saludo de cabeza y volvió junto al coche. El chófer le abrió la portezuela. Se acomodó en el interior, encendió el cigarrillo y aspiró a fondo. No estaba seguro de que Erikki hubiera captado el mensaje. «Espero que sí. No podía poner al descubierto lo del falso télex o la operación Torbellino, eso me colocaría contra el muro más próximo por traicionar a Hashemi y a merced del Khan por meter las narices donde no había sido invitado. Se me advirtió. Bastante justo. Se trata de política interna.»

«¡Cristo! Me estoy volviendo loco con todo esto. Necesito unas vacaciones. Unas largas vacaciones. Pero, ¿dónde? Podría volver a Hong Kong por una o dos semanas, reunirme con mis viejos amigos, los pocos que ya quedan, y tal vez ir al Pays d'Enhaut, en las Tierras Altas, a esquiar. Hace años que no esquío y saborearía gustoso algo de cocina suiza, roesti y wirst y buen café con crema espesa y cantidades de vino. ¡Cantidades! Eso es precisamente lo que voy a hacer. Primero a Teherán, luego acabar con Hashemi, y después al salvaje azul. Tal vez conozca a alguien agradable.»

«Pero las gentes como nosotros no vienen del frío ni cambian. ¿Qué diablos voy a hacer para ganar dinero en el futuro ahora que mi pensión iraní se ha ido al carajo y mi pensión de policía en Hong Kong se va depreciando día a día?»

—Hola, Hashemi, ¿qué tal te ha ido?

—Perfectamente, Robert. Volvamos al cuartel general, chófer. —El conductor aceleró, atravesando la puerta principal y enfiló rápido la carretera en dirección a la ciudad—, Erikki se irá a hurtadillas de madrugada, poco antes de que amanezca. Nosotros le seguiremos hasta donde nos parezca y luego lo cogeremos a las afueras de Tabriz.

—¿Con la bendición de Hakim?

—Con su bendición particular y su indignación pública. Gracias. —Hashemi aceptó el cigarrillo, francamente complacido consigo mismo—. Para entonces, el pobre infeliz probablemente ni siquiera existirá. Armstrong se preguntaba a qué acuerdo habrían llegado. —¿A sugerencia de Hakim?

—Por supuesto.

—Muy interesante. —«Eso no ha sido idea de Hakim. ¿Qué estará tramando ahora Hashemi?», se preguntaba Armstrong.

—Sí, interesante. Una vez que hayamos achicharrado esta noche a los mujadines y logrado que, de una u otra forma, ese maníaco de finlandés caiga en la red, regresaremos a Teherán.

—Perfecto.

Teherán. En la casa Bakravan: 8.06 de la tarde.

Sharazad metió la granada y la pistola en el bolso que solía llevar en bandolera y lo ocultó debajo de algunas ropas en el cajón de su escritorio. Ya había elegido la ropa que se pondría más tarde debajo del chador, la chaqueta y los pantalones de esquiar, y un suéter grueso. En aquellos momentos vestía un traje de seda verde claro, modelo de París, que realzaba perfectamente su figura y sus largas piernas. El maquillaje también era perfecto. Un rápido repaso a la habitación y luego bajó para asistir a la recepción que daban en honor de Daranoush Farazan, su marido en ciernes.

—Ah., Sharazad. —Meshang la recibió en la puerta. Sudaba copiosamente y disimulaba su nerviosismo con un supuesto buen humor, no sabiendo qué podía esperar de ella. Cuando algún tiempo antes había regresado del medico, empezó a sermonearla y a recurrir a tremendas amenazas, pero, ante su asombro, Sharazad se limitó a bajar los ojos y a decir dócilmente:

—No es necesario que digas nada más, Meshang. Dios ha decidido. Perdóname, por favor. Voy a cambiarme.

Y ahora se encontraba allí, también en actitud sumisa.

«Y así es como debe ser», se dijo el.

—Su Excelencia Farazan se muele por saludarte.

La cogió del brazo y atravesaron juntos el salón, sorteando a veinte o más personas, la mayoría amigos suyos con sus mujeres, y también Zarah y sus amigas. Ninguno de Sharazad. Sonrió a quienes la conocían y le dirigió se atención a Daranoush Farazan.

—Saludos, Excelencia dijo cortésmente alargando la mano. Era la primera vez que se encontraba tan cerca de él. Era más bajo que ella. Sharazad miró hacia abajo advirtiendo las escasas guedejas de pelo teñido sobre la vasta cabeza, la tez tosca y las manos mas toscas todavía. Su mal aliento invadía el espacio de ella, sus ojillos negros brillaban.

—La paz sea contigo —le dijo.

—Saludos, Sharazad y que la Paz sea contigo. Pero, por favor, no me llames Excelencia... ¡Qué... qué hermosa eres!

—Gracias —dijo y se vio a sí misma retirar la mano y sonreír y permanecer en pie junto a él, y correr a buscarle una bebida no alcohólica, revoloteándole la falda y traérsela con el ademán más elegante posible, sonreír ante sus divertidas bromas. Y también mientras saludaba a los demás invitados, y simulaba no darse cuenta de sus miradas y de las risas que cruzaban entre ellos, sin excederse en ningún momento en su actuación, con la mente centrada en el motín que ya había empezado en la Universidad y también en la Marcha de Protesta, prohibida por Jomeiny, pero que iba a celebrarse.

Desde el otro lado del salón, Zarah la observaba asombrada ante su cambio, pero dando gracias a Dios de que hubiera aceptado su suerte y estuviera dispuesta a obedecer, haciendo así más fáciles las vidas de todos ellos. «¿Qué otra cosa podía hacer? Nada. Como tampoco a mí me queda otro recurso que aceptar el hecho de que Meshang tiene una ramera de catorce años que ya ha empezado a enseñar los colmillos y que fanfarronea de que pronto se convertirá en su segunda mujer.»

—¡Zarah!

—Ah, sí, Meshang, querido.

—La velada ha sido perfecta, perfecta. —Meshang se limpió la frente y aceptó una bebida no alcohólica de una bandeja en la que también había copas de champaña para aquellos a los que les gustaba—. Estoy en extremo complacido de que Sharazad haya recuperado el sentido común porque, desde luego, es una pareja perfecta para ella.

—Perfecta —dijo amablemente Zarah sin inmutarse. «Supongo que aún habremos de dar gracias de que haya venido solo y no trayendo consigo a uno de esos muchachos con los que se encapricha. Y es verdad, realmente apesta a la basura que vende»—. Lo has organizado todo a la perfección, querido Meshang.

—Sí, sí, así es. Está saliendo todo tal como yo lo había planeado.

Cerca de Jaleh

Para llegar hasta la pequeña franja de hierba que un día fuera la sede de un club áereo con escasos recursos y ahora ya abandonado, Lochart hubo de bordear la ciudad y volar bajo para evitar cualquier radar. Durante todo el camino desde «d'Arcy 1908» había llevado la radio sintonizada con el aeropuerto internacional de Teherán, pero las ondas habían permanecido silenciosas, el aeropuerto cerrado por ser Día Santo y no estar permitidos los vuelos. Había tenido buen cuidado de llegar a la puesta de sol. Al parar el motor y escuchar a los almuédanos se sintió complacido. Hasta el momento, todo iba bien.

La puerta del hangar estaba herrumbrosa. Logró abrirla con cierta dificultad e hizo rodar hasta el interior su «206». Luego, la cerró, y comenzó la larga caminata. Vestía su indumentaria de vuelo y si le paraban había decidido decir que era un piloto de líneas aéreas, que su coche había sufrido una avería y que se disponía a pasar la noche en casa de unos amigos.

Al llegar a los suburbios de Teherán las calles empezaron a verse más atestadas de gente que volvían a casa o salían de la mezquita, no viendo en ella colores o risas, sólo una triste aprensión.

No había mucha circulación salvo por los vehículos militares, llenos de Green Bands. No se veían soldados por parte alguna o policía uniformada. Los policías que se ocupaban de la circulación eran jóvenes Green Bands. La ciudad retornaba al orden. Ninguna mujer vestida al estilo occidental, sólo se veían chadors.

Le siguieron algunas maldiciones, no muchas. Algún que otro saludo, ya que su uniforme de piloto le daba categoría. Habiéndose adentrado ya en la ciudad, encontró un buen sitio cerca de un mercado, para esperar un taxi. Mientras aguardaba, compró una botella de bebida no alcohólica y un trozo de pan caliente, tomándose ambas cosas a gusto. El viento nocturno arreció algo, pero el brasero ardía alegre y resultaba acogedor.

—Saludos. La documentación, por favor.

Los Green Bands eran jóvenes, corteses, algunos con barbas incipientes. Lochart les mostró su ID que estaba sellado y vigente, y se lo devolvieron después de cierta discusión.

—¿Podemos preguntarle adónde va?

—Visitar amigos cerca bazar —dijo en un farsi deliberadamente atroz—. Coche averiarse abajo. Insha'Allah.

Les oyó hablar entre sí, diciendo que los pilotos no eran peligrosos, que éste era canadiense... ¿No es eso parte del Gran Satanás? No, no lo creo.

—La paz sea contigo —le dijeron finalmente y Lochart siguió su camino.

Desde una esquina observó la circulación, olfateó el olor fuerte de la ciudad: gasolina, especias, fruta podrida, orines, olores corporales y muerte. Su aguda mirada descubrió un taxi con solo dos hombres en la parte de atrás y uno en la delantera, en un cruce bloqueado en aquel momento por un camión que daba la vuelta. Sin pensarlo dos veces, se escabulló entre los coches y apartando a otro hombre de su camino, al parecer con las mismas intenciones, abrió rápido la portezuela de atrás y se introdujo en el interior con abundantes excusas en buen farsi, suplicando a los ocupantes que le permitieran acompañarles. Después de soltar algunas palabrotas y de una breve discusión, el conductor descubrió que el bazar se encontraba exactamente en la ruta que había acordado con los otros, todos ellos viajeros individuales que habían recurrido a las mismas mañas.

—Con la ayuda de Dios, la suya será la segunda parada, Excelencia.

«Lo he logrado —se dijo satisfecho. Luego vino la otra idea a la cabeza—; espero que los otros también. Duke y Scrag, Rudi, todos ellos, Freddy el bueno y viejo Mac.»

Bahrein —Aeropuerto internacional: 8.50 de la tarde.

Jean-Luc estaba de pie, en el helipuerto y enfocaba los prismáticos hacia los dos «212» que ya sobrevolaban el final de la pista, parpadeantes las luces de navegación. Se les había autorizado la entrada directa y se aproximaban rápidos. Junto a él se encontraba Mathias, también con prismáticos. Cerca había una ambulancia, un médico y el funcionario de Inmigración, Yusuf. El cielo estaba despejado y tachonado de estrellas. La noche era agradable y soplaba un viento tibio. El «212» en cabeza giró ligeramente y Jean-Luc pudo ver ya las letras de la matrícula, G-HUVX, británica. «Gracias a Dios que han tenido tiempo en Jellet», se dijo. Reconoció a Pettikin en la carlinga y luego enfocó de nuevo al otro «212» y vio a Ayre y al mecánico Kyle.

Aterrizaje para Pettikin. Mathias y Jean-Luc convergieron rápidos junto al aparato. Mathias se acercó a la cabina y Pettikin y Jean-Luc a la portezuela que se abrió de inmediato.

—Hola, Genny. ¿Cómo se encuentra?—No parece que respira. —Estaba blanca como el papel.

Jean-Luc vio a Mclver tumbado en el suelo, con una chaqueta salvavidas a modo de almohada debajo de la cabeza. Veinte minutos antes, Pettikin había informado a la torre de Bahrein, que uno de sus tripulantes, Mclver, parecía haber sufrido un ataque cardíaco, solicitando con urgencia un médico y una ambulancia a su llegada. La torre había cooperado sin perder tiempo.

El médico entró apresurado en la cabina y se arrodilló junto a Mclver. Una mirada le bastó. Le administró la inyección que ya llevaba preparada.

—Con esto se recuperará pronto y en cuestión de minutos estará en el hospital.

Llamó en árabe a los enfermeros que acudieron corriendo. Ayudó a bajar a Genny, y Jean-Luc se reunió con ellos.

—Soy el doctor Lanoire. Dígame lo ocurrido, por favor. —¿Es un ataque al corazón? —preguntó Genny.

—Sí, sí, lo es. Aunque no grave —dijo el médico, queriendo tranquilizarla. Era medio francés, medio bahreiní, muy bueno y habían sido muy afortunados de haber podido localizarle en tan poco tiempo. Detrás de ellos, los enfermeros habían colocado a Mclver en una camilla y le estaban sacando del helicóptero con sumo cuidado.

—Es..., es mi marido. De repente jadeó y dijo más o menos con voz ronca: «No puedo respirar», luego se inclinó hacia delante como si le doliera mucho y perdió el conocimiento. —Genny se limpió el sudor del labio superior y siguió diciendo con la misma voz sin tonalidades—. Pensé que debía ser un ataque cardíaco y no sabía qué hacer, entonces recordé lo que dijera el viejo doctor Nutt cuando en una ocasión nos dio a todas las esposas una conferencia y aflojé el cuello a Duncan, y le extendimos en el suelo. Luego busqué las..., las cápsulas que nos había dado y le puse una debajo de la nariz y la aplasté...

—¿«Amylnitrita»?

—Sí, sí, eso era. El doctor Nutt nos dio dos a cada uno y nos dijo que las guardáramos bien y en secreto, y cómo utilizarlas. Realmente apestaba, pero Duncan se quejó y volvió en sí a medias, aunque volvió a perder el conocimiento. Pero respiraba..., de una manera extraña. Resultaba difícil oír o ver nada en la cabina, pero me pareció que era en un momento dado dejaba de respirar así que utilicé la última cápsula y pareció ponerse mejor de nuevo.

El doctor había estado observando la camilla. Una vez que estuvo instalada en la ambulancia dijo a Jean-Luc:

—Le ruego, capitán que traiga a Madame Mclver al hospital dentro de media hora. Aquí tiene mi tarjeta, ellos podrán decirles dónde estoy. —No cree qu... —empezó a decir Genny rápidamente.

—Será de mucha más ayuda dejándonos hacer nuestro trabajo durante media hora —le dijo con firmeza el médico—. Usted ya ha hecho el suyo, creo que le ha salvado la vida.

Después se alejó rápido.

Torbellino
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