CAPÍTULO II

Aberdeen, Escocia —Helipuerto McCloud: 5.15 de la tarde.

El gran helicóptero descendió del crepúsculo, con las palas girando, y tomó tierra cerca del «Rolls» que se encontraba aparcado al lado de una de las heliplataformas batida por la lluvia. Todo el helipuerto era un hervidero de actividad, otros helicópteros llegaban o despegaban con grupos de mecánicos petroleros, personal y suministros, todos los aparatos y hangares ostentando, orgullosos, el símbolo «SG». La portezuela de la cabina se abrió y dos hombres, vistiendo monos de vuelo y chalecos salvavidas, bajaron la escalera hidráulica, desafiando al viento y a la lluvia. Antes de que llegaran junto al coche, el uniformado chófer les había abierto ya la portezuela.

—Algo fuera de serie, ¿no te parece? —dijo Andrew Gavallan, feliz. Era un hombre alto, fuerte y en excelente condición física pese a sus sesenta y cuatro años. Sin esfuerzo, se despojó de su chaleco salvavidas y después de sacudirse la lluvia del cuello se sentó junto al otro hombre. —Es maravilloso, responde a cuanto los fabricantes informaron. ¿Te he dicho que somos los primeros forasteros en probarlo en vuelo? —Primeros o últimos, a mí me da igual. Me ha parecido condenadamente agitado y condenadamente ruidoso —dijo Linbar Struan con irritación, luchando por quitarse el Mae West. Tenía cincuenta años, el pelo pajizo, ojos azules y era la cabeza visible de «Struan's», el vasto conglomerado con base en Hong Kong, más conocido por el sobrenombre de «Noble House», propietario secreto de los intereses controladores de «SG Helicopters».

—Aún sigo pensando que la inversión por aparato es excesiva. Demasiado.

—Económicamente, el «X63» es una ganga como no encontrarás otra, será perfecto para el mar del Norte, Irán o para cualquier parte a la que haya que llevar carga pesada, en especial para Irán —dijo Gavallan paciente, no queriendo que el aborrecimiento que le inspiraba Linbar fastidiara lo que había sido un vuelo de prueba perfecto—. He pedido seis.

—¡Aún no he aprobado la compra! —replicó Linbar encolerizado.

—Tu aprobación no es necesaria —le aseguró Gavallan, endureciéndose la mirada de sus ojos castaños—. Soy miembro de la Oficina Interna del «Struan's». Tú y la oficina aprobasteis la compra el año pasado, condicionada a los resultados del vuelo de prueba, si yo la recomendaba...

—¡Aún no la has recomendado!

—¡Lo hago ahora, así que la cuestión queda zanjada!—. Gavallan sonrió plácidamente al tiempo que se arrellanaba en su asiento.

—Tu condenada ambición nunca tiene fin, ¿verdad, Andrew?

—No represento amenaza alguna para ti, Linbar, deja que yo...

—¡De acuerdo! —repuso Linbar mientras, furioso, cogía el intercomunicador para hablar con el chófer al otro lado del panel de cristal insonorizado—. John, deja a Mr. Gavallan en la oficina, y luego dirígete a Castle Avisyard.

El coche se encaminó al punto hacia el bloque de oficinas de tres plantas situado al lado de un grupo de hangares.

—¿Qué tal está Avisyard? —preguntó Gavallan con un tono extraño.

—Mejor que en tu época..., siento que tú y Maureen no fuerais invitados por Navidad, tal vez el próximo año. —Linbar frunció los labios—. Sí, Avisyard está mucho mejor. —Miró a través de la ventanilla y señaló con el pulgar hacia el helicóptero jumbo—. Y más vale que no falles con ése. 0 con cualquier otro asunto.

Los rasgos de Gavallan se endurecieron. La pulla sobre su mujer le había cogido desprevenido.

—Y hablando de fracasos, ¿qué me dices de tus desastrosas inversiones en Suramérica, tu estúpido problema con Toda Shipping sobre su flota de petroleros? ¿Qué hay de tu pérdida del contrato del túnel de Hong Kong a favor de «PanCon/Toda»? ¿Y qué hay de la traición a nuestros viejos amigos en Hong Kong con tus existencias manipul...?

—¡«Traición», mierda! ¡«Viejos amigos», mierda! Todos tienen más de veintiún años y, ¿qué han hecho por nosotros recientemente? Se supone que los de Shanghai son más listos que nosotros..., y los cantoneses y los del continente, todos ellos. ¡Tú lo has dicho un millón de veces! No es culpa mía que haya una crisis petrolífera, o que todo sea confuso en el mundo o que los árabes nos estén crucificando junto con los japoneses, los coreanos y los taiwaneses. —Linbar casi se ahogaba de furia—. Olvidas que ahora vivimos en un mundo diferente, Hong Kong es diferente, ¡el mundo es diferente! Yo soy taipan de «Struan's», estoy comprometido a velar por la «Noble House» y cada taipan ha tenido sus reveses, incluso tu condenado Sir Ian Dunross que Dios maldiga, y aún tendrá más con sus ilusiones de la gran riqueza de petróleo en China. Final...

—Ian está absolutamente en lo cien...

—Incluso Hug Struan sufrió reveses. Y nuestro condenado fundador, el propio gran Dirk, ¡ojalá se encuentre pudriendo en el infierno! No es culpa mía que el mundo esté corrompido. ¿Crees acaso que tú podrías hacerlo mejor? —vociferó.

—¡Veinte veces! —gritó a su vez Gavallan.

Ahora Linbar temblaba ya de furia.

—¡Te despediría si me fuese posible pero no puedo! Estoy harto de ti y de tu hipocresía. Eres un burk anticuado, cansado y viejo. Entraste en la familia por tu matrimonio pero no formas parte de ella en realidad y, tan seguro como hay Dios, ¡te destruirás a ti mismo! ¡Yo soy taipan y por Dios que tú nunca lo serás!

Gavallan dio unos golpes en el cristal y el coche se detuvo bruscamente. Abrió la portezuela y salió.

—Dew neh loh moh, Linbar! —dijo entre dientes y se lanzó bajo la lluvia.

Su mutuo aborrecimiento se remontaba a los últimos años de la década de los cincuenta y primeros de los sesenta, cuando Gavallan trabajaba en Hong Kong para «Struan's», antes de trasladarse a Escocia en cumplimiento de la orden secreta del entonces taipan Ian Dunross, hermano de Kathy, la difunta mujer de Gavallan. Linbar se había mostrado frenéticamente envidioso de Gavallan porque éste había gozado siempre de la confianza de Dunross, lo que no le ocurría a él y, sobre todo, porque siempre se había considerado que Gavallan era el primer candidato para sucederle un día como taipan, en tanto que se pensaba que Linbar no tenía la menor posibilidad.

En «Struan's» imperaba la vetusta ley de la compañía por la cual el taipan disfrutaba de un poder ejecutivo, absoluto e indiscutible, y el inviolable derecho de elegir el momento de su propia dimisión y a su sucesor, quien había de ser miembro de la Oficina Interna y por ello, en cierto modo, familiar. Una vez adoptada la decisión, el taipan renunciaba a todo poder. Ian Dunross, después de haberla dirigido sabiamente durante diez años, eligió a un primo, David MacStruan, para sucederle. Hacía cuatro años, y en la flor de la vida, David MacStruan, entusiasta montañero, se había matado en una ascensión al Himalaya. Poco antes de morir, y ante dos testigos, nombró, de forma asombrosa, a Linbar para sucederle. Hubo investigaciones policiales, tanto por parte británica como nepalesa, sobre las causas de su muerte. Sus cuerdas y el equipo de ascensión habían sido manipulados.

La investigación terminó con el veredicto de «accidente». La cara de la montaña por la que habían estado subiendo estaba aislada, la caída fue súbita, nadie sabía exactamente lo ocurrido, ni montañeros ni guías, las condiciones eran bastante buenas, y, sí, el sahib se encontraba en perfecto estado de salud y era hombre prudente, jamás corría riesgos innecesarios. «Pero, sahib, nuestras montañas en las Tierras Altas son diferentes de otras montañas. En las nuestras, hay espíritus que se encolerizan de vez en cuando, sahib, y, ¿quién puede predecir lo que es capaz de hacer un espíritu?». No se señaló a nadie directamente. Era «posible» que la cuerda y el equipo no hubiesen sido manipulados, sólo vendidos en malas condiciones. Karma.

Aparte de los guías nepaleses, los doce montañeros que formaban el grupo eran de Hong Kong: amigos y asociados de negocios, británicos, chinos, un americano y dos japoneses, Hiro Toda, jefe de «Toda Shippings Industries», viejo amigo personal de David MacStruan, y uno de sus asociados, Nobunaga Mori. Linbar no se encontraba entre ellos.

Con gran riesgo personal, dos hombres y un guía, descendieron hasta la falla y recogieron a David MacStruan antes de que muriera. Paul Choy, un acuadalado director de «Struan's», y Mori. Ambos atestiguaron que, poco antes de morir David MacStruan había nombrado a Linbar Struan sucesor suyo oficialmente. Poco después de que el desolado grupo hubiera regresado a Hong Kong, el secretario ejecutivo de «MacStruan's» mientras ponía orden en la mesa escritorio de su difunto jefe, encontró una hoja escrita a máquina y firmada por él, fechada algunos meses antes, y con Paul Choy como testigo, que confirmaba aquel nombramiento.

Gavallan recordaba lo desconcertado que le había dejado aquella acción, igual que a todos los demás, en especial a Claudia Chen, que fuera secretaria ejecutiva del taipan durante generaciones, prima de su propia secretaria ejecutiva, Liz Chen.

—No era propio del taipan, Master Andrew —le dijo. Una anciana señora, pero perspicaz como el que más—. El taipan jamás hubiera dejado un documento tan importante aquí, lo hubiese guardado en la caja fuerte de la Casa Grande junto con..., con los demás documentos particulares.

Pero David MacStruan no lo había hecho así. Y su orden al borde de la muerte y el documento que la respaldaba lo legalizaron y Linbar Struan se convirtió en taipan de la «Noble House» y así el asunto quedaba zanjado pero, de todas formas, dew neh loh moh para Linbar, su horrible esposa, su diabólica amante china y sus viles amigos. Aún apostaría mi vida que si David no fue asesinado, de alguna manera, lo manipularon. Pero, ¿por qué habría de mentir Paul Choy?, ¿o Mori? ¿Por qué iban a hacerlo? No ganaban nada con ello...

La lluvia arreció, empapándole, haciendo que abandonase, sobresaltado, su ensoñación. El corazón seguía latiéndole con fuerza y se maldijo por haber perdido los nervios y permitido que Linbar dijera lo que no debía.

—Eres un condenado idiota, podías haberle seguido la corriente, como siempre; tienes que trabajar con él y su gente durante muchos años —dijo en voz alta—. Ese bastardo no debería haber lanzado pullas sobre Maureen... —farfulló.

Llevaban tres años casados y tenían una hija de dos. Kathy, su primera esposa, había muerto nueve años antes de esclerosis múltiple.

«Pobre Kathy —pensó con tristeza—. Qué mala suerte tuviste.»

Entornó los ojos frente a la lluvia y vio al «Rolls» girar por la verja del helipuerto y desaparecer. «Es una condenada vergüenza lo de Avisyard, le tengo cariño a ese lugar» pensó, recordando los buenos y malos tiempos que pasara allí con Kathy y sus dos hijos, Scot y Melinda. Castle Avisyard era la propiedad ancestral de Dirk Struan, que dejara a los sucesivos taipan durante su mandato. «Es una pena que jamás podamos ir allí, Maureen, yo y la pequeña Electra, en especial mientras Linbar sea taipan. Es una lástima pero así es la vida.»

—Bueno, el condenado no puede durar eternamente —le dijo al viento, y se sintió mucho mejor al haberlo expresado en voz alta. Después, entró en el edificio y en su oficina—. Hola, Liz —dijo.

Liz Chen era una guapa euroasiática que rondaba la cincuentena, y había llegado con él desde Hong Kong en el sesenta y tres, conociendo todos los secretos de «Gavallan Holdings», con su operación original de cobertura, «SG», y «Struan's».

—¿Qué hay de nuevo?

—Has tenido una discusión con el taipan, no te preocupes. —Le ofreció la taza de té, su voz era cantarina.

—Maldición, sí. ¿Cómo lo has sabido? —preguntó. Al echarse ella a reír, rió con ella—. Que se vaya al infierno. ¿Te has puesto ya en comunicación con Mac?

Se refería a Duncan Mclver, jefe de operaciones de «SG» en Irán y su amigo más antiguo.

—Hemos tenido a una muchacha marcando su número desde la madrugada hasta bien anochecido, pero las líneas de Irán siguen estando sobrecargadas. Tampoco el télex contesta. Duncan debe de estar tan ansioso como tú de hablar —informó mientras cogía el abrigo de él y lo colgaba de una percha en su oficina—. Tu mujer llamó, había ido a recoger a Electra a la guardería infantil y quería saber si irás a cenar a casa. Le dije que quizá fueses pero que llegarías tarde... Dentro de media hora tienes la conferencia convocada con «ExTex».

—Sí —repuso Gavallan, sentándose ante su mesa y asegurándose de que el expediente estaba en orden—. ¿Quieres comprobar si el télex con Mac sigue ocupado, Liz?

Sin más dilación, Liz empezó a marcar. El despacho era amplio y ordenado, dando al campo de aviación. Sobre una mesa despejada de papeles había algunas fotografías familiares de Kathy con Melinda y Scot cuando eran pequeños en las que el gran Castle Avisyard aparecía al fondo, y otra de Maureen con la chiquitina en brazos. Rostros dulces, sonrientes. Tan sólo un cuadro colgado en la pared, de Aristotle Quance, el óleo de un corpulento mandarín chino..., un regalo de Ian Dunross para celebrar su primer aterrizaje con éxito en una plataforma que Mclver instalara en el mar del Norte, y el comienzo de una era.

—Andy, quiero que cojas a Kathy y a los niños, dejes Hong Kong y te vengas a Escocia, a casa —había dicho Dunross, comenzando así todo aquello—. Quiero que simules dimitir en «Struan's»...; desde luego, seguirás formando parte de la Oficina Interna pero, por el momento, eso lo mantendremos en secreto. Quiero que vayas a Aberdeen y compres, discretamente, la mejor propiedad, muelles, zonas para instalación de fábricas, un pequeño aeropuerto, helipuertos potenciales... Aberdeen es un lugar tranquilo todavía, de manera que podrás comprar barato. Se trata de una operación secreta, sólo entre nosotros. Hace unos días conocí a un extraño sujeto, un sismólogo llamado Kirk que me convenció de que debajo del mar del Norte hay una inmensa bolsa de petróleo. Quiero que «Noble House» esté preparada para servir suministro a las plataformas cuando las hayan instalado.

—¡Dios mío, Ian! ¿Cómo podríamos hacer eso? ¿El mar del Norte? Incluso si hubiera petróleo allí, lo que parece imposible, esos mares son los peores del mundo durante casi todo el año. No sería posible en prácticamente ninguna época del año..., y, de cualquier manera, los gastos resultarían prohibitivos. ¿Cómo vamos a hacerlo?

—Ése es tu problema, muchacho.

Gallavan recordó la risa y aquella desbordante confianza y, como siempre, se sintió reconfortado. De manera que abandonó Hong Kong con la consiguiente alegría de Kathy y llevó a cabo todo cuanto se esperaba de él.

Casi al punto, como si se hubiera producido un milagro, el mar del Norte empezó a hacer eclosión y las principales compañías de Estados Unidos, con «ExTex», el enorme conglomerado petrolífero de Texas, y la BP, «British Petroleum», en cabeza, se lanzaron a hacer inmensas inversiones. Duncan Mclver, por su parte, se encontraba soberbiamente situado para beneficiarse del nuevo El Dorado y fue el primero en descubrir que la única forma eficaz de prestar servicio a aquellos inmensos descubrimientos en aguas tan violentas era con la utilización de helicópteros; el primero, respaldado por el poder de Dunross, en obtener los ingentes fondos necesarios para el arriendo de helicópteros; el primero en impulsar a los principales fabricantes de helicópteros para que estableciesen normas de tamaño, seguridad, instrumentación y actuación jamás soñadas hasta entonces; y el primero en demostrar que el vuelo, en no importaba qué condiciones meteorológicas, sobre aquellos violentos mares, era posible. Duncan Mclver había hecho aquello para él, los vuelos y el desarrollo de las técnicas precisas, desconocidas hasta entonces.

Del mar del Norte se había pasado al Golfo, Irán, Malasia, Nigeria, Uruguay, África del Sur..., Irán, la joya de la corona, con su inmenso potencial, ampliamente provechoso; con las mejores relaciones entre los niveles más altos del poder, la Corte que, según le informaran sus asociados iraníes, seguiría siendo bastante poderosa todavía aun cuando el Sha hubiese sido destronado.

—No hay motivo para preocuparse, Andy —le había dicho el general Javadah, su antiguo socio destinado en Londres, cuando le viera el día anterior—. Uno de nuestros socios está emparentado con Bajtiar y, por si acaso, tenemos contratos al más alto nivel dentro del círculo íntimo de Jomeiny. Desde luego, la nueva era será más costosa que antes...

Gavallan sonrió. «Poco importa el gasto adicional y el que los socios se hagan un poco más codiciosos cada vez, todavía queda más que suficiente para mantener a Irán como nuestra capitana... siempre, naturalmente, que vuelva con rapidez a la normalidad.»

La jugada de Ian benefició a la «Noble House» con creces. Fue una lástima que dimitiera cuando lo hizo, pero, de todas formas, había dirigido «Struan's» durante diez años. «Eso es más que suficiente para cualquier hombre..., incluso para mí. Linbar está en lo cierto al afirmar que yo quiero esa muesca. Si no lo consigo, por Dios que lo hará Scot. Entretanto, avanzando y hacia arriba siempre. El «X63» nos situará muy por delante de «Imperial» y de «Guerney», convirtiéndonos en una de las empresas arrendatarias de helicópteros más grandes del mundo.»

—En un par de años, seremos la compañía más grande de todas, Liz —dijo con absoluta confianza—. ¡El «X63» es algo colosal! Mac quedará hecho polvo cuando se lo diga.

—Sí —asintió ella al tiempo que colgaba el teléfono—. Lo siento, Andy, las líneas siguen ocupadas. Nos lo comunicarán tan pronto como queden libres. ¿Le comunicaste al taipan el resto de las buenas noticias?

—No era el momento idóneo precisamente. Pero no importa. —Ambos rieron—. Me lo reservo para la reunión de la Junta.

En un viejo reloj de barco que había sobre un escritorio comenzaron a sonar las seis. Gavallan extendió el brazo v conectó un aparato de radio multibandas que había sobre un archivador detrás de él. Las campanadas del «Big Ben» sonaron...

Teherán. Apartamento de Mclver

En el pequeño receptor de radio, plagado de estática, se apagó la última de las campanadas. «Les habla la "BBC World Service", son las 17 horas por el meridiano de Greenwich...» Las cinco de la tarde en Londres correspondían a las ocho y media de la tarde en Irán.

Automáticamente, los dos hombres consultaron sus relojes. La mujer saboreaba su vodka con martini. Los tres rodeaban el gran aparato de radio de onda corta de batería que emitía la señal de la emisora muy débil y producía mal las ondas de frecuencia. Afuera, la noche era oscura. Una ráfaga de disparos se oyó en la lejanía. No le prestaron atención. Ella bebió otro sorbo, esperando. El apartamento estaba frío ya que hacía semanas que no tenían calefacción central. Ahora, el único punto de calor de que disponían era una pequeña estufa eléctrica que, al igual que la tenue iluminación eléctrica, funcionaba a media fuerza. «... a las 19.30 hora de Greenwich habrá un informe especial sobre Irán "De nuestros propios corresponsales...".»

—Bien —musitó ella y todos asintieron. Tenía cincuenta y un años. Se mantenía joven para su edad, era atractiva, de ojos azules y pelo rubio, esbelta y llevaba gafas de montura oscura. Genevere Mclver, pero todos la llamaban Genny.

«... pero primero un resumen de las noticias del mundo. En Gran Bretaña, diecinueve mil trabajadores fueron de nuevo a la huelga en la factoría de la "British Leyland", en Birmingham, la principal fábrica de automóviles del país, pidiendo aumento de salario; los negociadores del sindicato representante de los trabajadores de los servicios públicos llegaron a un acuerdo para un aumento del 16 por ciento aun cuando el Primer Ministro Callaghan, del Gobierno laborista, quiere mantener el 8.8 por ciento; la reina Isabel volará a Kuwait el lunes, iniciando así una visita de tres semanas a los Estados del Golfo Pérsico; en Washington, el Presi...»

La transmisión se desvaneció por completo. El más alto de los hombres lanzó una maldición.

—Ten paciencia, Charlie —dijo ella con tono apaciguador—. Ya volverá.

—Sí, Genny, tienes razón —contestó Charlie Pettikin. Lejos, volvió a escucharse otra ráfaga de ametralladora.

—Algo peligroso enviar ahora a la reina a Kuwait, ¿no os parece? —observó Genny. Kuwait era un Emirato petrolífero inmensamente rico, situado exactamente al otro lado del Golfo Pérsico y flanqueado por Arabia Saudita e Iraq—. Muy estúpido en los tiempos que corren, ¿no?

—Condenadamente estúpido. El maldito Gobierno ha ido muy lejos al enviar a su jefe allí —dijo Duncan Mclver, su marido, añadiendo luego—: Un condenado camino hasta Aberdeen.

—Ése es un camino muy largo, Duncan —repuso Genny riendo.

—No lo bastante lejos para mí, Genny. —Mclver era un hombre corpulento de cincuenta y ocho años, con la constitución de un boxeador y de pelo canoso—. Callaghan es un condenado majadero y el...

Calló prestando oído atento al ruido sordo producido por un vehículo pesado que transitaba por la calle. El apartamento se encontraba en la última planta, la quinta, de un moderno edificio residencial en los suburbios al norte de Teherán. Otro vehículo pasó.

—Parece que sean tanques —dijo Genny.

—Lo son —aseguró Charlie Pettikin, antiguo piloto de la RAF. Tenía cincuenta y seis años, originario de África del Sur, su pelo era oscuro y canoso. Piloto veterano, jefe de SG del Ejército iraní y del programa de entrenamiento con helicópteros de las Fuerzas Aéreas.

—Tal vez se nos venga encima otra mala racha —dijo ella.

Desde hacía varias semanas, cada día era una mala racha, la cual había comenzado en setiembre con la ley marcial, prohibiendo las reuniones públicas e implantando el toque de queda, desde las nueve de la noche a las cinco de la madrugada, que el Sha había ordenado y que sólo sirvió para enardecer más a la gente, sobre todo en la capital, Teherán, en el puerto petrolero de Abadán y en las ciudades santas de Qom y Meshed. Hubo muchos muertos. Luego, comenzó una escalada de la violencia, el Sha se mostró vacilante y, de repente, durante los últimos días de diciembre, anuló la ley marcial y nombró Primer Ministro a Bajtiar, un moderado, haciendo concesiones. Y, de improviso, el 16 de enero, el Sha abandonó Irán para «unas vacaciones». Entonces Bajtiar formó Gobierno, y Jomeiny, que seguía exiliado en Francia, lanzó una anatema contra aquél y quienes lo apoyaran. Los disturbios aumentaron y, con ellos, el número de muertos. Bajtiar intentó negociar con Jomeiny, quien se negó a verle o hablar con él. El pueblo estaba inquieto, el Ejército también; entonces, los aeropuertos se cerraron para Jomeiny, luego, le fueron abiertos. Y de súbito, en forma igualmente increíble, ocho días antes, el 1 de febrero, Jomeiny había regresado.

Ella pensó que, desde entonces, la situación iba empeorando día a día.

Aquella madrugada ella, su marido y Pettikin habían estado en el aeropuerto internacional de Teherán. Era jueves, hacía mucho frío aunque seco, con trechos cubiertos de nieve aquí y allá, y un viento ligero. Al Norte, las cumbres de las montañas Elburz aparecían blancas mientras que el sol saliente teñía de rojo la nieve. Los tres habían permanecido junto al «212» aparcado en la pista del aeropuerto, bien alejado de la de despegue, frente a la terminal. Otro «212» se encontraba al otro extremo del campo, también preparado para el despegue inmediato. Los seguidores de Jomeiny habían ordenado el traslado de ambos al aeropuerto.

Aquella zona de la terminal se encontraba desierta, salvo unos veinte funcionarios del aeropuerto, en extremo nerviosos, portando, la mayoría de ellos, metralletas, mientras esperaban junto a un gran «Mercedes» negro y un coche de transmisiones conectado a la torre. Todo era quietud allí en violento contraste con el interior de la terminal v detrás de la barrera que rodeaba el perímetro. En el interior del edificio de la terminal, se había reunido un comité de bienvenida de alrededor de un millar de invitados especiales entre políticos, ayatollahs, mollahs, periodistas, centenares de miembros de la Policía Armada, y Guardias Islámicos especiales ostentando brazaletes verdes, conocidos por el sobrenombre de Green Bands, que constituían el ejército privado, revolucionario e ilegal, de los mollahs. Por otra parte, se había mantenido alejada del aeropuerto a cualquier persona, permaneciendo todas las calles de acceso a él bloqueadas, vigiladas y con barricadas. Pero, precisamente, al otro lado de esas mismas barricadas se encontraban centenares de miles de personas ansiosas de todas las edades. La mayoría de las mujeres llevaban el chador, la túnica larga, semejante a un sudario, que las cubría de pies a cabeza. Más allá de aquella muchedumbre, formando a todo lo largo de la ruta de quince kilómetros, por el camino que conducía al cementerio BeheshtZahra, donde el Ayatollah iba a pronunciar su primer discurso, había cinco mil policías armados y alrededor de ellos, apiñados en terrazas, ventanas, muros y calles se agolpaba la más inmensa manifestación de gente que Irán jamás conociera, un mar de personas, la mayoría de la población de Teherán. Alrededor de cinco millones de personas vivían en la ciudad o sus alrededores. Todos ansiosos, todos nerviosos, todos temerosos de que a última hora hubiera un retraso, que acaso le cerraran una vez más el aeropuerto, o que, tal vez, las Fuerzas Aéreas lo derribaran cumpliendo órdenes o sin ellas

El Primer Ministro Shahpur Bajtiar, su gabinete y los generales de las Fuerzas Armadas no se hallaban presentes en el aeropuerto. Por decisión propia. Tampoco se encontraban allí oficiales ni soldados, Todos aquellos hombres esperaban en sus cuarteles, aeropuertos o barcos..., todos ellos nerviosos e impacientes por actuar.

—Hubiese preferido que se quedara en casa, General —dijo McIver intranquilo,

—Y yo hubiera preferido que todos nos quedáramos en casa —dijo Pettikin, asimismo incómodo.

Una semana antes, uno de los partidarios de Jomeiny había pedido a McIver que les proporcionara el helicóptero que llevase al líder desde el aeropuerto hasta BeheshtZahra.

—Lo siento, no es posible. Carezco de autoridad para hacerlo —dijo, sombrío.

Al cabo de una hora, el persa estaba de regreso con Cintas Verdes, que llenaron el despacho de Mclver y las oficinas contiguas. Eran hombres jóvenes, de semblante duro y colérico; dos de ellos llevaban al hombro rifles automáticos soviéticos «AK47», y, otro, un «M16» norteamericano.

—Nos proporcionará el helicóptero tal como le he dicho —le espetó el sujeto con arrogancia—. Por si el control de la multitud se hace demasiado difícil. Por supuesto, todo Teherán estará allí para saludar al Ayatollah, a quien Dios bendiga.

—Me gustaría mucho poder complacerle, pero no puedo —le había dicho McIver con tacto, tratando de ganar tiempo. Su posición era terriblemente difícil. A Jomeiny se le permitía regresar, pero eso era todo. Si el Gobierno de Bajtiar se enteraba de que le iban a brindar a su archienemigo una baza para entrar en la capital ello los irritaría sobremanera. Y, aun cuando el Gobierno estuviese de acuerdo, si se producía algún percance, si el Ayatollah resultaba herido, «SG» sería culpada y sus vidas no valdrían ni un penique—. Todos los aparatos están alquilados y no tengo la suficiente autoridad para...

—Le concedo la autoridad necesaria en nombre del Ayatollah —dijo el hombre, levantando la voz muy enfadado—. El Ayatollah es la única autoridad en Irán.

—Entonces le resultará fácil conseguir un helicóptero del Ejército o de las Fuerzas Aéreas iraníes...

—¡Basta! Usted ha tenido el honor de que se le haga la solicitud. Hará lo que se le diga. En el Nombre de Dios, el comité ha decidido que usted nos facilitará un «212» con sus mejores pilotos para llevar al Ayatollah a donde le digamos, cuando se lo digamos y como se lo digamos.

Ésta fue la primera vez que McIver se había enfrentado con uno de los comités —pequeños grupos de jóvenes fundamentalistas—que aparecieron, al parecer milagrosamente, en el momento en que el Sha abandonó el Irán. Surgieron en todas las ciudades, pueblos y aldeas para hacerse con el poder, atacando cuartelillos de Policía, encabezando manifestaciones en las calles, y obteniendo el control donde podían. La mayor parte de las veces los dirigía un mollah. Pero no siempre era así. En los campos petrolíferos de Abadán se dijo que los comités eran fedayines izquierdistas.

—¡Usted obedecerá! —El individuo esgrimió un revólver ante su rostro.

—Desde luego, me honra su confianza —había dicho McIver, mientras estaba rodeado por aquellos hombres que olían a sudor y ropa sucia—. Pediré permiso al Gobierno...

—El Gobierno de Bajtiar es ilegal y no aceptable para el Pueblo replicó el hombre. En seguida, los restantes hombres se hicieron eco de aquellas palabras y empezaron a mostrarse hostiles. Uno de ellos empuñó su rifle automático—. Usted obedecerá o el comité tomará medidas.

McIver había enviado un télex a Andrew Gavallan en Aberdeen, quien dio su aprobación inmediata, siempre y cuando los socios iraníes estuviesen de acuerdo. Pero a éstos no se les pudo hallar. Desesperado, Mclver contactó con la Embajada británica para pedir consejo.

—Muy bien, muchacho, sin duda puedes preguntarle al Gobierno, formal o informalmente. Pero nunca obtendrás una respuesta. Ni siquiera estamos seguros de que permitan aterrizar a Jomeiny, o de que las Fuerzas Aéreas no tomen cartas en el asunto. En definitiva, ese maldito individuo es un revolucionario recalcitrante, que instiga abiertamente a la insurrección contra el Gobierno legal que todo el mundo reconoce. De todos modos, si eres lo bastante ingenuo para preguntar, al Gobierno no le sentará bien, y de cualquier modo tienes muy mala papeleta.

Así, pues, McIver acordó un aceptable compromiso con el comité.

—En definitiva —señaló con enorme alivio—resultaría muy extraño que un aparato británico condujese a vuestro venerado líder hasta la ciudad. Seguramente sería mejor que lo hiciese un aparato de las Fuerzas Aéreas iraníes, pilotado por un iraní. A su lado podría ir uno de nuestros aparatos, mejor dos, por si se produce algún accidente. Con nuestros mejores pilotos. Llamadnos por radio en caso de emergencia, y responderemos inmediatamente...

Y ahora se hallaba en este lugar, esperando, rogando que no se produjera ninguna emergencia a la que responder.

El «Jumbo 747» de la «Air France» apareció en el horizonte. Describió círculos durante veinte minutos, esperando el momento para aterrizar. Mclver escuchaba a la torre en la radio del «212».

—Todavía hay algunos problemas relativos a la seguridad —]es dijo él a los otros dos—. Aguardad un minuto..., tiene pista libre. —Ahora es el momento —murmuró Pettikin.

Observaron cómo el «747» brillaba en toda su blancura, destacando los colores de la bandera francesa. El aparato inició un perfecto aterrizaje, pero, en el último instante, el piloto remontó el vuelo, suspendiendo el aterrizaje.

—¿A qué diablos está jugando? —preguntó Genny, mientras le palpitaba el corazón aceleradamente.

—El piloto ha dicho que deseaba tener una visión más precisa —le explicó McIver—. Creo que yo haría igual..., para estar más seguro. —Miró a Pettikin, que atendería cualquier llamada de emergencia del comité—. Ruego a Dios que las Fuerzas Aéreas no hagan ninguna locura.

—¡Mirad! —dijo Genny.

El jet aterrizó finalmente, mientras sus ruedas echaban humo y sus potentes motores rugían en marcha atrás para reducir su velocidad. Inmediatamente, un «Mercedes» se apresuró a ponerse a su lado, y cuando la noticia se extendió a los que estaban en la terminal, a los que estaban en las barricadas y en las calles, las multitudes se sintieron poseídas de alegría, empezaron los cánticos:

Alirah u Akóar... Agha uiirnad (Dios es grande... el Maestro ha regresado)

Pareció transcurrir una eternidad antes de que las pisadas llegaran, de que las puertas se abrieran y de que el anciano de barba abundante, rostro severo y tocado con un turbante negro bajara las escaleras, ayudado por un camarero francés. Caminó entre la guardia de honor de unos pocos mollahs, apresuradamente formada y la tripulación de «Iran Air France», siendo rodeado de inmediato por sus principales ayudantes y por los nerviosos funcionarios, para ser introducido rápidamente en el automóvil que se dirigió hacia la terminal. Allí fue recibido por la más delirante confusión, con vítores, chillidos y los frenéticos invitados luchando entre sí por acercarse a él, por tocarle. Y los periodistas de todo el mundo forcejeando entre ellos para ocupar la mejor posición con su barrera de cámaras de flashes y las de televisión... Todo el mundo gritaba mientras que las Green Bands y la Policía intentaban protegerle y evitar que lo aplastaran. Genny pudo entreverle durante un instante, una estatua impávida en medio de todo aquel frenesí. Luego, desapareció.

Genny saboreaba un martini recordando, con los ojos clavados en el aparato de radio, intentando obligar a la emisora a continuar, a borrar el recuerdo de aquel día y de la arenga de Jomeiny en el cementerio BeheshtZahra, elegido por estar enterrados allí muchos de los masacrados aquel «Viernes Sangriento». Mártires los llamó él.

También intentaba borrar las imágenes que todos vieron más tarde por televisión, de la furiosa marea de cuerpos que rodeaban la caravana de automóviles que avanzaba centímetro a centímetro, desaparecida ya toda idea de seguridad. Centenares de miles de hombres, mujeres y jóvenes vociferando, forcejeando, empujando por acercarse a Jomeiny, encaramándose a la furgoneta «Chevy» en la que se encontraba queriendo llegar hasta él, tocarle, mientras que el Ayatollah, sentado en la parte delantera, alzaba las manos de vez en cuando para agradecer toda aquella adulación. Gente trepando hasta el techo y el capó del coche, gimiendo y gritando, llamándole, luchando por mantener apartados a otros... El chófer era incapaz de ver delante suyo y tenía que frenar a veces de pronto para sacudirse a la gente de encima o acelerar a ciegas en otras ocasiones. Genny intentó borrar, sobre todo, el recuerdo de un joven, con tosco traje marrón que trepara hasta el capó del coche, pero que, al no encontrar dónde cogerse, se deslizó lentamente, cayendo bajo las ruedas.

Docenas de ellos corrieron la misma suerte de aquel joven. Finalmente, las Green Bands se abrieron camino hasta la furgoneta e hicieron bajar al helicóptero. También recordaba cómo éste comenzó a bailotear sobre la muchedumbre que huyó de las palas: cuerpos por todas partes, heridos por todas partes. Y luego el Ayatollah caminando en medio de su manada de Guardias Islámicos, siendo ayudado a subir al helicóptero, el gesto severo, impávido. Y después el aparato remontándole hacia los cielos acompañado del clamor creciente «Allahuuuuu Akbar... (Agha uhmad...»

—Necesito otra copa —dijo poniéndose en pie para disimular un escalofrío—. ¿Quieres tú una, Duncan?

—Gracias, Gen.

Se fue a la cocina en busca de hielo.

—¿Charlie?

—Aún no, Genny. Ya me la prepararé yo.

Genny se detuvo al escucharse la radio de nuevo con fuerza.

«China informa de graves incidentes en la frontera con Vietnam y denuncia estos ataques como una prueba evidente de la hegemonía soviética. En Fran...»

Una vez más, la voz se desvaneció, quedando sólo la estática. Al cabo de un momento, Pettikin dijo:

—Al venir para acá, tomé una copa en el club. Entre los periodistas corre el rumor de que Bajtiar está preparado para una confrontación. Y también de que se está librando una fuerte lucha en Meshed después de que una banda atacara al jefe de Policía y a media docena de sus hombres.

—Terrible —dijo Genny volviendo de la cocina—. ¿Quién controla a esas turbas, Charlie? ¿Quién las maneja en realidad? ¿Son los comunistas?

—Nadie parece saberlo con seguridad —repuso Pettikin con un encogimiento de hombros—, pero el comunista Tudeh tiene que estar incitándoles, proscrito o no. Y todos los izquierdistas, los mujadinalkhalo en especial, que creen en una especie de enlace entre las religiones del Islam y Marx, apoyados por los soviéticos. El Sha, Estados Unidos y la mayoría de los Gobiernos occidentales saben que son ellos, ayudados y fuertemente instigados por los soviéticos al norte de la frontera, por lo que, como es natural, toda la Prensa iraní se muestra de acuerdo. Lo mismo que nuestros asociados iraníes, que están muertos de miedo sin saber qué camino tomar, intentan ayudar al Sha y a Jomeiny a un tiempo. Por Dios que quisiera que todos ellos se estuvieran quietos, Irán es un gran lugar y no tengo intención de marcharme.

—¿Y qué hay de la Prensa?

—En la extranjera, hay de todo. Parte de la americana está de acuerdo con el Sha sobre quién es el culpable. Otros periódicos dicen que es puro «jomeinismo», algo puramente religioso, dirigido por el Ayatollah y los mollahs. Y hay quien culpa a los fedayines de la izquierda o a los duros fundamentalistas de la Hermandad Musulmana. Había incluso un tipo, creo que era francés, que aseguraba que Arafat y la OLP eran... —Calló. Por un segundo volvió a oírse la voz por la radio y luego, una vez más, sólo se escuchó la estática—. Debe de tratarse de manchas solares.

—Lo suficiente para sacarle a uno de quicio —dijo Mclver.

Al igual que Pettikin, había pertenecido a la RAF, siendo el primer piloto en incorporarse a «SG» y ya era director de las operaciones en Irán, así como director gerente de «IHC», «Iran Helicopter Company»; una empresa al cincuenta por ciento conjunta con los obligados socios iraníes a la que «SG» arrendaba sus helicópteros, la compañía que gestionaba sus contratos, hacía sus acuerdos, tenía el dinero... y sin la que no podría haber operaciones iraníes. Se inclinó hacia delante para sintonizar mejor la radio pero cambió de idea.

—Todo volverá a la calma, Duncan —dijo Genny confiada—. Y estoy de acuerdo en lo de que Callaghan es un majadero.

Duncan la miró sonriendo. Hacía treinta años que estaban casados. —No eres tonta, Genny. Nada tonta.

—Por eso te mereces otro whisky.—Gracias, pero esta vez echa algo de ag...

«... tavoz del Departamento de Energía dice que el nuevo 14 por ciento de la OPEP costará 51 billones de dólares a Estados Unidos por la importación de petróleo durante el próximo año. También en Washington, el presidente Carter anunció que, debido a la situación cada vez más deteriorada en Irán, se ha ordenado que una flota de portaaviones se desplace desde Filip...» La voz del locutor quedó ahogada por otra emisora. Luego, ambas enmudecieron.

Aguardaron en un tenso silencio. Los dos hombres se miraron, intentando ocultar su sobresalto. Genny se acercó al aparador donde estaba la botella de whisky. También sobre él, ocupando casi todo el espacio, estaba la radio HF a través de la cual Mclver se comunicaba con sus helicópteros en todo el territorio de Irán.. , siempre que las condiciones lo permitieran. El apartamento era grande y confortable, con tres dormitorios y dos salas de estar. Durante los últimos meses, desde que la ley marcial entrara en vigor, con la subsiguiente escalada de violencia, Pettikin se había trasladado a vivir con ellos, ya que, debido a su divorcio de hacía un año, estaba solo de nuevo, solución que satisfizo a todos.

Un ligero viento hizo vibrar los cristales de la ventana. Genny miró hacia fuera. Algunas luces débiles llegaban de las casas de enfrente. Las farolas de la calle permanecían apagadas. Los tejados bajos de la inmensa ciudad se extendían hasta el infinito. Nieve sobre ellos, en el suelo. La mayoría de los cinco o seis millones de personas que vivían allí lo hacían en condiciones miserables. Pero aquella zona, la mejor, al norte de Teherán, donde la mayoría de los extranjeros y los iraníes bien acomodados tenían sus casas, disfrutaba de un buen servicio policial. «¿Acaso está mal vivir en la mejor zona si puedes permitírtelo? —se preguntó Genny—. Este mundo es un extraño lugar, se mire por donde se mire.»

Preparó un whisky flojo, soda en su mayor parte, y volvió junto a ellos.

—Va a estallar una guerra civil. No hay forma de que podamos seguir aquí.

—Estaremos bien, Gen, Carter no permiti......

De repente, las luces se apagaron y la calefacción eléctrica también. —Qué fastidio —dijo Genny—. Menos mal que tenemos butano.

—Tal vez el corte no dure mucho tiempo —dijo Mclver ayudándola a encender las velas que ya estaban preparadas. Miró hacia la puerta de entrada. Junto a ella, había un bidón con veinte litros de gasolina..., su combustible de emergencia. A McIver no le seducía, en modo alguno, tener gasolina en el apartamento. A todos les fastidiaba, sobre todo teniendo que utilizar velas casi todas las noches. Pero desde hacía varias semanas era preciso hacer cola de cinco a veinticuatro horas en cualquier gasolinera y aun así, si estaba atendida por un iraní, lo más probable era que se negara a despachar a los extranjeros. Muchas veces, se encontraba vacío el tanque de gasolina..., y los candados no servían de nada. Ellos eran más afortunados porque tenían acceso a los suministros del aeropuerto, pero para una persona corriente, y en especial los extranjeros, las colas les hacían la vida insoportable. En el mercado negro, la gasolina llegaba a costar hasta 160 rials el litro, o sea, dos dólares un litro, ocho dólares un galón y eso cuando podía encontrarse—. Ojo con las valiosas raciones —dijo Mclver riendo.

—Tal vez debieras colocar una vela sobre ellas en recuerdo de los viejos tiempos, Mac.

—¡No le tientes, Charlie! ¿Qué estabas diciendo de Carter?

—El problema es que si a Carter le entra el pánico y desplaza algunas fuerzas, o aviones, para apoyar un golpe militar, hará saltar todo por los aires. El resto del mundo maullará como gatos escaldados, sobre todo los soviéticos, que indudablemente reaccionarán, e Irán se convertirá en la pieza clave para el estallido de la Tercera Guerra Mundial.

—Hemos estado combatiendo en la Tercera Guerra Mundial desde el 45, Charlie... —empezó a decir McIver.

Le interrumpió una explosión de estática y luego volvió la voz del locutor a oírse.

«,.. Arafat, el líder de la OLP, ha declarado en Beirut, que su organización seguirá ayudando activamente a la revolución del Ayatollah Jomeiny. Durante una conferencia de Prensa en Washington, el presidente Carter ha reiterado el apoyo de Estados Unidos al Gobierno Bajtiar y al "proceso constitucional" en Irán. Y, finalmente, en el propio Irán, el Ayatollah Jomeiny ha amenazado con la detención del Primer Ministro Bajtiar a menos que dimita y ha incitado al pueblo y al Ejército: "a destruir la terrible monarquía y a su Gobierno ilegal" a uno, y "a sublevarse contra sus oficiales dominados por los extranjeros y a abandonar los cuarteles con sus armas» al otro. En las Islas Británicas, las nevadas, excepcionalmente intensas, los vendavales y las inundaciones han interrumpido la vida normal en el país en gran manera, habiendo tenido que cerrar el aeropuerto de Heathrow al tráfico, permaneciendo en tierra todos los aparatos. El próximo boletín será a las 18.00 horas meridiano de Greenwich. Están escuchando la "BBC World Service". A continuación un informe de nuestro corresponsal sobre agricultura internacional, "Productos Avícolas y Cerdos". Empezamos con...»

Mclver se apresuró a cerrar la radio.

—Condenación, el mundo está a punto de estallar y la «BBC» empieza a hablarnos de cerdos...

Genny se echó a reír.

—¿Qué harías sin la «BBC», la televisión y las ligas de fútbol? Vendavales e inundaciones —descolgó el teléfono para probar suerte. Como de costumbre, la línea estaba muerta—. Espero que los chicos se encuentren bien. —Tenían un hijo y una hija, Hamish y Sarah, ambos casados ya y viviendo su vida, y dos nietos, uno de cada hijo—. La pequeña Karen pesca unos resfriados tan malos... ¡Y Sarah! Incluso habiendo cumplido ya los veintitrés años, hay que estar siempre recordándole que se vista como Dios manda. No sé si esa niña llegará a ser adulta algún día.

—¡Es irritante no poder telefonear cuando lo necesitas —exclamó Pettikin.

—Sí. De todas formas, ya es hora de cenar. El mercado estaba casi vacío hoy, por tercer día consecutivo. Así que hube de elegir otra vez entre asado de cordero matusalénico con arroz o un especial. Me decidí por este último y utilicé las dos últimas latas. Hoy tenemos empanada de carne de buey en conserva, coliflor al gratén, tarta de melaza y hors d'oeuvre sorpresa. —Cogió una vela y se fue a la cocina cerrando la puerta tras de sí.

—Me pregunto por qué habremos de tener siempre coliflor al gratén —dijo McIver mientras observaba la llama de la vela oscilando en la puerta de la cocina—. Aborrezco ese condenado comistrajo. Se lo he dicho cincuenta veces... —De repente, el panorama nocturno llamó su atención. Se acercó a la ventana. La ciudad permanecía a oscuras debido al corte del suministro eléctrico. Pero hacia el Sureste, el cielo aparecía iluminado por un centelleo rojo—. Otra vez Jaleh —se limitó a decir.

Hacía cinco meses, el 8 de setiembre, centenares de miles de personas se habían lanzado a las calles de Teherán para protestar contra el decreto del Sha imponiendo la ley marcial. Hubo destrucción a gran escala, sobre todo en Jaleh, un suburbio pobre, densamente poblado, donde se encendieron hogueras y se colocaron barricadas de neumáticos ardiendo. A la llegada de las Fuerzas de Seguridad, la enfurecida multitud se negó a dispersarse al tiempo que daba gritos de «Muerte al Sha». El enfrentamiento fue violento. Los gases lacrimógenos no surtieron efecto. Las armas sí. El cálculo de muertos iba de la cifra oficial de 97 a la de 250 indicada por algunos testigos. Los grupos militantes de la oposición afirmaban que eran 2.000 o 3.000.

A raíz de aquel «Viernes Sangriento», detuvieron a un gran número de políticos de la oposición, disidentes y gentes hostiles. Más adelante, el Gobierno confirmó la cifra de 1.106, además de dos ayatollahs que, por su parte, incitaban a las multitudes.

Mientras contemplaba aquellos destellos, McIver se sintió muy triste. Pensaba que, de no haber sido por los ayatollahs, en especial Jomeiny, nada de aquello hubiera ocurrido.

Hacía años, cuando Mclver llegara a Irán por primera vez, preguntó a un amigo de la Embajada británica, qué quería decir ayatollah. —Es una palabra árabe, ayat-Allah, y significa «Reflejo de Dios». —¿Es un sacerdote?

—En modo alguno. No hay sacerdotes en el Islam, éste es el nombre de su religión..., otra palabra árabe que significa «sumisión», sumisión a la Voluntad de Dios.

—¿Cómo?

—Bien —dijo su amigo riendo—, te lo explicaré, pero deberás tener un poco de paciencia. En primer lugar, los iraníes no son árabes sino arios, y la gran mayoría de ellos son chiítas musulmanes, una secta disidente, mística en ocasiones. La mayor parte de los árabes son sunnitas ortodoxos, y mayoría entre los musulmanes que hay en el mundo. Sus sectas son algo semejante a nuestros protestantes y católicos y luchan entre sí con pareja violencia pero todos comparten la misma inconmovible creencia: no hay más que un Dios, Allah, el nombre de Dios en árabe, y que Mahoma, un hombre de La Meca que vivió desde el 570 al 632 d. C., era su Profeta, y que las palabras del Corán predicadas por él y escritas por otros en el transcurso de muchos años después de su muerte, proceden directamente de Dios y contienen toda la instrucción necesaria por la que un individuo o una sociedad ha de regirse.

—¿Toda? Eso no es posible.

—Para los musulmanes, sí, Mac. Hoy, mañana, siempre. Pero el de ayatollah es un título peculiar de los chiítas a un mollah que posee aquellas características más buscadas y admiradas entre los chiítas: piedad, pobreza, erudición..., pero tan sólo de los Libros Santos, el Corán y la Sunna y concedido por consenso y aclamación popular por la congregación de una mezquita, palabra que significa «lugar de reunión» que es para lo que en realidad se emplea, un lugar de reunión, en modo alguno una iglesia... Y también liderazgo. Al liderazgo le dan gran importancia. En el Islam religión y política van unidas, no puede haber distinción entre ellas porque desde el principio los mollahs chiítas de Irán han sido guardianes fanáticos del Corán y de la Sunna, líderes fanáticos y, cuando la ocasión lo requiere, revolucionarios combatientes.

—Si un ayatollah o mollah no es sacerdote, ¿qué es entonces?

—Mollah significa «líder», es el que dirige los rezos en una mezquita. Cualquiera puede llegar a ello, siempre que sea hombre y musulmán. Cualquiera. En el Islam no existe clero, de ninguna clase. Nadie se interpone entre tú y Dios, ésa es una de las maravillas. Pero no para los chiítas. Ellos creían que, después del Profeta, la tierra sería gobernada por un líder carismático, casi divino, e infalible, el Imán, que actúa como intermediario entre lo humano y lo divino..., y en ese punto es donde se produjo el gran abismo entre sunnitas y chiítas, y sus guerras fueron tan sangrientas como las de los Plantagenet. Mientras los sunnitas creían en el consenso, los chiítas aceptaban la autoridad del Imán, si es que existía.

—Entonces, ¿quién elige al hombre que habría de ser Imán?

—Ahí reside todo el problema. Al morir Mahoma, que por cierto jamás proclamó ser otra cosa que un simple mortal aun cuando el último de Ios Profetas, no dejó hijos varones ni sucesor designado, un Califa. Los chiítas creían que el liderazgo debía seguir dentro de la familia del Profeta y que el Califa no podía ser otro que Alí, su primo, y yerno al tiempo, ya que casó con su hija favorita, Fátima. Pero los ortodoxos sunnitas, siguiendo las costumbres tribales históricas que aún hoy día aplican, creían firmemente que el líder ha de ser elegido por consenso. Resultaron ser los más fuertes y los tres primeros califas fueron elegidos por votación, siendo dos de ellos asesinados por otros sunnitas. Y, finalmente, Alí se convirtió en Califa, como tanto anhelaban los chiítas en su ferviente devoción por el primer Imán.

—¿Aseguraban que era divino?

—Guiado por la Divinidad, Mac. Alí duró cinco años, luego fue asesinado..., los chiítas aseguran que le martirizaron. Su hijo mayor se convirtió en Imán, y luego fue arrojado por un sunnita usurpador. Su segundo hijo, el reverenciado Hussain, de veinticinco años, reunió un ejército contra el usurpador, pero fue martirizado y muerto con toda su gente, incluidos los dos hijos pequeños de su hermano, su propio hijo de cinco años y otro de pecho. Ello sucedía el décimo día de Muharran, según nuestros cálculos el año 650 d. C., el 61, según ellos. Y todavía siguen celebrando como su día más santo el del martirio de Hussain. —¿Es el día en que celebran las procesiones y se flagelan, se clavan ganchos a sí mismos y se mortifican?

—Si, algo demencial desde nuestro punto de vista. Sha Reza prohibió esas prácticas pero los chiítas tienen una religión apasionada, que necesita de expresiones externas de penitencia y duelo. El martirio está profundamente enraizado entre ellos, y en Irán se venera. Como también la rebelión contra los usurpadores.

—De manera que se incorporaron a la batalla, los Creyentes contra el Sha.

—Sí, claro. Rebosante de fanatismo por ambas partes. Para los chiítas, el mollah es el único medio interpretativo, lo que le concede un inmenso poder. Es intérprete, legislador, juez y líder. Y los más importantes de los mollahs son los ayatollahs.

«Y Jomeiny es el Gran Ayatollah —pensó Mclver contemplando el sangriento resplandor sobre Jaleh—Lo es, y también es culpable, lo quiera o no, de todas las muertes, del derramamiento de sangre, de tanto sufrimiento y locura, justificados o no...»

—¡Mac!

—Lo siento, Charlie —dijo volviendo al momento presente—. Me encontraba a mil kilómetros de aquí. ¿Me decías?

Vio que la puerta de la cocina seguía cerrada.

—¿No crees que deberías sacar a Genny de Irán? —preguntó Pettikin con voz queda—. Esto empieza a oler mal.

—Maldito si consentirá en irse. Se lo he dicho cincuenta veces, se lo he pedido otras tantas, pero es tan obstinada como una condenada mula..., como tu Claire —replicó Mclver, en voz baja también—. La condenada se limita a sonreír diciéndome: «No te preocupes, me iré cuando tú te vayas.» —Apuró su whisky, miró hacia la puerta y se sirvió otro apresuradamente. Más fuerte—. Deberías hablarle tú, Charlie. Escuchará tus...

—Maldito si lo hará.

—Tienes razón. Condenadas mujeres. Condenadamente obstinadas. Todas son condenadamente iguales.

Ambos rieron.

—¿Cómo está Sharazad? —preguntó Pettikin después de una pausa. Mclver reflexionó por un momento.

—Tom Lochart es un hombre afortunado.

—¿Por qué no lo acompañó cuando él se marchó de permiso? Pudo quedarse en Inglaterra hasta que las cosas se arreglaran en Irán.

—No había motivo alguno para que se fuese..., ella no tiene familia ni amigos allí. Y quería que Lochart viera a sus hijos. Por lo de la Navidad y todo eso. Dijo que tenía la sensación de que si lo acompañaba, removería las cosas y no haría más que entorpecer. Deirdre Lochart sigue furiosa por lo del divorcio y, de cualquier manera, la familia de Sharazad sigue aquí y ya conoces los lazos familiares tan fuertes que unen a los iraníes. No se irá hasta que Tom lo haga y, aun entonces, no estoy seguro. Y en cuanto a Tom, si yo intentara enviarle a otro destino, estoy seguro de que renunciaría. Se quedará aquí para siempre. ¿Por qué te quedas tú? —preguntó con una sonrisa.

—Es el mejor trabajo que jamás tuve, cuando reinaba la normalidad. Puedo volar cuanto quiera, esquiar en invierno, navegar en verano... Pero hay que reconocerlo, Mac, Claire siempre ha aborrecido vivir aquí. Durante años, ha pasado más tiempo en Inglaterra que en Irán para poder estar más cerca de Jason y Beatrice, su verdadera familia, y de nuestro nieto. Al menos, la separación fue amistosa. De cualquier modo, los pilotos de helicóptero jamás deberían casarse, tienen que moverse demasiado. Yo nací expatriado. Y así moriré. No quiero volver a Ciudad de El Cabo; de cualquier forma, apenas conozco el lugar. Y, por otra parte, tampoco puedo soportar esos condenados inviernos ingleses. —Saboreó su cerveza en la penumbra—. Insha'Allah! —dijo con tono tajante. En manos de Dios. La idea le complació.

El teléfono sonó inesperadamente, sobresaltándoles. Hacía meses que no se podía confiar en el sistema telefónico..., pero había sido algo imposible y casi inexistente durante las últimas semanas, líneas que se cruzaban, números equivocados y sin tono, el cual reaparecía de forma milagrosa, sin motivo aparente, durante un día o una hora, esfumándose de nuevo también sin razón alguna aparente.

—Cinco libras a que se trata de un cobrador —dijo Pettikin sonriendo a Genny que salía de la cocina, igualmente sobresaltada al escuchar el timbre.

—¡Vaya apuesta, Charlie!

Hacía ya dos meses que los Bancos se encontraban en huelga y cerrados en respuesta a la convocatoria de Jomeiny de huelga general, de manera que nadie, individuos, compañías, o incluso el propio Gobierno, habían podido sacar dinero alguno y la mayoría de los iraníes utilizaban. moneda y no cheques.

McIver cogió el teléfono sin saber qué esperar. O a quién.

—¿Diga?

—¡Santo cielo! Esta condenada cosa funciona y todo —dijo la voz—. Duncan, ¿puedes oírme?

—Sí, sí. Puedo. No muy bien. ¿Quién eres?

—Talbot. George Talbot, de la Embajada británica. Lo siento, amigo, pero las cosas están llegando al punto de ebullición. Jomeiny ha nombrado Primer Ministro a Mehdi Bazargan y ha exigido la dimisión de Bajtiar o que se atenga a las consecuencias. En este preciso momento, hay un millón de personas en las calles de Teherán. Acabamos de oír que ha habido una insurrección de aviadores en Doshan Tappeh..., y Bajtiar ha dicho que si no deponen las armas, ordenará que salgan los Inmortales, ya sabes, las fuerzas de choque de la fanática Guardia Imperial del Sha. El Gobierno de Su Majestad, junto con los de Estados Unidos, Canadá y otros países, aconseja que los súbditos que no tengan a su cargo tareas esenciales abandonen el país de inmediato...

McIver trató de ocultar su sobresalto mientras silabeaba a su mujer y Pettikin:

—Talbot, de la Embajada.

—... Ayer, al Suroeste, cerca de Ahwaz, un americano de «ExTex Oil» y un funcionario petrolero iraní resultaron muertos en una emboscada tendida por «tiradores no identificados».

A McIver le dio un vuelco el corazón.

—Vosotros aún seguís operando allí, ¿verdad.? —preguntó Talbot. —Cerca, en Bandar Delam, en la costa —respondió Mclver sin cambio alguno en el tono de su voz.

—¿Cuántos súbditos británicos tenéis ahí, aparte de los familiares? McIver reflexionó por un momento.

—Cuarenta y cinco, además de nuestra actual plantilla de sesenta y siete. 0 sea, veintiséis pilotos, treinta y seis mecánicos/ingenieros, cinco administrativos. Todos ellos básicamente necesarios para nosotros.

—¿Quiénes son los otros?

—Cuatro americanos, tres alemanes, dos franceses y un finlandésm, todos pilotos. Además, dos mecánicos americanos. Pero, llegado el caso, les daríamos el mismo trato que a los británicos.

—¿Familiares?

—Cuatro. Todas esposas, ningún niño, Al resto les hicimos salir hace tres semanas. Genny todavía está aquí, una americana y dos iraníes.

—Más vale que mañana lleves a las esposas iraníes a sus Embajadas..., con sus certificados de matrimonio. ¿Están en Teherán?

—Una de ellas sí, la otra se encuentra en Tabriz.

—Será conveniente que obtenga nuevos pasaportes para ellas lo más pronto posible.

Según una ley de Irán, todos los súbditos iraníes que regresasen al país tenían que entregar sus pasaportes en Inmigración, en el puesto de entrada, donde les eran retenidos hasta que deseaban abandonar el país. Para salir, debían solicitar, personalmente, un permiso de salida a la correspondiente oficina gubernamental, para lo cual necesitaban un carnet de identidad válido, un motivo convincente para su salida al extranjero y, caso de viajar en avión, un pasaje válido, pagado por anticipado, en un vuelo específico. La obtención de ese permiso de salida podía tardar días o semanas. Normalmente.

—Gracias a Dios que no tenemos ese problema —exclamó Mclver.

—Podemos dar gracias a Dios de ser británicos —siguió diciendo Talbot—. Por fortuna, no tenemos problemas con Jomeiny, Bajtiar o los generales. Sin embargo, cualquier extranjero está expuesto a toda una serie de eventualidades, por lo que te aconsejamos oficialmente que enviéis a todos los familiares fuera de ahí, sin perder un minuto, y que, por el momento, reduzcas a los demás a las necesidades básicas. A partir de mañana, el aeropuerto será un verdadero manicomio: calculamos que aún quedan unos cinco mil expatriados, en su mayoría americanos. Hemos pedido la cooperación de la «Brítish Airways» para que aumente el número de vuelos para nosotros y los nuestros. La dificultad estriba en que todos los controladores civiles de tráfico aéreo mantienen todavía una huelga general. Bajtiar ha ordenado que se hagan cargo los controladores militares que son, si cabe, todavía más puntillosos. Estamos seguros de que va a repetirse el éxodo una vez más.

—iDios mío!

Unas semanas antes, tras varios meses de una escalada de amenazas contra los extranjeros, sobre todo contra los americanos a causa de los constantes ataques de Jomeiny al materialismo americano tratándolo de «Gran Satán», una turba desbocada enloqueció en la ciudad industrial de Esfahan, con su enorme complejo siderúrgico, una refinería petroquímica, fábricas de material bélico y helicópteros, y donde trabajaban y vivían una gran parte de los aproximadamente cincuenta mil empleados americanos y sus familiares. La turba incendió los Bancos porque el Corán prohibía prestar dinero con beneficios; las tiendas de licores porque el Corán prohibía beber alcohol; los dos cinematógrafos, lugares de «pornografía y propaganda occidental» que siempre constituían los objetivos primordiales de los fundamentalistas. Luego, atacaron las instalaciones de las fábricas, lanzaron cócteles Molotov contra la sede de «Grumman Aircraft», un edificio de cuatro plantas, e hicieron que ardiese hasta los cimientos. Aquello precipitó el «éxodo».

Millares de personas se precipitaron al aeropuerto de Teherán, invadiéndolo, mientras los esperanzados pasajeros asaltaban los escasos asientos disponibles, convirtiendo el aeropuerto y sus vestíbulos en una zona de desastre, hombres, mujeres y niños acampados por allí, temerosos de perder sus plazas, con apenas espacio para permanecer de pie, y, mientras esperaban, dormían, empujaban, exigían, gimoteaban, gritaban o, sencillamente, mantenían una actitud estoica. No había horarios, ni prioridades. Cada avión iba veinte veces sobre cargado, los billetes no se computaban, sólo algunos funcionarios de gesto avinagrado los escribían a mano..., y, para mayor incordio, se mostraban francamente hostiles y no hablaban inglés. Muy pronto, el ambiente en el aeropuerto se volvió irrespirable y la disposición de ánimo, inquietante.

Presas de desesperación, algunas compañías fletaron sus propios aviones para transportar a su gente. Los aviones de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos acudieron a recoger a los familiares de los militares, mientras todas las Embajadas intentaban minimizar el alcance de la evacuación, no queriendo agravar más la situación embarazosa del Sha, su leal aliado durante veinte años. Para empeorar aún más el caos, había miles de iraníes que confiaban en poder salir mientras hubiera oportunidad de hacerlo. Los acaudalados y los carentes de escrúpulos asaltaban las líneas. Muchos funcionarios se enriquecieron y, entonces, se volvieron más codiciosos, con lo que aumentaron sus riquezas. Fue el momento en que los controladores del tráfico aéreo atacaron, cerrando completamente el aeropuerto.

No hubo vuelos de salida ni de llegada durante dos días. La gente se iba o se quedaba. Luego, algunos controladores volvieron a trabajar y todo volvió a comenzar. Rumores de llegada de vuelos. Y todos se precipitaban al aeropuerto con los niños y el equipaje acumulado durante años, o sin equipaje, para asegurarse un asiento que jamás existió; entonces, de vuelta a Teherán, medio centenar de personas haciendo cola ante la parada de los taxis, y casi todos ellos estaban en huelga... Por fin, otra vez en el hotel, para encontrarse con que su habitación había sido cedida a otro. Al estar los Bancos cerrados, no había forma de obtener dinero para engrasar las manos siempre tendidas.

Al final, la mayoría de los extranjeros que querían irse se fueron. Aquellos que se quedaron para mantener activas las empresas, el servicio en los campos petrolíferos, los camiones-tanques..., así como para proteger sus gigantescas inversiones, estaban mal considerados, en especial si eran americanos. Jomeiny había dicho: «Si el extranjero quiere irse, dejadle que se vaya. El "Gran Satán" es el materialismo americano...»

Mclver mantuvo el auricular del teléfono apretado contra su oreja, al reducirse ligeramente el volumen, temeroso de que la comunicación se cortara.

—Sí, George. ¿Decías...?

—Te decía, Duncan, que estamos seguros de que finalmente todo se arreglará —prosiguió Talbot—. No hay la menor posibilidad de que la olla explote por completo. De fuentes oficiosas se ha sabido que se está negociando un acuerdo por el que el Sha abdicaría en su hijo Reza..., solución que sugería el Gobierno de Su Majestad. La transición a un sistema político constitucional puede resultar algo insegura, pero no hay por qué preocuparse. Lo siento, he de irme... Hazme saber tu decisión.

Se cortó la comunicación.

Mclver maldijo y trató de recuperar la línea sin resultado. Transmitió a Genny y Charlie lo que Talbot acababa de decirle. Genny sonrió plácidamente.

—No me mires a mí. La respuesta es no. Estoy de tic.

—Pero Gen, Talb..

—Estoy de acuerdo en que las demás se vayan pero ésta se queda. Ya casi está la cena.

Volvió a la cocina cerrando la puerta tras de sí, cortando de esa forma nuevas discusiones.

—Bien, se irá de una maldita vez, y no hay más que hablar —afirmó Mclver.

—Te apuesto mi sueldo de un año a que no lo hará hasta que tú no te vayas. ¿Y por qué demonios no lo haces? Yo puedo ocuparme de todo.

—Gracias, pero no —dijo Mclver mientras su rostro se iluminaba en la semipenumbra—. En realidad, es como volver a la maldita guerra, ¿no? De nuevo con los condenados apagones. No hay de qué preocuparse salvo de salir adelante, cuidar de las tropas y obedecer órdenes. —Mclver se quedó mirando el vaso con el ceño fruncido—. Talbot ha dicho una gran verdad: tenemos la condenada suerte de ser británicos. Para los yanquis será duro; no lo encuentro justo.

—Sí, pero tú has protegido a los nuestros lo mejor que has podido. —Eso espero.

Al irse el Sha y aumentar la violencia por doquier, Mclver había obtenido carnets de identidad británicos para todos los americanos. Podrían estar a salvo a menos que los Green Bands, la Policía o SAVAK comprobasen sus licencias. De acuerdo con la legislación iraní, todos los extranjeros habían de tener un visado en regla, que debía ser cancelado antes de abandonar el país, y todos los pilotos una licencia anual iraní. Como una medida más de seguridad, Mclver había hecho extender carnets de identidad corporativos, firmados por el jefe de sus socios iraníes en Teherán, el general Valik. Hasta entonces, no se había planteado problema alguno. Mclver había dicho a los americanos: «Más vale que también llevéis éstos para exhibirlos si fuera necesario. —Y dio orden a todo el personal de que llevasen fotografías consigo, tanto de Jomeiny como del Sha—. Si os paran, tened mucho cuidado y sacad la correcta.» Pettikin estaba intentando ponerse en contacto con Bandar Delam a través de la HF aunque sin éxito.

—Lo intentaremos más tarde —dijo Mclver—. Todas las bases estarán a la escucha a las 8.30..., eso nos dará tiempo para decidir lo que hemos de hacer. ¡Santo Dios, va a ser condenadamente difícil! ¿Qué opinas tú? ¿Status quo salvo para los familiares?

Pettikin se puso en pie con gesto muy preocupado y, cogiendo una vela, examinó el mapa de operaciones clavado en la pared. En él aparecían la situación de sus bases, la tripulación, el personal de tierra y los aviones. Las bases estaban desperdigadas por todo Irán, desde las de entrenamiento de las Fuerzas Aéreas y el Ejército en Teherán y Esfahan hasta las de las instalaciones petrolíferas de apoyo a gran altitud en los Zagros; una operación de explotación forestal en Tabriz, al Noroeste; un equipo de prospección de uranio cerca de la frontera afgana; un mantenimiento de oleoducto cerca del Caspio; cuatro operaciones petrolíferas en el Golfo o sus proximidades, y la última muy alejada, hacia el Sureste y otra en Lengeh, en el estrecho de Ormuz. De todas ellas, sólo cinco eran utilizables en esos momentos: Lengeh, Kowiss, Bandar Delam, Zagros y Tabriz.

—Tenemos quince «212», incluidos dos no operativos en sus inspecciones de dos mil horas, siete «206» y tres «Alouettes». Se supone que todos ellos están trabajando...

—Y arrendados mediante contratos absolutamente legales, ninguno de los cuales ha sido rescindido pero por los que tampoco nos están pagando —dijo Mclver malhumorado—. No hay forma de que podamos reunirlos en Kowiss, ni siquiera sacar uno de ellos legalmente sin la aprobación del contratante o la de nuestros muy queridos socios..., a menos que aleguemos fuerza mayor.

—Aún no parece existir. Tiene que ser status quo durante tanto tiempo como nos sea posible. Talbot parecía confiado: Status quo.

—Desearía fervientemente que lo fuese, Charlie. Dios mío, en esta época del año tenemos casi cuarenta «212» trabajando y todo el resto.

McIver se sirvió otro whisky.

—Más te valdrá ir con cuidado —le advirtió Pettikin con calma—. Genny te va a poner tibio. Ya sabes que tienes la tensión alta y que no debes beber.

—Es medicinal, por los clavos de Cristo.

Una de las velas osciló apagándose finalmente. McIver se levantó y encendió otra, acercándose después a observar el mapa.

—Creo que valdrá más que hagamos regresar a Azadeh y al Finlandés Volador. Su «212» se encuentra en sus mil-quinientas-horas de manera que puede estar libre durante un par de días.

Se trataba del capitán Erikki Yokkonen y su mujer iraní Azadeh; su base se hallaba cerca de Tabriz, al este de la provincia de Azerbaiján, muy alejada al Noroeste y cerca de la frontera soviética.

—¿Por qué no emplear un «206» y recogerlos? Eso les ahorraría unos quinientos cincuenta kilómetros de espantosas carreteras y, además, tenemos que llevarle algunos repuestos.

Pettikin se mostró encantado.

—Gracias, me vendrá bien ventilarme. Esta noche registraré un plan de vuelo por HF y saldré con el alba. Repostaré combustible en Bandare Palavi y compraré algo de caviar.

—Eres un soñador. Pero a Gen le gustará. Ya sabes lo que opino de ese mejunje. —Mclver se volvió de nuevo hacia el mapa—. Si las cosas empeoran, nos encontraremos muy expuestos, Charlie.

—Sólo si es nuestro sino.

McIver asintió. Con gesto ausente, miró hacia el teléfono. Lo descolgó. Ya había línea. Excitado, empezó a marcar: 00, internacional; 44, Islas Británicas; 224, Aberdeen, en Escocia; 765-8080. Esperó y esperó; finalmente, su rostro se iluminó.

—¡Dios mío, lo he logrado!

—«S-G Helicopters», siga en la línea, por favor —dijo la telefonista antes de que él pudiera interrumpirle y le dejó esperando. McIver echaba humo prácticamente—. «S-G Helicop...»

—Al habla Mclver, en Teherán. Póngame con el Viejo, por favor. —Está telefoneando, Mr. McIver —repuso la joven desdeñosa—. Le pondré con su secretaria.

—Hola, Mac —sonó casi al punto la voz de Liz Chen—. Espera un instante. Te traeré a Él mismo. ¿Os encontráis bien? Llevamos días intentando ponernos en comunicación contigo. Espera.

—Muy bien, Liz.

Un momento, en seguida la voz satisfecha de Gavallan.

—¿Mac? Santo cielo, ¿cómo lo has logrado? Es formidable oírte... He tenido a un chico permanentemente tratando de localizarte en tu oficina y en tu apartamento. Diez horas diarias. ¿Cómo está Genny? ¿Cómo te las compones?

—Cuestión de suerte, Andy. Estoy en casa. Y más vale que me apresure por si la comunicación se corta.

McIver le informó de casi todo lo que Talbot le dijera. Tenía que mostrarse circunspecto porque corrían rumores de que la SAVAK, la Policía Secreta iraní, solía intervenir los teléfonos, en especial los de extranjeros. Durante los dos últimos años, había sido norma en la compañía comunicarse como si alguien estuviese a la escucha... SAVAK, CIA, MI5, KGB, cualquiera.

Hubo un momento de silencio.

—En primer lugar, cumple las indicaciones de la Embajada a rajatabla y haz salir de inmediato a los familiares. Advierte a la Embajada finlandesa respecto al pasaporte de Azadeh. Di a Tom Lochart que envíe a Sharazad... Hace dos semanas le hice presentar la solicitud, por si acaso. A propósito, él tiene..., humm, tiene algún correo para ti.

McIver se sobresaltó ligeramente.

—Bien, mañana estará aquí.

—Me pondré en contacto con la «BA» para tratar de reservar asientos. Y, como apoyo, enviaré un «125» a nuestra compañía. Está programado mañana para Teherán. Si tienes algún problema con la «BA», envía a todos los familiares y a todo el personal que no te sea indispensable en él, empezando desde mañana. Teherán sigue abierto, ¿no?

—Hoy lo estaba —repuso cauteloso Mclver.

—Gracias a Dios que las autoridades lo tienen todo bajo control—dijo Gavallan con la misma cautela.

—Sí.

—¿Qué aconsejas tú sobre nuestras ops iraníes, Mac?

—Status quo —contestó, lanzando un profundo suspiro.

—Bien. Aquí todo parece indicar a los más altos niveles que los negocios se normalizarán pronto. Gozamos de gran prestigio en Irán. Y de futuro. Escucha Mac, ese rumor sobre «Guerney» era cierto.

—¿Estás seguro? —Mclver se animó perceptiblemente.

—Sí. Hace unos minutos, he recibido un télex de «IranOil» confirmando que, sólo para empezar, obtendremos todos los contratos de «Guerney» en Kharg, Kowiss, Zagros y Lengeh. Al parecer, la orden de apretar las clavijas llegó de arriba y he tenido que hacer generosas contribuciones pishkesh al fondo líquido de nuestros asociados.

Un pishkesh era una antigua costumbre iraní, un regalo que se hacía por anticipado a cambio de un favor que acaso fuese concedido. Y también era una antigua costumbre que cualquier funcionario pudiera quedarse legítimamente con pishkesh que le hubieran sido dados durante su trabajo. ¿De qué otra manera podría vivir?

—Pero poco importa. Cuadruplicaremos nuestros beneficios iraníes, muchacho.

—Eso es fantástico, Andy.

—Y no es todo, Mac. Acabo de hacer un pedido de otros veinte «212» y hoy mismo he confirmado el pedido de seis «X63»..., ¡es algo apoteósico!

—Santo Cielo. Eso es formidable, Andy. Pero, ¿no estarás presionando demasiado?

—Es posible que Irán se encuentre en una situación difícil de momento, pero el resto del mundo está aterrado ante la falta de fuentes alternativas de petróleo. A los yanquis no les llega la camisa al cuerpo, muchacho. —Nuevo cambio de tono en la voz—. Acabo de confirmar otro importante acuerdo con «ExTex» para nuevos contratos en Nigeria,

Arabia Saudita y Borneo, otro con «A11-Golf Oil» en los Emiratos. En el mar del Norte, estamos nosotros, «Guerney» e «Imperial Helicopters». —«Imperial Helicopters» era subsidiaria de «Imperial Aire, la segunda línea aérea semigubernamemal en competencia con la «British Airways»—. Es primordial que lo mantengas todo estable en Irán , nuestros contratos, los aparatos y los repuestos son parte de nuestra garantía para el nuevo avión. Por todos los santos, mantén a nuestros queridos asociados por el buen camino. ¿Qué tal está esa encantadora gente?

—Sin variación.

Gavallan sabía que quería decir tan corruptos como siempre.

—Yo acabo de celebrar una reunión con el general Javadah en Londres. Es bravucón..., y costoso también.

Hacía un año que Javadah había abandonado Irán con toda su familia, poco antes de quedar muy clara la difícil situación. Durante los tres últimos meses, dos de sus otros asociados iraníes habían estado visitando Londres con sus familias «por motivos médicos». Otros habían permanecido en Teherán.

Mclver le orientó hacia problemas más importantes.

—He de disponer de algún dinero, Andy. Contante y sonante. —Está en camino Mclver escuchó la generosa risa y se sintió reconfortado.

—¡Bien por ti, Chinaboy! —dijo—era el apelativo personal que daba a Gallavan el cual, antes de ir a Aberdeen, había pasado la mayor parte de su vida como mercader en China, primero en Shanghai y luego, con «Struan's», en Hong Kong, donde ambos se conocieron. Por aquella época, Mclver tenía un servicio de helicópteros pequeño y luchador en la colonia.

—Estamos retrasados en los pagos al personal de tierra, y luego tenemos los gastos de los pilotos. Casi todo hay que comprarlo en el... —se calló a tiempo, por si alguien escuchaba, iba a decir «en el mercado negro»—. Los malditos Bancos siguen cerrados y el poco dinero que me queda es para heung yau. Utilizó la expresión cantonesa que literalmente significaba para «grasa flagrante», el dinero utilizado para engrasar manos.

—Javadah ha prometido que el general Valik te entregará medio millón de rials mañana. He recibido un télex confirmándolo.

—Pero eso apenas son 6.000 dólares al cambio y tenemos facturas que superan veinte veces esa cantidad.

—Lo sé, muchacho. Pero él asegura que tanto Bajtiar como el Ayatollah quieren que los Bancos se abran, así que volverán a funcionar esta misma semana. Tan pronto cormo estén abiertos, jura que «IHC» nos pagará cuanto nos debe.

—Entretanto, ¿ha lanzado ya las existencias A? —Ésta era una clave que Mclver y Gavallan utilizaban para los fondos que «IHC» tenía fuera de Irán, casi 6 millones. «IHC» tenía pagos pendientes con «S-G» por un valor de casi 4 millones.

—No. Asegura que necesita la aprobación oficial de sus socios. La distancia se mantiene.

Mclver dio gracias al cielo por ello. Se necesitaban tres firmas para esa cuenta: dos de los asociados y una de «S-G», de tal forma que ninguna de las dos partes podía tocar aquellos fondos sin conocimiento de la otra.

—Es muy peligroso, Andy. Con el desembolso inicial por los nuevos aparatos, y el pago del arrendamiento de nuestro equipo aquí, debes estar en la cuerda floja, ¿no?

—Toda vida está en la cuerda floja, Mac. Pero el futuro es de color de rosa.

«Sí —pensó Mclver—, para el negocio de los helicópteros. Pero, ¿y aquí en Irán?» El año pasado los asociados obligaron a Gavallan a asignar la propiedad real de todos los helicópteros y repuestos de «S-G» en Irán a «IHC». Gavallan aceptó a condición de poder volver a comprarlo todo sin previo aviso, y siempre que ellos mantuvieran al día los pagos de arrendamiento sobre el equipo y que toda deuda pendiente quedase cancelada. Desde que los Bancos cerraran, «IHC» no habían pagado y Gavallan tuvo que hacerse cargo de los pagos de arrendamiento de todos los helicópteros con base en Irán, recurriendo a fondos «S-G» en Aberdeen, alegando sus asociados que no era culpa suya que los Bancos estuvieran cerrados. Javadah y Valik habían asegurado que tan pronto como todo volviese a la normalidad, saldarían todo lo abonado: «no olvides Andrew, que hemos obtenido para vosotros los mejores contratos en muchos años; fuimos nosotros quienes los obtuvimos, nosotros. Sin nosotros, "S-G" no podría operar en Irán. Tan pronto como se normalice todo...»

—Nuestros contratos en Irán siguen siendo muy ventajosos todavía —seguía diciendo Gavallan—, eso no podernos negárselo a nuestros asociados. Ahora con los de «Guerney», estaremos como cerdos en wallah.

«Sí —dijo para sí Mclver—, aun cuando ellos siguen apretando las clavijas más y más y cada año nuestra parte se vaya reduciendo y la de ellos acrecentándose.»

—Tienen bloqueádo al país, siempre lo han tenido, y juran por lo más sagrado que todo volverá a la normalidad. Por aquí se comenta que esto se acabará. El ministro, su embajador, el nuestro. El Sha hizo lo más que pudo por modernizar el país, la renta per capita ha subido, el analfabetismo se ha reducido en gran manera. Los ingresos del petróleo son enormes y todavía lo serán más cuando se haya puesto fin a este desbarajuste según asegura el ministro. Y lo mismo opinan mis contactos en Washington, incluso el viejo, de «ExTex», y te aseguro que nadie mejor que él para saberlo. La apuesta es de cincuenta a uno que dentro de seis meses todo volverá a la normalidad. Con la abdicación del Sha a favor de su hijo Reza, el país se convertirá en una monarquía constitucional. Entretanto, creo que nosotros deb...

Se perdió la línea. Mclver, ansioso, accionó la horquilla varias veces. Cuando recuperó el tono, daba constantemente la señal de ocupado. Furioso, colgó el auricular. De repente las luces se encendieron.

—Qué fastidio —dijo Genny—. Con las velas es mucho más bonita.

Pettikin sonrió y apagó las luces. La habitación parecía más bonita, más íntima y sobre la mesa que Genny había preparado antes, la plata centelleaba.

—Tienes razón, Genny. Siempre la tienes.

—Gracias, Charlie. Te has ganado un segundo plato. Ya casi está la cena. Puedes tomarte otro whisky, Duncan, pero no tan fuerte como el que te has tomado a hurtadillas..., sí, no pongas esa cara de tonto..., aunque, después de hablar con nuestro «Temerario Líder», creo que incluso yo necesito un reconstituyente. Mientras cenamos, puedes contarme lo que te ha dicho.

Mclver informó a Pettikin de casi todo lo que Gavallan había dicho. Pettikin no era director de «S-G» ni de «IHC»». Debido a ello, Mclver tenía que reservarse, obligadamente, muchas cosas. Sumido en sus pensamientos, se acercó a la ventana, contento de haber hablado con su viejo amigo. «Habían pasado muchos años», pensó. Catorce.

La carta de Gavallan le llegó en el verano del sesenta y cinco, cuando la Colonia se encontraba al borde de la revolución, con los guardias rojos de Mao Tsé-tung desmandados por todo el continente chino, desgarrando la patria y desbordándose, en pie de guerra ya, por las calles de HongKong y Kowloon... Por aquella época, la empresa de helicópteros de Mclver se encontraba al borde del desastre, iba atrasado en los pagos del arrendamiento de su pequeño helicóptero y Genny intentaba arreglárselas con dos hijos adolescentes en el ruidoso y minúsculo piso de Kowloon donde los disturbios eran peores.

—¡Por todos los santos, Gen, mira esto! La carta decía:

Querido Mr. Mclver: Acaso recuerde que nos encontramos una o dos veces en las carreras cuando yo estaba en «Struan's» hace algunos años..., ambos ganamos un buen montón de dinero con un caballo llamado Chinaboy. El taipan, Ian Dunross sugirió que le escribiera a usted porque necesito su experiencia y conocimientos con urgencia. Sé que usted le enseñó a volar en helicóptero y me lo ha recomendado en gran manera. El petróleo en el mar del Norte es un fait accompli. Tengo la teoría de que la única forma de llevar los suministros a las plataformas en cualquier tipo de condiciones atmosféricas es mediante el helicóptero. En la actualidad no es posible..., creo que usted lo llamaría Reglas de Instrumento de Vuelo, RJV. Nosotros podemos hacerlo posible. Yo tengo el tiempo y usted la habilidad. Mil libras al mes, un contrato por tres años, prorrogable o cancelable, una prima en consecuencia con el éxito, transporte de regreso para su familia y usted a Aberdeen y una caja de whisky «Loch Vay» en Navidad. Por favor, llámenle por teléfono lo antes posible...

Sin una palabra, Genny le devolvió la carta tranquilamente y se dispuso a salir de la habitación en medio del ruido constante de la gran ciudad: circulación, bocinas, vendedores callejeros, barcos, jets, estridente y discordante música china que entraba a través de las ventanas, traqueteadas por el viento.

—¿Adónde diablos vas?

—A hacer el equipaje —dijo; luego se echó a reír y corrió de nuevo hacia él, abrazándolo—. Es un regalo caído del cielo, Duncan. Rápido, Duncan. Llámale, llámale ahora mismo...

—Pero Aberdeen... ¿RIV en todo tiempo? Dios mío, Gen, eso jamás se ha hecho. No hay instrumentos. No sé siquiera si es pos...

—Para ti lo es, muchacho. Por supuesto. Y a todas éstas..., ¿dónde demonios se han metido Hamish y Sarah?

—Hoy es sábado, se han ido al cine, y...

Un ladrillo se estrelló contra una de las ventanas y la zarabanda de un disturbio empezó de nuevo. Su apartamento se encontraba en el segundo piso y daba a una calle angosta, en la zona de Mong Kok de

Kowloon, densamente poblada. Mclver se llevó a Genny a un lugar seguro y luego atisbó cauteloso. Abajo, en la calle, de cinco a diez mil chinos, todos gritando: «Mao, Mao Kwai Loh! Kwai Loh!... —Diablo extrajero, diablo extranjero—, su habitual grito de guerra, se dirigían tumultuosamente hacia la Comisaría que se encontraba a unos cien metros de allí y donde un pequeño destacamento de Policía china uniformada y tres oficiales británicos esperaban en silencio detrás de una barricada.

—¡Dios mío, Gen, van armados! —exclamó Mclver sobresaltado.

Por lo general, los policías sólo llevaban porras. El día anterior, el cónsul suizo y su esposa estuvieron a punto de morir abrasados, cuando una turba de manifestantes volcó su coche y le prendió fuego. El Gobierno advirtió por radio y televisión que se había dado orden a la Policía de que adoptara cuantas medidas fueran necesarias para sofocar cualquier disturbio.

—Quítate de en medio, Gen. Apártate.

Sus palabras fueron ahogadas por los altavoces de la Policía a través de los cuales un inspector ordenaba, en inglés y en cantonés, a la muchedumbre que se dispersara. La turba lo ignoró y se lanzó contra la barricada. De nuevo, hicieron caso omiso de la orden de que se detuvieran. Entonces, el tiroteo comenzó. A los que iban delante les acometió el pánico y fueron pisoteados al empujar a otros intentando alejarse. Pronto, la calle quedó despejada salvo por aproximadamente una docena de cuerpos caídos entre el polvo. Lo mismo ocurría en Hong Kong Island. Al día siguiente, la tranquilidad reinaba de nuevo en toda la Colonia: no hubo otros disturbios graves, si se exceptúan algunos grupos de Guardias Rojos tratando de incitar a las multitudes y que fueron rápidamente deportados.

Aquella misma semana, Mclver vendió su empresa de helicópteros, voló a Aberdeen adelantándose a Genny y se sumergió con gusto en su nuevo trabajo. Pasó un mes antes de que Genny hiciera el equipaje, cediera su apartamento y vendiera todo aquello que no necesitaban.

—Por todos los cielos, Duncan. Está a un millón de kilómetros de la escuela más cercana. ¿Un apartamento en Aberdeen? Ahora que eres tan rico como Dunross, muchacho mío, alquilaremos una casa...

Sonrió para sí pensando en aquellos primeros días, Genny encantada de estar de vuelta en Escocia, ya que, en realidad, Hong Kong jamás le gustó, porque allí, la vida le resultó muy difícil debido al poco dinero y la preocupación de dos hijos. Y él encantado con su trabajo ya que Gavallan era un gran hombre con el que colaborar pero que aborrecía el mar del Norte, con todo el frío, la humedad y los dolores resultantes de los vientos salobres. Pero aquellos cinco años, habían valido la pena, renovando y desarrollando sus antiguos contactos en el mundo del helicóptero internacional, integrado en su mayoría por antiguos pilotos de la RAF, RCAF, RAAF, USAF y todos los servicios aliados, a la espera del día en que pudieran expandirse. Siempre había una generosa prima por Navidad, cuidadosamente reservada para el momento de la jubilación, y siempre la caja de «Loch Vay».

—Andy, ¡ésa fue la condición que en realidad me convenció!

Gavallan fue siempre la fuerza impulsora, viviendo de acuerdo con el lema que él mismo señalara para la compañía, Sé Audaz. Por aquel tiempo, Gavallan era conocido, al este de Escocia como the Laird, desde Aberdeen a Inverness y hacia el Sur, incluso hasta Dundee, con tentáculos que llegaban a Londres, Nueva York, Houston..., a cualquier lugar donde se encontrara petróleo. «SI, el viejo Chinaboy es grande y es capaz de convencerte a ti y a la mayoría de los hombres —pensaba MacIver sin rencor—. Y si no, mira cómo has llegado aquí...»

—Escucha, Mac —le dijo Andy Gavallan un día de los últimos años sesenta—, acabo de conocer en un tiro al blanco a un importante general del Estado Mayor iraní, el general Beni-Hassan. Un formidable tirador, logró veinte blancos frente a los quince míos. Durante el fin de semana he pasado mucho tiempo con él y le he vendido helicópteros de apoyo para la Infantería y regimientos acorazados, junto con un programa completo para el entrenamiento del Ejército y las Fuerzas Aéreas... También ha comprado helicópteros para sus empresas petrolíferas. Ya nos hemos introducidos, como Flynn, muchacho.

—Pero no estamos equipados para hacer siquiera la mitad de todo ello.

—Beni-Hassan es un tipo asombroso, y el Sha un monarca con ideas muy avanzadas... Tiene grandes proyectos de modernización. ¿Sabes algo sobre Irán?

—No, Chinaboy —le había respondido Mclver con suspicacia, reconociendo aquella chispeante exuberancia—. ¿Por qué?

—Tenéis plazas reservadas para el viernes con destino a Bahrein... tú y Genny. Oye..., espera un momento, Mac. ¿Sabes algo de «Sheik Aviation»?

—Genny se siente feliz en Aberdeen, no quiere irse. Los chicos están terminando sus estudios. Acabamos de hacer el primer pago de una casa. No vamos a movernos de aquí, y Genny te matará.

—Pues claro —repuso Gavallan en tono ligero—. ¿«Sheik Aviation»?

—Es una compañía de helicópteros> pequeña pero excelente, que presta servicio en el Golfo. Tiene tres «206» y unos pocos aviones nodriza convencionales, con base en Bahrein. Gozan de buena reputación y trabajan mucho para «ARAMCO», «ExTex» y creo que con «IranOil». Está dirigida por su propietario, Jock Forsyth, antiguo paracaidista y piloto, que formó la compañía en los cincuenta asociándose con un viejo amigo mío. Scrag Scragger, un australiano. Scrag es el auténtico propietario, antiguo piloto de RAAF, AFC y Galones, DFC y Galones, ahora es un fanático del helicóptero. Primero establecieron su base en Singapur, donde conocí a Scrag. Nos fuimos de juerga no recuerdo quién la empezó pero los otros aseguran que hubo empate. Más tarde se trasladaron al Golfo con un antiguo ejecutivo de «ExTex» que al parecer tenía un gran contrato para lanzarlos allí. ¿Por qué?

—Acabo de comprarles. El lunes tomarás posesión de su cargo como director gerente; Scragger, sus pilotos y su personal pueden quedarse o no, como tú digas, aunque creo que necesitaremos de todos sus conocimientos. Todos me parecieron unos tipos excelentes. Forsyth está encantado de retirarse a Devon. Es curioso, pero Scragger no mencionó que te conociera, claro que sólo estuve con él unos momentos y fue con Forsyth con quien trató. De ahora en adelante somos «S-G Helicopters Ud.». Quiero que el próximo viernes te vayas a Teherán... óyelo bien, por todos los santos..., el viernes, para establecer allí un cuartel general. Te he preparado una entrevista con Beni-Hassan para que firmes los documentos del contrato referente a las Fuerzas Aéreas. Ha dicho que para él será un gran placer presentarnos a todas las personalidades que sean importantes. ¡Ah, sí! Tienes el 10 por ciento sobre todos los beneficios, 10 por ciento de los valores de la nueva subsidiaria en Irán, eres director gerente en Irán..., lo que, por el momento, incluye a todo el resto del Golfo, para comenzar...

Ni que decir tiene que McIver hizo el viaje. Siempre había sido incapaz de resistir la voluntad de Andrew Gavallan y debía reconocer que había disfrutado con cada momento. Lo que jamás logró averiguar fue la manera cómo Gavallan convenció a Genny. Al volver aquella noche a casa, ella le tenía preparado su whisky con soda y le sonreía cariñosamente.

—Hola, querido. ¿Has tenido un buen día?

—Sí. ¿Ocurre algo? —preguntó él suspicaz.

—Tú ya sabes de qué se trata. Andy dice que tenemos una nueva y maravillosa oportunidad en algún lugar llamado Teherán que está en algún lugar llamado Persia.

—Irán. Se le llamaba Persia, Gen, pero su nombre actual es el de Irán. Yo... humor..., yo he...

—¡Qué excitante! ¿Cuándo nos vamos?

—Yo..., bien, Gen. Pensé que debíamos hablar sobre ello y, si te parece bien, lo he arreglado de forma que esté allí dos meses y uno aquí pa...

—Y, ¿durante esos dos meses, qué piensas hacer, por las noches y los domingos?

—Yo..., bueno, estaré trabajando como un forzado y así... —¿«Sheik Aviation»? ¿Tú y el viejo Scragger al este de Suez bebiendo y juergueándoos juntos?

—¿Quién, yo? Tendremos tanto que hacer que no habrá un mom...

—No, de eso nada, muchacho. ¡Venga! ¿Dos meses fuera y uno aquí? Por encima del cadáver de Andy y quiero decir cadáver. ¡Por Dios que vamos como familia o por Dios que no vamos! —Añadiendo con tono meloso—: ¿No estás de acuerdo, corazón mío?

—Pero óyeme, mira, Gen...

Durante el mes siguiente, ya habían empezado de nuevo, pero fue muy excitante y cuando mejor lo había pasado en su vida, conociendo a todo tipo de gente interesante, riendo con Scrag y los otros, encontrando a Charlie, Lochart, Jean-Luc y Erikki, convirtiendo a la compañía en la empresa de vuelos más eficiente y segura del Irán y del Golfo, moldeándola de acuerdo con sus propias decisiones. Era su criatura. Sólo suya.

«Sheik Aviation» fue la primera de las muchas adquisiciones y fusiones que hiciera Gavallan.

—¿De dónde sacas el dinero, Andy? —le había preguntado en cierta ocasión.

—De los Bancos. ¿De dónde si no? Somos un riesgo triple-A y escoceses por más señas.

No fue hasta mucho más adelante, y además por casualidad, cuando descubrió que la S de «S-G Helicopters» era, en realidad, «Struan's», la fuente secreta de todo su cerebro, financiero y civil, y «S-G» su subsidiaria.

—¿Cómo lo descubriste, Mac? —le preguntó Gavallan con brusquedad.

—Un viejo amigo mío de Sidney, antiguo piloto de la RAF, que se ocupa de la minería, me escribió diciéndome que había oído fanfarronear a Linbar de que «S-G» formaba parte de la «Noble House». Yo no lo sabía pero parece ser que Linbar dirige «Struan's» en Australia.

—Lo está intentando, Mac. Entre nosotros, Jan quería que la participación de «Struan's» se mantuviera en secreto... David desea que siga siendo así, o sea, que yo preferiría que te lo guardaras para ti —dijo Gavallan con calma.

David era David MacStruan que era el taipan por entonces.

—Desde luego. Ni siquiera lo comentaré con Genny. Pero eso explica muchas cosas y siento una gran tranquilidad al saber que la «Noble House» nos respalda. A menudo me he preguntado por qué la dejaste.

Gavallan sonrió aunque sin contestar.

—Liz sabe lo de «Struan's», por supuesto, y lo de la Oficina Interna. Eso es todo.

McIver no se lo había dicho a nadie. «S-G» floreció y creció al tiempo que el negocio del petróleo crecía. Y, en consecuencia, también sus beneficios aumentaron así como el valor de sus acciones en la arriesgada empresa en Irán. Cuando se retirara al cabo de seis o siete años, tendría las espaldas bien cubiertas.

—¿No te parece que ya es hora de que te retires? —solía preguntarle Genny cada año—. Tenemos dinero más que suficiente, Duncan.

—No es cuestión de dinero —contestaba él invariablemente.

Mclver contemplaba los destellos rojos hacia el Sureste, sobre Jaleh, que iban aumentando en intensidad, extendiéndose. Su mente estaba confusa. «Jaleh será, otra vez, el fuelle que avive el fuego en todo Teherán», pensó.

Saboreó su whisky. «No hay que ponerse nervioso —pensó—, ya es suficiente con todo lo que debemos soportar. ¿Qué diablos iría a decir Chinaboy cuando se cortó la comunicación? Ya me lo hará saber si tiene importancia..., jamás ha dejado de hacerlo. Terrible lo de Stansor.. Es el tercer civil, todos ellos americanos, asesinados por "tiradores desconocidos", durante los últimos meses..., dos de "ExTex" y uno de "Guerney". Me pregunto cuándo empezarán con nosotros. Los iraníes odian a los británicos tanto o más que a los yanquis. ¿Dónde encontrar dinero en efectivo? No podemos operar con medio millón de rials a la semana. Como quiera que sea he de apoyarme en los asociados, pero son tan tortuosos como nadie puede imaginar y unos consumados maestros en saber cuidar de sí mismos.»

Apuró el último trago de whisky. «Sin los asociados estamos jodidos, incluso después de todos estos años..., son los que saben con quién hablar, qué palmas de manos engrasar con cuánto o en qué porcentaje, a quién halagar, a quién recompensar. Son habladores farsi, tienen contactos. Aun así, Chinaboy lleva razón. Gane quien gane, Jomeiny, Bajtiar o los generales, necesitan disponer de helicópteros...

Genny, en la cocina, estaba apunto de prorrumpir en amargo llanto. La lata de haggis que durante medio año guardara con tanto celo y que acababa de abrir, estaba estropeada y su contenido incomible. Con lo que le gustaba a Duncan. Algo que ella no comprendía, aquella mezcolanza de corazón, hígado y lengua de cordero hecho picadillo revueltos con harina de avena, cebolla, grasa, especias y extracto de carne, todo ello embutido en una bolsa hecha con el condenado estómago del pobre cordero, y luego hervido durante varias horas.

—¡Puuf! ¡Al diablo con todo!

Había hecho que el joven Scot Gavallan, al regreso de su último permiso, y bajo juramento de mantener el secreto, le llevase la lata para aquella ocasión especial.

Ese día era el aniversario de su boda y se trataba de una sorpresa que le guardaba a Duncan. ¡A la mierda todo!

«No es culpa de Scot el que la condenada lata esté estropeada —pensó desolada—. Pero aun así, ¡mierda, mierda, mierda! Hace meses que vengo planeando esta condenada cena y ahora todo se ha ido al diablo. Primero me falla el maldito carnicero, aunque le pague por anticipado el doble de lo habitual, el muy estúpido con su Insha'Allah, y encima, como los malditos Bancos están cerrados no tengo dinero para comprar al competidor de ese condenado estúpido una pierna de buen cabrito fresco o de cordero pascual que él me había prometido. Encima, la tienda de ultramarinos se declara en huelga de repente y luego...»

La ventana de la cocina estaba entreabierta y Genny volvió a oír ráfagas de disparos. Más cercanas que antes. Con el viento, le llegaron los gritos, lejanos, y guturales, de las turbas: Allahlzh-u Akbarrr... Allahh-u Akbarr..., repetidos una y otra vez. Sintió un escalofrio, pareciéndole extrañamente amenazadores. Antes de que los disturbios empezaran solía encontrar tranquilizadora la llamada del muecín a la oración cinco veces al día desde los minaretes. Pero ya no sonaba igual, emitida por las gargantas del populacho.

«Ahora aborrezco este lugar —pensó—. Aborrezco las armas y aborrezco las amenazas.» Y además habían encontrado una de estas últimas en el buzón..., su segunda amenaza, pésimamente mecanografiada en una hoja de papel barato: El 1. de diciembre os dimos a ti y a tu familia un mes para abandonar nuestro país. Todavía seguís aquí. Ahora sois nuestros enemigos y lucharemos contra vosotros categóricamente. Sin firma. Casi todos los expatriados en Irán habían recibido una.

«Aborrezco las armas, aborrezco el frío y la falta de calefacción y de luz, aborrezco sus asquerosos excusados y el tener que ponerse en cuclillas como un animal, aborrezco toda esta violencia y la destrucción de algo que realmente era muy hermoso. Aborrezco estar de pie haciendo cola, ¡Malditas sean todas las colas! ¡A la mierda con el asqueroso contenido de la lata de haggis, a la mierda con esta pequeña y repugnante cocina y a la mierda con la empanada de carne! Por vida mía, no comprendo cómo puede gustarle a los hombres. ¡Es ridículo! Carne acecinada en lata mezclada con patatas hervidas, un poco de mantequilla con cebolla y leche, si la tienes y todo ello coronado con curruscos de pan, horneado luego hasta que quede muy dorado. ¡Uff! Y en cuanto a la coliflor, el olor que despide al cocerla me da verdaderas náuseas. Pero he leído que es buena para la diverculitis y cualquiera puede ver que Duncan no se encuentra tan bien como solía estarlo. Es tonto si piensa que puede engañarme. ¿Acaso lo ha conseguido con Charlie? Lo dudo. En cuanto a Claire, ¡se ha comportado como una loca al dejar a un hombre tan bueno! Me pregunto si Charlie llegaría a enterarse de los amoríos que ella tuvo con aquel piloto de "Guerney". Supongo que no hay nada malo en ello si no te pescan..., resulta difícil cuando te dejan tanto tiempo sola y eso es lo que deseas. Pero me alegro de que quedaran como buenos amigos aunque pienso que ella era una perra egoísta.»

Se vio reflejada en el espejo. En un gesto automático, se arregló el pelo y se quedó contemplando su imagen. «¿Adónde se ha ido tu juventud? No lo sé, pero se ha esfumado. Al menos la mía, la de Duncan no, sigue siendo joven, joven para su edad..., si al menos supiera cuidar de sí mismo. ¡Maldito Gavallan! No, Andy es bueno. Me alegro de que haya vuelto a casarse con una joven tan agradable. Maureen calmará sus ímpetus y también la pequeña Electra. Por un momento, temí que se casara con esa secretaria china que tiene. ¡Uff! Andy es estupendo y también Irán lo era. Lo era. Ahora, el momento de irse ha llegado y comenzar a disfrutar de nuestro dinero. Definitivamente. Pero, ¿cómo?»

Rió en voz alta. «Y vuelta a lo mismo, Supongo.»

Abrió el horno con cuidado. El calor y el aroma le hicieron guiñar los ojos. Luego volvió a cerrarlo. «No soporto la empanada de carne», pensó irritada.

La cena fue muy buena, con la empanada de carne bien dorada, como les gustaba.

—¿Quieres abrir el vino, Duncan? Es persa, lo siento, pero es la última botella.

Habitualmente, estaban bien provistos de vinos franceses y persas, pero las turbas habían asaltado y destruido todas las tiendas de licores en Teherán, alentados por los mollahs, de acuerdo con el fundamentalismo estricto de Jomeiny.

—El hombre del bazar me dijo que, oficialmente, no se vende alcohol en parte alguna y que incluso beber en los hoteles occidentales está ahora prohibido.

—Eso no durará. La gente no lo soportará por mucho tiempo, y tampoco al fundamentalismo —dijo Pettikin—. No pueden sobre todo en Persia. Históricamente, cada Sha ha sido tolerante siempre, ¿por qué no? Durante casi tres mil años, Persia ha tenido fama por sus viñedos y vinos y por la belleza de sus mujeres, no tenéis más que mirar a Azadeh y a Sharazad. ¿Qué me decís de Rubaiyat de Omar Khavyam? ¿Acaso no es un himno a las mujeres, el vino y las canciones? Yo diría que la Persia de siempre.

—«Persia» suena mucho mejor que «Irán», Charlie, mucho más exótico, tal como solía ser cuando llegamos aquí por primera vez. Mucho más agradable —dijo Genny. Por un instante, permaneció atenta a nuevas ráfagas de disparos, luego, siguió hablando para disimular su nerviosismo—. Sharazad me comentó que ellos siempre lo han llamado Irán o Ayran. Parece ser que Persia era corno la llamaban los antiguos griegos, Alejandro Magno y todo eso. Muchos persas se sintieron felices cuando Reza Sha decretó que, en adelante, Persia se volvería a llamar Irán. Gracias, Duncan. —Añadió, cogiendo la copa de vino y admirando su color. Luego, sonrió.

—Todo es formidable, Gen —dijo él abrazándola ligeramente.

El vino había sido saboreado. Y la empanada. Pero no se sentían alegres. Demasiado de qué preocuparse. Pasaban más tanques, se escuchaban nuevos disparos. Los destellos rojos sobre Jaleh aumentaban. El cántico de las turbas lejanas. Luego, del desierto, llegó uno de sus pilotos, Nogger Lane, tambaleándose, con la ropa desgarrada, heridas en el rostro, ayudando a una joven. Era alta, de cabello y ojos oscuros, desarreglada y sufriendo una conmoción, murmurando patéticamente en italiano, con una manga de su abrigo casi arrancada, sucios su ropa, rostro, manos y cabello, como si hubiera caído en una alcantarilla.

—Nos vimos cogidos entre... la Policía y algunos de esos bastardos —explicó él precipitadamente, casi de forma incoherente—. Algún idiota vació mi tanque de manera que... Pero la chusma... Los había a millares. La calle tenía un aspecto normal y de repente todos empezaron a correr y ellos llegaron por una bocacalle y llevaban muchas armas... Los malditos salmodiaban sin cesar Allah-u Akbar, Allah-u Akbar de una manera que la sangre se helaba en las venas... Yo jamás he... Luego, al llegar la Policía y las tropas hubo piedras, bombas incendiarias, gases lacrimógenos, el completo. Y tanques. Yo vi tres y pensé que los bastardos iban a abrir fuego. Entonces, alguien de entre el populacho empezó a disparar y comenzaron a surgir armas por todas partes..., y cuerpos cayendo por doquier. Corrimos para salvarnos y un grupo de aquellos bastardos nos vio y empezaron a perseguirnos chillando «Satanás americano» y corrieron detrás de nosotros, acorralándonos en un callejón. Intenté explicarles que yo era inglés y Paula italiana, que no..., siguieron acorralándonos y si no hubiera sido por un mollah, un gran bastardo de barba y turbante negros..., ese tipo les dijo que se apartaran y, por Dios que nos dejaron marchar. Él nos maldijo y nos gritó que nos largásemos...

Aceptó el whisky que le ofrecían y se lo bebió de un trago tratando de recuperar el aliento, con las manos y las rodillas temblándole de forma incontrolable, sin que él se diera siquiera cuenta. McIver, Genny y Pettikin escuchaban horrorizados. La joven lloraba en silencio.

—Jamás, jamás me he encontrado en medio de una pesadilla como ésta, Charlie —siguió diciendo Nogger Lane con voz entrecortada—. Todos los soldados eran tan jóvenes como aquellos fanáticos y estaban muertos de miedo, es demasiado tener que soportarlo noche tras noche, los chillidos del populacho arrojando piedras... Un cóctel Molotov le dio a un soldado de lleno en la cara, y quedó envuelto en llamas y a través de las cuales se oían sus gritos sin que..., y entonces esos bastardos se lanzaron sobre nosotros y empezaron a maltratar a Paula, intentando cogerla, manoseándola, desgarrándole la ropa. Entonces, yo también enloquecí, cogí a uno de los bastardos e intenté partirle la cara y si no hubiera sido por el mollah...

—Tranquilízate, muchacho —dijo Pettikin preocupado, pero el chico no le hizo caso y siguió adelante

.. y si no hubiera sido por aquel mollah que lo impidió hubiera seguido golpeándole hasta que el idiota hubiera quedado..., yo quería sacarle los ojos, Dios mío, lo intenté, sé que lo intenté. Cristo, jamás he matado a nadie con mis manos, nunca he deseado hacerlo hasta esta noche, pero algo me impulsaba a hacerlo y lo hubiera... —Las manos le temblaban al apartarse de los ojos un mechón rubio. Su voz se había hecho metálica e iba subiendo de tono—. Esos bastardos no tenían derecho a tocarnos pero estaban agarrando a Paula y..., y... —tartamudeó y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, intentó seguir hablando pero las palabras no le salían, en las comisuras de sus labios se le había formado algo de espuma—y... y... matar... yo quería mataaar.

Pettikin, inclinándose bruscamente hacia él, lo abofeteó con el dorso de la mano, derribándole como a un muñeco sobre el sofá. Lo súbito de aquella acción sobresaltó a los otros. Lane, desconcertado por unos instantes se puso en pie dispuesto a lanzarse contra su atacante,

—¡Basta, Nogger! —bramó Pettikin.

La orden hizo que el joven se quedará inmóvil, mirando al hombre mayor con una expresión de estupidez en su semblante, mientras mantenía los puños cerrados.

—¿Qué diablossste passa, maldiiito siii noo mee rompes la coondenadaa mandíbula? —preguntó furioso. Pero las lágrimas habían cesado y de nuevo tenía los ojos claros—. ¿Eh?

—Lo siento, muchacho, pero estabas perdiendo los estribos. Lo he visto otr...

—Maldito si lo estaba —repuso Lane amenazador, recuperada ya la serenidad.

Pero necesitaron tiempo para explicárselo y tranquilizarle. Y también a ella. Se llamaba Paula Giancani, una joven alta, azafata en un vuelo de «Alitalia».

—Más vale que esta noche te quedes aquí, Paula, querida —dijo Genny—. Ya ha empezado el toque de queda. ¿Me entiendes?

—Sí, comprendo. Yo habló inglés. Yo he...

—Ven conmigo. Te dejaré algunas cosas. Nogger, tú dormirás en el sofá.

Mucho más tarde, Genny y Mclver aún estaban despiertos, cansados pero sin sueño: disparos y cánticos en la noche.

—¿Quieres un poco de té, Duncan?

—Buena idea —se levantó al tiempo que ella—. Maldición, me había olvidado. —Acercándose al escritorio, sacó una cajita desastrosamente envuelta—. Feliz aniversario. No es gran cosa, un brazalete del bazar.

—Muchas gracias, Duncan —repuso Genny. Mientras desenvolvía el regalo, habló de la lata de haggis.

—¡Qué barbaridad! Bueno, no importa. El año que viene lo tomaremos en Escocia.

El brazalete era de amatistas en bruto con montura de plata.

—Es precioso. Precisamente lo que quería. Gracias, cariño.

—A ti también, Gen. —Le paso un brazo por la cintura besándola con gesto ausente.

A ella no le importó lo del beso. Ya, casi todos los besos, incluso los suyos, sólo eran afectuosos, como una palmadíta a tu perro preferido.

—¿Qué te preocupa, querido?

—No hay problema alguno.

Pero Genny lo conocía demasiado bien.

—¿Qué es lo que todavía no sé?

—Esto cada vez empeora más. Con cada hora que pasa. Cuando saliste de la habitación con Paula, Nogger nos dijo que venían del aeropuerto. Al vuelo de «Alitalia» en el que Paula había de ir, fletado por su Gobierno para evacuar a los italianos, y que se encontraba en tierra desde hacía dos días, se le dio finalmente la salida para mediodía, por lo que Nogger fue a despedirla. Por supuesto, la salida fue aplazada una y otra vez, como es habitual y, entonces, poco antes de anochecer el vuelo fue aplazado indefinidamente, cerraron el aeropuerto a cal y canto y se hizo salir a todo el mundo. El personal iraní, sencillamente, se esfumó. Y luego, al punto, un grupo de revolucionarios, armados hasta los dientes, y Nogger insiste en este dato, empezaron a repartirse por todo el aeropuerto. La mayoría de ellos ostentaban brazaletes verdes, pero algunos llevaban también la insignia OILP; Gen, es la primera vez que Nogger la ha visto: «Organización Iraní para la Liberación de Palestina.»

—¡Santo Dios! Entonces, es cierto que la OLP está ayudando a Jomeiny.

—Sí. Y si es así, entonces, se trata de un juego diferente. Una guerra civil acaba de empezar, y precisamente nos encontramos en el maldito medio.

Torbellino
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