CAPÍTULO LXI

Lengeh: 8.04 de la mañana.

Scragger seguía esperando en la oficina, exterior de la comisaría de Policía. Estaba sentado con aspecto desolado en un banco de madera enfrente del cabo que lo miraba desde un escritorio elevado, situado detrás de un mostrador.

Scragger miró el reloj una vez más. Había llegado a las siete y veinte por si acaso la comisaría abriese antes. Pero el cabo no apareció hasta las siete cuarenta y cinco, y le hizo un ademán cortés indicándole un banco e invitándole a que esperara. Estaba siendo la espera más lar que jamás hubiese soportado.

«Rudi y los muchachos de Kowiss ya deben estar en el aire —dijo desalentado—, como lo estaríamos nosotros a no ser por los con denados pasaportes. Un minuto más y se ha terminado. No me atreveré a esperar por más tiempo, no me atreveré. Todavía necesitaremos una hora o más para largarnos y, tan seguro como que hay Dios, surgira algún problema en cualquiera de las tres bases; también es posible que algún escucha fisgón empiece a hacer preguntas y la alarma cunda ente las ondas..., por no decir nada del zoquete de Siamaki.» La noche anterior, Scragger había estado con la HF y escuchado las petulantes llamadas de Siamaki a Gavallan, en Al Shargaz, y a Mclver, en Kowis' diciéndole que hoy se encontraría con él en el aeropuerto de Teheran.

«¡Maldito idiota! Pero aún creo que hice bien al no llamar a Andy y cancelar la operación. Diablos, teníamos la salida más fácil de todos y si hubiese aplazado Torbellino para mañana, hubiera surgido cualquier otra cosa, bien a nosotros o a cualquiera de los demás, y el viejo Mac no habría tenido más remedio que volver hoy a Teherán con el maldito Kia. No podía arriesgarme a eso, sencillamente, no podía.» Era fácil darse cuenta de que Mac estaba tan nervioso como una vieja dentro de un barreño en alta mar.

Levantó la vista cuando la puerta se abrió. Dos jóvenes gendarme entraron arrastrando entre ambos a un muchacho lleno de contusiones con la ropa desgarrada y sucia.

—¿Quién es? —preguntó el cabo.

—Un ladrón. Le pescamos robando, cabo. El pobre diablo estaba robándole arroz al mercader Ismael. Le cogimos mientras patrullaba mos, poco antes de amanecer.

—Es la Voluntad de Dios. Metedlo en la segunda celda —les ordenó y, entonces, empezó a gritar al muchacho, sobresaltando a Scragger que no entendía el farsi—. ¡Hijo de perro! ¿Cómo puedes ser tan estúpido para robar? ¿Acaso no sabes que ya no se trata sólo de unos cuanto latigazos? ¿Cuántas veces se os tiene que decir? ¡Ahora es la ley Islá mica! ¡La ley Islámica!

—Yo..., yo tenía hambre..., mi...

El aterrorizado muchacho gimió al zarandearle uno de los gendarmes.

—Por Dios que el hambre no es excusa. Yo tengo hambre, nuestras familias tienen hambre, todos tenemos hambre. ¡Pues claro que tenemos hambre!

Lo sacaron de la oficina a rastras.

El cabo volvió a maldecirle sintiendo lástima de él. Después, miró a Scragger, asintió levemente y volvió a su trabajo. «¡Qué estupidez la del extranjero al venir aquí un Día Santo! Pero si el hombre quiere esperar aquí todo el día y toda la noche hasta que venga el sargento mañana, que espere todo el día y toda la noche.»

La pluma chirriaba fuertemente, provocando dentera a Scragger. Las ocho y once minutos. Malhumorado, se puso en pie y dio unas hipócritas gracias al cabo, el cual insistió cortésmente que esperara un poco más. Entonces, Scragger se dirigió a la puerta y casi se dio de boca con Qeshemi.

—¡Lo siento, amigo! Salaam, Agha Qeshemi, salaam.

—Salaam, Agha.

El sargento pudo darse cuenta del alivio y la impaciencia de Scragger. Sardónico, le indicó que esperara mientras se acercaba a la mesa, su astuta mirada leyendo con toda claridad en la mente del cabo.

—Saludos, Achmed, que la paz de Dios sea contigo.

—Y contigo, Excelencia Sargento Qeshemi.

—¿Qué problemas tenemos hoy...? Ya sé lo que el extranjero quiere.

—Ha habido otro mitin islámico-marxista hacia la medianoche, abajo, en los muelles. Mataron a un mujadín y tenemos a otros siete en las celdas... Fue fácil, la emboscada se desarrolló sin dificultades gracias a Dios y los Green Bands nos ayudaron. ¿Qué haremos con ellos?

—Cumplir con las nuevas reglas —dijo Qeshemi, paciente—. Presentar a los prisioneros ante el Comité Revolucionario cuando llegue mañana por la mañana. ¿Algo más?

El cabo le dijo lo del muchacho.

—Lo mismo con él. ¡Estúpido hijo de perro, dejarse coger! Qeshemi pasó detrás del mostrador, se dirigió a la caja fuerte, y, sacando la llave, se dispuso a abrirla.

—¡Gracias a Dios! Creí que habíamos perdido la llave —dijo el cabo. —Y así era, pero Lafti la encontró. Fui a su casa esta mañana. La tenía en el bolsillo.

Los pasaportes estaban dentro de cajas de municiones. Los sacó, dejándolos sobre la mesa, los comprobó, firmó el permiso en nombre de Jomeiny y volvió a repasarlos.

—Aquí están, Agha piloto —dijo entregándoselos a Scragger. —Mammoon am, Agha, khoda hae fez.

—Khoda hae fez, Agha —respondió el sargento, mientras le estrechaba la mano que le tendía, y le observó, pensativo, cuando salía. A través de la ventana vio que Scragger conducía de prisa. Demasiado de prisa—. ¿Tenemos gasolina en el coche, Achmed?

—Ayer la teníamos, Excelencia.

En el aeropuerto de Bandar Delam: 8.18 de la mañana.

Numir fue frenético de uno a otro de los remolques de los mecánicos, pero todos estaban vacíos. Regresó corriendo a su oficina. Jahan, el operador de radio, lo miró sobresaltado.

—¡Se han ido! Todo el mundo se ha ido, pilotos, mecánicos..., y la mayor parte de sus cosas también han desaparecido —balbuceó Numir con la cara todavía lívida por el golpe que Zataki le había dado—. ¡Esos hijos de perro!

—Pero..., pero si sólo han ido a «Iran-Toda», Excel...

—Te digo que han huido, ¡y lo han hecho con nuestros helicópteros!

—Pero si nuestros «206» están ahí, en el hangar. Los he visto. Y además incluso hay funcionando un ventilador para secar la pintura. Excelencia, Rudi no hubiera dejado un ventilador así que...

—¡Por Dios, te digo que se han ido!

Jahan, un hombre de mediana edad, con gafas, conectó la HF. —Capitán Rudi, aquí la base, ¿me recibe?

En la carlinga de Rudi

Tanto Rudi como su mecánico Faganwitch oyeron la llamada con claridad.

—De la base al capitán Rudi, ¿me recibe?

Rudi movió la palanca unos milímetros; a renglón seguido volvió a aflojarla, mirando a derecha e izquierda. Vio a Kelly señalar a su casco, levantar los dedos y gesticular. Rudi asintió. Luego su júbilo se esfumó.

—Teherán, aquí Bandar Delam. ¿Me reciben?

Todos los pilotos se pusieron tensos. No hubo respuesta. —Kowiss, aquí Bandar Delam, ¿me reciben?

Nada.

—Lengeh, aquí Bandar Delam, ¿me reciben?

—Bandar Delam, aquí Lengeh, están por dos cinco. Adelante.

Al instante, pudieron escuchar un torrente de palabras en farsi de Jahan, que Rudi no entendió, y luego los operadores empezaron a hablar entre sí. Al cabo de una pausa Jahan dijo en inglés: «Teherán, aquí Bandar Delam, ¿me reciben?» Parásitos. Se repitió la llamada. Parásitos. Luego: «Kowiss, ¿me reciben?» De nuevo el silencio.

—Por el momento —farfulló Rudi.

—¿Qué significa todo esto, capitán? —preguntó Faganwitch.

—Que nos han descubierto. ¡Apenas hace quince minutos que hemos despegado y nos han descubierto!

Había bases de cazas a todo su alrededor. Estaba la inmensa, y en extremo eficiente, de Kharg. Rudi no tenía la menor duda de que si llegaban a interceptarles, los derribarían como al «HBC». «Y sin fallar», se dijo angustiado. Y aun cuando por el momento se encontraban allí a salvo, por encima de las olas, con visibilidad ahora a menos de medio kilómetro, no pasaría mucho tiempo hasta que la niebla se disipara y entonces se hallarían indefensos. De nuevo la voz de Jahan: «Teherán, aquí Bandar Delam. ¿Me reciben?» Parásitos. «Kowiss, aquí Bandar Delam, ¿me reciben?» Silencio.

Rudi maldijo para sí. Jahan era un excelente operador de radio, muy persistente, y seguiría llamando hasta que Kowiss o Teherán contestara. ¿Y entonces? «Ése es su problema, no el mío. El mío es el de sacar mis cuatro aparatos sanos y salvos, eso es lo único que debe preocuparme. Tengo que conseguir llevarlos a la seguridad.»

Tres o cuatro metros abajo estaban las olas, todavía sin crestas de espuma blanca, pero grises y amenazadoras. El viento no había amainado. Kelly hizo la señal, él hizo lo mismo con Dubois que pasó el mensaje a Sandor a su derecha, después se preparó para alcanzar el máximo campo con el mínimo de combustible, forzando la mirada para escudriñar el vacío que tenía ante sí. Pronto se encontrarían inmersos en las verdaderas sendas sobre el mar.

Langeh, en el aeropuerto: 8.31 de la mañana.

—Caramba, Scrag, pensábamos que te habían detenido —explotó Vossi, acompañado de Willi, ambos interceptando el coche y flojeándoles las rodillas por el alivio. Alrededor de ellos se agruparon también los tres mecánicos—. ¿Qué ha ocurrido?

—Traigo los pasaportes, de manera que en marcha.

—Tenemos problemas. —Vossi estaba pálido.

Scragger gesticuló, todavía sudoroso por la espera y el viaje de regreso.

—Y ahora, ¿qué?

—Alí Pash está aquí. En la HF. Ha venido como de costumbre. Intentamos darle el día libre mas no quiso de ninguna manera y...

—Y durante los últimos cinco minutos, Scrag —intervino impaciente Willi—, durante los últimos cinco o diez minutos se ha estado comportando de una forma muy peculiar y...

—Como si tuviera el tembleque, Scrag. Jamás lo he visto as..

Alí Pash salió en ese momento a la terraza de la sala de radio, haciendo señas urgentes a Scragger para que se acercara.

—Ahora mismo voy, Alí —le gritó Scragger. Luego, dijo en voz baja a Benson, su jefe de mecánicos—: ¿Estáis preparados tú y tus muchachos?

—Sí, señor. —Benson era pequeño, enjuto y nervioso—. Subí sus cosas a bordo antes de que llegara Alí Pash. ¿Nos largamos? —Esperad a que vaya a la oficina. Final...

—Hemos recibido el «Delta Cuatro», Scrag —dijo Willy—. Pero nada de los otros.

—De primera. Que espere todo el mundo a que yo dé la señal —indicó Scragger y aspiró hondo. Se alejó, saludando al paso de los Green Bands al cruzar—. Salaam, Alí Pash, buen día —dijo, dándose cuenta de su nerviosismo y ansiedad—. Creí haberte dado el día libre.

—Agha, hay algo que...

—Un segundo, hijo mío —pidió Scragger, y se volvió para con simulado tono de irascibilidad gritar—: Benson, te he dicho que si tú y Drew queréis iros de excursión hacedlo, pero más vale que estéis de regreso para las dos o no sabréis la que se os va a venir encima. ¿Y qué diablos estáis esperando vosotros dos? ¿Vais a hacer la revisión de tierra o no?

—Sí, Scrag. Lo siento, Scrag.

Estuvo a punto de echarse a reír al ver cómo tropezaban el uno con el otro, Benson y el mecánico americano, Drew, para acabar subiendo a la vieja furgoneta y alejándose. Vossi y Willi se dirigieron a sus respectivas carlingas. Una vez en la oficina, respiró mejor. Dejó la cartera con los pasaportes sobre la mesa.

—Y ahora dime, ¿qué pasa?

—Nos van a dejar —dijo el joven ante el sobresalto de Scragger. —Bien, nosotros, humm, nosotros no nos vamos —empezó a decir Scragger—, estamos haciendo chequeo de tier...

—Sí, que se van, ¡se van...! ¡Mañana no hay..., no hay cambio de personal, no se necesitan maletas...! He visto a Agha Benson con maletas..., ¿y por qué se envían afuera todos los repuestos y todos los pilotos mecánicos? —Las lágrimas empezaron a caer por las mejillas del muchacho—. Es verdad.

—Escúchame, hijo mío, estás nervioso. Tómate el día libre.

—Pero ustedes se van como se han ido los de Bandar Delam, se van hoy, ¿qué va a pasar con nosotros?

Le interrumpió un torrente de palabras en farsi por el altavoz de la HF. El muchacho se limpió las lágrimas y pulsó el transmisor, contestando en farsi y añadiendo luego en inglés: Standby One.

—Era de nuevo Agha Jahan, repitiendo lo que había transmitido hace diez minutos. Sus cuatro «212» han desaparecido, Agha. Se han ido, Agha. Despegaron a las siete treinta y dos de la mañana con destino a «Iran-Toda» pero no han aterrizado allí. Siguieron tierra adentro.

Scragger se dejó caer en la silla, intentando parecer tranquilo. De nuevo la HF, esta vez en inglés.

—Teherán, aquí Bandar Delam, ¿me reciben?

—Está llamando a Teherán con intervalos de unos minutos y también a Kowiss, sin obtener respuesta... —El joven empezó de nuevo a derramar lágrimas—. ¿Se han ido también de Kowiss, Agha? ¿Está Teherán vacía de su gente? ¿Qué haremos nosotros cuando ustedes se hayan ido?

En la rampa se hizo oír, estruendoso, el motor del primer «212», seguido de inmediato por el segundo.

—Ahora hemos de solicitar a Kish la autorización para la puesta en marcha del motor, Agha —dijo inquieto Alí Pash.

—No hay necesidad de molestarles en un Día Santo. Ni siquiera es casi un vuelo. Únicamente una prueba —dijo Scragger.

Cambió a VHF y se secó la barbilla, sintiéndose, en cierta manera, sucio y profundamente turbado. Sentía simpatía por Alí Pash y cuanto el muchacho le dijera era cierto. Una vez ellos se hubieran ido, no habría trabajo, ni negocios y para los Alí Pash no habría más que Irán y sólo Dios sabía lo que iba a ocurrir allí. La voz de Willi llegó a través de la VHF.

—Mi contador de par de torsión está subiendo, Scrag.

Scragger cogió el micrófono.

—Llévatelo a la parcela de las berzas y ponlo a prueba.

Se trataba de una zona a unos ocho kilómetros hacia el interior, bien alejada de la ciudad, donde probaban los motores y podían practicar procedimientos de emergencia.

—Quédate allí, Willi, y si tienes algún problema, llámame. Siempre podré llevar a Benson si necesitas algún reajuste. ¿Qué tal vas tú, Ed?

—Fenómeno, realmente fenómeno, Scrag. Si estás de acuerdo, me gustaría hacer algunas prácticas con el motor. La renovación de mi licencia está al caer... Willi podría echarme una mano, ¿eh?

—De acuerdo, llámame dentro de una hora.

Scragger se acercó a la ventana, agradecido por estar de espaldas a Alí Pash, sin verse obligado a ver aquellos ojos tristes, acusadores. La oficina parecía más sofocante de lo habitual. Abrió la ventana. Alí Pash seguía sentado tristemente junto a la radio.

—¿Por qué no te tomas el día libre, muchacho?

—He de contestar a Bandar Delam. ¿Qué les digo, Agha? —¿Qué te ha preguntado Jahan?

—Dijo que Agha Numir quería saber si yo había observado algo extraño, que si ocurría aquí algo raro, como salidas de pilotos y mecánicos, de aparatos con cargamentos de repuestos.

Scragger lo observaba.

—Me parece que aquí no ocurre nada extraño. Yo estoy aquí, los mecánicos se han ido de excursión. Ed y Willi están realizando pruebas rutinarias. Pura rutina. ¿No es así? —preguntó y siguió mirándole ansioso por tenerle de su lado. No tenía manera de persuadirle, nada que ofrecerle, ningún pishkesh salvo ¿Te parece bien lo que está pasando aquí, hijo mío? —le preguntó cauteloso—. Quiero decir, ¿qué futuro te espera aquí?

—¿Futuro? Mi futuro está en la Compañía. Si... si se van, entonces..., entonces me quedo sin trabajo. No podré..., no puedo permitirme mant... No podré, no podré permitirme nada. Soy hijo único...

—Si quisieras irte..., bien, tendrías tu trabajo y un futuro si lo desearas, pero fuera de Irán. Te lo garantizo.

El joven le miró boquiabierto, comprendiendo de repente lo que Scragger le estaba ofreciendo.

—Pero... pero, ¿qué es lo que me garantiza, Agha? ¿Una vida en su Occidente yo solo? ¿Y qué pasará con mi gente, con mi familia, con mi joven esposa futura?

—A eso no puedo contestarte, Alí Pash —dijo Scragger con la mirada fija en el reloj, consciente del paso del tiempo, de las luces y del zumbido de la HF, dispuesto a dominar al joven que era más alto que él, de constitución más vigorosa y con treinta y cinco años menos que él, y luego inutilizar la HF y emprender la fuga. Con aire indiferente se acercó, situándose en una mejor posición—. Es la Voluntad de Dios, como vosotros soléis decir —dijo afectuosamente, y se dispuso a actuar.

Al oír aquello de boca de aquel viejo extraño y amable al que tanto respetaba, Alí Pash se sintió invadido por una ola cálida.

—Usted es mi hogar, Agha, mi tierra —dijo con sencillez Alí Pash—. El Imán es el Imán y sólo obedece a Dios. El futuro es el futuro y está en las manos de Dios. El pasado también es el pasado.

Antes de que Scragger pudiera detenerle, Alí Pash llamó a Bandar Delam y, a renglón seguido, empezó a hablar en farsi. Los dos operadores mantuvieron una breve conversación. Luego, Alí Pash cortó bruscamente. Y miró a Scragger.

—No les culpo por irse —dijo—. Gracias, Agha, por... por el pasado. —Entonces, con gran deliberación, desconectó la HF, cogió un cortacircuitos y se lo metió en el bolsillo—. Le he dicho que... que cerramos por el resto del día.

La puerta se abrió. Y allí estaba Qeshemi.

—Deseo inspeccionar la base —dijo.

Cuartel General en Al Shargaz

—... y entonces, Andy —estaba diciendo Manuela—, el operador de Lengeh, Alí Pash dijo a Jahan: «No, aquí no pasa nada extraño. —Luego añadió con cierta brusquedad—: Voy a cerrar por el resto del día, he de ir a los rezos.» Numir volvió a llamarle de inmediato pero ya no obtuvo respuesta.

—¿Con cierta brusquedad? —preguntó Gavallan, mientras Scot y Nogger escuchaban también atentamente—. ¿Qué clase de brusquedad.

—Como, como si empezara a estar harto, o le amenazaran con una pistola... No es raro que un iraní muestre esa brusquedad —añadió Manuela incómoda—. Tal vez a mí me haya parecido algo que en realidad no ha existido, Andy.

—¿Eso significa que Scrag está todavía allí, o no?

Scot y Nogger hicieron una mueca, aterrados ante aquella posibilidad. Manuela se agitó nerviosa.

—Si hubiera estado allí, él mismo habría contestado para hacérnoslo saber, ¿no? Creo que yo lo habría hecho. Tal vez él... —Sonó el teléfono y Scot lo cogió—. «S-G». Ah, hola, Charlie, no cuelgues. —Pasó el teléfono a su padre—. De Kuwait.

—Hola, Charlie. ¿Va todo bien?

—Sí, gracias. Estoy en el aeropuerto de Kuwait, telefoneando desde la oficina de Patrick en «Guerney's». —Aunque las dos compañías fueran rivales a escala mundial, mantenían relaciones muy cordiales—. ¿Qué hay de nuevo?

—«Delta Cuatro», aparte de eso, nada. Te telefonearé en cuanto sepamos algo. Jean-Luc llamó desde Bahrein..., está con Delarne en «Gulf Air de France», por si lo necesitas. ¿Está Genny contigo?

—No, ha vuelto al hotel, pero me encuentro dispuesto para cuando Mac y los otros lleguen.

—¿Se lo has dicho a Patrick, Charlie? —preguntó Gavallan con calma. Escuchó la risa forzada de Pettikin.

—Es extraño, Andy, está aquí el representante de «BA» y un par de muchachos más, y a Patrick se le ocurre la demencial idea de que tramamos algo..., cómo llevarnos nuestros pájaros. ¿Te lo imaginas?

Gavallan suspiró.

—No te precipites, Charlie, sigue al pie de la letra el plan.

Con ello quería indicarle que se mantuviera callado hasta que los helicópteros de Kowiss alcanzaran el sistema de Kuwait. Entonces ya podría confiarse a Patrick.

—Telefonearé cuando sepa algo. Adiós... Ah, espera, casi se me olvida. ¿Recuerdas a Ross, a John Ross?

—Jamás podría olvidarle. ¿Por qué?

—Me he enterado de que se encuentra en el «International Hospital» de Kuwait. Ve a verle cuando puedas, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, Andy, en seguida. ¿Qué le ha pasado?

—No lo sé. Llámame si tienes alguna noticia. Adiós. —Colgó el teléfono. Y volvió a respirar hondo—. En Kuwait ya ha corrido la noticia.

—¡Santo cielo! Si ya se sabe... —El timbre del teléfono interrumpió de nuevo a Scot—. ¡Hola! Un momento. Es Mr. Newbury, papá.

Gavallan cogió el teléfono.

—Buenos días, Roger, ¿cómo van las cosas?

—Humm, bien. Yo, bueno, eso era lo que yo quería preguntarte. ¿Cómo van las cosas? De manera oficiosa, claro está.

—Bien, muy bien —respondió Gavallan sin comprometerse—. ¿Estarás en tu oficina todo el día? Me pasaré por ahí pero te telefonearé antes de salir de aquí.

—Sí, hazlo, por favor. Yo estaré aquí hasta el mediodía. Ya sabes, es un largo fin de semana. Llámame, por favor, tan pronto como, humm, como sepas algo..., de manera oficiosa. En el mismo momento. Estamos bastante preocupados y, bien, podemos discutirlo cuando vengas. Adiós. —Espera un momento. ¿Has sabido algo del joven Ross? —Sí, sí. Lo siento pero creo que está gravemente herido, no se espera que sobreviva. Es terrible, pero así es. Te veré antes de las doce. Adiós. Gavallan colgó el teléfono. Todos se le quedaron mirando. —¿Algo va mal? —preguntó Manuela.

—Así parece. El joven Ross se encuentra muy grave, y no se tiene esperanza de que sobreviva.

—¡Qué horror! No es justo, Dios mío...

Les había contado una y otra vez todo cuanto Ross había hecho, cómo les había salvado la vida y la de Azadeh.

Manuela se santiguó suplicando fervientemente a la virgen que lo salvara y luego volvió a rogarle a Ella que protegiera a todos los hombres para que volvieran sanos y salvos. «Todos ellos. Sin excepciones. Y también Azadeh y Sharazad. Y haz que haya paz, por favor, por favor, por favor...»

—¿Te ha dicho Newbury lo que ha ocurrido? —preguntó Scot.

Gavallan sacudió la cabeza, sin apenas escucharle. Estaba pensando en Ross. «De la misma edad que Scot más o menos, más duro, coriáceo e indestructible que Scot y ahora... ¡Pobre muchacho! Tal vez pueda salir adelante... ¡Oh, Dios, espero que así sea! ¿Qué hacer? Proseguir, eso es cuanto puedes hacer. Azadeh estará desolada, pobre muchacha. Y a Erikki le ocurrirá otro tanto, le debe la vida de ella.»

—Volveré dentro de un minuto —dijo, y salió de la oficina dirigiéndose a la otra desde la que podía hablar con Newbury en privado.

Nogger se encontraba en pie junto a la ventana, con la mirada puesta en el movimiento del aeropuerto, pero sin ver nada. Sólo tenía ante sus ojos a aquel maníaco asesino, de mirada salvaje, en Tabriz Uno, agitando varias cabezas cortadas, aullando como un lobo al cielo, el Angel de la muerte repentina que se convirtió en dador de vida... para él, para Arberry, para Dibble y, sobre todo, para Azadeh, «Dios, si eres Dios, sálvale como él nos salvó a nosotros...»

—Teherán, aquí Bandar Delam, ¿me reciben? Kowiss, aquí Bandar

Delam, ¿me reciben? Al Shargaz, aquí Bandar Delam, ¿me reciben?

—A los cinco minutos en punto —farfulló Scot—. Jahan no pierde un condenado segundo. ¿No dijo Siamaki que estaría en la oficina a partir de las nueve?

—Sí, sí, eso dijo.

Todas las miradas convergieron en el reloj. Eran las ocho cuarenta y cinco.

En el aeropuerto de Lengeh: 9.01 de la mañana.

Qeshemi se encontraba en el hangar, mirando los dos «206» aparcados en su interior. Detrás de él, Scragger y Alí Pash le observaban nerviosos. Un fugaz rayo de sol atravesó las nubes e hizo centellear el «212» que se encontraba esperando en el helipuerto, a unos cincuenta metros de distancia y junto a él, en un baqueteado coche de Policía, el cabo Achmed.

—¿Has volado en uno de éstos, Excelencia Pash? —preguntó Qeshemi.

—¿En un «206»? Sí, Excelencia sargento —contestó Alí Pash, sonriendo con gran amabilidad al sargento—. El capitán nos lleva a veces a mí y al otro operador de radio en nuestros días libres. —Sentía muchísimo que el demonio hubiera puesto sus plantas allí ese día. Era algo más que sentirlo porque, ahora, se encontraba involucrado sin remedio en un acto de traición: traición por quebrantar las reglas, traición por mentir a la Policía, traición por no informar sobre acontecimientos anormales—. El capitán te llevará también a ti cuando lo desees —siguió diciendo con amabilidad mientras intentaba con todo su ser descubrir la manera de salir del terreno pantanoso al que el demonio y el capitán lo habían llevado.

—¿Sería hoy un buen día, Agha?

Alí Pash estuvo a punto de derrumbarse bajo su escrutinio. —Claro. Si se lo pides al capitán, desde luego, Agha. ¿Deseas que se lo pida?

Qeshemi no contestó, se limitó a salir afuera, sin prestar la más mínima atención a los Green Bands, una media docena, que le miraban curiosos.

—¿Dónde está todo el mundo, Agha? —preguntó directamente a Scragger en farsi.

Alí Pash actuó de intérprete con Scragger, aun cuando suavizando las palabras, haciéndola sonar mejor y más aceptables, explicando que era Día Santo, sin vuelos comerciales y que, naturalmente, se había dado el día libre al personal iraní, habiendo ordenado el capitán que los «212» se dirigieron a la zona reservada para entrenamiento a fin de probar los motores. También había dado permiso a los otros mecánicos para que se fueran de excursión y que él mismo se disponía a irse a la mezquita tan pronto como Su Excelencia el sargento hubiera terminado con lo que le había llevado allí.

Scragger se sentía profundamente irritado por no saber farsi y le desesperaba que aquella situación se encontrara por completo fuera de su control. Su vida y la de sus hombres estaban en manos de Alí Pash.

—Su Excelencia pregunta: ¿qué piensa hacer durante el resto del día?

—Es una condenada pregunta que ha dado en el clavo —musitó Scragger. Y entonces le vino a la mente el lema de la familia: «Si te han de colgar por un cordero, o te han de colgar por una oveja, más vale que arrambles con todo el condenado rebaño.» Ese lema lo había heredado de aquel antepasado suyo que, en los comienzos del 1800, fue deportado de por vida a Australia—. Por favor, dile que tan pronto como él haya terminado me iré a la parcela de las berzas porque Ed Vossi necesita un repaso. Su licencia está a punto de renovación.

Observó y esperó y Qeshemi hizo una pregunta que Alí Pash contestó y durante todo ese tiempo estuvo preguntándose qué podría hacer si Qeshemi dijera: «Formidable, voy con usted.»

—Su Excelencia pregunta si sería tan amable de prestar algo de gasolina a la Policía.

—¿Quée?

—Quiere un poco de gasolina, capitán. Quiere que le preste algo de gasolina.

—Ah, ah. Ciertamente, ciertamente, Agha —dijo Scragger y, por un instante, se sintió esperanzado. «No te embales, hijo mío, espera —se dijo—. La parcela de las berzas no está lejos y tal vez Qeshemi quiera la gasolina para enviar allí al coche y él volar conmigo.»—. Vamos, Alí Pash, échame una mano —pidió, no queriendo dejarle solo con Qeshemi.

Abrió la marcha en dirección a la bomba, haciendo seña al coche de Policía de que le siguiera. La manga del viento danzaba sin cesar. Observó que estaban formándose nubes altas, con nimbos entre ellas, viajando rápidas, empujadas por un viento contrario. Allí abajo, todavía era del Sudeste aun cuando estaba girando más a Sur. «Bueno para nosotros, pero más condenadamente de cabeza para los demás», se dijo ceñudo.

En los helicópteros, acercándose a la isla Kish: 9.07 de la mañana. Los cuatro helicópteros de Rudí se mantenían a la vista unos de otros, más cerca entre sí que antes, sobrevolando tranquilamente, a poca altura, las olas. La visibilidad era variable entre doscientos metros a medio kilómetro. Todos los pilotos ahorraban combustible, buscando la máxima autonomía y Rudi, una vez más, se inclinó hacia delante para dar un golpecito a la válvula de la gasolina. La aguja osciló un poco, señalando ligeramente todavía por debajo de la mitad.

—No hay problema alguno, Rudi —dijo Fagantwich por el intercomunicador—. Tenemos mucho tiempo para repostar, ¿no? Llegamos bien y de acuerdo con lo programado, ¿verdad?

—Sí, sí, claro —respondió Rudi; aun así, volvió a calcular la autonomía del aparato, y siempre con el mismo resultado: suficiente para llegar a Bahrein, pero no para la cantidad legal de combustible en reserva.

—Teherán, aquí Bandar Delam, ¿me reciben? —La voz de Jahan le llegó una vez más a través de los auriculares, irritándole con su persistencia. Por un instante se sintió tentado de desconectar, pero lo pensó mejor ya que resultaba demasiado peligr...

—Bandar Delam, aquí Teherán. Te oímos cuatro por cinco. Adelante.

Seguidamente un torrente de palabras en farsi. Rudi captó el nombre de «Siamaki» varias veces, pero poco más, ya que los dos operadores de radio hablaban entre sí. Pero, de repente, escuchó la voz el Siamaki, irritada, arrogante y, ahora ya, realmente furiosa.

—Standy One, Bandar Delam, Al Shargaz, aquí Teherán, ¿me reciben? —A renglón seguido más iracundo—: ¡Al Shargaz, les habla el director Siamaki! ¿Me reciben?

No hubo respuesta. Repitió la llamada con una mayor furia, luego otra avalancha de palabras en farsi y, en aquel momento, Faganwitch gritó:

—¡Adelante! ¡Cuidado!

Un superpetrolero, con casi quinientos metros de longitud, se dirigía hacia ellos de costado a través de la niebla, dominándolos, convirtiéndolos en algo minúsculo; navegaba a una velocidad moderada aguas arriba, rumbo a su terminal iraquí, mientras hacía ulular la sirena, Rudi se dio perfecta cuenta de que estaba atrapado, sin tiempo para que pudiese ascender, y sin espacio para hacer un giro a izquierda o derecha, ya que colisionaría con los otros, así que recurrió al procedimiento de emergencia de suspensión, Kelly, a su izquierda, se ladeó peligrosamente para separarse de él y pasó a un centímetro de la popa. Sandor, en el lado extremo derecho de Rudi, se puso a salvo rodeando la proa, Dubois no estaba a salvo en absoluto pero, al instante, dio la máxima potencia, la palanca de mando hacia la derecha y hacia atrás, en un giro de ascenso demasiado empinado, cada vez más y más cerrado: 50-60-70-80 grados, la proa se precipitaba contra él. No lo conseguiría, «Espéce de con...», no lo conseguiría, !palanca atrás!, una fuerza inmensa les hundió, a él y a Fowler, en sus asientos, la borda del petrolero se precipitaba hacia ellos, entonces, pasaron rugiendo sobre el castillo de proa, en un vuelo rasante de milímetros, haciendo dispersarse a la aterrada tripulación. Una vez a salvo, Dubois hizo un giro de 180 grados, para regresar junto a Rudi con la mínima esperanza de que éste hubiera logrado amortiguar el impacto, y escapado del área.

Rudi tenía la palanca hacia atrás, el morro hacia arriba, ascendía con la potencia al máximo, viendo el tacómetro caer, el morro algo más alto, sin tiempo para rezar, el morro más alto, el costado del petrolero cada vez más cerca, el morro más alto todavía, la alarma aullaba, no iba a lograrlo, la alarma seguía ululando, en cualquier momento el helicóptero caería del cielo, el petrolero a sólo unos metros de distancia, podía distinguir remaches, portillas, herrumbre, pintura desconchada, cada vez más cerca de ellos aunque iba aminorando la velocidad, más despacio, más despacio, pero demasiado tarde, más despacio, demasiado tarde, aunque quizá lo suficiente para amortiguar el choque, ahora caía a plomo, palanca adelante, de momento toda la potencia en un intento momentáneo de amortiguar el espantoso impacto y la caída y..., de repente, el helicóptero estaba inmóvil, a metro y medio de las olas, las palas apenas a unos centímetros del costado del petrolero que se deslizó plácidamente por su lado. Rudi, sin saber siquiera cómo, retrocedió un metro, luego otro y permaneció suspendido en el aire.

Cuando al fin logró enfocar su mirada, levantó la vista. En el puente del petrolero, tan cerca que dominaba el helicóptero desde su altura, pudo ver a los oficiales mirando hacia abajo, hacia ellos, en su mayoría sacudían, furiosos, los puños. Un hombre, con el rostro congestionado, había cogido un altavoz y vociferaba: «¡Maldito idiota!», pero ellos no podían oírle. Pasó tan cerca de la popa con su estela espumeante, que la rociada los salpicó. El camino, delante de ellos, estaba despejado.

—Creo... yo voy..., voy a hacer de vientre. —Faganwitch, casi sin fuerzas, se arrastró hacia la cabina.

«Hazlo por mí también», pensó Rudi, pero no le quedaban energías para expresarlo en voz alta. Las rodillas le temblaban y los dientes le castañeteaban.

—Ve con cuidado —farfulló, y accionó el acelerador, ganó altura y velocidad de frente y pronto se encontró completamente a salvo. Ni rastro de los otros. Entonces, divisó a Kelly llegar en su busca. Cuando éste lo vio, feliz, empezó a hacer oscilar el aparato de un lado a otro, luego, lo inmovilizó junto a él, y alzó los pulgares. Para evitar que los demás consumieran un combustible vital si regresaban en busca de sus restos, Rudi acercó al máximo la boca al micrófono.

—Dot-dot-dot-dash, dot-dot-dot-dash, dot-dot-dot-dash—siseó. Era la clave que habían acordado para que cada uno se dirigiera a Bahrein por su cuenta y, al propio tiempo, hacerles saber que estaba a salvo. Oyó a Sandor contestar con el mismo morse simulado; después, Dubois surgió de la niebla, a su lado, e incorporó algunos ruidos propios a los ya existentes y aceleró alejándose. Pero Pop movió la cabeza e hizo gestos de que quería continuar con él. Señaló hacia delante.

Y una vez más, a través de los cascos: «Al Shargaz, aquí Agha Siamaki en Teherán, ¿me reciben?» Nuevo torrente de farsi. «Al Shargaz...»

En el Cuartel General de Al Shargaz

«... Aquí Agha Siamaki...», y una nueva avalancha de farsi. Gavallan tamborileaba sobre la mesa, tranquilo en apariencia aunque excitado en su fuero interno. Le había sido imposible ponerse en contacto con Pettikin antes de salir para el hospital y nada podía hacer para ahuyentar a Siamaki y Numir de las ondas. Scot reguló el volumen para amortiguar la arenga, y pretendió, al igual que Nogger, una indiferente tranquilidad que no sentía.

—Está realmente furioso, Andy —dijo Manuela con voz honda.

En Lengeh: 9.26 de la mañana.

Scragger sujetaba la boquilla que echaba la gasolina en el depósito del coche de Policía. Empezó a salir espuma, derramándose y manchándole. Masculló un juramento, soltó la palanca y colgó de nuevo la boquilla en la bomba. Cerca de él, dos Green Bands le observaban atentamente. El cabo puso el tapón y lo enroscó. Qeshemi habló un momento con Alí Pash.

—Su Excelencia pregunta si podría darle algunos bidones de cincuenta litros, capitán. Llenos, por supuesto.

—Claro, ¿por qué no? ¿Cuántos necesita?

—Dice que podría llevar tres en el portaequipajes y dos dentro. Cinco en total.

—Que sean cinco.

Scragger buscó los bidones y los llenos, cargándolos entre todos en el coche de la Policía. «Esto sí que es un condenado cocktail Molotov dijo para sus adentros. Crecían las nubes de tormenta. En las monteñas, brilló un relámpago.

—Dile que más vale que no fume en el coche.

—Su Excelencia se lo agradece.

—Estoy a su disposición.

De las montañas llegó, ensordecedor, el trueno. Más relámpagos Scragger observaba a Qeshemi recorrer tranquilamente el campamento con la mirada. Los dos Green Bands esperaban. Otros se encontraban en cuclillas, al abrigo del viento, en actitud ociosa. Ahora ya no podía esperar por más tiempo.

—Bien, Agha, más vale que me vaya —dijo, señalando al «212» y lue go al cielo—. ¿De acuerdo?

—¿De acuerdo? ¿De acuerdo qué, Agha? —Qeshemi le dirigió una extraña mirada.

—Ahora me voy —repitió Scragger e hizo con la mano la pantomima de ascender en el aire, sin dejar por un instante de sonreír—. Marnnoon am, khoda hae fez —Y le alargó la mano.

El sargento miró la mano, luego a él, atravesándole con sus penetrantes y astutos ojos.

—De acuerdo. Adiós, Agha —dijo el sargento finalmente y se estrecharon las manos con fuerza.

A Scragger el sudor le corría por el rostro y necesitó de toda su fuerza de voluntad para no limpiárselo.

—Masnnoon am, khoda hae fez, Agha —dijo Scragger a Alí Pash. Movió la cabeza con el íntimo deseo de que fuese una despedida cálida. Hubiese querido estrechar su mano también, pero no se atrevió a tentar su suerte por más tiempo, de manera que se limitó a darle una palmada en la espalda al pasar.

—Hasta la vista, hijo mío. Te deseo días felices.

—Felices aterrizajes, Agha. —Alí Pash se quedó mirando a Scragger subir a la carlinga y ascender y, una vez arriba, saludarle con la mano al alejarse. Él le devolvió el saludo y entonces se dio cuenta de que Qeshemi le observaba.

—Si me permites, si me perdonas, Excelencia, cerraré aquí y luego me iré a la mezquita.

Qeshemi asintió con la cabeza y luego volvió la espalda al «212» que se alejaba. «Qué transparentes son —pensaba—el piloto viejo y este joven loco. Es tan fácil leer en la mente del hombre si tienes paciencia y vas reuniendo indicios... Muy peligroso pilotar ilegalmente. Y más peligroso todavía ayudar a los extranjeros a huir en sus aparatos y quedarse atrás. ¡Locura! Los hombres son muy extraños. Hágase la Voluntad de Dios.»

Uno de los Green Bands, un jovenzuelo de incipiente barba, armado con un «AK47», se acercó más, y miró con fijeza los bidones de gasolina que había en la trasera del coche. Qeshemi no dijo palabra, se limitó a saludarle con la cabeza. El joven devolvió el saludo, la mirada dura y, con porte insolente, fue a reunirse con los demás.

El sargento se instaló en el asiento del conductor. «Leprosos hijos de perros —pensó, sardónico—, aún no sois la ley en Lengeh..., gracias a Dios.»

—Es hora de irse, Achmed, es hora de irse.

Mientras el cabo se acomodaba junto a él, Qeshemi vio al helicóptero sobrevolar el promontorio y desaparecer. «Sería tan fácil pescarte todavía, anciano... —se dijo, confuso—. Tan fácil dar la voz de alerta a la red, nuestros teléfonos funcionan, y tenemos enlace directo con la base de cazas de Kish. ¿Son unos cuantos bidones pishkesh suficiente por tu libertad? Todavía no lo he decidido.»

—Te dejaré en la comisaría, Achmed. Estaré fuera de servicio hasta mañana. Me quedaré con el coche el resto del día.

Qeshemi soltó el embrague. «Tal vez debimos irnos con los extranjeros... Hubiera resultado muy fácil obligarles a llevarnos con ellos, a mi familia y a mí, pero eso hubiese significado obligarnos a vivir en el lado impropio del golfo Pérsico, a tener que vivir entre árabes. Nunca me han gustado los árabes, jamás me he fiado de ellos. No, mi plan es mucho mejor. Recorrer durante todo el día y toda la noche la vieja carretera de la costa, luego el dhow de mi primo hasta Pakistán, con cantidades de gasolina para pishkesh. Muchos de los nuestros se encuentran allí ya. Lograré una buena vida para mi mujer, y mi hijo, y la pequeña Sousan hasta que, con la ayuda de Dios, podamos volver a casa. Aquí hay demasiado odio ahora, han sido demasiados años sirviendo al Sha. Buenos años. Aunque si se considera bien, y tal como los shas suelen ser, él se portó estupendamente con nosotros. Siempre se nos pagaba.

Al norte de Lengeh: 9.23 de la mañana.

La parcela de las berzas se encontraba a diez kilómetros al noroeste de la base, una zona rocosa, estéril y desolada en las estribaciones de las montañas. Los dos helicópteros estaban aparcados, uno al lado del otro, con los motores en marcha. Ed Vossi se hallaba de pie junto a la ventanilla de la carlinga de Willi.

—Siento ganas de vomitar, Willi.

—Yo también —repuso éste. Se ajustó el casco, tenía la VHF conectada pero, de acuerdo con el plan, sin utilizarla salvo en caso de emergencia. Debían limitarse a escuchar.

—¿Oyes algo, Willi? —preguntó Vossi.

—No, sólo ruidos.

—¡Mierda! Debe encontrarse metido en un buen lío. Un minuto más y me voy a echar un vistazo, Willi.

—Iremos los dos —dijo Willi mientras contemplaba los relámpagos en las cimas, con una visibilidad de alrededor de un kilómetro y medio y unas nubes negras encapotando el cielo cada vez más—. El día no está para excursiones, Ed.

—Desde luego que no.

De repente, a Willi se le iluminó el rostro.

—¡Ahí está! —dijo, señalando el «212» de Scragger, que se acercaba a unos doscientos metros, aproximándose despacio.

Vossi corrió hacia la carlinga de su helicóptero, y subió a ella. Luego escucharon a través de los cascos.

—¿Qué tal tu contador de par de torsión, Willi?

—No demasiado bien, Scragg —respondió éste, feliz, siguiendo el plan por si alguien los escuchaba—. He pedido a Ed que le eche un vistazo, y tampoco está seguro..., su radio no funciona.

—Aterrizaré y lo miraremos los tres. Scragger a la base, ¿me reciben? —No hubo respuesta—. Scragger a la base, estaremos un rato en tierra—. Nada.

Willi alzó los pulgares a Vossi. Ambos abrieron el acelerador, concentrándose en Scragger que descendía para un acercamiento a tierra tranquilo.

Ya casi a nivel del suelo, Scragger controló su descenso y encabezó la carrera hacia la costa. Ahora, ya desbordaban de optimismo. Vossi daba gritos de regocijo e incluso Willi sonreía.

—Por las barbas de Satanás.

Scragger ascendió. Atravesó la cordillera, descendió por la otra vertiente y pudo ver la costa y su pequeña furgoneta aparcada en la rocosa playa, por encima justo de las olas. El corazón le dio un vuelco: su zona de aterrizaje aparecía salpicada por un rebaño de cabras y tres pastores. A cincuenta metros, playa adentro, había un coche con gente, y niños jugando donde jamás antes viera a nadie. Afuera, en el mar, navegaba una pequeña motora. Podría tratarse de una barca de pesca o también de alguna de las patrulleras habituales que vigilaban el contrabando y las fugas, porque allí, con Omán y la costa pirata tan cerca, existía una gran vigilancia costera de toda la vida.

«Ahora ya no puedo cambiar», se dijo, mientras el corazón le latía con fuerza. Divisó a Benson y a los otros dos mecánicos que acababan de verle, saltar de la furgoneta y se dirigían veloces hacia la zona de aterrizaje. Detrás de él, Willi y Vossi había reducido velocidad para darle tiempo. Sin la más mínima vacilación, aterrizó rápido, dispersando a las cabras y dejando atónitos a pastores y excursionistas.

—¡Vamos! —gritó en el preciso momento en que los patines tocaron tierra.

No necesitó repetirlo dos veces. Benson se lanzó hacia la portezuela de la cabina, la abrió y volvió corriendo para ayudar a los otros dos que mantenían abierta la trasera de la furgoneta. Juntos empezaron a sacar maletas, maletines y toda suerte de equipaje y se dedicaron a cargarlos en la cabina, atestada de repuestos. Scragger miró en derredor y vio a Willi y Vossi que se mantenían extáticos, vigilando.

—¡Parece que la cosa va bien! —les gritó con fuerza, y concentró su atención en los mirones quienes, superado su asombro, empezaban a acercarse. Miró en derredor. No detectaba verdadero peligro..., todavía.

No obstante, se aseguró de que su pistola «Very» estuviese preparada, por si llegaba el caso, y acució a los mecánicos para que se apresurasen, preocupado por la posibilidad de que, en cualquier momento, por la carretera apareciera un coche de la Policía. Un segundo cargamento, luego otro y, por fin, el último. Les había llegado el turno a los tres sudorosos mecánicos. Mientras dos subían a la cabina, cerrando de golpe la puerta, Benson se instaló en el asiento de al lado. Entonces, lanzó un taco entre dientes y se dispuso a bajar.

—He olvidado desconectar la furgoneta.

—¡Al diablo con ella! ¡Allá vamos!

Scragger aceleró al máximo y ascendió al aire mientras Benson cerraba la portezuela, y se ajustaba el cinturón. Al punto se encontraron sobre las olas, entre la neblina del Golfo. Scragger miró a derecha e izquierda, Willi y Vossi le flanqueaban muy de cerca. Hubiese deseado estar equipado con HF para poder informar «Lima Tres» a Gavallan. «Poco importa. Nos encontraremos allí en un abrir y cerrar de ojos.»

Una vez hubieron dejado atrás la primera de las instalaciones, empezó a respirar mejor. «Aborrezco haber tenido que dejar al joven Alí Pash de esa manera —se dijo—, a Georges de Plessey y a sus muchachos, a mis dos "206". Aborrezco tener que irme. Bien, he hecho lo más que me ha sido posible. He dejado recomendaciones y promesas de que recuperarán sus trabajos cuando volvamos, si es que volvemos, para Alí Pash y los demás en el cajón superior de la mesa de escritorio con todo el dinero que he podido.»

Comprobó su rumbo, dirigiéndose hacia el Suroeste en dirección a Siri, como si estuvieran realizando su travesía rutinaria para el caso de que aparecieran en el radar. Ya cerca de Siri, giraría en dirección sudeste hacia Al Shargaz y, luego, a casa. «En el caso de que todo vaya bien», se dijo y tocó la pata de conejo que hacía ya tantos años le diera Neil para que la suerte lo acompañara. Otra instalación a babor, Siri Seis. El aparato eléctrico de la tormenta le ensordecía a través de los auriculares. De repente, mezclado con ellos, se escuchó fuerte y claro:

—¡Eh, Scragger, tú y los gars voláis muy bajo, n'est-ce pas?

Era la voz de Francois Menange, el gerente de la instalación que acababan de pasar y Scragger maldijo la estricta vigilancia del hombre. Pulsó el transmisor para hacerle callar.

—Punta en boca, Frangois, manténte callado, ¿eh? Estamos practicando. Callado, ¿eh?

Ahora, la voz fue risueña.

—Bien sar, pero estáis locos de practicar tan bajo en un día como éste. Adieu.

Empezó a sudar de nuevo. Aún tenían que pasar sobre otras cuatro instalaciones antes de poder girar hacia mar abierto.

Atravesaron la primera línea de chubascos, sacudidos por el viento; la lluvia golpeteaba con fuerza contra las ventanillas y caía a chorros por los cristales, con multitud de relámpagos a su alrededor. Willi y Vossi permanecían firmes y Scragger estaba contento de volar con ellos. «Pensé que, en cualquier momento, Qeshemi iba a decirme: "Usted se viene conmigo", y que me encerraría. Pero, en definitiva, no lo hizo y aquí estamos. Dentro de una hora y cuarenta y tantos minutos estaremos en casa e Irán será sólo un recuerdo.

Torbellino
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