CAPÍTULO LIV
Mclver seguía examinando los expedientes y documentos que sacara de la gran caja fuerte instalada en su oficina, e iba metiendo en la cartera sólo aquellos que eran de importancia vital. Llevaba allí desde las cinco y media de aquella mañana y le dolía la cabeza y la espalda, y la cartera estaba ya casi repleta. «Aún debería llevarme mucho más», se dijo, mientras trabajaba a todo gas. Dentro de una hora, o acaso menos, su personal iraní haría acto de presencia y habría de dejar aquella tarea.
«Condenada gente —pensó irritado—, nunca estaban aquí cuando los necesitaba, sin embargo durante estos últimos días, no hay forma de librarse de ellos, son como sanguijuelas. "Ah, no, Excelencia, permítame cerrarlo por usted. Le suplico que me conceda ese privilegio...", o también, "Ah, no, Excelencia, yo abriré la oficina, insisto, ése no es trabajo para Su Excelencia". Tal vez me esté volviendo paranoico, pero parecen espías, como si les hubieran ordenado vigilarnos, en tanto que los socios están más vocingleros que nunca. Es casi como si alguien tuviera algo de que acusarnos.»
«Y sin embargo, hasta el momento..., tocaré madera, todo se está desarrollando como un jet bien ajustado. Nosotros, fuera para el mediodía de hoy o algo más tarde; Rudi está preparado ya para el viernes con todos sus muchachos extra, además de un cargamento completo de repuestos que ya se halla fuera de Bandar Delam viajando por carretera en dirección a Abadán donde se encuentra "de extranjis" un "BA Tridern", autorizado por Zataki, el amigo de Duke, para evacuar petroleros británicos; a estas horas Duke habrá ocultado ya el combustible extra en Kowiss, todos sus muchachos teniendo todavía autorización para salir mañana en el "125", toquemos otra vez madera; tres camiones cargados de repuestos camino de Bushire para su transbordo a Al Shargaz, Hotshot, el coronel Changiz y ese condenado de mollah, Hussain, todavía siguen comportándose, y esta vez sí que hay que tocar cincuenta veces madera. En Langeh, Scrag no tendrá problemas ya que hay muchos barcos costeros disponibles para sus repuestos sin tener que hacer otra cosa que esperar el D..., no, el día D no, el día W.»
«Sólo un punto negro: Azadeh. Y Erikki. ¿Por qué diablos no me lo dijo antes de irse en busca del pobre Erikki? Dios mío, logra escapar de Tabriz sin un rasguño y luego va y mete otra vez su bonita cabeza en el cepo. ¡Mujeres! Todas están locas. ¿Rescate? ¡Tonterías! Apostaría cualquier cosa a que se trata de otra añagaza urdida por su padre, ese maldito y viejo bastardo. Aunque, de todas maneras, es lo que dijo Tom Lochart: "De cualquier forma se hubiera ido, Mac, además, ¿le hubieras hablado de Torbellino?".»
Empezó a sentir ardor en el estómago. «Incluso si el resto de nosotros logra salir de aquí, todavía tendremos el problema de Erikki y Azadeh. Y también el del pobre Tom y Sharazad. ¿Cómo diablos sacar a esos cuatro y ponerlos a buen recaudo? Algo se nos ocurrirá. Todavía quedan dos días, tal vez para ent...»
Giró rápidamente, sobresaltado al no haber oído abrirse la puerta. Gorani, su empleado jefe, se encontraba de pie en la puerta, alto y calvo, un chiíta devoto y un buen hombre que llevaba muchos años trabajando con ellos.
—Salaam, Agha.
—Salaam. Has llegado muy pronto. —Mclver se dio cuenta de la franca sorpresa de Gorani ante aquella barahúnda, normalmente, Mclver era meticuloso y ordenado, y se sintió como si le hubieran sorprendido con una caja de bombones en las manos.
—Es la Voluntad de Dios, Agha. El Imán ha ordenado la normalidad y todo el mundo trabaja con ahínco por el éxito de la revolución. ¿Puedo ayudarle?
—Bueno, hummm, no, no, gracias. Tengo, hum, tengo mucha prisa, debo hacer un montón de cosas hoy. Me voy a la Embajada. —Mclver se dio cuenta de que la voz se le estaba escapando pero se sentía incapaz de callar—. Tengo, hummm, tengo entrevistas durante todo el día y a mediodía he de estar en el aeropuerto. He de hacer algún trabajo en casa para el comité de Doshan Tappeh. Cuando termine en el aeropuerto, no volveré a la oficina, así que puedes cerrar pronto y tomarte la tarde libre...; de hecho, puedes tomarte todo el día.
—Gracias, Agha, pero la oficina ha de permanecer abierta hasta...
—No, cuando me vaya, la cerraremos. Iré a casa directamente donde estaré si alguien me necesita. Por favor, vuelve dentro de diez minutos. Quiero enviar algunos télex.
—Sí, Agha; desde luego, Agha. —El hombre salió.
Mclver aborrecía manipular la verdad. «¿Qué le pasará a Gorani? —se preguntó de nuevo—, ¿a él y a todo el resto de nuestra gente de Irán, algunos de ellos personas excelentes de verdad? ¿A ellos y a sus familias?»
Perturbado, terminó lo mejor que pudo. En la pequeña caja de caudales había cien mil rials. Dejó el dinero, cerró la caja fuerte de nuevo y cursó algunos télex sin importancia. El importante lo había enviado aquella misma mañana, a las cinco y media, a Al Shargaz, con una copia a Aberdeen para el caso en que Gavallan hubiera sufrido algún retraso. Enviadas por aire las cinco cajas de piezas para su reparación a Al Shargaz tal como acordamos. Traducido decía que Nogger, Pettikin y él mismo, así como los dos últimos mecánicos que aún no había podido sacar de Teherán, se disponían a subir ese mismo día a bordo del «125», tal como había sido proyectado, y aún tenían que ponerse en marcha todos los sistemas.
—¿De qué cajas se trata, Agha?
Como quiera que fuese, Gorani había dado con las copias del télex.
—Proceden de Kowiss. Saldrán en el «125» la semana próxima.
—Ah, muy bien. Lo comprobaré por usted. Y antes de irse, ¿haría el favor de decirme cuándo regresa nuestro «212»? El que prestamos a Kowiss.
—La semana que viene. ¿Por qué?
—Su Excelencia el Ministro y el Director de la Junta, Alí Kia, querían saberlo, Agha.
McIver se quedó de piedra.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Es posible que quiera hacer con él algún vuelo charter, Agha. Su ayudante vino aquí anoche, después de irse usted, y me lo preguntó. El ministro Kia también quería para hoy un informe de los progresos de nuestros tres «212» enviados para reparación. Yo, humm, yo le dije que lo tendría hoy... Vendrá esta mañana, de manera que no puedo cerrar la oficina.
Nunca habían hablado sobre esos tres aparatos o del gran número de repuestos que habían estado enviando fuera por camión coche o como equipaje personal al no haber espacio en los aparatos para fletes. Era más que posible que Gorani supiera que los «212» no necesitaban reparación alguna. Se encogió de hombros y esperó lo mejor.
—Estarán dispuestos como lo planeamos. Deja una nota en la puerta.
—Ah, pero eso sería una descortesía. Transmitiré el mensaje. Dijo que volvería antes de la oración del mediodía y me pidió, de manera muy especial, que concertara una entrevista con usted. Tiene un mensaje muy privado del ministro Kia.
—Bien, me voy a la Embajada. —McIver debatió consigo mismo un momento—. Regresaré tan pronto como pueda.
Cogió, irritado, la cartera y bajó las escaleras rápidamente mientras maldecía a Alí Kia y, de paso, también a Alí Babá.
Alí Babá, llamado así porque a McIver le recordaba a los Cuarenta ladrones, era la aduladora mitad del matrimonio que había estado a su servicio durante dos años y que se había esfumado al comenzar las dificultades. El día anterior, de madrugada, Alí Babá había regresado, todo sonrisas y comportándose como si hubiera estado fuera durante el fin de semana en lugar de casi cinco meses, insistiendo, satisfecho, en ocupar su antigua habitación.
—Se lo aseguro, Agha, la casa tiene que estar más limpia y preparada para el regreso de Su Alteza. La semana que viene, mi mujer estará aquí para hacerlo pero yo, entretanto, le serviré té con tostadas en cualquier momento que usted lo pida. Ojalá pudiera sacrificarme por usted, pero hoy he cambalacheado para tener pan reciente y leche del mercado, al mejor precio razonable para mí solo, pero los ladrones cargan cinco veces lo del año pasado, es tan triste, pero dame el dinero ahora y tan pronto como el Banco abra podrá pagarme mi mucroscúpico salario atrasado...
«Condenado Alí Babá, la revolución no le ha cambiado lo más mínimo. ¿Mucroscúpico? Sigue siendo una hogaza de pan para nosotros y cinco para él, pero poco importaba, resultaba agradable tomar el té con tostadas en la cama..., aunque no el día antes de que nos larguemos. ¿Cómo podremos Charlie y yo sacar nuestro equipaje sin que él se huela la tostada?»
En el garaje, sacó su coche.
—Lulu, viejo amigo —dijo—, lo siento pero es todo cuanto puedo hacer, ha llegado el momento del Gran Viaje. Todavía no sé cómo lo haré, pero no voy a dejarte aquí como una ofrenda consumada o para que algún condenado iraní te viole.
Talbot le estaba esperando en la elegante y amplia oficina.
—Mi querido Mr. McIver, ha llegado puntual como un reloj. Ya me he enterado de las aventuras del joven Ross... Palabra que todos hemos sido muy afortunados, ¿no cree?
—Sí, sí, lo hemos sido. ¿Cómo está?
—Reponiéndose. Buen muchacho. Ha hecho un trabajo infernalmente bueno. Voy a almorzar con él y le sacaremos en un vuelo «BA»..., por si se diera el caso de que lo hubiesen localizado, nunca se es lo bastante cauteloso. ¿Alguna noticia de Erikki? La Embajada finlandesa ha hecho algunas gestiones acerca de nosotros, pidiéndonos ayuda.
McIver le contó lo de la nota de Azadeh.
—¡Condenadamente ridículo!
Talbot unió las yemas de los dedos de ambas manos.
—Lo del rescate no parece muy alentador. Corren rumores de que, en realidad, el Khan está muy enfermo. Un ataque.
McIver frunció el ceño.
—Y eso, ¿ayudará o perjudicará a Azadeh y Erikki?
—No lo sé. Si «la palma», bien, eso cambiará por un tiempo, ciertamente, el equilibrio de poder de Azerbaiján, lo que, ciertamente, alertará a nuestros mal aconsejados amigos del norte de la frontera a una mayor agitación de la habitual, lo que, ciertamente provocará en Carter y sus supuestos poderes más pedorretas de polvo.
—¿Qué hace ahora el pobre diablo?
—Nada, amigo, dulce Fanny Adams, eso es lo malo. Desparramó sus cacahuetes y derrapó.
—¿Se sabe algo más sobre nuestra posible nacionalización? Armstrong dijo que era inminente.
—Puede ser muy bien que ustedes pierdan el control positivo de sus aparatos de manera inminente —dijo Talbot con estudiada cautela y la atención de McIver alcanzó su punto álgido—. Podría tratarse más bien, humm, de una adquisición personal por partes interesadas. —¿Se refiere acaso a Alí Kia y los socios?
Talbot se encogió de hombros.
—No nos incumbe a nosotros razonar el motivo, ¿verdad? —¿Es esto oficial?
—Dios mío, mi querido amigo. ¡No! —Talbot estaba absolutamente escandalizado—. Esto es sólo una observación personal y oficiosa. ¿Qué puedo hacer por usted?
—De manera confidencial y de acuerdo con las instrucciones de Andy Gavallan, ¿de acuerdo?
—Hagámoslo oficial.
McIver observó el rostro ligeramente sonrosado, carente de humor, y se puso en pie, aliviado.
—Lo siento, Mr. Talbot, no hay forma. La idea fue de Andy, la de ponerle al tanto de todo, no mía.
Talbot suspiró con experimentada elocuencia.
—Muy, bien, con carácter confidencial.
McIver se sentó.
—Hoy, humm, hoy trasladamos nuestro cuartel general a Al Shargaz. —Muy prudente. ¿Y bien?
—Nos vamos hoy. Todo el resto del personal expatriado. En nuestro «125».
—Muy prudente. ¿Y...?
—Vamos a, humm, vamos a cancelar todas las operaciones en Irán. El viernes.
Talbot suspiró fatigado.
—Yo diría que sin personal, eso es axiomático. ¿Y bien? A McIver le estaba resultando sumamente difícil decir lo que quería decir.
—Nosotros vamos, hummm, nosotros sacaremos nuestros aparatos el viernes..., este viernes.
—¡Dios me asista! —exclamó Talbot con auténtica admiración—. ¡Felicitaciones! ¿Cómo diablos ha podido retorcer el brazo de ese malhadado Kia para obtener las autorizaciones? Debe de haberle prometido derecho vitalicio a un asiento en el Palco Real en Ascot.
—Humm, no, nada de eso, no lo hemos hecho. Decidimos no presentar solicitud para permisos de salida, era una pérdida de tiempo —repuso McIver, poniéndose en pie—. Bien, nos veremos pron... Talbot se quedó de una pieza.
—¿Sin autorizaciones?
—Así es. Usted mismo sabe que están a punto de trincar, nacionalizar, quitarnos o como quiera llamarlo, a nuestros pájaros. No hay forma de que podamos obtener los permisos de salida, así que nos vamos —repuso McIver, y añadió con desparpajo—: Así que el viernes levantamos el vuelo.
—¡Por mi vida! —Talbot sacudía vigorosamente la cabeza al tiempo que tamborileaba sobre la mesa—. Dios me bendiga. Esto es muy, muy..., condenadamente imprudente.
—No tenemos alternativa. Bien, Mr. Talbot, eso es todo, que tenga un buen día. Andy quería advertirle de antemano... para que pudiera..., para que usted hiciera lo que creyera conveniente.
—¿Qué diablos es esto? —explotó Talbot.
—¿Qué diablos sé yo? —replicó McIver, igualmente exasperado—. Se supone que su obligación es proteger a los súbditos británicos. —Pero ust...
—Sencillamente, no voy a permitir que acaben con nuestra empresa, eso es todo.
Talbot seguía tamborileando nervioso.
—Creo que necesito una taza de té. Hizo funcionar el intercomunicador.
—Celia, dos tazas del mejor, y más vale que eche cierta cantidad de «Nelson's Blood» en el brebaje.
—Sí, Mr. Talbot —respondió una voz gangosa, tras lo cual, estornudó.
—Jesús —dijo Talbot de manera automática. Dejó de tamborilear sobre la mesa y dirigió una melosa sonrisa a Mclver—. Estoy muy contento de que no me haya dicho nada sobre nada, amigo.
—Yo también.
—Tenga la seguridad de que si alguna vez me entero de que está en chirona..., ¿cómo es ese dicho? Ah, sí, «arrebañando rancho», será para mí una satisfacción visitarle en nombre del Gobierno de Su Majestad e intentar apartarle de los errores de su conducta. —Las cejas de Talbot casi se perdieron en la frente—. ¡Robo a gran escala! Dios me bendiga pero..., ¡que tengan mucha suerte, amigo!
La vieja sirvienta atravesó el corredor con la pesada bandeja de plata del desayuno, cuatro huevos pasados por agua, tostadas, mantequilla y mermelada, dos exquisitas tazas de café, una cafetera humeante y las más refinadas servilletas de algodón egipcio. Dejó la bandeja en el suelo y llamó a la puerta.
—Pasa.
—Buenos días, Alteza. Salaam.
—Salaam —contestó Sharazad con voz apagada. Se encontraba incorporada sobre muchas almohadas de la cama de alfombra, con la cara abotagada por el llanto. La puerta de cuarto de baño estaba entreabierta y se oía correr el agua—. Puedes ponerla aquí, sobre la cama.
—Sí, Alteza —la sirviente obedeció, y luego salió silenciosa después de mirar de soslayo hacia el cuarto de baño.
—El desayuno, Tommy —dijo Sharazad tratando de mostrarse animada. No hubo respuesta. Se encogió de hombros, sorbeteó ligeramente, prontas de nuevo las lágrimas y luego levantó la vista al entrar Tommy en el dormitorio. Iba afeitado y vestido con la indumentaria de vuelo de invierno, botas, pantalones, camisa y un grueso suéter—. ¿Café? —le preguntó Sharazad con una tímida sonrisa, sin gustarle lo más mínimo la cara seria y la actitud desaprobadora de él.
—En seguida estoy —respondió él sin entusiasmo—. Gracias. —He hecho que lo preparen todo como a ti te gusta.
—Tiene buena cara..., no esperes por mí.
Se acercó al escritorio y empezó a anudarse la corbata.
—Realmente, ha sido un gesto maravilloso de Azadeh el de prestarnos el apartamento mientras ella esté fuera, ¿no crees? Es mucho más agradable que estar en casa.
Lochart la miró por el espejo.
—No dijiste eso entonces.
—Desde luego, Tommy, tienes razón, pero no riñamos, por favor.
—No tengo la menor intención de reñir. He dicho cuanto tenía que decir y tú también. —«Claro que lo he hecho», se dijo, angustiado, dándose cuenta de que ella se sentía tan desdichada como él, pero incapaz de hacer algo por remediarlo. Cuando dos noches antes, Meshang le desafió delante de ella y de Zarah, había comenzado una pesadilla que continuaba todavía, destrozándoles, llevándole a él casi al borde de la locura. Dos días con sus dos noches de lágrimas incesantes mientras él repetía, una y otra vez: «No te preocupes, nos las arreglaremos de alguna manera, Sharazad», para empezar luego a discutir sobre el futuro. «¿Qué futuro?», preguntó a su imagen en el espejo, con ansias de volver a estallar.
—Aquí está tu café, cariño.
Lo cogió con gesto sombrío, después, se sentó en una silla de cara a ella aunque sin mirarla. El café estaba caliente y era excelente; a pesar de eso, no alcanzó a quitarle el terrible sabor de boca, de manera que lo dejó casi todo y, fue a buscar su chaquetón de vuelo. «Gracias a Dios hoy he de hacer trasbordo a Kowiss —se dijo—. Maldita sea todo.»
—¿Cuándo te veré, cariño? ¿Cuándo estarás de regreso?
Se vio a sí mismo encogerse de hombros, y se sintió odioso porque ansiaba abrazarla y decirle lo profundo de su amor, pero había pasado por aquella agonía cuatro veces en los dos últimos días y la actitud de Sharazad seguía siendo tan implacable e inflexible como la de su hermano.
—¿Abandonar Irán? ¿Irme de casa para siempre? —había exclamado—. ¡Dios mío, no puedo, no puedo!
—Pero no será para siempre, Sharazad. Pasaremos algún tiempo en Al Shargaz y luego iremos a Inglaterra. Te encantará Inglaterra y Escocia y Aberd...
—Pero Meshang dice que...
—¡Que se joda Meshang! —había gritado él y vio el temor reflejado en el rostro de Sharazad, lo que contribuyó a atizar su furia—¡Mesaang no es el Todopoderoso, por Dios Santo! ¿Qué diablos sabe él? —y ella empezó a sollozar como una niña aterrada, acurrucada y apartándose de él—. Lo siento, Sharazad, lo siento mucho... —La había abrazado, susurrándole su amor por ella, que se sentía segura en sus brazos.
—Tommy, escucha, cariño. Tú tenías razón y yo estaba equivocada, fue culpa mía, pero sé lo que he de hacer, mañana iré a ver a Meshang, y le convenceré para que nos pase una cantidad y..., ¿qué pasa?
—No has escuchado una maldita palabra de lo que te he dicho.
—Claro que lo he escuchado, de verdad, lo he oído con mucha atención, no te enfandes otra vez, por favor, tienes razón en enfadarte tanto pero yo...
—¿No oíste lo que nos dijo Meshang? —contraatacó él, furioso—. No tenemos dinero... ¡Se ha terminado el dinero! El edificio ha desaparecido. Tu hermano posee el control absoluto del dinero de la familia, absoluto, y, a menos que le obedezcas a él y no a mí, no recibirás nada jamás. Pero eso no tiene importancia, yo puedo ganar lo suficiente para nosotros. ¡Claro que puedo! La cuestión es que hemos de irnos de Teherán. Salir de aquí, por una temporada.
—No tengo mis documentos, Tommy. No los tengo, y todavía no puedo obtenerlos. Además Meshang tiene razón cuando dice que si me voy sin documentos jamás me dejarán volver a entrar, jamás, jamás.
Más lágrimas y nuevas discusiones; imposible convencerla; más llanto, luego a la cama para intentar dormir. Ninguno de los dos pudo hacerlo.
—Puedes quedarte aquí, Tommy. ¿Por qué no puedes quedarte aquí, Tommy?
—¿Es que no lo oíste, Sharazad? Meshang lo dijo bien claro. Aquí no me quieren y los extranjeros tienen que marcharse. Iremos a cualquier otra parte, a Nigeria o a Aberdeen, a cualquier otro sitio. Haz una maleta. Subirás al «125» y nos encontraremos en Al Shargaz, tienes pasaporte canadiense..., ¡eres canadiense!
—Pero no puedo irme sin documentación —gimió ella, y sollozó y vuelta a aducir los mismos argumentos, una y otra vez. Y más lágrimas.
Finalmente, el día anterior, por la mañana, con un desprecio infinito por sí mismo, había dejado su orgullo a un lado y acudido al bazar para intentar razonar con Meshang, para hacer que se mostrara más comprensivo. Todo cuanto Tommy pensaba decir lo expuso penosamente. Pero había dado contra un muro. Un muro tan alto como el cielo. Y aún más.
—Mi padre tenía grandes intereses en la sociedad IHC que yo, naturalmente, he heredado.
—Eso es formidable, Meshang, y lo cambia todo.
—No cambia nada en absoluto. La cuestión es cómo piensas pagar tus deudas, pagar a tu ex mujer y mantener a mi hermana y a su hijo sin tener que recurrir a una gran inyección de caridad.
—Un puesto de trabajo no es caridad, Meshang, no lo es en absoluto. Puede resultar altamente provechoso para ambos. No estoy sugiriendo una asociación ni nada parecido, trabajaría para ti. Tú desconoces el negocio de los helicópteros, yo lo conozco desde dentro. Puedo dirigir la nueva sociedad para ti, lograr que obtenga beneficios desde un principio. Conozco pilotos y sé cómo operar. Lo conozco todo de Irán, la mayor parte de su territorio. Eso lo solucionaría todo entre nosotros dos. Trabajaría como un forzado para proteger los intereses de la familia, nos quedaríamos en Teherán, Sharazad podría tener el niño aquí y...
—El Estado islámico sólo utilizará los servicios de pilotos iraníes. Me lo ha asegurado el ministro Kia. Al cien por cien.
De repente lo había comprendido. Su universo se vino abajo estrepitosamente.
—Ah, ahora lo comprendo. Nada de excepciones, ¿eh? En especial tratándose de mí.
Vio cómo Meshang se encogía de hombros, desdeñoso.
—Estoy muy ocupado. Te lo diré con toda franqueza, no puedes quedarte en Irán. No tienes futuro en Irán. Fuera de Irán. Sharazad es la que no tiene menor futuro contigo y estará por siempre exiliada..., lo que ocurrirá si se va sin mi permiso y sin la documentación adecuada. Por lo tanto, tenéis que divorciaros.
—¡No!
—Saca esta tarde a Sharazad del apartamento del Khan. A propósito, otra vez la caridad, envíala aquí y tú abandona Teherán de inmediato. Vuestro matrimonio, al no haber sido musulmán, no tiene el menor valor, la ceremonia civil canadiense será anulada.
—Sharazad jamás lo aceptará.
—¿No? Estad en mi casa a las seis en punto y pondremos fin a este asunto. Una vez que te hayas ido, saldaré todas tus deudas iraníes..., no puedo permitir que unas deleznables deudas empañen nuestro buen nombre. A las seis en punto de la tarde. Buenos días.
No recordaba cómo había vuelto al apartamento pero sí que se lo dijo todo a ella, y hubo nuevas lágrimas, y otra vez a la casa Bakravan por la tarde, donde Meshang repitió lo que ya había dicho, enfurecido con las súplicas abyectas de Sharazad.
—No seas ridícula, Sharazad. Deja de gimotear, es por tu propio bien, por el bien de tu hijo y por el bien de la familia. Si te vas con un pasaporte canadiense, sin la necesaria documentación iraní, jamás se te permitirá volver. ¿Vivir en Aberdeen? Que Dios te proteja. Te morirás de frío al cabo de un mes, y tu hijo también.. La niñera Jari no iría contigo, aunque tampoco él podría pagarle, ella no está loca, no abandonaría a Irán y su familia para siempre. Nunca volverás a vernos..., piensa en ello..., piensa en tu hijo... —repitiéndolo una y otra vez, hasta reducirla a ella a la incoherencia y a dejarle a él hecho polvo.
—¿Tommy?
La voz de Sharazad lo sacó de su ensoñación.
—Dime —respondió, habiendo captado en su voz la antigua inflexión.
—Tú.:., ¿vas tú a dejarme para siempre? —preguntó en farsi.
—No puedo quedarme en Irán —repuso él ya tranquilo, habiéndole ayudado mucho el «tú» en farsi—. Cuando cerremos, aquí no habrá trabajo para mí. No tengo dinero, e incluso si el edificio no hubiera ardido... Bueno, jamás me han gustado las limosnas. —Su mirada era sincera—. Meshang lleva razón en muchas cosas: no tendrías un gran futuro conmigo y harás bien en quedarte, es peligroso que salgas sin la documentación adecuada, y tienes que pensar en el niño. Lo sé. Está también..., no, déjame terminar —dijo cariñosamente interrumpiéndola—está también HBC. —Aquello le trajo a la memoria al primo de ella, a Karim. Un nuevo horror que la abrumaría. ¡Pobre Sharazad...!
—Tú, ¿vas tú a dejarme para siempre?
—Hoy me voy a Kowiss. Estaré allí unos días y luego iré a Al Shargaz. Esperaré allí. Esperaré un mes. Así tendrás tiempo para pensar en ello, para decidir lo que quieres hacer. Puedes enviarme una carta o télex dirigida al aeropuerto de Al Shargaz. Si quieres reunirte conmigo, la Embajada canadiense lo arreglará de inmediato, con carácter de prioridad. Ya lo he hablado con ellos.., y, desde luego, me mantendré en contacto contigo.
—¿A través de Mac?
—A través suyo o de alguna otra forma.
—Tú, ¿vas tú a divorciarte de mí?
—No, jamás, Si tú no lo quieres o..., déjame que te lo diga de otra forma: si tú crees que es necesario para proteger a nuestro hijo, o por cualquiera otra razón, yo haré lo que tú quieras hacer.
El silencio se hizo más profundo y ella le miró con una expresión extraña en sus inmensos ojos oscuros. Dio la impresión de haber madurado y, sin embargo, parecía mucho más joven y más frágil, con su camisón transparente realzando el brillo mate de su piel dorada, y el cabello suelto sobre los hombros y los senos.
Lochart se sentía consumido por una absoluta incapacidad, agonizando en su interior, quería quedarse y sabía que ya no había razón alguna para hacerlo,...Todo ha quedado dicho, ahora depende de ella. En su lugar, yo no vacilaría un instante, me divorciaría: Partiendo de la base que jamás me habría casado:»
—Tú —dijo en farsi— sé feliz, Amada.
—Y tú, Amado.
Lochart cogió su chaquetón y salió, Un momento después, Sharazad oyó cerrarse la puerta de la calle, Durante largo rato permaneció con la vista clavada en el lugar donde él estuviera. Luego, pensativa, se sirvió café y lo saboreó, caliente, fuerte y dulce. Y, sobre todo, reanimador.
«Hágase la Voluntad de Dios —se dijo, ya en paz consigo misma—. Volverá a no volverá. Meshang cederá o no cederá. De cualquier manera, yo he de ser fuerte y comer por dos y tener buenos pensamientos mientras creo a mi hijo.»
Quitó la coronilla al primero de los nuevos Estaba perfectamente cocido y tenía un sabor delicioso.
Pettikin entró en la sala de estar con una maleta y quedó sorprendido al ver al sirviente, Alí Baba, simulando sacar brillo al aparador.
No te he oído volver Creí haberte dicho que te tomaras el día libre —dijo con irritación; dejando la maleta en el suelo.
Si, Agha, pero hay tanta cosas que hacer este sitio está cochino de polvo y la cocina. —enarcó sus pobladas dejas castañas,
—Sí, sí, eso es cierto Pero puedes empezar mañana:
Pettikin se dió cuenta de que miraba la maleta y maldijo para sus adentros. Inmediatamente después del desayuno había dado el día libre a Ali Baba, con instrucciones extrictas de no regresar hasta la medianoche lo que habitualmente significaba que no volvería hasta la mañana siguiente.
—Ya te estás marchando..
—Sí, Agha. ¿Se va de vacaciones o con permiso?
—No, me voy..., hunmm, me voy a quedar con uno de los pilotos durante unos días, así que asegúrate de dejar mañana bien limpia mi habitación. Ah, sí, y quiero que me dejes tu llave, no sé dónde he metido la mía. —Pettikin extendió la mano, maldiciéndose a sí mismo por no haberlo pensado antes. Alí Babá se la entregó extrañamente reacio—. El capitán McIver quiere estar solo porque tiene mucho trabajo y no desea ser molestado. Hasta pronto, adiós.
—Pero, Agha...
—¡Adiós!
Una vez se aseguró de que Alí Babá llevaba puesto el abrigo, abrió la puerta y, prácticamente, le empujó hacia afuera, cerrándola después. Nervioso, volvió a consultar su reloj. Era casi mediodía y seguía sin saber nada de McIver, y se suponía que para esta hora tenían que estar en el aeropuerto. Entró en el dormitorio, sacó la otra maleta del armario, también preparada, y la puso con la otra junto a la puerta.
Dos maletas pequeñas y un maletín. «No es mucho —se dijo—, para todos estos años en Irán. Poco importa, prefiero viajar con poco equipaje y tal vez tenga suerte y gane más dinero o emprenda un negocio. Además, está Paula. ¿Cómo diablos podría permitirme casarme otra vez? ¿Casarme? ¿Estás loco? Una aventura es a lo más que puedes aspirar. Sí, pero, maldita sea, quisiera casarme con ella y...»
El teléfono sonó y casi saltó del sobresalto, tan poco acostumbrado estaba a su timbre. Lo cogió, latiéndole el corazón con fuerza.
—¿Hola?
—¿Charlie? Soy yo, Mac, gracias a Dios que este maldito trasto funciona. Lo he intentado por si acaso. Voy retrasado.
—¿Algún problema?
—No lo sé, Charlie, pero he de ir a ver a Alí Kia... Ese bastardo envió a su condenado ayudante y a un Green Band a buscarme.
—¿Qué diablos quiere ahora?
Afuera, y desde todos los rincones de la ciudad, los almuédanos empezaban a llamar a los Creyentes a la oración del mediodía, interrumpiéndoles.
—No lo sé. La entrevista es para dentro de media hora. Más vale que te vayas al aeropuerto y yo acudiré allí tan pronto como me sea posible. Haz que Johnny Hogg se demore.
—De acuerdo, Mac. ¿Y qué hay de tus cosas, están en la oficina?
—Las saqué ayer por la mañana mientras Alí Babá roncaba y están en el maletero de Lulu. En la cocina hay una de esas labores de punto de cruz de Genny, Charlie, «Abajo con la empanada de vaca». ¿Querrás hacer el favor de meterla en tu maleta? Me sacaría los ojos si la olvidara. Si me queda tiempo, volveré para asegurarme de que todo está en orden.
—¿Quito el gas? ¿O la electricidad?
—Pues no lo sé. Déjalos, ¿de acuerdo?
—Muy bien. ¿Estás seguro de que no quieres que te espere? —le preguntó, contribuyendo a su inquietud, con las voces metálicas de los almuédanos a través de los altavoces—. No me importa esperar. Tal vez sea preferible, Mac.
—No, vete. Yo pronto estaré allí. Hasta luego.
—Hasta luego —Pettikin frució el ceño. Luego, como tenía línea, marcó el número de la oficina en el aeropuerto. Ante su gran asombro, se estableció la comunicación.
—¡Hola! «Iran Helicopters».Reconoció la voz de su gerente de fletes.
—Buenos días, Adwani, soy el capitán Pettikin. ¿Ha llegado ya el «125»?
—Ah, capitán. Sí, lo tenemos en pantalla y tomará tierra en cualquier momento.
—¿Está ahí el capitán Lane?
—Sí, un momento, por favor.
Pettikin esperó, preguntándose qué pasaría con Kia.
—Hola, Charlie, soy Nogger, ¿tienes amigos en las altas esferas? —No, es sólo que el teléfono ha empezado a funcionar. ¿Podemos hablar en privado?
—No, no es posible. ¿Qué pasa?
—Todavía estoy en el piso. Mac se ha retrasado, ha tenido que ir a ver a Alí Kia. Yo me dirijo ahora al aeropuerto y él acudirá directamente desde de la oficina de Kia. ¿Estás preparado para cargar?
—Sí, Charlie. Enviamos los motores para ser reparados y acondicionados de nuevo, cumpliendo las órdenes del capitán McIver. Todo se ha hecho de acuerdo con las órdenes.
—Bien. ¿Están ahí los dos mecánicos?
—Sí. Aquellos dos repuestos están también preparados para su embarque.
—Bien. ¿No has detectado ningún problema?
—Todavía no, amigo.
—Hasta ahora. —Pettikin colgó. Metió en la maleta la labor de punto de cruz y echó un vistazo en derredor del apartamento por última vez y lo curioso fue que, en aquel momento, le entristeció. Buenos y malos tiempos, pero los mejores cuando se encontraba allí Paula. A través de las ventanas vio humaredas lejanas, a la altura de Jaleh, y, una vez extinguidas las voces de los almuédanos, los disparos esporádicos comenzaron a oírse de nuevo.
—Al diablo con todos ellos —farfulló.
Cogió su equipaje, y salió cerrando luego la puerta con todo cuidado. Mientras sacaba el coche del garaje, pudo ver cómo Alí Babá se ocultaba en un portal, al otro lado de la calle. Con él había dos hombres que nunca había visto antes. «¿En qué estará metido ahora ese bribón?», se dijo inquieto.
Hacía un frío glacial en la inmensa sala a pesar de los troncos que ardían en la chimenea, y el ministro Alí Kia llevaba un grueso y costoso abrigo de astracán con un gorro haciendo juego. Estaba realmente furioso.
—Le repito que mañana necesito transporte para ir a Kowiss y exijo que usted me acompañe.
—Mañana me es imposible, lo siento —insistió McIver, esforzándose por no revelar su nerviosismo—. Estaré encantado de ir con usted la semana próxima. Digamos el lunes y...
—Me asombra muchísimo que, después de toda la «cooperación» que le he prestado, sea necesario, siquiera, discutir esto. Mañana, capitán o... o cancelaré todas las autorizaciones para nuestro «125»; de hecho, ordenaré que hoy permanezca en tierra, lo incautaré y lo dejaré pendiente de investigación.
McIver se encontraba en pie delante de la enorme mesa de escritorio, mientras que Kia estaba sentado detrás de ella, en un enorme sillón tallado, en el que prácticamente desaparecía.
—¿No podría ser hoy, Excelencia? Tenemos un «Alouette» en trasbordo para Kowiss. El capitán Lochart sald...
—¡Mañana, no hoy! —dijo Kia más rojo de rabia aún—. Como director de la Junta se le ordena: mañana vendrá conmigo, saldremos a las diez de la mañana. ¿Entendido?
McIver asintió taciturno, mientras buscaba una salida a aquella añagaza. Y, en ese momento, las piezas de un posible plan fueron ajustándose.
—¿Dónde quiere que nos reunamos?
—¿Dónde está el helicóptero?
—En Doshan Tappeh. Necesitaremos una autorización. Por desgracia, allí se encuentra un tal comandante Delami junto con un mollah, ambos de difícil trato, así que no sé cómo podremos hacerlo.
La expresión de Kia pareció hacerse más sombría si ello hubiese sido posible.
—El Primer Ministro ha dado nuevas órdenes respecto a los mollahs y a sus interferencias cerca del Gobierno legal, y el Imán ha dado su pleno consentimiento. Más vale que esos dos se comporten. Le veré a usted a las diez de la mañana y...
En ese mismo instante, afuera sonó una enorme explosión. Todos se precipitaron a la ventana pero sólo pudieron ver una nube de humo que ascendía hacia el cielo helado en la esquina de la calle.
—Parecía un coche bomba —dijo McIver con el estómago revuelto.
Durante los últimos días se habían sucedido varios intentos de asesinato y de ataques con coches bomba por parte de extremistas de la izquierda, dirigidos en su mayoría contra ayatollahs que ocupaban altos cargos en el Gobierno.
—¡Asquerosos terroristas, ojalá Dios haga arder a sus padres y a ellos también! —Era evidente que Kia estaba aterrorizado, lo que complació a McIver en extremo.
—El precio de la fama, ministro —dijo, al parecer con honda preocupación—. Es evidente que los principales objetivos son quienes ocupan altos cargos, personas importantes como usted.
—Sí..., sí..., lo sabemos. Asquerosos terroristas...
McIver iba sonriendo mientras se dirigía a su coche. «De manera que Kia quiere ir a Kowiss. Con mil diablos, me ocuparé que llegue a Kowiss y que Torbellino prosiga tal como lo hemos planeado.»
En los alrededores de la esquina, la calle principal se encontraba parcialmente bloqueada por escombros, mientras un coche seguía ardiendo, otros estaban medio apagados y un socavón en el lugar de la calle donde el coche bomba aparcado había explotado haciendo volar la fachada de un restaurante y la de un Banco extranjero contiguo. Todo el suelo aparecía cubierto de cristales, también de los escaparates de otras tiendas cercanas. Había muchos heridos, muertos y moribundos. La angustia y el pánico reinaban allí y hedía a caucho quemado.
La circulación estaba atascada en ambos sentidos. Sólo cabía esperar. Al cabo de media hora, llegó una ambulancia, algunos Green Bands y un mollah que empezó a dirigir el tráfico. Al tocarle el turno a McIver, le imprecó para que siguiera. Como estaba tratando de abrirse paso entre todos aquellos escombros, con todo el mundo furioso y tocando sin cesar la bocina, Mclver no pudo ver el cuerpo decapitado de Talbot debajo de los escombros del restaurante ni reconoció a Ross, vestido de paisano, que yacía inconsciente, medio incorporado contra el muro, con el abrigo rasgado y la nariz y los oídos manándole sangre.
Scot Gavallan se encontraba entre el gentío que esperaba fuera del área de Aduanas e Inmigración, con el brazo en cabestrillo. A través del altavoz se transmitían los anuncios en árabe e inglés y el enorme tablero de llegadas y salidas entrechocaban sus placas, fijando los horarios y las puertas por donde había que salir para subir a bordo. Toda la terminal bullía de actividad. Vio a su padre salir por la puerta verde y se le iluminó el rostro mientras iba a su encuentro.
—Hola, padre.
—Scot, muchacho —dijo Gavallan feliz, y lo abrazó aunque con cuidado a causa del hombro—. ¿Cómo estás?
—Muy bien, de veras. Ya te lo dije, estoy muy bien.
—Sí, ya lo veo.
Desde que el lunes se fuera, Gavallan había hablado muchas veces con su hijo por teléfono, «Pero hablar por teléfono no es lo mismo», se dijo.
—Estaba..., me tenías muy preocupado.
En un principio, Gavallan no quería irse pero el médico inglés del hospital le había asegurado que Scot estaba bien, y, en Inglaterra, él tenía que ocuparse de problemas de negocios urgentes y de la reunión de la junta que había aplazado.
—Los rayos X revelan que no ha habido daño en el hueso, Mr. Gavallan. La bala ha atravesado parte del músculo, una herida fea pero que quedará bien —le había dicho el doctor.
Y a Scot, por su parte, le aseguró:
—Te dolerá mucho y no podrás volar durante dos meses o más. En cuanto a los tirones, tampoco hay que preocuparse por ellos. Es una reacción bastante normal en una herida de bala. Tampoco ayudó mucho a la herida ese vuelo desde Zagros. ¿Dices que escapaste en un ataúd? Eso es suficiente para darle a uno el tembleque sin contar que estaba herido. A mí me hubiera dado. Se quedará aquí ingresado esta noche.
—¿Es necesario, doctor? Me siento..., me siento mucho mejor —dijo Scot y se había puesto en pie, pero las rodillas le fallaron y hubiera caído si Gavallan no hubiera estado atento para sujetarle.
—Primero hemos de ponerle en condiciones. Un buen sueño y estará como nuevo. Se lo aseguro, Mr. Gavallan.
El médico dio un sedante a Scot y Gavallan se quedó acompañándole, tranquilizándole sobre la muerte de Jordon.
—Si alguien fuera responsable, ése sería yo, Scot. Si hubiese ordenado la evacuación antes de que el Sha se fuera, Jordon aún estaría vivo.
—No, la cuestión no es ésa..., los disparos iban contra mí.
Gavallan había esperado hasta que se quedó dormido. Para entonces, había perdido un enlace y llegó justo para coger el vuelo de medianoche, pero llegó a Londres a tiempo.
—¿Qué diablos va a pasar en Irán? —había preguntado Linbar sin preámbulo alguno.
—¿Qué pasa con los demás? —inquirió a su vez Gavallan con gesto hermético—. Deberíamos esperarles, ¿no os parece? En la sala sólo se encontraba uno de los otros directores, Paul Choy, bautizado con el nombre de Profitable llegado de Hong Kong. Gavallan sentía por él un inmenso respeto por su cacumen en los negocios; lo único que enturbiaba ese respeto era la estrecha vinculación de Choy con la muerte accidental de David MacStruan y la subsiguiente sucesión de Linbar.
—¡Nadie más va a venir! —dijo Linbar con tono tajante—. Cancelé todos los viajes y no los necesitamos. Soy taipan y puedo hacer lo que quiera. ¿Por...?
—No, con «S-G Helicopters» no puedes —repuso Gavallan, que miró impasible a Choy—. Propongo un aplazamiento.
—Claro que podemos hacerlo —dijo tranquilamente Profitable Choy—. Pero diablos, Andy, he venido especialmente y nosotros tres podemos constituir un quorum, si es que queremos votarlo.
—Yo lo voto —dijo Linbar—. ¿Qué demonios temes?
—Nada. Per...
—Bien, entonces, ya tenemos quorum. ¿Qué pasa con Irán? Gavallan contuvo su genio.
—El viernes es el día D, si el tiempo lo permite. Torbellino ha sido planeado lo mejor que hemos podido.
—Estoy seguro, Andy. —La sonrisa de Profitable Choy era cordial—. Linbar dice que tratáis de sacar sólo los «212». ¿Qué me dices de nuestros «206» y los «Alouettes»? —Era un hombre atractivo, inmensamente rico, en la treintena, director de «Struan's» y miembro de muchas de sus juntas subsidiarias desde hacía bastantes años, y que tenía intereses importantes aparte de los de «Struan's» en navieras, fábricas de productos farmacéuticos en Hong Kong y Japón y en la Bolsa china.
—Tenemos que dejarlos..., nos es imposible pilotarlos todos. No hay forma.
Un silencio siguió a aquella explicación.
—¿Cuál es el plan final de Torbellino? —preguntó Paul Choy.
—El viernes, a las siete de la mañana, si el tiempo lo permite, radiaré el mensaje cifrado dando luz verde a Torbellino. Todos los aparatos despegarán. Tendremos cuatro «212» en posición en Bandar Delman bajo el mando de Rudi, se dirigirán a Bahrein, repostarán y luego seguirán a Al Shargaz; nuestros dos «212» de Kowiss habrán de repostar en la costa y luego dirigirse a Kuwait a por más combustible, siguiendo después a Jellet, una pequeña isla cerca de Arabia Saudita donde hemos ocultado combustible, dirigiéndose luego a Bahrein y a Al Shargaz; los tres de Lengeh, al mando de Scragger, no deberán tener problema alguno ya que irán directamente a Al Shargaz. Erikki saldrá a través de Turquía. Tan pronto como lleguen, procederemos a desarmarlos cargándolos en el «747» que ya he contratado en vuelo charter y nos iremos tan rápidamente como nos sea posible.
—¿Cuántas posibilidades calculas que pueda haber de perder un hombre o un helicóptero? —preguntó Profitable Choy, adquiriendo de repente su mirada una expresión dura. Era un jugador famoso y propietario de caballos de carreras. Además administrador del «Jockey Club», de Hong Kong. Corría el rumor de que también era miembro del Sindicato del Juego de Macao.
—No acostumbro a apostar. Pero las bazas son buenas..., de lo contrario, no lo hubiera considerado siquiera. McIver ya ha logrado sacar tres «212», lo que da como resultado un ahorro de más de tres millones de dólares. Si logramos sacar todos nuestros «212» y la mayoría de los repuestos, «S-G» estará en excelentes condiciones.
—En pésimas condiciones —repuso Linbar tajante.
—En mejores condiciones de lo que este año estará «Struan's». Linbar enrojeció.
—Deberíais haber estado preparados para esta catástrofe, tú y ese condenado de McIver. Cualquier estúpido se habría dado cuenta de que el Sha estaba acabado.
—Basta ya, Linbar —le interrumpió Gavallan tajante—. No he regresado para discutir sino para informar, de manera que terminemos con esto para que pueda coger mi avión de vuelta. ¿Qué más hay, Profitable?
—Incluso si llegáis a sacarlos, Andy, ¿qué me dices de la cuestión de «Imperial», en el mar del Norte, que os ha escamoteado unos veinte contratos ? Luego, está tu compromiso para los «X63».
—Una decisión condenadamente estúpida, tomada en un mal momento —intervino Linbar.
Gavallan apartó la mirada de Linbar y se concentró. Choy estaba en su derecho al preguntar y él, por su parte, no tenía nada que ocultar.
—Mientras disponga de mis «212» puedo volver a la actividad normal, hay muchísimo trabajo para ellos. La semana que viene, empezaré a negociar con «Imperial». Sé que recuperaré varios de los contratos. El resto del mundo necesita petróleo desesperadamente de manera que «ExTex» vendrá a nosotros junto con los nuevos contratos de Arabia Saudita, Nigeria y Malasia y, cuando reciban nuestro informe sobre los «X63», duplicarán sus operaciones con nosotros..., y lo mismo harán todos los otros importantes. Estaremos en condiciones de darles un servicio como nunca lo tuvieron, más seguridades bajo cualquier clase de situación meteorológica, con un coste inferior por kilómetro y pasajero. El mercado es inmenso, muy pronto se incorporará China y...
—¡Sueños imposibles! —dijo Linbar—. Tú y el condenado Dunross tenéis la cabeza en las nubes.
—China nunca será rentable para nosotros —dijo Profitable Choy con una mirada de curiosidad—. Estoy de acuerdo con Linbar.
—Yo no. —Gavallan observó algo extraño en Choy, pero su ira le impulsó a seguir adelante—. Esperaremos a ver a quién da el tiempo la razón. China necesita petróleo de alguna parte y en abundancia. Para terminar, estoy en buenas condiciones, yo diría que en excelentes condiciones, los beneficios del año pasado se acrecentaron en un cincuenta por ciento y este año será lo mismo, si no mejor. La semana que viene est...
—La semana que viene estarás acabado —le interrumpió Linbar.
—Durante este fin de semana se resolverá todo —dijo Gavallan con expresión tenaz—. Propongo que nos reunamos de nuevo el lunes próximo. Así tendré tiempo de regresar.
—Paul y yo volvemos a Hong Kong el domingo. Nos volveremos a reunir allí.
—Eso no es posible para mí y...
—Entonces tendremos que hacerlo sin ti —dijo Linbar, dejándose llevar por su mal genio—. Si Torbellino fracasa, estás acabado, «S-G Helicopters» será liquidada y una nueva compañía, «North Sea Helicopters», que a decir verdad ya está constituida, adquirirá su activo y dudo mucho que lleguemos a pagar medio centavo por dólar.
Gavallan enrojeció.
—Eso es un maldito robo.
—Sólo el precio del fracaso. Por Dios que si «S-G» se hunde, tú estás acabado; y para mí que ya era hora. Si no puedes permitirte pagar tu propio billete de avión para asistir a las reuniones de la Junta, te aseguro que no se te echará en falta.
A Gavallan le resultaba prácticamente imposible dominar su ira, pero la contuvo con un esfuerzo titánico. Entonces, una idea acudió a su mente y miró a Prof itable Choy.
—Si Torbellino resulta un éxito, ¿me ayudarás a financiar la compra de una participación de «Struan's»?
—¡Nuestros intereses predominantes no están en venta! —vociferó Linbar antes de que Choy pudiera contestar.
—Tal vez debieran estarlo, Linbar —dijo Prof itable Choy pensativo—. De esa forma, tal vez logres remontar el hoyo en que te encuentras. ¿Por qué no dar de lado con todas esas actitudes irritantes? Vosotros dos siempre estáis enfrentados, ¿por qué? ¿Por qué no lo dejáis ya estar?
—¿Financiarías la compra de una participación? —preguntó Linbar en actitud tensa.
—Tal vez. Sí, tal vez, pero únicamente si tú estuvieras de acuerdo, Linbar, sólo así. Es una cuestión de familia.
—¡Jamás lo permitiré, Profitable! —El rostro de Linbar se contrajo y miró furioso a Gavallan—. Quiero ver cómo te pudres..., ¡tú y el condenado Dunross!
Gavallan se puso en pie.
—Te veré en la próxima reunión de la «Inner Office». Veremos lo que dicen.
—Harán lo que yo les diga que hagan. Soy taipan. Y, a propósito, voy a nombrar a Prof itable miembro.
—No puedes hacerlo, va en contra de las reglas de Dirk, Juraste por Dios que las cumplirías.
Dirk Struan, el fundador de la compañía, había establecido que los miembros de la «Inner Office» habían de pertenecer a la familia, por lejano que fuera el parentesco y ser cristianos.
—Al diablo con las reglas de Dirk —replicó, obcecado, Linbar—. Tú no eres parte interesada de todas ellas como tampoco del legado de Dirk, sólo un taipan lo es y por Dios que aquello que juré cumplir es asunto mío. ¡Te crees condenadamente listo, pero no lo eres! Profitable se ha hecho episcopaliano, el año pasado se divorció y pronto entrará a formar parte de la familia, pues va a casarse con una de mis sobrinas, Con mi bendición, por supuesto. Pertenecerá a la familia más que tú. —Se echó a reír estrepitosamente.
Gavallan no rió. Y tampoco Profitable Choy. Se observaban mutuamente. Ahora, la suerte estaba echada.
—No sabía que te hubieras divorciado —dijo Gavallan—. Debería felicitarte por..., por tu nueva vida y nombramiento.
—Sí, gracias —fue cuanto su enemigo dijo.
Scot se inclinó para coger la maleta de su padre, mientras otros pasajeros pasaban presurosos junto a ellos.
—Gracias, Scot. Puedo arreglármelas —le dijo Gavallan al tiempo que él la cogía—. Me vendría bien una ducha y un par de horas de sueño. Aborrezco volar de noche.
—Genny está afuera con el coche. —Scot había observado la fatiga de su padre desde el primer momento—. Lo has pasado mal por casa, ¿verdad?
—No, no, nada de eso. Estoy muy contento de que te encuentres tan bien. ¿Qué hay de nuevo por aquí?
—Todo marcha a las mil maravillas. De acuerdo con el plan. Como un reloj.
Jean-Luc, elegante como siempre, con su indumentaria y botas de vuelo hechas a la medida, bajó del taxi. Tal como prometiera, sacó un billete de cien dólares y lo partió en dos.
—Voilá!
El taxista examinó con atención la mitad que le había entregado.
—¿Una hora sólo, Agha? En el Nombre de Dios, Agha, ¿no más?
—Una hora y media como acordamos. Luego, directo al aeropuerto. Llevaré algo de equipaje.
—Insha'Allah. —El conductor miró, nervioso, en derredor—. No puedo esperar aquí, demasiados ojos. Una hora y media, a la vuelta de la esquina, allí. —Señaló delante de él. y luego se puso en marcha.
Jean-Luc subió las escaleras y abrió la puerta del apartamento 42, que daba a la calle bordeada de árboles y al sur. Aquélla era su guarida aunque fuera su mujer Marie-Christine quien lo encontrara y lo amueblara, quedándose allí durante sus raras visitas. Un dormitorio con una gran cama de matrimonio, baja; una cocina bien equipada; sala de estar, con un confortable sofá, un buen hi-fi y tocadiscos.
—Para que embrujes a tus damas, chéri, siempre que no importes ninguna a Francia.
—Pero chérie, soy un amante, no un importador.
Sonrió para sí, contento de volver a casa, aunque algo irritado por tener que abandonar tantas cosas: el hi-fi era el mejor, los discos maravillosos, el sofá seductor, la cama..., ¡vaya si era resistente, caramba!, el vino pasado de extranjis con tantas dificultades, y, luego, estaban sus utensilios de cocina.
—Espéce de con —dijo en voz alta y se dirigió al dormitorio donde intentó hablar por teléfono. No funcionaba.
Sacó una maleta del armario empotrado en la pared y empezó a hacerla, rápidamente y con eficiencia, porque había reflexionado mucho sobre lo que tenía que llevarse. Primero, sus cuchillos favoritos y la sartén de omelettes; luego, seis botellas de los mejores vinos, un resto de cuarenta botellas lo dejaba para satisfacción del nuevo inquilino, un inquilino temporal si es que él regresaba algún día, que le había alquilado el apartamento con todo lo que en él había, a partir del día siguiente..., pagado en buenos francos franceses, a ingresar mensualmente, y por anticipado, en Suiza, además de un depósito realmente excelente por desperfectos, también por anticipado.
El trato se había iniciado ya antes de que se fuera a Francia de permiso por Navidades. «Mientras todo el mundo llevaba anteojeras —rió entre dientes—, yo ya me había olido la tostada. Pero claro, yo tengo una gran ventaja sobre los demás. Soy francés.»
Siguió, feliz, haciendo el equipaje. El nuevo propietario también era francés, un amigo ya de edad de la Embajada, quien hacía semanas que andaba buscando desesperado una garconniére bien amueblada para su amante georgiana-caucasiana, una adolescente que había jurado abandonarle si no cumplía su palabra.
—Jean-Luc, queridísimo amigo, alquílamelo por un año, seis meses, tres... Te lo digo en serio, pronto, los únicos europeos residentes aquí serán los diplomáticos. No lo comentes con nadie, pero yo lo sé desde el más alto nivel de nuestro contacto interno con Jomeiny en Neauphlele-Cháteau. Te lo digo con franqueza, estamos al corriente de todo cuanto pasa. ¿Acaso muchos de sus más íntimos colaboradores no hablan francés y se han educado en universidades francesas? Por favor, te lo suplico, sólo quiero dar gusto a la luz de mi vida.
«Mi pobre y viejo amigo —se dijo Jean-Luc con tristeza—. Gracias a Dios yo jamás he tenido que humillarme ante ninguna mujer... Marie-Christine es realmente afortunada de haberse casado conmigo que velo prudentemente por su fortuna.»
Los últimos artículos que guardó fueron sus instrumentos de vuelo y media docena de gafas de sol. Toda su ropa la había guardado en un armario bajo llave. «Claro que la compañía me rembolsará de ella y me compraré nuevos trajes. ¿Quién quiere los viejos?»
Al fin había terminado. Todo estaba en orden y bien guardado. Consultó el reloj. Sólo había necesitado veinte minutos. Perfecto. En el refrigerador, «La Doucette» estaba frío, el refrigerador seguía funcionando pese a estar cortada la electricidad. Abrió la botella y lo probó. Perfecto, tres minutos después, se oyó la aldaba de la puerta. Perfecto.
—Sayada, chérie, ¡bellísima! —le dijo cariñosamente mientras la besaba, aunque estaba pensando, «tu aspecto no es nada bueno, pareces cansada y abatida»—. ¿Cómo estás, chérie?
—He tenido un resfriado, pero nada de importancia —dijo ella. Aquella mañana se había visto las arrugas resultantes de su preocupación y las oscuras ojeras y supo que Jean-Luc se daría cuenta—. No ha sido nada serio, ya lo he superado. ¿Y tú, chérie?
—Hoy estupendamente. Mañana, ¿quién sabe?
Se encogió de hombros mientras la ayudaba a quitarse el abrigo. Después, la cogió en brazos sin esfuerzo alguno y la dejó caer en el mullido sofá. Era muy hermosa y le entristecía tener que dejarla. «Y a Irán también. Como Argelia», se dijo.
—¿En qué piensas Jean-Luc?
—En el sesenta y tres, cuando nos echaron de Argelia. En cierto modo como aquí, en Irán. Se nos está obligando a hacer lo mismo. —La sintió agitarse en sus brazos—. ¿Qué pasa?
—El mundo es a veces tan espantoso. —Sayada no le había contado nada sobre su verdadera vida—. Tan injusto —dijo ella angustiada, recordando la guerra del sesenta y siete en Gaza y la muerte de sus padres y después la huida... Su historia se asemejaba mucho a la de él..., y recordó, una vez más, la última catástrofe con el asesinato de Teymour y ellos. Sintió náuseas al imaginarse al pequeño Yassar y lo que podrían hacerle si ella no se comportaba como querían.
«Si al menos pudiera descubrir quiénes son ellos...»
Jean-Luc estaba escanciando en dos copas el vino que había puesto sobre la mesa.
—No es bueno ponerse serios, chérie. No nos queda mucho tiempo. Santé!
El vino estaba frío y tenía un sabor delicado, como primaveral.
—¿Cuánto tiempo? ¿Es que no te quedas?
—He de irme dentro de una hora.
—¿A Zagros?
—No, chérie, al aeropuerto y luego a Kowiss.
—¿Cuándo volverás?
—No volveré —dijo él y la sintió ponerse rígida. Pero él la mantuvo firmemente abrazada y, al cabo de un momento, volvió a ser la misma y Jean-Luc prosiguió, jamás había tenido motivo para no confiar en ella de manera implícita—. Entre nosotros, Kowiss sólo es temporal, en extremo. Nos largamos de Irán, toda la compañía, es evidente que no nos quieren aquí, ya no podemos operar libremente y, además, no nos pagan. Nos han echado de el Zagros. Hace unos días, los terroristas mataron a uno de nuestros mecánicos y al joven Scot Gavallan le faltó un pelo para que lo mataran. Así que tomamos soleta. C'est f ini.
—¿Cuándo?
—Pronto. No lo sé con exactitud.
—Te..., te echaré..., te echaré de menos, Jean-Luc —dijo ella apretándose más contra él.
—Y yo también, chérie —le aseguró él cariñosamente, dándose cuenta de que por las mejillas le caían lágrimas silenciosas—. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Teherán?
—No lo sé. —Trató de que su voz no reflejara la desesperación que la abrumaba—. Te daré una dirección en Beirut. Ellos sabrán dónde encontrarme.
—Tú puedes localizarme a mí a través de Aberdeen.
Siguieron allí sentados en el sofá, Sayada recostada entre los brazos de él, el reloj sobre la repisa de la chimenea marcando el tiempo, habitualmente de una manera callada, pero, en aquellos momentos, sonando tan fuerte..., conscientes ambos de que el tiempo pasaba y de que había llegado el fin..., y no por su propia voluntad.
—Hagamos el amor —musitó ella sin desearlo, pero sabiendo que se esperaba de ella la cama.
—No —dijo él, galante, simulando mostrarse fuerte por los dos, sabiendo que se esperaba la cama de él, y que, más tarde, se vestirían, se mostrarían franceses y comprensivos con el fin de su aventura, Jean Luc miró el reloj, Quedaban cuarenta y tres minutos.
—¿No me deseas?
—Más que nunca. —Le acarició un seno al tiempo que le rozaba el cuello con los labios. Su perfume era ligero y agradable. Estaba dispuesto a empezar.
—Me alegro —murmuró ella con el mismo tono de dulzura—, me alegro mucho de que hayas dicho que no. Te necesito durante horas, cariño, no sólo por unos minutos..., ahora no. Las prisas lo estropearían todo.
Por un instante, Jean-Luc quedó desconcertado, no esperaba aquel gambito en el juego que se traían entre manos. Pero va que se había dicho, también él se alegraba. «¡Qué valiente se ha mostrado Sayada al renunciar a semejante placer! —se dijo, amándola profundamente—. Mucho mejor recordar los maravillosos momentos pasados juntos, que tener que hacerlo a toda prisa como si fuera una obligación. Ciertamente, así me ahorro muchos sudores y esfuerzos..., además, no he comprobado si había agua caliente. Ahora podemos seguir sentados charlando, saboreando el vino y sentirnos felices,»
—Sí, estoy de acuerdo A mí me pasa lo mismo.
De nuevo rozó el cuello de ella con los labios. Sintió que temblaba y, por un momento, se sintió tentado de excitarla. Finalmente, renunció. «¡Pobre criatura!, ¿por qué atormentarla?»
—¿Cómo os iréis, querido?
—Volaremos juntos. ¿Más vino?
—Sí, sí, por favor, es tan bueno. —Sayada saboreó el vino, se secó las mejillas, charló con él e intentó sonsacarle sobre aquella extraordinaria «marcha». «Tanto ellos como la Voz encontrarán todo esto muy interesante, incluso acaso yo pueda llegar a descubrir quiénes son. Hasta que lo sepa, no podré proteger a mi hijo. Dios mío, ayúdame a acorralarlos.»
—Te quiero tanto chéri —le dijo.
En el aeropuerto de Teherán: 6.05 de la tarde. Johnny Hogg, Pettikin y Nogger se quedaron mirando atónitos a McIver.
—¿Estás diciendo que te quedas, que no te vienes con nosotros —tartamudeó Pettikin.
—No, ya os lo he dicho —dijo animado Mclver—. Mañana tengo que acompañar a Kia a Kowiss.
Se encontraban en el aparcamiento, junto al coche de Mclver, lejos de oídos ajenos, el «125» ya estaba en la pista, cargando los peones las últimas cajas ante la presencia del inevitable grupo de guardias Green Bands observando atentamente. Y un mollah,
—A ese mollah no lo hemos visto nunca antes —dijo Nogger, nervioso como todos ellos y tratando de ocultarlo.
—Bien. ¿Está todo el mundo preparado para subir a bordo?
—Sí, Mac, excepto Jean-Luc. —Pettikin estaba muy inquieto— ¿No crees que tendrías una mejor oportunidad dejando a Kia?
—Eso sería una verdadera locura. No hay de qué preocuparse, Charlie. Vosotros podéis organizarlo todo en el aeropuerto de Al Shargaz con Andy. Estaré allí mañana. Cogeré el «125» en Kowiss junto con el resto de los muchachos.
—Pero, por. Dios Santo, Mac, ¡todos ellos tienen autorización, tú no! —dijo Nogger.
—¡Pero por Dios Santo, Nogger, ninguno de nosotros está autorizado desde aquí, por Dios Santo! —rió McIver—. ¿Cómo diablos estaremos seguros de nuestros muchachos de Kowiss hasta que se encuentren en el aire y fuera del espacio aéreo de Irán? No hay de qué preocuparse, lo primero es lo primero. Tenemos que lograr que esta parte de la exhibición logre subir al aire. —Miró al taxi que se detenía con un frenazo, de él bajó Jean-Luc, dio la otra mitad del billete al taxista y se dirigió hacia ellos con una maleta en la mano.
—Alors, mes amis —dijo con sonrisa satisfecha—. Ca marche? McIver suspiró.
—Muy deportivo por tu parte ir proclamando que te vas de vacaciones, Jean-Luc.
—¿Qué?
—No importa. —A Mclver le era simpático Jean-Luc, por su habilidad, su experiencia culinaria y por lo resuelto que era. Cuando Gavallan habló a Jean-Luc de Torbellino, Jean-Luc había dicho al punto: «Desde luego yo pilotaré uno de los "212" de Kowiss, siempre que pueda tomar el vuelo del miércoles a Teherán y estar allí un par de horas.»
—¿Qué tienes que hacer?
—¡Mon Dieu, vosotros los ingleses! ¿Tal vez para decirle adieu al Imán?
McIver le hizo una mueca sonriente al francés.
—¿Qué tal por Teherán?
—Macnifique! —Jean-Luc le hizo a su vez una mueca mientras se decía: «Hace años que no veo a Mac tan joven. ¿Quién será la dama?»—. Et toi, morir vieux?
—Bien.
Por detrás de él, McIver vio a Jones, el copiloto, bajar las escaleras de dos en dos, dirigiéndose a ellos. Ya no quedaban más cajas sobre el asfalto y su personal de tierra iraní volvía a la oficina.
—Todo preparado, capitán. Sólo falta que suban los pasajeros —dijo Jones flemático—. ATC se están poniendo nerviosos y dicen que llevamos retraso. Lo más rápidamente posible, ¿de acuerdo?
—¿Sigues estando autorizado para hacer escala en Kowiss? —Sí, no hay problema,
McIver respiró hondo.
—Muy bien, vamos allá, exactamente como lo planeamos sólo que yo me quedo con los papeles.
Johnny Hogg se los entregó y los tres, McIver, Hogg y Jones se acercaron directamente al mollah, confiando en distraerle. Tal como habían acordado previamente, los dos mecánicos se encontraban ya a bordo, siendo ostensiblemente cargadores.
—Buenos días, Agha —dijo McIver al tiempo que le alargaba de forma ostentosa el manifiesto, situándose todo ellos de forma que le impidiera ver directamente la escalerilla. Nogger, Pettikin y Jean-Luc subieron ágilmente y desaparecieron en el interior.
El mollah ojeó el manifiesto a lo que, evidentemente, no estaba acostumbrado.
—Bien. Ahora inspección —dijo con fuerte acento.
—No es necesario, Agha, hem... —Melver calló.
El mollah, junto con los dos guardias, se dirigía ya hacia la escalerilla.
—Tan pronto como subas a bordo pon en marcha los motores, Johnny —le dijo en voz queda, y los siguió.
La cabina estaba abarrotada de cajas, los pasajeros ya sentados con los cinturones abrochados. Todos evitaron cuidadosamente mirar al mollah. Éste los observó con atención.
—¿Quiénes hombres?
—Equipos de remplazo Agha —dijo McIver sin vacilar. Su excitación se acrecentó al ponerse los motores en marcha. Señaló al azar a Jean-Luc—. Piloto para el remplazo de Kowiss, Agha. —Luego, con un mayor apresuramiento—: El Comité de la torre quiere que el aparato despegue ya. Rápidamente, ¿de acuerdo?
—¿Qué en las cajas?
El mollah miró hacia la carlinga cuando oyó la voz de Johnny Hogg hablando en un farsi perfecto.
—Lamento interrumpir, Excelencia, es la Voluntad de Dios, pero la torre nos ordena que despeguemos de inmediato. Con tu permiso, por favor.
—Sí, sí, claro, Excelencia Piloto —sonrió el mollah—. Tu farsi es muy bueno, Excelencia.
—Gracias, Excelencia. Que Dios te proteja y sus bendiciones sobre el Imán.
—Gracias, Excelencia Piloto, que Dios te proteja. —Dicho lo cual, el mollah se alejó.
Cuando ya se iba, McIver se asomó a la ventanilla de la carlinga. —¿Qué era todo eso, Johnny? No sabía que hablaras farsi.
—No lo hablo —dijo, lacónico, Johnny, traduciéndole lo que había dicho al mollah—. Sólo me aprendí esa frase, pensé que en algún momento me sería útil.
McIver sonrió.
—¡Eres el primero de la clase! —exclamó, luego bajó la voz—. Cuando lleguéis a Kowiss haz que Duke se las ingenie con Hotshot para que embarque a los muchachos, lo más pronto que le sea posible por la mañana. No quiero que esté Kia allí cuando despeguen... Sea como sea, que lo haga lo más pronto posible. ¿De acuerdo?
—Sí, claro, me había olvidado de eso. Muy inteligente.
—Que tengáis un buen vuelo..., os veré en Al Shargaz.
Desde abajo, alzó los pulgares con gesto animoso mientras se deslizaban por la pista.
Tan pronto como estuvieron en el aire, Nogger lanzó un viva explosivo.
—¡Lo logramos! —Y todos le corearon salvo Jean-Luc que se santiguó supersticioso y Pettikin que tocó madera.
—Merdel —les gritó Jean-Luc—. Guarda tus vítores, Nogger, y no te precipites. A lo peor te quedas anclado en Kowiss. Déjalos para el viernes. De aquí a entonces, han de soplar muchos vientos a través del Golfo.
—Tienes razón, Jean-Luc —dijo Pettikin sentado junto a la ventana, viendo cómo se alejaba el aeropuerto. Mac estaba de buen humor. Hacía meses que no le veía tan feliz y, sin embargo, esta mañana estaba fastidiado. Es curioso cómo puede cambiar la gente.
—Sí, realmente curioso. A mí me hubiera fastidiado mucho haber tenido que cambiar el plan.
Jean-Luc se estaba acomodando y se reclinó en su asiento, la mente distraída con Sayada y su despedida que les había hecho sentir una tristeza dulce y trascendente. Miró a Pettikin y vio su ceño fruncido.
—¿Qué?
—De repente se me ha ocurrido cómo piensa llegar Mac a Kowiss. —En helicóptero, supongo. Todavía quedan dos «206» y un «Alouette». —Tom llevó hoy el «Alouette» a Kowis y no quedan pilotos. —Entonces, naturalmente, irá en coche. ¿Por qué?
—No creerás que esté lo bastante loco para pilotar él el aparato en el que lleve a Kia, ¿verdad?
—¿Has perdido el juicio? Claro que no creo que esté tan loco para hacer algo tan demenc.., —Jean-Luc enarcó las cejas—. ¡Merde, sí, creo que esté tan loco!
Hashemi Fazir se encontraba en pie junto a la ventana de su amplia oficina, contemplando los tejados de la ciudad y los minaretes, las cúpulas de la gran mezquita entre los modernos y altos edificios y hoteles, extinguiéndose la última llamada de los almuédanos a la oración del ocaso. Se veían más luces de lo habitual. Tiroteos lejanos.
—Hijos de perro —murmuró. Luego, sin volverse añadió con tono acerbo—: ¿Eso es todo lo que ella dijo?
—Sí, Excelencia, «dentro de unos días». Añadió que estaba bastante segura de que el francés no sabía exactamente cuándo se iban.
—Debió de asegurarse. ¡Descuidada! Los agentes descuidados son peligrosos. Solo los «212», ¿eh?
—Sí, de eso estaba segura.
—Creo, en efecto, que es descuidada y que debería ser castigada.
Hashemi captó el malicioso placer en la voz, pero no permitió que eso enturbiara su buen humor, dejando vagar su pensamiento y reflexionando sobre lo que podría hacer con Sayada Bertolin y su información. Estaba muy complacido consigo mismo.
Aquél había sido un día excelente. Uno de sus colaboradores secretos había sido nombrado segundo de Abrim Pahmudi en la SAVAMA. A mediodía, un télex de Tabriz había confirmado la muerte del Khan Absollah. Inmediatamente había cursado a su vez un télex para que se preparase una entrevista privada al día siguiente con el Khan Hakim y requisado uno de los aviones ligeros bimotor de la SAVAMA. La ayuda que prestara a Talbot en su viaje al infierno había sido perfecta y no había encontrado el menor rastro de los hombres responsables, un equipo del «Group Four», cuando fue a inspeccionar el área donde estallara la bomba porque, naturalmente, se le había convocado de inmediato. Nadie de los que se encontraban por los alrededores había visto que alguien aparcara el coche: «Durante un momento reinó la paz de Dios y al siguiente la furia de Satanás.»
Hacía un ahora que Abrim Pahmudi le había llamado personalmente, a todas luces, para felicitarle. Mas él había evitado la añagaza negando que tuviera algo que ver con la explosión. Era preferible no llamar la atención sobre la similitud con el primer coche bomba que hiciera volar en pedazos al general Janan, prefería mantener a Pahmudi en la duda, desconcertado y bajo presión.
—Es la Voluntad de Dios, Excelencia —había dicho con gravedad dominando la risa—, pero resulta evidente que se trata de otro de esos condenados ataques terroristas de los izquierdistas. Talbot no era el objetivo, aun cuando su oportuna muerte elimina ese problema. Lamento tener que decírselo, pero el ataque iba dirigido de nuevo contra los favorecidos por el Imán.
Culpando a los terroristas, y alegando que el ataque era contra los ayatollahs y los mollahs que frecuentaban el restaurante, les atemorizaría a ellos y cubriría el rastro de Talbot, evitando así una posible venganza británica, con toda seguridad por parte de Robert Armstrong, si alguna vez llegaran a descubrirlo. De esa manera, aplastaba varios escorpiones de una sola pedrada.
Hashemi se volvió y se quedó mirando al hombre de rostro afilado, Sulimán al Wiali, líder del equipo del «Group Four» que colocara el coche bomba, el mismo hombre que cogiera a Sayada Bertolin en el dormitorio de Teymour.
—Dentro de unos minutos salgo para Tabriz. Estaré de regreso mañana o pasado mañana. Conmigo irá un inglés alto, Robert Armstrong. Haz que uno de tus hombres lo siga, asegúrate de que el hombre sepa dónde vive Armstrong. Después, ordena a alguien que lo elimine en alguna calle, una vez oscurecido. No lo hagas tú.
—Sí, Excelencia. ¿Cuándo?
Hashemi reflexionó una vez más sobre su plan y no le encontró fallo. —El Día Santo.
—¿Es ése el hombre con el que querías que fornicara esa mujer, Sayada?
—Si, pero ahora he cambiado de idea. —«Robert ya no tiene valor alguno —se dijo—. Más aún, ha llegado su hora.»
—¿Tienes algún otro trabajo para ella, Excelencia?
—No, ya hemos desbaratado la red Teymour.
—Es la Voluntad de Dios. ¿Puedo hacer una sugerencia?
Hashemi estudió al hombre. Sulimán era su más eficiente, seguro y mortífero líder del «Group Four», con un trabajo de cobertura como simple agente del Servicio Secreto Interno que debía presentarle sus informes directamente a él. Sulimán aseguraba ser originario de las Montañas Shrift, al norte de Beirut, antes de que su familia fuera asesinada a él se lo llevaran las Milicias Cristianas. Hashemi le había reclutado hacía cinco años, después de haberle sacado con sobornos de una prisión siria donde se encontraba condenado a muerte por asesinato y bandidaje a ambos lados de la frontera.
—Sólo he matado judíos e infieles, como Dios lo ordeno, así que hago el trabajo de Dios. Soy el Vengador —fue su única defensa. —¿Qué sugerencia?
—Esa mujer es un correo ordinario de la OLP, no muy bueno por cierto. En su estado actual, es peligrosa y una posible amenaza.. Fácil de subvertir por los judíos o la CIA en contra nuestra. Como buenos labradores, deberíamos echar semillas donde pudiéramos obtener una buena cosecha. —Sulimán sonrió—. Tú eres un granjero prudente, Excelencia. Mi sugerencia es que yo le diga que es tiempo de que regrese a Beirut, que nosotros, los dos que la sorprendimos como prostituta queremos que ahora trabaje allí para nosotros. Dejamos que nos oiga hablar en privado, y simulamos formar parle de una célula de milicianos cristianos del sur del Líbano que actúa bajo órdenes israelíes por sus amos de la CIA.
El hombre rió en silencio al ver la sorpresa de su jefe.
—¿Y luego?
—¿Qué sería capaz de convertir a una tibia copta palestina, antiisraelí en una fiera fanática, sedienta de venganza para toda su vida? Hashemi se le quedó mirando.
—¿Qué?
—Digamos que algunos de esos «milicianos cristianos, cumpliendo con las órdenes israelíes recibidas de sus amos de la CIA», perversamente, han atacado a su hijo hiriéndole gravemente el día antes de que ella regresara allí y luego se han desvanecido. ¿Acaso no se convertiría en una diabólica enemiga de nuestros enemigos?
Hashemi encendió un cigarrillo para ocultar su asco.
—Sólo estoy de acuerdo contigo en lo de que ya no nos es de utilidad —dijo y vio en el otro como un destello de irritación.
—¿Qué valor tiene su hijo? ¿Y qué futuro? —adujo Sulimán desdeñoso—. Con semejante madre y viviendo con parientes cristianos seguirá siendo cristiano e irá al infierno.
—Israel es aliado nuestro. Procura mantenerte apartado de los asuntos del Oriente Medio o te devorarán. ¡Queda prohibido!
—Si tú dices que está prohibido, está prohibido, Amo. —Sulimán se inclinó al tiempo que asentía con la cabeza—. Sobre la cabeza de mis hijos.
—Bien. Hoy lo has hecho muy bien. Gracias —murmuró. Después se acercó a la caja fuerte y cogió un fajo de manoseados dólares de los montones que había dentro. Vio cómo se iluminaba la cara de Sulimán—. Aquí tienes, una prima para ti y tus hombres.
—Gracias, gracias, Excelencia. ¡Dios te proteja! Ese hombre, Armstrong, puede darse por muerto. —Sulimán, muy agradecido, hizo una nueva reverencia y se fue.
Una vez solo, Hashemi abrió un cajón que tenía cerrado con llave y se sirvió un whisky. «Mil dólares es una fortuna para Sulimán y sus tres hombres y, al mismo tiempo, una inversión acertada —se dijo satisfecho—. Claro que sí. Me alegro de haberme decidido respecto a Robert. Sabe demasiado, sospecha demasiado..., ¿acaso no fue él quien habló de mis equipos? "Los equipos del `Group Four' deben ser utilizados en cosas buenas, no diabólicas, Hashemi", me dijo con ese tono suyo de sabelotodo.»
—Sólo quiero advertirte, su poder se sube a la cabeza y puede salirte el tiro por la culata. Recuerda al Viejo de las Montañas, ¿eh?
Hashemi se había echado a reír para disimular el sobresalto que le produjera el que Robert hubiera podido llegar a hurgar en lo más recóndito de su corazón.
—¿Qué tienen que ver conmigo al-Sabbah y sus asesinos? Vivimos en el siglo xx y no soy un fanático religioso. Y lo que es más importante aún, Robert, ni siquiera tengo un Castillo Alamut!
—Siempre está el hachís..., y aún mejor.
—Yo no quiero toxicómanos o asesinos, sólo hombres en los que confiar.
La palabra asesino se derivaba de hashshashin, aquellos que consumen hachís. Decía la leyenda que en el siglo xi, en Alamut, la inexpugnable fortaleza de Hassan ibn al-Sabbah, en las montañas, cerca de Qazvin, Hassan tenía jardines secretos, concebidos exactamente como los Jardines del Paraíso descritos en el Corán, donde el vino y la miel fluían de las fuentes y yacían doncellas hermosas y sumisas. Allí se introdujeron secretamente adictos drogados con hachís, dándoseles un anticipo del éxtasis erótico, eterno y prometido que les esperaba en el Paraíso una vez hubieran muerto. Luego, al cabo de uno, dos o tres días, los «Bienaventurados» eran conducidos «de nuevo a la tierra» garantizándoles un rápido retorno..., a cambio de una obediencia ciega y absoluta a su voluntad.
Desde Alamut, la banda fanática de Hassan ibn al-Sabbah, compuesta de estúpidos fanáticos, consumidores de hachís, aterrorizaron a Persia, llegando a extenderse pronto por la mayor parte del Oriente Medio. Aquello se prolongó durante casi dos siglos. Hasta 1256. Por entonces, un nieto de Gengis Khan, Hulugu Khan llegó a Persia y lanzó a sus hordas contra Mamut destruyéndolo piedra a piedra desde la cima e hizo morder el polvo a los Asesinos.
Los labios de Hashemi formaban una línea recta. «Ah, Robert, cómo supiste penetrar el velo de mi plan más secreto: modernizar la idea de al-Sabbah, tan fácil de llevar a la práctica ahora que el Sha ha desaparecido de aquí y el país está en fermentación. Tal fácil con todas las drogas psicodélicas, con los alucinógenos y la masa Inextinguible de fanáticos simplones, imbuidos con el ansia de martirio, que sólo necesitan ser conducidos y orientados en la dirección apropiada..., para quitar de en medio todo cuanto yo quiera. Como a Janan y a Talbot. ¡Como a ti!»
«Lástima que haya de tratar con carroña semejante para la mayor gloria de mi feudo. ¿Cómo puede llegar la gente a ser tan cruel? ¿Cómo pueden disfrutar abiertamente de una crueldad tan desenfrenada como la de cortar los órganos genitales a aquel hombre, como la de contemplar cómo se martiriza a un niño? ¿Será precisamente porque pertenecen al Oriente Medio, viven en el Oriente Medio, y no encajan en ninguna parte? En verdad que es terrible su incapacidad para aprender de nosotros, que no puedan beneficiarse de nuestra antigua civilización. Debe retornar el imperio de Ciro y Darío... ¡Por Dios que el Sha tenia razón en eso! Mis asesinos abrirán la marcha, incluso hasta Jerusalén.»
Saboreó su whisky muy complacido con el trabajo realizado ese día. Tenía un gusto excelente. Lo prefería sin hielo.